Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.
Jorge Luis Borges
La poesía no es solamente un adorno
que acompaña la existencia humana,
ni sólo una pasajera exaltación
ni un acaloramiento o diversión.
La poesía es el fundamento que soporta la historia.
Martin Heidegger
Poética y política de la memoria en torno al campo de concentración nazi
El presente artículo propone la exploración de dos dimensiones esenciales, constitutivas de la obra literaria de Jorge Semprún: la poética y la política de la memoria. Si bien ambos términos remiten a los textos fundacionales de Aristóteles, emplearemos el primero, poiesis o poética, en su sentido más esencial, como actividad creadora, en este caso, como recreación narrativa de la memoria.2 Esto conlleva, de manera intrínseca, una politia o política, puesto que, más que de una memoria personal, se trata de una memoria colectiva: la memoria histórica en torno al campo de concentración nazi.3 Y no sólo porque esto implique un posicionamiento discursivo, político por definición, en torno a esa vivencia, sino porque Semprún se propone, y consigue, quebrar el fósil de la verdad historiográfica, más o menos oficial, subvirtiendo el género testimonial para poder contar otra verdad: la verdad esencial, más viva, más atemporal, más ambigua y más enigmática, que la literatura transmite de la experiencia y, más aún, de la existencia.
Siendo entonces la memoria el motor fundamental o el centro de gravedad del relato sempruniano, es el esfuerzo por recuperarla, es decir, el trabajo de recrearla narrativamente,4 lo que le permite a Semprún, autor, narrador y personaje de sí mismo en casi todos sus libros, aun bajo diversos nombres, desplegar ambas instancias en torno a ella.
Ahora bien, no es que la poética y la política de la memoria existan por separado, de manera asintótica, en el relato sempruniano; muy al contrario, se remiten una a la otra, se entreveran, se funden, incluso, en una sola entidad; o para decirlo con una palabra crucial del lenguaje de Semprún: en una sola densidad narrativa. La poética es asimismo una política; la política es asimismo una poética: un quiasmo que, en la obra de Semprún, se realiza de manera más nítida que en la obra de otros escritores. Y es que su propósito, siempre explícito, no es brindar un mero testimonio (“yo no soy un testigo como Dios manda”, explica Semprún en numerosas ocasiones), sino algo bastante más riesgoso: recuperar, como el testigo que es, la memoria histórica del campo a través de su recreación literaria. Un acto tan poético como político que comulga con aquella línea de Jacques Derrida —sin duda polémica— que hemos elegido como uno de los epígrafes de este artículo: “Todo testimonio responsable compromete una experiencia poética de la lengua”. Una línea a la que nosotros le cambiaremos, con la disculpa a Derrida y con la anuencia de Semprún, la palabra “lengua” por la de “lenguaje”, pues creemos que el lenguaje, en tanto que materia prima simbólica por excelencia, es el fundamento narrativo tanto de una poética como de una política; y en este sentido, la lengua —cualquier lengua: el francés y el español, en el caso de Semprún— es algo ancilar al lenguaje, un sistema, una (id)entidad que tiene mucho que ver, sin duda, en la conformación de las dimensiones poética y política de un relato literario, pero que no es la piedra que las fundamenta. “El lenguaje son las palabras”, dice Semprún. Con ellas escribe la memoria.
Ahora bien, en esta perspectiva, ciertamente heterodoxa, del género testimonial, de lo que se trata, de algún modo, es de hacerle decir al lenguaje más de lo que dice, desgastando su univocidad, su racionalidad, su apego a la realidad inmediatemente comprensible, y promoviendo, así, su ambigüedad e incluso su equivocidad fundamentales, algo que lo acerca mucho más al inconsciente que a la conciencia. Se pretende, entonces, hacerlo contar lo inefable o, por lo menos, lo ínfimo: lo que no consta en el relato oficial de los hechos; ese relato, por fuerza deductivo, que extrae de ellos su generalidad, su sentido más prototípico, con menoscabo de sus particularidades, que señalan sentidos menos evidentes; esa versión simplificada que menosprecia los detalles en favor de “lo importante”. Se trata, así pues, de rememorar los hechos escribiéndolos —la memoria como escritura—, y, sobre la base de su realidad histórica, de lo que en realidad ocurrió, abrirlos a las posibilidades de la ficción, introduciendo en ellos el artificio, a fin de transformarlos.
Esto se consigue mediante un arduo y depurado trabajo con las palabras, mediante el empleo de una retórica personalísima, que le devuelve al lenguaje algo de su misterio esencial. Así, lejos de su función puramente comunicativa, el lenguaje es menos un medio para comunicar una experiencia que la experiencia misma, vivida por y a través del lenguaje que la recrea. Una experiencia, por lo tanto, menos épica que poética, dado que le interesa menos reproducir la realidad que la densidad de lo vivido; elevarse por sobre los hechos para contar su verdad recóndita, es decir, poética, aun en medio del horror del campo de concentración, del “Mal absoluto” que allí se vivió. Esto justifica, entonces, la elección del término “poética” y no “épica” de la memoria, para designar la naturaleza de la narrativa sempruniana —al menos la que está centrada en el campo—, la cual, como ya hemos dicho, subvierte la noción canónica del testimonio para convertir éste en una obra de ficción, en una pieza de literatura.
Asimismo, esta experiencia poética del lenguaje que intenta dar a la Historia otra escritura, menos referencial y más existencial, menos pragmática y más poética, menos documental y más artística, no puede prescindir del acto político concomitante que esa escritura implica; pues lo que está en juego es la recreación narrativa de la memoria colectiva, de un acontecimiento histórico específico, como lo es, en este caso y en este libro, el campo de concentración de Buchenwald.
Callarse es imposible
Lo que el relato de Semprún se propone, entonces, es recuperar la memoria contra todas las amnesias, a veces impuestas, pero no siempre; recrear la memoria contra esas pasiones —demasiado humanas—, que, además de amar y odiar, son ignorar y olvidar; pasiones cómodas, valga el oxímoron. Pero ignorar y olvidar ¿qué?: lo traumático, lo vergonzoso, lo incómodo, lo inmensurable, lo imposible, por bordear con algunos adjetivos neutros el agujero de lo que no tiene nombre; o que sí lo tiene: el “Mal absoluto”5 del campo de concentración, en este libro; así como, en otro, la destrucción fratricida de la guerra civil española y la tragedia de la dictadura franquista.6 Nombres, palabras, sintagmas que no llegan a recubrir, ni por mucho, la realidad que refieren.7 Y para eso, para recubrir esa realidad, la narración;8 para eso, para contarla, la memoria como escritura, ya que es necesario hablar de eso de lo que no se puede, o no se debe, hablar; de eso que está velado por el silencio, o por los discursos que lo preservan. De aquí, entonces, una de las premisas básicas de la poética y de la política de la memoria sempruniana: callarse es imposible.9
Y es que, a diferencia del recuerdo, que es ágrafo y efímero por naturaleza, la memoria es escritura, fijación, permanencia. Sólo mediante la escritura es posible recuperar, de las cenizas, recrear, a partir de un montón de espejos rotos, la memoria, único, y frágil, fundamento de lo humano.10
Un relato híbrido
Antes de proseguir con el tema central de la memoria, es necesario consignar algunas características del relato de Semprún. Se trata de un relato predominantemente autobiográfico a la vez que memorialístico-histórico; sólo en ocasiones propiamente novelesco. Está escrito casi todo en francés, salvo por dos libros, Autobiografía de Federico Sánchez (1977) y Veinte años y un día (2003), una autobiografía política y una novela, respectivamente, escritos en español porque Semprún vivió los acontecimientos que en ellos recrea —en el primero, su militancia en el PCE desde 1953 y la historia de lealtad y traición que culminó con su expulsión, en 1964; en el segundo, la guerra civil española (1936-1939) y su memoria durante el franquismo, concretamente, en 1956— en su lengua materna, jamás olvidada, o sólo en apariencia (Semprún no olvidaba nada), y recobrada, tras varios años de exilio, en el campo de concentración de Buchenwald, escuchando los diversos acentos de los deportados que portaban el triángulo invertido con la “S” de Spanier cosido en el uniforme, procedentes de todas las regiones de España. .
Por todo esto, tanto por la alternancia lingüística entre el francés y el español11 como por el entreveramiento característico de distintos subgéneros: la autobiografía política, la narración memorialística, la novela propiamente dicha, la reflexión ensayística de línea filosófica (y a veces ideológica), el relato de Semprún merece el epíteto de híbrido. Pero también, y sobre todo, lo merece por la original amalgama de testimonio y ficción, de realidad e invención, cuya piedra angular es el lenguaje: un arduo y depurado trabajo con el lenguaje —con el lenguaje y no con la lengua; esta distinción sempruniana es capital—, lo cual le permite a este escritor apátrida, o mejor dicho, a este escritor “cuya única patria es el lenguaje”, contar la verdad de lo vivido, esa clase de verdad que sólo la literatura es capaz de transmitir y que constituye el fundamento de su poética y de su política de la memoria. Una poética y una política de la memoria que, también ellas, se entreveran, se amalgaman, se hibridan, conformando, como ya hemos dicho, una sola entidad o densidad narrativa:
Los escritores son los únicos capaces de mantener vivo el recuerdo de la muerte, el recuerdo de los campos de concentración, en contra de todas las amnesias. Si los escritores no se apoderan de esa memoria, si no la hacen revivir y sobrevivir mediante su imaginación creadora, se apagará con los últimos testigos, dejará de ser un recuerdo en carne y hueso de la experiencia de la muerte (Semprún 2010).12
Y aquí, el quiasmo que proponíamos al inicio alcanza su plenitud, pues ¿no hay, en una poética que consiste en hacer revivir la memoria de los campos de concentración mediante la imaginación creadora, también, y al mismo tiempo, una política que consiste, precisamente, en escribir esa memoria?: ¿una política que se opone a todas las amnesias, incluso a la muerte misma? Y, simétricamente, ¿no hay, en una política que consiste en hacer revivir las memorias de la resistencia francesa, de la militancia comunista, de la lucha clandestina, de la guerra civil española, de la vida bajo el franquismo y de la transición democrática, también, y al mismo tiempo, una poética que consiste, precisamente, en recrear narrativamente esas memorias?: ¿una poética que subvierte las memorias oficiales y sus versiones siempre más o menos eufemísticas, descafeinadas, de los hechos históricos, convenientemente despojadas de su núcleo traumático, vergonzoso, incómodo, inmensurable, imposible?
Memorias de una vida
Hemos dicho que las memorias que Semprún, un escritor considerado hispano-francés por motivos biográficos y lingüísticos, y declarado apátrida por elección, se empeña en recuperar, a lo largo de su extensa obra, contra todas las amnesias, contra el silencio, contra las comodidades de la ignorancia y del olvido —y he aquí el carácter subversivo de su obra, tan poético como político en el sentido más profundo de ambos términos—, son, fundamentalmente, dos: la memoria del campo de concentración nazi y la memoria de la guerra civil española, recreadas, respectivamente, en dos libros cenitales: L'écriture ou la vie (1993) y Veinte años y un día (2003); y sin olvidar, por supuesto, una tercera: la memoria de su militancia comunista, recreada en Autobiografía de Federico Sánchez (1977) y anudada o intersecada a las otras dos. En este estudio nos ocuparemos únicamente de la primera de ellas.
Ahora bien, siendo estas memorias las más importantes, y las que conforman, de hecho, el núcleo de su obra, no son las únicas. En realidad, la vida de Semprún, como cualquier otra vida, está constituida por múltiples memorias, que se anudan o intersecan entre sí. La memoria del primogénito de una familia aristocrática madrileña (y sin embargo, de firmes convicciones republicanas), el niño que acompañaba a su padre los domingos al Museo del Prado, donde contemplaba los cuadros de Velázquez y Patinir.13 La memoria del adolescente, ya huérfano de madre, que se refugió en París tras el inicio de la guerra civil española. La memoria del joven de veinte años14 que abandonó sus estudios de filosofía en La Sorbonne para combatir en las filas de la resistencia francesa contra el ocupante nazi. La memoria del resistente que, ya fascinado por la clandestinidad,15 fue capturado por la Gestapo en una granja de Joigny, donde fue torturado y finalmente deportado al campo de concentración de Buchenwald, donde pasó catorce meses y tuvo la experiencia del “Mal absoluto”, o bien, de la “vivencia de la muerte”,16 pero donde descubrió, también, el sorprendente correlato de ese mal, de esa muerte: la fraternidad.17 La memoria del militante del Partido Comunista Español (PCE) que, ya como miembro del Comité Central y bajo la identidad de Federico Sánchez,18 dirigió in situ el aparato clandestino del partido contra la dictadura de Franco, llegando a ser el hombre más buscado (y esta vez, jamás capturado) por la policía del régimen; el mismo dirigente que, unos años después, fue expulsado del PCE por Dolores Ibárruri, alias Pasionaria, matriarca del comunismo español, debido a su heterodoxia doctrinaria, es decir, por querer introducir procedimientos democráticos dentro del partido. La memoria del escritor de prestigio que, ya en el proceso de transición democrática, aceptó, desde Francia, la invitación del presidente Felipe González para dirigir el Ministerio de Cultura de España, cargo que ejerció por un par de años y desde el cual hizo severas críticas a algunos ministros del Partido Socialista Obrero Español (pesoe), el partido en el poder, por ineptitud y corrupción, motivo por el que, finalmente, fue obligado a dimitir, si bien la admiración del político por el escritor, e incluso la amistad entre ambos, perduró hasta la muerte de Semprún.
Memorias múltiples —como puede observarse en este apretado itinerario— de una vida apasionante: en lo político, en lo intelectual, en lo literario, en lo vital; una vida signada por el compromiso tanto como por la heterodoxia. Y quizá sea así por haber estado inusualmente imbricada con acontecimientos históricos decisivos de la historia europea del siglo XX, y no sólo como testigo y protagonista, sino también como escritor.
Semprún y sus desdoblamientos
Es justo que Semprún afirme, entonces, sin fatuidad, que la suya es “una vida de novela”:
Ahora comprenderás —le dice [Federico Sánchez] a Leidson— por qué me es tan difícil, a pesar de que me empeñe, escribir novelas que sean novelas de verdad: por qué a cada paso, a cada página, me topo con la realidad de mi propia vida, de mi experiencia personal, de mi memoria: ¿para qué inventar cuando has tenido una vida tan novelesca, en la cual hay materia narrativa infinita? (Semprún 2003: 250-251).19
Una vida que, además —y éste no es un rasgo menor, porque es lo que enlaza su biografía y su escritura: la escritura que emana de esa biografía—, estuvo siempre aureolada de misterio. Pues, en efecto, “Jorge”, tal como dice la mujer que fue su secretaria en el Ministerio de Cultura, “era una persona muy misteriosa”, alguien que, aun en la cotidianeidad, apenas si se dejaba conocer; aunque, por haber leído sus libros, o por haber oído hablar de ellos, es decir, por “conocerlo” a través de su autobiografía, necesariamente ficticia,20 “todos lo trataban como si le conocieran desde que nació”. Y así también, “Georges”, tal como lo recuerda su parentela francesa en el ya multicitado documental (Villaluenga: 2013), “era un hombre que podía ser varias personas diferentes”, según el humor y el momento. Así pues, Jorge Semprún era un hombre extraño y refinado, tan hermético como locuaz, un importante escritor políglota y apátrida (nunca bien reconocido como español; nunca nacionalizado francés), que, por ejemplo, mantenía en secreto sus nominaciones al premio Oscar por sus guiones cinematográficos, los que escribió para La guerre est finie (1966), de Alain Resnais, y para Z (1969), de Costa-Gavras, no obstante el valor político y la calidad artística de estas películas.21
Ese rasgo de personalidad explicaría, en buena medida, su peculiar singladura política y literaria, y, muy particularmente, su pasión por la clandestinidad, la portación, a lo largo de su vida, de tantas máscaras: Federico Sánchez, Juan/Agustín Larrea,22Bustamante, Artigas, Chascarador, Gérard Sorel, Pajarito… “¿Quién es Jorge Semprún?”, se pregunta con auténtica perplejidad la voz femenina que narra el documental: ninguno de los entrevistados sabe responder, nadie en realidad lo conocía muy bien. Es como si, de algún modo: de ese modo, precisamente, ocultándose y desdoblándose: desdoblándose para ocultarse, Semprún hubiera querido preservar el núcleo o la verdad de su ser, algo que ciertamente es innombrable pero que se trasmina, sin embargo, en su lenguaje, y hubiera creado, entonces, al personaje diseñado por y para sí mismo, este sí perfectamente nombrable, múltiplemente representable. Es así como Semprún pudo construir, de sí mismo, un personaje ideal: performativo, por estar hecho de palabras, construible a modo, mediante el relato autobiográfico, tanto político como literario, o la mezcla de ambos.23 Un alter ego, en suma, que en su obra se manifiesta en dos narradores/protagonistas principales:
Por un lado, Jorge Semprún, ese personaje que es tan fácil confundir con el autor. El protagonista de L’écriture ou la vie (1993) y del resto de los libros sobre su vivencia —tangencial o directa— en el campo de concentración de Buchenwald: Le grand voyage (1963), Quel beau dimanche! (1980), Adieu, vive clarté… (1998), Le mort qu’il faut (2001) y el póstumo Exercises de survie (2012).24 El narrador hondo, sensible, demoledor, pero dueño de un Yo que se mantiene extrañamente inquebrantable,25 que cuenta, como dice él en varias ocasiones, de una manera retórica aunque ciertamente totalizadora, “la verdad del campo”; que no es, naturalmente, la verdad sino una verdad, y más aún: una versión o una posibilidad de la verdad del campo, entre muchas otras, pues el campo es inagotable, y sus narradores, diversos. Así pues, el narrador sempruniano muestra, del campo, sus penurias infinitas, casi inenarrables; pero también, sus ocultas, insospechadas bellezas. Por ejemplo, la fraternidad que surge, espontánea, necesaria, entre los deportados: única respuesta frente al “Mal absoluto”, último recurso ante el “silencio de Dios”. O bien, “la alegría indecible” al declamar poemas en voz alta, en torno a una colilla compartida de machorka,26 en las letrinas del Campo Pequeño. O bien, “la profundidad de los domingos” en Buchenwald, día en que, de algún modo, la vida tiene permiso para aflorar entre la muerte omnipresente, y, por eso, los prisioneros, escuchan, al despuntar el día, la “voz dorada” de Zarah Leander, resonando por el circuito de altavoces del campo; y más tarde, hacia el mediodía, se formarán para recibir una ración de sopa: “la sopa de fideo de los domingos”, regalo mayúsculo que perdurará en el recuerdo de muchos sobrevivientes. Y finalmente, “la felicidad insensata” que Semprún reconoce sentir en algún momento, y cuyo pasaje, solitario y paradójico, introspectivo y poético, pone el punto final a La escritura o la vida:
Unos pitidos estridentes habían interrumpido bruscamente nuestra conversación, proseguida en la penumbra del barracón de los contagiosos. Habían pasado las horas, aquellos pitidos anunciaban el toque de queda. Tenía que volver a mi bloque a toda prisa. Fuera, la noche era clara, la tormenta de nieve se había acabado. Las estrellas resplandecían en el cielo de Turingia. Caminé con paso rápido por la nieve crujiente, entre los árboles del bosquecillo que había alrededor de los barracones de la enfermería. Pese al sonido estridente de los pitidos, a lo lejos, la noche era hermosa, apacible, serena. El mundo se ofrecía a mí en el misterio radiante de una oscura claridad lunar. Tuve que detenerme para recuperar el aliento. El corazón me latía muy fuerte. Me acordaré toda mi vida de esta felicidad insensata, me dije para mis adentros. De esta belleza nocturna. Alcé la mirada. En la cresta del Ettersberg, unas llamas anaranjadas sobresalían de lo alto de la maciza chimenea del crematorio (Semprún 1995a: 239-330).27
Y por otro lado, Federico Sánchez, el ex-militante que cuenta, en Autobiografía de Federico Sánchez (1977),28 su historia de lealtad y traición dentro del PCE, su pasión por la clandestinidad, su desencanto ideológico y político del comunismo y su vergüenza por haber loado a Stalin (llegó a publicar un poema en su honor). Pero reivindicando, también, cuestiones tan preciosas como la fraternidad, ahora entre los camaradas del PCE (“eran gente estupenda, los militantes comunistas españoles en la época de Franco”).29 O bien, como la libertad30 —en el caso de Semprún, de raíz mucho más filosófica que ideológica— ejercida mediante su lucha personal contra los fascismos, ahora contra uno no menos siniestro, pero más longevo e indestructible que aquel que lo arrojó al campo de concentración. Un régimen que le trastocó la vida (como a tantos, en el mejor de los casos), empujándolo a un exilio del que sólo pudo regresar, muchos años después, de manera sorprendente y paradójica, como ministro, y cuya breve historia en el gabinete es contada por Jorge Semprún en Federico Sánchez vous salue bien (1993) / Federico Sánchez se despide de ustedes (1994). De este modo, Semprún había cumplido mucho de aquella profecía, de aquel deseo o mandato —no otra cosa que el inconsciente—31 que formulara su madre, esa madre eternamente joven en su recuerdo, que murió cuando él tenía siete años: “serás presidente del gobierno o escritor”.
La cara más verdadera de la verdad
Ahora bien, estos personajes, no importa si son de tinta o de carne y hueso (o de todo eso junto), estos seres de ficción con los que Semprún se representa a sí mismo —y es que el ser, al menos en el humano ámbito, no es tanto una cuestión de presentación como de representación—, no son, por eso, menos verdaderos; muy al contrario: más verdaderos cuanto más ficticios; pues es bien sabido (aunque no mucho entre los racionalistas más obstinados) que la ficción, lejos de ser una mentira, es, quizá, la cara más verdadera de la verdad. Incontables son los escritores, artistas y pensadores que lo han descubierto, de muy diversas maneras. “Dénle a un hombre una máscara —escribía Oscar Wilde— y dirá la verdad”. “La verdad —enseñaba Jacques Lacan— tiene estructura de ficción”. “Todo es verdad —se engreía Boris Vian— porque me lo he inventado todo”. Esta última línea, más osada e irónica que las otras dos, pero no menos cierta, es la que Semprún enarbola, en algún momento, como ideal de su propia poética: “Habría que poder decir, como Boris Vian: en este libro todo es verdad porque me lo he inventado todo. Yo también quisiera inventármelo todo” (Semprún 2003: 250-251). Pero lo cierto es que Semprún no lo inventa todo: lo entrevera: realidad e invención, testimonio y ficción. De ese entreveramiento, que es la imitación o mimesis (para no dejar de lado el término clásico de Aristóteles) de lo vivido, o más exactamente, de lo recordado, es decir, de la transposición de lo recordado al espacio-tiempo de la creación literaria, con la memoria como agente, se produce, en su escritura, la verdad que a él, Semprún, le interesa contar. Se trata, así pues, de una verdad singular que, como dice Sergio Alvano en su estudio preliminar a la Poética de Aristóteles, “surge de la misteriosa mezcla de la realidad de los hechos con la imaginación de lo que pudo haber ocurrido” (Aristóteles: 68), con lo que de alguna manera, metafórica, alegórica, mítica, ocurrió. Y esto supone la diferencia esencial entre el quehacer del poeta —o el escritor, el novelista— y el quehacer del historiador, ya señalada, desde el principio, por el filósofo griego:
La tarea propia del poeta no es relatar sucesos que en verdad hayan ocurrido, sino aquellos que podrían haber ocurrido conforme a la ley de la probabilidad o de la necesidad. En efecto, el poeta y el historiador no difieren entre sí por el hecho de componer uno en verso y otro en prosa […] La verdadera diferencia reside en que el historiador relata los hechos que han ocurrido, mientras que el poeta relata los hechos que podrían ocurrir (Aristóteles: 68).32
Y sobre esta base, Semprún escribirá:
[Sobre los campos de concentración] me imagino que habrá testimonios en abundancia… Valdrán lo que valga la mirada del testigo, su agudeza, su perspicacia… Y luego habrá documentos… Más tarde, los historiadores recogerán, recopilarán, analizarán, y harán con todo eso obras muy eruditas… Todo se dirá, constará en ellas… Todo será verdad… salvo que faltará la verdad esencial, aquella que ninguna reconstrucción histórica podrá jamás alcanzar, por perfecta y omnicomprensiva que sea. Esa verdad esencial de la experiencia que no es transmisible… O mejor dicho, que sólo lo es mediante la escritura literaria (Semprún 1995a: 141).33
Un principio de recordación
Veamos ahora lo que distingue a la poética de Semprún de la poética de Aristóteles, la cual ha sido y sigue siendo paradigmática. Aquélla toma de ésta el fundamento, y este implica, en principio, una reflexión de fondo sobre la naturaleza de la tragedia, que, en la obra de Semprún, es el “Mal absoluto” vivido en el campo de concentración, así como la destrucción fratricida de la guerra civil española, con la victoria del fascismo como resultado, y, también, en su momento, el fracaso colosal del proyecto comunista. La tragedia, aun con su contraparte lógica, la comedia, no es separable de la vida,34 pues es su esencia misma, como vieron con claridad Nietzsche, Freud y tantos otros; como lo puede ver cualquiera que quiera verlo. Y la prueba de esto es que los sucesos trágicos que jalonan la Historia, así como los que jalonan nuestra pequeña historia personal, tienden, casi inexorablemente, a repetirse;35 poco importa que cambien las modalidades y los discursos, los disfraces. Por eso, el viejo Semprún puede exclamar, con su seguridad característica y sin abandonar nunca su estilo reiterativo: “¿y quién dijo que Auschwitz ha terminado?, ¡Auschwitz no ha terminado!, ¡estamos en Auschwitz!” (Villaluenga 2013). Y es que ¿alguien dudaría del hecho de que concentrar y exterminar, mediante mil maneras (a veces tan sofisticadas que resultan imperceptibles), han sido tareas primordiales que la humanidad ha realizado contra sí misma?
Ahora bien, esa reflexión de fondo sobre la naturaleza de la tragedia implica, como ya hemos dicho, la transposición de la vivencia, o más precisamente, del recuerdo de la vivencia, a otro espacio-tiempo, que es el de la escritura; la escritura, entonces, da a la vivencia recordada una perennidad, por modesta que sea, y guarda, no siempre pero sí en algunos casos, “una relación propia con la trascendencia.36
De modo que, si ambas poéticas, la de Aristóteles y la de Semprún, convergen en estas dos acciones complementarias, reflexión y transposición de la vivencia de la tragedia, divergen, sin embargo, en un punto crucial. Mientras que la poética del griego está comandada por un principio de razón, el cual aspira a la verosimilitud y propicia, por lo tanto, la identificación del espectador con lo que mira, el reconocimiento especular de su propia tragedia, real o potencial, que desencadenaría su catarsis, la poética del hispano-francés está comandada, en cambio, por un principio de recordación, que, igualmente, aspira a la verosimilitud y propicia la identificación del lector con lo que lee. Pero la poética de Semprún no procede de la razón (si bien la razón participa, como es obvio, en la disposición del relato, en la construcción de las oraciones, etcétera), sino de algo muy distinto: la memoria.
La espiral de la memoria
Y es que la memoria tiene otra lógica, que no es la aristotélica; una lógica que, si no es la misma, es cercana, sin duda, a la lógica del inconsciente: el inconsciente, como sabemos desde Freud y con Lacan, no procede del irracionalismo, como todavía se cree vulgarmente, sino que procede de una lógica: de otra lógica.37 De ahí, entonces, la “asociación libre”38 que parece comandar la escritura de Semprún y que da la forma característica de su relato: la espiral. Ésta imita el movimiento, o, mejor dicho, el tiempo de la memoria: un recuerdo conduce a otro, y este a otro, y este a otro… para volver, en algún momento, al recuerdo inicial, el que detonó la cadena (cuya extensión es variable); o bien, para volver al tiempo “presente” (siempre pretérito, en realidad) de la narración. Y lo que detona el recuerdo, sea un recuerdo del propio narrador o de algún otro personaje, suele ser un elemento muy específico: un cuadro de Vermeer o de Patinir, un verso de Vallejo o de Baudelaire; una imagen sobrevenida de pronto, de no se sabe dónde, una palabra leída en alguna parte, una canción escuchada en la niñez…
Elijamos este último ejemplo —apenas uno entre incontables ejemplos—, una canción popular española, La paloma.39 El título de esta canción es enunciado por Semprún de la manera más aparentemente gratuita o azarosa, en el momento en que él y otro deportado, un judío húngaro llamado Albert, trasladan en peso el cuerpo de un agonizante que, adentro, en el interior del barracón, canturreaba el Kaddish,40 inerte como estaba en alguna parte en medio de los cadáveres amontonados. Semprún y su compañero lo dejan a la entrada del barracón, al sol de abril, al viento que sopla, eterno, en la colina del Ettersberg, mientras deciden qué hacer con él (sabiendo, en el fondo, que no se puede hacer nada):
—¿Has oído? —dijo Albert en un susurro. No se trataba de una pregunta, en realidad. Era imposible no oír. Oía aquella voz inhumana, aquel sollozo canturreado, aquel estertor curiosamente acompasado, aquella rapsodia del más allá. Me giré hacia el exterior: el aire tibio de abril, el cielo azul. Aspiré una bocanada de primavera. —¿Qué es? —preguntó Albert, con voz helada y queda. —La muerte —repliqué—, ¿quién si no? Albert hizo un gesto irritado. Era la muerte la que canturreaba, sin duda, en alguna parte en medio de los cadáveres amontonados. La vida de la muerte, en suma, que se hacía oír. La agonía de la muerte, su presencia radiante y fúnebremente locuaz. […] —Espérame aquí —dice Albert, perentorio—. ¡Voy corriendo al Revier a buscar una camilla! Da unos pasos, regresa hacia mí. —Te ocupas de él, ¿vale? Me parece tan idiota, tan fuera de lugar, incluso, que reacciono con violencia. —¿Y qué quieres que haga? ¿Le doy conversación? ¿Le canto una canción, La paloma, por ejemplo…? (Semprún 1995a: 41, 42 y 44).
Y ese significante, ese nombre, ese título de canción, “La paloma”, enunciado por el inconsciente, y no por la razón, es decir, traído al presente por la memoria, conduce a Semprún a un recuerdo de la Resistencia:
Eso de La paloma se me ha ocurrido así, de improviso. Pero me recuerda algo de lo que no me acuerdo. Me recuerda que debería acordarme de algo, por lo menos. Que podría recordar, buscando un poco ¿La paloma? El principio de la canción me vuelve a la memoria. Por extraño que parezca, ese principio me vuelve en alemán.
Kommt eine weisse Taube zu Dir geflogen41
Murmullo el principio de La Paloma en alemán. Ahora ya sé de qué historia podría acordarme. Puestos a ello, me acuerdo de verdad, deliberadamente (Semprún 1995a: 44-45).
Entonces, Semprún, o mejor dicho, el narrador sempruniano, recuerda, es decir, recrea deliberadamente aquella mañana de 1943 —apenas un año y medio antes del tiempo “presente” de la narración, que es 1944 o 1945, en el campo de concentración de Buchenwald, y cincuenta años después de ocurrido ese acontecimiento, pues Semprún el autor escribe L’écriture ou la vie hasta 1993— en que él y otro resistente, un francés llamado Julien, estaban en medio de un bosque en Semur-en-Auxois, a la orilla de un estanque, “en lo más profundo de la dulzura profunda de un paisaje de Francia”, estudiando el terreno para preparar una posible emboscada contra los soldados de la Wehrmacht, que solían ir al lugar para refrescarse. En ese momento vieron aparecer, en motocicleta, a un soldado alemán: joven, alto y rubio, “un alemán ideal, a fin de cuentas”, un soldado que no iba en grupo sino en solitario, y enfilaba por el sendero que bajaba hacia el espejo de agua. Al apearse del vehículo, el soldado alemán, “ostensiblemente relajado”, había quedado a una distancia óptima para ser abatido desde el escondite detrás de una roca donde ya lo apuntaban, con sendas pistolas Smith & Wesson, aquellos jóvenes resistentes. Un blanco perfecto. Y estaban a punto de disparar cuando, de repente, ese joven de ojos azules, un color de ojos que Semprún no podía ver en ese momento, pero que adivinaba (“Cuidado: estoy fabulando. No pude ver el color de sus ojos en aquel momento. Sólo más tarde, cuando ya estaba muerto. Pero tenía todo el aspecto de tener los ojos azules”), alzó la mirada al cielo y se puso a cantar:
Y entonces, el azoro, el golpe de la memoria “en pleno rostro”: la infancia madrileña de Semprún:
Tuve un sobresalto, estuve a punto de hacer ruido al golpear el cañón de la Smith & Wesson contra la roca que nos cobijaba. Julien me fulminó con la mirada.
Tal vez esa canción no le recordara nada. Tal vez ni siquiera sabía que era La Paloma. Aunque lo supiera, tal vez La paloma no le recordara nada. La infancia, las criadas que cantan en los lavaderos, las músicas de los kioscos, en los parques sombreados de los lugares de veraneo ¡La paloma! ¿Cómo no iba a sobresaltarme escuchando esa canción?
El alemán seguía cantando, con su hermosa voz rubia. Mi mano se puso a temblar. Ahora me resultaba imposible dispararle (Semprún 1995a: 46).42
Y enseguida, como una parte inseparable de la escena narrada: un contrapunto constante en el relato sempruniano, unas líneas de reflexión moral, aceptando, no obstante, el aparente absurdo del inconsciente (absurdo de cara a la racionalidad, claro está):
Como si el hecho de cantar aquella melodía de mi infancia, aquel estribillo lleno de nostalgia, hiciera que se volviera súbitamente inocente, tal vez lo fuera de todos modos, aunque jamás hubiera cantado La paloma. Tal vez aquel joven soldado no tuviera nada que reprocharse, nada salvo el haber nacido alemán en la época de Adolf Hitler. Como si se hubiera vuelto inocente de repente, de una forma totalmente distinta. Inocente no sólo de haber nacido alemán, bajo Hitler, sino también de formar parte de un ejército de ocupación, de encarnar involuntariamente la fuerza brutal del fascismo. Vuelto esencialmente inocente, pues, en la plenitud de su existencia, porque cantaba La paloma. Era absurdo, lo sabía perfectamente. Pero era incapaz de dispararle a ese joven alemán que cantaba La paloma a rostro descubierto, en la candidez de una mañana de otoño, en lo más profundo de la dulzura profunda de un paisaje de Francia. Bajé el cañón alargado de mi Smith & Wesson, pintado con minio antioxidante de color rojo vivo. Julien, que ha visto mi gesto, dobla el brazo él también. Me observa con cara de preocupación, preguntándose sin duda qué me está pasando. Me está pasando La paloma, eso es todo: la infancia española que me golpea en pleno rostro […] (Semprún 1995a: 46-47).43
Sin embargo, a pesar de hacer esta reflexión, que no se sabe si fue hecha en el momento o más tarde, es decir, en el tiempo de la vida o en el tiempo de la escritura, en la que Semprún medita sobre la condición paradójica de ese joven soldado alemán: culpable e inocente, al mismo tiempo, por ser un espécimen perfecto de lo que en otro trabajo hemos llamado un “sujeto ideológico”, a saber, un individuo sujetado a un discurso y comandado por él, en este caso, el discurso delirante del nazismo; victimario y víctima, en conjunción y no en disyunción, de esa ideología supremacista nacida del fondo de la Historia, siempre acechante bajo diferentes discursos; agente y paciente, en suma, del mal, con independencia de sus elaboraciones filosóficas anteriores o posteriores al Holocausto, sea la del “mal radical”, de Immanuel Kant,44 o la de “la banalidad del mal”, de Hannah Arendt,45 o cualquier otra elaboración de otro orden que se proponga describirlo y explicarlo… A pesar de hacer esta reflexión, por lo demás poco frecuente, porque contempla dos aspectos contradictorios del mismo asunto; porque halla la paradoja (si no el oxímoron) en lo que se presume como verdad, mostrando que ésta nunca es de una sola pieza; porque se detiene un momento para mirar al otro, al prójimo, al enemigo, en su compleja humanidad, en la responsabilidad o en la irresponsabilidad de su “libertad” (y es que, para Semprún, el Mal es un asunto de libertad, una “elección”),46 sin ceder en ningún momento a la compasión pero sí, ¡y de qué manera!, a la nostalgia… A pesar de hacer esta reflexión —y volvemos ahora al momento del relato en que el joven soldado alemán entona La paloma, en su lengua, comportándose, por un momento, como un hombre distinto al que debe ser, como un hombre sin uniforme— las detonaciones suenan en el aire limpio de la mañana, y el joven alto y rubio, impactado por la espalda, cae muerto, con los ojos azules (“eran azules”, comprobó después Semprún, al despojarlo, junto con su compañero, de la metralleta y de la motocicleta) desorbitados por la sorpresa”.
Cabe decir que esta forma característica del relato sempruniano, la espiral, que, como decíamos, imita el movimiento de la memoria, o para decirlo más afinadamente, reproduce su temporalidad, dándole asimismo una espacialidad narrativa, es heredera del relato faulkneriano. Semprún descubrió a Faulkner en la biblioteca de Buchenwald, donde leyó ¡Absalón, Absalón! en una traducción alemana. Una lectura que tuvo, para él, valor de acontecimiento. Luego, un tiempo después de haber salido del campo, de haber regresado de la muerte como un revenant, un “aparecido”, Semprún visita, en París, a su amiga Claude-Edmonde Magny, y, conversando con ella sobre la escritura (Semprún aún no escribe porque ha elegido la vida y no la escritura, es decir, porque escribir, en ese momento, significa ser habitado por la memoria de la muerte, y ésta es incompatible con el acto de vivir), le dice, a propósito de la poética de Faulkner, lo que podría decir, muchos años después, de su propia poética; si bien, curiosamente, Semprún no emplea jamás la palabra “poética”, ni para referirse a la naturaleza del relato de Faulkner ni a la del suyo. Le dice, entonces, lo siguiente:
—…Ya sabe usted lo mucho que me gusta Faulkner. Sartoris es una de las novelas que más me han marcado. Pero ¡Absalón, Absalón! lleva al extremo, de forma obsesiva, la complejidad del relato faulkneriano, siempre construido hacia atrás, hacia el pasado, en una espiral vertiginosa. La memoria es lo que cuenta, lo que gobierna la acción profusa del relato, lo que lo hace avanzar… Recuerda usted sin duda nuestras conversaciones de hace dos años… [antes de ser deportado a Buchenwald] Hemingway construye la eternidad del instante presente a través de un relato casi cinematográfico… Faulkner, por su parte, persigue interminablemente la reconstrucción aleatoria del pasado: de su densidad, de su opacidad, de su ambigüedad fundamentales…(Semprún 1995a: 182).47
Epílogo: Un narrador de Auschwitz
Por último, diremos que es justo incluir a Jorge Semprún en ese grupo de escritores que Esther Cohen, en su libro fundamental sobre el tema (Cohen: 13-19), ha llamado, de manera genérica, “los narradores de Auschwitz” (Primo Levi, Jean Améry, Imre Kertész, Charlotte Delbo, Elie Wiesel, Etty Hilesum, Robert Antelme, Ana Frank, entre muchos otros), es decir, “aquellos que han testimoniado por los excluidos, por los que han quedado fuera de la Historia, como desperdicio humano […]” (Cohen: 13-19); por los que , como dice Paul Celan en su poema sobre el Holocausto, “cavaron una fosa en los aires”;48 aquellos que, con su testimonio, han dado a estos una voz, una dignidad y una presencia.49 Narradores —y no sólo de Auschwitz, también de otros campos; y no sólo narradores, también poetas, como el mismo Celan— que han hecho de la recuperación de la memoria del campo una forma de resistencia y un ejercicio de justicia, conformando, así, un género testimonial específico; insólito, también: el que Esther Cohen define como “el de la literatura concentracionaria nazi” (Cohen: 39). Un género que admite, por cierto, formas diversas —si no opuestas, sí al menos muy contrastadas— de rendir testimonio, como las de Primo Levi y Jorge Semprún. Si el escritor italiano de origen judío narra su experiencia (y la de otros deportados) con austeridad,50 “eligiendo un lenguaje en el que el sonido de las palabras no rompe jamás el contenido; un lenguaje en el que no es necesario subrayar el horror porque el horror está ahí”,51 y no se permite, por lo tanto, inventar por la responsabilidad ética que implica el testimonio (“me parece superfluo añadir que ninguno de los datos ha sido inventado”) (Levi: 8), el escritor francés de origen español52 entiende esta responsabilidad desde otro punto de vista: sólo la ficción, es decir, la literatura, puede transmitir lo esencial de la vivencia en el campo, sólo el artificio puede hacer que la verdad de esa vivencia, que es inverosímil, resulte verosímil, y, en congruencia con este principio, narra con suntuosidad, eligiendo un lenguaje que, como ya hemos dicho, pretende menos comunicar la experiencia que recrearla en su densidad vivencial, un lenguaje lleno de sonoridad, cargado de retórica, sustento y vehículo de figuras estilísticas complejas, incluida, en su caso, la reiteración… de palabras, de frases, incluso de pasajes enteros: segundas y terceras versiones, dentro del mismo relato, de lo ya contado, que siempre es susceptible de contarse mejor.
Es por esto que, más que hacer una estética del testimonio —una estética que estaría, por principio, en conflicto con la ética—53 Semprún hace algo aún más osado y heterodoxo: una poética de la memoria a partir del testimonio.
Lo cierto es que, más allá de sus divergencias, no diremos formales porque no se trata sólo de la forma, sino también de la sustancia, tanto el testimonio de Levi como el de Semprún son manifestaciones del arte del bien contar: del bien contar el horror, el límite de la vida, el silencio de Dios. En este sentido, ambos relatos —y no sólo estos, sino todos los otros relatos que conforman este género literario— son tan heroicos como heterodoxos, tan políticamente incorrectos como moralmente necesarios: herederos todos ellos de la palabra de Antígona por cuanto rechazan los imperativos democráticos del olvido al mantener vivos a esos muertos, al preservar, en nombre de la vida, la memoria de esa muerte.