INTRODUCCIÓN
La literatura en torno a los músicos indios después de la conquista es bastante escueta y el vacío se acrecienta para los siglos subsecuentes, a tal grado que se sabe muy poco acerca de lo que pasó con estos músicos una vez acabado el fervor evangelizador de los misioneros franciscanos, dominicos y agustinos. Los trabajos pioneros de la musicología mexicana sólo expusieron de manera sesgada la participación de estos cantores y ministriles en el mundo musical novohispano. Es innegable que, a pesar de las dificultades y los abusos que encontraron para ejercer su oficio, los músicos indígenas resultaron indispensables para la realización del ritual católico en sus altepeme y, por lo menos en teoría, gozaron del respaldo de las instituciones eclesiásticas locales, aunque su posición y su trabajo dentro de los templos fueron variables.
La presencia de músicos indígenas en los servicios del culto de las diversas instituciones eclesiásticas de la Nueva España forjó la creencia de que habían adquirido una posición de privilegio dentro de sus pueblos. Esto ocurrió en algunas regiones, donde los indios músicos alcanzaron cierto poder económico y puestos en el cabildo.1 No obstante, en el libro Música eclesiástica en el altépetl novohispano se demostró que este asunto fue más complicado, puesto que el control de caciques, curas y autoridades españolas en muchas ocasiones contravenía las disposiciones legales; en consecuencia, los cantores y ministriles eran obligados a realizar trabajos de los que en teoría estaban exentos. Esta situación fue recurrente a lo largo de todo el periodo novohispano y la encontramos hasta los albores del México independiente.2
Uno de los campos laborales que se mantuvieron tras el fin del virreinato fue precisamente el ejercicio de la música dentro de los templos. Este texto da seguimiento a la investigación realizada en Música eclesiástica…, sobre permanencia y cambio en la práctica musical sacra del centro del país a partir de la independencia. También pretende mostrar cómo, sorteando algunas vicisitudes, músicos, cantores y organistas mantuvieron su trabajo a lo largo del siglo XIX mexicano.
La primera parte del trabajo, que va de 1821 a 1860, es decir, desde la independencia hasta la época de la Reforma, muestra una continuidad de los estilos musicales eclesiásticos, pero también una paulatina transformación de la organización musical en los templos de los antiguos altepeme novohispanos durante la primera parte del siglo XIX. Así podremos explicarnos tanto la permanencia de la capilla de música y los ternos o duetos de músicos hasta su reducción a un solo cantor y organista, o sólo este último, como la aparición intermitente de las orquestas y el surgimiento emergente de los cuerpos filarmónicos.
La segunda parte abarca desde 1860 hasta los primeros años del siglo XX y se centra en los esfuerzos eclesiásticos por reglamentar la música sagrada para que se dejaran de tocar en los templos obras profanas y teatrales, se excluyeran los instrumentos escandalosos o afeminados, y se evitara el canto de mujeres en los coros.
CONTINUIDAD DEL TRABAJO DE MÚSICOS Y CANTORES INDÍGENAS EN LA IGLESIA, 1821-1860
Es poco lo que se conoce sobre el trabajo de los indios dedicados a la música bajo el nuevo orden republicano. La falta de una documentación sólida ha sido un factor para este vacío bibliográfico, aunque podemos encontrar indicios en las entradas económicas de las capillas de música. Durante la época novohispana, los medios de subsistencia de cantores y ministriles pueden agruparse en tres rubros: el pago por solemnizar las celebraciones litúrgicas (misas, por ejemplo), las retribuciones de las cofradías y la asignación de tierras de cultivo.3 Después de una serie de pesquisas en los archivos parroquiales del centro de México, podemos afirmar que los tres se mantuvieron entre 1821 y 1860. Por ejemplo, los aranceles establecidos durante el siglo XVIII para el pago de misas por entierros, donde se consignaban estipendios a los músicos, continuaron vigentes hasta su derogación por la Ley sobre derechos y obvenciones parroquiales del 11 de abril de 1857, o Ley Iglesias.4 Es pertinente, pues, revisarlos a la luz de los documentos actualmente disponibles.
Estipendios por servicios dentro del templo
La remuneración de músicos y cantores dentro de las iglesias del llamado altépetl novohispano o pueblo de indios (como lo denominaron los españoles), continuó sin aparente modificación después de 1821, sólo que ahora le fueron añadidas festividades cívicas que debían solemnizar las capillas de música. Lo anterior puede observarse en el “Directorio de las misas cantadas semanarias, mensuales y anuales de la Parroquia de San Antonio Huatusco”, localizado en la ciudad de Huatusco, Veracruz, y publicado el 31 de julio de 1831 por mano del párroco José Francisco de Campomanes (figura 1).5 Es un ejemplar único en su tipo encontrado a la fecha y contiene una lista con el total de las misas que se celebraron durante todo un año, unas 377. También se asentaban los pagos que debían recibir músicos y cantores por sus servicios. Además de las ceremonias religiosas ordinarias, ahora se añadían dos festividades cívicas: el Lunes del Espíritu Santo (fiesta titular del Ayuntamiento, en junio)6 y el 16 de septiembre (fiesta nacional). Cabe resaltar que, en ambas, la capilla de música trabajaba de manera gratuita porque entre los acuerdos que se hacían con el párroco se incluían algunos servicios sin estipendio, como las misas de domingos y festividades especiales.
Por las 377 celebraciones consignadas en el Directorio, los cantores ganaron un total de 255 pesos al año: por las misas semanales recibían 45 pesos (360 reales); por las mensuales, 83 pesos (660 ½ reales); por las anuales, 127 pesos ½ real (60 pesos y 60 reales).7 En la medida en que se vayan localizando otros documentos de este tipo en los archivos parroquiales, se logrará una confirmación más sólida de los ingresos que percibían los músicos por las misas. Todavía a finales del siglo XIX hay indicios de estas retribuciones en algunos libros parroquiales. En el pueblo de Tochimilco, Puebla, el presidente de la Asociación de la Vela Perpetua pagó 24 pesos por la misa de Minerva del 18 de noviembre de 1900; entre ellos, se consignaba el estipendio de un peso a los cantores.8
Retribuciones de las cofradías
Este rubro se encuentra mejor documentado, gracias a los libros de cargo y data, así como a diversos recibos sueltos que se localizan en los pequeños acervos de las parroquias del centro de México.
El término cofradía procede de la palabra francesa confrérie, que significa asociación o reunión de personas. Según el Derecho Canónico “se define como la reunión de fieles con autoridad competente”.9 Con ese nombre se designa también una asamblea que congrega a un grupo de fieles dedicado a obras piadosas y caritativas.10 No obstante, durante del virreinato las cofradías fueron más que meras asociaciones con fines religiosos; los estudios que se han hecho sobre ellas demuestran que su funcionamiento era complejo y que ocupaban un lugar muy importante en la sociedad novohispana. Desde una perspectiva cultural, las cofradías de esta época deben verse como “espacios de participación social, integradoras de referentes simbólicos, reproductoras del orden social, donde se materializan las concepciones en torno a la muerte y como mecanismos de reconfiguración de la identidad”.11
Dentro del orden social se pueden identificar “diversos aspectos sociales del grupo de donde eran producto; de esta forma se determinan aspectos demográficos, sistemas de cargos, conformación étnica de la población, grados y niveles de interacción entre los actores sociales involucrados”.12 En lo político son fuente para comprender “las relaciones de poder existentes en la Nueva España, estableciendo las manifestaciones y la materialización de estrategias de defensa por parte de los grupos marginales frente a los embates de los otros sectores de la población”;13 finalmente, en lo económico, puede verse cómo intervinieron “en la dinámica económica novohispana por medio del análisis de donaciones, contribuciones, créditos concedidos y la compra-venta de propiedades”.14
Aunque las primeras cofradías establecidas en los altepeme novohispanos o pueblos de indios se pueden encontrar desde el siglo XVI, no fue sino hasta el XVII cuando su número creció exponencialmente. Los indios aceptaron gustosos este tipo de corporación por su capacidad de generar “espiritualidad, identidad y colectividad”.15 Gracias a las aportaciones emanadas de las tierras que pertenecían a la cofradía (tierras de santos), así como las donaciones de bienes, casas o sementeras, muchas lograron amasar grandes capitales, mientras que otras, debido a su posición geográfica, escasez en las cuotas de sus cofrades o periodos de inestabilidad, nunca alcanzaron una consolidación económica.16
Esas riquezas no se tocaron aun con la llegada de las reformas borbónicas. Cuando se emitió la Real Cédula de Consolidación de Vales Reales en 1804, los únicos caudales pasados por alto fueron precisamente los de las cofradías: “[…] que sean puramente de indios, pues no se han de enajenar sus bienes y propiedades, ni hacerse con ellos la menor novedad […]”.17 Después de la independencia continuó siendo la corporación de fieles más importante dentro del pueblo de indios y mantuvo sus niveles de riqueza hasta mediados del siglo XIX. Los gastos de una cofradía eran diversos y uno de los más recurrentes fue el utilizado para el pago de la música.
Pero no era exclusivo de lo musical conferir a las celebraciones de las cofradías su carácter sonoro; también las campanas, las campanillas, los cohetes y las ruedas pirotécnicas, ya que sin estos elementos “era prácticamente impensable el poder rendir honor de manera ‘decente’ a las imágenes sagradas y a la presencia real divina en la Eucaristía”.18 Gran parte de sus celebraciones siempre estuvieron acompañadas de música porque, en el aparato cultual católico, así lo requerían todas las iglesias, desde las grandes catedrales hasta las parroquias de indios.
Los libros de cargo y data de muchas parroquias del centro de la Nueva España dan cuenta de los pagos que se hacían por concepto de la música. En ellos encontramos una serie de entradas donde se contemplaban los estipendios a cantores, músicos y organistas, tanto los que se agrupaban dentro de una capilla, como los que ejercían su trabajo fuera de los templos, tocando las chirimías, los clarines o los cajones.19 La importancia de las cofradías como fuentes de ingresos es fundamental para entender el sistema de trabajo en torno a la música durante el virreinato y los primeros años del México independiente, sobre todo si pensamos que la actividad musical dentro de los templos no fue objeto de censura durante las reformas a las cofradías que hicieron los obispos a partir del último tercio del siglo XVIII.20 En este sentido, David Carbajal menciona que no era el fasto sonoro lo que preocupaba a las autoridades españolas, sino el visual: la enorme cantidad de cirios, velas y hachas que alumbraban los retablos de los santos patronos y las advocaciones marianas en sus festividades.21 La permanencia de la música en las celebraciones de las cofradías fue visible en último tercio del siglo XIX.
En su Estudio geográfico, histórico y estadístico del cantón y de la ciudad de Orizaba, José María Naredo habla de cómo la música era indispensable en la procesión de Corpus Christi de 1876, donde participaban muchas de las cofradías de esa ciudad veracruzana: “Aquellos cánticos sagrados, aquellas armonías de la música, aquel retumbar del cañón, aquellos bulliciosos repiques y aquel alboroto popular formaban un conjunto que enajenaba y extasiaba al espectador […]”.22 Menciona también a los músicos que sólo tocaban en las procesiones y a quienes lo hacían dentro de los templos:
[…] y seguían las cruces y cirios procesionales que los indígenas traían de sus pueblos con su santo patrono acompañado cada uno de su músico de bullicioso pito y tambor […]. En seguida iban la cruz y ciriales, procesionales de la parroquia, los sacristanes y cantores, doce o más sacerdotes revestidos de casulla […].23
La prosecución en el trabajo de los músicos después de 1821 se ve claramente reflejada en las cuentas de los mayordomos. A través de ellas podemos conocer las festividades que se oficiaban y cuál era el estipendio que correspondía a músicos, cantores y organistas; asimismo, cuáles eran las diferencias monetarias en cada región, lo que se relacionaba directamente con el nivel adquisitivo de los pobladores; inclusive, las variaciones económicas que tenían las diversas cofradías de un solo sitio.
A continuación, se presenta un análisis de los pagos que por servicios musicales hicieron las cofradías localizadas en la parroquia de Santa María de la Asunción, ubicada en Tlatlauquitepec (Puebla). Se ha escogido esta última porque contaba con una gran cantidad de asociaciones y además porque la seriación anual de sus libros de cargo y data es extensa y ordenada. Sus datos, aun con algunas cifras faltantes, están mucho más completos que los de otras parroquias del periodo. Algo parecido ocurría con las cofradías de la parroquia de San Luis Obispo de Tolosa, en Huamantla (Tlaxcala).24
En los libros de cargo y data de Tlatlauquitepec, además de los legajos con papeles sueltos, encontramos cerca de 42 cofradías activas durante el periodo estudiado. Unas ocho de ellas funcionaban desde el siglo XVIII. De las otras 34 no sabemos mucho, porque sus cuentas son parciales o solo abarcan periodos cortos y medios del siglo XIX. No obstante, su gran número es síntoma de la importancia de este tipo de asociaciones y del nivel económico de la población. Lo sustancial es que todas hacen referencia en su contabilidad a erogaciones pagadas a músicos, cantores y organistas.25
En las entradas de estas asociaciones se observa una estabilidad monetaria que se refleja en los pagos por la música, ya que las distribuciones por este concepto se mantuvieron estables y fluyendo. La cofradía de la Purísima Concepción fue la única donde los pagos fueron disminuyendo hacia la segunda mitad del siglo XIX; el resto se mantuvo boyante, al menos en este rubro. Otro aspecto para resaltar es que, gracias a la gran cantidad de cofradías, las ganancias de los músicos eran cuantiosas; de ahí su persistente presencia en las cuentas, a pesar de que, como veremos más adelante, posteriormente se formaron bandas de viento o cuerpos filarmónicos.26
Por otro lado, las fuentes también parecen confirmar que, en el periodo independiente, al igual que en el virreinato, el país no estaba repleto de capillas de música, según se afirma en algunas investigaciones recientes, replicando comentarios recurrentes de los frailes que magnificaban los éxitos de la evangelización. Sí había capillas de música, pero sólo en los altepeme novohispanos o pueblos de indios principales, donde había capacidad económica para mantener un buen número de cantores e instrumentistas; el resto se conformaba con tener dos o tres cantores y un bajonero u organista, agrupados en lo que se conocía como ternos.27 Al analizar los documentos, se observa que las erogaciones asentadas a nombre de músicos y cantores -sobre todo las de estos últimos-, se van singularizando y sólo se menciona el pago a un cantor. Dentro de la región hay una mayor pervivencia de los grupos de músicos en los asentamientos con mayor estabilidad económica (como Tlatlauquitepec y Huamantla) que en otras demarcaciones.28
Por ejemplo, todavía en 1858, la cofradía de Jesús Nazareno y Benditas Ánimas del Purgatorio especificaba el pago a los cantores, a veces junto con los músicos y en ocasiones por separado. No sabemos si eran suficientes para conformar una capilla, pero al menos solían ser más de dos (figura 2).
En los libros de Huamantla se anotaba el pago a “músicos y cantores” (así, en plural), lo que nos brinda indicios de la presencia de una capilla de música hasta mediados de los años cincuenta del siglo XIX, aunque cada vez se asienta más el pago a un solo cantor y a los músicos (figura 3). La cofradía de las Benditas Ánimas, por ejemplo, hace explícitas ambas situaciones.
No obstante, también en Huamantla se observa que desde 1829 se va plasmando el pago a un solo cantor, un organista, o a ambos. Este tipo de retribución a un solo cantor se hizo más común conforme avanzaba el periodo decimonónico. Éste fue el caso de la cofradía del Señor San Luis y de otras del lugar, según consta en sus libros de cargo y data (figura 4).
Encontramos, además, la asignación de recursos a los chirimiteros, cajoneros y tamboreros, cuyo trabajo principal era acompañar con música el paso de las procesiones. Desde la época novohispana hay presencia de este tipo de músicos y su continuidad era evidente durante este periodo;29 aunque no todas las cofradías consideraron prioritario anotarlos en sus cuentas, la cofradía del Señor San Luis sí plasmaba este tipo de erogaciones (figura 5).
Después de la década de los sesenta, se menciona a la orquesta, que básicamente se utilizaba para celebraciones especiales y costosas. Su presencia es tardía y pocas veces figura en las cuentas; es el caso de la cofradía de Santa María de Guadalupe (figura 6).
Ganancias por trabajar las tierras de cultivo
Durante el periodo novohispano, la tenencia de sementeras fue prioritaria como complemento al trabajo dentro de las iglesias; si bien la documentación al respecto es escueta, sabemos que algunos las recibían como premio por su servicio ejerciendo el oficio de músico o como donación de tierra a la capilla de música.30 Consideramos que después de 1821 esta forma de sustento continuó sin muchos cambios, pero desgraciadamente las fuentes que podrían confirmarlo son casi inexistentes. En la única referencia localizada, los cantores del pueblo de Teposcolula, Oaxaca, señalaban que además de músicos eran labradores.31 Así pues, se puede presumir que quienes se dedicaban al ejercicio de la música continuaron alternando sus labores en el campo con la actividad musical.
Las vías de obtención de recursos monetarios arriba expuestas muestran como las prácticas musicales del mundo novohispano continuaron vigentes en el México independiente. No obstante, entre 1851 y 1857 encontramos una transformación radical en las formas de obtención de las ganancias económicas de los músicos, sobre todo las generadas dentro de los templos, tal como veremos a continuación.
Cambios en las formas de retribución
Tras la publicación en 1631 del primer arancel del Arzobispado de México, cuya finalidad era reglamentar y homogeneizar el cobro de curas y frailes por la administración de los sacramentos, diversos documentos de este tipo fueron emitidos durante toda la época novohispana. Además de señalar los derechos parroquiales, éstos establecían la retribución que recibían los cantores por su trabajo, la cual dependía de la calidad étnica de quien requería el servicio.32
Ya a la mitad del siglo XIX los pagos a los músicos no se tomaron en cuenta ni en el “Proyecto de ley sobre reforma de obvenciones parroquiales”, escrito por mano de Melchor Ocampo en marzo de 1851 -proponiendo un nuevo arancel que, además de unificar cobros, eliminaba las barreras raciales de los anteriores-,33 ni en la Ley sobre derechos y obvenciones parroquiales de abril de 1857, o Ley Iglesias, que no suprimía el cobro de los bautismos, amonestaciones, casamientos y entierros de los pobres.34 Probablemente para los liberales del siglo XIX la música no era una materia que mereciera ser incluida en la nueva legislación, como sí lo había sido durante el periodo novohispano.
No obstante, tanto el punto 14 del “Proyecto de ley” como el artículo 10 de la Ley Iglesias podrían darnos un indicio más sólido sobre la desregulación de los pagos a músicos, organistas y cantores. El primero proponía derogar los cargos, derechos de tasación y servicios personales, mientras que el segundo contempló las “concordias, alcancías y hermandades destinadas a satisfacer en algunos pueblos, minerales y haciendas, las referidas obvenciones”, además de los ya mencionados derechos de tasación y servicios personales.35 Lo anterior dejaba un vacío respecto a las erogaciones por concepto de música. Si antes los aranceles tasaban los pagos que debían recibir los músicos por su trabajo, (como forma de evitar que éstos hicieran cobros desmedidos y a su arbitrio), ahora, al ser eliminadas las tasaciones y suprimirse los pagos obligatorios por los derechos de música que había establecido la Iglesia novohispana, los estipendios quedaban sujetos a acuerdos particulares entre feligreses y músicos, los cuales en ocasiones cometían abusos que el sistema arancelario había pretendido eliminar.
Ya un año antes de ser votada la Ley Iglesias, en el punto número 4 del “Reglamento para regular los gastos de las cofradías” del año de 1856, documento emitido por una junta conformada por representantes de las diversas cofradías de Huamantla, Tlaxcala, se asentaba que:
De las indicadas limosnas no se pasará por ningún gasto superfluo, como son cohetes, cámaras y otras cosas que no son necesarias para el culto, quedando todos los mayordomos en libertad para ocupar a los organistas, cantores y músicos que quieran y les ofrezcan más ventaja ajustándose con ellos su precio convencional; y procurando la posible economía, según se acordó en dicha junta y consta en el acta que se levantó en el libro de la cofradía del Santísimo Sacramento.36
Aquí se dejaba al arbitrio de los mayordomos la contratación de los músicos. Al no tener un arancel donde consignar el pago por la música, este volvió a depender de un acuerdo entre particulares, es decir, entre los músicos, los mayordomos, los curas y los fieles. Además, se expone la necesidad de moderar los gastos ocasionados por la música. Tal vez una de las causas de la reducción paulatina del número de músicos dentro de los templos haya sido la falta de recursos monetarios de los pueblos; otra pudo ser el traslado de esos ejecutantes a organizaciones como las bandas de viento, también llamados cuerpos filarmónicos.37
Después de la publicación de la Ley de desamortización de fincas rústicas y urbanas propiedad de corporaciones civiles y eclesiásticas, o Ley lerdo, emitida en junio de 1856, las cofradías fueron perdiendo su carácter corporativo. A finales del periodo decimonónico “declinaron por los movimientos políticos y por la dinámica de la sociedad capitalista donde se buscó, sobre todo, una mejor economía, por ello la cofradía se transformó de manera paulatina en mayordomía”.38 La pérdida de “propiedades y bienes raíces”, minó su sustento monetario y, al difuminarse la influencia económica y social que gozaba dentro de la comunidad, se le fue relegando a su papel sacramental al interior de los templos.39 Sin embargo, la vida de estas organizaciones en su aspecto religioso continuó funcionando; por ejemplo, los libros de cargo y data, cuyas cuentas llegan al último tercio del siglo XIX, siguieron asentando los pagos por concepto de música tanto a los cantores como al organista y, en ocasiones especiales, a la orquesta.
Sumado a las transformaciones ocurridas a partir de la segunda mitad del siglo XIX, no sólo en lo tocante a la organización musical y la forma de pago, en la década de los setenta encontramos modificaciones a la música interpretada dentro de los templos. La Iglesia se propuso depurar el repertorio litúrgico vetando los estilos musicales profanos que, introducidos en los templos desde finales de la época novohispana, se habían convertido en moneda corriente durante las celebraciones porque eran del gusto de los fieles; asimismo se prohibieron otras formas de sociabilidad al interior de los recintos sagrados.
EL NUEVO RUMBO MUSICAL (1860-1910)
La estabilidad económica de los músicos, que se percibe en las cuentas de las cofradías, fue acompañada por circulares (emitidas por la Arquidiócesis de México), reglamentos (Reglamento para la junta de vigilancia de la música sagrada en la arquidiócesis de México) y edictos (Edicto de la sagrada mitra de Querétaro, para extirpar abusos de la música sagrada y Edicto de la sagrada mitra de Querétaro, publicando lo que han dispuesto el Santo Padre y la S. C. de ritos sobre la música sagrada) que dictaminaban una serie de restricciones concernientes a la secularización de la música que se ejecutaba en la misa, la participación de las mujeres en el canto litúrgico y el uso de instrumentos prohibidos dentro de los templos; todos estos aspectos fueron materia de censura después de la década de los sesenta del siglo XIX y en los primeros años del siglo XX.
Prohibiciones en torno a la música sacra
El uso de la música profana y teatral para acompañar las celebraciones litúrgicas fue un asunto que había estado en las preocupaciones de los clérigos desde la llegada del estilo galante a la catedral de México durante el siglo XVIII.40 No obstante, las primeras referencias documentales encontradas en el México independiente se sitúan en la segunda mitad del siglo XIX. Fue durante 1867, en la ciudad de México, que se emitió una serie de circulares prohibiendo la ejecución de “cantos y sonatas profanas”. Se mencionaba en ellas que la prohibición ya se había incluido en el edicto del primero de enero de 1866, pero no se había acatado. Se remitieron copias del documento a los párrocos de las iglesias y los conventos de la ciudad, como el Sagrario, Santa Cruz Acatlán, San Pablo, San Miguel, Jesús María, Balvanera, Porta Coeli, Jesús Nazareno, San Camilo, San Gerónimo, Regina, Santa Brígida, Corpus y Hermanas de la Caridad, entre otras.41 Era evidente que la simple circular no iba a detener esta práctica. Para 1870 se insistió en que en algunas iglesias todavía se cometía el abuso de ejecutar música de cuerdas y piezas profanas en el órgano durante los divinos oficios.42 En 1874, nuevamente se mandó una circular que ratificaba la prohibición a diversas parroquias de la capital.43 En 1880, se reiteró el destierro de la música y los cantos profanos de las celebraciones privadas. Por ejemplo, durante una misa en el Sagrario se había ejecutado este tipo de música en el piano al “grado de que muchas personas se salieron de la iglesia”. En respuesta, se prohibió el uso del piano en este tipo de celebraciones particulares.44 Dos años después, en 1882, el gobernador de la Sagrada Mitra comunicó a los párrocos del Sagrario, San Miguel, Santa Cruz Acatlán, San Pablo, la Palma, Santa Cruz, Soledad y San Sebastián, que debían vetar el empleo de música profana durante las misas de aguinaldo, así como en los ejercicios piadosos del novenario de Navidad.45
Para 1884, la prohibición se extendió a lugares cada vez más alejados de la ciudad de México. Encontramos que la citada circular se mandó a Iztapalapa, Iztacalco, Santa Martha, Mexicalzingo, Culhuacán, Naucalpan, Azcapotzalco, Tenayuca, Texcoco, Tlanepantla, Tultitlán, Coacalco, Cuautitlán, Tultepec, Huehuetoca, Teoloyucan, Tepotzotlán y Villa del Carbón, por mencionar algunos. El uso de la música profana dentro de los templos estaba tan arraigado que, por este motivo, se puede rastrear su práctica hasta principios del siglo XX, aun con las diversas disposiciones emitidas durante este periodo.
Una situación similar ocurrió con la participación de mujeres que cantaban en el coro durante las celebraciones, aspecto que se encuentra documentado por lo menos entre 1864 y 1889, no sólo en la ciudad de México, sino en lugares tan alejados como Querétaro. La primera mención sobre el asunto se encuentra en un documento de 1867. En dicho año se dirigió un escrito a los párrocos de Ecatepec, Acolman, Tepexpan, Tecama, Teotihuacán, Cihuatlán, Texcoco, Huejutla, Chimalhuacán, Coatlinchán, Coatepec, Chalco, Ixtapaluca, Iztapalapa e Iztacalco, donde se ordenaba no permitir que las señoras cantaran en las misas y en otras celebraciones litúrgicas. La prohibición se había ordenado en la circular de 1864, el citado edicto de 1866 y la circular del 22 de marzo del mismo año.46 No obstante, las féminas seguían cantando en los templos, no sólo en las parroquias foráneas sino, incluso, en las de la propia capital. Entre líneas, se puede inferir que esta práctica era solapada tras bambalinas por algunos curas. Por ejemplo, en 1874, el párroco de Santa Brígida justificó a la Sociedad Católica de Señoras afirmando que durante la celebración del 19 de marzo no habían cantado estas damas, sino las niñas pobres de la escoleta que tenía a su cargo dicha sociedad. Por supuesto, se ordenó que ni siquiera ellas pudieran participar.47
Dos años después, en 1876, continuaban las prácticas que permitían la presencia de voces femeninas en las ceremonias sagradas, aun “sin la expresa licencia in scriptis de Su Señoría Ilustrísima, la cual nunca se concederá para que las mujeres canten en las misas, ni en los divinos oficios”.48
Lo anterior no se habría de cumplir del todo, ya que, en 1884, la asociación de Hijas de María de la parroquia de Tacubaya, que acostumbraba cantar en las iglesias y los oratorios de las Hermanas de la Caridad -con excepción de la misa y el oficio divino, por la prohibición de la circular de 1876-, solicitó licencia para cantar en el mes de mayo, la cual fue turnada por el párroco a la Mitra:
Varias señoras estamos arreglando hacer el mes de María en la parroquia de Tacubaya, pero sabiendo que hay una circular para que las señoras no tomen parte en el coro, y no queriendo que después de que hayamos comenzado llegue alguna orden prohibiendo que sigamos cantando; rogamos a vuestra señoría nos diga por conducto del señor cura de ésta, si podríamos con toda confianza terminar nuestros ensayos musicales en que estamos.49
De manera particular, solicitaron que al menos se les permitiera cantar los misterios del rosario y la letanía de la Santísima Virgen. La respuesta del arzobispo fue positiva, pues contestó que durante tres meses podrían cantar las señoras pertenecientes al grupo de Hijas de María, pero únicamente “en las distribuciones privadas y particulares que tuviere en dicha parroquia”. Posteriormente se tendría que llamar a niños varones para formar el coro, como ya se estilaba en otras iglesias. 50 Curiosamente, las propias señoras ofrecían una pista sobre el porqué de la oposición de las autoridades eclesiásticas a la presencia de mujeres en el coro. Así lo exponen cuando hablan de los misterios y las letanías:
Estos cantos los desempeñan en el coro de dicha iglesia, las mismas que suscriben; sin que haya en el mismo coro ni un solo hombre más que el mozo que levanta los fuelles del órgano y sin que haya diferencias, ni ningún género de desorden como lo puede acreditar el señor cura.51
Para 1887 se negó de manera rotunda a las Hijas de María cantar en la iglesia de Balvanera. No obstante, en 1889, el párroco de Tacubaya y el capellán de la Encarnación volvieron a permitir a una mujer cantar el viernes santo de aquel año, al parecer por no haber cantores y con permiso del encargado de la parroquia. El cura de la Encarnación, Refugio Morales, culpó de “esa conducta tan inconveniente” al organista Joaquín Cabrera; éste fue dado de baja de su servicio en el coro, pero se amonestó al cura como único responsable de lo que sucedía en su iglesia.52 Al parecer, los castigos por la transgresión de las normas se reducían a reprender a los curas y expulsar a los músicos.
Sin embargo, es esclarecedora la carta del maestro de capilla Manuel Gálvez, quien, a nombre de varios músicos, preguntaba en 1890 si todavía estaba vigente la circular, pues recordaban el caso de Cabrera y no querían exponerse al mismo desaguisado. En respuesta se le dijo sobre esas disposiciones: “están vigentes y subsisten en todo su rigor, ratificadas últimamente por la Santa Sede”. Es interesante el argumento que el maestro señalaba:
[…] esta separación del dicho señor Cabrera después de tantos años de servicios le costó la vida; y no creemos que sea de justicia que a este señor se le hubiera aplicado con tanta dureza la ley y vemos que actualmente están cantando señoras en los coros, junto con los hombres, como lo hicieron en la parroquia de Mixcoac el viernes santo, en el Carmen de San Ángel el día 20 de junio, otros días en diversas iglesias y por último, el día 24 en la iglesia de Jesús María, llamando la atención de los fieles más bien el canto de las señoritas que la misa y el sermón.53
De esta problemática se puede decir que a la Iglesia decimonónica le seguía inquietando el “concurso de hombres y mujeres” (como se decía en la época novohispana), es decir, se trataba de evitar la mezcla de ambos sexos para que no hubiera desórdenes, principalmente de tipo sexual. Por otra parte, podemos observar que en algunos momentos sí se permitieron los cantos femeninos en situaciones particulares, rompiendo la regla impuesta por las propias autoridades eclesiásticas. A fin de cuentas, en la ciudad de México las amonestaciones para extirpar el canto de las señoras, y sobre todo de las señoritas, resultaron letra muerta porque su participación era del agrado de los concurrentes al templo.
Tanto el uso de música profana como la presencia de las mujeres en el canto fueron irregularidades persistentes, no sólo en la ciudad de México y en lo que ahora es el Estado de México, sino en regiones más lejanas, como el caso de la ciudad de Querétaro. No tardaron en llegar las amonestaciones provenientes del alto clero mexicano, quienes se apoyaron en el movimiento cecilianista, en las encíclicas papales y las propias iniciativas locales para dictaminar entorno a lo que consideraban como irregularidades dentro de los recintos de culto.
Advertencias para un nuevo rumbo de la música eclesiástica
Las anomalías observadas en la ciudad de México también fueron advertidas en los templos de Querétaro y sus alrededores. La Sociedad de Santa Cecilia escribió un “Reglamento de música sagrada” que fue aprobado por el Sacrosanto Concilio de Ritos el 24 de septiembre de 1884.54 El reglamento, haciéndose eco de los señalamientos que se venían efectuando cuando menos desde 1860, los divide en tres partes: 1) reglas generales sobre la música sagrada figurada, vocal e instrumental, permitida o prohibida en la iglesia; 2) prohibiciones especiales con respecto a la música vocal en el templo, y 3) prohibiciones para la música de órgano e instrumental en la iglesia. 55
El primer punto contiene cuatro disposiciones:
La música vocal figurada debe estar compuesta por cantos graves que den realce a la palabra sagrada para que pueda generar un sentimiento piadoso, aun estando acompañada del órgano u otros instrumentos.
La música figurada de órgano debe tener un estilo “ligado, armonioso y grave”, en tanto que la música instrumental debe ser el soporte del canto y nunca apagarlo con “ruidos inconvenientes”.
La composición figurada de música sagrada sólo puede contener letras escritas en latín que utilicen fragmentos de la biblia.
Se prohíbe toda música que traiga distracción a los fieles.56
El segundo punto abarca seis artículos:
Queda excluida de la iglesia aquélla música que remita a lo teatral o lo profano, y también la que presente “una forma ligera o afeminada”.
Se prohíbe aquélla cuyos textos contengan omisiones o estén transportados, entrecortados, frecuentemente repetidos o pronunciados de manera difusa.
Queda vedado fragmentar piezas como el Kyrie o el Gloria u omitir de plano partes completas como el Sanctus o el Benedictus de la misa o los salmos e himnos de las vísperas.
Se prohíbe combinar el canto figurado con el canto ritual (gregoriano).
La duración de las celebraciones no ha rebasar los límites de tiempo establecidos: el medio día para la misa y la oración de la noche para las vísperas (a menos que el recinto tenga “privilegio o costumbre no reprobada”).
Se prohíben varias conductas impropias, como hacer inflexiones de voz rebuscadas, generar escándalo al marcar el compás, platicar o realizar actos contrarios a la solemnidad del lugar. Además, los ejecutantes deben quedar “invisibles” a los ojos del pueblo. 57
Por último, el tercero consta de cuatro puntos:
Están vedadas las óperas teatrales, las piezas de baile (contradanzas, polcas, mazurcas, galopas, etcétera) y otras melodías profanas, como los himnos nacionales, canciones populares, cantos amatorios, etcétera.
Se prohíben instrumentos escandalosos como los juglarescos, el tambor y el piano forte. Sólo están permitidas las trompas, las flautas y otros instrumentos similares.
Se vetan las improvisaciones en el órgano, para salvaguardar “no sólo las reglas musicales, sino también la piedad y el recogimiento de los fieles en la iglesia”.
Las composiciones deben seguir reglas: no se puede cantar únicamente extractos del Gloria in excelsis, ni ejecutar solos como se estila en el teatro, en tanto que el Credo debe entonarse de corrido y, aun teniendo dotación de instrumentos, “la armonía debe formar un todo bien unido”.58
Es evidente que los músicos estaban presentes en la mente de quienes dirigían los rumbos de la Iglesia y que se les tomaba en cuenta, al grado de hacerles un reglamento, pero también queda claro que el ejercicio de la música había quedado en manos de ellos que, junto con los fieles, solemnizaban las celebraciones a su arbitrio, contra el parecer de las autoridades eclesiásticas. Así lo hace patente el edicto que emitió en 1889 el obispo de Querétaro, Rafael Sabás Camacho García, quien abordó de nuevo la problemática ya tratada en el reglamento porque, de manera evidente, no se estaba cumpliendo.59 No era la primera vez que el clérigo hablaba sobre el tema, ya en 1878, cuando fungía como rector del Seminario de Guadalajara, había señalado el desorden de la música sacra en su Disertación sobre la importancia del canto gregoriano.60 Afirmaba allí que los abusos en la música sagrada se debían al descuido de los sacerdotes acerca de sus fundamentos:
Esta ignorancia y descuido de los sacerdotes, ha producido otro abuso enorme: los cantores que ocupamos generalmente ignoran también el canto llano, y con excepción de alguna de nuestras catedrales, donde se ejecuta con mucha imperfección el canto gregoriano, mal anotado en los libros corales; en todas las demás iglesias cuando se ofrece cantar los introitos, graduales, ofertorios, comuniones, antífonas y lecciones de maitines y vísperas, oficio de difuntos, Semana Santa, etcétera, se usan improvisaciones hechas de momento, tanto por los cantores, como por los sacerdotes en lo que les corresponde, sin sujetarse a tono o regla alguna, ni usan libros anotados. Todavía más: el canto y música figurada, que usualmente se usa en nuestros templos es, o de un estilo vulgar y bajo, o cuando no, enteramente profano, mundano o teatral.61
En su edicto de 1889, Camacho habla sobre el cuidado que deben tener los párrocos para que la música interpretada en los templos: “respire devoción y piedad y se encamine a elevar la mente de los fieles a las cosas celestiales, desterrando a la vez cuanto pueda divagar el espíritu y atraerlo al pensamiento de las mundanas”. 62 Reitera que, aunque no fuera muy frecuente, en fiestas especiales se mantenía la costumbre de que las mujeres cantaran en las celebraciones, y era muy común el uso del piano forte y la ejecución de fragmentos de ópera y piezas de baile. 63
Camacho ordenó que el edicto fuera leído el primer día de fiesta después de haberse recibido, tanto en la catedral como en el resto de las iglesias y capillas de la diócesis. Se entregaría a cada párroco un tanto de ejemplares del edicto, así como del reglamento, para que fueran fijados en los canceles y coros de los templos “con objeto de que los organistas y cantores tengan a la vista sus disposiciones y se ajusten a ellas”.64 Camacho no se contentó con el edicto, sino que intentó transformar de raíz el uso de la música dentro de los templos, como ya lo había pensado desde los días en que escribió la Disertación. Para ello, envió en 1888 a dos jóvenes, José Guadalupe Velázquez (cura) y Agustín González Medina (seglar), a actualizar su conocimiento sobre música sagrada en Ratisbona, Alemania, cuna del cecilianismo, movimiento musical que pretendía renovar la práctica de la música sacra mediante la recuperación de la obra y el estilo de polifonistas como Palestrina, Lasso o Victoria; el empleo de la música italiana y la extirpación de la música teatral. La finalidad de su viaje fue adquirir los conocimientos necesarios para, posteriormente, fundar (en 1892) la Escuela Diocesana de Música Sagrada de Querétaro.65
Como forma de dar continuidad a su proyecto, Camacho publicó en 1904 un edicto que tuvo como sustento el Motu proprio Tra le sollecitudini del sumo pontífice sobre la música sagrada, escrito por el papa Pío X (Roma, 1903), donde el papa lamenta, entre otros abusos en torno al canto y la música sagrada, “el funesto influjo que ejerce el arte profano y teatral” en la música ejecutada en los templos, y establece una serie de normas sobre la materia.66 Por su parte, y en tono triunfalista, Camacho escribía: “Con indecible satisfacción hemos observado que lo principal que manda el santísimo padre, está ya en práctica hace más de diez años en la catedral y principales iglesias de nuestra diócesis”.67 No obstante, a pesar de los esfuerzos del obispo, la tradición de los pueblos estaba tan arraigada que difícilmente podía haberse transformado en zonas alejadas de la capital queretana (o en otras partes de la república), como soñaba el prelado.
En este tenor, es probable que las distintas normativas no hayan tenido el éxito deseado. Para 1905, el arzobispo Próspero María Alarcón y Sánchez de la Barquera dio su aval para que se publicara una legislación más estricta en la Arquidiócesis de México. Ese año fue creada una Junta de Vigilancia de la Música Sagrada y se elaboró un Reglamento, cuyo objetivo era cuidar que se ejecutara lo dictado en el Motu proprio de Pío X, es decir, hacer cumplir las ordenanzas litúrgicas para que “se quiten y extirpen de raíz los abusos que hubiere en este punto y se esclarezcan las malas inteligencias de no pocos Rectores de los templos y maestros de capilla”. La junta se encargaría de supervisar que no se interpretaran composiciones prohibidas o se ejecutaran de modo incorrecto las aprobadas. En especial, es interesante el punto dedicado a la “Comisión de música moderna vocal e instrumental”, que debía publicar un catálogo de obras aceptadas, revisar los archivos de las parroquias para aprobar o desaprobar su repertorio y examinar las nuevas composiciones para autorizar o prohibir su ejecución.68 Un estudio sobre las consecuencias de este reglamento en las iglesias de los pueblos está pendiente de escribirse.
La introducción de la música teatral y profana en las iglesias durante el siglo XIX parece resultar de una especie de contubernio entre curas, músicos y fieles. Muchos sacerdotes veían que ese tipo de música convocaba a más gente a la iglesia, y esto representaba más limosnas para las arcas del templo; los músicos, además de gustar de esas sonoridades, sabían que los estipendios económicos serían más pingües porque, efectivamente, el que paga manda; los fieles, por su parte, disfrutaban de esa música digerible y por eso la solicitaban. En realidad, si estas sonoridades seculares invadían los templos era porque los fieles estaban complacidos con lo que escuchaban como acompañamiento de sus ceremonias. De ahí que, en general, los esfuerzos por regular y erradicar mediante edictos o sentencias estas prácticas, acuñadas a lo largo de los años, hayan resultado más bien infructuosos, por lo menos hasta los primeros años del siglo XX, sobre todo en las comunidades distantes de la autoridad catedralicia asentada en las capitales.
La música durante la primera mitad del siglo XX requiere una investigación a fondo, lo cierto es que la transformación definitiva en esta materia tendría que esperar hasta el Concilio Vaticano II en 1959. Su herencia traería consigo la tolerancia hacia las sonoridades seculares, como la balada y el rock; el canto de las mujeres en el templo, a través de organizaciones como las estudiantinas y el uso de instrumentos populares, tales como la guitarra o el bajo eléctrico. Los discursos decimonónicos fueron un asunto finiquitado a partir de ese momento.
CONCLUSIONES
La música mexicana en el siglo XIX es un tema que debe abordarse desde diferentes aristas, incluso dentro de un mismo rubro, como es la música eclesiástica. Su práctica tomó dispares derroteros dependiendo de la lejanía o cercanía de las parroquias respecto al centro de México o de su carácter rural o urbano. Esto hace que su abordaje implique diversas problemáticas que deberán ser estudiadas en los próximos años a la luz de los casi siempre olvidados y polvosos archivos históricos parroquiales, cuya riqueza ha sido menospreciada. Este breve estudio no es más que una cala que deberá ampliarse mediante un análisis comparativo de datos procedentes de diversos archivos regionales.
Después de la Independencia, la práctica de la música dentro de las iglesias continuó su curso como lo había hecho durante todo el periodo novohispano. A través de los salarios de músicos, cantores y organistas de los templos -que se encuentran asentados en los libros de cuenta de las cofradías, recibos y otros documentos- se muestra la estabilidad financiera no sólo de las organizaciones piadosas, sino también de quienes se dedicaban a la música, aunque fueran muy pequeños sus emolumentos.
Al parecer, en el centro de México la contratación de músicos en las iglesias no tuvo restricciones estatales desde la puesta en marcha de las Leyes de Reforma hasta finales del siglo XIX, tal vez por el nulo interés de los políticos liberales en el sistema de trabajo de los músicos eclesiásticos. Hay indicios de que se constriñó el trabajo grupal de los intérpretes, seguramente por la precariedad de las parroquias; pero este fenómeno, que deberá ser estudiado a profundidad, partió, como en general todas las políticas y reglamentaciones internas, del propio seno del clero.
Lo mismo hay que decir de los intentos por reformar la música que ejecutaban organistas, músicos y cantores en los espacios de culto. Es evidente que la proscrita música teatral y profana no se incorporó al repertorio de las iglesias durante la segunda mitad del siglo XIX; en las catedrales novohispanas este proceso había comenzado desde el último tercio del siglo XVIII y se siguió practicando sin restricciones en las primeras décadas del México independiente, tal como lo muestran las fuentes de los archivos parroquiales.
Las reformas emprendidas en la última mitad del siglo XIX -eliminación de la música profana y teatral, censura de ciertos instrumentos musicales y prohibición de voces femeninas dentro de los recintos sagrados- tendrían que ser analizadas a partir de su práctica cotidiana en las distintas diócesis del país; los contextos locales nos hablarían del rumbo que tomaron tales disposiciones en la cotidianidad parroquial de los curas, los músicos y los propios feligreses. Aquí hemos visto cómo fueron una preocupación continua en la mente de los clérigos decimonónicos, lo que dio como resultado un afán por depurar esas prácticas que consideraban nocivas mediante sentencias escritas muchas veces ignoradas.
Quedan muchos archivos por investigar para conocer los alcances de la práctica musical sacra en los pueblos y las ciudades del México emancipado. La búsqueda se torna compleja debido a diversos factores, desde la localización de las fuentes y la disponibilidad de los sacerdotes para permitir a los investigadores el acceso a los repositorios, hasta las dificultades de orden práctico: lejanía, costo de trasporte y hospedaje, inseguridad en lugares distantes controlados por la delincuencia, etcétera. No obstante, sólo con la recopilación de nueva información se podrá reconstruir convincentemente el rompecabezas musical del México decimonónico.