Por ser la memoria de todos los archivos de mi vida.
A María Guadalupe Vázquez,mi agüelois
Introducción
Las nuevas órdenes regulares masculinas de la Reforma, objeto de este texto, son aquellas que nacieron a la luz del impulso reformista católico en el siglo XVI. Aunque como todo instituto religioso,1 buscaron servir a Dios siguiendo una regla, viviendo en comunidad y profesando los votos sustanciales de castidad, pobreza y obediencia, estas órdenes intentaron dar respuesta a las necesidades del momento: las pretensiones de centralización y disciplinamiento de las monarquías, las guerras y los cuestionamientos espirituales a la iglesia católica.
Dentro de los movimientos que buscaron responder a tales procesos, destacan los que impulsaban una renovación al interior de la iglesia católica, aunque teniendo desenlaces variados. Mientras algunos siguieron trabajando de manera local, ciertos se diluyeron, otros se sofocaron, unos más decantaron en correcciones al interior de la iglesia católica -muchos de los cuales cristalizaron en el Concilio de Trento- y otros, declarados como heréticos, llevaron al rompimiento de la Iglesia universal y hasta se convirtieron en nuevas iglesias como la luterana y la calvinista.2 Aquí abordaré sólo los que lograron constituirse como institutos religiosos masculinos en el siglo XVI.
A pesar de la innovación que representaron estas nuevas órdenes de la Reforma, así como de la influyente presencia que tuvieron en los albores de la modernidad, son pocos los trabajos que las han analizado en conjunto. Por lo general se ha estudiado sólo un modelo (mendicantes, hospitalarias o clérigos regulares), centrando la atención en las consideradas como más exitosas (jesuita y capuchinos, haciendo un guiño a teatinos, somascos y barnabitas). Los estudios también han incluido o mezclado otros movimientos que no alcanzaron plena independencia, o a congregaciones de votos simples y, más notoriamente, no se han considerado las que surgieron fuera del espacio europeo (Donnelly, 2000, pp. 283-307; DeMolen, 1994; Black, 2004, pp. 54-61; Ranke, 1943, pp. 85-89; Bayle, 1944, pp. 517-558; Po-Chia, 2010, pp. 45-54; Barrero y Martínez, 2008).
Después de una revisión de los numerosos trabajos que han tratado sobre esas órdenes y de aproximarme a documentación de archivo, consideré necesario hacer un texto que definiera con mayor claridad cuántas y cuáles habían sido éstas. Puntualizo su pertenencia a la Reforma pues, por un lado, esto las distingue de las llamadas “nuevas órdenes” que se asentaron en el virreinato novohispano después de las tres primeras evangelizadoras (Ramírez, 2014, pp. 1015-1075) y, por otro lado, porque el concepto de Reforma -así, con mayúscula- permite aludir a un proceso amplio y complejo que engloba una serie de movimientos de distinta duración, así como a grupos diversos con diferentes perspectivas y aspiraciones. Estos, encontrándose, generaron una profunda transformación político-religiosa en la sociedad europea en el siglo XVI -con sus implicaciones extra continentales- y, como parte de ella, el resquebrajamiento ecuménico del catolicismo (Batallion, 1950, p. 545; Jedin, Iserloh y Glazik, 1967, pp. 26-38; Alberigo y Camaiani, 1997, pp. 38-69; Lehmann, 2000, pp. 57-59).
Así pues, este texto aborda de manera grupal los trece movimientos de la Reforma que lograron formalizarse como órdenes religiosas masculinas en el siglo XVI: nueve de clérigos regulares, dos mendicantes y dos hospitalarias. En tanto que el objetivo es ofrecer una mirada general, un punto de partida para la reflexión, no pretendo agotar la presentación de estos institutos reglares, sobre todo porque en el siglo XVII surgieron o lograron plena independencia otros institutos más como parte del mismo proceso reformista.3 Además, tampoco es necesario particularizarlas, pues actualmente contamos con estudios puntuales para cada una de ellas.4
En las siguientes páginas expondré el nacimiento de las órdenes regulares masculinas de la Reforma en lo general, puntualizaré cuáles eran y cuál fue su carisma, para luego atender su vinculación con las monarquías, ejemplificando tal asociación a partir de las que tuvieron su origen en territorios de la corona hispana. Al respecto de esto último, cabe señalar que, aunque la historiografía actual en torno a la Monarquía Católica apela a no pensarla a partir de las “historias nacionales”5 para atender la circulación de objetos, personas e ideas, Gruzinski (2010) ha dejado de lado las manifestaciones de la espiritualidad renovada del siglo XVI en sus territorios ultramarinos; de hecho, los estudios al respecto no han considerado a las órdenes regulares que se gestaron en los espacios católicos no europeos.
Surgimiento
Desde el siglo XIV, los institutos religiosos habían estado marcados por una creciente decadencia en la que se sentía viva la necesidad de un serio reajuste disciplinar y, sobre todo, de una profunda renovación de la vida espiritual.6 Así, los impulsos para reformarlos habían ido cobrando cada vez más fuerza hacia finales de la Edad Media. De hecho, tales pretensiones se adscribieron al gran proceso de Reforma que llevó a la escisión del catolicismo y, con ello, a que las iglesias reforzaran su carácter proselitista y militante en el que los institutos reglares tendrían un papel fundamental.
En ese contexto de reforma, la Iglesia católica buscó fortalecerse como corporación, se preocupó por definir el dogma, restaurar la primacía de la jerarquía eclesiástica, destacar la relevancia de los sacramentos, condenar la heterodoxia y reformar las costumbres, tanto de sus miembros como en la totalidad de la comunidad católica. Era fundamental disciplinar a los fieles y al clero a partir de códigos y disposiciones. Esto fue lo que quedó vertido en el Concilio de Trento (1545-1563) en el que Jedin (1980), entre otras cosas, se puntualizó la reforma de los regulares en 22 capítulos7 después de un largo recorrido de iniciativas generadas al interior de los institutos.8
Por su parte, desde el siglo XV -y en especial a partir de las guerras de religión del siglo XVI-, las diversas coronas europeas se fueron planteando la necesidad de lograr mayor control social, eliminar los privilegios locales, reconfigurar la disciplina social,9 evitar el crecimiento de aparatos administrativos sin su dirección lo que, en conjunto, llevó a una mayor centralización del poder (Mayer, 2010, pp. 11-12). En este contexto, las monarquías abrazaron la religión predominante en sus dominios e hicieron de su defensa un vehículo para lograr un mayor control y la unidad de sus posesiones. Después de todo, la religión fue uno de los pocos aspectos que podían compartir los territorios tan dispares que se agrupaban bajo la cabeza de un mismo rey. Así, las monarquías buscaron intervenir en la configuración de las iglesias “confesionales” y, con ellas, en la disciplina eclesiástica.10
Particularmente, los reyes aprovecharon la tendencia reformista para sujetar a las órdenes regulares en favor de su búsqueda por una mayor centralización. Y es que tales institutos gozaban de gran autonomía respecto del gobierno temporal, así como de un importante poder político y social por sus lazos supraterritoriales, su cercanía con el papado y los privilegios que éste solía concederles. Por esto último es por lo que el Concilio de Trento no bastaba a los monarcas pues, a partir de él, el Papa seguiría comandando el actuar de tales corporaciones.
Así, en sus territorios, las diversas coronas aceptaron la reforma de los institutos y la inserción de nuevos sólo cuando fueron dirigidos por ellas. Restablecer la observancia, es decir, que las órdenes cumplieran sus reglas primigenias, no significó, como veremos en el ejemplo de la Monarquía Hispana, el respeto a su línea jerárquica, sino la creación de figuras que permitieran a los monarcas tener una mayor intervención (Borromeo, 1998, pp. 185-196; Martínez Millán, 1994; Cortés, 2005, pp. 109-130).
En tanto que el gobierno temporal incidió en diversos movimientos reformistas, no resulta extraño que algunos fueran perseguidos, otros sofocados, unos más apoyados y, de hecho, algunos, institucionalizados. Esto es especialmente evidente en el caso de los grupos surgidos al interior de las órdenes donde, mientras ciertos miembros (los observantes) impulsaban el cumplimiento de sus reglas sin ser paliadas, otros (los conventuales) rechazaban cualquier modificación a la vida que llevaban en ese momento (García Oro, 1971, p. 18; García Oro, 1979).
Ante los problemas internos que enfrentaban, se concedió que los observantes formaran vicariatos como unidades en pleno ejercicio de su potestad, pero delegada por el general de la Orden. La pretensión era que, una vez reformada la totalidad del instituto, dichas subdivisiones desaparecieran para crear de nuevo una unidad. Este proceso pocas veces ocurrió. Por lo general se dieron actos de violencia entre ambos grupos, lo que llevó, en algunos casos, a que las observancias buscaran su plena independencia conformando un nuevo instituto siempre bajo el cobijo de la nobleza gobernante.
Entonces, las nuevas corporaciones encontraron un terreno fértil para conformarse, pues respondieron a las necesidades de la época, definida por la confrontación y los cuestionamientos espirituales. De hecho, estos regulares se entregaron al trabajo apostólico entre las comunidades caracterizadas por la ignorancia, la disgregación, la guerra, la enfermedad, la herejía o la infidelidad; asistieron a católicos “de frontera” que eran aquellos que se encontraban en zonas donde no estaba establecida la jerarquía eclesiástica de la cristiandad; a católicos perseguidos, desunidos, cismáticos, herejes y también a los que había que convertir, como paganos o infieles (Fortes, 1997, pp. 15-16).
Características
A lo largo de la segunda mitad del siglo XVI, surgieron 13 nuevos institutos religiosos, incluyendo uno que nació en América: los hipólitos.11 Las órdenes religiosas agrupan diferentes modelos de vida: mendicantes, hospitalarias, de clérigos regulares, monásticas, de redención de cautivos y militares. De entre tal diversidad, las órdenes de la Reforma se configuraron a partir de los tres primeros géneros:12 nueve se conformaron a partir de un modelo de vida clerical, dos tomaron el de vida mendicante y las otras dos el hospitalario. Presento las características de cada uno de los tres géneros que se hicieron presentes en el proceso de Reforma. Paralelamente, aunque no se constituyeron como institutos plenamente independientes -por lo que no serán tratados en este trabajo-, se reformaron muchos de los ya existentes. En conjunto, la vitalidad y los llamamientos de reforma católica, a la vez de la renovación espiritual y las necesidades prácticas del momento, generaron un sinnúmero de congregaciones.13
Órdenes desprendidas de mendicantes ya existentes
Los institutos religiosos mendicantes tenían como fin último la difusión de “la palabra de Dios” mediante la predicación. La mayoría de las familias mendicantes basaron sus estatutos en la regla de San Agustín; ello se percibe en el seno de sus preceptos como lo es el cultivo de la interioridad -oración y contemplación- y el servicio a la comunidad a la que pertenecen (Martínez Ruiz, 2004, p. 139). Así, se constituyeron como un puente entre el estado clerical y el monástico; de hecho, eran institutos de vida mixta, lo que significaba que debían buscar un equilibrio entre la contemplación y la prédica, aunque no siempre lo lograron, deslizándose unas hacia el activismo y otras hacia el repliegue (Martínez Ruiz, 2004, pp. 240-241).
En principio, las órdenes mendicantes renunciaban a sus propiedades, por lo que pedían limosna para sobrevivir. Paralelo a ello, desde que se habían asentado en las urbes medievales, aceptaron ligarse a un edificio y, con ello, organizaron sus actividades a partir de la vida claustral mediante los horarios de la oración en comunidad: el coro. Así, de las mendicantes ya existentes se desprendieron grupos que pugnaron por volver a la vida trazada por su fundador sin tener privilegios especiales o haber paliado la regla mediante concesiones pontificias (García y Portela, 1998a, 2000, 2001a, 2001b, 2002; Fernández-Gallardo, 1999; Taylor, 1993; Martínez de Vega, 2000; Nieto, 1993). Este fue el caso de los capuchinos y de los carmelitas descalzos que, desprendidos de la Orden de San Francisco y de la del Carmen, respectivamente, se configuraron como institutos plenamente independientes (Ramírez Méndez, 2015, pp. 70-79). Algunas otras, como los trinitarios, mercedarios o agustinos, todos descalzos, consiguieron su plena independencia posterior al siglo XVI.
Lo cierto es que, en conjunto, las órdenes no escaparon a su tiempo, pues aunque fueron muchos los que buscaron el regreso a los modelos antiguos, a una espiritualidad que creían perdida, sólo pudieron configurarse como órdenes independientes los grupos que paulatinamente empataron sus postulados reformistas con los designios tridentinos y los monárquicos. Así lo terminarían haciendo la Orden de hermanos menores capuchinos o de vida eremítica, que inició sus actividades en 1525, en la región italiana de Marcas, Ancona (Cargnonio, 1988, pp. 48-50; Gleason, 1994, pp. 31-35), y la Orden del Carmen Descalzo, surgida en Ávila en 1568 (Fernández de Mendiola, 2008, pp. 17-18). Pero, en el fondo, fueron corporaciones muy distintas.
Las capuchinas se preocuparon por la predicación, por obras de caridad, de auxilio a los afectados por la peste y por la creación de espacios como la bottega di Cristo (tienda de Cristo), donde vendían comida a precios bajos o el Monte di Pietà, para prestar sin cobrar intereses (Po-Chia, 2010, p. 49). Por su parte, los carmelitas acentuaron la contemplación. Además, tuvieron un proceso particular en tanto que el cambio vino desde los conventos femeninos, impulsado por Teresa de Jesús, si bien ya había iniciativa por parte del general de la orden. Ambas propuestas se unieron y pronto recibieron apoyo de la Corona Hispana para concretar la reforma y, después, darle plena independencia a la orden y tenerla bajo su dirección (Smet, 1990; Steggink, 1965). Aunque con carismas distintos, los dos institutos se desprendieron de unos medievales. Ambos surgieron en la búsqueda de una vida más austera por lo que siguieron los preceptos mendicantes, aunque de manera mucho más estricta.
Órdenes Hospitalarias
Así como los mendicantes, los institutos religiosos de tipo hospitalario habían surgido desde la Edad Media. En el siglo XVI, ante una población acosada por la guerra, las epidemias, la hambruna y la miseria, se dio un renovado impulso para su creación. En principio, cabe recordar que el hospital era una casa donde se recibía a necesitados, que podían ser pobres, peregrinos, ancianos, huérfanos o enfermos. Se trataba de auxiliarlos como parte del concepto de caridad cristiana y, más allá de sanar al enfermo de su padecimiento, se buscaba cuidarlo física y espiritualmente y, de ser el caso, ayudarlo a bien morir (López Terrada, 1996, pp. 192-204).
Los hospitales no siempre tuvieron su origen en el seno de la Iglesia, muchas veces fueron fundaciones de seglares imbuidos en el ideario de la caridad y preocupados por comenzar esta labor. Algunas de estas iniciativas se convirtieron en órdenes religiosas al dárseles una regla y confiriéndoles los tres votos sustanciales, al que añadían un cuarto de hospitalidad. Este fue el caso de las órdenes hospitalarias de la Reforma como la Orden hospitalaria de San Juan de Dios (Castro, 1995; Martínez Gil, 2006, pp. 69-100), llamados juaninos y configurados en Granada, y de los Hermanos de la caridad de San Hipólito, los hipólitos, que nacieron en México (Díaz de Arce, 1651; Martínez Torres, 2019).
Las dos órdenes hospitalarias que surgieron en el siglo XVI, lo hicieron en espacios que se incorporaron al imperio hispano como parte de sus guerras de conquista y su expansión: Granada, arrebatada a los musulmanes (1492), y México, a los mexicas (1521). Mediaba prácticamente medio siglo entre tales eventos y el nacimiento de los juaninos (1537) y los hipólitos (1567). Ya para entonces, el sentido de caridad cristiana estaba implantado en cada una de tales sociedades y, con ello, el impulso de ayudar a menesterosos y enfermos.
Los juaninos, de hecho, se impusieron un cuarto voto de ayuda a los enfermos y el principio de rechazo a la exclusión, lo que podríamos calificar como uno de sus principios básicos. Innovaron en muchos sentidos, hasta en la hora de pedir limosna, pues contrario a la común luz del día, este grupo lo hacía de noche. Su universo no era la docta discusión ni la meditación, sino el cuerpo, la atención física de los enfermos. Buscaban los momentos de mayor vulnerabilidad humana para entonces prestar su ayuda (Alberro, 2005, pp. 45-53).
Los hipólitos, por su parte, aunque con especial acento en los locos, también fueron fundamentales para consolidar el tránsito entre los puertos y el centro de la Nueva España: Veracruz-Perote-ciudad de México (la entrada y salida a Europa por el Atlántico) y la ruta ciudad de México-Oaxtepec-Acapulco (la ruta a Asia). Viajeros y mercancías pasaban por sus hospitales o eran trasladados por sus mulas.14 Así, aunque parte del mundo católico y por tanto bajo su influjo de ideales caritativos, respondía a las necesidades del espacio en el que surgían.
Órdenes de clérigos regulares
Las órdenes clericales se conformaron por sacerdotes15 que eran a la vez religiosos, por lo que, aunque eran institutos de vida mixta, estaban muy cerca de la vida activa.16 Al seguir una regla, compartieron elementos con las órdenes mendicantes, como recitar el oficio divino, practicar la penitencia y seguir los usos conventuales. No obstante, el coro y la clausura los subordinaron a la labor que tuvieran que desempeñar; a cambio de ello, enfatizaban la oración mental y la lectura espiritual para contrarrestar las tentaciones mundanas en las que se desenvolvían (Iparraguirre, 1969, p. 183).
No pedían limosna y sus servicios eran gratuitos, por lo que solían tener propiedades que pertenecían a la comunidad, además de las ayudas de los fieles. No tenían un hábito riguroso o particular; en todo caso usaban una sotana similar a la de un clérigo secular. De hecho, más que presentarse como miembros de una comunidad religiosa en específico, les interesaba ser vistos como clérigos respetables. Así, trabajaban en alcanzar una conducta personal intachable, acompañada de formación intelectual y espiritual, gran actividad sacramental y vocación en favor de los pobres y marginados (Fois, 1989, p. 418).
En conjunto, los institutos reglares de este tipo buscaban hacer entrar a los eclesiásticos en un estado de perfección, a partir del cual ayudaran en el cuidado del alma de la población; es decir, realizaban apostolado17 en amplio sentido mediante las buenas acciones, la prédica, la administración de sacramentos, la evangelización, la cura de almas, la instrucción, y/o la asistencia de enfermos, ancianos, huérfanos, etcétera. Solían poner el acento en alguna de esas actividades, lo cual constituía su carisma y, en ocasiones, un cuarto voto (Castillo, 2008, pp. 191-193; DeMolen, 1994, p. XI).
Estos institutos fueron, pues, una respuesta directa a la decadencia intelectual y moral del clero, caracterizada por la carencia de vocación sacerdotal y de celo pastoral, por la búsqueda de prelaturas y no por la misión pastoral en la comunidad cristiana. Esto explica el peso que estos clérigos regulares dieron a la instrucción, a la búsqueda de ser un testimonio de vida evangélica y a la renuncia a dignidades eclesiásticas; al cultivo de la oración interior y a la promoción de la práctica regular de los sacramentos, como la confesión y la eucaristía (Fois, 1989, p. 418).
Las órdenes de clérigos regulares que nacieron en el siglo XVI fueron los siguientes: en 1524 surgió, en Roma, la Orden de Clérigos Regulares; sus miembros fueron conocidos como teatinos, tenían una tendencia ascética y su primer superior fue el después papa Paulo IV (Jorgensen, 1994, pp. 1-29; Del Valle, 1842, pp. 145-148). También en Roma, se conformaron los Clérigos regulares ministros de los enfermos o Camilios (Cicatelli, 1653); se desempeñaron sobre todo en el cuidado de enfermos en hospitales, a la vez de ayudar a bien morir. Los Clérigos Regulares del Buen Jesús tuvieron su origen en Rávena; su acento estuvo en la administración de sacramentos y en la predicación (Del Valle, 1842, p. 62; Tiron, 1848). Nacieron en Milán los Clérigos Regulares de San Pablo, comúnmente conocidos como barnabitas (DeMolen, 1994, pp. 67-79). La Compañía de siervos pobres o somascos se conformó en 1534 en Venecia, y tuvo especial interés en la atención de huérfanos y pobres (Bianchini, 1975, p. 977; Lewis, 1996, p. 121; Donnelly, 2000, p. 167).
En Lucca se constituyeron dos institutos más, los cuales se dedicaron a la enseñanza: la orden de Clérigos Regulares de la Madre de Dios (Iparraguirre, 1969, pp. 187-188; Donnelly, 2000, p. 168) y los Clérigos Regulares pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, mejor conocidos como escolapios (Donnelly, 2000, pp. 169-179). Enfocados también en la instrucción y en la atención espiritual, fueron los Clérigos Regulares Menores, conocidos como caracciolos (Donnelly, 2000, p. 169), los cuales surgieron en Nápoles en 1588. Aunque bajo la sujeción de distintas monarquías, todas esas órdenes se conformaron en la península itálica; de hecho, aún el primer desarrollo de la Compañía de Jesús se dio en ese entorno (O’Malley, 1993; Egido, 2004), aunque tuvo sus inicios con unas prédicas de su fundador vasco en Alcalá, seguidas de la conformación del grupo en París (Po-Chia, 2010, pp. 45-46).
Aunque estas órdenes se constituyeron como una novedad en el siglo XVI, cabe señalar que varios de los institutos de clérigos regulares se desprendieron del impulso de oratorios previamente creados y que, desde el siglo XV, reunía a clérigos y seglares, hombres y mujeres buscando una renovación espiritual de la Iglesia (Terpstra, 2001, pp. 163-182; Fois, 1989, pp. 411-417). Así, los teatinos y somascos se conformaron a partir de la Congregación del Divino Amor (fundada en 1497), que se dedicó principalmente a la oración y atención de los enfermos, establecida primero en Génova y luego también en Roma, Venecia y Nápoles (Fois, 1989, p. 411-412).18 Los barnabitas se iniciaron a partir del Oratorio de la Sabiduría Eterna de Milán (González, 1999, pp. 99-101; Fois, 1989, pp. 410-411). La Compañía de Jesús, por su parte, se vio influenciada por estas hermandades (Meneghin, 1969, p. 519); no obstante, el propio proceso de Reforma dividió claramente la labor de unos y otros, llevando a los clérigos a agruparse e institucionalizarse.19
Así, estas órdenes se convirtieron en un puente entre el medioevo y el movimiento moderno; fueron la semilla de muchos de los procesos de la reforma de la iglesia católica en el siglo XVI (Rusconi, 1986, pp. 469-506). Florecieron entre las minorías o entre comunidades que enfrentaban situaciones críticas, pues conjuntamente buscaban soluciones materiales y espirituales. De hecho, como lo ha apuntado otro tipo de estudios, las hermandades ayudaron a diversas comunidades a resistir los cambios religiosos y sociales; en muchos sentidos, fueron vehículos de resistencia y hasta conllevaron procesos de aculturación (Wojciechowska, 2019, pp. 65-87). Muestra de ello es el proceso evangelizador novohispano (MacLeod, 2019, pp. 280-306; Dierksmeier, 2020), aún pendiente de conectar con la Reforma y la creación de nuevos institutos.20
La siguiente tabla evidencia algunos elementos que vale la pena destacar. [Ver cuadro I]. Las nuevas órdenes de la Reforma surgieron principalmente en la península itálica (Lewis, 2001, pp. 280-296). Además de hacerlo en Roma, tales institutos se originaron en las ciudades del norte italiano, una región devastada por las guerras -con los enfermos, pobreza y hambre que generaba- entre los Valois y los Habsburgo durante la primera mitad del siglo XVI por reclamos dinásticos, a los que se sumaban las aspiraciones del papado por defender sus territorios y recuperar su influencia en la península.21
Orden | Modelo de vida | Surgimiento | Lugar de origen | |
---|---|---|---|---|
1 | Teatinos | Clérigos regulares | 1524 | Roma |
2 | Capuchinos | Mendicantes | 1525 | Marcas |
3 | Clérigos regulares del Buen Jesús | Clérigos regulares | 1526 | Rávena |
4 | Barnabitas | Clérigos regulares | 1530 | Milán |
5 | Somascos | Clérigos regulares | 1534 | Venecia |
6 | Jesuitas | Clérigos regulares | 1534 | París |
7 | Juaninos | Hospitalarios | 1537 | Granada |
8 | Hipólitos | Hospitalarios | 1567 | México |
9 | Carmelitas descalzos | Mendicantes | 1568 | Ávila |
10 | Clérigos regulares de la Madre de Dios | Clérigos regulares | 1574 | Lucca |
11 | Camilos | Clérigos regulares | 1582 | Roma |
12 | Caracciolos | Clérigos regulares | 1588 | Nápoles |
13 | Escolapios | Clérigos regulares | 1597 | Lucca |
Fuente: elaboración propia con base en Donnelly, 2000, pp. 283-307; Martínez Ruiz, 2004; Castro, 1995; DeMolen, 1994; Tiron, 1848; Del Valle, 1842; Castro y Barbeito, 1792; Díaz de Arce, 1651.
Casi la mitad de los nuevos institutos florecieron en la Monarquía Hispana, pero no sólo en la península Ibérica. Cabe recordar que bajo la cabeza de Carlos V estaban los reinos de Nápoles, Sicilia y Cerdeña; el Milanesado se integró a la muerte del duque Francisco de Sforza,23 la república Genovesa estaba a su servicio; los Medici de Florencia, los Gonzaga de Mantua y otros señores locales se reconocían dependientes del Imperio; Siena era un gobierno republicano, pero tenía una guarnición española y un gobernador imperial, mientras que Lucca24 era, a su vez, un feudo imperial.25
De manera general, sólo la república de Venecia y los Estados pontificios no estaban ligados de alguna forma a la autoridad del monarca español. Por su parte, Saboya, en tanto que era el acceso a Italia desde Francia, fue disputado y constantemente sometido por los Valois. La península itálica tenía una posición estratégica tanto por tierra, en el centro de Europa, como por mar, hacia el Mediterráneo. Además, era la barrera que separaba al mundo católico del musulmán, que extendía su dominio en Europa oriental -incluida la península de los Balcanes hasta Hungría-, el litoral asiático -Persia- y africano -Trípoli, Argel y Túnez-. A la vez de este escenario centroeuropeo, la corona hispana intentaba consolidar su dominio en plena expansión en Asia y en América. Igualmente, enfrentaba el reto de lograr una mayor cohesión en la península ibérica. Así, sujetar a los institutos regulares se convirtió en una prioridad.
Las nuevas órdenes regulares masculinas de la Reforma en la Monarquía Católica
La Monarquía Católica fue una entidad politerritorial, con escasa cohesión y abundante pluralidad interna (cultural, institucional, jurisdiccional, etcétera). Especialmente desde el siglo XVI, promovió una mayor cohesión y uniformidad que le permitiera tener un gobierno eficaz, un aumento de sus ingresos y una mayor movilidad de sus recursos para los gastos bélicos. Al respecto, la religión fue una de las herramientas que utilizó como elemento de unión y en sus pretensiones de centralización del poder.26
Así, la empresa imperial hispana no se entiende sin la iglesia católica. Por un lado, su organización y sus múltiples corporaciones permitieron generar lazos y ayudar a estructurar la vida de los variados habitantes en los amplios espacios; por el otro, el proceso de unificación y expansión del imperio, en lo general, resultaría inexplicable sin la actividad misionera heredera de la Cruzada y de la Reconquista, ya que en ella estuvo su justificación, la configuración identitaria de lugares tan diferentes, más allá de la innegable y genuina preocupación por la salvación de las almas de los súbditos. En conjunto, la religión católica proveyó de un sentido simbólico y práctico, de unidad, a territorios con condiciones muy distintas y dispares.
Las pretensiones misioneras en amplio sentido27 tenían como objetivos la salvación de las almas y el control. Así, se trataba de una acción “civilizadora” que intentaba homogeneizar a la sociedad a partir de una única confesión. Para ello, eran necesarios eclesiásticos formados en esos ideales que llevaran a cabo dicha tarea (Ramírez Méndez, 2020). Precisamente, la Monarquía Católica, entre otras medidas, pretendió transformar al clero regular intentando homologar a sus miembros a tono con los mandatos tridentinos28 y, conjuntamente, hacer cambios en su estructura interna, que le permitieran sujetarlo y emanciparlo en lo posible de Roma. Asimismo, aunque con cierta reticencia, tuvo que consentir que nuevos institutos reglares se conformaran o asentaran en sus territorios para tener un mayor control sobre estos.
Desde tiempos de los Reyes Católicos, se habían ido generando acciones de reforma al interior de las órdenes para sujetarlas a la monarquía (Suárez Fernández, 1989, p. 151).29 Con esos antecedentes, Felipe II defendió comandar la transformación de los regulares aun antes de Trento.30 Aunque en principio no tuvo mucho éxito, el Rey siguió insistiendo tanto en la reforma,31 como en la necesidad de que fuera él quien la llevara a cabo “para que yo en virtud de la comisión de su santidad nombre las personas que convengan para que entiendan con diligencia en hacer la reformación […]”.32 Fue, de igual manera, en estas negociaciones con la Santa Sede, que el rey solicitó que la máxima autoridad dentro de las órdenes religiosas estuviera a cargo de un súbdito fiel a la monarquía. 33 Pero era claro que el papado no quería que la reforma fuera conducida por el soberano hispano, como tampoco que los generales radicaran en la corte imperial, pues significaba perder el control de las órdenes en los territorios de la monarquía y las ventajas derivadas de los nombramientos, como la fidelidad o sujeción al sumo pontífice de los designados a los generalatos.
No obstante, dado el propio apoyo que el papado necesitaba, sobre todo contra el turco y el cambio en su política,34 a partir de 1565 se fueron expidiendo diversas bulas y breves que permitieron la reforma de las órdenes en manos de la Corona.35 El proceso de supresión del conventualismo y la afirmación de la observancia en todas las órdenes no tenía marcha atrás.36 La intervención de la Corona era férrea; en 1567 se ordenó, por ejemplo, la supresión de los franciscanos claustrales, mientras que, de las demás órdenes, sólo se aprobaba la reformación si ésta quedaba bajo el mandato del monarca.37
Es claro cómo, si bien la Corona buscaba abatir la relajación nombrando priores observantes, también pretendía sujetar a las órdenes a la monarquía tanto como lo había logrado con los obispos por el derecho de presentación.38 Sobre todo, a partir de los años 70 del siglo XVI, es notorio que la observancia no bastaba a Felipe II. El soberano se valió de los obispos y provinciales, intentando excluir a los generales, a quienes veía como emisarios papales y extranjeros. Igualmente, buscó establecer permanentemente vicarios generales de cada orden en su corte y así hacerlas totalmente independientes de Roma.39
El objetivo final era sujetar a todos los institutos regulares mediante un vicario, replegarlos en sus conventos apelando al regreso de su regla primigenia y quitarles todos los privilegios que antes les fueron concedidos y, con ellos, su independencia y riqueza; parece que éste era el significado de reforma de los regulares para Felipe II.40 De este modo, la reforma católica hispana se fue constituyendo como un proceso de “control social”, es decir, de configuración de unas pautas de conducta individual y colectiva a través de los instrumentos de poder político (Fernández Terricabras, 2000, p. 375). Por lo mismo, en principio la corona hispana intentó repeler la creación de nuevas órdenes, sobre todo de clérigos regulares, pues solían gozar de amplias libertades de acción y ser muy cercanas al papado, lo cual chocaba con sus aspiraciones.41 A cambio de ello, se enfocó en reformar las ya existentes.
Pero con tales pretensiones la reforma no fue sencilla. La independencia de la que gozaban las provincias de las diversas órdenes y sus condiciones particulares, ocasionaron que no pudiera llevarse a cabo una reforma general de manera sistemática. Cada provincia regular respondió de manera distinta a los impulsos de reforma, lo que permitió su pronta transformación en algunas regiones y su resistencia en otras. Después de todo, como lo ha mostrado la historiografía, ese “estado centralizado” que se ha señalado como uno de los rasgos distintivos de la Edad Moderna no fue, en la mayoría de los casos, mucho más que un ideal al que aspiraban los soberanos.42 La estabilidad de la monarquía dependió, en gran medida, del grado de cooperación de las élites locales y de la negociación con ellas.43 De hecho, al respecto de las propias fundaciones conventuales, aunque solemos recordar casi exclusivamente las licencias regias y episcopales y el nombre del patrono, siempre estuvo involucrada la voluntad de la nobleza, de los poderes urbanos y de la población local (Atienza, 2008).
Entonces, la necesidad de contraatacar a protestantes y musulmanes, la pérdida del pacto y presencia regia en las urbes (Díaz, 2010, pp. 145-158), así como la creciente demanda de misioneros en tierras recién descubiertas, conquistadas o no consolidadas, empujaron a Felipe II a aceptar institutos de reciente creación a pesar de su reticencia inicial al respecto. Pero la inserción de nuevas órdenes era necesaria, más aún ante las luchas con las provincias de regulares por la reforma general, los numerosos privilegios papales de los que gozaban hacía siglos, el complejo entramado de jurisdicciones y la variedad de actores involucrados: el papado, los generales y provinciales de las órdenes, los patronos y las élites locales, entre otros. Entonces, aunque en principio las había rechazado, la Corona tuvo que aceptar nuevas órdenes -no sin intentar ponerlas bajo su dirección- para que extendieran el catolicismo y realizaran tareas evangelizadoras, educativas y hospitalarias. Pero aún dentro de esas órdenes surgidas como parte del proceso de Reforma, se evitó de manera general dar cabida a las de clérigos regulares que eran más apegadas a la San Sede44 e implicaban un paradigma religioso de catolicismo romano no hispano;45 aún con todo, una de ellas logró extenderse por sus territorios: la Compañía de Jesús.46
A manera de epílogo
El siglo XVI trajo consigo transformaciones profundas para el mundo; especialmente para el católico implicó un proceso de reforma y el resquebrajamiento de la unidad religiosa. Precisamente, como parte de ese proceso, surgieron nuevas órdenes religiosas y algunas de las ya existentes se renovaron. En conjunto, todas ellas intentaron dar respuesta a las necesidades de la época que las hizo surgir; por ello, casi todas tuvieron una estructura novedosa, configurándose como institutos de clérigos regulares.
Asimismo, las nuevas órdenes regulares masculinas de la Reforma fueron instrumentos de las monarquías católicas en sus procesos de expansión y de fortalecimiento de sus aparatos político-administrativos.47 En la segunda mitad del 1500 se dio la expansión de tales institutos en Europa, transfiriéndose ese impulso hacia finales del siglo XVI a América y, posteriormente, a Asia.
Cinco de las trece nuevas órdenes masculinas que surgieron en 1500 nacieron en la Monarquía Católica: dos hospitalarias, una en la ciudad de México (hipólitos) y otra en Granada (juaninos), territorios que habían sido escenarios de guerra para luchar contra paganos e infieles respectivamente (Rocher, 2005, p. 1299). Salvaba enfermos y menesterosos, rescataba súbditos para el rey y daba fieles a la Iglesia. Dos más de esos institutos surgieron en espacios que la Corona gobernaba en la península itálica, el gran caldo de cultivo de los institutos clericales: en Nápoles (caracciolos) y Milán (barnabitas). Por último, una mendicante desprendida de una reforma gestada en Ávila (carmelitas descalzos), a la que el rey cobijó apoyando su plena independencia a cambio de sujetarla.
Felipe II apostó por esquemas que ya conocía, permitiéndoles extenderse por sus territorios, como las órdenes hospitalarias y las mendicantes. En contraste, mostró reticencia ante institutos más difíciles de controlar, como los de clérigos regulares. Pero el imperio seguía creciendo -sobre todo hacia América y Asia- y, en conjunto con los espacios en Europa, era necesario solidificar la presencia del catolicismo, tanto en un sentido espiritual como de control político. Esto obligó al monarca a aceptar órdenes que nacieron fuera de la Monarquía Hispana, a la vez de apoyar la creación de otras en sus territorios, incluidos los americanos; de hecho, más aún en estos últimos donde el Regio Patronato y la poca intervención que podía tener en ellos la Santa Sede dejaron en sus manos la dirección de la Iglesia (Pizzarusso y Sanfilippo, 1998, pp. 321-340). ¿Cómo llega la Reforma a los territorios que estaban fuera de Europa? Particularmente, ¿cómo se traduce en congregaciones y órdenes religiosas?48 Así, queda pendiente aún estudiar cómo los institutos que se crearon en espacios extraeuropeos se insertaron en el proceso de Reforma bajo ideas comunes, pero con necesidades propias.49 Este es sólo el principio.