Preámbulo
Celebro la oportunidad de poder dedicar un escrito a los aportes realizados por María Bertely Busquets a la historiografía de la educación en México, tanto con la producción de conocimiento de espacios sociales históricos como con la discusión y desarrollo de supuestos de orden conceptual, metodológico y epistemológico. Lo creo importante y lo considero justo. La reciente aparición (2021) de La División es nuestra fuerza. Escuela, Estado-nación y poder étnico en un pueblo migrante de Oaxaca, su gran obra póstuma, amerita todavía el destaque de las contribuciones que concreta en varios planos de reflexión historiográfica, labor que complicó la desmovilización general del campo académico dado que el libro conoció la luz pública en plena segunda ola de la pandemia Covid.1
Dirijo estas reflexiones principalmente a la comunidad de historiadores e historiadoras de la educación en México, aunque es, por supuesto, importante poder hacerlo en el marco de esta convocatoria temática, más orientada a la antropología de la educación mexicana y latinoamericana. A aquella en particular, no sólo porque La División es nuestra fuerza es una obra de historia de la educación en México, sino porque su publicación representa el retorno, dos décadas postergado, de los hallazgos concretados en la obra de una colega que animó con sus ideas sobre la historia de la escolarización y el uso del castellano escrito en el pueblo zapoteco de Villa Hidalgo Yalalag, Oaxaca, debates y definiciones relevantes en la constitución intelectual y organizativa del campo.
Así, sumándome al tenor conmemorativo que también anima este dossier, dedicaré este escrito tanto al comentario de la obra como a la rememoración de las actividades de la autora en el campo de la historia de la educación, en el cual tuvo una breve y activa participación. Pienso que ilustrar ese recorrido permitirá ahondar en el perfil intelectual de la académica que esta iniciativa pretende recuperar, ampliando la visión de quienes no la vinculan de un modo claro con este campo académico y reinsertando el resultado final de sus pesquisas en la comunidad formal de historiadoras e historiadores de la educación en México.
Creo importante establecer, de inicio, que baso algunas de mis reflexiones en el registro existencial que deriva de la vida que ambos hicimos juntos. Nos conocimos como estudiantes de sociología en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM en 1979, y nos mantuvimos unidos hasta su deceso en 2019. Lo anterior, estimo, me permitirá situar aspectos de largo plazo en su desarrollo como intelectual, aunque no habilita en las muchas dimensiones temáticas a las que aportó, a excepción de la historia de la educación, un campo que comenzamos a cultivar de modo concomitante y paralelo.
A la historia por el sujeto. El pasado en el presente
Aunque desde inicios de los pasados años noventa, La División es nuestra fuerza -la notable microhistoria de la educación que referiré más adelante-, circuló en reuniones de historia de la educación en México como avances o segmentos de investigación de la tesis doctoral Historia social de la escolarización y uso del castellano escrito en un pueblo zapoteco migrante, los aportes de María a la producción de conocimiento histórico sobre la enseñanza nacional inician años atrás, bajo la forma de una cierta historia del tiempo presente. Misma que desarrolló sobre diferentes objetos de la cultura de la escuela durante la intensa fase de práctica como etnógrafa y como divulgadora del método etnográfico entre maestros e investigadores en formación que siguió a su egresión del posgrado del Departamento de Investigaciones Educativas del Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados del Instituto Politécnico Nacional en 1984.
Fuese por el desarrollo de investigación propia, o por la necesidad de orientar procesos grupales de formación de diversas categorías de enseñantes como etnógrafos, en esa fase de práctica María propuso objetos y métodos de reconstrucción histórica de aspectos de la escuela y la cultura escolar mexicana, su identidad y sus formas de acción, dignos de mención. Menciono “una cierta historia del tiempo presente” no en el sentido que cabe a la parcela así llamada por la disciplina histórica (Soto Gamboa, 2004), sino en referencia a los abordajes del pasado que despliega el ejercicio de la reflexividad etnográfica en aras de comprender el trasfondo del actuar presente del sujeto (Escalona-Victoria, 2020).
La idea “a la historia por el sujeto/el pasado en el presente” apunta a la (o las) vía (s) de historización de la cultura de la escuela que desplegó desde un trabajo etnográfico fundado en el interés por comprender el presente problemático cotidiano de los planteles. Tal fue el caso de sus estudios sobre la enseñanza y el aprendizaje en la escuela mazahua de Los Capulines, Estado de México, (1984-86) o de los que dedicó al nivel preescolar a partir de talleres de formación de maestras del nivel de las ciudades de México y Toluca. En ellos construyó acercamientos propios al concepto de cultura escolar como configuración local histórica fundada en intereses de uso, o en expectativas insertas en imaginarios sociales, aspectos que después continuaría profundizando.2
Entre otras vías posibles de arribo a la historia de la educación, la desplegada por María desde el trabajo etnográfico tuvo una inmanente definición microhistórica, en tanto la ida al pasado educacional perseguía objetivos vinculados con presentes de interacción social simbólica también localmente situados.
La trama que la llevó a reconstruir casi cien años de historia social de la escuela y el español escrito en Villa Hidalgo Yalalag, pueblo de la sierra zapoteca en Oaxaca, nació en 1990, durante la conducción de procesos de formación de maestros como etnógrafos capaces de observar el desempeño de niñas y niños indígenas en planteles del empobrecido oriente mexiquense del Valle de México. Qué pensaba al respecto cuando un lazo inesperado le abrió las puertas al pueblo de Yalalag, es algo difícil de precisar. El hecho es que, en la primavera de 1991, acompañada de dos alumnas del programa de maestría que tenía por encargo implantar, partió María al encuentro con Yalalag con el propósito de presenciar la boda a que la invitaban yalaltecos emigrantes en la Ciudad de México.3
Esa visita marcó el inicio de una larga relación interpretativa con la cultura yalalteca, en especial con la asentada en el Valle de México, su historia migratoria, sus sentimientos étnicos, su vínculo material y simbólico con el pueblo natal de turbulenta historia política y el papel jugado por la escuela en sus trayectorias como emigrantes. Ese vínculo no cesó con la graduación de la tesis doctoral en 1998, sino que se prolongó algunos años más, en el marco del involucramiento paralelo con nuevos proyectos en torno a la etnicidad, la educación, el inter-culturalismo, la pedagogía, etc. Como lo expresa en segmentos de introducción y cierre de La División es nuestra fuerza, la experiencia de la autonomía étnica de facto yalalteca marcó su manera de comprender la etnicidad, la educación y la escuela como iniciativa local asociada a la formación del Estado, permitiéndole vislumbrar posibilidades para instituir en el presente proyectos escolares interculturales horizontales.
La boda en Yalalag -y la profundización de lo que ella representaba en la trama histórica de sus informantes y en las de redes más amplias que estos fueron abriéndole- pronto colocó a María ante la necesidad de emprender la abigarrada reconstrucción microhistórica que, en mi opinión, vindican a La División es nuestra fuerza como uno de los más profundos y sistemáticos esfuerzos realizados en la historiografía educacional mexicana y mexicanista contemporánea. Esto lo argumentaré más adelante, después de desarrollar un breve excurso descriptivo de su actividad y aportes al campo formal de las y los historiadores de la educación en el país.
Yalalag en el debate historiográfico sobre la apropiación social del proyecto escolar federal posrevolucionario
A poco de visitar Yalalag, María ingresó al Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) como investigadora asociada, cosa que pudo conciliar con su coordinación académica en ISCEEM Chalco durante casi una década. Esto le permitió tejer redes de informantes en colonias populares del oriente del Valle de México, como la San Felipe de Jesús y Cuautepec Barrio Alto, e insertar su futura investigación sobre la Historia social de la escolarización... en el seno de dos comunidades académicas separadas: la de la historia de la educación y la de la antropología educativa. Lo anterior debido a que, junto con sus colegas Luz E. Galván, María E. Vargas, Beatriz Calvo, Mireya Lamoneda y Susan Street integró el equipo encargado de dar forma eventual al Área de Educación de la institución.
Con la primera comunidad participó activamente entre 1993 y 2003, a partir del Segundo Simposio de Investigación Educativa “Escuela en la cultura, cultura en la escuela” del CIESAS. En ese evento presentó una ponencia titulada “El uso social de la lengua escrita y la escolarización entre vecinos ‘abiertos’ de Yalalag, Oaxaca (1939-1948)”, como miembro regular del Seminario de Historia de la Educación que conducían Luz E. Galván y Mireya Lamoneda. Con la segunda comunidad colaboró a partir de 1996, cuando junto con María Eugenia Vargas estableció el Seminario Escuela, Indígenas y Etnicidad (Bertely, 2016; González, 2019).
En la necesidad de impulsar su obra en esos dos frentes de diálogo radica, no sólo en el posible hecho de que nóveles integrantes de una y otra comunidad sientan sorpresa de saber a la antropóloga también historiadora, sino que sorprenda a quienes -no tan nóveles- capten la aparición de La División es nuestra fuerza como el inesperado retorno de una obra historiográfica que imaginaron abandonada. Más allá de esta circunstancia anecdótica, también residen distancias de orden disciplinar y metodológico que es preciso considerar, como lo hace manifiesto en las nuevas páginas de este retorno final.
Yalalag estuvo presente en congresos formales de historiadores e historiadoras de la educación desde muy pronto. La boda a la que María asistió pronto derivó en un continuo fluir de referentes empíricos sincrónicos y diacrónicos que le permitieron presentar ponencias sobre la historia escolar del pueblo en las ediciones del Encuentro Nacional e Internacional de Historia de la Educación (ENIHE) celebradas en Puebla (1994), Guadalajara (1996), Toluca (1999) y San Luis Potosí (2003). En esta última, que se fundió con la celebración del V Congreso Iberoamericano de Historia de la Educación Latinoamericana (CIHELA), dictó una conferencia magistral además de su ponencia.
Los temas que ponía María al debate eran diversos. Tenían que ver con aspectos de método en la construcción del concepto de cultura escolar, con la historia social de la escolarización (en el caso de las poblaciones indígenas) y con reflexiones sobre esas dos dimensiones a partir del análisis puntual de tramos de la historia de la escuela federal del poblado zapoteco durante los años pragmatistas-socialistas de la política educacional del Estado nacional (1928-1940).4
Un sello de argumentación particular en sus participaciones fue el acercamiento a esos grandes conceptos historiográficos desde lo micro, urdido en la trama presente/pasado que destaqué. Desde el relato etnográfico del microcosmos del presente urbano de los migrantes yalaltecos, la investigación se orientaba a la reconstrucción del pasado de modo automáticamente microhistórico, mediante el recurso de las narrativas, las historias de vida, las genealogías y los indicios que le brindaban artefactos culturales inscritos en lo que después llamaría “otras escrituraciones” (cartas, relatos de vida, historias familiares, parafernalia impresa, etc.), además, por supuesto, de la documentación del registro escolar federal y estatal.5
Aunque el microanálisis histórico y las fuentes biográficas prosperaban de la mano de la historia social y cultural que practicaba, por aquellos días, la nueva historiografía mexicana de la educación, pocos trabajos se construían sobre premisas de relación entre presente y pasado, en el que ambos figuraran como tramas del relato presente y sincrónico que abrían al intérprete a inquirir sobre el pasado y la diacronía. Este hecho situó su obra como referente central en el desarrollo y formalización de la etnografía histórica de la educación en el país,6 e hizo que su iniciativa destacara de entre las que maduraban en la medianía de los años noventa entre quienes investigábamos las dinámicas y los efectos de la escolarización federal posrevolucionaria.
María tomó parte de uno de los debates de época: la apropiación social de los proyectos escolares, sus engarces tácticos y estratégicos con la formación del Estado-nación, el peso de la historia cultural de la escuela en el modo en que las regiones de México incorporaban la federalización posrevolucionaria, los faccionalismos, etc. Tema que se había reflexionado desde marcos de observación histórica de corte regional, en el interés de sumar nuevos territorios sociales al diagnóstico de los alcances del período radical de la política educativa federal, una empresa que había aglutinado al llamado postrevisionismo desde 1988.7
Su impronta en ese debate mostró a la historiografía regionalista una microhistoria que revelaba que los términos de la apropiación sociocultural de la escuela federal posrevolucionaria se zanjaban, no sólo en vínculo con pretéritos estilos de desarrollo de la cultura escolar, o en asociación con corrientes corporativas o confesionales de lealtad social, sino también en procesos de orden micropolítico local vinculados con la dominación y asociados, en el caso de Yalalag, al control étnico hegemónico.
La microhistoria que María realizó de la escuela federal y socialista en la villa mostraba, por ejemplo, el accionar local de configuraciones de poder desconcertantes tras lo que la mayoría de los estudios regionalistas coincidían en considerar alineaciones o ententes de poder típicas en las relaciones de alianza o resistencia que gestaba la política escolar del gobierno cardenista. Paradójicamente, en el Yalalag de los días de la Educación Socialista, la gestión del proyecto escolar federal había recaído en la autoridad religiosa y el impulso de sus políticas contó con la participación de su grey. En el escrito que sumó al debate (aparecido en el primer número del Anuario que comenzó a editar la Sociedad Mexicana de Historia de la Educación), la paradoja detrás de la “máscara común” de los fanatismos confesionales anti-escuela socialista se formuló así:
Los hallazgos indican que, a pesar de que los enfrentamientos entre los poderes civil y religioso se han asumido como las expresiones prototípicas del período estudiado, el conflicto […] en Yalalag pareció derivarse de la manipulación estratégica que hicieron las facciones ex soberanistas y los sectores subalternos de la guerrilla religiosa, con el objetivo de enfrentarse al poder regional de los Vallejo (Bertely, 2004, pp. 50-51).
Los “fanáticos” al frente del plantel federal resultaba algo chocante y representaba un hallazgo que movía la sociología histórica y política construida por los acercamientos regionalistas respecto de actores, posiciones y discursos en el conflicto y la alianza por la escuela. “Fanáticos” y “agraristas”, contendientes y aliados típicos en función de asuntos aparentemente vinculados con el pasado cultural de la escuela y la lealtad política, aparecían problematizados por la microhistoria de la escuela socialista en Yalalag como categorías sociales escindidas, capaces de producir enmascaradas identidades estratégicas en la pugna por mantener el dominio.
Se trataba del hallazgo de algo que, por otro lado, no era desconocido por quienes practicaban la reconstrucción regional, pero que resistía la posibilidad de ser involucrado factualmente por la escala de observación en que se mantenía el análisis. El faccionalismo, la apropiación táctica de la escuela federal, eran realidades difíciles de formalizar e incorporar más que en el modo de incidentales estampas microhistóricas, ilustrativas de la historia cultural y política de planteles en el gran escenario de las regiones socioculturales que intentaban reconstruir los estudios postrevisionistas sobre la escuela socialista. Visto en retrospectiva, el interés y el aporte a esas discusiones estribó en los resultados que hacían emerger esa reducción de la escala de análisis.
Con la presentación en el número que se dedicó al debate cesó la participación de María en encuentros formales de historia de la educación. Esto limitó la discusión de lo que implicaban sus hallazgos para la teorización de la escolarización federal posrevolucionaria, la formación del Estado nacional al través de la escuela y la sociología y la antropología política que caracterizaron sus procesos en el seno de los estudios regionales que maduraban por esos mismos días y de los que continuarían emprendiéndose.
Lo anterior no impidió, desde luego, que cesase su contribución al campo historiográfico de la educación. Pues, así como tocaban al debate de los estudios históricos, los hallazgos de Yalalag afectaban más hondamente a la discusión sobre la articulación del mundo indígena con la sociedad nacional que mediaba y había mediado la escuela, problema que comprometería su labor intelectual de más en más, hasta el final.
Detendré este relato aquí. Interesado en recordar su paso por el ambiente formal de la historia de la educación en México, arribé muy pronto a un punto avanzado en la trayectoria y consecuencias de la obra que pasaré ahora a comentar. En la década en que tuvieron lugar las participaciones descritas, María transformó su proyecto inicial de etnografía histórica en uno más enfocado en la historia y microhistoria social de la escolarización, que inscribió y graduó con honores como tesis en el programa de Doctorado Interinstitucional en Educación radicado en la Universidad de Aguascalientes (1994-1998). Produjo también nuevos acercamientos a la historia social de la escolarización en el pueblo zapoteco y el aporte que derivaba la experiencia yalalteca para el estudio de otras configuraciones de la escuela en contextos étnicos, además de que sumó su concurso y su criterio a la formalización de la Historia de la Educación Indígena como campo de actividad intelectual sometido a recuento periódico. Asimismo, publicó dos influyentes reseñas históricas y analíticas sobre la política indigenista seguida por la educación nacional durante el siglo XX.8
Yalalag: de la etnografía histórica a la microhistoria y a la historia social de la escolarización
La investigación sobre los migrantes yalaltecos en la Ciudad de México y la historia y naturaleza de sus relaciones con la escuela y el castellano escrito, iniciada hacia finales de 1990, constituye uno de los principales y más prolongados objetos de reflexión en la vida intelectual de María Bertely Busquets. Comenzó por esos días y concluyó casi treinta años después, en enero de 2019, cuando devolvió al comité editorial del CIESAS, su querida institución, el borrador corregido de La división es nuestra fuerza. Escuela, Estado-nación y poder étnico en un pueblo migrante de Oaxaca, la obra que tanto le interesaba legar a la antropología de la educación mexicana, latinoamericana e internacional. Escrito que no alcanzaría a ver impreso.
De labor sistemática, la investigación conllevó ocho años iniciales, hasta que María graduó la tesis Historia social de la escolarización y uso del castellano escrito en un pueblo zapoteco migrante en 1998, hecho que no detuvo su vínculo con la asociación yalalteca asentada en la delegación Gustavo A. Madero durante los años subsecuentes. En 2007 realizó nuevos trabajos de entrevista e historia de vida y alrededor de 2014 se propuso reescribir aquella tesis para convertirla en La División es nuestra fuerza. En el interregno entre ambos manuscritos, la reflexión nunca cesó y mantuvo una actividad flotante que interactuó con los distintos procesos que le abrió su involucramiento con nuevas etnicidades escolares. Como expresa en la Introducción al libro:
De 1998, cuando concluí este estudio, al presente, debí resituar y actualizar fuentes y aportes. Me atrevo a publicar esta obra no sólo por constituir uno de los pocos estudios diacrónicos y a la vez sincrónicos realizados en torno a procesos de escolarización localizados a escala microsocial […] Publico este libro porque reconozco su actualidad jurídica y étnico-política en un momento donde los estudios de larga duración en torno a ciclos y circuitos de poder local y su impronta en el ejercicio de la autonomía de facto en pueblos indígenas pueden aportar mucho al campo de la educación y, en específico, a proyectos de intervención que buscan educar para el ejercicio de la autonomía por derecho, así como educar para el control del poder egoísta y faccioso dentro de estos pueblos (Bertely, 2021 [2019], pp. 18-19).
No poseo elementos para opinar sobre los aspectos de “actualidad jurídica y étnico-política” por los que quería legar su obra, y sólo de modo muy general entiendo por qué Yalalag ayuda a comprender el quid de la consolidación de pedagogías autónomas, horizontales y democráticas por derecho. La metamorfosis del primer manuscrito abunda hoy en consideraciones al respecto, que serán seguramente tratadas en este número temático. Por esto, limitaré mi comentario al primer aspecto de lo que consideraba legar: “uno de los pocos estudios diacrónicos y a la vez sincrónicos realizados en torno a procesos de escolarización localizados a escala microsocial” (Bertely, 2021 [2019], p. 18).
Me parece que, ya en 1998, la tesis sobre la historia de la escolarización y uso del castellano escrito podía reputarse, no sólo como unos de “los pocos estudios diacrónicos y a la vez sincrónicos” acometidos por la historiografía de la educación en México, sino como la más extensa, incisiva y compleja reconstrucción del efecto de la escolarización pública en el marco de un pueblo del México rural entre las postrimerías del porfiriato y la federalización posrevolucionaria de la enseñanza. Pocos trabajos por esos años exhibían un registro dilatado de las incidencias del proceso de escolarización en el marco de una localidad o reconstruían de modo articulado secuencias y tramas del orden escolar local en aspectos como la escisión faccional de los pueblos en derredor de la escuela.9
Quizás porque su ida al pasado contaba con claves interpretativas desde el presente, fue por lo que la reconstrucción que realizó pudo abarcar y producir relaciones observables sobre la dinámica de la escolarización en Yalalag en el lapso 1885-1948. Se trató de un acceso al microanálisis histórico mediado por la etnografía, esto es: hallazgos sincrónicos (establecidos mediante un amplio espectro de metodologías) que mostraban una vida de dominación pueblerina integrada por una subalternidad “burra, cerrada y pobre” y unas élites “estudiadas, abiertas y ricas”, que condujeron a preguntas diacrónicas. En la tesis de 1998 lo dejó referido de este modo:
La recurrencia con que se utilizan términos contradictorios. generalizaciones sucintas propias del sentido común y aplicables a una amplia gama de situaciones. me indican la presencia de divisiones y faccionalismo al interior de la villa, invitándome a documentar la historia social y micropolítica local en su relación con el proceso de escolarización. Los yalaltecos "abiertos" se identifican con el "bando" de los "progresistas", "ricos" y "estudiados", mientras los "cerrados" pertenecen al "bando" de los "conservadores', "pobres" y "no estudiados", Algunos yalaltecos consideran a los miembros de las familias políticas en el poder como descendientes de los "príncipes", mientras otros los llaman "caciques". Las prácticas socioculturales fundadas en la ayuda y reciprocidad -caso del "tequio" o servicio gratuito que los pobladores están obligados a realizar a favor de la comunídad- son percibidas por la subalternidad yalalteca como instrumentos de "explotación" en manos del cacicazgo. mientras los grupos hegemónicos las consideran muestras de fortaleza y vitalidad cultural (Bertely, 1998b, p. XXI).
Sin duda, la etnografía histórica le permitió a María unificar interpretativamente documentación derivada del accionar local de dos proyectos escolares bastante disímiles (como lo fueron la enseñanza objetiva del porfiriato y la escuela de la acción posrevolucionaria), al proporcionarle claves de la trama de uso social de la escolarización que vinculaba sus temporalidades como etapas o períodos estancos en la historia de la educación nacional.10
Los testimonios etnográficos de un presente de memorias y actitudes hacia la escolaridad, en mente de sus informantes migrantes del oriente del valle de México, se convirtieron en el hilo conductor que le permitió captar de modo unitario el desarrollo histórico de esa diferenciación durante las políticas de escolarización porfirianas y posrevolucionarias; desplegando el excurso metodológico que describe el título de este inciso: de la etnografía histórica a la microhistoria, a la historia social de la escolarización. Algo que, en mi opinión, rebasa y es más amplio que la autodefinición que hizo de la obra como estudio sincrónico/diacrónico orientado por la metodología “antropocéntrica” de Paul Friedrich.
En un primer momento, el relato etnográfico conduce a la reconstrucción de una microhistoria local de la escuela en tiempos de la escolarización posrevolucionaria, cuando personeros de esas élites pugnaron por controlar la escuela y el vínculo legítimo con el Estado nacional a través de esta. Una reconstrucción articulada por pistas genealógicas del presente político pueblerino que orientaron la lectura del historial documental al dotarla de identidad, tanto en el acervo escolar federal como en los demás repositorios que consultó. Saber quiénes eran “Los Valle”, “Los Vargas”, “Los Revilla”, los “Chino”, “Limeta”, “Mestas”, “Fabián”, o “Aquino” en el marco social del pueblo, posibilitó esa reconstrucción microhistórica articulada de los procesos que involucró el combate faccional por el control de la escuela, su uso social como instrumento de dominio en el pueblo y el peso que esas pugnas tuvieron en la etnogénesis como aspecto subyacente del modo en que se había producido la apropiación escolar del proyecto federal en Yalalag.
Pienso que esta microhistoria de la escuela posrevolucionaria en el pueblo le permitió a María aislar y conceptuar la antropología política del control del plantel y de sus maestros como estructura asociada a la dominación local. Un hallazgo que, en un movimiento metodológico posterior de carácter inductivo, informó la mirada con que pudo leer los avances de la enseñanza objetiva que moduló la historia regional de la escuela durante el porfiriato, cuando las precariedades de la escolarización en la periferia indígena que centralizaba la ciudad de Oaxaca configuraron tendencias sociales hacia la definición de un dispositivo escolar controlado por maestros locales “habilitados” (extraídos o cercanos de las élites) y hacia la producción de una cultura escolar característicamente discriminatoria y excluyente de la indianidad no letrada.
En otras palabras, la microhistoria del faccionalizado Yalalag posrevolucionario se convirtió en la plataforma desde la que prolongó, construyó y postuló una historia social de la escolarización de más larga duración que sentó su interpretación del proceso regional oaxaqueño. Una historia social de la escolarización que afectó procesos pueblerinos del interior indígena zapoteco y mixe de los ex Distritos de Etla, Choapam, Jamiltepec, Nochixtlán y Villa Alta, pero cuyos hallazgos atañen y son del interés de la historia general de la escolarización de los pueblos indígenas de México, en tanto refiere el modo en que el castellano escrito produjo relaciones de dominio basadas en la exclusión, la estigmatización imaginaria y la subordinación. Una vía a la construcción del pasado peculiar y compleja -micropresente>microhistoria>historia regional>historia nacional-, que resulta interesante destacar como aporte al campo de la historiografía mexicana de la educación.
El segmento diacrónico, histórico, de La División es nuestra fuerza ocupa la primera parte del libro y, hasta donde conozco, subsiste aún como el memorial más extenso y articulado sobre una historia escolar local entre fines del siglo XIX y mediados del XX (1885-1948). Esta primera parte se extiende por alrededor de 200 páginas e integra -sin grandes transformaciones- los tres primeros capítulos de la tesis original, antecedidos de uno nuevo, dedicado a presentar las categorías y problemáticas historiográficas con que afronta la reconstrucción (escolarización, etnicidad, formación del Estado al través de la escuela, cultura escolar, función social de la letra, etc.).11
Si como método de investigación, la historicidad se fue construyendo en sentido presente>pasado, en el de exposición, el segmento diacrónico invierte los términos y se asume la progresión pasado/presente deteniéndose en tres momentos: La escuela y las poblaciones indígenas oaxaqueñas a finales del siglo XIX; la Federalización escolar en Oaxaca y Villa Hidalgo Yalalag; y la Escuela socialista, legitimidad comunitaria y apropiación local del proyecto educativo federal.
Es difícil hacer aquí justa mención de los varios aspectos relevantes que encierra esta reconstrucción diacrónica, que se despliega -ahora de modo cronológico- desde la historia social de la escolarización en el interior indígena regional a la microhistoria social del uso de la escuela en Yalalag como expresión focal del proceso de formación del Estado-nación en una comunidad étnico-política de México. En aras de sintetizar su argumentación, puede decirse que el relato general fija la mirada en el desarrollo de un modelo precarizado de fomento de la escolaridad entre la población indígena del interior serrano de esos exdistritos oaxaqueños, cuyo impacto en el “problema” ilustrado de la asimilación cultural era exiguo hacia fines del siglo XIX. Esto debido al predominio del monolingüismo, las debilidades conceptuales de la política de castellanización y la distribución desigual de los recursos materiales y humanos entre el centro y la periferia.
Pueblos serranos como Yalalag formaban parte de la escena precarizada del modelo, con escuelas de segunda y tercera categoría, servidas por intermitentes maestros delegados desde el centro que topaban con la realidad del monolingüismo y con la ruptura cultural del común de la población, para desertar al poco tiempo por esto o porque el centro fallaba en pagar sus salarios. Planteles mal provistos del arsenal de la pedagogía objetiva, que paulatinamente fueron ocupando maestros locales reclutados entre “caracterizados”, afines al poder local.
Tales realidades son documentadas a partir de la correspondencia operativa centro-periferia del sistema escolar porfiriano del estado entre directores, inspectores, jefes políticos, síndicos y maestros. A través de ellas se hace perceptible la rudimentarización de la enseñanza pretextada en el problema de la lengua, el ascenso del castellano como instrumento de poder y la cercanía del cuerpo enseñante con el poder hegemónico en los pueblos serranos. María fue capaz de leer estos procesos de historia social regional que pudo leer -según creo- gracias a la previa reconstrucción de la dinámica microhistórica de la escuela y los faccionalismos en el Yalalag posrevolucionario.
Creo que la clave faccional con que profundiza en el pasado porfiriano es la que permite desentrañar de esa correspondencia, tan centrada en las excelencias de la ilustración general objetiva, el curso del proceso de gradual reducción curricular de la enseñanza objetiva y la centralización de la labor escolar y docente en la posesión del castellano, sus estigmas y exclusiones simbólicas. Es también la que convierte en dato relevante el paulatino avance del maestro local habilitado al control del servicio escolar como algo frecuente en el interior serrano. La construcción factual de esos procesos sienta bases para formular sus conceptos sobre la historia social de la escolarización en los pueblos indígenas.
De la estructura faccional y su relación local con la escuela posrevolucionaria trata el resto de la primera parte del libro, que ilustra desde el arribo de la federalización escolar al pueblo, el despliegue de la “escuela de la acción” y sus distintos proyectos y dispositivos, hasta desembocar en los días de la enseñanza socialista.
El pulso microhistórico de las pugnas faccionales por el control y uso de la escuela en las correlaciones locales de fuerza orienta el análisis, en un relato que registra procesos de gran interés historiográfico. Entre estos destacan el empleo de la obligación escolar como recurso de las élites faccionales para la subordinación de los subalternos; su utilización en la edificación del plantel y de otras infraestructuras civiles al amparo de los objetivos modernizadores de la “escuela de la acción”; la paradójica alianza con el poder religioso en los años de Cárdenas; o las mecánicas por las que se instauró en los pueblos del México rural la relación política con el Estado nacional, misma que caracterizaría la etapa corporativa y modernizadora del desarrollo posrevolucionario de los pasados años cuarenta.
En estos dos capítulos se asiste a una revivificación notable del modo en que la dinámica de la escuela se veía determinada por los procesos de circulación local del poder entre las facciones, cuyos movimientos por la apropiación del proyecto escolar conllevaron muerte entre yalaltecos en el año 1935. Asímismo, ilustran y nutren las teorías sobre la formación del Estado nacional al través de la escuela y la naturaleza exógena o endógena de las dinámicas de cambio que inducen sus políticas.
La reconstrucción de las pugnas faccionales y su combate por la escuela en alguna medida se debe a la riqueza de los acervos documentales que se involucran. Entre estos se cuentan el local y el federal, además del archivo familiar de uno de los dinastas yalaltecos. Sin embargo, es el material etnográfico el que informa su lectura y el que permite dotar de identidad e historia a quienes figuran en la documentación institucional y trascender “la gramática de la escuela” que la suele afectar, que es una de las principales contribuciones que realiza al campo con este estudio.
Es en este segmento donde el empleo del método antropohistórico de Paul Friedrich rinde sus principales frutos. La confección de genealogías, redes de parentesco ritual e historias familiares resultan esenciales para organizar retrospectivamente actores, motivaciones y hechos, además de que el propio caso de Naranja, el pueblo investigado por Friedrich en Michoacán (Friedrich, 1977 y 1991) es puesto en contrapunto con la historia yalalteca.
Introduciré un comentario final en torno al método antropohistórico a modo de cierre del inciso y poder pasar a unos comentarios finales. Viene muy a propósito en tanto, a lo largo del escrito, situé en la trayectoria de nuestra investigadora aspectos de práctica en el modo de ir a la historia e incluso afirmé sobre procesos heurísticos como el trayecto sincronía-diacronía que va a la microhistoria social para luego construir conocimiento de historia social en la explicación de su devenir regional.
Pienso que la reconstrucción que efectuó María tomó elementos de método en Friedrich, pero es algo más que antropohistoria o, al menos, sus búsquedas en la identidad y las memorias de las “dinastías” faccionales yalaltecas no replican al Friedrich que estudió los “príncipes” en Naranja, pues eran más amplias. Lo eran en lo social (al involucrar tanto a “dinastas” como a subalternos), en lo temporal (al desbordar el marco sincronía-diacronía con preguntas a la larga duración histórica y a la posibilidades transformativas del presente sincrónico), en lo espacial (al incorporar espacios de envergadura regional e internacional) y me pregunto si no es que también en lo epistemológico (pues no la concibo sometiendo la interpretación simbólica a pruebas standarizadas laterales, como las de Roscharch que involucró la investigación de Friedrich en Naranja).
Es afrentoso restar preeminencia al método antropohistórico contra la opinión de la propia autora, pero en su influjo veo, ante todo, préstamos de orden instrumental sobre el modo de construir información y de educar la mirada participante en el fenómeno y los rasgos subjetivos de los liderazgos faccionales. Creo que, a pesar de resultarle esencial, su reconstrucción histórica atendió no sólo al eje sincronía/diacronía, sino que puso en juego otros marcos, conocimientos y motivaciones intelectuales, como la historia social, la teoría política, la sociología, la lingüística y, por supuesto, la antropología.
Refiriendo el concepto de cultura escolar que propone como punto de llegada en sus indagaciones, alude a los rasgos no necesariamente lineales del método de construcción de la relación presente-pasado:
“Para estudiar la cultura escolar como proceso histórico y social tuve que reconstruir una historia de larga duración signada por distintas coyunturas relacionadas con políticas y programas estatales macro, así como incidentes locales y cotidianos micro que marcaron la historia del pueblo. En congruencia con este principio, opté por un enfoque histórico de carácter diacrónico y sincrónico, macro, micro y multisituado, que me permitiera documentar la relación entre los procesos de escolarización y las iniciativas, las negociaciones y las gestiones llevadas a cabo por determinados sectores nativos, de tal modo que las confrontaciones y los conflictos internos en torno al dispositivo escolar no parecieran anécdotas contingentes o, en el extremo opuesto, expresiones lineales de las políticas educativas oficiales” (Bertely, 2021 [2019], p. 113).
En cualquier caso, captar las distintas maneras en que se formuló la relación entre presente y pasado durante la construcción de su historia social de la escolarización en Yalalag, me parece un tema importante para el estudio de sus ideas y lo peculiar de su acercamiento a la historia desde la interpretación del presente etnográfico.
Tras la desaparición de María, estudiando la obra que logró editar, varias veces me he preguntado cuál podría haber sido su opinión sobre el debate académico que abrió el arribo de la microhistoria al país a inicios del siglo XXI y la distinción que se generalizó entonces entre microhistorias “a la mexicana” (inspiradas en la obra de Luis González y González) y “a la italiana” (más preocupadas por la construcción de teoría social a partir de la operación metodológica de “reducción de escala” que enuncia el historiador Giovanni Levi) y cómo hubiese caracterizado su estudio en ese sentido. Aunque la eclosión de ese debate “nos pasó de noche” -como se dice coloquialmente- pues muchas eran las ocupaciones y los focos académicos de atención por esos días (además de que la tesis se había graduado ya), siempre estimé que el ámbito y el método de su historización eran microhistóricos, y fue tiempo después cuando capté que varios de los hallazgos realizados en Yalalag se correspondían con la noción de la “reducción de escala” que postula Levi (1999).12 Operación que, desde luego, no tiene que ver con la dimensión empírica del objeto, sino con la opción por estudiar microscópica e intensivamente fenómenos explicados de modo general por distintas teorías relativas a, por ejemplo, el impacto de la migración en la transición de las comunidades tradicionales a la modernidad, el efecto de la escolarización en la identidad étnica, o la intrínseca cohesión de las comunidades indígenas.13
Se trata de un diálogo ya imposible, pero que resulta importante desarrollar para comprender mejor la naturaleza del método de reconstrucción histórica implementado por María y las contribuciones que realizó a la historiografía mexicana de la educación.
A modo de conclusión: el necesario acercamiento entre historiadores y antropólogos de la educación
La escritura de este ensayo que recapitula los aportes de María Bertely Busquets a la historiografía de la educación en México arriba ahora al difícil momento de plantear, de un modo breve, ideas, conclusiones o corolarios capaces de unir los múltiples senderos por los que aportó y contribuyó al crecimiento de este campo.
Creo, sin duda, que La División es Nuestra Fuerza constituye un gran aporte a los estudios sobre la escolarización posrevolucionaria, por acercar al análisis la escisión faccional de los pueblos, por mostrar la preeminencia del nivel local en la definición y alcance de las políticas del Estado nacional y hacerlo formar parte de sus propias dinámicas formativas y por revelar las paradójicas alianzas que concitó el proceso de federalización de la enseñanza. Temas que he señalado someramente, dado el límite fijado a la extensión de las contribuciones, pero a los que agregaría también sus propuestas por un “concepto exógeno de cultura escolar” y por la opción de considerar materia de interés primordial de la historia social de la escolarización “lo que se hace con lo que se aprende en las escuelas y no de lo que se hace y sucede en las escuelas” (Bertely, 2021 [2019], p. 19).
También estimo importantes los desarrollos que imprimió al método etnográfico en lo que hace a sus posibilidades para historizar la cultura escolar y, por supuesto las distintas tareas que asumió en favor de la organización y registro periódico del avance del conocimiento de la historia de la educación dirigida a la población indígena.
Sin embargo, creo que un aporte primordial de su actividad al campo de la historia de la educación en México reside en la crítica a las fuentes que suelen sustentar los hallazgos de las y los historiadores, algo que destaca en un segmento conclusivo de La División es nuestra fuerza bajo este modo:
“En términos metodológicos, el enfoque social, antropológico e histórico de la escuela puede no sólo complementar, sino relativizar la veracidad de la información resguardada en los archivos de la SEP y otros acervos escolares. La investigación indica que resulta necesario analizar críticamente los contextos y lugares de enunciación que intervinieron en la producción de los documentos oficiales. […] Lo que muestra el presente estudio, es que estos archivos dan cuenta de una y sólo una máscara común y monodimensional, desde una mirada que pone su atención en la fachada escolar del sujeto […] en el marco de la gramática y los códigos escolares, sin referentes más amplios que permitan mirarlos como sujetos sociales involucrados -como jueces y parte- en las dinámicas comunitarias. Recurrir sólo a esos archivos hubiera excluido y opacado otras fuentes que hicieron posible la reconstrucción multidimensional y multisituada de la historia social de la escolarización en Yalalag, construida en la interacción social entre la gente” (Bertely, 2021 [2019], p. 561-562).
En esta apreciación reside la paradójica alianza de los sectores “fanáticos” con la escuela federal socialista de Yalalag, una trama que sólo el trabajo antropológico logró desentrañar, relativizando el intercambio escrito que conserva el archivo escolar, donde no es posible percibir que la escuela se hallaba en manos del bando que debía combatir. Una conclusión de hondo impacto para la historiografía educacional especializada en ese período (y en cualquier otro), que la obligó a preguntarse sobre el carácter estratégico del discurso que impregna las fuentes que regularmente involucra el estudio de los procesos de escolarización impulsados por el Estado y la invitó a controlarlo mediante la ampliación y diversificación de sus referentes empíricos con el auxilio del trabajo antropológico, como lo muestra la obra de largo plazo de la investigadora que aquí recuperamos y recordamos.