En la segunda mitad del siglo XIX, y a raíz de la excesiva deforestación de los bosques mexicanos -como consecuencia de los constantes procesos de industrialización del país-, el gobierno federal implementaría el “Día de Árboles” con la intención de restaurar aquellos ambientes quebrantados (Urquiza, 2018). En este tenor, y a espejo de lo sucedido en otras capitales de la nación, el jefe político del territorio de Tepic animaba a la “plantación de árboles [por] la grandísima importancia y benéfica influencia en el estado higiénico en general”.1 Asimismo, la Junta encargada para ello -constituida por la oligarquía local- informaba que se habían plantado más de 2 000 árboles, entre fresnos y sauces, sobre las calzadas que conectaban a Tepic con el pueblo de Xalisco y con la hacienda de San Cayetano.2
Desde este momento, y hasta finalizar el periodo porfiriano, se haría un hábito el plantar árboles en los alrededores de la ciudad. Y es que, desde principios de este mismo siglo, Tepic sería descrito como un lugar densamente arbolado “por las hileras de árboles, jardines y paseos terraplenados, entre las casas, todo ello con un aspecto verde y fresco gracias al río que circunda la ciudad” (Murià y Peregrina, 1992, pp. 14-15). No obstante, dichas descripciones -hechas por locales o extranjeros-, no advertían la distinción de su dominio, por lo que determinar el alcance que tenía lo verde en el espacio público, se dificulta. Lo que sí es evidente, es que poco a poco el Ayuntamiento de Tepic emprendió la introducción de varios jardines durante este periodo porfiriano, con el mismo discurso de higienismo de la administración central.
Es así como Tepic contaría con una diversidad de espacios públicos ajardinados, los cuales en su mayoría conservaban -como común denominador- el verdor acostumbrado de sus periferias urbanas. Se trataba de lugares de encuentro social, concurridos de forma habitual por los habitantes, como los citados jardines de la Alameda y de las plazas Principal y de Azcona (Pérez, 1894). Además de hacer excursiones a pie, a caballo o en carruaje, en La Loma y El Paseo, la población oriunda y circunvecina las hacía con regularidad en algún paraje rural, con la intención de admirar el paisaje y de tener contacto directo con la naturaleza, para lo cual utilizaban los caminos de la campiña tepiqueña que conducían a la fábrica de Jauja o al poblado de Xalisco (Ramos, 2016).
A lo largo de los años, estos espacios públicos verdes se han visto transformados drásticamente, por lo que existen pocas evidencias físicas de su establecimiento. Por ejemplo, durante el periodo de posguerra, aunado a la llegada del automóvil, se disminuiría la tercera parte de su extensión y diversidad vegetal, debido a la constante incorporación de infraestructura y equipamiento urbano. Basta decir las pérdidas que han sufrido en su diseño primigenio, tanto en su trazo como en sus sistemas constructivos, aunado al hecho de que -hasta el día de hoy- existen vacíos legales para su preservación como inmuebles patrimoniales. Sin lugar a duda, serán las décadas finales del siglo XX las que mayores cambios realizarían en cuanto a imagen y paisaje en la ciudad.
El presente artículo se ha escrito con la intención de documentar la conformación de los espacios verdes de Tepic durante el porfiriato, cuando existió la intención de ajardinar la ciudad desde lo público. A partir de una postura hermenéutica se ha realizado la reconstrucción espacial de dichos jardines, donde se utilizó la producción historiográfica local y regional, a partir de las fuentes de información disponibles que incluyen cartografías, litografías, fotografías, periódicos y diarios de viajeros.
De esta forma, el texto se divide en cuatro partes. En la primera, se indagan las formas de pensamiento que hay detrás del origen de los jardines, tratando -fundamentalmente- de comprender su inserción dentro del espacio urbano; después, de manera cronológica, se describirá la historia del jardín en las ciudades decimonónicas mexicanas, buscando establecer una tipología urbano-arquitectónica de dichos espacios públicos verdes; luego, desde diferentes narrativas y representaciones -especialmente a partir del análisis cartográfico de la ciudad desde mediados del siglo XIX hasta principios del siglo XX-, se reconstruirán las transformaciones espaciales que históricamente han tenido los jardines y las plazas ajardinadas con que contaba ese Tepic porfiriano, divididas en dos capítulos; y, finalmente, se harán las conclusiones al respecto.
DE LA EPISTEME EN EL ORIGEN DE LOS JARDINES
La historia de los jardines se ha vinculado -usualmente- sobre dos cuestiones. Clément (2019) , desde lo utilitario, define que el primer jardín fue producto de la sedentarización, era un huerto donde existían hortalizas, frutas y flores -además de plantas medicinales y animales domesticados- de manera establecida, organizada y mesurada, dentro de un cercado protegido de lo exterior. El incluir un jardín “público”, como un vergel o un sembradío, en cercanía a los espacios habitacionales de una comunidad, no sólo auxiliaba a la función alimentaria, también a la idea de conservación y reproducción humana.
Por otra parte, Fariello (2004) , desde lo simbólico, indica que la mayoría de las antiguas civilizaciones han incluido -en el génesis humano- un jardín mítico. Además de ser etéreo e infinito, como lo dice el autor, era un lugar con una dimensión mágico-religiosa donde el alma de los humanos, después de fallecer, coexistía con lo divino, lo vegetal y lo animal de forma utópica, armónica e impasible. Es así que, esta alegoría del paraíso celestial se conservó en la interpretación de un paraíso terrenal, materializado y reproducido en tierras realengas, por ser la monarquía representante de Dios en la Tierra. Estos jardines “privados”, provistos de profusas narrativas mitológicas, configurados por una complejidad iconológica resuelta mediante la estética del momento, y sólo entendida por sus propietarios, se convertirían en lugares de contemplación que incluirían, poco a poco, elementos naturales no endémicos -como plantas de ornato (botánicos) y animales exóticos (zoológicos)-, logrando ser la representación exagerada de ese lugar paradisiaco.
No obstante, existen otras dos cuestiones respecto a los jardines. Una de ellas es la referencial: más allá del vínculo o conciliación entre naturaleza y humanidad, existe una concepción sensorial y corpórea respecto al espacio-tiempo en el que se están observando las variaciones cromáticas y morfológicas -por no decir más- de un jardín, desde las horas del día hasta las estaciones del año. La idea de que un jardín es un paseo también está ligado a la producción de un conjunto de experiencias por el sólo hecho de coexistir en él; y si Clément (2012) tiene razón, es el “jardín en movimiento”, en el que hay una perpetua modificación del espacio vegetal y del cúmulo de especies vegetales contenidas; y, cabría decir, que también en el ser que lo advierte.
Finalmente, está la cuestión higienista, implícita en los jardines decimonónicos. Ello se debe a que, según Sennett (1997) , durante la Ilustración, después de que la medicina descubriera el movimiento de la sangre y la respiración por los poros, la ciudad sería comparada con el cuerpo humano: los habitantes podían transitar las calles -venas y arterias- hasta llegar a los parques -pulmones-, donde estarían al aire libre en contacto con la naturaleza y fuera del alcance de los miasmas. Décadas después, como lo menciona Sánchez (2020), se implementaron diversas medidas sanitarias en las ciudades -como mejorar el suministro de agua y la instalación del alcantarillado-, con el objetivo de contrarrestar la ola de insalubridad y hacinamiento de la clase trabajadora durante la revolución industrial, advertido -inicialmente- en el Report on the sanitary condition of the labouring population of Great Britain de Chadwick, escrito en 1843, antecedente de la adición de espacios abiertos en la ciudad-jardín de Howard.
LOS JARDINES DECIMONÓNICOS MEXICANOS
En Occidente hubo un paralelismo histórico y una analogía morfológica entre los trazos de la ciudad y el jardín, esencialmente durante el Renacimiento (Aníbarro, 2018). Siglos después, los parques y jardines municipales de los Estados liberales, o la idea del espacio público verde en las ciudades, se dará a plenitud en la centuria del ochocientos. Capel (2002) relata que, después de la caída de las monarquías europeas -acrecentadas por la revolución francesa-, se tendría una política de apertura de los bosques reales y de los jardines privados que había en las fincas de la burguesía; esto a través de cesiones, adquisiciones y expropiaciones, para que auxiliaran con el ocio, esparcimiento, convivencia y exhibición de las diferentes clases sociales.
En cambio, para las capitales latinoamericanas, como lo manifiesta Arango (2012) , la introducción de estos parques fue una expresión modernizadora más, un fenómeno distinto y extemporáneo a la de sus predecesoras en Occidente. La autora advierte que el preámbulo de estos inmensos bosques tenía que ver con la institucionalización del planeamiento de las ciudades, y en su configuración estaba implícito un discurso higienista con el objetivo de embellecer la ciudad a partir de considerables expropiaciones de suelo para los municipios. Por ello, concluye que, antes de finalizar el siglo XIX, estos paseos existían para desplegar los diversos hábitos sociales que contenía la ciudad y que estaban construidos, no por una nostalgia de lo rural, sino por la democratización del espacio urbano.
La implementación de áreas verdes en las ciudades mexicanas decimonónicas se dio, básicamente, sobre tres razones. La primera, tuvo que ver con un asunto de salud pública y de prácticas higiénicas en el que, después de superar la idea del “mal aspecto” -que originaba el vaciar bacinicas o tirar basura a la calle-, se emprenderían diversos trabajos para solventar los crecientes problemas de abasto de agua, desagüe de drenaje y recolección de basura (Katzman, 2016). La segunda, emanó de las crecientes olas de vicisitud y criminalidad que se vivieron durante el primer tercio, atribuidos a la violencia de las guerras y a la división social (Vargas, 1998); generando, bajo la mirada burguesa de moralidad, una renovación por medio de lugares ajardinados, en el que las autoridades tuvieron un mejor control de las horas de descanso de la población, posibilitando -sobre todo- la vigilancia de una posible insubordinación de las clases trabajadoras, y así obtener el tan deseado bien común (Ribera, 2018). Y, la tercera, originada a partir del ocio, por la experiencia de sosiego que producía el tener contacto con el verdor de la naturaleza en el que, después de tener largas faenas, el estar en un espacio al aire libre favorecía a la despreocupación sobre las dificultades cotidianas; en esos momentos de distracción, el espíritu “se llenaba” de nuevos ímpetus para seguir con las rutinas de la vida.
Es así que, las calles y las plazas dejaron de ser el único lugar donde se realizaban diversas actividades; se aumentó la construcción de espacios específicos para los usos que ahí se hacían, haciendo que los jardines atendieran la recreación de la población bajo los ideales de higiene, estética y moralidad (Eguiarte, 1992). A partir de estas justificaciones, se facilitaría el resurgimiento de las alamedas en México, nombre que recibieron cotidianamente estos jardines. Según Ribera (2019) la mayoría se inauguró entre 1830 y 1850, a excepción de la que se hizo en la Ciudad de México en el siglo XVI, y de otras pocas que se delinearon en diversas capitales desde el siglo XVIII. De acuerdo con Castro (2001) , sus dimensiones se definieron según la importancia y tamaño de la población, así como de su potencial económico y nivel cultural dentro de sus regiones.
La tipología de dichos espacios versa sobre características similares a la primera alameda mexicana; y, de igual manera, a partir de esta, se fueron reproduciendo entre otras ciudades hasta llegar a las localidades más apartadas del país. Estas alamedas se localizaban en las periferias, sobre terrenos del fundo municipal, los cuales eran nivelados artificialmente para ser ligeramente planos, y ocupaban -por lo general- la superficie de una o varias manzanas de la retícula urbana.
Usualmente estarían cercanas a algún cuerpo de agua para conservar fértiles sus prados de manera permanente todo el año. Lo anterior, asistía a sustentar una diversidad vegetal que contradecía incluso su misma toponimia -terreno poblado de álamos-, provocando en el paisaje natural la nostalgia de lo ruinoso; la saturación de lo natural, por los ambientes desérticos, boscosos y hasta selváticos; o la intención de lo ecléctico, debido al cultivo de especies endémicas y no endémicas,3 estas últimas traídas de países americanos, asiáticos, europeos o africanos, por la facilidad que otorgaba la apertura económica del porfiriato.
También se alineaban sobre las vías principales de la ciudad, incluyendo una o dos entradas para facilitar el acceso de aquellos vecinos que se transportaban a caballo o en carruajes. Su trazo exterior se cuadraba4 cuando los terrenos eran de forma irregular, delimitándose con un cercado de mampostería, un muro de cantería o una verja de herrería. En cambio, su trazo interior se delineaba con una doble cruz superpuesta y circunscrita en un cuadrángulo,5 en el que sus veredas procedían de una rotonda central que contenía una fuente o una escultura -o ambas- con alusión a algún tema mitológico.
De igual forma, albergaban una tipología de mobiliario metálico que incluían bancas, quioscos, jaulas para aves y animales, invernaderos, juegos infantiles, o tenderetes para la venta de revistas y alimentos. Es aquí cuando se hacen notorios los catálogos de funderías francesas y estadunidenses, entre aquellos importadores que se dedicaban a ofrecer piezas prefabricadas de hierro fundido para su posterior ensambladura, adquiridas -regularmente- por gobernantes y oligarcas, ofreciéndoles la oportunidad de elaborar múltiples composiciones ornamentales en los jardines -ya fueran públicos o privados- a partir de una selección y planeación premeditada de los distintos diseños reproducidos en las láminas de dichas publicaciones (Dasques, 2005; Silva, 2012).
El linaje de donde proviene el diseño del jardín mexicano puede llegar a ser confuso, sobre todo, para advertir la fuente de sus intenciones. Sin embargo, existe una genealogía delineada con varias descendencias, donde concurre una hibridación de ideas a partir del contacto hispánico, entre Occidente y Medio Oriente; por ello, no es extraño encontrar en él una diversidad de influencias. Por ejemplo, lo hispanoárabe incluiría diversos elementos de una herencia mediterránea: chahar-bagh persas, peristilos griegos, pluvium romanos, jardinería bizantina palaciega y hortus conclusus monacales paleocristianos (Beruete, 2016). En cambio, los elementos que se inspiran a partir de lo europeo incluyen, desde el Renacimiento italiano, la fons-salutis, el giardino segreto y el piano nobili; desde el barroco francés, los parterres, los tapis vert y las grandes avenue; y desde el neoclásico inglés, las ruins y los distant follies (Steenbergen y Reh, 2001).
Por ello, para Fariello (2004) el jardín occidental del siglo XIX no deja de ser una yuxtaposición de ideologías no compatibles, por lo que su validez artística está comprometida. En ellos, según el autor, se incluía la estética del romanticismo, una compilación de flora y fauna exótica que simbolizaban la “multiplicidad del cosmos”, y el uso indiscriminado de motivos del jardín clásico, lo que a la postre se evidenció -aún más- con el contraste “deliberado” entre líneas y formas libres geométricas que trataban de higienizar, divertir y educar a los habitantes de las ciudades.
Aunado a lo anterior, la noción de lo público ya se había manifestado en México. De esta manera se imitaría un modelo de gestión con la idea de integrar suelo urbano privado para nuevas áreas verdes, tal como sucedería con la desamortización de los bienes eclesiásticos, a partir de las leyes de Reforma de 1856, en el que los atrios y huertos conventuales de distintas órdenes religiosas se convertirían en algunos de los jardines y parques de las ciudades mexicanas, especialmente las del centro del país. Plazola (2001) menciona que en la ciudad de México -durante el mandato de Maximiliano I-, se conectaría el Palacio Nacional con el Castillo de Chapultepec mediante una calle en diagonal, hecho así en semejanza al Plan Haussman parisino.6
Dicha vialidad tuvo cuatro denominaciones. A partir de 1864 Paseo del Emperador; en 1867 Paseo Imperial, consolidado en un camino arbolado con especies europeas que remataba en un bosque que incluía un zoológico diseñado por jardineros y naturalistas austriacos; después del derrocamiento del segundo imperio y el triunfo de la república, calzada Degollado; y, finalmente, desde 1872, Paseo de la Reforma, una moderna avenida ampliada con glorietas y árboles endémicos que se alternaban entre bancas de cantería y estatuas de la mitología griega (Martínez, 2005; Plazola, 2001).
Esta influencia francesa de lo verde permanecería hasta el porfiriato, cuando se introdujeron los jardines en las plazas virreinales, lo que para ese entonces eran superficies yermas y estériles de carácter multifuncional, donde se encontraban, de manera efímera: tianguis, ferias comerciales, corridas de toros, procesiones católicas, fiestas patronales, horca y picota o, incluso, ensamblar al ejercito -de ahí el nombre de Plaza de Armas-. Como lo indica Ribera (2019) , la llegada del liberalismo porfiriano las convertiría en lugares democráticos de encuentro social, delineando su nueva traza como un quincunce, el cual tenía un quiosco al centro para las bandas de música, bancas para disfrutar de lo vegetal, alumbrado a base de farolas para prolongar su horario de estadía y una “estatuaria de próceres” que conmemoraba las efemérides nacionales.
Asimismo, cabría aclarar que estos espacios públicos no serán los únicos remodelados bajo esta noción de ajardinamiento. Paralelamente, se adoptaría la reforestación urbana a partir de la introducción de nuevos parques y bulevares, a espejo -también- de lo que sucedía con otras ciudades capitales del mundo occidental. Capel (2002) destaca el trabajo de Quevedo en el que, desde la implementación de ciertas normas urbanísticas, trataría de ordenar y embellecer el crecimiento urbano de la capital mexicana por medio de calles arboladas y parques urbanos, además de advertir la necesidad de incluir nuevos jardines suburbanos “adaptados y diferenciados” para las exigencias de las distintas clases sociales.
LOS JARDINES DEL TEPIC PORFIRIANO
Los mapas que representan a esta ciudad, incluso los que la delinean décadas antes y después del porfiriato, advierten que el establecimiento de los jardines estaba directamente relacionado con tres componentes geográficos (Bazán, 1878; Couto, 1858; Huerta, 1880; Parkinson, 1922). El primero es, sin lugar a duda, la configuración topográfica sobre la cual está asentada la ciudad, un valle -el de Matatipac- rodeado de cerros que es atravesado por un río -el de Tepic-. El segundo, la articulación exterior-interior que tiene la ciudad para con su región, a partir de un sistema viario que la vinculó con otras localidades que definían su hinterland. Y, el tercero, la tensión y la disposición resultante entre ciertos elementos urbanos, que favorecerían la permanencia o la transformación de su paisaje.
Por ejemplo, Tepic limitaba al norte con el río referido, el cual inundaba constantemente la zona más baja en temporada de lluvias. Al oriente, disfrutaba de un vasto humedal, definido por un conjunto de ciénagas de suelos fangosos con mantos acuíferos cercanos al nivel de la superficie, que a su vez producían miasmas y neblinas matutinas a las que, en ese entonces, se les atribuían una infinidad de enfermedades respiratorias. Al sur, había una pendiente elevada y pronunciada que tenía su origen en la colina, que tiene como cúspide el conjunto religioso de La Santa Cruz de Zacate. Y, por último, al poniente, existía un conjunto de varios zanjones que desaguaban los escurrimientos pluviales del cerro de San Juan, que llegaban hasta el mismo río.
De esta manera, su esquema reticular, basado en las normativas urbanas del virreinato, se vería alterado por las fronteras antes mencionadas. Cuando su crecimiento urbano llegó a estos límites naturales la ciudad tuvo que adaptar su trazo, aunque no perdería, -por lo menos en su ideal- la esencia de seguir siendo una cuadrícula. Será evidente la curvatura que sufre su forma urbana al llegar a las periferias: los caminos que vinculaban a Tepic con Guadalajara, Xalisco y Compostela configurarían la del oriente; las curvas de nivel de la Loma de la Cruz delinearían la del sur; los zanjones que atraviesan la ciudad la del poniente; y los meandros del río de Tepic ajustarían la del norte.
Es a través de estos ajustes al plano urbano en el que se generaría una franja de jardines articulados e interconectados entre sí al poniente de Tepic, a excepción de la calzada de Los Sepulcros, que ligaba al cementerio con el oriente de la ciudad. No se tiene certeza si debido a las características topográficas de esta periferia poniente, este borde verde fue planeado para albergar dichos jardines a través de la donación, adquisición o expropiación de suelo urbano. Se trataba de un anillo segmentado extendido que recorría Tepic de manera lineal, desde el sur hasta el norte en un gran desnivel, iniciando en el atrio del templo de La Cruz, para ir cuesta abajo por la calzada de Los Zalates, hasta unirse con El Llano (actual parque La Loma), una colina que en su punto más bajo colindaba al suroeste con La Alameda, la cual estaba delimitada al poniente por un zanjón que -finalmente- linda al norte con El Paseo (actual parque Juan Escutia), una larga explanada que iba cerrando su anchura con las últimas manzanas del poniente. Dichos jardines serán los que ordenarían las periferias de ese Tepic porfiriano.7
Calzada de Los Sepulcros
Se trataba de un amplio camino arbolado, que vinculaba la última calle del oriente con el cementerio municipal. Originalmente se realizó con el afán de hacer ligero el camino al andante, sobre todo a los que cargaban el cuerpo del difunto en su tránsito hacia la capilla del camposanto, donde se realizaban las últimas exequias. No se sabe si esta calzada surgió de manera paralela al cementerio, el cual data desde 1838 (Murià y López, 1990), aunque su nombre aparece por vez primera en la cartografía de Bazán (1878) . Años más tarde se le llamaría calzada del Camposanto (Huerta, 1880).
A principios del siglo XX se le hicieron diversas obras, como plantaciones de árboles y reparaciones en el terraplén de sus cuatro avenidas.8 Además, se desazolvaría el cauce del arroyo de El Sabino, haciendo drenaje de él mediante una bóveda con más de 500 metros de longitud, con una sección de más de tres metros de ancho por un metro de profundidad.9 Un mes después, dicha canalización se ampliaría un poco más de 150 metros más hacia el norte.10 Estas obras permitirían, a la larga, el desagüe del mencionado cauce, además de preservar el verdor de esta calzada. Después de haber ampliado el mencionado cementerio en 1908 (Mejoras materiales…, 2010), Parkinson (1922) dibujaría esta senda con múltiples árboles sin una aparente disposición.
Calzada de Los Zalates
Se trataba del camino que conectaba al sur de la ciudad con el atrio del templo de la Santa Cruz de Zacate. Su nomenclatura resulta de la hilera de árboles que se encontraban ahí. Según López (2000) , estos fueron plantados desde los albores del siglo XIX por la comunidad franciscana, con la idea de que fuera placentero el andar a la cuesta arriba, debido a que “una hora antes de la puesta del sol, aparentemente toda la población se encaminaba en grandes grupos familiares a la iglesia de la Santa Cruz por un amplio paseo público, sombreado por cuatro o cinco hileras de castaños, que se extendía casi media milla afuera de la ciudad” (Murià y Peregrina, 1992, p. 15).
Asimismo, esta calzada estaba conectada a la distancia con la plaza principal, lo cual facilitaba el paseo de los vecinos hacia el mencionado conjunto, donde había “cinco líneas de altos árboles de castaños que se presentan en sus caminos, se extienden por la ciudad hasta ver la retirada iglesia de la Santa Cruz a un cuarto de hora de distancia” (Flores y Ramos, 2018, p. 102). Sin embargo, no podía pensarse en esta calzada separada de El Llano, un lugar de descanso para la sociedad tepiqueña, la que tenía la costumbre de ir: “Alrededor de las cuatro se dirigen hacia la iglesia de la Santa Cruz para asistir al oficio; esta iglesia está afuera de la ciudad, en un lugar delicioso, se llega por una hermosa avenida, cubierta de una espesa sombra que serpentea a través de las sinuosidades de un hermoso valle: éste es un lugar de encuentro para toda la población; los amigos se reúnen allí, y los amantes nunca faltan” (Flores y Ramos, 2018, p. 83).
Huerta (1880) advierte por primera vez la aludida línea de zalates, la cual iniciaba desde un espacio abierto colmado de frondosos árboles. Antes de terminar el siglo se habían terminado los trabajos de ensanche, donde se repondrían algunos árboles.11 Así también, su anchura fue dada con la finalidad de que el tráfico, tanto para los que la transitaban a pie como a caballo, se hiciera con una mayor afluencia, por la concurrencia que tenían las fiestas de La Cruz.12 Paralelamente, y con la intención de conservar la toponimia del conjunto religioso, se le llamaría calzada de La Cruz. Esta nomenclatura sería utilizada por Parkinson (1922) que, para ese entonces, ya indicaba por lo menos tres largas hileras de árboles.
El Llano
Sobre la periferia sur de la ciudad se encontraba una colina algo elevada que, desde el periodo novohispano, se le llamaba la “Loma de la Cruz”, por la cercanía que tenía con los terrenos del citado convento franciscano. Dicho lugar sería un punto de reunión y de descanso después de visitar este templo. El paseo estaba:
En las afueras de la ciudad […] un hermoso terreno con césped llamado El Llano (el nombre genérico para todas las llanuras similares), el más agradable paseo de los alrededores y muy utilizado para las carreras de caballos. El Llano es de tamaño considerable, y me ha tomado cinco minutos, en un caballo pura sangre a toda velocidad, para rodearlo. El terreno hacia el oeste se levanta desde aquí, hasta llegar a los pies de una montaña bellamente arbolada llamada San Juan (Flores y Ramos, 2018, p. 200).
Además, de ser el “paseo favorito de las familias de Tepic […]. De este punto, que es un poco elevado, se mira todo el panorama de la ciudad que es un conjunto de edificios y vegetación, elevándose a su espalda un altísimo cerro [el San Juan] y el elegante San Guanguey” (Flores y Ramos, 2018, pp. 289-290). En 1878, con la intención de privatizar esta área verde, el Ayuntamiento de Tepic negaría otorgar la cesión de esta loma para hacer un gran potrero.13 Por otra parte, Huerta (1880) esbozaría al Paseo de la Loma dentro de cuatro mojoneras perfectamente alineadas unas con otras para delimitar, finalmente, un cuadrado.
Y es que, una de las tantas diversiones de los tepiqueños, eran las carreras de caballos que se hacían aquí, como se narraba de aquel “domingo pasado [en que] corrió en la loma de la Cruz un caballo del Sr. Beyer con uno del Sr. Ceceña, siendo vencedor el primero. Había en toda la ciudad un vivo interés por esa carrera, a la que asistió una inmensa muchedumbre”.14 Años después, con el objetivo de recuperar este espacio, la oligarquía local -conformada por empresarios, profesionistas y comerciantes- realizaría una colecta para la creación de un parque, recaudando más de 450 pesos.15
En esta loma, cada 25 de julio se hacía -habitualmente- la celebración del santo Santiago Apóstol, inaugural patrono de la ciudad, donde también se efectuaban eventos musicales en las fiestas patrias a cargo de la Banda Municipal (López, 2000). Por ello, en 1892 “se inauguró en el paseo de la Loma de la Cruz, en conmemoración del descubrimiento de América, el kiosco que se estaba construyendo”,16 además de que se erigiría un Altar de la Patria.17 Asimismo, debido a los constantes accidentes, se corregirían: “Las irregularidades del piso del paseo público de la ‘Loma de la Cruz’ en el sitio donde giran los carruajes [así como] las obras de rebaje y terraplén para que, a distancia de unos 50 metros, quedando como centro el kiosco, se construya en círculo completo una pista de diez metros de anchura”.18
Para inicios de siglo XX, se señalaba que no tenían:
Plantas de ninguna clase, pero en la temporada de aguas se cubre enteramente de zacate de un verde variado. Lo agradable de este paseo le viene en primer lugar de que desde allí se domina toda la población, respirándose, especialmente, en el tiempo de calor, un aire fresco y agradable, y por estar rodeado de infinidad de hermosas huertas que ofrecen una vista deliciosa. En la temporada de aguas en ese lugar son de preferencia los paseos habiendo espacio suficiente y sobrado para coches, caballos y gente de a pie. En el centro tiene un kiosco de bonito aspecto donde se coloca la música en los días que hay paseo (Velázquez, 1908, p. 119).
Luego, Parkinson (1922) delimitaría al Paseo de la Loma con la acequia que lindaba sobre la periferia sur de la ciudad.
La Alameda
Aunque no se tiene referencia de su datación, se trata del primer jardín diseñado para la ciudad, erigido -al parecer- poco después de una reciente epidemia de cólera en 1833 (Ramos y Flores, 2023). Se localizaba en la frontera poniente de la ciudad, colindando con la garita de San Blas y uno de los tantos zanjones que descargaban los escurrimientos pluviales del cerro de San Juan. Se trata -posiblemente- de un terreno nivelado por medio de constantes movimientos de tierra, para así poder asentarse sobre una extensa plataforma. Se sabe que años antes de la primera mitad del siglo XIX, frente a sus puertas, ascendió y descendió un globo aerostático,19 la noticia más antigua de este jardín hasta el momento.
La Alameda estaba “cercada por un lado con un balaustrado de madera, asegurado en pilares de ladrillo enjarrados con mezcla sobre pretiles de lo mismo. Está plantada de árboles formando calles, de los cuales la mayor parte son naranjos pequeños entre los que hay multitud de rosales y flores del norte sembradas en cuadros” (Veytia, 2000, p. 22). Sería señalado también como “un bonito jardín, pero mal cuidado y con las barandillas y puertas tristes por la falta de reparación” (Flores y Ramos, 2018, p. 200). Por su parte, Couto (1858) delinearía a este jardín como un cercado dentro de una plataforma cuadrada que incluye 30 árboles cultivados en una retícula.
En 1867 se presentaría un proyecto de remodelación debido a que -como se mencionó- estaba en total descuido, pero lo único que se logró fue el colocar 20 faroles sobre los andadores principales en 1876 (López, 2000). Bazán (1878) trazaría la Alameda contenida en un cuadrado que tenía una hilera de árboles en dos de sus lados, y se aprecia que, dentro de una plataforma, había ocho caminos radiales alineados que conducían a una fuente -el origen geométrico de este esquema-, trazando una doble cruz, una en diagonal y otra en perpendicular, definiendo -a su vez- ocho prados triangulares y ocho ruedos que daban apertura visual hacia el sitio central.
En cambio, Huerta (1880) dibujaría en este jardín un diseño similar al anterior, a excepción de su centro. Se trataba de un cuadrado confinado por dos hileras de árboles, cercado por un cancel que tenía dos accesos y en su centro tenía un prado con una fuente contenida en una rotonda, a partir de la cual partían ocho radios para formar ocho prados triangulares. En ese año se colocaría “un enrejado de fierro […], un zócalo, una puerta de fierro y además se plantaron árboles” (Noriega, 1990, p. 166). Este jardín era:
Un espacioso parque formado por muchos corpulentos arboles de varias clases, por cedros y palmas diversas recortadas en distintas formas, por innumerables plantas que adornan aquel sitio en todas las estaciones con sus variadas y hermosas flores y por infinidad de prados arreglados artísticamente. Al derredor del parque y dentro de él hay una amplia calle para el paseo de coches y caballos y hacia dentro muchas callecillas para las personas de a pie. En el centro hay una fuente dentro de un círculo formado por hermosos praditos y adornado por varias columnas con macetas de plantas finas diversas. Todo el parque está cercado por una barda de mampostería como de dos metros de alto, teniendo al frente dos grandes puertas de fierro y una hacia el costado oriente. Aunque hay bastantes asientos, como los de fierro [que] están en muy mal estado y los otros [que] son de ladrillo, mucho afean aquel sitio, y si se pusiera un buen número de bancas de fierro, quitando las que existen, completarían el aspecto elegante de tan hermoso paseo, donde aún en el invierno abundan las flores de distintas clases (Velázquez, 1908, pp. 117-118).
Años más tarde, dentro del marco de celebraciones del Centenario de la Independencia de México, se construiría un monumento dedicado a Hidalgo (López, 2000). En el periódico El Eco de Tepic se reportaba que en la mañana se habían reunido más de 10 000 personas para presenciar la inauguración -por parte del jefe político- de la estatua del “Padre de la Patria” -fabricada en los talleres de la penitenciaría de Tepic-, además de un quiosco dedicado al cura Mercado y cuatro fuentes metálicas (Mejoras materiales…, 2010). El monumento sería demolido en 1913 (López, 2000) y el quiosco metálico sería sustituido por uno de concreto, años después (Toro, 2006).
La vegetación con que contaba la Alameda en este periodo era diversa. Se sabe que había platanares y fresnos, inclusive, había una formación de palmeras colocadas en fila sobre el acceso principal hacia la fuente central, llamada Paseo de las Palmas (López, 2000). Con el paso del tiempo la paleta vegetal se diversificaría aún más, pues había mangos, yambos, pomarrosas, clavellinas, y otros árboles de tipo frutal en sus prados (Toro, 2006). Sin embargo, en el periodo posrevolucionario, la Alameda transformaría radicalmente su trazo simétrico que la caracterizaba, tanto en sus prados como en sus caminos. Parkinson (1922) plasma un polígono irregular que conservaba una doble hilera de árboles, dividido por otros caminos interiores que cortaban en diagonal dos de sus caras, para así incluir una cancha de tenis, además de indicar la acequia que partía desde los manantiales municipales para conducir el agua que regaba sus prados. A través de los años, este jardín se convertiría en un espacio muy frecuentado por los tepiqueños durante algunos eventos sociales, como el mencionado “Día de Árboles” (Guerra y Hernández, 2017).
El Paseo
De forma paralela con la Alameda, El Paseo se consolidaría como otro espacio de encuentro social del Tepic porfiriano. Se trataba de un remanente que lindaba al poniente de la ciudad, entre el último caserío y el zanjón que continuaba aguas abajo desde la Alameda. Dicho paseo sería instalado sobre un terreno raso y abierto, delineado por un triángulo que apuntaba hacia el norte, del cual se narraba que a partir de:
Una de las calles principales [se] conduce directamente desde la Plaza [Principal] al Paseo […]. En el lado noroeste del Paseo está una de esas curiosas barrancas que antes he mencionado; es muy profunda pero estrecha y es atravesada por un puente, y es tan poco visible que, hasta estar a 20 yardas de la misma, un forastero no sabe de la existencia de tal lugar. En el lado oeste del Paseo se encuentra la Alameda […] El Paseo está lleno de los carruajes que hay en la ciudad, y aquellos que no lo tienen pasean por la Alameda (Flores y Ramos, 2018, pp. 200, 216).
Couto (1858) representaría El Paseo como una plataforma de plano invariable y desprovisto de árboles. Sin embargo, esta idea no permanecería por más de dos décadas, ya que Bazán (1878) delinearía, en el ahora llamado Paseo de la Reforma -imitando al de la ciudad de México- dos hileras de árboles alineadas a todo lo largo del terreno. De manera similar, Huerta (1880) plasmaría un jardín con un arreglo de tres hileras, las cuales parecen converger en un mismo punto, donde ya se hace presente un espacio construido. En este ambiente porfiriano, se haría la apertura del denominado “‘parque Porfirio Díaz’, que en tiempo no lejano será uno de los más hermosos y elegantes paseos, cuya inauguración, así como la colocación de la primera piedra del monumento que dedicará al ‘Padre de la Patria’, en el primer centenario de nuestra Independencia, [que] se llevaron a efecto el 15 y 16 de septiembre […] de 1906” (Adelantos y mejoras…, 1909, p. 37).
No obstante, como se ha referenciado, este monumento se colocaría en la rotonda central de la Alameda. De igual manera, años más tarde se mencionaba que existía “el proyecto de que en el lado que limita este paseo por el poniente, se construyan hermosos chalés, para lo cual se han ofrecido gratis los lotes que deseen con la condición de que se construyan aquellos” (Velázquez, 1908, p. 118). En 1910, en las crónicas del periódico El Eco de Tepic, por los festejos del Centenario de la Independencia, se narra que en el “Parque ‘Porfirio Díaz’ donde se verificaron las carreras de caballos y burros […], se repartieron obsequios de ropa a los pobres [y] se verificaron otras carreras de a pie y de cintas en bicicleta” (Mejoras materiales…, 2010, p. 41).
Después, en el periodo posrevolucionario, este jardín se hacía llamar parque Aquiles Serdán. Para 1918, bajo un programa de reforestación, serían plantados 200 árboles entre este parque y la Alameda,20 y se concluirían los trabajos de la calzada que unían al parque Aquiles Serdán, la Alameda y la Loma de la Cruz.21 Por su parte, Parkinson (1922) trazaría este parque con cinco hileras de árboles, sin ningún arreglo en particular. Además de jugar softbol, béisbol e incluso futbol -en un campo deportivo frente a la Alameda- se realizaban maniobras militares, celebraciones en días festivos y mítines políticos (Mejía y Villarreal, 2017).
LAS PLAZAS AJARDINADAS DEL TEPIC PORFIRIANO
El origen de estas plazas es muy distinto al de las áreas verdes antes citadas. El génesis de estas plazas respondió a una configuración dictada por las ordenanzas hispánicas, usadas desde la fundación de la ciudad en el siglo XVI. A la postre, una de las tantas funciones de las plazas virreinales, heredadas hasta el periodo decimonónico en Tepic, sería la de organizar el abasto, la distribución y el consumo de productos a través de una red de rutas comerciales, las cuales articulaban las garitas periféricas con las plazas menores hasta llegar a la plaza mayor (Ramos, 2016). Básicamente, se interconectaba la centralidad con los barrios satelitales y las vialidades regionales. Por ejemplo, en la cartografía de Bazán (1878) se advierten seis garitas y 16 plazas o plazuelas.
No obstante, al finalizar este siglo se ajardinarían poco a poco ciertas plazas de la ciudad, como la Principal, la Sanromán (actual plaza Juárez) y la Azcona (actual plaza a La Madre). Inclusive, la importancia por mantener el verdor de estos jardines se reflejaba en las partidas de “ornato público”, sufragadas por el Ayuntamiento de Tepic: de 1891 hasta 1892 había un jardinero y un regador para el jardín de la plaza Principal; un jardinero para La Alameda; cuatro mozos y un barrendero para las escuelas y plazas; un fontanero, un guarda de agua y un jardinero para el jardín de la plaza de Azcona (Pérez, 1894).
El jardín de la Plaza Principal
Desde la fundación de la ciudad, y hasta principios del siglo XIX, este espacio abierto se mantendría sin ornamento alguno; incluso, sin árboles que dieran cobijo a los transeúntes. No sería hasta después de las primeras tres décadas del ochocientos que se iniciaría un progresivo embellecimiento de su espacio, ya que dicha “plaza pública […] está adornada por árboles y bancas de piedra a su sombra” (Flores y Ramos, 2018, p. 57). Asimismo, “La plaza es un cuadrado perfecto, rodeado de bellos y simétricos portales, ocupados por el comercio de todo género. En su centro se eleva un surtidor, cuyas aguas se derraman en una fuente de mezquina construcción” (Flores y Ramos, 2018, p. 116).
Por otra parte, a su alrededor se encontraba “la iglesia, el juzgado o el lugar de reunión del Ayuntamiento (municipio) y los portales. Hileras finas de árboles rodean esta plaza, y además en medio tiene una antigua fuente” (Flores y Ramos, 2018, p. 199). No obstante, no siempre mantuvo el mismo tipo de vegetación, ya que “la plaza está circundada de corpulentos fresnos que tejiendo sus ramas espesas forman una sombra en toda la circunferencia sobre los canapés de piedra que tienen para sentarse” (Veytia, 2000, p. 21). Poco después, se describirá que esta plaza tenía:
Una fila de gigantes platanares corre alrededor de los cuatro lados, sombreando la arquería de los corredores de piedra en los que los comerciantes exhiben sus frutos, baratijas y artículos de vestir. Hay una vieja fuente de piedra en el centro, alrededor de la cual, bajo las copas de las alfombras de hierba, se amontonan colmadas de plátanos amarillos, chirimoyas cremosas, naranjas, y la grana, fruta en forma de huevo de la granada china (Flores y Ramos, 2018, pp. 142-143).
De igual manera:
La plaza abarca una superficie de cuatro acres, y en cada lado entre la calle y el paseo circundante hay árboles, pero no frutales, cada treinta pies, que extienden sus ramas y follaje generosamente y hacen frescos y acogedores los cercanos paseos. El paseo principal de la plaza se extiende sobre todo el circuito, y hay otros varios que llevan a la fuente juguetona y corresponden a los puntos octangulares de la brújula […]. Estos caminitos están empedrados con baldosas a lo largo del paseo principal las bancas están hechas de ladrillos semi-cocidos. […] La fuente es grande, con agua transparente y fresca, y la usa toda la población. […] El surtidor funciona de maravilla y no es raro que, en la mañana o por la tarde, suba tanto un arcoíris minúsculo que recompense la atención del observador. La pila tiene veinte pies de diámetro y cuatro de alto y está hecha de mampostería maciza, con paredes de cemento de dos pies de ancho. En un espacio de seis pies alrededor de su base hay losas que se unen con las del paseo principal. Un sauz cerca de la fuente extiende sus ramas graciosas y ondulantes sobre sus aguas refrescantes y atrayentes, y cierra la carta la descripción de esta bella plaza (Wheat, 1994, pp. 27-28).
Para 1866 se sustituyeron catorce farolas que funcionaban con queroseno, las cuales iluminaban con mayor intensidad la plaza.22 Años más tarde, y antes de acabar esta década, López (2000) menciona que se colocaría una reja de fierro forjado en su perímetro con cuatro entradas principales sobre las esquinas, se sembraron naranjos, se instalaron 17 faroles más que funcionaban con queroseno y tenían pedestales de cantería, se incluyeron dos fuentes con un vertedero en forma de cisne en su centro y, finalmente, se fabricó un quiosco de madera.
Esta progresiva transformación de la Plaza Principal hacia una ajardinada, fue consumada previo al inicio de la etapa porfiriana. Su imagen cambiaría radicalmente, al conformase varios prados a partir de líneas en diagonal que conectaban sus esquinas, para crear en su cruce el origen rector de su trazo. Es precisamente sobre este centro -y centralidad- donde se establecería el monumento a la pacificación del Distrito Militar de Tepic en 1874, el cual conmemoraba la disolución de las hordas “salvajes” de la sierra y el fusilamiento de su líder -Manuel Lozada-, incluyendo en él los nombres y rangos militares de quienes comandaban los batallones que dieron cuartel al aludido personaje (Velázquez, 1908). Años después, había tres fuentes, dos quioscos, cuatro estatuas en zinc que personificaban las cuatro estaciones, un ancho embanquetado en el exterior con canapés de hierro y faroles para el alumbrado (Pérez, 1894). Iniciando el siglo XX, el lugar era:
Muy hermoso por su variedad de arbustos y pequeñas plantas, su kiosco, su imponente monumento de la Pacificación de Tepic, sus elegantes bancas de fierro, sus artísticas fuentes, sus estatuas de bronce colocadas convenientemente y sobre todo con su variedad de flores que adornan en todo tiempo. El pavimento que está en muy mal estado, pronto se trocará en uno de cemento romano que le dará a la plaza un aspecto elegante. Las noches de los jueves y domingos hay ordinariamente serenata (Velázquez, 1908, p. 117).
Para celebrar el centenario de la Independencia, el jefe político obsequió al Ayuntamiento la instalación de casi 600 focos de luz incandescente, un nuevo quiosco de hierro vaciado que sustituyó al viejo de madera y la pavimentación de cemento en el cuadro externo de la plaza (Mejoras materiales…, 2010). También, se desmontaría su reja perimetral, se incluirían cuatro prados en forma de estrella que flanquearían los dos quioscos (López, 2000). Castillo (1973) comenta que durante el periodo posrevolucionario se plantarían varios naranjos, y también las características dos palmeras y dos araucarias, que fueron gradualmente sustituyendo a los laureles existentes.
Jardín Sanromán
El jardín Sanromán fue inaugurado en 1874 (López, 2000). Para incluirlo en la traza urbana de Tepic, fue necesario expropiar y derrumbar la totalidad de las fincas que se encontraban previamente en esa manzana (Peña, 1967). Su nombre se debe al primer jefe político del Distrito Militar de Tepic y fue realizado con el objetivo de abrir la perspectiva de las torres de vigilancia de la penitenciaría, construida previamente frente a él.
No sería hasta 1891 cuando se emprendió la construcción de un monumento dedicado a la memoria de este gobernante sobre el centro del jardín, con fondos arbitrados por la Junta de Mejoras Materiales (Pérez, 1894). Su trazo tenía cuatro veredas hechas de tierra apisonada que salían del centro en diagonal hacia las esquinas, conservando grandes prados que incluían varias especies de arbustos y plantas de ornato, con una fuente central de donde salía un robusto pilar que remataba con un copón. También habían “arbustos y pequeñas plantas de variadas clases, y como todos los jardines de Tepic, jamás carece de hermosas flores. En este jardín da audiciones dos veces por semana, en las tardes, la Banda de la Penitenciaría” (Velázquez, 1908, p. 118).
En 1910, el jefe político, con una comitiva para festejar el Centenario de la Independencia, se trasladó al jardín Sanromán a escuchar varias piezas musicales ejecutadas sobre una plataforma enrejada, para después declarar inauguradas las mejoras realizadas a la penitenciaría (Mejoras materiales…, 2010). Para ello, se instalaría un quiosco y varias bancas alrededor de los prados, además de construirse andenes de cemento (López, 2000). Su trazo era de ocho caminos radiales que partían de un mismo centro (Parkinson, 1922).
Jardín Azcona
En 1868, Miguel Azcona dona a la ciudad un predio para erigir un jardín en el corazón del barrio del mismo nombre (López, 2000). Castillo (1973) asegura que en la esquina noreste de este jardín colindaba al norte otro de mayor extensión, la única parte que conservaría la casa de los Azcona para su jardín. No obstante, Couto (1858) delinearía la manzana donde habitaba esta familia de forma irregular respecto a las demás, su paramento oriente estaría conformada a partir de varios quiebres.
Al inicio, este jardín era una plaza de comercio por estar lindante con el camino que conducía a San Blas o a Guadalajara (Ramos, 2016). Huerta (1880) trazaría una plaza ajardinada con una fuente al centro y una hilera de árboles en su perímetro. En 1896, en sesión de cabildo, se autorizaría ajustar e instalar el barandal de hierro que cercaba la Plaza Principal, además de construirse una nueva fuente (López, 2000). Asimismo, en reiteradas ocasiones se le quiso cambiar su nombre por el de Iturbide o el de Zaragoza. Sin embargo:
Este jardín, conocido más bien con el nombre de Azcona, está como a siete cuadras del centro de la población hacia el SE; es un poco más chico que el anterior [refiriéndose al Sanromán] y aunque también tiene bonitos arbustos y muchas pequeñas plantas siempre floreando, sin embargo, tiene un aspecto un poco agreste, tanto por no estar arregladas las plantas que lo forman, como por el feo barandal de hierro que lo circunda. Este como todos los paseos de esta ciudad, está siempre muy aseado (Velázquez, 1908, p. 118).
En 1910, tras las mejoras materiales hechas a la ciudad por el centenario de la Independencia, en este jardín “tuvo lugar la fiesta del pueblo y el regocijo rayó a gran altura. La Comitiva, formada al efecto, partió de la Casa de Gobierno rumbo al Jardín ‘Zaragoza’ para solemnizar la inauguración de las bancas de dicho jardín, la que resultó esplendida” (Mejoras materiales…, 2010, p. 41). Así también, se les colocarían ladrillos a los andenes y se iluminaría con farolas (López, 2000). En la cartografía de Parkinson (1922) se muestra el mismo trazo convencional de caminos en diagonal que van desde la fuente central, ajustándose así la irregularidad de su predio (véanse mapa 1 y figura 1).
CONCLUSIONES
En las ciudades del porfiriato, incluyendo las provincianas como Tepic, contaban con un conjunto de espacios públicos verdes de diversas tipologías. Su disposición tuvo como antecedente el -tan en boga- discurso higienista que trataba, en este caso, de mantener saludable el cuerpo humano de los habitantes, por el sólo hecho de estar alejados de posibles focos de infección y por el hecho de encontrarse al aire libre. Por otra parte, a través de ellos -específicamente de su utilización, apropiación y significación social-, se evidenciaba una actitud de progreso y una capacidad de modernidad, haciendo que permanentemente los usuarios trasformaran el paisaje de sus ciudades.
La adición de estas calzadas, paseos y jardines se hizo a partir de la disponibilidad de espacio público, fuera y dentro de las ciudades. Aquellos que se establecieron en las periferias, delimitarían una nueva manera de concebir la relación entre lo natural y lo urbano, ya que se encontraban circunscritos -en su mayoría- por una frontera de elementos y accidentes topográficos que, paralelamente, contendrían por un tiempo el ensanchamiento de la traza urbana. Por ello, la cualidad yerma e inhóspita de estos lugares, por estar en un principio deforestados, condicionaría la construcción de cierto tipo de representaciones imaginarias de la naturaleza, sólo por estar en cercanía con las montañas, llanuras y ríos que rodeaban a esas mismas ciudades. En este sentido, los usuarios de dichos lugares obtendrían una experiencia significativa, al estar sumergidos en un ambiente distante de lo civilizado que cotidianamente proveía lo urbano.
En cambio, aquellos que se encontraban en la centralidad de las ciudades se definieron a partir de constantes intervenciones de embellecimiento. Su gradual homologación vegetal y ornamental sólo pudieron darse a partir de la visión de los gobernantes, sobre todo en complicidad con la oligarquía local que -de forma aspiracional- deseaban tener un equipamiento de características similares al que poseían otras ciudades capitales, pues el objetivo estético -pero más político- era que fueran consideradas como semejantes. Debido a que se trataba de espacialidades previamente apropiadas, además de ser un dispositivo de control social y moral a través de ciertas costumbres elitistas, también se convirtieron en el lugar predilecto para implantar una iconología estatal que perpetuaba la historia nacional, institucionalizada por medio de un programa monumental de héroes, mandatarios y caciques, con la intención de dogmatizar ideológicamente a sus habitantes.
La constante alteración de estas áreas verdes advierte su azaroso devenir en su corta vida dentro de la historia urbana nacional. Comprender su estadía dentro de la ciudad, a través de las formas de pensamiento y aspiraciones de belleza, permitirá visibilizar la generación de diversos modos de vida desplegados en estos espacios públicos, y, sobre todo, explicar los procesos de conformación de identidad a través de la apropiación de dichos lugares. A la postre, más allá de lo público y lo privado, el verdor llegó a construirse como una imagen romantizada de la naturaleza, a partir de lo que se vivía, percibía y concebía en la ciudad porfiriana.