Antígona González (2012) de Sara Uribe (Querétaro, 1978) es una pieza poética conceptual, hecha, inicialmente, para ser estrenada por la compañía de teatro Atar. Se escribe a la luz del descubrimiento de una fosa común en la que, en 2010, se encontraron los cuerpos de 72 migrantes centroamericanos en San Fernando, Tamaulipas, en el contexto de la llamada “guerra contra el narco”, y de los procesos económicos y necropolíticos que urden la violencia en el México contemporáneo. Antígona González se construye a partir del ensamble de variados discursos y referencias intertextuales, entre ellos: la Antígona de Sófocles; algunas reinterpretaciones europeas y latinoamericanas del mito de Antígona: La tumba de Antígona de María Zambrano (1967), Fuegos y Antígona o la elección de Marguerite Yourcenar (1989), Antígona furiosa de Griselda Gambaro (1989), la obra inédita Antígona y actriz del dramaturgo colombiano Carlos Eduardo Satizábal (2004); el blog Menos días aquí que realiza el conteo nacional de muertos por la violencia en México con información recabada de los medios de comunicación en todo el país; la bitácora de Internet de la activista colombiana Antígona Gómez o Diana Gómez, hija de Jaime Gómez, desaparecido y luego encontrado muerto en 2006; testimonios de familiares de desaparecidos; notas de prensa y artículos periodísticos; obras académicas sobre la figura de Antígona, entre las que destacan El grito de Antígona de Judith Butler (1994), Antígona, una tragedia latinoamericana de Rómulo Pianacci (2008), Viriditas de Cristina Rivera Garza (2011), etcétera.
En Antígona González, la técnica del fragmento y el collage implican la ruptura y la transgresión de los límites propios de la obra individual. En una “poética de la desapropiación”, se construye una autoría colectiva. Efectivamente, los textos que Uribe utiliza son expropiados de su fuente y se sumergen en un nuevo espacio de voces que transforman su significado. Antígona González es un pastiche, un texto como un tejido compuesto por diversos elementos que se combinan de manera inusitada. La condición postautónoma de la obra (Ludmer 2009) se revela al apostar por métodos de creación literaria que permitan impactar y modificar la realidad desde la que escriben (Cruz Arzábal 2015). Así, se han subrayado incansablemente los modos en los que la obra produce testimonio de las atroces tragedias en la necrohistoria del país (Williams 2017; Cabrera y Alirangues 2019; Uribe 2017). Y sin embargo, en torno a las investigaciones que con sobrada competencia exploran sus intersticios, parece haber un silencio. Si bien Antígona González debe su nombre a la heroína de Sófocles, y se subraya su vinculación con la exigencia de memoria y con el duelo, este silencio existe en torno al hecho de que la obediencia de Antígona a las leyes ancestrales que representan la memoria y el cuidado de los muertos no alude a la universalización del lenguaje político y jurídico de los derechos humanos, sino que se dirige —en la tragedia de Sófocles— a la obediencia a las leyes del Hades vinculadas con lo sagrado y con lo divino.
Conocemos la historia que, a su vez, ha sido leída y reinterpretada muchas veces, por ejemplo, haciendo énfasis en la ley, la relación familia /Estado, el carácter transgresor de la familia de Antígona o la etimología de su nombre Anti- y -gonos, que quiere decir “la inflexible”, pero también “la que no genera” (gonos) (Llevadot y Revilla 2015; Llevadot 2022). Cuando Polinices lidera un ejército contra su hermano Eteocles, por una disputa sobre cuál de los dos gobernará Tebas, los hermanos se matan mutuamente en batalla. Creonte, que asume el trono, decreta que el cuerpo de Eteocles reciba honores y que el cuerpo traidor de Polinices permanezca insepulto fuera de las murallas de la ciudad. El cumplimiento de este edicto político obliga a Antígona a abandonar sus deberes éticos y religiosos de piedad filial que, según la ley divina de Hades, dios del inframundo, exigen que una hermana entierre a su hermano muerto. Ella considera intolerable tal abandono, así que, sin ayuda de su hermana Ismene, entierra dos veces el cuerpo de Polinices (un guardia lo descubre la primera vez). Atrapada en el acto, comparece en juicio ante Creonte, manteniéndose desafiante y firme, en su postura ética y religiosa, al negarse a cumplir lo que para ella es una ley humana e injusta. Creonte se mantiene igual de firme y la condena a ser enterrada viva.
Al leer Antígona hay que recordar que las mujeres en la polis deben honrar la vinculación con su familia y, en concreto, con los hombres de su sangre. El hecho de que sus padres hayan muerto le otorga a su hermano su estatus único como insustituible, enfatizando aún más las relaciones familiares y las responsabilidades que las acompañan. Estas relaciones y responsabilidades, sustentadas por su obligación religiosa y su lealtad al Hades, se vuelven para Antígona no sólo primarias sino singulares: son las únicas que ella reconoce como vinculantes. Efectivamente, las mujeres en la Grecia clásica carecen del estatuto de ciudadanía. Su espacio es el oikos, el espacio doméstico. Antígona demuestra esta singularidad identificándose únicamente en términos familiares según su papel de hermana. Ser hermana se convierte en la única identidad disponible para ella como mujer soltera, lo que significa que ella es sólo eso. Ella es —escribe Jacques Derrida— “esta hermana que nunca se convierte en ciudadana, esposa o madre” (Derrida: 169). En este sentido, la negativa de Antígona a reconocer la autoridad legal de Creonte o a observar su decreto no proviene ni de un choque de voluntades obstinadas ni de un conflicto dialéctico de órdenes legales (humano o divino), sino de la insistencia del decreto en que Antígona abandone sus vínculos con los otros, los vínculos constituyentes de su ser. Una de las interpretaciones más extendidas de la obra de Sófocles ha sido la elaborada por Hegel, quien vio en ésta una lucha entre las leyes humanas (Estado), representadas por el tirano, y las leyes divinas o familiares, por Antígona (ley positiva y ley negativa). Su interpretación separa de manera tajante, por una parte, la “ley humana’’ que abarca el pueblo, las costumbres de la ciudad, el gobierno, la guerra y se encarna en un carácter, el del hombre; por otra, la “ley divina” que incluye la familia y el culto de los muertos y se encarna en otro carácter, el de la mujer (Hegel 1826/2006: 537; 1842/1989: 868). Vernant y Vidal-Naquet plantean, sin embargo, que la tragedia de Antígona
no opone la pura religión, representada por la joven, a la irreligión total, simbolizada por Creonte, o un espíritu religioso a uno político, sino dos tipos diferentes de religiosidad: por un lado, una religión familiar, puramente privada, limitada al círculo estrecho de los parientes cercanos, los phíloi, centrada en el hogar doméstico y el culto a los muertos; por otro, una religión pública donde los dioses tutelares de la ciudad tienden finalmente a confundirse con los valores supremos del Estado (Vernant y Vidal-Naquet: 36).
De acuerdo con la cita anterior, para Vernant y Vidal-Naquet no es lícito considerar la religión y la política, dos ámbitos tan relevantes en la vida griega, como separados y confrontados de la manera en que los expone Hegel. Si se considerase a Creonte, de acuerdo con el marco conceptual propuesto por Hegel, como defensor sólo de las leyes humanas, ni siquiera contemplaría el enterramiento de Eteocles, puesto que se trata de una obligación debida a los dioses y al muerto. El conflicto no se daría entre leyes divinas por un lado y leyes humanas por otro, sino entre una relación con lo sagrado fundamentada en el Hades, los incognoscibles “dioses de abajo”, y el círculo familiar, y otra basada en los dioses-patrones cívicos de la polis y en los ordenamientos políticos de la ciudad.
María Zambrano distingue entre lo sagrado y lo divino. Lo sagrado es el fondo insondable e indiferenciado de la realidad para el hombre, el apeiron de Anaximandro: “En el principio era el delirio: quiere decir que el hombre se sentía mirado sin ver” (Zambrano: 31). Se trata de una experiencia pasiva, receptiva, acogida de lo anterior a la propia existencia. Lo sagrado es el fondo de la realidad que está antes de toda conciencia, emoción o convivencia entre los humanos. Este sentirse mirado es sentir una irradiación de la vida que emana del fondo del misterio de la realidad que nos precede y nos excede. Delirio es sentirse mirado antes de poder mirar. La primera tarea del hombre, frente a ese fondo indiferenciado, es distinguir y distinguirse. El hombre recorta, así, de ese fondo insondable, a los dioses que, compasivos o despiadados, le permiten darle un rostro a lo sagrado: “Los dioses han sido, pueden haber sido inventados, pero no así la matriz de donde han surgido un día” (Zambrano: 33). Lo divino, en la diversidad de los rostros de los distintos dioses, ayuda “al ser humano a construirse y a fundar culturas, a encontrar el centro del mundo, a orientarse en él, a levantar ciudades, a seguir ritos que sostienen el orden inaugurado y dan permanencia a una forma de entender la vida humana y, especialmente, a encontrar su lugar en el cosmos” (Lizaola: 87) . Para hablar de lo sagrado en Antígona González es importante recordar lo que Isaías Rojas-Pérez encuentra en su etnografía sobre la exhumación forense de fosas comunes clandestinas en Los Cabitos, la sede de la campaña de contrainsurgencia de los años ochenta y noventa en los Andes del centro sur de Perú. Las madres de habla quechua de los desaparecidos —explica Rojas-Pérez— buscan —y encuentran— un modo de articular sus sentidos de justicia y duelo sin el cuerpo de sus hijos al reclamar colectivamente lo sagrado. Él mismo escribe:
Al hacerlo, no están haciendo evidente su presunta falta de conocimiento del régimen moderno de derechos, o de los idiomas de la ley y la ciudadanía o de los poderes disciplinarios. Por el contrario, se mueven dentro de estos idiomas y van más allá de ellos para establecer una crítica fundamental de la práctica de la soberanía […] Cuando las madres movilizan ideas de lo sagrado en esta crítica radical, están afirmando […] que los acuerdos en forma de vida son constituyentes de la sociedad, mientras que el poder soberano siempre es un poder constituido. La noción de lo sagrado aparece así conectada a las nociones de umbrales concebidas en términos de una ontología que se refiere […] a un núcleo de acuerdos fundamentales en una forma de vida humana […] La noción de lo sagrado sugiere de manera crucial que la cuestión de la justicia y el duelo, o la recuperación, tras la atrocidad estatal, no puede concebirse simplemente en términos de la restauración de los regímenes de derechos o el estado de derecho, como proyectos oficiales de justicia transicional […] (Rojas-Pérez: 165).
En la Antígona de Sófocles, el orden del Estado aparece cuando todo lo que va a ser enterrado vivo son los atributos propios de los ritos que lidian con lo sagrado, sostienen el orden de los vínculos y otorgan un lugar en el mundo. Lo hacen al ocuparse de los muertos llorándolos y valorándolos en su singularidad irremplazable, y no en cuanto a guerreros o ciudadanos. El trato con lo sagrado en la polis —la organización de la realidad a partir de su fondo insondable— supone en cambio que todos somos iguales ante la ley, y la pertenencia y el derecho a la ciudadanía se constatan en la diferencia entre el amigo y el enemigo; entre el héroe de la patria y el traidor. A Polinices hay que tratarlo como un enemigo, no como a un miembro de la familia.
Rojas-Pérez distingue, en el contexto de nuestra contemporaneidad, los lenguajes de lo sagrado como aquellos dirigidos a mostrar los acuerdos constituyentes de la forma de vida. Es decir, son los lenguajes que nos advierten que el fondo de la realidad se nos presenta como un enorme misterio, inefable e indefinible, pero que está esencial y fundamentalmente presente, y que tenemos que forjar acuerdos para orientarnos, a través de ritos y prescripciones, que dan permanencia a una forma de entender la vida. Estos acuerdos, que constituyen lo no contractual de la forma de vida, nos permiten distinguir entre lo humano y lo no humano (esta distinción no tiene por qué ser, aunque a menudo lo sea, necesariamente jerárquica), y señalar lo que consideramos valioso, lo que no puede ser impunemente transgredido. Los lenguajes de lo sagrado perciben la vulnerabilidad, fragilidad y valor de estos acuerdos realizados frente a ese fondo de lo insondable. La insistencia en los rituales y en su reiteración tiene que ver con la conciencia de esta fragilidad de los acuerdos y los vínculos en la que se requiere de nosotros, de nuestra atención y cuidado para organizar nuestro mundo.
Frente a los lenguajes de lo sagrado, los lenguajes seculares jurídicos y políticos del Estado constituyen igualmente un modo de organizar el fondo de la realidad que siempre nos antecede y excede; sin embargo, a diferencia de los lenguajes de lo sagrado, no hacen énfasis en su condición constituyente sino en su condición constituida. El poder soberano es un poder constituido que niega así su vulnerabilidad y fragilidad y se identifica con un orden, el orden de la ley, que parece inamovible, independiente de los ciudadanos, dado de una vez por todas, y al que han de someterse, de manera abstracta, todos los miembros de la polis. Para la Antígona de Sófocles, las madres de Los Cabitos y Antígona González lo que está en juego es la fragilidad del acuerdo constituyente que amenaza con disolver el vínculo social, la posibilidad de distinguir las vidas en su singularidad irreemplazable, la posibilidad de diferenciar qué es lo sagrado para nosotros, lo que no estamos dispuestos a poner en juego porque nos perderíamos a nosotros mismos.
yo también estoy desapareciendo, Tadeo.
Y todos aquí, si tu cuerpo, si los cuerpos de los nuestros.
Todos aquí iremos desapareciendo si nadie nos busca,
si nadie nos nombra (Uribe 2012: 95).
El horizonte de Antígona González es ciertamente el del régimen moderno de los idiomas de la ley y la ciudadanía o de los poderes disciplinarios. Pero es un error reducirla a una lectura desde ahí porque la obra no puede concebirse confinada a un programa de restauración del Estado de derecho. Antígona González va más allá. Apela, más bien, a la entraña de lo que nos constituye.
Yo lo que deseo es lo imposible: que pare ya la guerra; que construyamos juntos, cada quien desde su sitio, formas dignas de vivir; y que los corruptos, los que nos venden, los que nos han vendido siempre al mejor postor, pudieran estar en mis zapatos, en los zapatos de todas sus víctimas aunque fuera unos segundos. Tal vez así entenderían. Tal vez así harían lo que estuviera en sus manos para que no hubiera más víctimas. Tal vez así sabrían por qué no descansaré hasta recuperar tu cuerpo (59).
Como Antígona, Antígona González es asimismo una hermana, no una madre ni una esposa. Hemos advertido antes que Anti- y -gonos quiere decir “la inflexible”, pero también “la que no genera”, la que no es madre. En este sentido, la Antígona de Sóflocles es una mujer de la que el mismo Creonte advierte: “ciertamente que no soy yo un hombre de verdad, sino que el hombre de verdad es ella” (Sófocles: 538, v. 480). Y sin embargo, es claramente una mujer; hace lo que hacían las mujeres en la Antigua Grecia, ellas son las que lloran y se encargan de los muertos. Ni madre ni esposa, la Antígona de Sófocles no responde plenamente al rol de mujer porque apela a algo anterior a la diferencia que se signa en la distinción entre las mujeres como madres y esposas, y los varones, como ciudadanos de pleno derecho. Al no pertenecer tampoco a la polis, señala que eso, que es anterior al orden de la diferencia sexual y de la ciudadanía, tiene que ver con el misterio y la vulnerabilidad de la existencia. Antígona González es una mujer que no se presenta ni como madre ni como esposa ni siquiera como ciudadana. Se presenta fundamentalmente en su pathos como sufriente por el vínculo que la constituye y, con ello, nos vuelve a situar en lo que es anterior y condición de posibilidad del orden del género y del Estado (Llevadot y Revilla 2015; Llevadot 2022). Así, intenta narrar la historia de la desaparición de Tadeo, su hermano menor, en el estado de Tamaulipas:
Este caso no salió en las noticias. No acaparó la atención de ninguna audiencia. Se trata sólo de otro hombre que salió de su casa rumbo a la frontera y no se le volvió a ver. Otro hombre que compró un boleto y abordó un autobús. Otro hombre que desde la ventanilla dijo adiós a sus hijos y luego esa imagen se convirtió en lo único que un par de niños podrá registrar en su memoria cuando piensen en la última vez que vieron a su padre (Uribe 2019: 20).
A diferencia de Polinices, Tadeo —que lleva el nombre de San Judas Tadeo, santo patrono de las causas desesperadas (33)— no es ni un enemigo del Estado ni un criminal. Es simplemente un joven padre de familia que desaparece inexplicablemente mientras viajaba por su trabajo como vendedor de coches, un trabajo que le obligaba a conducir desde la capital de Tamaulipas, Cd. Victoria, hacia el sur hasta la ciudad portuaria de Tampico y hacia el norte hasta la ciudad de Matamoros, la misma ruta que siguen decenas de miles de migrantes que se desplazan hacia el norte a través de México para llegar a la frontera con Estados Unidos. Mientras que la Antígona de Sófocles se define por su rebeldía contra el Estado al reclamar el derecho de enterramiento para sus parientes más cercanos, la angustia de Antígona González proviene de no tener un cuerpo, el cuerpo desaparecido de su hermano, una desaparición que la suma a una comunidad de dolientes desconocidos”: Te estamos diciendo que somos muchos los que hemos perdido a alguien” (16) […] contar inocentes y culpables, sicarios, niños, militares, civiles, presidentes municipales, migrantes, vendedores, secuestradores, policías” (13); “[…] todos los cuerpos sin nombre son nuestros cuerpos perdidos” (13); “[ El cuerpo de Polínices pudriéndose a las puertas de Tebas y los cadáveres de los migrantes]” (67).
[…] Antígona González es un modo particular de establecer las relaciones entre el particular (la ausencia de Tadeo y la búsqueda de su hermana como unas ausencia y búsqueda irremplazables e insustituibles, únicas) y el universal (la ausencia de Tadeo y la búsqueda de Antígona como una alegoría de todos los casos de desaparición forzosa). De ahí que se movilice el mito de Antígona, pero usado de tal forma que la universalidad no puede ser entendida como un concepto transhistórico, sino como la traducción cultural de un tópico que en su reformulación muestra la particularidad que es negada en cada pretensión de universalidad. Supone un trabajo de ampliación de los límites del reconocimiento, en este caso, de los límites de lo que merece ser llorado y de los límites del duelo mismo, tradicionalmente considerado imposible con el cuerpo in absentia. Ciertamente, González: “No quería ser una Antígona” […], pero solo a través de la aceptación de esa universalidad (“pero me tocó”) […], en principio abstracta, y de su desapropiación, puede el texto enunciar la tensión inherente a la universalidad concreta que supone la particularidad del empeño del duelo por el cuerpo injustamente arrebatado que se dedica a “(...) todas las Antígonas y Tadeos” […] (Cabrera y Alirangues: 46-47).
La exigencia de Creonte requiere que Antígona haga algo contrario a los vínculos que sostienen su único mundo, el oikos, el dominio de la familia y de la philia. Como mujer, tal y como hemos dicho, a Antígona se le prohíbe entrar o actuar en la polis, el ámbito público y exclusivamente masculino de la política. Su razón de ser la constituyen sus vínculos familiares (disfuncionales y vulnerables, como lo son todos, de puertas para adentro). En el contexto de la Antígona de Sófocles, entonces, la muerte y los muertos son asuntos femeninos: la muerte se erige, según Derrida, como el “objeto propio” de la familia en torno al cual se organiza el oikos, ya que el oikos “sólo puede ocuparse como tal en torno a la muerte” y, además, “sólo se pertenece a una familia ocupándose de los muertos” (Derrida: 142): institución de la muerte, velatorio, monumentalización, archivo, herencia, genealogía, clasificación de los nombres propios que se heredan, grabado en las tumbas, enterramiento, mortaja, lugar de sepultura, canto fúnebre. El oikos es el espacio de lo sagrado que advierte que existir es tener que inaugurar vínculos con los ancestros, los vínculos sin los cuales no somos, con todo aquello que nos antecede. Esta oikonomía de la muerte y de los muertos otorga a Antígona, en tanto que “hermana eterna”, un vínculo con la cripta, cripta que en dos ocasiones intenta en vano conceder a Polinices, la cripta en la que ella misma será enterrada viva.
La cripta expone aquí su filiación con lo críptico y lo cifrado, así como, señala Derrida, con lo trascendental o lo reprimido, lo impensado o lo excluido que organiza el terreno al que no pertenece (Derrida: 166). La solución de Creonte es encriptar a Antígona como forma de enterrar lo que, para la polis, representa la potencialidad disruptiva de la vulnerabilidad. Sólo enterrando lo que significa en la Antigua Grecia la vulnerabilidad frente a la realidad que nos acoge y excede; sólo sepultando la cercanía con la dependencia, la atención, la emoción contemplada, el lamento, el llanto, la lealtad a lo singular, el dolor y la muerte, puede construirse un Estado que interiorizará ese momento como el inconsciente que no quiere recordar pero que permanece ahí como su mayor pesadilla, siempre presta a estallar y desacatar. A medida que la polis entierra su relación con la fragilidad de los vínculos que la sostienen y olvida el cuidado que estos requieren, se petrifica. Así, leemos en Antígona González
: Todos vienen a ser sepultados vivos, los que han
seguido vivos, los que no se han vuelto, tal como ellos
decretan, de piedra.
: Los que no se han vuelto. Los que no se han vuelto.
: Ellos son sólo muertos que vuelven para llevarte con
los muertos.
: Todos vuelven. Son de los mismos. De piedra. Todos.
Vuelven. De piedra.
: Eres tú quien nos quiere del todo muertos (Uribe: 36).
Para Antígona González lo que hacemos con los muertos y los desaparecidos no es sólo un asunto de oikonomía familiar, nos incumbe a todos. La política depende también de la memoria, del luto y de los ritos funerarios como condiciones de su posibilidad, porque estos nos advierten de la fragilidad constitutiva que nos vincula a los unos con los otros y de que sobrevivimos en las relaciones de interdependencia que se despliegan en el tiempo. La necesidad de la plegaria y la oración advierten por ejemplo que el yo que reza no se reconoce como autosuficiente sino como perteneciendo a una realidad que lo sobrepasa y de la que depende. En la plegaria nos hacemos responsables —respondemos— al llamado de hacernos cargo —cada uno en su singularidad— de la fragilidad que nos constituye. Esta singularidad y esta fragilidad se muestran en Antígona González en el nombre, la importancia de llamar con el nombre propio a los desaparecidos, y en el cuerpo, que es lo que nos individualiza y materializa.
Rezo para que tu cuerpo ausente no quede impune. Para que no quede anónimo. Rezo para tener un sitio a dónde ir a llorar. Rezo por los buenos y por ellos, porque si ellos no tienen corazón, yo sí (28).
Yo les hubiera agradecido que a donde se lo hubieran llevado, mejor lo hubieran dejado muerto, porque al menos sabría yo dónde quedó, dónde llorarle, dónde rezar. A lo mejor ya me hubiera resignado (19).
Lo queremos encontrar aunque sea muertito. Necesitamos sepultarlo, llevarle flores, rezarle una oración (81).
En Pedro Páramo (1955), sin necesidad de nombrar ningún acontecimiento histórico, a aquel agujero eterno que es Comala y su Media Luna, abismo abierto por las grietas de una memoria mal curada, Rulfo hace llegar los ecos del tiempo confuso de la revolución pero también otros más lejanos, los de la erradicación de creencias indígenas por parte de la Iglesia católica y sus corruptas maniobras para inyectar altas dosis de superstición y beatería pusilánime. Es precisamente su espíritu pusilánime lo que condena a esas gentes de Comala a un “entremundo”: un vasto yermo en cuyas lomas suspira un tumulto de almas tristes girando sobre sí mismas como tormenta de arena, atoradas en el vestíbulo del infierno. Cercado su territorio por el río Aqueronte, no les es dado cruzarlo, porque incluso el infierno los rechaza. En vida no vivieron, por lo que no pueden morir del todo, permanecieron neutrales y fueron cobardes, se les abisma en el no-lugar eterno, bajo un cielo sin estrellas. La toponimia simbólica colma de resonancias estos lugares, y también la onomástica de sus habitantes es significativa: Pedro Páramo, el cacique cuyo nombre suena a piedra y a yermo; Comala, pueblo al que Rulfo bautizó pensando en el comal, la plancha donde se cuecen las tortillas, pues en él uno se sentía “sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno” (Rulfo: 67). Tebas/San Fernando/Tamulipas recuerda a la Comala de Juan Rulfo, un espacio liminal, sofocado por un poder tan omnipresente como horrible, tan invisible como palpable, tan ininteligible como inaprensible.
[Yo creí que iba a entrar en el pueblo de los muertos,
mi patria.
tú eras la patria.
Pero ¿la patria no estaba devastada?
¿No había peste en la ciudad,
no se hacían invocaciones a los dioses inútilmente?
yo supe que vería una ciudad sitiada.
supe que Tamaulipas era Tebas
y Creonte este silencio amordazándolo todo] (2019: 65).
Dentro de este espacio, la principal resistencia que encuentra Antígona emerge principalmente de su familia y de la comunidad a la que acude en su búsqueda de Tadeo. Al igual que la obediente y demasiado cauta Ismene en la tragedia griega, la comunidad responde con miedo y resignación. La naturaleza ubicua de este “poder” represivo y silencioso, así como “el miedo interiorizado que genera en los esfuerzos iniciales de Antígona por encontrar a su hermano desaparecido, se expresa en la siguiente respuesta a su formulación como un compuesto de voces homogéneas que evoca un coro griego tradicional” (Williams: 8).
Son de los mismos. Nos van a matar a todos, Antígona. Son de los mismos. Aquí no hay ley. Son de los mismos. Aquí no hay país. Son de los mismos. No hagas nada. Son de los mismos. Piensa en tus sobrinos. Son de los mismos. Quédate quieta, Antígona. Son de los mismos. Quédate quieta. No grites. No pienses. No busques. Son de los mismos. Quédate quieta, Antígona. No persigas lo imposible (Uribe 2019: 23).
Los ínferos de la ciudad
Volvamos a lo que nos impide leer Antígona Gonzaléz simplemente como un testimonio de denuncia de la historia necropolítica del país, de la violencia que se ha apoderado de México en la última década, así como de las condiciones que han hecho posible este nivel de violencia sin precedentes. El poema —como los reclamos de las madres de Los Cabitos— se despliega en el conocimiento del régimen moderno de derechos, o de los idiomas de la ley, pero va más allá de ellos al establecer una crítica fundamental de la práctica de la soberanía, a través de una poética de la desapropiación. Esta poética tiene que ver con la diferencia entre los lenguajes de lo sagrado y los lenguajes seculares jurídicos y políticos del Estado. Los lenguajes de lo sagrado reconocen lo que nos antecede y excede, y este reconocimiento supone el reconocimiento de la fragilidad y las prescripciones con las que organizamos la realidad y nos orientamos en ella, y la necesidad de procurar y atender ritualmente los vínculos. Los lenguajes seculares jurídicos y políticos del Estado no reconocen esta dependencia, se constituyen como soberanos, autosuficientes y autónomos. Giorgio Agamben, por ejemplo, al advertir la condición fundante del derecho romano para el Estado moderno señala que, para los antiguos romanos, “sagrado” es una designación política realizada por un soberano laico, no una designación religiosa: “Sacer esto no es una fórmula de maldición religiosa que sanciona el carácter unheimlich, es decir a la vez augusto y abyecto de algo: es la formulación política originaria de la imposición del vínculo soberano” (Agamben: 111).
Es necesario excavar dos órdenes semánticos en los que opera “sagrado”. Lo sagrado alude al apéiron, al fondo indeterminado e insondable de la realidad. Lo sagrado como adjetivo, responde asimismo a dos órdenes de sentido. El sentido de primer orden de “sagrado” es topográfico: “sagrado” significa lo que está aparte, lo fuera de lo común, lo especial. Nombrar algo como “sagrado” lo sitúa en un espacio diferente, más allá de los límites de lo profano; tal nombramiento realiza un acto de habla que separa y aparta de lo demás, lo que se caracteriza como “sagrado”. En este primer orden, “sagrado” designa algo extraordinario. Denota una posición y puede efectuar un reposicionamiento. Por tanto, “sagrado” es un marcador de diferencia; marca la diferencia descriptivamente, basándose en la posición topográfica.
El sentido de segundo orden de “sagrado” añade una dimensión evaluativa a esta descripción: una vez que algo se denomina “sagrado” y se marca como diferente, un segundo movimiento le asigna una valencia basada en un juicio de valor. En este segundo orden, “sagrado” adquiere a menudo una connotación positiva, identificando algo no sólo como diferente, sino como especialmente valioso por su diferencia. El sentido de segundo orden crea así una jerarquía hermenéutica en la que “sagrado” se erige como término privilegiado frente a su homólogo inferior de menor valor, “profano” (Smith: 105).
Los romanos, nos recuerda Agamben, tenían la figura del homo sacer u hombre sagrado. El homo sacer era un hombre que había cometido un delito. No podía por tanto ser sacrificado a los dioses. Sin embargo, quien lo asesinara, no sería condenado por homicidio. El primer orden de “sagrado”, el del posicionamiento topográfico como sagrado, se debe a un juicio penal, un juicio que aparta al homo sacer y, al hacerlo, lo convierte en sacer y lo marca como fundamentalmente diferente de otros hombres. No puede ser sacrificado pero sí asesinado impunemente. Este juicio es, jurídica y éticamente, un juicio “negativo”, ya que “sagrado” no nombra aquí lo más valioso, sino lo menos valioso o lo que carece de valor. En este sentido, “sagrado” funciona en sí mismo como una negación del valor más que como una afirmación del valor. En el antiguo contexto jurídico romano al que vuelve Agamben, el soberano es quien pronuncia esta maldición o condena de la sacralidad. La ley dota al soberano del poder de decidir y declarar que alguien es sagrado. Esto lo hace a través de un acto de habla, “sacer esto”, cuyo enunciado promulga performativamente esta designación inscriptiva de sacralidad (Agamben: 111).
Con esta decisiva exclusión de lo sagrado de la esfera religiosa se produce un giro. La sacralidad resulta del “sacer esto” del soberano humano, pronunciado performativamente en una esfera política anterior a la religión y a cualquier distinción entre lo religioso y lo jurídico. Sin embargo, decir “sacer esto”, llamar sagrado a alguien, desempeña una doble función que lo excluye de dos órdenes jurídicos. Le impone, a él o a ella, una doble prohibición por la que es abandonado por la ley humana y la divina. El homo sacer no goza ni puede apelar a la protección de la ley humana que prohíbe el homicidio. Al prohibírsele el sacrificio, el homo sacer queda asimismo apartado de la ley divina que rige la economía del sacrificio. Pero esta segunda prohibición, esta excepción a la ley divina, la promulga el soberano humano desde un ámbito explícitamente político (es decir, no religioso). Que un soberano humano pueda hacer una excepción a la ley divina requiere situar al soberano humano “por encima” de lo divino, capaz de decidir sobre asuntos religiosos con autoridad y finalidad desde la esfera civil. Por lo tanto, “sacer” alude al poder soberano para designar ciertas vidas como lo que Agamben identifica como vidas que pueden ser asesinadas impunemente por cualquiera excediendo la esfera tanto de la ley como del sacrificio: “Soberana es la esfera en que se puede matar sin cometer homicidio y sin celebrar un sacrificio; y sagrada, es decir, expuesta a que se le dé muerte, pero insacrificable, es la vida que ha quedado prendida en esta esfera” (Agamben: 109).
El soberano de Agamben decide sin reconocer su fragilidad y su relación de dependencia de aquello que lo sobrepasa y excede. Para Agamben, por tanto, la vida se convierte en “sagrada” sólo a través de su exposición explícita a la muerte por un pronunciamiento soberano dentro de la esfera política. Se convierte en sagrada como resultado de un cálculo político que decide sobre el valor y el estatus de una vida al decidir que expone esa vida a la muerte. La arrogancia implícita de la soberanía radica en creer que sólo una decisión políticamente calculada (en este caso, la de un soberano humano) puede exponer la vida a la muerte, como si la vida, en su propia fragilidad, contingencia e imprevisible indeterminación, no estuviera siempre expuesta a la posibilidad de la muerte en cada momento, como si la vida no equivaliera a un modo existencial de ser como ser expuesto. Esta petrificación —“tal como ellos decretan, de piedra” (Uribe 2019: 36)— reniega de la vulnerabilidad, aleja a la vida humana del devenir que caracteriza la arriesgada contingencia de la corporeidad, como exposición inmanente a la siempre presente potencialidad de la muerte. Los lenguajes de lo sagrado parten, sin embargo, de la fragilidad constituyente que hace necesarios acuerdos y formas de organización que se velan ritualmente en la conciencia de estar forjados a la luz de lo que nos excede. Recordemos que si los dioses han sido, pueden haber sido inventados no así la matriz —lo sagrado— de donde han surgido. Antígona González, como la Antígona de Sófocles, permanece abierta a la “materia sagrada” de la vida en toda su fragilidad y debilidad. Ambas, lo hemos visto, señalan a lo que precede y es condición de posibilidad del orden de la diferencia sexual y de la ciudadanía, el pathos, la condición de sufrientes. Entre la vida y la muerte Antígona permanece enterrada viva pero no petrificada. Está encriptada, porque la ciudad, el Estado, se quiere preservar de su lamento, de su cercanía con la muerte, de sus apegos a lo singular y lo personal en lo que María Zambrano llamaba “los ínferos de la ciudad”.
¿Es posible entender ese extraño lugar entre la vida
y la muerte, ese hablar precisamente desde el límite?
: una habitante de la frontera
: ese extraño lugar
: ella está muerta pero habla
: ella no tiene lugar pero reclama uno desde el discurso
: ¿Quieres decir que va a seguir aquí sola, hablando
en voz alta, muerta, hablando a viva voz para que
todos la oigamos? (Uribe 2019: 26).
El cuerpo, el nombre
Antígona González es un texto entretejido en el lenguaje sagrado de una poética de la desapropiación que supone una crítica a la soberanía. La obra es publicada por la editorial Sur + en 2012, además, cuenta con licencia Creative Commons, lo que hace posible, por decisión de la editorial y de Sara Uribe, la libre circulación en la red del texto en formato digital PDF. Posteriormente, en 2019 la licencia permite algo más que su libre distribución: “la reproducción, redistribución, remezcla, retoque y transformación de este texto por cualquier medio, siempre y cuando no se haga con fines comerciales, todas sus obras derivadas se licencien bajo estas mismas condiciones, se respete su autoría y esta nota se mantenga” (Uribe 2019: 4). La desapropiación es un proceso de escritura que “busca enfáticamente desposeerse del dominio de lo propio” (Rivera Garza: 22).
Tanto en Antígona González como en la Antígona de Sófocles, lo sagrado no está vinculado con lo de arriba sino con lo que la segunda llama el mundo de abajo, el de los dioses subterráneos. En otro texto escrito en el lenguaje de lo sagrado se lee: “Hay un nivel inferior al abajo. Es una conciencia que no nos pertenece o, mejor dicho, por ser común no es de nadie” (Maillard: 34). El acceso a esta conciencia que no nos pertenece, que es de todos y es de nadie, requiere de una ascesis, de un despojo de la soberanía de autor. En Antígona González éste se produce a través de un movimiento de apropiación que a su vez supone la desapropiación. Efectivamente la escritura se da a partir de formas de expresión radicalmente inclusivas y explícitas en cuanto a su dependencia de textos fuente preexistentes y abiertos a la colaboración de los aportes de los lectores que se van incorporando al texto. En este sentido, la obra construye, frente a la desaparición de los cuerpos, otro cuerpo, un corpus literario abierto que constituye una forma inusitada de vinculación. Esta forma de escritura no borra, sin embargo, la singularidad: “Soy Sandra Muñoz, vivo en Tampico, Tamaulipas, y quiero saber dónde están los cuerpos que faltan. Que pare ya el extravío” (Uribe 2019: 14). Así, al poema le siguen siete páginas a espacio sencillo de notas finales autodenominadas y entradas bibliográficas que documentan sus fuentes con nombre y apellido. Leída como un enunciado metapoético, esta sección final de Antígona González subraya el compromiso de Sara Uribe de renunciar al privilegio y la autoridad del “yo” lírico autónomo, autofundante, replegado sobre sí mismo y autosuficiente. También expone el carácter, de segunda mano, de la obra; la dependencia, el diálogo y la participación continua de la poeta en las prácticas siempre colaborativas y comunitarias que conlleva el proceso de escritura.
La singularidad no se opone a lo común: “Soy Sandra Muñoz, pero también soy Sara Uribe y queremos nombrar las voces de las historias que ocurren aquí” (97). No tiene que ver con los derechos de autor o las regalías, como sucede en los lenguajes seculares jurídicos y políticos del Estado. La singularidad en la que insisten los lenguajes de lo sagrado se basa en lo común que compartimos: que nadie puede nacer por ninguno de nosotros ni nadie puede vivir la muerte que a cada uno de nosotros toca. Lo sagrado es por eso, en todos nosotros, lo común que nos singulariza en nuestro nombre, y nuestro cuerpo. Todos tenemos un nombre propio y un cuerpo y sin embargo mi nombre y mi cuerpo, que vienen de otros, me hacen ser yo. De ahí, una vez más, la prescripción ritual que rodea al nombre propio, a través del bautismo o la memoria a la que Uribe rinde homenaje en su sección final de siete páginas de referencias y a través de la atención al cuerpo de los desaparecidos y de los muertos. Antígona González emerge así como una poética de lo sagrado en la que, a través de la apropiación y desapropiación ritualizada, se construye un cuerpo, corpus literario de lectores-escritores que intervienen el texto para contar con su cuerpo: con la mano que teclea y escribe el nombre de otro, la boca que lo pronuncia, el cuerpo que nos falta, para nombrar el nombre que es el suyo, el de ese cuerpo: la singularidad de cada existencia, su misterio insondable. Lo místico no es cómo seamos, lo místico es que seamos (Wittgenstein: 131).