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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.42 no.170 Ciudad de México oct./dic. 2020  Epub 20-Oct-2020

 

Suplemento: La educación entre la COVID-19 y el emerger de la nueva normalidad

Cómo educar en tiempos de coronavirus

Alberto Constante* 

*Profesor de tiempo completo de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) (México). CE: aliscolo@gmail.com


La pandemia del coronavirus desató una enorme cantidad de preguntas en todos los ámbitos de la vida social, política, cultural, educativa y económica que aún están por resolver, si es que tienen solución. La uniformidad de las vidas a las que nos hemos sometido, a esa forma tan sui generis de “quedarnos en casa”, de la “sana distancia”, es ya un clásico ante las grandes amenazas que se dado en el devenir de los tiempos y ésta, la de la COVID-19, no se ha hecho esperar. Sin embargo, la homogeneidad ha cedido paso a una de las formas de vida más cruentas que hemos vivido: la generalización de las conductas y las reacciones a cierta “igualación” del pensamiento. “Una amenaza única, una reacción única”, como dice Juan Arnau (2020: s/p). En su artículo, este autor señala que “El culto a lo viral se ha convertido en una macabra realidad. La COVID-19 no sólo está poniendo a prueba el capitalismo moderno…, también está cuestionando nuestra forma de vida y valores” (Arnau, 2020: s/p).

Hoy podríamos esbozar algo semejante en el caso de la educación, pues ante la posibilidad de un “regreso a clases” o una “vuelta a la normalidad”, luego del quiebre ontológico que se ha dado entre los seres humanos, podríamos preguntarnos si es factible tener otras formas de educación que no sean las tradicionales. No nos hacemos esta pregunta por el acontecer de la COVID-19, porque el problema ya estaba ahí antes de la pandemia; el coronavirus lo único que ha hecho es poner en tela de juicio lo que ya mostraba las rasgaduras, las fisuras, sus propias imposibilidades. Hace tiempo nadie hubiera dudado que la escuela era, ante todo, un lugar abierto de encuentro entre diferentes, con capacidad de agitar el aprendizaje de la autonomía recíproca, el debate, la cooperación, la ayuda mutua, así como de aprender a pensar, investigar, analizar, razonar, crear, dudar y cuestionar. En una entrevista que le hicieron a Isabel Celaá, ministra de Educación y Formación Profesional del Estado Español, comentaba que la pandemia lo que había hecho era poner a prueba la madurez del sistema educativo en cuanto a innovación tecnológica y metodologías que no se circunscriben al aula tradicional. Salvo excepciones, continuó diciendo:

…no estamos preparados para asumir una enseñanza en remoto de calidad. Ningún sistema educativo de nuestro entorno está preparado para replicar de manera virtual una educación presencial, que es la que realmente iguala al compensar posibles diferencias de origen mediante la interacción profesor-alumno. La educación presencial es insustituible. Ahí es donde se recibe un mayor valor en términos cognitivos y emocionales (Plaza López, 2020: s/p).

No le faltó razón, y lo mismo se aplica para otros países como el nuestro.

Ante el avance de las tecnologías de la información, uno tiene que enfrentar el problema de preguntarse por la viabilidad de esa educación llamada ahora “tradicional” y de quienes la imparten en tiempos de Internet. No es una cuestión menor, repito, porque la novedad ya estaba ahí; la tecnología es una oportunidad de impulso personal y, aunque todos los temas referidos a la dupla educación-tecnología nos inquieten, es imposible no acercarnos a ella y tratar de dilucidar las oportunidades que conlleva. Lo que está claro es que, por ahora, no existe una respuesta unánime acerca de cuál es el papel de la educación y de quienes tienen la responsabilidad de impartirla en tiempos de Internet.

Umberto Eco ya lo había señalado al afirmar “…que un estudiante, para provocar a un profesor, le había dicho: “disculpe, pero en la época de Internet, usted, ¿para qué sirve?” (Eco, 2018: s/p). La pregunta involucra la función del profesor en una era en la que todo el conocimiento parece haberse vertido en la web que, al mismo tiempo, detenta la virtualidad de poseer casi todo el conocimiento. Una época en la que Internet ha creado y formado subjetividades, formas, valores, deseos, anhelos, capacidades de visibilización y de mostración o, en otros términos, lo que se puede ver y lo que se puede decir.

Internet, las redes sociales, las apps, la inteligencia artificial, los algoritmos, la big data, así como una de sus ramas más eficaces: el machine learning, es algo que resulta totalmente irrevocable. La Internet, hoy por hoy, descubre casi todo, lo entrega casi todo, al tiempo que burocratiza la vida, la uniforma, la sanciona, le da una dirección, se justifica como la mejor opción, entrega valores y formas de apreciar o de rechazar y, más aún, la creencia de que somos libres, y esto no lo hace mejor que las formas tradicionales de la educación. Nicholas Carr también ha expresado que “a pesar de todo lo que se ha escrito sobre la Red, se ha pensado poco en cómo exactamente nos está reprogramando. La ética intelectual de la Red sigue siendo oscura” (Carr, 2008: s/p).

Pero volvamos a la pregunta que el joven le hace al profesor: “¿para qué un profesor en tiempos de Internet?”. Esta pregunta cobra una relevancia inusitada, sobre todo ahora que la pandemia ha hecho viable la enseñanza a través de las redes. Esta pregunta convoca a todos a resolverla, a definir si el profesor, en tiempos de la velocidad y de la cercanía, tiene sentido; si los profesores están o no a la altura de las circunstancias; de si se ha aceptado el reto de estar totalmente integrado al mundo que le ha tocado vivir, o ha dejado de lado el carrusel de la evolución tecnológica como muestra de lo que no debe ser el profesor en tiempos de Internet. Pero al mismo tiempo, si los contenidos de la llamada educación formal, tal y como la conocemos, están en el mismo orden.

Es evidente que la educación, que proviene de otros sectores que no son los tradicionales, como la escuela, ha cambiado y está evolucionando de manera acelerada. La educación se ha ido modificando y fortaleciendo a través de canales tan heterodoxos como pueden ser Google, Instagram, YouTube, los influencers y los youtubers, que pueden ser considerados como los nuevos comunicadores y educadores en tiempos de Internet.

La educación tradicional está constituida bajo estrictas formas regulares en las que se concibe y se establece alrededor de planes y programas de estudio cuyos objetivos estaban bien definidos, cuyas estrategias de transmisión, de comprensión y de asimilación del conocimiento tenían que ver con qué clase de ser humano se forma para determinada sociedad, para un Estado específico. Sin quererlo, ha dejado de ser funcional, efectiva, real, a pesar de los esfuerzos que hicieron los promotores de las escuelas activas, los de la llamada “escuela nueva”, como los métodos de Montessori y Freinet, los centros de interés de Decroly, el trabajo en equipo de Cousinet, Neill y su invitación de libertad y autogobierno, Piaget y su epistemología genética, etc. Ahora, frente a las posibilidades de la Internet, éstas y otras propuestas teóricas y prácticas sobre la educación palidecen de manera agónica.

Según un artículo publicado no hace mucho,

…diariamente se ven más de 500.000 videos relacionados con temas de aprendizaje… En una clase convencional, la clave para atrapar la atención de los estudiantes es hacerla interesante a nivel intelectual y amena en términos de comunicación. Eso es precisamente lo que están haciendo los youtubers educativos, pues el formato les permite tener más libertad en el lenguaje y dirigirse a su audiencia de forma más natural, alejados de las restricciones de la enseñanza formal.1

Ahí mismo se decía que en los sesenta, McLuhan había señalado que los medios no eran sólo canales pasivos de información, dado que proporcionan la materia para el pensamiento, al tiempo que satisfacen el proceso del pensamiento. Lo que Internet parece estar haciendo, con todos los dispositivos que despliega, es administrarnos, de manera global, la materia del pensamiento y moldear y configurar el proceso de éste. De pronto, la escuela, su instrumental, sus dispositivos, sus estrategias y sus prácticas están instalados en la obsolescencia.

Usted, ¿para qué sirve?, dice el estudiante al profesor. Este “para qué sirve” implica ya una visión instrumental del mundo, de cómo un joven digital coloca nuestra subjetividad en los intersticios de una mecánica que rompe cualquier visión romántica del pasado. El estudiante está instruido en las labores de las redes sociales, se pasa horas enteras en Facebook subiendo fotografías y creando historias personales a las que todos sus contactos tienen acceso en Instagram; su tiempo está comprometido al chatear con sus amigos, sea por WhatsApp, o por Tik Tok, viendo y creando videos que intercambia con sus amigos; o al aprender cientos de cosas a través de los tutorials en YouTube, y postear cualquier cantidad de información en esas redes sociales, pero también al elegir y colocar fotografías en cientos de páginas en Pinterest, revisar su cuenta Tinder o de Badoo. Muchos de ellos pertenecen a esa generación de los llamados gamers, o gamers extreme, que son capaces de jugar 22 horas seguidas. Los que no entienden el sistema de desplazamientos que se dan a este nivel de las redes caen dentro de la incultura digital o en el analfabetismo.

La pregunta del estudiante no es baladí, porque va directo al corazón de la descalificación misma de quienes se ocupan de la enseñanza formal. “¿Usted para qué sirve?” es, sin duda, una interpelación que inequívocamente tiende a descalificar, y no tanto a saber. Pretende exhibir ese otro lado de las redes, ese otro reino de la oscuridad en la que Internet, y toda la estructura del universo digital, mantienen esa línea divisoria entre una suerte de afuera y adentro. Pero la descalificación se hace por la riqueza que muestra Internet, y el contrapunto de la escuela parece haberse quedado rezagado en cuanto a sus objetivos y al para qué de sí misma. ¿Para qué la escuela en tiempos de Internet?

No hace mucho, la escuela pretendía dirigirse hacia la formación y a dotar al escolar de la necesaria información. La escuela como tal había surgido para proteger y trasmitir el conocimiento, y, como lo señala Foucault, también para jerarquizar, uniformar, docilizar y disciplinar. El proceso de transformación se empezó a dar cuando aparecieron la radio primero, luego el cine y, finalmente, la televisión. ¿Por qué? Porque con estos medios gran parte de las nociones que se enseñaban en la escuela se comenzaron a ver rebasadas por la vida extraescolar que se vivía.

La radio estremeció las conciencias, pues los programas se trasmitían en vivo, lo que concitó que se convirtiera en la principal fuente de información para la población. En todas las casas, aun sin saber leer o sin tener acceso a los periódicos, la gente empezó a estar al corriente de lo que ocurría. Los programas proporcionaban información y conocimiento, al tiempo que la radio fue la arena natural de los debates políticos, sociales y culturales. Las personas se informaban, pero además tenían conocimiento de las noticias con una rapidez inusual. Nada que ver con la escuela. Luego vino el cine, que transportaba al espectador a mundos inimaginables, y su magia llenó teatros ávidos de experiencias sin límite.

La televisión, ese mundo infinito donde no sólo se reprodujeron valores, formas de ver el mundo, sensaciones, sentimientos, visiones, comprensiones de lo que debía de entenderse por sociedad, ser humano, clase social y tantas cosas; con la televisión se educó a cientos de miles de personas, en ardua competencia con la terrible, por aburrida, escuela. Desde los inicios de la radio, la educación fue abordada por innumerables reformadores; se observaba cómo la escuela se iba deteriorando como espacio de movilidad social, de disciplinamiento, de reproducción de valores, de concepciones del mundo, etc.

Todo apareció un poco menos arduo, pues en el cine se pudo ver a los dinosaurios que hicieron de la infancia la fascinación y el arrobo de lo imposible hecho realidad; ya no se limitó a una improbable excursión al museo de historia natural para conocerlos a través de esqueletos que asombraban por sus dimensiones descomunales. Hubo, es cierto, un momento en el que los límites de la imaginación radicaban en la fuerza pictórica o artística de las estampas que se adquirían en alguna papelería, pero con la televisión todo adquirió otra dimensión: el movimiento, la cercanía, los recuerdos, los sueños, las fantasías… una totalidad de metáforas hechas realidad. La naturaleza comparecía ante nosotros.

Los medios masivos arrebataron y otorgaron, hirieron y transformaron los modos de vivir el mundo. Permitieron, por primera vez, conocer las tortugas gigantes de las Islas Galápagos, los Montes Cárpatos de Rumania y las noches estrelladas del Bolsón de Mapimí que en modo alguno podría describir un profesor de geografía. Quienes nacieron con la televisión asistieron a cientos de programas que, de una manera u otra, los formaron y deformaron.

Corren tiempos malos y desconcertantes para la educación. Las nuevas tecnologías devastan la cotidianidad y conducen a cambios constantes, a menudo imprevistos por la velocidad con la que suceden. En este entramado la escuela se fue haciendo, si no obsoleta, sí fuera de contexto, aunque sigue cumpliendo su función disciplinaria. Internet es irrenunciable. A partir de ella es que se tiende a acomodar la vida, las formas de padecer, de gozar, de pertenecer y apropiarse del mundo para estar acorde con el universo. El cambio que ha producido y que está generando en las sociedades es de tal magnitud que aún no se acaba de evaluar qué y cómo se ha modificado la vida. Internet y las redes sociales están formando un ser distinto al que, por ahora, no es posible entender, ya que no hay quien esté apto para ello. Ha llegado la posibilidad de un aprendizaje sin fronteras, globalizado, sin límites.

A la escuela, con sus docentes, se le pide mucho, probablemente más de lo que puede dar; se le demanda que enseñe, de forma interesante y productiva, más y más contenidos; se le reclama que sujete y que vigile, que conduzca a las familias, que les dé sentido en cuanto comunidad; que esté al pendiente de la salud de los jóvenes y que otorgue una suerte de asistencia social; pero, más aún, en tiempos de Internet se le pide que detecte el llamado bullying y aplique sanciones ejemplares, y que proteja los derechos, entre otras cosas.

Ahora las sociedades se pueden dividir en nativos analógicos y digitales; estas mismas características aplican para docentes y estudiantes. Analógicos y digitales dos especies que apenas pueden convivir en un espacio tan reducido como lo es el mundo. Internet ha sido la puerta a otras formas de percibir, sentir y participar del mundo, es decir, la manera de vivir, de construir vínculos, de conseguir conocimiento, de trabajar, de divertirse, incluyendo la propia manera de pensar. Y qué decir del uso del tiempo libre, ahora relacionado con una cultura absolutamente nueva del entretenimiento. Los cambios que la web ha introducido son de tal magnitud que no encuentra parangón con ninguno de los momentos cruciales de la historia; la velocidad con que sucede todo género de cosas es tal que sólo parece registrar los cambios que ocurren en todos los ámbitos de la sociedad.

¿Y qué decir de las apps? Son “aplicaciones” o programas que se colocan en un dispositivo móvil, ya sea un teléfono o una tableta electrónica, y que dan acceso instantáneo a un determinado contenido sin que se tenga que buscar en Internet. Una vez instaladas permiten libre acceso a ellas sin la necesidad de conexión a la Red.2 Aquí es importante señalar que las apps no tienen valor por sí mismas sin la figura del maestro, que las selecciona e integra para convertir la actividad en el aula en una experiencia motivadora, pero ¿existen los profesores educados en estas artes?, ¿existen los alumnos que tienen acceso a Internet y una computadora para usarla en las clases virtuales?

El estudiante que Umberto Eco cita preguntaba sinceramente ¿de qué sirven hoy los profesores? Es innegable que el docente sigue siendo indispensable para tener una relación personal, tan necesaria en tiempos del coronavirus, del reinado de lo impersonal, porque ese profesor, además de informar, debe formar (Bildung, como decían los alemanes o Paidea como quisieron los griegos). Quienes han impartido clases lo saben de una u otra manera: lo que hace que una clase sea buena no consiste en hacer circular datos y datos, sino que el profesor sea capaz de ligar el contenido de lo que tiene que impartir con la relación vital de ese momento con el mundo.

El contrapunto de la educación escolar está en el trabajo que llevan a cabo los medios de comunicación que también trasmiten valores, preceptos, conceptos, opiniones, ideas. En este punto, la escuela debe saber discutir la manera en la que los trasmite, así como evaluar el tono y la fuerza de argumentación de sus afirmaciones. Del mismo modo, la escuela debe saber distinguir metodológicamente, dentro del exceso de información, la presencia de información no fiable, desacertada, arbitraria, inocua y antigua. Lo curioso es que se está en la época de la posverdad, del teatro de las creencias que operan con tal fuerza que tienen tanto peso como podría ser la verdad. Los medios no discuten las fakenews, pero la escuela tiene que hacerlo, estar al tanto de ellas, disipar las falsas noticias de las interpretaciones académicas.

En el caso de las redes sociales, el drama es la primera letra del alfabeto de Internet; se dice de ellas que son justo la muestra in situ de lo que Heidegger en 1927 señaló como la forma de la vida impropia, o la vida que es vivida por nadie, pero es vivida por alguien que tiene el rostro de todos y que no es yo; y al mismo tiempo, la vida propia se va en el “afán de novedades”. George Steiner la llamó la “cultura de casino” (Bacher, 2005), y otros la han señalado como la cultura del desecho, o la cultura basura. Ésta lleva en el frontispicio de su propia creación la marca de su finitud, su caducidad programada. Por eso siempre hay, a un lado de los posts, una figura que simula un basurero.

Lo que no se adapta es lo nuevo con lo viejo y viceversa. La novedad de lo digital, que requiere la educación “digital”, es una novedad fracasada porque no existen las personas adecuadas que puedan dirigir semejante empresa. No son los medios, ni las fakenews, ni las múltiples apps, ni la posverdad, ni las redes, ni Internet, ni los algoritmos; es el mundo el que ya no es el mismo. Esto ha traído como consecuencia que los jóvenes nacidos en la era de la Internet no puedan, ni estén, en el orden de lo tradicional; la información con la que cuentan es mayúscula y las posibilidades de acceso a ella son enormes; es posible que en muchos rubros supere al maestro. Internet es esto y más es lo que hace obsoleta la educación tradicional. Desde luego que hay un efecto de superficie y en eso todos parecen estar de acuerdo; pero aun así debe considerarse la abrumadora responsabilidad que supone dar respuestas efectivas ante la novedad que trae aparejada la era de Internet.

En conclusión: cuando el alumno pregunta al profesor, para que sirve él en tiempos de Internet, se encuentra en ese umbral entre lo viejo y lo nuevo, entre la educación analógica y la digital, entre lo que apenas estamos por descubrir y lo que ya es tierra quemada. No se desconfía en que el profesor aún pueda ser el capitán del navío que establezca cómo es que se debe navegar y cómo acompasar los esfuerzos para volver a las profundidades; Internet no es solamente la parte oscura y enajenante, la parte superficial y absurda que nos promete un suave infierno; es también ese otro lado al que el docente podría volver sus ojos para hundirse en el mundo líquido y ser el acompañante idóneo en ese mundo que se está perdiendo y en ese otro que está naciendo.

Referencias

Arnau Navarro, Juan (2020, 1 de abril), “La hora de los filósofos”, El País, en: https://elpais.com/cultura/2020/03/31/babelia/1585676259_109937.html (consulta: 30 de julio de 2020). [ Links ]

Bacher, Silvia (2005, 22 de junio), “Problemas de la ‘cultura casino’”, La Nación, en: https://www.lanacion.com.ar/opinion/problemas-de-la-cultura-casino-nid714848/ (consulta: 15 de agosto de 2020). [ Links ]

Carr, Nicholas (2008, 12 de julio), “¿Está Google estupidizándonos?”, en https://rebelion.org/esta-google-estupidizandonos/ (consulta: 20 de julio de 2020). [ Links ]

Eco, Umberto (2018, 26 de enero), “Disculpe, pero en la época de Internet, usted, ¿para qué sirve?”, en: http://otrasvoceseneducacion.org/archivos/265775 (consulta: 3 de agosto de 2020). [ Links ]

Heidegger, Martin (1927), Ser y tiempo, s/l, Escuela de Filosofía Universidad de Arcis, edición electrónica, en; https://www.academia.edu/7056697/Heidegger_martin_Ser_y_Tiempo_traducci%C3%B3n_de_jorge_eduardo_rivera_ (consulta: 6 de septiembre de 2020). [ Links ]

Plaza López, José Ángel (2020, 16 de mayo), “La educación presencial es insustituible. Así de rotundo”, en: https://retina.elpais.com/retina/2020/05/15/tendencias/1589526067_837410.html (consulta: 3 de agosto de 2020). [ Links ]

1“Estos son los youtubers que más enseñan”, en: https://www.semana.com/vida-moderna/articulo/youtubers-que-educan-aprender-por-internet/559561 (consulta: 13 de septiembre de 2020).

2Las cifras son impresionantes: el número aproximado de descargas hasta 2017 fue de 200 mil millones de aplicaciones móviles. Hay aplicaciones para todo. Sólo Apple cuenta con más de 1.5 millones de programas disponibles y Android 1.6 millones; entre todas estas apps existen más de 80 mil aplicaciones educativas.

Recibido: 09 de Agosto de 2020; Aprobado: 08 de Septiembre de 2020

*Doctor en Filosofía. Líneas de investigación: filosofía alemana y francesa contemporáneas; ontología política; formación de la subjetividad en las redes sociales.

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