1. Introducción
El cine hecho en México puso especial énfasis, desde sus inicios, en el erotismo femenino, unas veces para castigarlo o negarlo y otras para exaltarlo al extremo de limitar a la mujer a una función sexual. Sea como fuere, la heroína que osaba revelarse contra las leyes del decoro, como en el caso de los populares “dramas prostibularios”,1 aparecía en la pantalla dirigida hacia un destino implacable y sumida en un estado de permanente nostalgia frente al bien perdido: su pureza. Aquel esfuerzo por domesticar la feminidad desde la narrativa cinematográfica halla ciertas respuestas en las ideas que Octavio Paz plasmó en el ineludible El laberinto de la soledad (1950), donde se retrata a la mexicana como la fuente misma del hermetismo, el misterio y el recelo con que se identifica a su pueblo. Más allá de que Paz exponga o no una verdad incuestionable sobre la naturaleza “malinchista” -entendida como traidora- de la mujer mexicana, el texto sí expone, y refuerza, un auténtico sentimiento colectivo con el que el cine popular se ha regodeado, sobre todo, a lo largo de su época dorada.2
Pese a ello, en un contexto de mayor apertura hacia la cartelera extranjera y con la lenta pero constante aparición de figuras femeninas más fuertes en la producción, dentro y fuera de la pantalla, surgen también nuevos matices de representación y finales menos trágicos para las viejas tramas protagonizadas por mujeres con conductas moralmente “ligeras” a los ojos de su sociedad. De este modo, no es casual que Gabriel García Márquez dirigiese su mirada hacia esta industria para la creación de una historia en la que explora la psique de una muchacha que se resiste a las normas de su sociedad, pero que tampoco se libra de ser otro constructo del terco binarismo santa/prostituta, incluso si se intenta definir en oposición a los modelos que la preceden. En el presente trabajo, expondremos el cuestionamiento a los modelos clásicos de la mujer mexicana, por medio de la resistencia a la feminidad y al erotismo tipificados que articulan la obra cinematográfica Patsy, mi amor (1969). Asimismo, descubriremos si, desde esta propuesta modernizadora, la mujer mexicana halla una salida del laberinto de soledad, o sólo se distrae, indolente, entre la psicodelia y la estética a-go-go que impregnaban la época.
2. Patsy, un personaje con legado
Hacia finales de los años sesenta, México se sumaba a la fiebre del neoliberalismo, y a la importación de nuevas tecnologías y productos artísticos. Aquel contexto resquebrajaba los “discursos definitorios de la estabilidad de la comunidad imaginada” (Blanco Cano: 9), a la vez que propiciaba una reflexión extendida acerca de la meta narrativa local y sus historias de fundación (Blanco Cano: 22).3 Uno de los efectos inmediatos de este fenómeno de apertura fue la sana disposición a dejarse mirar y juzgar desde las autorepresentaciones cinematográficas.
Como plantea Julia Tuñón, debido a su alta popularidad en el medio, el cine había sido el arte de la postrevolución encargado de fijar la anhelada convivencia de lo múltiple mexicano desde principios del siglo XX (51). Una consecuencia de aquella simplificación fue la proliferación desmedida de clichés y mitificaciones de toda índole, algunos bastante negativos para la imagen de la sociedad. En el caso de la representación de la mujer, surgía en el cine de los años sesenta, en especial en el cine de autor, una intención deliberada, aunque de lenta progresión y alcance, de someter a juicio las viejas tipificaciones femeninas. Estas parecían provenir, en la mayoría de los casos, de “un arquetipo nutricio [...] de índole opuesta: la que devora o la que alimenta; la que quita o la que da” (Tuñón: 81). Si concedemos al cine la capacidad de ser el medio de catarsis de un pueblo, aquel arquetipo femenino podría revelar la vigencia de una vieja herida en el inconsciente colectivo mexicano, asociado a la figura histórica de Marina o Malintzin, como simbolización de las indias seducidas y violadas por el conquistador. La supuesta deslealtad de aquella madre fundadora derivó en que, como escribe Paz, la feminidad solo se exprese por medio de la imaginación del hombre, sus deseos y sus traumas (23). Así se establece la preferencia por dos personajes femeninos básicos en el medio popular: la prostituta (o, en términos de Paz, la “chingada”)4 y la madre abnegada (redimida del pecado inicial, idealizada y sin sexualidad). Por su lado, la sexualidad masculina es la del conquistador, la cual “se considera avasallante e irrefrenable […]. El hombre muestra una violencia que atrae a las mujeres y las hace entregarse” (Tuñón: 108).
Interpretada lejos de este panorama, Patsy, mi amor se disfruta como una excentricidad dirigida a un público joven y posiblemente admirador de la nouvelle vague. No obstante, su propósito está más enraizado en su medio de lo que aparenta a simple vista y supera el plano superficial de la comedia ligera. La película es un intento de exploración sui generis por los misterios de la castigada feminidad mexicana; pero, sobre todo, es una búsqueda por representar las consecuencias psicológicas de dicho modelo fundamental. Aunque esté dirigida por un mexicano, Manuel Michel,5 la mirada foránea de García Márquez, como creador original de la historia, impregna la trama y otorga una nueva perspectiva del viejo esquema binario de representación de la mujer. El escritor colombiano demuestra un conocimiento profundo del lugar común en el cine de consumo masivo mexicano, del cual echa mano con un propósito rupturista y, ocasionalmente, paródico. En una entrevista, él mismo explica su acercamiento al cine como un acto provocador -aunque la mayoría de las veces fallido para su gusto, según confiesa con humildad- guiado por la premisa de “crear proselitismo […] sin hacer concesiones a los gustos masivos” (citado por García Saucedo: 152).6
Antes de pasar a desglosar el giro, desarrollemos brevemente la trama. Patsy es una joven de dieciocho años, estudiante universitaria de la carrera de Literatura, que se reinserta en su vida acomodada en la Ciudad de México tras permanecer un año en Europa. Destaca desde el inicio su estrecha relación con un padre protector y su radical oposición frente a la madre conservadora. Frente a sus amigos, Patsy actúa como una seductora empedernida, que enamora a los hombres a través de actitudes infantiles y caprichosas. Entre sus objetos de seducción se encuentran un músico hippie, un productor de televisión y un estudiante de medicina, los cuales representan tres tipificaciones de galán de la época: el romántico aventurero, el cosmopolita adinerado, y el trabajador y buen muchacho de provincia. No obstante, el único que logra conquistarla es un hombre mayor, Ricardo, empresario y padre de familia, con un estilo de vida más afín al padre de Patsy que al de sus amigos. La fascinación que despierta en la protagonista pondrá en tela de juicio su identidad, así como libertad generacional de la que se jactaron, en un inicio, ella y sus amigas.
Ahora bien, la obra está muy lejos de limitarse a re-escenificar la trama de la pecadora humillada. Esta heroína sesentera se esfuerza por amoldar el entorno a su propia concepción de la realidad, en un intento de dejar de ser una versión de la fantasía del hombre mexicano, incluso cuando esta batalla la empuje hacia un estado de melancolía y ansiedad amorosa, producto de una desubicación existencial. Se trata de un intento de liberación con consecuencias sociales importantes, ya que, como señala Margo Glantz, “llevar el nombre genérico de la Chingada como mujeres es mil veces peor, es carecer de rostro, o tener uno impuesto: para verse hay que descubrir la verdadera imagen, cruzar el espejo, lavar la ‘mancha’” (67). Y la representación funciona, precisamente, como una suerte de espejo en el cual puede mirarse la sociedad -por aquel entonces más dispuesta a digerir los clichés con sentido del humor- y ya no como un espacio reservado para la reproducción del estereotipo con fines moralizantes.
Estructuralmente, la película posee una división tripartita, a partir de la interacción de la protagonista con la realidad, desde la concepción del amor melancólico y/o práctica del erotismo. En la primera parte, Patsy aparece resguardada por un universo ficcional, estimulado por sus lecturas y su apreciación del arte. Abraza el amor melancólico y el erotismo mediado y lúdico; habita un tiempo mítico y rechaza la sexualidad. En la segunda parte, se enamora por primera vez y se convierte en la amante de un hombre casado. El amor que aspira a la realización y la sexualidad implican la pérdida progresiva de la libertad fundamental; y asoma, también por primera vez, el deseo de ocupar un rol social “real”. La tercera parte está marcada por la abrupta y dolorosa irrupción de la realidad a través de la decepción amorosa, un golpe tan insoportable que la lleva de regreso a la espiral de la niñez y al brazo protector de su padre, principal impulsador de sus fantasías. Veamos más a detalle estas tres fases en los siguientes apartados.
3. Universo onírico y ficción como prolongación de la niñez asexuada
Como plantea Tuñón, al estudiar con gran lucidez la participación de las mujeres en el cine mexicano, el amor aparece en pantalla, por lo general, como “la expresión de la naturaleza femenina y también el camino para llegar a ella” (103). Patsy es una heroína incómoda en la medida en que se resiste a alcanzar aquella “realización” por medio del amor; antes elige seguir un ideal ficcional y se aleja de los estereotipos de mujer casta, esposa y madre, a los que nos tenían acostumbrados las abnegadas interpretaciones de actrices como Marga López o Sara García. Desde la visión de aquel personaje, enamorarse o enamorar es un ejercicio subyugado a la ficción protectora. Esta forma de amor se autorecrea por medio del consumo artístico y no depende, en ese sentido, de la respuesta de un amante. Patsy experimenta lo que el psicólogo y crítico peruano Leopoldo Chiappo define como “amor melancólico”, es decir, el amor como anhelo y ansiedad, mas no como fin (49).
Para comprender mejor el concepto, revisemos la delicada definición de “melancolía” que ofrece el crítico:
[La melancolía es] tristeza y añoranza de una vida posible, de una grandeza anhelante, es la experiencia de radical disconformidad con lo actual y, por ende, es la señal de una bienaventuranza potencial. La melancolía es tristeza de un bien perdido, y anhelo de un bien supremo alcanzable. La melancolía no es sino la añoranza de una alternativa de vida mejor (55).
La dulzura de la melancolía frente a la mera tristeza radicaría, de esta forma, en la búsqueda de un bien supremo y en que, en la renovación del ideal, se aviva la necesidad de abandonar un estado normal de las cosas. Al verter la idea de “amor” a dicha conceptualización, nos encontramos con que el objeto del deseo es una fuente infinita, en tanto renovable, de añoranza de vida y de amor supremo. Esta experiencia amorosa, si bien deriva en el “extrañamiento existencial” -al negar el acceso a un estado de realización-, posee el poderoso atractivo de ofrecer al amante un camino, aunque sea ilusorio, hacia la “libertad intrínseca” (Chiappo: 49). Es la representación del ir amando el amor mismo como concepto inalcanzable, así como del autoconfigurarse como objeto inaccesible de deseo, porque la propia existencia se solaza en un tiempo mítico e imaginario. Pero aquella experiencia amorosa, como la melancolía misma, es triste y dulce a la vez. La tristeza denuncia la privación crónica y la conciencia de no estar donde se debe (o merece), mientras que la dulzura anuncia el potencial de aquello de lo que la persona está siendo privada (Chiappo 2002: 59).
Los hombres, al menos en la primera parte de la trama, son sólo accesorios útiles a la existencia melancólica de la protagonista, quien se halla en la búsqueda permanente de un bien amoroso ideal. La clásica expresión de tristeza o dureza, al estoico modo, de la mujer mexicana en la pantalla trasmuta en una dulce tristeza existencial basada en el anhelo y la insatisfacción. Este fenómeno se evidencia, por ejemplo, al otorgar una nueva dimensión a la virginidad. Para Patsy, más que un “tesoro”, como sí lo era para la clásica protagonista, se convierte en un arma de libertad personal y poder sobre el otro: “será cuando yo quiero y con quien yo quiera” (Pérez y Michel: 23’5). Hasta antes de la pérdida de su virginidad, marca distancia respecto de los estereotipos y se resiste a ser una “malinche” desvirtuada, como la protagonista de Santa (1931); o una mujer que apela a su sexualidad para tener el control de su vida, como la de Aventurera (1949).7 Patsy es capaz de combinar elementos de ambas versiones sin caer en la visión maniquea, dado que no es un otro el que determina los límites de su “yo”. Puede hacer alarde de la delicadeza y el aire de inocencia de la tradición, que dicta que “las mujeres […] hablan con suavidad, haciendo preguntas aún de lo que saben, utilizando rodeos, diminutivos, porque su papel es ser delicadas y poco definidas” (Tuñón: 84); no obstante, es también coqueta, seductora y sutilmente despiadada con los hombres que pretenden conquistarla.
Aquella cualidad indeterminada del personaje contrasta con el estancamiento en que había caído la construcción de la feminidad en el cine mexicano; pero también plantea la necesidad de habitar una realidad paralela, menos dolorosa y sentenciosa, que colisiona con las normas sociales y produce un sentimiento de inadaptación y alejamiento en la protagonista, quien defrauda las expectativas de su madre y es puesta a juicio por los hombres que esperan verla “madurar”. Lo que todos a su alrededor le exigen, en realidad, es el abandono de la indefinición, sea para asumir un rol de castidad o de seducción. Estas confrontaciones derivan en un estado de duplicidad o inautenticidad entre la Patsy que es y la que debe ser (o al menos parecer). En términos de Chiappo, la doble figuración remite a una “vida inauténtica”, percibida como una “una horrible falsificación intelectual, […] no ser uno mismo sino estar sujeto por otro o por una circunstancia difícil o imposible de modificar, alienado, desapropiado del propio proyecto de vida, programado” (52). Y la inautenticidad, además, es una de las experiencias más dolorosas, dado que se opone a la libertad fundamental del melancólico por sobre todas las cosas (Chiappo 2002: 55).
Pues bien, aunque sea un personaje con rasgos particulares, Patsy comparte la rebeldía, muchas veces infecunda, de sus contemporáneos. Como parodia, la película se trata de una coyuntura donde la mayoría de los jóvenes asume una lucha poco determinada, motivada por una disconformidad extendida y que recurre a escapes de toda índole. El refugio protector de Patsy no serán las drogas, el activismo colectivo ni el existencialismo de café, sino el arte -la literatura, la pintura y el cine-, que sigue siendo, en su caso, otro medio de evasión, nunca de cambio estructural del medio social que rechaza ni de evolución íntima. Además de sus lecturas y los cuadros que pinta, la ficción envuelve su vida, como los pósteres que aparecen de la actriz francesa Catherine Denueve en Repulsión (1965), de Roman Polanski; y en Bella de día (1967), de Luis Buñuel, los cuales interpelan a Patsy sobre una sexualidad reprimida en las primeras escenas.8
Los peligros de buscar la trascendencia únicamente en la ficción se profetizan en una de las escenas iniciales, donde el poeta y ensayista mexicano Luis Rius, quien se interpreta a sí mismo, explica, en medio de una clase de Literatura, las ideas de san Juan de la Cruz sobre la relación entre la vida y el arte:
El arte en sí mismo no era nada. El arte no significaba nada […]. El amor lo llenaba todo y, si el arte aparece maravilloso en la construcción de sus estrofas, es porque como, olvidándose de sí mismo, no existe más que para dar expresión a una vivencia lacerantemente humana. Sí, sentimos que no hay artificio intelectual, sino lenguaje en llamas contenido en estas palabras, que interrogan así, arrebatadamente al amado (Pérez y Michel 1969: 5’).
La lección no aprendida de Patsy, desde aquella perspectiva, sería que el arte está supeditado a la realidad; que el arte se crea y experimenta desde la experiencia humana, tanto de la placentera como de la lacerante. Lejos de enfrentarse al rostro impuesto de la tradición, la protagonista se esconde tras la vacilación y el lirismo, en el largo y deleitoso camino del ir anhelando un algo desconocido.
4. “Así terminan las cosas de la gente grande”: el desamor o la pérdida de la libertad fundamental
El amor en el cine tradicional mexicano ha implicado necesariamente una evolución o una involución para la protagonista. Un “buen amor” -es decir, uno que conduce al matrimonio- convierte a la niña en mujer y la dignifica frente a la sociedad; por su parte, una unión que no cumple su promesa, la degrada. Patsy nunca atraviesa una transformación, sino que oscila entre dos mujeres: la que ansía la conversión y la que se aferra a la fantasía, hasta perderse en una espiral, sin gloria ni castigo.
El paso del erotismo creativo (o melancólico) al erotismo doloroso (o real), luego de iniciarse sexualmente, la conduce de la dulzura anhelante a la tristeza asociada al vacío existencial. La mediación erótica va transmutando en un desdoblamiento de su “yo” tras mantener relaciones sexuales con un hombre casado, Ricardo, mucho mayor y más experimentado que ella en el oficio de la seducción -esto se parodia con un seudónimo que inventa al conocerla, “Don Juan 69”-. La parte de ella que se aferra a la ficción protectora busca guarecerse en el juego de palabras con su padre, en la lectura de poesía religiosa y en la música indie con letras de autoexploración juvenil, siempre en la expresión y lejos de la acción. La otra faceta teme la pérdida de la libertad y la novedad de la dependencia a la respuesta del ser amado. Se revela insegura, por ejemplo, cuando dice a Ricardo: “Un día no me llamarás y no sabré dónde encontrarte” (Pérez y Michel: 60’). Este “yo” fracturado desde adentro —el sentimiento de “inautenticidad” se centra ahora en el deseo y no sólo en las expectativas— se expresa en la canción de Francisco Cervantes, “Frente al espejo”, que sirve de fondo musical y crea el umbral de la sexualidad apenas descubierta:
Conozco bien esos ojos./ Escucho bien esa voz,/ más no comprendo qué pasa,/ que siendo una soy dos.// Cuando ya no nos miramos/ me pregunto dónde has ido,/ esperando que tal vez/ pudiera irme contigo,/ dejar mi mundo al revés.// La imagen frente al espejo/ un día me preguntó/ ¿por qué estamos tan separados,/ si yo soy tú, tú eres yo? (citado en Pérez y Michel: 55’)
El universo onírico de la protagonista simboliza aquella ruptura interior -aunque no es la escena más afortunada de la película-, a través de un sueño que representa la transición de niña a mujer. En él, Patsy lleva puesto un vestido blanco y luce el pelo muy corto, que contrasta con su usual peinado infantil y simboliza típicamente el paso a la adultez; luego, despierta de la muerte a un hombre de rostro cubierto y muy cerca del ataúd donde yace el hombre hay una cuna; finalmente, los dos se alejan alegres y de la mano (54’). Este sueño hace patente el ingreso al erotismo pleno -quizá de manera demasiado evidente para nuestro gusto-, que se intenta vivir como un continuo y suspende el tiempo cíclico de la niñez. A través de las ideas de Bataille y de Paz, Aletta de Sylavas nos ayuda a comprender este episodio. El vínculo entre los tres tipos de erotismo que ubicaba Bataille —el de los cuerpos, el de los corazones y el sagrado— es el sentimiento de aislamiento y la necesidad de una continuidad profunda; esta ansia es la esencia misma del erotismo. Sin embargo, el discontinuo o el abismo entre los hombres aparece por la conciencia de la muerte. Paz, sobre la base de una reflexión semejante, plantea que el erotismo es ambiguo, pues es, al mismo tiempo, “represión y licencia, sublimación y perversión, es un fenómeno dual, es placer y muerte simultáneamente” (Aletta de Sylvas: 337).
La muerte y resurrección en el sueño indicaría el inicio de una nueva perspectiva frente a la vida, la irrupción del tanatos en oposición al eros. Ello cobra forma a través de una cita de Séneca, que Patsy lee en voz alta justo después de uno de sus encuentros íntimos con Ricardo: “Nadie restituirá los años; nadie los devolverá. Y ¿qué ocurrirá? Que te estás descuidando y la vida se apresura; y, entre tanto, se presentará la muerte, a cuyo poder, lo quieras o no, has de pasar” (Pérez y Michel: 74’).
Al iniciar la relación, Patsy había asumido sus viejas reglas de juego, sin medir los riesgos del ansia amorosa para su libertad personal. Ella continuó seduciendo al viejo modo, adoptando torpes poses de femme fatale, hasta que irrumpió la muerte como motivo dentro de una existencia basada en la idealización. Cuando decide perder su virginidad con Ricardo, conoce un vínculo sexual que la hace vulnerable y dócil -como protagonista de un drama clásico mexicano-; pero que, al mismo tiempo, la convierte en la mujer que traiciona a su género, en la amante, de modo que adopta la máscara de Malinche ante la mirada externa. Es la vuelta a la esencia femenina mexicana más trillada o lo que Núñez Becerra entiende como una exaltación de la feminidad asociada a la pasión amorosa, mismo sentimiento que motivó las acciones de la Marina mitificada: “El amor, sentimiento universal y arrasador, será el culpable de la traición de Marina a los suyos […]. La hará dócil y sumisa. Por amor entregará a su pueblo” (115). Estas ideas hallan eco, por ejemplo, en las palabras con que la mejor amiga de Patsy, Lisa, defiende su libertad sexual: “Cuando digo a un hombre que sí es porque materialmente el corazón no me da para decirle que no” (Pérez y Michel: 60’).
El exceso de pasión, como es comprensible en el contexto, se juzga desde una perspectiva católica. Como explica Tuñón, “la sexualidad [en la representación de la mujer mexicana] ha tenido un proceso ligado al sentimiento amoroso y a la vez separado de él. Con la moral cristiana, Eva y María quedan separadas y […] el “sentido común” en México así lo considera: su pecado es el sexo” (103). Convertirse en amante de un hombre casado es, a todas luces, un elemento erótico seductor para una muchacha rebelde y que busca trasgredir las normas de una sociedad religiosa. Rodríguez Sierra profundiza en el carácter liberador de esta forma de transgresión sexual:
[…] la intelectualidad se contrapone a la religiosidad, las relaciones extramaritales acentúan el erotismo -ya de por sí irracional- porque al romper con la regla, con la racionalización, se alcanza una redención, un escape de todo lo racional y se produce entonces una conexión con “la fuente de toda vida” que es la irracionalidad pura, el azar” (90-91).
Así, convertirse en amante tiene el atractivo de sumar al erotismo y, a la vez, apartarse de la esfera de la razón impuesta. Es traicionar la vida a la que teme, la de la madre, la de la abuela (o de cualquier interpretación de Lupita Tovar). El conflicto ocurre porque Patsy sigue cargando con el peso de su identidad y tradición, y por mucho que se haya “modernizado” en Europa durante el último año y esforzado por emanciparse de los modelos femeninos con que fue educada, sigue siendo una mujer mexicana con los mismos anhelos de reivindicación a través del matrimonio. Aquel deseo de retomar las convenciones se cuela también en las otras muchachas de su grupo, pese a haber compartido un sentimiento de rebeldía. Así, por ejemplo, la mejor amiga de Patsy (y, paradójicamente, la más liberada sexualmente) afirma sentirse más a gusto que nunca en su traje de novia y llevando un embarazo temprano: “por primera vez en mucho tiempo no me siento disfrazada” (Pérez y Michel: 85’).
El momento de mayor vulnerabilidad y búsqueda de la reivindicación aparece cuando Patsy ruega a su amante que no la abandone. Es relevante la frase de despedida que él le ofrece: “Te quiero más a ti, pero si volviera a casarme, volvería a casarme con ella […]. Ella es es la madre de mis hijos” (Pérez y Michel 1969: 77’). La dicotomía entre la madre y la seductora se impone por sobre el enigma de la mujer indefinida, y prevalece la máxima de que “la sexualidad y la maternidad aparecen como desintegradas” (Tuñón: 92). Ricardo decide, de ese modo, sellar la mancha original de Malinche sobre Patsy. Tras el abandono de su amante, ella perderá el rumbo. Si el amor motivó la intuición de la muerte, el desamor acabará con el deseo vital y frenará el impulso de evolución. Volvamos sobre las ideas de Chiappo para comprender las consecuencias del desamor en la existencia melancólica:
el desamor […] está unido a la cerrazón del horizonte de experiencia del mundo, el cual entonces queda restringido a los intereses pequeños de seguridad o temor, de inseguridad, placer o dolor, bienestar o malestar, comodidad o incomodidad. Es un estado de enclavamiento psíquico en una situación constrictiva (15).
Agotada la vía amorosa como medio de evolución, Patsy buscará en los brazos paternos el retorno al estado de pureza y el paraíso perdido. En la última escena luce un atuendo casi exacto al de Catherine Deneuve en Bella de día, posiblemente para exteriorizar una sexualidad castigada. Ya no busca consejo, sino que entrega su destino al único hombre que no la abandonará y la mirará siempre con los ojos con que se mira a una niña. Su padre dispone: “He decidido que […] me acompañes en todos mis viajes […]. Por lo pronto tenemos a la vista un largo viaje, espléndido, con banquetes pantagruélicos y compras orgiásticas[…]” (Pérez y Michel: 87’). Patsy se chupa el dedo como una niña pequeña, recupera su expresión más dulce, y retorna a ese cómodo lugar entre el lenguaje y la melancolía.
5. Conclusiones
Patsy, mi amor es una apuesta arriesgada dentro de una tradición fílmica que se remonta a los inicios del cine mexicano: la representación del eterno femenino. La mirada de Gabriel García Márquez, como creador y coguionista, aporta la novedad de explorar, desde afuera, las consecuencias para la mujer, cinematográfica y real, de ser representada dentro de un cuadro local cerrado y unívoco. Este ejercicio cobra forma en medio de un contexto de liberación sexual, y con un público más proclive a cuestionar la meta narrativa nacional y sus arraigados estereotipos en el inconsciente colectivo. La protagonista no se construye desde el arquetipo femenino clásico: no es una Eva o una Malinche incitadora ni una virtuosa María; es un personaje indeterminado, híbrido y oscilante entre las múltiples mujeres de su tradición. La indeterminación deriva en la melancolía vital y el anhelo romántico, en el amor melancólico y anhelante. Pretender la libertad intrínseca y fundamental de su género conlleva, a su vez, un destino impreciso. Patsy no logra culminar su “conversión en mujer” a los ojos del mundo, puesto que rechaza el encasillamiento desde un estricto binarismo y prefiere guarecerse en el tiempo mítico de la niñez. Tampoco alcanza la libertad plena por medio de la ficción, porque cae en la espiral de la búsqueda de sí misma en el deseo perpetuo, tras experimentar los peligros del erotismo y el ansia amorosa. El laberinto de feminidad parece no ofrecer salida a la heroína de este filme, pero hace de la melancolía un mecanismo de escape psíquico y sentimental. Ahí radica su valor más importante, porque, como sentencia Tuñón, “la disociación es otra forma de relativizar el absoluto de la esencia femenina” (92).