En agosto de 1857, en la ciudad de Campeche, se inició un movimiento político que derivó en la separación del distrito del mismo nombre, perteneciente hasta entonces al estado de Yucatán. La división territorial ocurrió en mayo de 1858, y aunque Campeche se declaró y se organizó desde entonces como un estado, fue hasta abril de 1863 cuando adquirió constitucionalmente dicha condición. Durante ese periodo de transición, los individuos que participaron en el gobierno de Campeche emprendieron esfuerzos para justificar la división territorial de la península; para demostrar que Campeche era, de facto, un estado; para que el gobierno mexicano lo reconociera como tal; y para legitimarse frente a su población y frente a otras autoridades de distintos niveles.
Una de las prácticas que los políticos campechanos usaron para manifestar sus intenciones y el cambio político fueron las celebraciones cívicas.1 Estas son el objeto de estudio de este trabajo, en específico las efectuadas en la ciudad de Campeche entre 1857 y 1862.
Las fiestas, al “ser una extensión más del Estado”, se encuentran en constante transformación, “reconfiguración y resignificación”; por ello, como propone Moreno (2019), es preciso analizar “las funciones específicas de la fiesta en un momento histórico determinado” (p. 6). Esto es algo que busco en este ensayo: observar las fiestas patrióticas, junto con las ceremonias cívicas efectuadas durante el proceso de construcción del estado campechano, sus características y lo que se expresó en dichas ocasiones (con palabras, símbolos y actos). Mi objetivo es analizar el papel que desempeñaron durante dicho proceso. Propongo que ellas fueron parte de la cultura política del gobierno campechano, con las que buscaron mostrar la existencia del estado y de una nueva realidad política.
Para el análisis, retomo la idea de Mona Ozouf (1988, p. 9) , de que las fiestas y ceremonias cívicas eran parte de la cultura política de los grupos gobernantes, por medio de las cuales intentaban representar o reafirmar un orden político, social y cultural. La cultura política, como señala Peter Burke (2000) , comprende “los valores, actitudes y prácticas” (p. 245) o los “presupuestos políticos de diferentes grupos de personas” y la forma de inculcarlos (Burke, 2006, p. 129).2 De esta forma, para acercarme a las prácticas y presupuestos de los gobernantes campechanos y a la manera en la que intentaron inculcarlos, he retomado aspectos como los programas de las celebraciones; los objetos, monumentos y demás elementos materiales utilizados; los espacios elegidos para realizarlas; y los discursos, reseñas y otros escritos alusivos a las fiestas y ceremonias, que se publicaron en la prensa, en específico en El Espíritu Público. Este fue el órgano de comunicación del partido que inició el movimiento de agosto de 1857 y posteriormente se volvió el vocero del gobierno del estado.
Este trabajo -que, cabe aclarar, es un primer acercamiento al tema- busca entablar un diálogo con otras obras que han estudiado las fiestas, las conmemoraciones, las ceremonias cívicas y su uso político en México durante el siglo XIX, sobre todo en los años previos a la Reforma. Entre ellas, puedo mencionar las de Connaughton (1995) , Zárate (2003, 2018), Vázquez (2005, 2008), Garrido (2006), o Martínez (2020). Ellas y ellos analizan las celebraciones y la exaltación de personajes y sucesos heroicos, por medio de aspectos como los discursos, los elementos lúdicos de las celebraciones o las expresiones materiales de los homenajes a los héroes y gobernantes. Muestran, por un lado, que las fiestas y ceremonias conservaban muchas características y un marco muy parecido al de las fiestas católicas (incluyendo repiques, misas y cantos del Te Deum). Por otro lado, exponen cómo la inestabilidad política transformó constantemente el calendario festivo, las interpretaciones del pasado y a los héroes y los sucesos heroicos de la patria. Y, también, muestran la heterogeneidad de las celebraciones en el país: los grupos de poder locales, para legitimarse y difundir posturas políticas, desarrollaron discursos, interpretaciones del pasado, héroes y celebraciones que no necesariamente fueron iguales a las de otras regiones en un mismo momento.
Otro trabajo que considero importante referir es el de Annick Lempérière (2003) , quien extiende su análisis de las fiestas patrias hasta el periodo de las Leyes de Reforma. La autora propone que estas significaron, en lo cultural, una desacralización del espacio urbano por parte del Estado, lo que le permitió “desplegar, sin competencia, la identidad republicana” (p. 345). El gobierno buscó, a partir de entonces, secularizar por completo las celebraciones y que los ciudadanos participaran en ellas como individuos, dejando atrás las formas corporativas.
El presente artículo busca abonar en esta reflexión, explorando las permanencias en las prácticas celebratorias y la transición ocurrida desde finales de la década de 1850. Todo ello en el otrora distrito de Campeche, sitio que se mantuvo al margen de la guerra de Tres Años, pero que mantuvo cercanía con el gobierno liberal y que, además, vivió un proceso de transformación importante, que lo llevó a convertirse en estado. Pretendo mostrar cómo se desarrollaron las celebraciones en este contexto, y observar las peculiaridades regionales y la homogeneización de discursos y formas con el régimen liberal.
LEGITIMAR EL PRONUNCIAMIENTO
Entre la noche del 6 y la mañana del 7 de agosto de 1857, un grupo de liberales se alzó en la ciudad de Campeche en contra del gobierno del estado de Yucatán, al cual pertenecía todo el distrito campechano hasta ese momento. Las principales demandas de los pronunciados, que explicitaron en el acta del 9 de agosto, eran que el recién electo gobernador, Pantaleón Barrera, y el Congreso del estado fueran destituidos; que se organizaran nuevas elecciones libres; que se liberara a Campeche de ciertas cargas fiscales y militares, y que se removiera a los encargados de la Aduana Marítima del puerto. Nombraron un nuevo Ayuntamiento y designaron como jefe político y militar del distrito a Pablo García, el dirigente de la facción que se levantó. Este último había sido electo como diputado al Congreso yucateco, pero renunció en julio tras denunciar las irregularidades en las elecciones (Álvarez, 1912, t. I, pp. 525-529).
El descontento surgió tras las elecciones para gobernador y para el Congreso local, realizadas meses atrás. En ellas, acusaron los levantados, Barrera resultó ganador gracias a la intervención de su antecesor, Santiago Méndez, y a distintas irregularidades. Esto se sumó al fastidio ocasionado por las contribuciones impuestas al distrito, por el mal manejo de la aduana y por el predominio, desde varios años atrás, de la facción de Méndez en el gobierno de la ciudad (Aznar y Carbó, 2007, pp. 96-103). Es decir, el grupo político que protagonizó el levantamiento veía cerradas las posibilidades de ocupar espacios en la administración local.
El 10 de agosto, la guarnición de Campeche, que era comandada por el general Eugenio Ulloa, dejó la ciudad y el distrito en manos de las fuerzas pronunciadas, que encabezaba Pablo García, y en cuyo mando militar destacó Pedro Baranda. No obstante, semanas después, Pantaleón Barrera lanzó una campaña bélica contra los pronunciados, que avanzó desde la capital del estado. Para el 8 de septiembre, las fuerzas yucatecas se encontraban en Tenabo, a 40 kilómetros de la ciudad de Campeche. Ahí permanecieron hasta el 22 de septiembre, esperando persuadir a los levantados de dar marcha atrás a la rebelión (Aznar y Carbó, 2007, pp. 102-108).
En medio de ese contexto, el grupo político que quedó a cargo del distrito organizó y encabezó las fiestas de la patria, del 15 y 16 de septiembre. El Espíritu Público, vocero del movimiento,3 reseñó las celebraciones: “el bando solemne, la columna de honor, la función de iglesia, la iluminación, el paseo cívico, la corrida de toros, etc., todo ha sido suntuoso, magnífico”,4 refirió el periódico. Con ello, dejó ver que fueron muy similares a las de años anteriores, con elementos ceremoniales y lúdicos que eran recurrentes desde décadas atrás en todo el país (Lempérière, 2003). Pero hubo algo que sí respondió a la situación específica que privaba en la ciudad y en todo el distrito: el discurso o la “oración cívica” que Santiago Martínez Zorraquín dio en la Alameda la tarde del 16 de septiembre.
Martínez estableció un paralelismo entre el movimiento insurgente mexicano de 1810 y el pronunciamiento de los liberales campechanos. Sus palabras, que publicó en la prensa dos días después, ilustran el uso político que estos le otorgaron a la celebración. Refirió que “los principios de la libertad política proclamados por el inmortal Hidalgo” eran los mismos de la “revolución justa y legítima” de Campeche. Llamó a ver en los sucesos iniciados en 1810 y en los insurgentes, una guía para sus correligionarios, a quienes llamó a mantenerse en la lucha contra el “poder opresor”. Y terminó su discurso con las palabras: “He aquí nuestra divisa: ¡LIBRE CAMPECHE, O MUERTE! ¡Viva la república mejicana! ¡Viva el Supremo Gobierno! ¡Viva el pueblo campechano!”;5 palabras significativas, al tomar en cuenta que las fuerzas del gobierno del estado se encontraban apostadas muy cerca, con la intención declarada de acabar con el movimiento (Aznar y Carbó, 2007, p. 106). Martínez, como parte del grupo que se pronunció, aprovechó la conmemoración para justificar el movimiento y darle un carácter emancipador; asimismo, la utilizó como una tribuna para llamar a la defensa de la ciudad y del distrito.
Aunque no planteó la posibilidad de que Campeche se erigiera como un estado libre, Santiago Martínez sí hizo una distinción entre el distrito y el gobierno “opresor” que residía en la otra ciudad más importante de la península, es decir, Mérida. Desde varios años atrás, las tensiones políticas y económicas entre las elites de las dos urbes fueron constantes y provocaron distintos enfrentamientos (Negrín, 2019, pp. 100-113). En muchas de estas crisis, Campeche mostró más cercanía con los gobiernos mexicanos que Mérida (Aznar y Carbó, 2007). Esto fue algo que se quiso mostrar con las fiestas patrias de 1857, y que Martínez reiteró con sus “vivas”.
Días después del levantamiento, Pablo García le escribió al presidente Ignacio Comonfort para explicarle las causas del levantamiento -entre ellas los malos manejos de la aduana-, reiterarle su lealtad y recordarle que Campeche le había dado su voto para la primera magistratura (Sierra, 1998, p. 104).6 Celebrar las fiestas de la independencia de México y reiterar en ellas su filiación con el gobierno emanado de la Revolución de Ayutla, puede leerse como parte de este esfuerzo de los líderes del movimiento porque la administración del país lo reconociera como legítimo.
Poco después de las fiestas de la patria de 1857, el enfrentamiento con las fuerzas yucatecas se recrudeció. Estas ocuparon el barrio de San Francisco desde octubre hasta enero e incursionaron y cometieron saqueos en otros barrios de extramuros, y en poblados y haciendas cercanas a la ciudad (Aznar y Carbó, 2007, pp. 107-113; Negrín, 2019, p. 118). Esta embestida y las circunstancias nacionales y locales, que evidenciaron más las diferencias entre Campeche y Mérida,7 llevaron a los dirigentes del movimiento a considerar la escisión como la vía más adecuada para solucionar sus demandas y lograr la paz en la península (Gantús, 2015, pp. 132-133).8
A inicios de abril de 1858, varios pueblos del distrito firmaron actas en las que mostraron su apoyo a la ciudad de Campeche y su voluntad de erigirse como un territorio, estado o departamento independiente. El 3 de mayo de 1858, los representantes de las fuerzas militares campechanas y yucatecas firmaron los convenios de separación territorial. Finalmente, el 18 de mayo, la Junta Gubernativa de Campeche decretó la erección de Campeche en estado, nombró a Pablo García gobernador y a Pedro Baranda, comandante militar de las fuerzas locales (Negrín, 2019, pp. 118-122). Faltaría que el gobierno nacional le diera legalidad a esta transformación, ya que, constitucionalmente, Campeche aún era parte de Yucatán. Este proceso se dilataría no sólo por lo que requería la reforma, también por la guerra civil que estalló ese año. Mientras tanto, Campeche comenzó a organizarse como una entidad independiente.
Campeche debía “hacerle ver al mundo que [era] capaz de gobernarse por sí mismo”, como refirió El Espíritu Público.9 Sin embargo, antes del mundo, era necesario hacérselo ver a los propios habitantes de Campeche y al resto del país. A falta de un reconocimiento oficial, los gobernantes de Campeche y sus correligionarios querían hacer tangible la nueva realidad política que asumieron.
LA FIESTA DEL ESTADO10
El paso de distrito a estado se celebró con un baile en la sala capitular de la ciudad. En él, a las mujeres se les colocó una cinta con la leyenda “Viva el Estado de Campeche”:11 un gesto pequeño pero significativo, en un festejo espontáneo, que les recordó a los concurrentes que una nueva era iniciaba y que la realidad política había cambiado. Pero no bastaba lo espontáneo, se necesitaba una celebración oficial. Así, a inicios de agosto de 1858, el gobernador Pablo García emitió un decreto que declaró “día de festividad pública en el Estado, el 7 de agosto, en memoria del último movimiento á que debe su actual existencia política”.12 De esta manera, se fijaron una fecha y un relato fundacional. El pronunciamiento que los nuevos gobernantes protagonizaron, aunque en su origen no tuvo esa intención, se estableció como el día del nacimiento del estado. Esto se dio a notar en el espacio público -en el ceremonial y en la prensa- durante la celebración.
La fiesta comenzó la noche del 6 de agosto, con una serenata e iluminación de calles y construcciones. Al día siguiente, se colocaron cortinas y banderas en los edificios, al estilo de otras celebraciones cívicas. El acto principal de esa jornada fue un “solemne Te Deum”, cantado por el cura de la parroquia de Campeche, al cual asistieron “todas las autoridades y empleados públicos”. Finalmente, el domingo 8 se realizó “un almuerzo cívico, al que concurrieron las principales autoridades del Estado, muchos empleados y multitud de particulares”.13
La celebración se asemejó a otras fiestas cívicas, en especial a las fiestas de la patria del 15 y 16 de septiembre. En ellas, hasta ese momento, aún participaban los clérigos y se incluían elementos religiosos, como el Te Deum; y los gobernantes y empleados públicos tenían la obligación de participar corporativamente. Esto se notó aún más en una ceremonia fúnebre realizada días después, que se tratará en el siguiente apartado. Pero antes de pasar a ella, cabe referir lo que El Espíritu Público escribió sobre la celebración del 7 de agosto.
Además de reseñar los festejos, el periódico explicó el significado que la fecha tenía para Campeche. Narró los acontecimientos del año anterior; explicó las circunstancias que llevaron a contemplar la división territorial -la guerra “vandálica y desnaturalizada” que lanzó el gobierno de Yucatán-, y explicó que, si bien la “nueva existencia política de Campeche” databa de los convenios de mayo de 1858, el 7 de agosto de 1857 era memorable por haber iniciado ese día la revolución. Estableció un nuevo símil entre la historia nacional y la de Campeche y entre los liberales campechanos y los insurgentes: “Méjico tiene su 27 de setiembre de 1821 en que consumó su revolución e hizo su independencia, pero también tiene su 16 de septiembre de 1810 en que la inició; [...] el 7 de agosto [...] es el día del natalicio del Estado”.14
El Espíritu Público contribuyó de manera importante a difundir las ideas de quienes protagonizaron el proceso de emancipación política. El periódico fue una vía importante para la formación de la identidad de la nueva elite. En la primera conmemoración del inicio del movimiento, El Espíritu Público relató los sucesos desde la visión de los mismos protagonistas; complementó, con la palabra escrita, lo que la fiesta cívica y el ceremonial buscaron transmitir -función que mantendría en los siguientes años-, y explicó el sentido que le otorgaron a la fecha: el día del nacimiento del estado. Con los gestos y con las palabras, el 7 de agosto adquirió el rasgo fundamental de las fiestas: evocar o revivir “el hecho fundante, la ruptura creadora” (Ozouf, 1988, pp. 7-8).
Resulta pertinente evocar aquí algo de lo que Ozouf plantea sobre el establecimiento de las fiestas por parte de un gobierno surgido de una revolución. Además de modificar el calendario y sustituir a las antiguas o disputar con ellas la división del tiempo, estas fiestas, al establecer y recordar un momento fundacional, sugieren que no hay marcha atrás, que la nueva realidad política es irreversible; asimismo, legitiman un suceso que, en su origen, fue contrario al orden legal -como un pronunciamiento-, y muestran que los sacrificios no fueron en vano (Ozouf, 1988, p. 168). Esto último lo reforzó una ceremonia cívica de corte fúnebre, realizada días después, en la que tuvieron protagonismo ciertos actores que en los años siguientes serían desplazados.
PERMANENCIAS ENTRE LOS CAMBIOS
El lunes 16 de agosto de 1858, en la iglesia parroquial de Campeche, se celebraron unas “exequias solemnes” en honor de quienes murieron “defendiendo el honor y dignidad” de Campeche. Pablo García y Pedro Baranda, por medio de una invitación que repartieron un día antes, llamaron a los ciudadanos a “unir sus sufragios a los de la Iglesia”.15 El día de la ceremonia, desde el amanecer, se disparó un cañonazo cada cuarto de hora, en señal de duelo. Y a las ocho y media de la mañana, “las primeras autoridades del Estado, el H. Ayuntamiento bajo de mazas y los empleados civiles y militares, se trasladaron en cuerpo de la casa de gobierno a la parroquia, donde empezaron las vigilias cantadas por un numeroso clero: después fue la misa de difuntos”.16
Esta ceremonia evidenció que en Campeche, en 1858, pervivían “prácticas rituales y formas de sacralización heredadas del antiguo régimen, apoyadas en instituciones corporativas”, que convivían con nuevas prácticas republicanas y “desacralizadas” (Lempérière, 2005, párr. 12): en una solemnidad dedicada a enaltecer a héroes y valores republicanos y que era parte del proceso de creación de una nueva identidad política, las autoridades y empleados estatales y locales participaron de manera corporativa. Asimismo, el clero desempeñó un papel central; la ceremonia tuvo un carácter casi religioso y se realizó al interior del templo católico. Aunado a ello, incluyó símbolos que remitían a las ceremonias fúnebres virreinales; en específico, un túmulo o catafalco que se levantó al centro de la parroquia, “compuesto de un primer cuerpo, de cuatro gradas y de un sarcófago”, sobre cuya tapa había una pirámide, rematada con una esfera de oro. Detrás del catafalco, se colocaron pinturas alegóricas de “la muerte y sus atributos, el tiempo, y trofeos militares”, y a los costados, “dos cañones, con instrumentos de guerra, y dos centinelas”.17
El sarcófago, en torno al cual se realizó la ceremonia, estaba vacío. Se utilizó como una representación de quienes murieron defendiendo al bando campechano en la guerra civil. Pero si bien no hubo restos de los caídos, en los cuatro costados de la tapa del ataúd se colocaron apellidos, con letras de oro: “LOS SUÁREZ”, “LOS GARRIDOS”, “LOS ARGAIZ”, “LOS ALFAROS”. Y en los costados de la base del ataúd, otras frases, también en mayúsculas y con letras doradas: “LA MEMORIA DEL HÉROE JAMÁS PERECERÁ”, “CAMPECHE. 1857”, “LA SANGRE DE AQUELLOS SIRVIÓ PARA ESTABLECER NUESTRA LIBERTAD”.18 A todos los que murieron durante la guerra civil, la ceremonia fúnebre los encumbró como héroes, o como mártires, cuyo sacrificio derivó en la emancipación política de Campeche.
Esta ceremonia luctuosa se asemejó a otros actos fúnebres realizados en México durante el siglo XIX, que giraron en torno a los restos mortales o a reliquias de los personajes celebrados. Dichos actos buscaban evocar a los héroes por medio de sus vestigios y erigirlos como símbolos de virtudes republicanas (Vázquez, 2005, p. 48). En la ceremonia fúnebre aquí referida, los personajes recordados simbolizaron la defensa de la libertad de Campeche. No obstante, el acto tuvo particularidades importantes, en especial, la ausencia de vestigios o la ambigüedad con la que se recordó a los héroes (solamente con apellidos y escritos en plural); no se nombró con claridad -por su nombre- a los ciudadanos que defendieron hasta la muerte “el honor y dignidad de su país”. Resulta difícil saber por qué no se optó por exhumar los restos de alguno o algunos de los héroes recordados, como se hizo en otros sitios durante esos años. Lo que sí puede apreciarse, sin embargo, es que esta ceremonia cívica, como otras de su género, obedeció a unas circunstancias específicas y a los intereses de los personajes que promovieron su realización. Esto puede ayudar a explicar la ambigüedad que hubo al nombrar a los héroes. Quizá, más que a un héroe en específico, se buscó destacar la participación del elemento armado en la emancipación y en la nueva vida del estado.
Fue notable la preeminencia de elementos bélicos en la ceremonia, como los trofeos militares, los cañones, los instrumentos de guerra y los centinelas que velaron el catafalco. La participación del comandante militar, Pedro Baranda, cuyo nombre apareció junto con el de García en la invitación a la ceremonia, puede ayudar a entender estas expresiones. La ceremonia buscó recordar a los campechanos que el proceso de emancipación conllevó algunos enfrentamientos armados y requirió -y seguía requiriendo- un liderazgo militar. De esta forma, desde el convite a ellas, que fue firmado por ambos, las honras fúnebres pusieron de manifiesto que el mando en el nuevo estado lo compartían García y Baranda, situación que no estaba libre de tensiones, como se manifestaría tiempo después.19
De esta manera, la ceremonia fúnebre de agosto de 1858, además de homenajear a los campechanos caídos, le dio realce al elemento militar y permitió a los dos dirigentes más notorios del estado mostrarse como tales. También, fue una celebración con un marco y con contenido religioso, lo que evidenció la pervivencia de prácticas y de símbolos de largo tiempo atrás, en ceremonias que celebraban los valores republicanos y un nuevo estatus político. Estos resabios perduraron en las “funciones cívicas y religiosas”, que se realizaron el 15, 16, 27 y 28 de septiembre, como parte de las fiestas de la patria.
Dichos días se solemnizaron con repiques de las campanas de los templos, salvas de artillería y cohetes; se celebraron serenatas con música militar y bailes en la Plaza de la Independencia y en la aduana marítima. El 16 y el 27 por la tarde, las autoridades fueron en paseo cívico desde la casa de gobierno hasta la Alameda, donde se pronunciaron discursos. Pero, además, las mañanas de esos mismos días, los gobernantes, empleados públicos y los ciudadanos que lo desearon, asistieron a la parroquia para celebrar misas de acción de gracias y escuchar el acostumbrado Te Deum. El 27, la celebración religiosa fue “en acción de gracias al Todopoderoso, por la entrada del ejército trigarante en la capital de la República”. Finalmente, el 28 de septiembre se efectuaron unas honras fúnebres “en conmemoración de los que con su sangre nos dieron patria y libertad”.20
En 1858, los espacios dedicados al culto católico y los clérigos ocuparon un lugar importante en la rememoración de los sucesos y de los héroes fundadores de la patria y del estado. Este hecho es destacable, ya que, en ese momento, las tensiones en la mayor parte del país crecían a causa del enfrentamiento armado entre liberales y conservadores. Durante ese año, en otros sitios del país en los que los gobiernos se declararon constitucionalistas -como era el caso de Campeche- ceremonias así hubieran sido impensables, ya que la Constitución de 1857 y el posterior conflicto entre tacubayistas y constitucionalistas llevó al rompimiento entre autoridades civiles y religiosas y a graves episodios de violencia -incluso al interior de templos católicos- (Fowler, 2020). Esto deja ver que, como plantea Will Fowler (2020, pp. 168-169), la península de Yucatán, inserta en sus propios conflictos sociales y políticos, se mantuvo al margen de la guerra. No obstante, sí hubo un proceso de secularización y de separación con las autoridades eclesiásticas, que se expresó en las celebraciones cívicas de los siguientes años.
De hecho, desde las celebraciones de 1858, algunos de los liberales de Campeche expresaron las tensiones que, en gran medida por la situación del resto del país, comenzaban a existir. Así lo hizo José Ignacio Rivas, en el discurso que pronunció el 16 de septiembre en la Alameda. Rivas, en ese momento un bachiller, después de relatar los sucesos de 1810 a 1821, aludió a la guerra civil del momento: “Treinta y siete años de libertad, ¡y apenas podemos abrigar la esperanza de ser felices...!”, se lamentó; “vemos correr torrentes de sangre y de lágrimas”.21 Y denunció que el alto clero en México le había otorgado recursos al partido conservador, que éste utilizó para combatir a la Constitución de 1857. Rivas llamó a los ministros católicos a cumplir con dicho código y a Campeche, a ser fiel a sus principios liberales.22
Como Santiago Martínez lo hizo un año atrás, Ignacio Rivas recalcó la lealtad de los campechanos al gobierno emanado de Ayutla; más claramente esta vez, tomando en cuenta la existencia de la guerra -y quizá, para hacer olvidar el apoyo inicial de Campeche al Plan de Tacubaya (Negrín, 2019, pp. 119-120)-. Y reconoció la contradicción que existía al brindarle un papel protagónico al clero y a los espacios religiosos en las fiestas patrióticas, cuando las autoridades eclesiásticas de otros sitios del país combatían a la Constitución que el gobierno de Juárez sostenía. Fue hasta el año siguiente cuando las fiestas de la patria en Campeche empataron mejor con la defensa del liberalismo y con las Leyes de Reforma. Esto obedeció a los sucesos en el país y al acercamiento con el gobierno liberal encabezado por Juárez. A inicios de 1859, Pablo García envió una comisión a Veracruz para buscar que se reconociera su mando político y militar y los actos de gobierno realizados a partir del 7 de agosto. El ministerio de Gobernación respondió “con un acuerdo preliminar, admitiendo conformidad en lo que no se opusiera a la Constitución, y siempre y cuando no se vulneraran las facultades del Congreso de la Unión”; fue, como refiere Carlos Justo Sierra (1998) , “una sanción, pero condicionada” (p. 108).
FIESTAS PATRIAS, CADA VEZ MÁS CÍVICAS
Aunque los actores eclesiásticos de Campeche no tenían un peso tan grande en la política ni en la economía como en otros sitios -lo cual influyó para que la Guerra de Tres Años no se viviera de manera tan grave- (Negrín, 2019, p. 161), desempeñaban un papel importante en las fiestas, como se vio hasta aquí. Ello los hacía mostrarse, en el espacio público, a la par de la autoridad civil y militar. Esto se modificó a partir de la promulgación de las Leyes de Reforma de julio y agosto de 1859, destinadas a adjudicarse los fondos del clero católico para sostener al gobierno juarista y a su ejército (la Ley de Nacionalización de Bienes Eclesiásticos), y a separar definitivamente a la Iglesia del Estado (las leyes sobre el registro civil, el matrimonio, los cementerios). Entre estas últimas, se promulgó la Ley sobre Días Festivos, que ciñó dichos días a los “domingos, el día de año nuevo, el jueves y viernes de la Semana Mayor, el jueves de Corpus, el 16 de septiembre, el 1 y 2 de noviembre y los días 12 y 24 de diciembre”. Aunque aún predominaban, la ley redujo los días de fiesta ligados al catolicismo y, un aspecto importante, derogó cualquier disposición que obligara a “concurrir en cuerpo oficial a las funciones públicas de las iglesias” (citada en Lempérière, 2003, p. 345; Fowler, 2020, pp. 284-289). Esta nueva legislación se reflejó en el ceremonial y en las palabras -de la prensa y de los discursos- durante las fiestas de la patria.
Las fiestas en Campeche abarcaron los días 15, 16 y 27 de septiembre y fueron muy similares a las de los años anteriores: serenatas y bailes; repiques, cohetes, salvas de artillería y tiros de cañón; cortinas e iluminación en los edificios; paseos cívicos a la Alameda, y discursos. La diferencia fue que no hubo más funciones religiosas por la mañana; en cambio, la noche del 16 se inauguró la nueva casa de gobierno, es decir, un edificio civil, en el que se celebró un baile.23 Esto expresó el “objetivo pedagógico del régimen en turno de justificarse en el poder” y de mantenerse “en la memoria colectiva a través de obras materiales” (Zárate, 2018). Por otro lado, aunque la celebración tuvo como núcleo la Plaza de la Independencia, como en años anteriores, se buscó otorgar a esta un significado distinto, al prescindir del costado correspondiente a la autoridad eclesiástica, para darle centralidad al de la autoridad civil. El edificio fue un monumento que, durante la celebración, representó de forma concreta o tangible al estado y a su gobierno, así como la estabilidad; una función que otros monumentos -como columnas o basamentos- desempeñaban en las fiestas cívicas (Ozouf, 1988, p. 133).
El entonces bachiller Joaquín Baranda, hermano de Pedro Baranda, fue el designado por la Junta Patriótica para pronunciar el discurso de la tarde del 16 de septiembre en la Alameda. Como se hacía cada año, Baranda relató la historia del país. Comenzó con el “recuerdo de días más felices” -la lucha iniciada en 1810- y aludió a personajes como Hidalgo, Morelos, Matamoros, Guerrero e Iturbide. Sobre la entrada del Ejército Trigarante a la ciudad de México, exclamó: “¡Día no menos grande que el 16 de Setiembre de 1810!”24 Baranda aludió después a los días menos felices. A su propia pregunta de qué hicieron los mexicanos con la patria que Hidalgo e Iturbide legaron, respondió: “sacudimos el yugo extraño para imponernos el propio, el de nuestro caprichoso desenfreno”. Habló de la guerra entre liberales y conservadores, bando, este último, “exageradamente retrógrado”. Y reprochó al clero que se asoció con él. No reclamó a toda la Iglesia ni al “sacerdocio cristiano y católico”, adjetivos que él mismo asumió, sino a los clérigos que no sabían “desnudarse de lo que tiene del César, para quedarse con lo que es de Dios”.25
Al suprimir las funciones religiosas y con discursos como el de Joaquín Baranda, las fiestas patrióticas de 1859 en Campeche tuvieron cierta carga anticlerical. Si bien Baranda acotó su crítica a algunos ministros, dejó ver la responsabilidad que la institución eclesiástica tenía en la violenta y complicada situación que atravesaba el país. Todo esto fue consecuente con la postura del gobierno encabezado por Juárez. Puede considerarse, por tanto, que las fiestas fueron otra oportunidad para que la clase política de Campeche expresara su filiación al régimen liberal. Esto se notó en otros detalles; a modo de ejemplo, en el pilar central de los portales del palacio de Gobierno, el batallón de la Guardia Nacional colocó una lápida, en cuyas primeras líneas quedó escrito: “VIVA EL PUEBLO Y LA CONSTITUCIÓN” (Álvarez, 1912, t. I, p. 546), frase significativa en el marco de la guerra, y que plasmó la identidad liberal del estado en su flamante edificio de gobierno.
Aunque había consenso en cuanto a la defensa del liberalismo, la elite política y militar de Campeche acusaba ya algunas diferencias, y algunas se asomaron en el contexto de las fiestas. Por ejemplo, en el editorial de El Espíritu Público del 25 de septiembre, Juan Carbó puso en duda el patriotismo de Agustín de Iturbide, visión que contrastó con las alabanzas en el discurso de Joaquín Baranda. Carbó señaló que lo que motivó el Plan de Iguala fueron, entre otras cosas, las conveniencias, las ambiciones de poder y las aspiraciones individuales.26 Un año después, las celebraciones patrióticas harían eco de las palabras de Carbó.
En 1860, las fiestas patrióticas se ciñeron al 15 y al 16 de septiembre, es decir, por primera vez en los años estudiados, no se incluyó el 27 de septiembre en la celebración. El mismo Carbó, editor en ese momento del Espíritu Público, aludió a este cambio en el artículo editorial del día 15; ahondó en lo que refirió un año antes y plasmó la visión liberal de la independencia de México. Para él, fueron los primeros caudillos de la guerra quienes lucharon por la emancipación. En 1821, los sucesores de dichos caudillos, “los hijos de la libertad”, tuvieron que pactar con “los hijos del despotismo” para lograr la paz. Sin embargo, ese pacto solamente aplazó la cuestión: la lucha por la libertad continuó y, para Carbó, estaba cerca de conseguirse 40 años después, con la inminente,27 a su juicio, victoria de los liberales sobre los conservadores: “el año de 1860 ha visto renacer los días gloriosos de la patria para consumar la independencia y libertad que proclamaron en 1810 sus ilustres víctimas”.28 Carbó trazó, así, una continuidad entre los primeros insurgentes y los liberales de la Reforma. Y, por otro lado, asoció a los conservadores con los “hijos del despotismo”, entre quienes, implícitamente, incluyó a Iturbide. De esta manera justificó la supresión de las ceremonias del 27 de septiembre.
Carbó, quien también ostentaba el cargo de secretario de Gobierno, se encargó del discurso del paseo cívico del 16 de septiembre, dado esta vez en la Plaza de la Independencia. Ahí, reiteró lo que antes publicó: que 1810 y 1860 representaban “la iniciación y consumación de la independencia de la patria”.29
Por otro lado, en sintonía con las ideas y la legislación del gobierno liberal de Juárez, que prohibió la asistencia oficial “en cuerpo” a las ceremonias y fiestas, la clase política de Campeche procuró involucrar más a la población, es decir, a los individuos, en las fiestas de 1860. El paseo cívico de la mañana del 16 de septiembre se realizó en las calles del centro, y en lugar de ir a la Alameda, volvió a la Plaza de la Independencia. Para hacer más atractiva la fiesta, por la tarde se ofreció una función taurina en la misma plaza, y en la noche, junto con la música, hubo fuegos artificiales y globos aerostáticos.30 Carbó reseñó las fiestas en El Espíritu Público, y explicó lo que la clase política buscaba al añadir estos elementos lúdicos: formar “el espíritu público”, hacer una celebración “verdaderamente popular” y espontánea y que las fiestas dejaran de ser “puramente oficiales: ellas deben partir de la circunferencia hacia el centro y no del centro a la circunferencia”, concluyó.31
Carbó evidenció que quienes celebraban eran, mayormente, los gobernantes y empleados públicos obligados a asistir. La clase política campechana buscaba involucrar de manera más activa a otros sectores de la población en las celebraciones cívicas; que estas cumplieran con la función de difundir valores republicanos y que la población asumiera una postura política. Carbó transmitió el interés liberal de acabar con el corporativismo y de crear una sociedad de individuos-ciudadanos, y que todo esto se reflejara en las fiestas, con un espacio urbano desacralizado, donde se escenificara “la supremacía absoluta de los poderes cívicos sobre el poder espiritual” (Lempérière, 2003, p. 345).
LA CONSTITUCIÓN DEL ESTADO
En 1861, tras el triunfo de los liberales en la guerra, el gobierno del país convocó a elecciones para elegir al presidente y a los representantes del Congreso de la Unión. En Campeche, junto con esta convocatoria, se llamó a elegir al Congreso Constituyente local, que sesionó desde inicios de marzo de 1861 (Sierra, 1998, p. 109). Unos meses después, el 30 de junio, el congreso emitió la Constitución política del estado, la cual “seguía muy de cerca los preceptos consignados en la Constitución federal de 1857 y en las Leyes de Reforma” (Gantús, 2015, p. 139). Este documento, como señala Carlos Justo Sierra, además de establecer “la organización y el adecuado funcionamiento del aparato administrativo, judicial y legislativo” de Campeche, fue un elemento de gran peso, difícil de soslayar por los poderes de la federación en las discusiones respecto al antiguo distrito de Campeche y su intención de erigirse como estado (Sierra, 1998, p. 110).
La redacción y promulgación de la Constitución local se desarrolló en paralelo a otro proceso trascendental, como fue el debate en el Congreso de la Unión sobre la situación y el futuro de Campeche. Las discusiones en la Cámara se efectuaron desde mediados de año. Juan Carbó y Tomás Aznar Barbachano -oficialmente, admitidos como representantes del estado de Yucatán- defendieron su movimiento y la idea de que Campeche era, de facto, un estado, mientras que los diputados yucatecos, encabezados por Juan Suárez y Navarro, pugnaron porque la escisión de Campeche se declarara anticonstitucional (Gantús, 2015, pp. 134-135; Sierra, 1998, pp. 111-112). En esos meses, ambas partes presentaron al ministerio de Gobernación las obras con las que defendían su postura;32 y uno de los muchos elementos que Aznar y Carbó (2007, p. 141) utilizaron para argumentar en favor de su causa, fue la reunión del Congreso Constituyente y la Constitución del estado, con el carácter liberal que ostentaba. Es decir, la Constitución fue presentada como otra de las pruebas de la existencia del estado.
En Campeche, a inicios de julio, se informó que la Constitución del estado ya estaba en prensa y que el 7 de agosto se publicaría solemnemente.33 En esos mismos días, Pablo García envió una circular a los jefes políticos del estado, en la que les recordó que, de acuerdo con el decreto de 1858, cada 7 de agosto debían organizarse festividades cívicas. Y ya que ese año se promulgaría la Constitución, les encomendó dictar, junto con las autoridades locales de los pueblos, las disposiciones necesarias para que las fiestas fueran dignas del suceso. García aprovechó la circular para recordarles “las solemnidades públicas” del 16 de septiembre, que debían celebrarse en los términos acostumbrados.34
Resulta significativo que García necesitara recordarles las festividades a los jefes políticos. Probablemente, para él era importante que los partidos expresaran su fidelidad al gobierno de Campeche y al nacional por medio de las celebraciones; y también, a la Constitución, a las Leyes de Reforma, y a la recién redactada Constitución local, que iba acorde con aquellas. Como señala Pablo Martínez (2020), los actos de juramento en el siglo XIX se asociaban “con la obediencia a las nuevas autoridades y las constituciones” (p. 204). Promulgar solemnemente la Constitución campechana implicaba someterse a ella y hacer cumplir aspectos que incluyó como “la supresión de los tratamientos, la tolerancia religiosa, el jurado, el registro civil”,35 entre otros. Todo esto tenía un gran significado político, tomando en cuenta que la jura de la Constitución de 1857 generó conflictos graves en otros sitios de México por la negativa de las autoridades eclesiásticas a solemnizar el hecho (Fowler, 2020, pp. 99-102) y que, aunque la encontraron imperfecta en un inicio (pp. 117-119), a partir del Plan de Tacubaya y con el estallido de la guerra, se convirtió en la bandera de los liberales puros y en el enemigo a vencer de los conservadores y sus aliados.
El Espíritu Público refirió que en el Carmen, Champotón, Seibaplaya y Bolonchenticul, la Constitución se promulgó “con las más vivas demostraciones de júbilo y entusiasmo”.36 Sobre la ciudad de Campeche, sin embargo, no detalló la forma en la que se festejó, excepto por una función de teatro que se hizo en honor al suceso (que a causa de la lluvia se pospuso hasta el domingo 11).37 Desafortunadamente, no es posible conocer cómo fue la celebración en otros espacios o si, como deseaban los gobernantes, participó toda la población. No obstante, queda claro que dar a conocer la Constitución e informar sobre la publicación solemne de la misma fueron parte del esfuerzo por lograr el reconocimiento oficial y por recordarle a los políticos y escritores yucatecos, de la capital y del resto del país que Campeche funcionaba ya como un estado.
EL TRIUNFO LIBERAL
El interés de la clase política por involucrar a distintos sectores se evidenció mejor un mes después, en las fiestas de la patria. En las noches del 15 y 16 de septiembre de 1861, hubo música militar, se elevaron globos, se encendieron fuegos artificiales, entre ellos cipreses y castillos, y se iluminó la Plaza de la Independencia con linternas “chinescas” de los colores nacionales. El 15, a las once y media de la noche, se leyó el acta de independencia; a la medianoche, se disparó una salva de 21 cañonazos y las bandas de los cuerpos de guardia nacional tocaron aires marciales. El 16 por la tarde, el paseo cívico salió del palacio municipal hacia la Alameda, para después regresar al punto de partida, ahí se sirvió un “refresco” a los asistentes. Y en la noche, se celebró un baile en los salones del palacio de Gobierno.38
Unos días antes, por medio del programa, la Junta Patriótica invitó a “todas las autoridades y empleados de esta capital [...], así como a todos los habitantes de ella que no correspondan a dichas clases” a asistir al paseo. Y sobre el baile, la junta celebró que “muchas señoritas” estaban participando de manera entusiasta en su preparación. La junta esperaba que siguiera propagándose “la animación que también parece tener el sexo bello este año por las fiestas nacionales de la independencia”.39
De forma clara, los políticos encargados de las celebraciones invitaron a participar a ciertos sectores de la sociedad que no acostumbraban hacerlo, como las mujeres o a los pobladores ajenos a la burocracia. Asimismo, reiteraron su intención de que las fiestas fueran una celebración para que todos los ciudadanos participaran de manera voluntaria, y para que se difundieran entre ellos los valores cívicos-republicanos. José Ignacio Rivas, en el discurso que dio la noche del 15 de septiembre, explicitó esto aún más. Criticó la “deplorable costumbre de asistir a estos actos por puro pasatiempo” y aleccionó: “aquí debéis venir a tomar combustible, permitidme la frase, para alimentar en vuestro pecho el fuego de amor patrio, sin que por eso entendáis que pretendo yo ser el que os lo dé; no, conciudadanos, yo no soy en este instante más que un órgano indigno de la patria para pronunciar a vuestros oídos una palabra escrita ya en la historia pero que debe repetirse de continuo porque es dulce y escita el entusiasmo”.40
Rivas transmitió el interés, manifestado en ocasiones anteriores, de que las fiestas cívicas no solamente fueran para la clase política, sino que tuvieran un carácter popular.
Por otro lado, el orador dejó claro el carácter ritual de la fiesta cívica: en esta, como en una fiesta religiosa, se evocaban o se revivían los sucesos conmemorados cada vez que se celebraban. Rivas se asumió como una especie de sacerdote civil, como un intermediario entre los fieles -los ciudadanos- y una entidad mayor o divina -la patria-. Sus palabras evidenciaron otro de los elementos que las festividades cívicas adoptaron de las celebraciones religiosas. Más aún, hizo patente un fenómeno ocurrido como parte de la consolidación de los Estados-nacionales, que era la creación de una “religión cívica”, esto es, el patriotismo, que hiciera a los ciudadanos “amar” a su patria y serle fieles por voluntad propia (Hobsbawm, 1992, pp. 94-96). Las fiestas adquirieron un papel importante en este proceso, como espacios para educar a la población, para “infundir en el pueblo el sentimiento de unidad moral de la patria y el amor absoluto por ella”, y para renovar dicho sentimiento (Gentile, 2007, pp. 18-25).
El relato se repetía cada año, como afirmó Rivas. Sin embargo, no era exactamente el mismo. Las circunstancias políticas locales y nacionales modificaban lo que se contaba en las celebraciones cívicas de cada lugar, a veces más notoriamente que otras. En Campeche, desde el movimiento iniciado en 1857, se planteó que la lucha por la libertad iniciada por Hidalgo en 1810, la continuaron los liberales de la Reforma. Con los años, sin embargo, se le restó peso a ciertos actores e instituciones del pasado y el discurso se radicalizó (sobre Iturbide, la religión, la Iglesia católica). Desde 1860, pero con más claridad en 1861, el relato de la independencia de México que se contó en las fiestas de la patria iniciaba en 1810 y culminaba con la Constitución de 1857, con las Leyes de Reforma y con la victoria liberal en la guerra civil. Santiago Martínez, en ese momento editor del Espíritu Público y secretario de Gobierno, lo refirió con claridad en su discurso del 16 de septiembre en la Alameda:
Consumada la Independencia en 1821 y reconocida por la antigua metrópoli, tuvimos patria; pero no tuvimos libertad. La guerra por la libertad se inició en 1822 y aún subsiste. [...] porque la libertad no se ha consumado sino después de cincuenta años de guerras fratricidas, en que a través de los lagos de sangre hemos llegado: a la libertad del pensamiento y de la conciencia; a la de imprenta, á la libertad de industria, a la tolerancia de cultos, a la destrucción de los privilegios, a la abolición de los fueros, al registro civil. [...] Porque la lucha actual no ha terminado con la regencia y el imperio sino con la República representativa federal y la Constitución.41
El grupo político que protagonizó la emancipación política de Campeche, por medio de la pluma y la voz de individuos como Santiago Martínez, Ignacio Rivas o Juan Carbó, ayudó a configurar y a difundir el relato liberal de la historia del país. Las celebraciones cívicas fueron una herramienta fundamental para ello, ya que eran ocasiones en las que la pedagogía cívica se llevaba al espacio público. En las fiestas, se enseñaba la historia, se recordaba a los héroes, para extraer lecciones de ellos (Zárate, 2018). Y para el caso de Campeche, como plantea Damián Can Dzib (2010) , los discursos servían “para la formación del patriota y del ciudadano” y para que los campechanos se identificaran con la historia patria y, a la vez, con la del estado (p. 74).
Por otro lado, al difundir esta versión del devenir mexicano, los oradores y escritores patentizaban su filiación política, lo cual era fundamental en ese momento, en el que buscaban que el gobierno del país reconociera finalmente su condición de entidad libre y soberana. Otro de los argumentos esgrimidos por Tomás Aznar y Juan Carbó (2007) fue que las elites de Campeche habían defendido el liberalismo desde décadas atrás. En la prensa, El Espíritu Público intentó demostrar, en varios números de mediados de 1861, que Campeche permaneció leal a Juárez desde un inicio.42 Las fiestas de 1861 fueron congruentes con esta postura.
Las discusiones en el Congreso de la Unión llegaron a su fin en diciembre de 1861, después de que la Comisión de Puntos Constitucionales presentó un proyecto para convertir a Campeche en estado. La invasión extranjera a Veracruz impidió que el proyecto se discutiera, pero también llevó a que el presidente Juárez tuviera facultades extraordinarias, con las cuales, con base en el proyecto de la comisión, concedió el anhelado reconocimiento a Campeche (Sierra, 1998, p. 114). Correspondiendo a la lealtad de los políticos campechanos y viendo “la oportunidad de tranquilizar los ánimos y beneficiar la consolidación territorial del país” (Gantús, 2015, p. 134), firmó el decreto que erigió en estado de la federación al antiguo distrito de Campeche, el 19 de febrero de 1862. El decreto aún debía ser aprobado por la mayoría de las legislaturas estatales; no obstante, en Campeche se recibió como la consumación de la lucha iniciada en agosto de 1857.
CELEBRAR AL ESTADO Y LEGITIMAR A LOS GOBERNANTES
El decreto firmado por Juárez llegó a la ciudad el 13 de marzo de 1862. La llegada del documento dio pie a una gran fiesta en la ciudad, que Santiago Martínez relató en El Espíritu Público. Se improvisó un paseo cívico por las calles, acompañado de bandas de música; el batallón de Guardia Nacional marchó y disparó salvas de artillería; los cañones dispararon desde los baluartes; se adornaron las fachadas de las casas, y se lanzaron vivas al presidente Juárez, a García, a Aznar y a Carbó. Circularon las botellas y se declararon “inútiles los vasos”; por ello, los discursos improvisados, aunque emotivos y numerosos, fueron poco lúcidos porque, como afirmó Martínez, “los efectos del vino entorpecen el vuelo de las musas”.43
El 13 de marzo fue, así, uno de los “días más felices para Campeche” -por lo menos, para quienes participaban en el gobierno del estado y sus partidarios-; por ello, la borrachera pública era completamente justificable. El desbordado entusiasmo era “muy natural y muy lógico”, por el significado del decreto. Con él, afirmó Santiago Martínez, el presidente colocó “sobre nuestro ser político, conservado a tanta costa y largos pesares, el manto sagrado de la legalidad”.44 El documento consolidó a Campeche y al grupo gobernante; correspondió con los esfuerzos que entablaron desde años atrás para legitimarse hacia el interior y el exterior. Y, sobre todo, oficializó -o casi, ya que faltaba la ratificación por parte de la mayoría de las legislaturas estatales- su existencia como un estado libre. Por ello, los festejos del 13 de marzo fueron el inicio de una serie de celebraciones que se extendieron durante varios días.
Uno de los festejos más significativos fue el baile que se efectuó la noche del 16 en un local del centro de la ciudad. El salón se decoró con los colores nacionales y al centro, en un marco dorado hecho para la ocasión, se colocó el decreto del 19 de febrero, escrito con letras de oro. A semejanza de años atrás, a las mujeres, conforme llegaron, les colocaron unos “hermosos lazos de cinta de raso que tenían impresas en letras de oro el siguiente lema: ‘VIVA EL ESTADO DE CAMPECHE’”.45
Resulta importante destacar el carácter casi sagrado que se le otorgó al decreto. Colocarlo al centro, como monumento alrededor del cual giró la celebración, sirvió para recordarle a los asistentes -igual que las cintas portadas por las mujeres- el motivo de la misma. Pero, además, disponerlo con las características aludidas, casi como un objeto de veneración, patentizó lo referido días atrás por Santiago Martínez: que le daba el carácter “sagrado de la legalidad” al estado. El documento era, al fin, la muestra palpable de la legitimidad del movimiento iniciado en 1857; la expresión oficial del estatus político que, hasta ese momento, para ellos, sólo existía de facto.
Los días siguientes se organizaron más diversiones en distintos rumbos de la ciudad, para incluir a la mayoría de la población en los festejos. La noche del 17 se organizaron dos bailes en barrios de extramuros: uno en la Alameda, en el barrio de Santa Ana y otro en la plaza del barrio de San Francisco. Y en las tardes del 18 al 23, se organizaron corridas de toros en la “Parada de la maestranza”, junto al baluarte de Santiago (Álvarez, 1912, t. II, p. 23). En todas estas diversiones, aseguró El Espíritu Público, la concurrencia fue numerosa.46 Finalmente, el 22 y 23 de marzo se efectuaron las celebraciones cívicas oficiales.
En la mañana del 22, en el palacio municipal, se publicó solemnemente el decreto, con la presencia de las autoridades y funcionarios del estado. Hubo música, cohetes, almuerzo para las tropas de Guardia Nacional y un “ambigú” para los concurrentes. El encargado del discurso de esa jornada fue Ignacio Rivas.47 La mañana del domingo 23 se realizó un paseo cívico, acompañado de los elementos festivos acostumbrados (música, cohetes, artillería). En la tarde, se ofreció un almuerzo en el cuartel del batallón “Libre” de Guardia Nacional, en el que hubo multitud de brindis y, por la noche, se organizó un baile, muy concurrido por hombres y mujeres, a decir del Espíritu Público.48
En el discurso que pronunció la mañana del 22 de marzo, Ignacio Rivas tradujo el significado del decreto, esto es, la consumación de la revolución y el inicio de una nueva etapa: “el 7 de Agosto de 1857 y el 19 de Febrero de 62, marcan los términos de una época de transición para nosotros, que ha concluido feliz y gloriosamente”. Rivas hizo un recuento de los sucesos de los años anteriores, bajo la idea de que todos ellos fueron guiados por la Providencia. Fue ella quien llevó a Juárez a Veracruz en 1858, desde donde extendió “su mano paternal a la afligida península” y aceptó que esta se dividiera mientras se arreglaban las diferencias. La Providencia también determinó, a decir de Rivas, que años después, cuando la invasión extranjera obligara a posponer el reconocimiento de Campeche por parte del Congreso del país, volvieran “al ejecutivo las facultades extraordinarias que tuviera cuando reconoció de hecho la escisión de Campeche; y como todo es providencial en este asunto, el mismo poder y hasta la misma mano que trazó el primer reconocimiento, escribe con letras de imperecedero fulgor en el gran libro de la historia mejicana, llenas de autoridad, estas palabras: Se erige en Estado de la Federación el Distrito de Campeche”.49
La forma “providencial” en la que se dieron todos estos sucesos mostraron la justicia de la causa campechana. “Dios estaba de su parte, porque su causa era justa, y la causa de la justicia es la causa de Dios”, afirmó Rivas.50 La idea de que la emancipación política estaba predestinada a suceder en un momento u otro, abonó a la postura expresada desde finales de 1857 por la clase política de Campeche y sostenida a lo largo de los siguientes años, esto es, que las diferencias, particularmente entre Mérida y Campeche, tenían como única solución la división territorial (Aznar y Carbó, 2007, p. 122).
Finalmente, cabe señalar que, en las ceremonias del 23, además de los gobernantes del estado, los empleados públicos, el Ayuntamiento y los habitantes de la ciudad, participaron representantes de todos los partidos del estado. Desde el día que llegó el decreto, Pablo García envió copias del mismo a los jefes políticos, junto con una circular en la que refirió que el gobierno se preparaba para solemnizar “muy especialmente” el suceso. García escribió que, sin embargo, “no quedarían cumplidos” los deseos del gobierno, si en las festividades de la capital no “estuviese representado todo el Estado”. Por ello, les encomendó dictar órdenes para que los ayuntamientos y juntas municipales enviaran un representante a las fiestas del domingo 23.51 Al incluir a todos los partidos en la celebración, se buscó simbolizar en el espacio público la cohesión entre todos ellos. Y al mismo tiempo, se expresó la potestad del gobierno sobre todo el territorio, incluyendo los partidos más lejanos del Carmen y Palizada. La celebración fue una ocasión propicia para reiterar la soberanía territorial, como lo hizo Ignacio Rivas al comenzar su discurso: “ha llegado el momento feliz en que pueda saludaros, habitantes todos de esta media península, desde Calkiní hasta los términos de Palizada, con el nombre legal de CAMPECHANOS”.52
Pero más importante aún: el día siguiente a la celebración, el lunes 24 de marzo, se inaugurarían las sesiones del Congreso local, y una semana después, el domingo 30, iniciaría el gobierno constitucional de Pablo García y de su vicegobernador, Tomás Aznar Barbachano.53 Después de los primeros años, en que las condiciones políticas fueron excepcionales, García sería gobernador como resultado de unas elecciones y no por una decisión tomada por un grupo reducido. La celebración también fue, entonces, un acto para legitimar al gobierno que comenzaría su periodo constitucional. El paseo cívico del 23 de marzo, precedido por Pablo García, fue la mejor manifestación posible de que él estaba a la cabeza del estado y de que la población, ahí representada, avalaba su elección al caminar por las calles de la capital tras él.
Las celebraciones de marzo de 1862 marcaron el final de una etapa en la vida política del estado. Como refirió Santiago Martínez en El Espíritu Público, el estado finalmente estaba “organizado constitucionalmente”; los ciudadanos habían elegido a sus gobernantes y la ley presidiría, a partir de entonces, las decisiones de estos.54 Sin embargo, esta nueva etapa no duró mucho, debido a la invasión francesa y al establecimiento del segundo imperio en México. Desde mayo de 1862, el buque L’Eclair bloqueó Campeche (Álvarez, 1912, t. II, pp. 25-28). En lo que restó del año y durante 1863, la situación política y económica en la ciudad se complicó: sitios cercanos fueron tomados o se pronunciaron a favor del imperio; el Carmen a finales de 1862 y Yucatán en julio de 1863 (Negrín, 2019, p. 165).
A mediados de junio de 1863, cuando el gobierno estatal recibió el decreto de Juárez que ratificó la erección del estado de Campeche, se encomendó dejar los festejos para otro momento, ya que junto con el decreto llegó la noticia de la caída de Puebla en manos del ejército francés.55 El contraste con el año anterior fue abismal y un indicio de que la soberanía del estado, recién consolidada, peligraba. Esto se confirmó en enero de 1864, cuando García capituló frente a las fuerzas francesas y yucatecas proimperialistas (Negrín, 2019, p. 165), dando fin a su primera etapa como gobernante del estado.
El grupo de Pablo García y Tomás Aznar Barbachano volvería al gobierno de Campeche tras la caída del imperio, en junio de 1867, y permanecería hasta ser desplazado por el de Pedro y Joaquín Baranda, en 1870. En esa etapa, las celebraciones cívicas también expresarían la cultura política y las tensiones entre las distintas facciones. Con el orden constitucional restablecido, las preocupaciones del grupo gobernante serían otras, como consolidarse frente a otros actores políticos locales y comprobar que permanecieron leales a la república en los tiempos de la monarquía. Este periodo, también importante, excede los límites de este trabajo. Por ahora, cabe ofrecer unas reflexiones finales sobre los años estudiados hasta aquí.
REFLEXIONES FINALES
Las celebraciones cívicas realizadas entre 1857 y 1862 fueron parte de la cultura política de quienes protagonizaron la emancipación de Campeche. Fueron, en principio, una herramienta de legitimación, ya que en ellas se representaba el orden político, al frente del cual estaba Pablo García -en cierto momento, acompañado de Pedro Baranda-, para quien fue importante que se reconociera su autoridad en estas ocasiones, al no ser electo constitucionalmente sino hasta 1862. Asimismo, fueron ocasiones en las que se difundió un relato de la historia del país, que se adaptó tanto a las circunstancias locales como nacionales, en especial las fiestas patrias. El recuerdo de la independencia de México sirvió para legitimar el movimiento de agosto de 1857 y, en los años siguientes, para defender la Constitución, las Leyes de Reforma y la separación de la Iglesia y el Estado. Esta defensa fue una forma de marcar la filiación liberal de Campeche y de mostrar cercanía con el régimen que encabezaba Benito Juárez; asimismo, sirvió para obtener el reconocimiento como estado por parte de este último.
Y, sobre todo, las celebraciones establecieron hitos y buscaron simbolizar una realidad, repetida en esas ocasiones: la existencia del estado de Campeche. La fiesta del 7 de agosto fijó un suceso fundacional y, además de legitimar el pronunciamiento, lo mostró como irreversible. La ceremonia fúnebre de 1858, que, aunque de manera ambigua, dotó de mártires al estado, contribuyó a esta idea: el sacrificio no había sido en vano porque el cambio político era definitivo. Elementos como el edificio de gobierno y la Constitución del estado, ambos solemnizados en las celebraciones, fueron una representación material del gobierno del estado; y ambos dieron cuenta de su carácter liberal. Finalmente, los festejos por el decreto de 1862 reafirmaron, ya con el sustento legal, lo que se había expresado en las celebraciones anteriores y relegitimaron al gobierno de Pablo García, mostrándolo a la cabeza del estado, finalmente como resultado de una elección.
El caso de Campeche resulta interesante para analizar las transformaciones que ocurrieron en las fiestas y ceremonias cívicas en un periodo relativamente corto, en especial en aspectos ligados a la separación de la Iglesia y el Estado y a la lucha contra el conservadurismo. El caso de Campeche dio cuenta del tránsito de la fiesta corporativa, con elementos religiosos, a una mayormente republicana y secular y del inicio de una “tendencia en ascenso en el uso del ritual político”, que continuó en las siguientes décadas (Campos, 2018, p. 64).
Este primer acercamiento al tema, que privilegia la visión del grupo gobernante en Campeche, deja ciertas líneas pendientes, que se podrán seguir en futuras investigaciones. Una de ellas son las tensiones que existieron con Yucatán durante todo el proceso de emancipación, que también se expresaron en los discursos de las celebraciones cívicas. Asimismo, por medio de otro tipo de fuentes, se podrá explorar, en la medida de lo posible, cómo asimilaron o cómo reaccionaron otros actores a las manifestaciones de la cultura política que aquí se analizaron. Y claro, será necesario indagar en las celebraciones de las siguientes décadas y en sus transformaciones.