América, Barroco y Modernidad en Trilce
Escribía el poeta y crítico peruano Américo Ferrari en el cierre del capítulo dedicado a Trilce de su ensayo de 1972, El universo poético de César Vallejo, que este segundo poemario de Vallejo había sido “el fruto de una voluntad casi desesperada de desmesura” que acabaría finalmente por sentar las bases del “lenguaje libremente mesurado” (268) de su poética ulterior. Este movimiento paradojal aborda la disyuntiva entre una “vía de liberación” o un “callejón sin salida”, como titula Ferrari este capítulo donde señala que el denodado trabajo de Vallejo con la lengua llevándola hasta sus propios límites alcanza la “exasperación”, “distorsión”, “obsesión”, “inadecuación”, “perplejidad”, “incertidumbre”, “disonancia”, etc., por nombrar algunos de los términos a los que apela Ferrari para dar cuenta de este libro desmesurado, epítome de la poesía vanguardista en América Latina, cuya publicación hace ya un siglo marcó su precursora condición de poética del futuro (Monteleone 1989). Esto explica la incomprensión y desconcierto de la crítica de su tiempo, así como la vigencia de su exigente carácter apabullante, en tanto plantea al lector, al que no hace concesiones, una entrega absoluta, tal cual se desprende de las palabras del propio poeta en su difundida carta a Antenor Orrego (publicada parcialmente por el propio Orrego y por José Carlos Mariátegui)1 a propósito del “vacío” en el que cayó Trilce frente a la “estupidez circundante”, y su concomitante compromiso de “darse en la forma más libre” posible en procura de alcanzar un “estremecimiento” que Vallejo (2002: 46) declaraba haber obtenido solamente de los jóvenes.
Este procurado estremecimiento, que Vallejo ya había comenzado a buscar en Los heraldos negros, su ópera prima de 1918 donde consignaba el chirrido de sus versos en un poema anticipatorio de Trilce como “Espergesia”, es el estremecimiento de la lengua que la Poética de Trilce persigue a costa del peligro siempre inminente del abismo, de ese precipicio constituido por el silencio en tanto desmesura de la experiencia (Ferrari: 252). Esta misma desmesura posee algunos de los rasgos que distinguieron al movimiento Barroco conectando así la poética vanguardista de este libro de 1922 con ese movimiento eminentemente americano, como aventuraba Pedro Henríquez Ureña en su ensayo de 1949Las corrientes literarias de la América hispánica, con la sugerente hipótesis de que el pasaje del Renacimiento al Barroco en el arte europeo era efecto de la intervención del orden americano en la Historia de Occidente, situación que el intelectual dominicano vislumbraba a partir de la novedosa presencia en la pintura de Rubens (Fig. 1) de la figura de un guacamayo en el cuadro de 1628 “Adán y Eva en el Paraíso”, donde a la representación mítica de la pareja edénica el pintor flamenco suma la colorida figura de esta ave americana, un detalle que Henríquez Ureña lee como el momento preciso en que el arte del Renacimiento se transforma en el Barroco, y así “el símbolo de ese cambio trascendental en la historia del arte es un pájaro de las fantásticas selvas de la América tropical” (1980: 70).
Este pasaje trascendental para el arte y la cultura europeas en su entrada a la modernidad es leído, a su vez, por críticos como el argentino Noé Jitrik en tanto pasaje situado incluso en un estadio previo o más abarcativo al sostener que son, precisamente, los pigmentos que introdujeron las materias primas americanas en Europa a partir del siglo XVI los que “fueron ampliando los recursos pictóricos en circulación y modificaron las miradas que los evaluaban para llegar, eventualmente, a esa plenitud de formas que se conoce como pintura renacentista” (380). Hipótesis que explica que el esplendor del siglo de oro español no surgió, exclusivamente, de las minas, utopías y tragedias americanas, como bien había advertido ya en 1948 José Lezama Lima al reclamar la compartida paternidad hispanoamericana de ese “Barroco nuestro [...] fundado con una materia, plata o sueño que dio América, y con la forma deformada, entraña y forma de las entrañas, y aliento sobre la forma y rotas o diseñadas tripas taurinas, destripaterrones, cejijunteces, sangrientas guardarropías” (en Chiampi: 21-22), sino que este dorado esplendor del barroco español surgió también, señala Jitrik, de otras materias primas igual de trascendentales como el añil, el pau brasil, el palo de Campeche, el achiote, etc.
La importancia, entonces, de la relación entre la colonización americana y la modernidad europea, en la cual señalaba Ángel Rama “el vasto Imperio fue el campo de experimentación de la forma cultural [barroca]” (24), se encuentra anclada en el vínculo inmanente del Barroco con la historia americana en tanto signo de nuestra “otra modernidad” (Chiampi: 24). Esto introduce no sólo un evidente gesto descolonial fundado en el análisis comparatístico horizontal que procura salvar las asimetrías inmanentes de la relación colonial entre conquistadores y conquistados, sino que también sirve para explicar, afirmaba el antropólogo cubano Fernando Ortiz ([1940] 1963), la multidireccionalidad de los procesos de contacto cultural en su transformación (transculturación la llama Ortiz) de todos los agentes que intervienen en estos procesos. Porque así como la diáspora esclavista, el fenómeno más desgarrador y decisivo en el proceso de colonización y transculturación de América, fue la que influyó decisivamente con su proceso de acumulación originaria de capital en la conformación del sistema-mundo capitalista moderno y, por tanto, en la teorización de este mismo proceso en el pensamiento de Marx plasmado en El Capital (Grüner 2010), fue también una deriva colonial como la revolución de los esclavos negros haitianos en 1791, primera y trágica revolución americana, la que influyó decisivamente, a su vez, en el pensamiento de otro filósofo central para la Modernidad occidental como Hegel en su teorización sobre la dialéctica entre el amo y el esclavo, tal cual lo demuestra en su estudio Hegel y Haití (2005) Susana Buck-Morss. Pero es, además, en la propia lucha revolucionaria de los negros cimarrones haitianos, un movimiento que se pensó tradicionalmente influido por la revolución francesa ocurrida dos años antes, donde se encuentra, en verdad, el origen de la revolución de 1789 y no viceversa, en tanto y en cuanto, y así lo demuestra el poeta y pensador martiniqueño Aimé Césaire en su ensayo de la década de los años sesenta sobre el líder revolucionario haitiano Toussaint Louverture. La Revolución francesa y el problema colonial, fueron las materias primas que el comercio transatlántico colonial francés extraía y vendía desde Haití y el resto de la cuenca caribeña, las que financiaron, precisamente, el capital con el que los girondinos llevaron adelante su moderna revolución en Francia.
Por tanto, la primacía, temporal y cualitativa, del orden material en las influencias recíprocas entre la colonización americana y la modernidad europea que evidencia el comercio e introducción de estas materias primas americanas en la cultura de Occidente, explica cómo el orden temporal, es decir histórico, se superpone al orden material, es decir económico, por ejemplo, en el mencionado caso de la trata de esclavos y el sistema de las plantaciones caribeñas que hicieron posibles la revolución francesa y su institucionalización en el orden simbólico e imaginario de la modernidad occidental. Esta compleja dinámica desarrollada entre América y Occidente es la que instaura aquello que Eduardo Grüner denomina nuestra “modernidad fracturada” (50), un proceso en cuyas violentas fracturas se establecen las “historicidades diferenciales” (23) que permiten vislumbrar el rol determinante que cumplió América en el desarrollo de la modernidad occidental.
Se trata, en definitiva, de ese reverso que se ha denominado el “lado oscuro” de la modernidad, pero esta oscuridad signada por la hegemonía imperialista de occidente sobre sus colonias también produjo claroscuros que iluminaron períodos esplendorosos del arte europeo, lo cual constituye, por ejemplo, el centro de la hipótesis postulada por Noé Jitrik en su formulación de la influencia decisiva de las materias primas americanas en la renovación de la paleta cromática del arte europeo moderno, tal cual se observa, por ejemplo, en la primacía visual que adquieren las figuras americanas (y sus colores) en los cuadros de Rubens, así como en el cuadro titulado “Eolo” (Fig. 2), atribuido a Rubens o a un seguidor de su escuela y compuesto a inicios del siglo XVII, donde nuevamente, como veíamos en “Adán y Eva en el Paraíso”, es la figura y muy especialmente el color de la figura del guacamayo, lo que prima a primera vista en la composición novedosa de la obra.
Este vínculo entre las materias primas americanas y el tránsito transatlántico hacia la modernidad ha sido profusamente estudiado por intelectuales americanos de la talla de Fernando Ortiz en su ensayo de 1940, Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, donde a partir de su propuesta
neológica de la “transculturación” explica los complejos e incesantes procesos de transformación cultural acontecidos en el contacto entre ambos mundos durante la Historia de América, especialmente aquellos relativos al uso de sustancias psicoactivas como el tabaco y el azúcar, cuyo consumo en tanto práctica cultural difundida en Occidente desde el siglo XVI en conjunto con otras pharmaka (Herlinghaus 2013) traccionaron e impulsaron en su comercio transatlántico la emergencia, desarrollo y mundialización de la modernidad occidental. La relación, por tanto, entre la expansión imperial de Occidente y el proceso de modernización que impuso la mundialización hegemónica de la ratio eurocéntrica a escala global, constituye los dos lados de una misma moneda que exhibe al proceso de colonización americana como el “lado oscuro” de la modernidad europea, aquello que se desprende de las teorizaciones descoloniales del pionero antropólogo argentino Rodolfo Kusch ([1953] 2007) a propósito de la dicotomía civilización-barbarie como modelo colonial epistémico, o la del peruano Aníbal Quijano (1992) respecto a la “colonialidad del poder”, sólo por citar algunos ejemplos sobresalientes de los estudios latinoamericanos de las relaciones entre la conquista y la modernidad.
Pero para volver, tras este excurso histórico al punto de este trabajo, que es la relación entre el Barroco y la poética vanguardista de Trilce, y apropiándonos de la convicción que señalaba Irlemar Chiampi en el inicio de su ensayo Barroco y modernidad, de que cualquier “debate sobre la modernidad y su crisis en América Latina que no incluya al Barroco resulta imparcial e incompleto” (9), mi propósito es señalar que esta imbricación americana del Barroco de la que hemos venido hablando y que nos permite ya en este punto entender que lo que se conoce como “Barroco de Indias” o “Barroco americano” no es un epifenómeno de un movimiento europeo sino su reverso, es decir, su complemento insoslayable. Del mismo modo debemos partir de la comprensión que las vanguardias latinoamericanas no fueron meras réplicas de las vanguardias históricas europeas, sino formaciones que con sus “demasías de imitación y demasías de originalidad”, tal cual señala Alfredo Bosi (20), desarrollaron un particular proceso de enraizamiento. Planteamos, consiguientemente, que hay en esta obra cumbre de la poesía vanguardista latinoamericana que es Trilce una marcada impronta barroca, pero entendiendo la misma no meramente en tanto cuestión estilística, como la distingue, por ejemplo, Enrique Ballón Aguirre (1985) al identificar en la poética vallejiana una suerte de “barroco industrial”, en virtud de que el estilo de Trilce trabaja, al igual que el Barroco español, infatigablemente con la lengua poética en tanto “extrañeza” frente a la norma, aunque siempre reconociendo que lo hace de un modo en extremo sui generis que conduce a Ballón Aguirre a definir el barroquismo de la lengua vallejiana como un “culteranismo por neologismo”, atento a la conjunción excepcional en Vallejo de arcaísmos de veta barroca junto con neologismos y tecnicismos que toma de los discursos modernos de la ciencia, la técnica, etc. De esto se desprende la etiqueta de “barroco industrial” que Ballón Aguirre propone para sintetizar el estilo complejo de Trilce; mientras que otros críticos como Roberto Paoli (1988) identifican este barroquismo del estilo vallejiano con el conceptismo del siglo de oro antes que con el culteranismo, en virtud de su retórica fundada en un sistema de correspondencias.
Pero me interesan más otras lecturas del barroquismo de César Vallejo, lecturas que no se concentran solamente en el estilo de la lengua, punto sobre el cual además la crítica literaria reciente ya ha avanzado a partir de la singular relación entre las vanguardias latinoamericanas y su recuperación del barroco en un movimiento experimentalista que, a la par de ese “culteranismo por neologismo” del que hablaba Ballón Aguirre, busca en el acervo del pasado y la tradición elementos susceptibles de renovar la lengua poética latinoamericana (cf. Chiampi 2000, Olcoz 2001 y Cevallos 2012). Me refiero a lecturas críticas que atienden a eso que el propio Vallejo llamó una “sensibilidad nueva” en su texto crítico de 1926, “Poesía nueva”, donde a propósito de la aparente novedad propugnada por las vanguardias el poeta afirmaba que “los materiales artísticos que ofrece la vida moderna, han de ser asimilados por el espíritu y convertidos en sensibilidad” (Pucinelli: 141). Es, precisamente, una forma particular de “sensibilidad barroca” la que me interesa analizar en este poemario de 1922 que marcó un hito en la historia de la poesía latinoamericana, partiendo además de la constatación de esa relación intrínseca que hemos visto se establece entre la Modernidad occidental, la colonización americana y la expresión barroca, la medida en que Trilce consigna un tipo de experiencia moderna que, en palabras de Pablo Guevara, pertenecen a
un autor del siglo XX que vivió entre contradicciones aparentemente insuperables con las contradicciones que también vivieron Cervantes y Quevedo, Lope y Calderón y tantos más cuando el barroco español del s. XVI-XVII: la hiperinflación económica, las ciudades atestadas de migrantes y de pícaros, los trasiegos interminables de valores y el no saber a veces quién es quién en medio de las marejadas sociales, etc. (citado por Carmona 2020).
De ahí entonces el valor hermenéutico que le asignamos a estas lecturas, como la que realiza también Enrique Fofanni en su ensayo, Vallejo y el dinero. Formas de la subjetividad en la poesía (2018), donde, por ejemplo, a partir del análisis de la función que cumple el guano en Trilce, Foffani hace funcionar alrededor de esta materia prima poética el tópico barroco del auri sacra fames para articular una lectura atenta de la relación entre la vanguardia de Vallejo y la economía política del Perú, en una exégesis que demuestra por medio del análisis de la tríada freudiana de la “mierda/don/dinero” cómo funciona el guano en Trilce como valor capital tanto en el orden simbólico, como así también en el orden económico y lingüístico. El análisis de Foffani del poema de apertura de Trilce, por ejemplo, destaca la importancia del barroco en la poética vallejiana, en tanto la inclusión del guano evidenciaría el trabajo barroco de la economía poética de Vallejo en su uso del excremento, un excedente que atenta contra la economía política peruana desplazada desde el oro y la plata de la colonia al guano y el salitre de la modernidad capitalista, lo que consigna, a su vez, el “pacto neocolonial” descrito por Tulio Halperín Donghi en su Historia contemporánea de América Latina (1998).
Me interesa, entonces, retomar como punto de partida de mi lectura estas exégesis del Barroco en Trilce porque las mismas no trabajan solamente con esa “sensibilidad barroca” que ya señalamos trasciende el plano estilístico, sin por ello soslayar ni desestimar la infinidad de recursos y procedimientos formales que Vallejo desarrolla en relación con la estética barroca, por ejemplo, el análisis de las estructuras compositivas por acumulamiento que Foffani articula en su análisis del poema liminar de Trilce con la acumulación capitalista que desplaza la cadena de significantes del excremento, a través del guano y el oro, hasta llegar al dinero y su función social en la Modernidad, en un abordaje que, al mismo tiempo que integra los niveles simbólicos, lingüísticos y económicos subyacentes a la poética vallejiana, apela a una metodología analítica capaz de dar cuenta de la estructura reticular que signa la complejidad de un libro como Trilce, y que le brinda así al lector herramientas para construir sentido(s) a partir de las redes, vínculos, e isotopías que teje el sistema poético trílcico en toda su complejidad. Precisamente el valor metodológico de esta praxis hermenéutica es el que consideramos imprescindible no sólo para leer e interpretar poemas herméticos como “Trilce I”, sino también, y especialmente, para poder ahondar en la sensibilidad barroca que atraviesa este libro paradigmático. Y no se trata, meramente, de que Vallejo restituya para la poesía latinoamericana el valor de la lengua poética barroca hispanoamericana, ni de que consigne índices intertextuales de dicha tradición en su propia obra (lo cual ya había sido señalado por Antenor Orrego (1958) a propósito de la influencia del siglo de oro español en sus primeros escritos), todo lo cual se aprecia en el trabajo denodado del poeta peruano con las posibilidades infinitas de la lengua castellana y en su tributo explícito a figuras tutelares de esta tradición, por ejemplo, en su “Homenaje a los voluntarios de la República” de España aparta de mí este cáliz [1939], donde las “cosas de españoles” resultan propias en tanto parten de un linaje que reconoce en Quevedo a “ese abuelo instantáneo de los dinamiteros” (1992: 451), verso que entraña en su riqueza expresiva tanto el barroquismo explosivo de esta lengua heredada capaz de dinamitar los cimientos de la modernidad, así como también la fuente histórica que vibra en la homofonía con los nietos “mineros” del español que desde América fundaron con sus materias primas el esplendor áureo de las letras peninsulares (Foffani: 78).
Pero no se trata tan sólo de esta prosapia poética explicitada por Vallejo, sino que se trata, además, del modo en que el Barroco en tanto sensibilidad inscripta históricamente en la cultura latinoamericana se hace presente en la poética vallejiana, especialmente en su instrumentalidad como dispositivo eficaz para expresar crítica y punzantemente la condición trágica de la experiencia moderna, es decir, y retomando las palabras del propio poeta, se trata de comprender el modo en que los materiales de su tiempo se asimilan en su espíritu y habilitan a la palabra poética para dar cuenta de la Modernidad a través de una sensibilidad barroca capaz de revelar el destino sagrado y maldito que se inscribe en el tópico del auri sacra fames (cuya demoníaca ambivalencia etimológica parte del sacer latino analizado por Giorgio Agamben 1998), un motivo que ya desde el siglo XVII inauguró las primeras críticas barrocas a la modernización en ciernes (Schwartz Lerner 1992).
Mi propuesta entonces consiste en esbozar una lectura de poemas como “Trilce I” en pliegue con otros poemas igual de herméticos del libro, por ejemplo “Trilce XXV”, otro poema “trílcico”, tal cual llama Américo Ferrari (1972) a estos poemas cuya dificultad hermenéutica sobresale por encima del resto, avanzando así en una lectura conjunta que dé cuenta de esa sensibilidad barroca inmanente a la crítica vallejiana de la Modernidad, y de su proximidad a la definición que diera el poeta cubano José Lezama Lima en su ensayo “La expresión americana” (1957) del Barroco como un “arte de la contraconquista”, un arte en el que se plasme esa “imposible victoria donde todos los vencidos pudieran mantener las exigencias de su orgullo y su despilfarro” (83), inscribiendo así la obra de Vallejo en este barroquismo sui generis de las letras latinoamericanas fundado no sólo en la “recuperación (y recreación) de las formas barrocas” sino en un “contenido americano [...] una consciencia americanista, reivindicatoria de su identidad cultural” (Chiampi: 21), como define la crítica brasileña Irlemar Chiampi a la tercera y última recuperación barroca de la historia literaria latinoamericana presente, según Chiampi, en la obra de Lezama Lima en los años cincuenta y de Alejo Carpentier en los sesenta, pero que, según intentamos demostrar aquí, se encuentra ya presente en la poética vanguardista vallejiana de los años veinte, más allá (mucho más allá) del mero experimentalismo formal.2 La lectura del barroco de Trilce que proponemos, por tanto, postula una respuesta posible a la pregunta lanzada por Guillermo de Torre en el cierre de su conferencia de 1959 sobre la obra de Vallejo y las supuestas “modernas” influencias contemporáneas de su poética que gran parte de la crítica del momento le atribuía, y que de acuerdo al crítico español soslayaban profundamente tanto su “americanismo raigal” como “su barroquismo subconsciente”:
¿Acaso no podían más en el cholo Vallejo tales fuerzas, tal corriente hereditaria que las asimilaciones e influjos posteriores? Puestos, pues, a buscar su genealogía, yo rastrearía, en primer término, los glóbulos barrocos que fluían en su sangre. Más cerca, en lo hondo, que de cualquier totem moderno europeo está de sus compatriotas, la incógnita Amarilis y el Lunarejo; más próximo, siempre, a pesar del alejamiento físico, del Cuzco que del Montparnasse. Distinguir ahora la gradación exacta de tal barroquismo y sus alcances o ecos en la poesía vallejiana, rebasaría los límites de este ensayo. Quede, no obstante, apuntada como una incitación, para nuevos estudios, la posible fértil pista que se abre en tal dirección (58).
“Trilce I”: de la mierda y del oro como tensiones barrocas de la modernidad
El poema de apertura de Trilce es, ya señalamos, uno de los más herméticos de todo el poemario. La complejidad del poema es proporcional a la diversidad de interpretaciones que la crítica le ha asignado, y su importancia como apertura de la serie compuesta por el poemario en su integridad es determinante para comprender la proliferación de recursos y sentidos desplegados por Vallejo en esta obra maestra de la poesía de vanguardia. Entre las interpretaciones más difundidas de los máximos exégetas de Vallejo se encuentra, por ejemplo, la de quien fuera su amigo, el poeta Juan Espejo Asturrizaga (1989) quien, desde una hermenéutica biograficista sustentada generalmente en experiencias compartidas, sostiene que Trilce I es uno de los poemas de la cárcel del libro, un poema donde Vallejo expresaría la opresiva experiencia del tiempo carcelario en sus rutinas escatológicas. Otra lectura más reciente del poema anclada en biografemas esenciales de la trayectoria vital de Vallejo es la del poeta peruano Pablo Guevara (2002), quien a diferencia de Espejo no lee en el poema una referencia a la experiencia carcelaria sino a la experiencia de la llegada de Vallejo a Lima en diciembre de 1917 en un barco cuya entrada al puerto del Callao sería el tema sobre el que gira el pleonasmo marítimo que el poema pone en escena, junto con la expresión poética de la abrumadora incertidumbre que este arribo a la metrópoli limeña significó para Vallejo. André Coyné (1958), por su parte, sostiene que la experiencia de la defecación tematizada en el poema trasciende la experiencia biográfica y se traspone a términos cósmicos en la humanidad universal de esta misma experiencia somática; mientras que otros críticos como Jean Franco (1976) leen en este poema liminar la expresión de las contradicciones entre la marcha de la vida de la especie y el intento individual de dar sentido a la vida misma, lectura que enfatiza el plano simbólico del poema por sobre otros, al igual que la exégesis de Keith McDuffie, quien lee en el poema “el planteamiento de una nueva dimensión existencial más allá de la existencia actual y la proyección del poeta hacia ese plano ideal” (203). Otras lecturas como la de Uruguay González Poggi (1962) parten de la interpretación de la “bulla” del primer verso en tanto apelación al ruido producido por las vanguardias respecto a la tradición literaria, introduciendo así una exégesis metapoética que será retomada luego por el chileno Eduardo Neale-Silva (1970a), quien interpreta el pleonasmo marino del poema como un escenario surrealista donde la figura del “alcatraz” haría referencia, Baudelaire mediante, a la figura del crítico literario incapaz de comprender la novedad poética introducida por la lengua de Trilce y cuya incomprensión se traduciría en los excrementos con que sus fútiles lecturas cubren los poemas (las “islas” en este caso), marcando así la dimensión metapoética que permea la mayoría de las exégesis sobre “Trilce I” y atendiendo a su posición inaugural, la que le asignaría al poema un valor declarativo en tanto suerte de Ars Poética. Esto lleva a Neale-Silva, por ejemplo, a interpretar el poema como una protesta anticipada ante la mala o nula recepción crítica de la obra. George Wing (1969), por otro lado, al rebatir la interpretación de Neale-Silva afirma, contrariamente, que “Trilce I” es un poema que apela a la comicidad escatológica para abordar el sentimiento de orfandad y desarraigo que marca la experiencia individual del sujeto poético trílcico; mientras que Donald Shaw (1979) al integrar ambas lecturas propone que el poema combina una parodia sobre la configuración del sujeto poético en el acto de defecar, junto con la dimensión metapoética que introducen las figuras de los críticos (alcatraz) con su bulla inconducente frente al testimonio del poeta (islas). Por último, no queremos dejar de consignar la lectura realizada por Ricardo González Vigil en su ensayo de 2009, Claves para leer a César Vallejo, donde a las interpretaciones escatológicas, simbólicas y metapoéticas, el crítico peruano agrega la lectura de la dimensión religiosa que se hallaría presente en la referencia de la penúltima estrofa a las “seis de la tarde”, la cual, señala González Vigil, corresponde en el Perú a la “hora del Ángelus”, el horario del rezo que anuncia al Arcángel Gabriel “plasmándose el misterio cristiano de la Encarnación por el cual Dios se hizo real y verdaderamente hombre, dignificando así la naturaleza humana” (171), en tanto credo central de la cosmovisión crística vallejiana.
Sin pretender abogar por alguna de estas líneas interpretativas por sobre otras, y partiendo de la base de que la riqueza y complejidad de la poética vallejiana consiste en gran medida en su plurisemia, nos interesa retomar la lectura realizada por Enrique Foffani de este poema liminar de Trilce en relación con el guano como materia prima de la economía política y con la recuperación vallejiana del tópico del auri sacra fames, para señalar que el verso de Virgilio recuperado en la literatura moral y satírica del siglo de oro español en tanto motivo de la funesta ambición desplegada por la incipiente modernidad del siglo XVII en su hambre de riqueza, será incorporado en Trilce a partir de su reverso americano, lo que expone cómo la maldición dineraria de la Modernidad occidental moldeada a través de la conquista fue retomada por el discurso americano (la poesía vanguardista de Trilce en este caso) en tanto “arte de la contraconquista”, como señalaba Lezama Lima, o de la “contramodernidad” si lo pensamos en los terminos de un dispositivo poético eficaz para testimoniar la trágica desmesura de la experiencia moderna.
Hay una imagen elocuente que resulta ilustrativa de este reverso americano que se sobreimprime al “hambre áurea” que marcó la conquista y colonización del continente, y es la del grabado de Theodor de Bry fechado en 1594 y conocido por el título “Los indios vierten oro líquido en la boca de un español” (Fig. 3) que el grabador belga incluyó en su imagen.
El hambre de oro se vuelve paradójicamente en esta imagen una trampa que transforma la ambición europea en tortura americana, pero también se vuelve un reverso del “hambre áurea” europea que los nativos americanos transforman aquí en algo más, tal cual se observa en el detalle superior del grabado que exhibe en un espacio de mayor profundidad respecto a la imagen principal una escena antropofágica que recupera un tópico paradigmático del imaginario americano como es el del canibalismo, cuya prolífica historia conceptual se encuentra directamente arraigada a la Historia del continente (Jauregui 2008). Así, del hambre de oro barroca que mueve la expansión moderna a través del comercio transatlántico, pasamos a la antropofagia americana que desplaza la ambición dineraria hacia una asimilación cultual y ritual de la otredad occidental, cuya expoliación de las riquezas americanas retorna ahora a sus entrañas través de la ingesta de los cuerpos de los conquistadores, para finalmente llegar al último eslabón de esta cadena somática que correspondería a la fase excremental, en la que el oro extraído, comido, digerido y excretado será entonces transformado en Trilce en un nuevo tipo de valor tensado por la antítesis del oro devenido mierda y la mierda que vale oro.
La defecación aparece así tematizada en “Trilce I” a partir de la cadena léxica que configuran términos como “guano”, “calabrina”, “hialoidea” o “mantillo líquido”, y se articula en el poema con términos como “tesórea” y “aquilatará”, los cuales incluyen morfológicamente el sentido aurífero y se pliegan al mismo a partir del valor superlativo del “guano” en tanto capital fiduciario determinante de la economía peruana hasta bien entrado el siglo XX. Este pliegue entre la mierda y el oro se produce a través no sólo de la tensión barroca presente en la maldita sacralidad del “hambre de oro”, sino también a partir del concepto freudiano de “sublimación del erotismo anal” que vincula el amor al dinero con la defecación, en tanto elementos de la fase anal del desarrollo de la psiquis humana en la cual el infante procura retener sus heces: una materia que le es propia, y que por tanto posee un valor privativo como parte de su propio ser, que en la medida en que no logra ser retenido y comienza a desprenderse de sí en una abyecta relación erótica, pasa así a ser desplazado hacia otras materias simbólicas como el dinero en tanto objeto de deseo. Esta valoración inconsciente que el aparato psíquico del hombre establece con sus excrementos a partir de su dimensión somática, y con anterioridad a su simbolización escatológica negativa en tanto excedencia, es sumamente importante porque pone de relieve el valor somático de los excrementos, lo cual en el sistema poético vallejiano resultará central en relación con la serie de sentido de lo animal, que es otro de los campos semánticos que introduce el guano en el poema liminar de Trilce.
La serie áurea de “Trilce I” no sólo apela entonces a la recuperación de tópicos barrocos en su crítica a la modernidad capitalista, o a la dimensión somático-simbólica que vibra en la conceptualización freudiana de la tríada entre mierda/don/dinero, sino que, a su vez, aúna todas estas series de sentido alrededor de un trabajo profuso con la lengua, que además de operar en el plano lexical con los términos que ya hemos mencionado, introduce ya en el primer verso un trabajo etimológico que hace vibrar desde el inicio esta sensibilidad barroca. La pregunta cuasi asertiva que abre Trilce, y que ya señalamos la crítica identificó, o bien con las corrientes literarias del período (González Poggi), o con el discurso de la crítica (Neale-Silva, Shaw), o con el ruido bullicioso de las aves guaneras de la costa peruana (Guevara, González Vigil), trabaja además en su histórica materialidad filológica con la integración de las series de sentido desplegadas por el poema en su articulación de lo animal, lo somático, lo escatológico y lo económico-político, si tenemos en mente que en la etimología del término “bulla” del primer verso se encuentra tanto la raíz indoeuropea beu, de la que surgen palabras como bauch (vientre en alemán) y bucca (boca en latín), desprendimientos posteriores que trazan el pasaje desde el cuerpo hacia el campo de lo dinerario, por ejemplo, en el término bulla del latín medieval que designa al “sello” como documento de autoridad, y del cual surgirá la palabra “bula” en las lenguas romances con el sentido de documento de autoridad pontificia, que en el francés bulle (tanto en su sentido de “burbuja” proveniente del latín “bucca” como mejilla hinchada, y así también en su sentido de “bula” como sello pontificio) derivará luego en el término moderno bullete (sello) y desde el siglo XVI en billet (billete), dando cuenta de esta imbricación histórica sedimentada en la lengua de la relación entre el cuerpo y el dinero que Foffani leía en “Trilce I” a partir de la tríada freudiana que aúna mierda/don/dinero.
Los versos iniciales de Trilce introducen, por tanto, ya desde el plano lexical y filológico esta constelación amplia de sentidos desplegados por el poema, y así entonces la pregunta-queja enunciada por el sujeto poético en la primera estrofa apunta no sólo a la compleja relación hermenéutica entre la palabra de la crítica y la creación poética, sino también a la sedimentación histórica que arrastra la lengua en sus avatares modernos, una experiencia cuyo dificultoso testamento (ese “testar las islas que van quedando”) se traduce tanto en las numerosas referencias corporales que el sujeto poético desperdiga a lo largo de su enunciado (la boca presente tanto en la “bulla” inicial como en la referencia final “abozaleada”, la “testa”, la “calabrina” del hedor cadavérico, o la “espalda”), como también en las referencias dinerarias atadas a este devenir de la experiencia moderna (“aquilatada” en el “guano” y en su condición “tesórea”).
La operación poética de Vallejo en “Trilce I”, consecuentemente, desarrolla por vías diferentes una resistencia político-cultural análoga a la ejercida, por ejemplo, en la narrativa de José María Arguedas en su cuento “El sueño del pongo” (1965), en cuyo final la subversión del orden moderno de dominación sobre el mundo indígena, encarnado en el cuento por el pongo (el indio de menor rango en la servidumbre señorial de las haciendas serranas), se ejerce a través del plano onírico-enunciativo al narrar en boca del indio un sueño donde dominadores y dominados invierten sus roles de poder a partir de una abyecta relación somática que implica lamer mierda y miel (cuyo color ambarino y valor dentro de la cosmovisión andina pueden remitir al oro) el uno del otro recíprocamente; mientras que en la poética de Vallejo la transmutación de estas relaciones de dominación opera de forma “alquímica” (Foffani: 308-09) en relación con la transmutación poética de raíz mallarmeana de materiales como el guano, que funciona en el nivel de la economía política peruana como el capital sobre el que se asienta el pasaje de la expoliación mineral del imperio colonial (España) devenida en explotación industrial del imperio moderno (Inglaterra); y, a su vez, en el nivel de la economía poética como modelo de producción acumulativa; pero también, a mi juicio, este proceso “alquímico” que Vallejo desarrolla en “Trilce I” opera sobre esa sensibilidad barroca que hemos llamado un arte de la contraconquista y la contramodernidad, en el que, señalaba Lezama Lima, los vencidos de la historia despliegan un despilfarro que subvierte la dominación económica al procurar desarmar el andamiaje moderno sobre el que se sostiene el poder del dinero en tanto valor de cambio, transmutando así la mierda en oro, y el oro de la mierda en un valor de uso poético.
Este valor de uso de la poesía en Trilce no surge solamente del hecho de que, como señala Hans Magnus Enzensberger (2003), la poesía sea un producto cultural que no tiene valor comercial, sino también del hecho de que en Trilce la palabra poética se revela una materia capaz de transmutar la historia americana que las Crónicas de Indias forjaron en tanto espacio textual de ficcionalización dineraria, donde los conquistadores traducían los minerales americanos en dinero (Foffani: 301), y que ahora en Trilce, por ejemplo en “Trilce XXV”, se reescribe “desde las islas guaneras hasta las islas guaneras” como un nuevo valor de uso capaz de transformar los restos de la tragedia de la Historia (los “escarzos a la intemperie de pobre fe”) en el tiempo “del rodeo para los planos futuros”.
“Trilce XXV”: la reescritura de la Historia americana
“Trilce XXV” pertenece también junto al poema liminar al conjunto de poemas herméticos de Trilce que han suscitado en virtud de su complejidad interpretaciones diversas. Señalamos a modo de muestra algunas lecturas del poema que van desde su “incomprensibilidad” (Yurkievich 1975) y su carácter “caótico” (Larrea 1962), pasando por la tematización de la oposición espacial entre la costa y la sierra peruanas (Coyné 1959), hasta la interpretación del poema como indagación poética sobre el indio (Neale-Silva 1970b).
Coincidimos con Eduardo Neale-Silva respecto a la presencia en el poema de la cuestión del indio, pero no en tanto “presencia fantasmal y no real” (1970b: 107), como señala el crítico chileno, sino que la presencia de la cultura amerindia en el poema lejos de sustraerse a su lugar en la historia continental la recrea a través de una constelación de sentidos que aúnan la serie de lo histórico con la de lo animal, específicamente con las referencias equinas que dan cuenta del rol determinante del caballo, y metonímicamente los caballeros (contrapuestos históricamente a la “gente de a pie” y en el poema a los “numeradores a pie”) que dirigieron (junto a sus “alfiles”, los hombres de la iglesia) la campaña militar de Conquista americana: el verbo “alfar”, los “testuces”, la homofonía caudillesca de los “cadillos” del cuarto verso; el “rebufar”; los verbos neológicos “apealarse” y “ennazalarse” que incorporan el primero el “peal” con que se enlaza al animal o bien una paronomasia del verbo “apearse” presente también en “Trilce LVIII” (“apeome del caballo jadeante”), y el segundo un neologismo como metátesis de “enlazar” o bien como construcción paronomásica del verbo aparecido ya en “Trilce I” “abozalear”; los “lomos” y “petrales” de la penúltima estrofa; y el “tiempo del rodeo”, articulan este pleonasmo equino a lo largo del poema.
A su vez, la experiencia histórica de la conquista se inscribe en el poema a través de la llegada de esas “caravelas” (la alteración de la grafía b/v presente en el libro en poemas como “Trilce IX”, por ejemplo, tiene además un correlato etimológico en el posible origen galaico-portugués del término naval castellano) que en trance todavía de “americanizarse” aún permanecen deshiladas y sin aire (“socaire” como la ausencia presente de lo inminente), pero ya presagian el encuentro seminal de la Historia americana: esa “juntura” que “adhiere” el mundo occidental de las carabelas al mundo amerindio de “las escarapelas de siete colores” (la whipala), juntura que hilvana así las deshiladas naves al hilo de la cultura andina presente no sólo en la trama de la insignia inca sino también en las referencias a la altura serrana (los “carámbanos” y el atributo “bajo cero” con que se adjetiva a esta “escarapela de siete colores”).
Así el encuentro histórico cuyo sino trágico para el mundo indígena queda asentado en los versos que expresan la “lástima infinita” de los “carámbanos” andinos; las “estevas en espasmo de infortunio” y su “pulso párvulo mal habituado”; los “mustios petrales” y la “intemperie de pobre fe”, reescribe las Crónicas de Indias presentes en el neologismo del vigesimotercer verso que nombra esa “innanima grifalda” que “relata sólo fallidas callandas cruzadas”, es decir, la historia de este encuentro narrada en sus antiguas tipografías del siglo XVI (“grifa” y “aldina” como aventura Mónica Bernabé 1997) que decían sin alma al indio creyéndolo un ser incompleto a medio camino entre lo animal y lo humano, y al que se despojaba no sólo de alma sino también de voz en la Historia de estas “cruzadas” modernas, “fallidas”, por tanto, en sus “callares”, es decir en sus silencios y borramientos (“borradores” es la última palabra del poema), pero en cuyos restos (aquellos “escarzos”) perdura, sin embargo, el “sobrelecho de los numeradores a pie”, el sedimento histórico y material (la piedra aquí como materia central de la cosmovisión andina) que el discurso poético rescata desde el silencio para restituirlo como el reverso oculto de la Historia, sobreponiéndose de este modo a aquella “bulla” inicial del poema liminar de Trilce que no dejaba dar testimonio “hasta en las puertas falsas y en los borradores”.
Para finalizar quiero señalar, retomando una definición de Irlemar Chiampi sobre la americanidad de Lezama Lima, en cuya obra señala la crítica brasileña, que “lo barroco opera como contracatequesis que perfila la política subterránea y la experiencia conflictiva y dolorosa de los mestizos transculturadores del coloniato” (24), que es, quizá de forma más intensa que en ningún otro lado, en la política subterránea de un libro como Trilce donde subyace esta misma sensibilidad barroca en tanto arte americano de la contraconquista, un dispositivo poético a través del cual César Vallejo logró expresar de forma estremecedora, no sólo el rol determinante de lo americano sino el lado oculto de la modernidad occidental, así como también las contradicciones, tribulaciones y claroscuros que entraña esta misma experiencia moderna en su desmesura, al tiempo que nos ofreció una “vía de salida” (parafraseando la disyuntiva planteada por Américo Ferrari en el inicio de este trabajo) por medio de esa libertad profundamente humana que el poeta peruano procuró alcanzar en el pulso vital de su poesía.