A finales del siglo XVIII, el clérigo jesuita Agustín de Barruel (1813) escribió en sus Memorias para servir a la historia del Jacobinismo que:
Desde los primeros días de la revolución francesa se manifestó, con el nombre fatal de Jacobinos, una secta, que enseña y sostiene, que todos los hombres son iguales y libres. En nombre de esta igualdad y libertad asoladoras los Jacobinos derribaron los altares y los tronos; y proclamando igualdad y libertad excitaron la rebelión y precipitaron los pueblos en la más horrorosa anarquía (p. V).1
Barruel argumentó que existía una conspiración jacobina internacional, la cual se propuso destronar a todos los reyes católicos y estaba consiguiendo victorias en Europa de manera paulatina, principalmente porque la juventud inexperta, así como los viejos ignorantes, eran seducidos y engañados a través de impresos impíos que, en nombre de la ilustración y el progreso, incitaban a vulnerar la religión, la disciplina eclesiástica y los regímenes monárquicos legítimamente constituidos.
El periódico El Defensor de la Religión, de Guadalajara, Jalisco, retomó el planteamiento de Barruel en 1827-1833. Sus redactores, pertenecientes al clero local, aseveraron que en México operaban “enemigos de Dios” que pretendían intervenir en la administración de la Iglesia -por ejemplo cobrando el diezmo o nombrando obispos-, debido a que fueron mal influenciados por filosofía impía que había sido desarrollada en la Francia dieciochesca. El gobierno diocesano tapatío estaba convencido de que la revolución francesa había suscitado la aparición de sectas que conspiraban para erradicar el catolicismo del mundo. Por ello, El Defensor de la Religión publicó en fragmentos diversos discursos en los que, además de defender la legitimidad del régimen de censura eclesiástica, establecido en México en 1821 -vigente hasta 1855-, argumentaba que los revolucionarios franceses, para triunfar, descatolizaron al pueblo estratégicamente, haciendo circular impresos impíos desde la década de 1750 y, tras llegar al poder, facilitaron la publicación de su filosofía falsa, empeñándose en que los lectores de todas las edades la leyeran.2
El periódico de Guadalajara asociaba la libertad de imprenta con la ruina de la religión. Afirmaba que la divulgación de publicaciones impías a lo largo del país estaba provocando que la población lectora gravitase en posturas jacobinas. En consecuencia, se propuso impugnar a quienes -desde su perspectiva- pretendían descatolizar al pueblo mexicano. Pero tal impugnación no estaba motivada por el afán de mantener un diálogo constante que enriqueciera una discusión pública; por el contrario, se alegó que los escritores ajenos a la jerarquía eclesiástica no debían tener el derecho de opinar sobre temas relacionados con la disciplina de la Iglesia porque no contaban con los conocimientos necesarios para hacerlo objetivamente, sin caer en el error.
¿Quiénes eran los “enemigos de Dios” a los cuales impugnó y buscó silenciar El Defensor de la Religión?, ¿cómo incidieron en la política mexicana?, ¿por qué el clero tapatío decidió combatirlos a través de la prensa? Estas preguntas orientan el presente artículo. Se parte de la propuesta de Brian Connaughton (2012, pp. 23-24), quien sugiere estudiar las actividades del sector eclesiástico de Guadalajara dentro de un proceso histórico amplio que va de 1788 a 1853, caracterizado por la lucha de la Iglesia a nivel global “por conquistar un espacio público tras la escalada revolucionaria ochocentista, que puso en entredicho los fundamentos de la sociedad civil afirmando la independencia de ésta frente a la institución eclesiástica”.3 Estamos ante una época en la que las sociedades occidentales experimentaron cambios secularizadores a los cuales reaccionó la Iglesia. El gobierno diocesano de Guadalajara interpretó dichos cambios con base en planteamientos similares a los de Agustín de Barruel; desde su punto de vista, la república católica mexicana era amenazada por proyectos descatolizadores sustentados en filosofía dieciochesca impía.
Este artículo se organizó en dos secciones. En la primera se examina por qué el clero de Guadalajara no se centró en tratar de limitar la circulación de los impresos que le eran adversos a través del régimen de censura eclesiástica que funcionó entre 1821-1855, sino que optó por combatir prensa con prensa. En la segunda parte se analiza quiénes y por qué fueron concebidos como una amenaza impía para el proyecto republicano católico de los canónigos tapatíos y, por lo tanto, fueron impugnados por El Defensor de la Religión entre 1827 y 1833.
EL RÉGIMEN DE CENSURA ECLESIÁSTICA EN MÉXICO, 1821-1855: ALCANCES Y LÍMITES
En otros textos ya he analizado la estructura y funcionamiento del régimen diferenciado en materia de libertad de imprenta vigente en México durante 1821-1855. Para los fines de este artículo, baste mencionar que el principio de exclusividad confesional implicaba la protección estatal de la fe católica. Por ello, si bien se permitió a los ciudadanos publicar ideas políticas sin necesidad de someterlas a censura previa, también se facultó al clero diocesano para organizar juntas de censura y decidir qué libros resultaban notoriamente irreligiosos y, por lo tanto, merecían vetarse. Sin embargo, toda prohibición eclesiástica debía contar con el aval del Congreso; además, los decomisos sólo podían ser efectuados por los jueces seculares o los alcaldes de los pueblos, sin su autorización, ningún funcionario civil o eclesiástico debía recoger obras prohibidas. Esta fórmula exigía la colaboración estrecha entre los poderes temporal y espiritual, pues la mala relación o comunicación entre ambos conllevaba la ineficacia del sistema.
Pablo Mijangos y González (2018, p. 108) afirma que el régimen censorio resultó notoriamente ineficaz debido a causas diversas. Por un lado, para que un texto pudiera declararse prohibido, por ley debía someterse a un largo proceso, situación que dificultaba frenar en términos prácticos “la avalancha de opúsculos y folletos anticlericales” tanto mexicanos como extranjeros que circulaban en el país. Por otra parte, los decomisos de libros raramente eran ejecutados por las autoridades civiles, “bien porque las reglas ataban de manos a las autoridades competentes o bien porque éstas no tenían la intención de conceder a la Iglesia un poder mayor del que ya tenía” (p. 110).
Entre los múltiples factores que explican la ineficacia del sistema de censura eclesiástica habría que mencionar la falta de una institución centralizada en materia de censura. Desde luego que se contaba con leyes y lineamientos generales que el Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos, órgano encargado de mediar la relación Iglesia-Estado, periódicamente recordaba a los gobiernos diocesanos. Sin embargo, tal Ministerio no organizó un índice general de obras prohibidas ni procuró que las juntas estuvieran en constante comunicación; su labor en lo que a la censura concierne se limitó a solicitar a cada obispado la elaboración de listas prohibitivas, algunas de las cuales se enviaron con motivos informativos a la capital del país, pero no se dieron a conocer en las distintas jurisdicciones eclesiásticas. En consecuencia, los gobiernos diocesanos no se enteraban de lo que se prohibía en otras diócesis, sobre todo en aquellas localizadas en la periferia del país. Así, las Juntas solían prohibir obras ya vetadas, lo cual implicaba tiempo malgastado. Por ejemplo, en 1828 se prohibieron en el obispado de Puebla Historia crítica de Jesucristo o análisis razonado de los evangelios, del barón de Holbach, y Proyecto de una constitución religiosa considerada como parte de la constitución civil de una nación libre e independiente, de Juan Antonio Llorente. Ambos títulos ya habían sido vetados entre 1823 y 1824 en las diócesis de Durango, Monterrey y Michoacán. El tiempo que la junta poblana demoró en someter tales obras a un juicio bien pudo ser aprovechado por los jueces para localizarlas y ordenar su decomiso.
Hay que considerar que tampoco existía una vigilancia constante de librerías y anuncios en la prensa, tal y como advirtió El Sol en septiembre de 1830: “muchos libros que enseñan el ateísmo, la irreligión y el más corrompido libertinaje […] se anuncian por la imprenta, se venden sin la menor contradicción”.4 Irónicamente, este periódico -publicado entre 1823 y 1832 en la ciudad de México- incluía en la última página publicidad de algunas librerías capitalinas, en las que era común encontrar obras prohibidas en distintas diócesis, como Novelas de Voltaire; La henriada; Nueva Eloísa; La Religiosa; El tío Tomás; La abadesa; Las ruinas de Palmira, y Sistema de la naturaleza.5
Como no existía una institución centralizada en materia de censura, con una burocracia encargada de supervisar el correcto funcionamiento del proceso de prohibición-vigilancia-incautación, las autoridades civiles decomisaban libros sólo cuando se interponía una denuncia o los agentes de las aduanas reconocían un título formalmente prohibido. En 1830, el librero francés Hipólito Seguín publicó un catálogo de las obras que vendía en su negocio, ubicado en Portal de los Mercaderes número 4, en la ciudad de México. El inventario, compuesto de 590 títulos aproximadamente, fue denunciado porque contenía dos libros vetados por el Consejo de Estado de Agustín de Iturbide el 27 de septiembre de 1822: El compadre Mateo y El sistema de la naturaleza y su compendio. El juez de letras, Agustín Pérez de Lebrija, acudió al establecimiento de Seguín para decomisar ambos títulos.6 No obstante, el catálogo también contenía tres libros prohibidos en la diócesis de Monterrey: Arte de amar; Novelas de Voltaire, y Proyecto de una constitución religiosa considerada como parte de la constitución civil, y nueve obras vetadas o en proceso de censura en el obispado de Puebla: Cartas persianas; Cartas a Eugenia; La abadesa; La religiosa; El Emilio; Julia o la nueva Eloísa; Contrato social; La henriada, y Apología de la constitución religiosa.
Entre 1825 y 1830, todos los obispados manifestaron su inconformidad con el régimen de censura eclesiástica y pidieron al gobierno federal reformar las leyes vigentes (Mijangos, 2018, p. 119). El ejecutivo sabía que el sistema era visiblemente ineficaz. En 1828 el presidente Guadalupe Victoria solicitó a los obispos que le enviaran las listas de libros que hubieren vetado junto con propuestas para mejorar la ejecución de las prohibiciones. En respuesta, Manuel Isidoro Pérez Sánchez, prelado de Oaxaca, recomendó adoptar dos medidas, en primer término,
que por una ley u orden se disponga que todas las aduanas así marítimas como fronterizas pasen a los respectivos ordinarios eclesiásticos de su demarcación lista de todos los libros y escritos que hubieren introducido en ellos […] y que sin un pase y visto bueno no se entreguen a persona alguna bajo cualquiera motivo ni pretexto y se alegue haciendo estrechamente responsable del cumplimiento de esta providencia a los jefes de dichas oficinas.7
En segundo lugar, propuso que los jueces eclesiásticos fuesen “reintegrados en la facultad de recoger por sí mismos los libros prohibidos y contrarios a la religión”.8 Es decir, que el obispo oaxaqueño aconsejaba a Guadalupe Victoria otorgar al clero mexicano las atribuciones que tuvo la Inquisición. En el siglo XVIII, el Tribunal del Santo Oficio participaba en la revisión de todas las embarcaciones, tanto las que arribaban en los puertos como las que salían de ellos, para evitar la circulación de escritos irreligiosos. Y por si esta medida no fuese suficiente, inspeccionaban las librerías y bibliotecas, lugares que estaban obligados a contar con una lista de las obras que poseían, así como con una relación de los nombres de los compradores (Ramos, 2013, p. 58). Tal vigilancia resultó imperiosa después de 1789, cuando la corona permitió oficialmente que el comercio entre España y Nueva España se realizara mediante barcos que cruzaban el Atlántico en solitario -llamados navíos de registro-, en lugar de las flotas, hecho que propició el incremento del tráfico de impresos. Hay que agregar que no existieron gremios ni cofradías de impresores y mercaderes de libros, porque el número de personas dedicadas a estos oficios era reducido; no es de sorprender que la monarquía no elaborara un reglamento para el ramo novohispano de librería. En consecuencia, la Inquisición debía observar con atención la actividad de cada comerciante (Moreno, 2017, pp. 31 y 34).
Las recomendaciones hechas por el obispo de Oaxaca reflejan las pretensiones del clero mexicano, que deseaba la posibilidad de ejercer la censura represiva y desempeñar funciones policiales sin la supervisión de las autoridades civiles. Esta intención no era una novedad. Desde 1825, José Nicolás Maniau, canónigo de la catedral de Puebla y del arzobispado de México, así como miembro de la junta eclesiástica de censura que calificó la Defensa de los francmasones, de Lizardi, solicitó al gobierno federal “los auxilios de que abundaban los Inquisidores para desempeñar su misión”, tales como “fiscales encargados, secretarios, calificadores, notarios, jueces y otra multitud de Ministros que se contaban por centenares, dedicados exclusivamente a las causas de Fe”. Para Maniau, la falta de esos auxilios entorpecía las labores de los censores eclesiásticos, se requería de empleados dedicados sólo a la persecución de libros prohibidos, pero también de que “los jefes de las aduanas tanto marítimas como terrestres detengan toda clase de libros, y entreguen las facturas a la autoridad eclesiástica para que las revisen”.9
Algunos clérigos intentaron extralimitarse en sus funciones, pero fueron sancionados. En 1827, el Senado reprendió al gobierno eclesiástico de Yucatán por divulgar una lista de libros prohibidos elaborada por la Sagrada Congregación del Índice y autorizada por el papa León IX el 6 de septiembre de 1824 (Mijangos, 2018, p. 110). Dicha congregación dependía de la Santa Sede y estaba encargada de publicar el Índice de libros prohibidos, así como edictos que indicaban qué títulos estaban vetados. Es importante aclarar que la Inquisición española contó con sus propios índices. En Nueva España, las prohibiciones vigentes eran aquellas que habían sido aprobadas por el Consejo de la General y Suprema Inquisición (también conocido como La Suprema), con sede en Madrid (Ramos, 2013, pp. 52-58).
La Cámara recordó al clero yucateco que toda disposición de Roma tenía que ser aprobada por el poder ejecutivo con el consentimiento del Senado o Consejo de Gobierno. Asimismo, pidió al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos que dictara las órdenes necesarias para que no volvieran a circular listas prohibitivas con desacato de las leyes (Mijangos, 2018, pp. 110-111).
Mucho más fuerte fue la reprimenda que el Congreso y el gobernador de Puebla, Cosme Furlong, hicieron al obispo Francisco Pablo Vázquez en 1832. El ordinario poblano fue un tenaz defensor de la supremacía pontificia, convencido de que, ante la falta de un concordato con la Santa Sede que otorgara el patronato a los gobiernos mexicanos, la Iglesia nacional debía ser autónoma frente al poder civil; por ello, el 4 de enero decidió publicar en su jurisdicción una lista de libros prohibidos sin la previa autorización de los congresos general o estatal.10 El hecho provocó una controversia que se vio reflejada en la prensa durante meses. Para El Fénix de la Libertad, “prohibir libros es un derecho de la soberanía; y como los eclesiásticos no lo tienen, cuando dan una prohibición de esta clase, cometen un crimen de usurpación, digno de severo castigo”.11
El 12 de abril de 1834, el Congreso de Puebla promulgó una ley, refrendada por el gobernador, que declaraba nulos los edictos sobre prohibición de libros expedidos por el obispo Vázquez, además, ordenaba que
Ningún edicto del reverendo obispo diocesano u orden de cualquier autoridad eclesiástica sobre prohibición de libros podrá publicarse sin aprobación del congreso.
A este se remitirán las listas de los libros que la autoridad eclesiástica quiera se prohíban.
Las autoridades eclesiásticas devolverán a sus dueños los volúmenes que se hayan recogido o entregado a virtud de los referidos edictos.
Este edicto se circulará a los curas o encargados de parroquias, a los capellanes, autoridades y oficinas eclesiásticas, quienes acusarán de recibo de él.12
Durante las décadas de 1820 y 1830 puede observarse, en los discursos y las prácticas del clero, la frustración provocada por la ineficacia del sistema de censura. El gobierno civil era consciente de la situación, pero no estaba dispuesto a otorgar a los eclesiásticos facultades para decomisar libros o revisar los títulos que llegaban a las aduanas, porque desconfiaba de ellos. Tal desconfianza se explica no sólo porque sacerdotes y obispos habían dado claras muestras de extralimitarse en sus funciones, sino también por la leyenda negra que giraba en torno a la Inquisición, como lo ha señalado Gabriel Torres Puga (2004):
Después de la Independencia de México, la Inquisición se convirtió en un símbolo recurrente del detestado pasado colonial. En numerosos textos -obras históricas, discursos y panfletos- los escritores nacionalistas concibieron al Santo Oficio como la reunión de todos aquellos elementos del mundo hispánico que los mexicanos pretendían borrar del futuro de la nación. Se pensaba en él como una pieza fundamental del engranaje colonial que había sometido a los mexicanos durante siglos (p. 7).
Para los gobiernos diocesanos resultaba evidente que el sistema de censura eclesiástica no funcionaba; sin embargo, era complicado pensar en acciones concretas para remediarlo. Los canónigos de Guadalajara consideraron que el régimen censorio era un sinsentido: el clero le notificaba al Congreso que un libro era impío y lo vetaba, pero los diputados podían rechazar la prohibición, a pesar de no ser expertos en temas religiosos. En 1830, el Cabildo eclesiástico tapatío notificó al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos que no se realizaron prohibiciones en los años veinte porque era inútil.13
Lo anterior no significa que el clero tapatío permaneció pasivo ante la circulación de impresos presuntamente impíos; por el contrario, entre 1821 y 1826 financió la publicación de folletos orientados a impugnar los textos que, desde su perspectiva, atentaban contra la Iglesia y la religión. Hacia 1827, Pedro Espinosa y Dávalos, quien fue miembro de la junta de censura eclesiástica de Guadalajara,14 fundó El Defensor de la Religión (1827-1833), dedicado a impugnar a quienes abusaban de la libertad de imprenta opinando sobre “los dogmas católicos, la disciplina eclesiástica, la conducta del clero secular y regular”.15 Este fue uno de los periódicos católicos más importantes del México independiente, publicado por seis años consecutivos, un periodo amplio para una época en la cual un rotativo difícilmente sobrevivía más de año.
Colaboraron como redactores de El Defensor de la Religión Francisco Espinosa y Dávalos (1801-1856), así como Pedro Barajas y Moreno (1795-1868). El primero era hermano menor del fundador del periódico, estudió en el Seminario Conciliar de Guadalajara, del cual llegó a ser profesor y rector. Del mismo modo que su hermano, ingresó al Cabildo eclesiástico en 1832 y fue diputado en el Congreso nacional en 1834. Por otra parte, Pedro Barajas se incorporó al claustro de catedráticos del Seminario en 1824; hacia 1832 ingresó al Cabildo eclesiástico y en 1835 fue electo diputado para el Congreso de la Unión (Bárcenas, 2023, p. 14).
De 1827 a 1830, El Defensor de la Religión se publicó los martes y viernes; en 1832 y 1833 se imprimió sólo los viernes, quizá por las ocupaciones de los hermanos Espinosa y Dávalos en el Cabildo eclesiástico. El periódico fue impreso en cuatro talleres diferentes: en la Imprenta de la viuda de Romero del 16 de enero al 27 de noviembre de 1827; en la Imprenta del C. Mariano Rodríguez del 30 de noviembre de 1827 al 14 de marzo de 1828; en la Imprenta a cargo del C. José Orosio Santos del 18 de marzo de 1827 al 9 de marzo de 1830, y en la Imprenta del C. Dionisio Rodríguez del 17 de agosto de 1832 al 24 de mayo de 1833 (Bárcenas, 2023, p. 15)
En lo que a la materialidad se refiere, El Defensor de la Religión tenía una extensión de cuatro páginas, aunque ocasionalmente, cuando se requería discutir un evento político polémico, se publicaban seis o más. No contenía imágenes. Tal y como la mayor parte de los periódicos y revistas de los siglos XVIII y XIX, puede considerarse un libro por entrega: la foliación era continua, de modo que si, por ejemplo, el número dos finalizaba en la página ocho, el número tres iniciaba en la página nueve. Esta estrategia editorial estaba pensada para que el periódico fuese coleccionado y empastado en volúmenes (Bárcenas, 2023, p. 21).
El Defensor de la Religión contó con un esquema administrativo que contempló la venta de suscripciones a través de sacerdotes, agentes y establecimientos de, por lo menos, Guadalajara, Lagos, La Barca, Zapotlán, ciudad de México, Querétaro, Durango, Zacatecas, Jerez, León, Colima, Aguascalientes, Xalapa, Veracruz, Oaxaca, Monterrey, San Luis Potosí, Tepic, Rosario (Sinaloa), Guanajuato y Ahuacatlán (ubicada en el actual estado de Nayarit), lo cual permite vislumbrar su importancia y alcance. Entre sus suscriptores figuraron personajes de la talla de Benito Juárez y Francisco Arroyo.16El Defensor de la Religión permite observar el modo en que el clero de Guadalajara concibió y combatió las propuestas secularizadoras difundidas a través de libros, rotativos, folletos y propuestas de ley, pero también ayuda a entender las circunstancias que propiciaron la emergencia de periódicos católicos.
LOS ENEMIGOS DE DIOS
Como ya se mencionó, El Defensor de la Religión surgió para impugnar a quienes, desde su perspectiva, abusaban de la libertad de imprenta, opinando sobre religión y disciplina eclesiástica, normalmente con el propósito de descatolizar al pueblo mexicano. El periódico sostuvo que sólo los clérigos deberían tener el derecho de escribir sobre las leyes, reformas, prácticas y aspectos reprobables del sacerdocio, de otro modo, se propiciaba el ataque constante al sector encargado de velar por la paz espiritual, así como el cisma de la sociedad católica. En consecuencia, se cuestionó la legalidad de múltiples folletos y rotativos que opinaron al respecto. Reiterarlo es importante para argumentar que la aparición de publicaciones en el México independiente no respondió únicamente a ese afán por escribir suscitado por la libertad de imprenta, sino también al interés por acallar. Ante la ineficacia del sistema de censura eclesiástica, una parte del clero mexicano decidió combatir prensa contra prensa.
Durante sus seis años de vida, El Defensor de la Religión se enfocó en condenar a:
Los periódicos que propusieron reformar la Iglesia nacional y criticaron ciertas prácticas del clero, como el celibato, el cobro del diezmo o la acumulación de riquezas.
Los personajes europeos dieciochescos tachados de impíos y/o herejes, a quienes se atribuía el haber impulsado el proceso de descatolización en occidente.
Los libros prohibidos que circulaban en México, acusados de corromper la fe de los ciudadanos en pos de provocar un cisma en el mundo católico. Analizar la crítica en torno a estos tres actores es importante para valorar hasta qué punto el clero tapatío fue receptivo de las ideas secularizadoras de la época y qué tipo de república católica estuvo dispuesto a apoyar.
De enero a octubre de 1827, El Defensor de la Religión atacó constantemente a La Palanca, de Guadalajara, principalmente por plantear que el sector eclesiástico sólo podía ejercer sus funciones sagradas por encomienda y autorización del poder civil. Para La Palanca, el clero era un empleado del Estado, que debería tener el derecho de limitar o retirar los servicios eclesiásticos, tal y como lo hacía con los militares y demás dependientes suyos. Por otro lado, El Defensor de la Religión argumentó que las acciones del clero no las legitimaba el soberano civil, sino, en primera instancia, Jesucristo, “de otro modo la religión no sería divina, sino la religión civil del impío Rousseau”.17 Y, en segundo lugar, el papa, el único facultado para gobernar la Iglesia y conceder a los Estados el permiso para intervenir en la administración de los obispados.
La controversia entre El Defensor de la Religión y La Palanca refleja uno de los principales problemas a resolver en 1821-1857: determinar si el patronato regio, concedido por los papas a la monarquía española, había cesado tras la independencia o era inherente a la nación. El dilema implicaba decidir qué tipo de Iglesia tendría México. Para discutirlo, el arzobispo Pedro José de Fonte, a petición de Agustín de Iturbide, convocó a una junta diocesana en 1822, a la que asistió un representante de cada obispado. La junta concluyó que el patronato había finalizado con la independencia, asimismo, defendió la figura del obispo como la máxima autoridad de las diócesis y abogó por construir una Iglesia nacional en comunión con Roma, pero autónoma en su relación con el poder civil.18 Esta postura fue respaldada en diversos momentos de los años veinte y treinta por la primera generación de obispos mexicanos. Sin embargo, el mismo año de 1822, el ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, José Manuel Herrera, refutó el posicionamiento de la junta, alegando que el patronato era un derecho inherente a la nación. Herrera argumentó que la independencia se consumó para preservar la religión católica, además, el Estado brindaba protección a la Iglesia, por lo tanto, no podía privarse al gobierno mexicano del patronato. De acuerdo con Sergio Rosas Salas, “las posiciones de la junta eclesiástica y del ministro José Manuel Herrera en torno al patronato abrieron un conflicto entre las dos potestades que se extendió hasta la Reforma liberal” (Rosas, 2015, pp. 162-165).
No es de sorprender que El Defensor de la Religión se enfocara en impugnar a otros periódicos. La poca actividad de la junta de censura de Guadalajara que he podido documentar revela que el clero, más que censurar libros en la década de 1820, se centró en condenar rotativos y folletos que propusieron reformar la Iglesia nacional. El Cabildo eclesiástico tapatío escribió a los gobiernos diocesanos de San Cristóbal de las Casas y Monterrey para instarlos a establecer medidas contra la prensa que promovía incesantemente el argumento de que el patronato era inherente a la nación mexicana y que inclusive los gobernadores tenían derecho a ejercerlo. Quizá la consulta de los archivos históricos de otros obispados revele que la actuación de los eclesiásticos de Guadalajara a nivel nacional fue más trascendental de lo que suponemos.
El periódico más rebatido por El Defensor de la Religión fue la Gaceta del gobierno del estado libre de Jalisco, con la que se polemizó reiteradamente de diciembre de 1827 a marzo de 1833. La primera serie de críticas se publicó luego de que la Gaceta divulgara una “traducción del francés” que cuestionaba a los sacerdotes faltos de preparación, quienes, en lugar de promover una religiosidad racional, promovían supersticiones y evitaban el progreso.19
Para la Gaceta era válido criticar los aspectos reprobables del sacerdocio, pues este se componía por hombres sujetos a la corrupción. Sin embargo, El Defensor de la Religión enfatizó que el objetivo de la traducción en cuestión era desprestigiar a todos los clérigos, tal y como lo hacían otros textos franceses, escritos por filósofos que desde el siglo XVIII estaban empeñados en descatolizar a los pueblos. Entre dichos filósofos figuraban Voltaire, Holbach, Rousseau, D´Alembert, Diderot, Volney y Bayle.20
El Defensor de la Religión afirmó que, cuando ciertos periódicos de Guadalajara, como la Gaceta, y algunos otros de la capital mexicana, como El Correo de la Federación y el Siglo XIX, criticaban al sacerdocio y lo asociaban con el oscurantismo, al mismo tiempo provocaban -queriéndolo o no- un cisma en la Iglesia católica, uno de los propósitos de los “impíos” franceses que buscaban crear religiones civiles alejadas de la verdad y de Jesucristo. Como prueba, el rotativo tapatío indicaba que los cuestionamientos al clero normalmente iban acompañados de proyectos de ley que planteaban la intervención estatal en la organización de la Iglesia; por ejemplo creando un sistema nacional de elecciones de obispos sin el aval de Roma.21
El Defensor de la Religión consideró que la influencia de los textos descatolizadores era patente en las propuestas discutidas en los congresos general y estatal, de ahí que rebatiera los supuestos fundamentos de ellas, acusándolas de impías. Baste mencionar que, entre el 20 de febrero y el 6 de julio de 1827, el periódico tapatío impugnó las PROPOSICIONES que el C. José Guadalupe Gómez Huerta, diputado propietario por el partido de la villa de Tlaltenango presenta a la alta consideración del honorable congreso zacatecano, las cuales circularon de manera impresa. En las PROPOSICIONES cuestionaba: ¿Por qué los zacatecanos deben destinar diezmos para la manutención de eclesiásticos de Guadalajara?, ¿por qué los zacatecanos ingresan sumas no pequeñas -con el nombre de pensión conciliar- al seminario de Guadalajara?, ¿por qué el Cabildo eclesiástico de Guadalajara gobierna a los clérigos de Zacatecas en lugar de nombrarse a un gobernador eclesiástico zacatecano? El Defensor de la Religión respondió que Zacatecas no era un estado totalmente soberano, pues históricamente estaba sujeto a la jurisdicción del obispado de Guadalajara, la cual no obedecía a acuerdos civiles; además, recordó que los recursos necesarios para cubrir los gastos de manutención de los párrocos zacatecanos provenían de Jalisco y la curia de Guadalajara administraba las obras pías de la entidad en cuestión.22
Para El Defensor de la Religión, un aspecto sumamente alarmante de las PROPOSICIONES era una referencia a Juan Antonio Llorente, utilizada para argumentar que una Iglesia nacional es libre, en contraste con una Iglesia sujeta a Roma, que depende del arbitrio de un papa con intereses políticos y económicos. El periódico tapatío expuso que Llorente era un autor prohibido en México, que desgraciadamente había seducido a Gómez Huerta; asimismo, alertó que en el país se “devoraban” los libros de otros autores impíos de moda, como Voltaire, Volney o Rousseau, cuya crítica a la curia romana era un pretexto para que los obispos nacionales disputaran los derechos que Jesucristo otorgó a los apóstoles y, por extensión, al papa, “vicario de Cristo”.23
El Defensor de la Religión supuso que, además de las PROPOSICIONES, otras propuestas de ley estaban influenciadas por filósofos descatolizadores dieciochescos. Sólo así explicaba que un sacerdote como José María Alpuche, diputado en el Congreso general, formulara un proyecto general “para el arreglo del ejercicio del patronato en toda la federación”,24 en el cual, ante la negativa de la Santa Sede de reconocer la independencia de México y la falta tanto de clérigos como de obispos, planteaba que el Congreso debía ejercer el patronato en toda la federación, creando una Iglesia nacional, independiente de Roma. Propuestas similares fueron realizadas por otros diputados a finales de los años veinte.25
Que El Defensor de la Religión asociara su lucha con un proceso iniciado en el siglo XVIII no era descabellado. Sus argumentos tampoco eran una novedad, pues premisas similares se desarrollaron durante el reformismo borbónico, el cual se propuso, entre diversas cuestiones, depurar la fe de las supersticiones, de modo que la religión pudiera practicarse por devoción y no por temor. Entre los ministros y funcionarios españoles prevalecía la imagen de un imperio hispánico corrupto donde los sacerdotes eran ignorantes, así como opresivos con su grey. Para acabar con la cultura de abusos e impunidad eclesiástica, se pensó que el clero debía ser supervisado.
Un objetivo central del reformismo borbónico era supeditar el clero a la autoridad real, para lo cual se requerían nuevas normativas jurídicas. En el marco de referencias intelectuales de los reformistas españoles dieciochescos, quienes se jactaban de sus ideas ilustradas, figuraban obras de católicos franceses que ensalzaban el poder monárquico, a la vez que cuestionaban el enriquecimiento e intervencionismo de la Santa Sede, que debería tener un papel meramente espiritual. Como ejemplos, baste mencionar los textos del abate Claude Fleury, el galicano Jacobo-Benigno Bossuet y François Fénelon, quienes fomentaron la consolidación de una Iglesia nacional que no estuviera sujeta a las órdenes directas de Roma, sino del rey. Las producciones de estos autores estaban traducidas al español y circularon en la península ibérica. También se sabe que el Catecismo histórico (1863) de Fleury se leyó en algunas escuelas de primeras letras tanto de Nueva España como del México independiente, así lo demuestran algunos periódicos;26 Anne Staples (1991, p. 496) incluso documentó cómo, en 1853, el gobierno exigió que en las primarias se utilizara de manera oficial la Historia sagrada, texto de Fleury basado en su catecismo. Pero, además de la literatura francesa, ejerció una fuerte influencia la obra del canonista belga Van Espen, en la cual se plantea que el papa no tenía autoridad directa legítima en los obispados nacionales, por lo tanto, cualquier intento de la Santa Sede de intervenir en los asuntos eclesiásticos de los Estados representaba una ambición absolutista reprobable (Connaughton, 2014, pp. 353 y 360).
Si el Estado mexicano dio continuidad a la política borbónica orientada a supeditar la autoridad eclesiástica al poder civil, el clero de Guadalajara combatió a los mismos referentes intelectuales de los reformistas dieciochescos. Así, no es de sorprender que El Defensor de la Religión incluyera en su última página la sección Noticias Históricas, dedicada a presentar de manera crítica la biografía de reformadores eclesiásticos tachados de impíos, descatolizadores y/o herejes. Con dicho apartado y otras secciones de corte histórico, el periódico tapatío pretendió impugnar a los supuestos artífices de aquellas políticas que planteaban la participación civil en la administración del clero nacional. Los personajes rebatidos de manera recurrente -en discursos publicados en varias partes- por El Defensor de la Religión fueron:
• En 1827: Juan Wiclef, Domingo Dufour de Pradt, Enrique VIII de Inglaterra, Scipion de Ricci, Juan Antonio Llorente, Lutero, Calvino, Ulderico Zuinglio, Felipe Melanchton, Benito Espinosa, Pedro Bayle, Phocio, Nicolás Antonio Boulanger, Luis José Felipe de Orleans, Honorato Gabriel Riquety conde de Mirabeau, George Danton, Maximiliano Isidoro Robespierre, Collot de Herbois, Nicolás Antonio Condorcet, Benito Camilo Demoulins, Matero Jourdan, Guillermo Dubois, George Fox y Pascual Quesnel.
• En 1828: Juan Antonio Llorente, Julián de la Mettrie, Lucilio Vanini, Thomas Hobbes, Diderot, Van Espen, Pascasio Quesnel, Eskel, Francisco Raynal, Ugo Grocio, Obispo de Mans, Jacques-Bénigne Bossuet, Voltaire, Henrique Gregoire y Francisco Grimaud de Velaunde.
• En 1829: Voltaire, Francisco Grimaud de Velaunde y Jansenio.
• En 1830: Jansenio.
• En 1831: Juan Antonio Llorente.
• En 1833: Juan Antonio Llorente.
El personaje más discutido por El Defensor de la Religión fue Juan Antonio Llorente, cuyo Proyecto de una constitución religiosa (1820) fue formalmente prohibido en los años veinte en los obispados de Durango, Monterrey, Michoacán y Puebla. Tal obra era bien conocida por los diputados de los congresos general y estatal, además de que era común verla anunciada en la prensa y las librerías, debido a cuestiones que ya analicé en otros artículos; por ahora, baste mencionar la falta de vigilancia y una burocracia especializada en materia censora. El Defensor de la Religión era consciente de esta situación; en julio de 1827 publicó un remitido del Águila Mexicana, donde se alertaba que
Se están introduciendo por nuestros puertos toda clase de libros impíos e irreligiosos; estos se venden con descaro en las librerías de esta ciudad, y en los periódicos se anuncian con atrevimiento; se hacen circular papeles en que se estampan máximas erróneas y hereticales y, en suma, con todo esto y mucho más se pretende erigir una batería con que destruir el templo y el altar, y levantar sobre sus ruinas el edificio horroroso de la irreligión.27
El Defensor de la Religión aseguraba que los efectos de “los libros de los herejes” y de “muchos cismáticos” eran patentes en la política mexicana, por lo cual era menester evidenciarlos y combatirlos. En consecuencia, entre el 19 de febrero y el 6 de junio de 1828 publicó “Discurso sobre prohibición de libros”. El periódico aseguró que “hace meses que deseábamos tocar con la extensión que se merece una materia tan importante a la religión y a la sociedad, que debe imperiosamente llamar la atención de los representantes del pueblo y de todo buen ciudadano”, pero las polémicas “del momento” lo impidieron.28 En dicho discurso se comentó qué libros debían prohibirse -a saber, los obscenos, los heréticos y los impíos-, cuál era su objetivo y quién los promovía.
El periódico tapatío insistió en el argumento de la descatolización. Afirmó que todos los libros prohibidos tenían la capacidad de atraer lectores por la elegancia del estilo y la exaltación de las pasiones, al mismo tiempo que corrompían paulatinamente la moral en pos de destruir las monarquías católicas, lo cual podía advertirse en la Francia dieciochesca:
Después de que la Francia por muchos siglos había profesado la religión católica, que estaba nutrida en sus principios, alimentada con sus favores, y regalada con sus inefables dulzuras no se podría, arrebatarla a aquellos infelices, sin excitar la revolución […]
Más de treinta años se estuvo preparando aquella revolución cuya época triste y funesta solo puede, y ni aún, compararse con los tiempos de los Nerones, Domicanos [sic], etc. Más de treinta años, repetimos, se estuvo preparando esta revolución haciendo correr los escritos de los Voltaires, Rousseaus, Condorcest, y otros energúmenos [sic].29
Intentando reforzar la asociación libro prohibido-violencia, El Defensor de la Religión relacionó el robo y los asesinatos con la corrupción de la moral provocada por la lectura de los también llamados malos libros. Afirmó que “hace diez y ocho años se vendían públicamente las obras de Voltaire, de Rousseau, Arte de amar de Ovidio, Ruinas de Palmira y otra multitud de libros aún más horrorosos como El Citador”, títulos que, en manos de un pueblo católico, sólo podían generar destrucción.30
Ante un contexto de crítica a la Iglesia, en el que además surgieron propuestas centradas en supeditar el clero al gobierno civil, El Defensor de la Religión se preocupó por defender la autoridad y autonomía del sector eclesiástico a la hora de vetar impresos. El 6 de junio de 1828, cuando finalizó el “Discurso sobre prohibición de libros”, se enfatizó que las prohibiciones de la Iglesia eran indisputables y debían ser respetadas por el poder temporal.31 Este asunto se comentó nuevamente dos años después, luego de que aconteciera el ya mencionado conflicto entre Cosme Furlong, gobernador de Puebla, y el obispo Francisco Pablo Vázquez, que culminó con la promulgación de una ley que determinaba que toda prohibición eclesiástica debía contar con la aprobación del Congreso estatal.
Entre el 24 de agosto y el 5 de octubre de 1832, El Defensor de la Religión publicó “Prohibición de libros”, texto en el que defendía la autoridad de Francisco Pablo Vázquez para vetar obras. Más que enfocarse en debatir el problema del patronato, eje de la discusión entre Furlong y Vázquez, se centró en mostrar que los obispos eran los máximos jueces de la fe, los más capacitados para “separar de los fieles el veneno que produce tantos desertores de la fe”. ¿Los diputados civiles eran aptos para reconocer la impiedad y conservar la religiosidad de la población? De acuerdo con el periódico tapatío, la aptitud para proteger la religión otorgaba a los prelados una autoridad indisputable.32
Para El Defensor de la Religión, una república católica sólo era posible si las autoridades civiles respetaban las decisiones del clero en lo que a religión y disciplina eclesiástica se refiere. Por ello, concibió como enemigos a impugnar a los tribunales civiles de imprenta que censuraron las publicaciones eclesiásticas. Y es que, así como las juntas del clero estaban facultadas para determinar si una publicación cualquiera contenía sentencias irreligiosas, los tribunales civiles podían censurar a un periódico religioso y decidir si atentaba contra el gobierno o incitaba a la desobediencia. Esta característica del régimen diferenciado en materia de libertad de imprenta generó una tensión constante entre los poderes temporal y espiritual que no pudo resolverse a lo largo del periodo 1821-1855.
Ya mencioné cómo una parte del clero consideraba que, en tanto no se realizara un concordato con la Santa Sede que otorgara el patronato al gobierno mexicano, los gobiernos diocesanos eran autónomos y soberanos, en el marco de un Estado nacional igualmente autónomo y soberano. Reafirmando esta postura, El Defensor de la Religión publicó el 7 de marzo de 1828 que “como la iglesia de Dios es una sociedad soberana e independiente, no tiene ni puede tener otras leyes para su gobierno que las que ella misma establezca, y las que le ha impuesto el divino fundador”. Esta declaración provocó que Fermín González, fiscal civil de imprenta, denunciara al periódico tapatío de sedicioso, toda vez que sugería que, en el orden civil, la Iglesia no debía respetar otras leyes que las que ella misma estableciera para su gobierno.33
El número correspondiente al 7 de marzo de 1828 fue calificado de sedicioso en primer grado por las diez personas que formaron el jurado civil de imprenta. Esto implicaba que se atribuía al editor de El Defensor de la Religión el haber perturbado la tranquilidad pública, abuso penado con seis años de prisión. Sin embargo, Pedro Espinosa y Dávalos pudo evitar la cárcel debido a que gozaba del fuero eclesiástico, el cual le otorgaba inmunidad respecto al poder civil. El periódico tapatío declaró: “No acusamos al fiscal C. Fermín González y a los diez jueces de hecho de enemigos de la religión de Jesucristo; los suponemos católicos como el que más; pero al mismo tiempo no podemos menos de lamentarnos de su ignorancia en materias religiosas.” Se pensó que dicha ignorancia había sido provocada por la lectura de libros impíos que, en lugar de ilustrar, sembraban el error y desinformaban. Por ello, el clero de Guadalajara estimó como imperioso contar con un Defensor de la Religión.34
CONCLUSIONES
A lo largo de este estudio pudo observarse cómo una parte de la prensa católica decimonónica no surgió con la intención de dialogar públicamente de manera constante, sino con el propósito de impugnar a quienes, desde la perspectiva del clero, no deberían tener el derecho de opinar sobre disciplina eclesiástica o cuestionar los aspectos reprobables del sacerdocio. La ineficacia del sistema de censura eclesiástica vigente entre 1821 y 1855 provocó que Pedro Espinosa y Dávalos decidiera combatir prensa con prensa.
A través de El Defensor de la Religión pudo percibirse a un clero tapatío reacio a incorporarse en un sistema político liberal con pretensiones regalistas, con profundas raíces en la España borbónica. La autonomía de la Iglesia frente al poder civil resultó central en el proyecto de república católica defendido por los clérigos de Guadalajara. Quizá la fuerte oposición a aceptar los cambios secularizadores de la época se debió a la firme convicción de que existían fuerzas impías dieciochescas detrás de todas las propuestas de reforma eclesiástica. Resultó notorio que el periódico de Guadalajara concibió sus acciones como insertas en un conflicto mundial iniciado en el siglo XVIII, que confrontó a personajes impíos que buscaban descatolizar a las sociedades occidentales con los defensores de la religión. De este modo, los principales “enemigos de Dios” que se impugnaron fueron: los rotativos que plantearon la necesidad de que el gobierno civil interviniera en la organización y administración del clero nacional, los reformadores eclesiásticos de la Europa dieciochesca y los libros prohibidos que circulaban en México, acusados de corromper la fe de los diputados de los Congresos general y estatal.
Para el Defensor de la Religión, los cambios secularizadores representaban un riesgo para la moralidad católica de la población, lo cual implicaba arriesgar la gobernabilidad, después de todo, en la vida independiente resultaba impensable regir un vasto territorio sin el cuidado de la fe, concebida como el elemento esencial que garantizaba la fidelidad de los ciudadanos hacia el Estado. En consecuencia, el periódico tapatío argumentó que la existencia de la república católica en el largo plazo sólo era viable si el poder civil respetaba las decisiones del clero en lo que a la censura se refiere.
Estudiar los periódicos católicos de la primera mitad del siglo XIX, ya sean mexicanos o de otras latitudes, permite entender cómo reaccionaron los cleros nacionales y regionales a los procesos secularizadores. ¿Existió afinidad argumentativa en la prensa católica europea y americana?, ¿el papa o los arzobispos dictaron líneas de acción a los gobiernos diocesanos? Con la presente investigación espero aportar elementos que permitan discutir las preguntas anteriores.
El Defensor de la Religión protagonizó en el México independiente el debate más largo sobre la relación de la Iglesia con los gobiernos civiles. Sin embargo, mientras que algunos impresos buscaron reflexionar a profundidad el problema del origen de la autoridad y los límites de la libertad de imprenta, el periódico tapatío buscó impugnar, pues, desde su perspectiva, los juicios de la alta jerarquía eclesiástica eran inapelables. En este sentido, puede decirse que El Defensor de la Religión fungió como un mecanismo de la censura eclesiástica orientado a intentar consensuar lo que podía opinarse.
El periódico tapatío dejó de publicarse en mayo de 1833, posiblemente debido a las ocupaciones de sus tres redactores, pues, como ya se mencionó, Pedro Espinosa y Dávalos fue nombrado canónigo de gracia y lectoral del Cabildo eclesiástico de Guadalajara en 1832, así como diputado en el Congreso nacional de 1834 a 1836, periodo en el que su hermano Pedro también ocupó una curul en el Parlamento. Por su parte, Pedro Barajas se incorporó al Cabildo eclesiástico local en 1832 y al Congreso nacional en 1835, del cual fue dos veces presidente y una vicepresidente (Bárcenas, 2023, p. 14). Es evidente que el equipo editorial de El Defensor de la Religión estaba conformado por prominentes eclesiásticos que se desenvolvieron en la política, lo cual quizá les impidió contar con el tiempo necesario para continuar escribiendo en la prensa; sin embargo, hace falta consultar más documentos para corroborar esta hipótesis.