La historia, como se dice, la escriben los ganadores. A pesar de ser un lugar común, este dicho reconoce que las relaciones de poder en una comunidad determinada permiten que una interpretación del pasado se vuelva hegemónica y otras sean marginadas y olvidadas. Durante la década de 1970, historiadoras feministas aplicaron este análisis para criticar la disciplina de la historia como “HIS-story” (la historia de él) y plantearon la necesidad de escribir “HER-story” (la historia de ella). Como señala Leila Rupp (2006) , estas historiadoras “querían hacer más que llenar los vacíos de la narrativa masculina”. Querían “usar lo que aprendimos […] para transformar la ‘narrativa maestra’”; en otras palabras, desterrar HIS-story a favor de una perspectiva historiográfica que diera la misma o mayor importancia a las mujeres que a los hombres (p. 468).
En su estudio del pensamiento político de las mujeres en Gran Bretaña y Estados Unidos, Dale Spender (1988) analizó este olvido aplicado al análisis feminista histórico. ¿Por qué -preguntó- se ignoraba que “había habido muchas mujeres en los siglos pasados que decían lo que decíamos nosotras en la década de 1970” (pp. 3-4)?, ¿por qué no formaban parte del canon de ilustres pensadoras las mujeres que criticaban la subordinación de su género y exhibieron los instrumentos usados por los hombres para ejercer el control político sobre ellas?
La respuesta sencilla a la pregunta -por qué no sabía de todas las mujeres del pasado que protestaron en contra del poder masculino- es que al patriarcado no le gusta. Esas mujeres y sus ideas constituían una amenaza política y fueron censuradas. Por ese medio, las mujeres se mantuvieron en la ignorancia, con el resultado que cada generación debía empezar casi desde el principio, y volver a forjar sus propias definiciones de la existencia femenina en un mundo patriarcal (p. 13).
De acuerdo con su juicio, las tácticas para silenciar las voces femeninas del pasado fueron las mismas que se usan para callar a las mujeres del presente: cuestionamientos a sus capacidades intelectuales, acusaciones de inestabilidad emocional y el acoso sexual. Al estudiar las reacciones históricas a las filósofas estadunidenses señala: “La filosofía de una [de estas] mujer[es] es superficial, su pensamiento es restringido y altamente derivativo; otra no es innovadora, sino una difundidora; otra no es de primer nivel, otra muestra deficiencias en sus capacidades críticas y analíticas; otra se basa en su personalidad, no en sus ideas; otra mostraba la capacidad de absorber, pero no para crear” (p. 26).
En otros casos, como el de Harriet Taylor (1807-1858), se cuestionó su autoría intelectual de los textos que firmaron y los atribuyeron a un hombre (John Stuart Mill). Spender (1988, pp. 187-189) encuentra que casi todos los biógrafos de las mujeres que estudia insinuaron que fueron enaltecidas, exageradas y, en no pocos casos, enloquecidas. Además, nota que siempre ha habido un esfuerzo por aislarlas, por negar que tuvieron interlocutoras con ideas similares y dudar que dejaron un legado intelectual importante.
Finalmente, Spender (1998) demuestra que los críticos apelaron regularmente a la sexualidad de las escritoras con el fin de socavar su reputación y la autoridad de sus ideas. A Mary Wollstonecraft (1759-1797) le criticaban por vivir en unión libre y tener una hija ilegítima (p. 155). Las obras de teatro y la poesía de Aphra Benn (1640-1689) fueron caracterizadas como sexualmente “obscenas,” “escandalosas” e “indecentes” (pp. 40-41). Un crítico literario del Saturday Review (1862) lamentaba que aún se pudieran encontrar los escritos de Benn en algunas bibliotecas, pero agradecía que “desde hace una o más generaciones, han sido expulsados de toda sociedad decente” (pp. 40-41). Por el contrario: “Los historiadores descartaron [la importancia de] las ideas y estrategias de Christabel Pankhurst [1880-1958] mediante un truco sencillo: la presentaron como una mujer frustrada pero también frígida, quien expresó sus decepciones reprimidas a través de una serie de exabruptos emocionales contra los hombres” (p. 32).
En breve, Spender argumenta que generaciones de filósofos, historiadores y críticos literarios emplearon estrategias discursivas reiterativas para ningunear a las mujeres intelectuales. El olvido en que su pensamiento yace, entonces, deriva casi exclusivamente de los ataques personales de quienes prefirieron descartarlas como inferiores intelectuales, locas y sexualmente reprobables, en lugar de discutir seriamente sus ideas.
El análisis de Spender (1998) sigue siendo relevante hoy. Como espero demostrar, las narrativas históricas más conocidas dentro de los movimientos feministas contemporáneos sirven para descalificar voces críticas y evitar debates incómodos alrededor de temas conflictivos. En este ensayo planteo que se trata de un uso político de la historia con una función específica: mostrar los desacuerdos entre feministas como una confrontación entre lo moderno y lo retrogrado. Dicho de otra manera, las voceras de estas narrativas de progreso buscan situarse en “el lado correcto de la historia,” marginando las voces disidentes mediante su asociación con el pasado, y empleando una retórica patriarcal que prefiere la crítica personal al debate de ideas. El resultado es el olvido deliberado de pensadoras y sus análisis críticos del patriarcado dentro de los feminismos.
Unas consideraciones hermenéuticas y metodológicas antes de proceder. Este artículo se enmarca en la historia de las ideas, específicamente del pensamiento feminista. No obstante, el objetivo particular es examinar el empleo de interpretaciones históricas dentro de los debates contemporáneos. De esta manera, se trata de un ejercicio de la historia del presente y ofrece reflexiones que puedan ser relevantes para el estudio de los feminismos fuera del campo de la historia. El enfoque de este artículo parte de un estudio del espacio mexicano, aunque los temas tratados son comunes al discurso feminista más extendido.
El artículo examina las interpretaciones históricas sobre el feminismo que se pueden identificar en tres espacios: los medios de comunicación, la academia y el activismo. En el primer apartado, analizo el discurso cotidiano en la prensa sobre la historia de los feminismos y el uso de la metáfora de las olas para presentar un movimiento en avance continuo. En el segundo subrayo las ideas, planteamientos y argumentos feministas que no tienen cabida dentro de esta narración de progreso, pese a que sean muy conocidos en la academia. El ensayo concluye con el examen del uso de esta narración histórica en un tema del activismo feminista -el comercio sexual-, con el fin de aplicar el análisis presentado a un caso particular.
LA NARRATIVA DEL PROGRESO DENTRO DE LA HISTORIA DE LOS FEMINISMOS
Sin lugar a duda, la definición más conocida del feminismo es la que retoma la Real Academia Española (2021):
Del fr. féminisme, y este del lat. femĭna “mujer” y el fr. -isme “-ismo”.
1. m. Principio de igualdad de derechos de la mujer y el hombre.
2. m. Movimiento que lucha por la realización efectiva en todos los órdenes del feminismo.1
Esta definición dice dos cosas: que el feminismo es un “principio” y también un movimiento que busca lograr ese principio. El precepto exclusivo perseguido es “la igualdad de derechos” sin contemplación de otro posible fin. En la siguiente sección hablaré de lo que está excluido de esta definición. Por lo pronto, sólo quiero mostrar las implicaciones de esta definición y cómo están replicadas en el periodismo. Para ello, revisé algunas de las publicaciones en medios mexicanos recientes que abordan la pregunta: ¿qué es el feminismo?
El primer ejemplo es un video de UnoTV (2019) que explica que hay muchos feminismos, pero que todos comparten unos principios básicos, desglosados como “derechos” que apuntan a la igualdad entre hombres y mujeres. Una segunda referencia es un artículo de 2022 de Rocío Muñoz Ledo en CNN en Español, en donde define el feminismo como “el reconocimiento de la igualdad entre hombres y mujeres en los ámbitos social, económico y político” y señala que “el feminismo surge como respuesta a las tradiciones occidentales que restringen los derechos de las mujeres” (Muñoz-Ledo, 2023). De este modo, la asociación entre feminismo y derechos vincula este movimiento inexorablemente con la historia occidental y los debates sobre la igualdad propios del liberalismo.
Isidro H.Cisneros (2022) adopta esta misma perspectiva en una columna de opinión: para él el origen del feminismo “se encuentra en la Ilustración que es el momento histórico en que se reivindica la individualidad, la autonomía de los sujetos y de los derechos humanos”. Finalmente, en el artículo “Feminismo y las olas y en la historia” (2020), publicado en El Universal, se define al feminismo como un movimiento en tres tiempos: el feminismo “ilustrado” y europeo que buscaba “el voto, el trato legal igualitario y por una mejor educación”; el movimiento de la liberación sexual con origen en Estados Unidos que peleaba “los derechos sexuales y reproductivos femeninos, así como la penalización del abuso sexual, el acceso a métodos anticonceptivos y el derecho al aborto”. La tercera ola estaría situada en la década de 1990, y se vincula con la obra de Judith Butler y los temas de género.
Como queda ilustrado en el último ejemplo, la presencia de los derechos en la narrativa histórica es el discurso ilustrado del progreso, expresado vía la metáfora de las olas feministas. Las historiadoras atribuyen la acuñación de este símbolo-término a las feministas estadunidenses que se radicalizaron en el movimiento de los derechos civiles durante la década de 1960 (Echols, 1989). En un artículo del New York Times Magazine con fecha del 10 de marzo de 1968, Marsha Weinman Lear lo retoma para describir el activismo del momento: “En breve, el feminismo que se hubiera imaginado tan muerto como la cuestión polaca es de nuevo un tema. Sus proponentes lo llaman la Segunda Ola Feminista, la primera fue la que menguó después de la victoria del sufragio” (Henry, 2004, p. 58).2
Al decir de Astrid Henry (2004) , las feministas de “la segunda ola” querían distanciarse deliberadamente de la Organización Nacional de Mujeres (NOW, por sus siglas en inglés) y, sobre todo, de una de sus fundadoras, Betty Friedan, autora de La mística de la feminidad (2009), a quien asociaban con el liberalismo burgués.3Preferían una cronología que postulaba la muerte del feminismo a causa de la aprobación de la 20ª enmienda en 1920, y su “renacimiento” posterior en su activismo (Henry, 2004, pp. 60-68). Las feministas de la segunda ola, entonces, concebían al feminismo liberal y su énfasis en los derechos como reliquia del pasado; plantearon en cambio, un nuevo feminismo que buscaba “la Liberación de la Mujer”.4
La idea de una tercera ola feminista también proviene de la historia estadunidense: de acuerdo con Henry, se atribuye a Rebecca Walker (hija de la womanist Alice Walker) la popularización de “la tercera ola feminista” en una serie de artículos que escribió en la revista Ms. durante 1992 (Henry, 2004, p. 23). No obstante, parece que el término ya se empleaba a finales de la década de 1980 y como tal está apuntado en un texto de Deborah Rosenfelt y Judith Stacey publicado en Feminist Studies en 1987 (Henry, 2004, p. 23).
En un primer momento, la tercera ola se asoció con las feministas de color de Estados Unidos que querían enfatizar las contribuciones de las afroamericanas y de otras mujeres racializadas. No se pensaba como el marcador de un cambio generacional, sino como el reconocimiento de un movimiento contemporáneo pero marginado. No obstante, y de acuerdo con la interpretación de Henry, muy pronto adquirió un sentido que le vinculó con las hijas de “la segunda ola” (como Rebecca Walker). A partir de entonces, las autodenominadas feministas de la tercera ola plantearon su activismo como una regeneración dentro del feminismo que corregía los errores de la “segunda ola”, sobre todo, su percibida exclusión de voces racializadas, su activismo en contra de la industria pornográfica y la prostitución, y su separatismo que incluía la adopción de lesbianismo como posición política (Henry, 2004, pp. 288-114).
Hoy se empieza a hablar de una cuarta ola feminista para referirse a las generaciones posteriores al feminismo noventero y de principios del siglo XXI. Como han hecho sus antepasadas, las proponentes de esta periodización están convencidas de que los objetivos de esta nueva ola son distintos o bien, mejoran aspectos de las previas. En el artículo de El Universal que cité arriba, su autora no identificada postula, por ejemplo, que se puede sugerir que “inició en 2012 bajo el contexto de las redes sociales, en el que surgieron redes de apoyo y de denuncia por casos de acoso, hostigamiento, abuso, violaciones, violencia doméstica y sexual, así como los feminicidios” (Feminismo y las olas en la historia, 2020). La periodista boliviana Elizabeth Parcerisa (2019) caracteriza la cuarta ola por su enfoque interseccional y plantea que entre sus filas se encuentran por primera vez “grupos LGTB+ que también sufren las consecuencias de un enemigo común: el heteropatriarcado”.
Para concluir esta sección, hay que señalar que la metáfora de las olas ha recibido fuertes críticas desde la academia (Cano, 2018; Cano y Espino Armendáriz, 2023). En México y América Latina se suele advertir que se trata de la imposición de un marco de referencia externo a la historia doméstica (Bartra, 2020). Los movimientos de mujeres latinoamericanos, por ejemplo, no entraron en declive a principios del siglo XX, pues las primeras cinco décadas presenciaron campañas diversas tanto a nivel doméstico como en la esfera internacional (Barrancos, 2020; Lavrin, 1998; Merino, 2019; Miller, 1991). En este sentido, la celebración de Congreso Mundial del Internacional de la Mujer, en la ciudad de México en 1975, se debía más al trabajo de las activistas previas, que al de las mujeres que llegaron al feminismo en la década de 1970 (Lau, 1987; Olcott, 2017).
En la academia anglófona, por otra parte, se señala que ese relato reduce el feminismo del siglo XIX a una mera lucha para los derechos políticos entre las mujeres blancas, e ignora las participaciones de mujeres de color, tanto en el siglo XIX como en las décadas de 1960 y 1970 (Browne, 2014; Hemmings, 2011; Hewitt, 2010). Al decir de Justyna Wlodarszyk (2010), si la metáfora de las olas tiene alguna función dentro del discurso feminista anglófono, es como una muletilla que permite a una generación diferenciarse de las anteriores y emanciparse de la tutela de las madres simbólicas del pasado.
LAS VOCES SILENCIADAS POR LA NARRATIVA DEL PROGRESO
La narrativa histórica sobre el feminismo que acabo de describir simplifica y distorsiona una historia mucho más compleja de pensadoras y activistas. Reproduce un “gran modelo hegemónico”, y contribuye así -según Chela Sandoval (2000) - a “legitimar ciertos modos de cultura, consciencia y práctica” (p. 60) y marginar otras perspectivas críticas. Como anotó Amneris Chaparro (2022) en un texto reciente sobre la metáfora de las olas, hay un problema de “autoridad epistemológica” al escribir la historia del feminismo; específicamente “quién o quiénes tienen el poder para determinar que un acontecimiento es suficientemente notable para formar parte de una ola, o incluso inaugurar una nueva ola” (p. 85). En este apartado quiero reseñar -aunque sea a vuelo de pájaro- algunas de las perspectivas que quedan relegadas en esta narrativa. Este repaso busca recordar las complejidades y riquezas del pensamiento feminista, así como servir de contexto para el análisis subsiguiente.
Algunos planteamientos que desaparecen al priorizar la narración de una gradual adquisición de derechos e igualdad son los que buscan “liberar” a la mujer del patriarcado y otros sistemas de opresión y, por ende, enfatizan temas de violencia y explotación más que derechos e igualdad. Como mencioné, esta tendencia se ha asociado con la “segunda ola” del feminismo, por consiguiente, se asume que ha sido superada por las subsiguientes (Hemmings, 2011). La historia del activismo político de las mujeres, en cambio, sugiere que el pensamiento emancipatorio está presente en su análisis desde mucho antes del siglo XX. Mujeres en todos contextos y geografías han notado y quejado de la violencia masculina, pero sólo el desarrollo de la esclavitud racializada por parte de los imperios europeos en la temprana modernidad, y la crítica política que recibió, ofreció un punto de comparación a las pensadoras de ascendencia europea. A partir del siglo XVII el reclamo emancipatorio se expresó mediante el argumento de que las mujeres compartían la condición de persona esclavizada con el hombre negro (Duran, 2013, pp. 36-46). La inglesa Mary Astell en Some reflexions on marriage preguntó, por ejemplo, “¿si el hombre nace libre, como es que la mujer nace esclava?” (Astell, 2015, p. v; Broad, 2014; Hufton, 1998).5
Desde luego, esta analogía pasaba por alto la situación de las mujeres de ascendencia africana que eran esclavizadas y explotadas muchas veces por otras mujeres (Jones-Rogers, 2019).6En el contexto del movimiento abolicionista estadunidense, las primeras activistas afroamericanas, Maria Stewart, Frances Harper y Sojourner Truth enfatizaron hábilmente esta explotación (Freedman, 2003, pp. 75-79; Stansell, 2010, pp. 33-34; Terborg-Penn, 1998); pero, fuera de esos espacios, la pregunta que hizo Astell resonaba entre las mujeres que no habían sido esclavizadas a razón de su etnia. Para dar un solo ejemplo: Julia Montero, una de las primeras feministas mexicanas, escribió un artículo en 1884 titulado precisamente “La esclavitud de la mujer”.7En este texto, Montero no sólo rechazó la idea de que la mujer era “inferior al hombre”, sino que señaló que “la despótica servidumbre” en que se encontraba era resultado de la violencia masculina que había abusado de “su fuerza” para erigirse en amo (Tuñón, 2011, pp. 73-76).
Por otra parte, el discurso sobre la liberación femenina tenía dos vertientes distintas en el siglo XX, ninguna de las cuales se limita a las décadas de 1970 o 1980. Las feministas radicales se inspiraban en el análisis marxista para denunciar una explotación deliberada por parte de los hombres como clase para aprovechar de su labor doméstica y sexual, con el fin último de controlar sus facultades reproductivas y sus eventuales hijos. Postularon que la explotación del cuerpo femenino era la primera y original opresión, anterior a la esclavitud, el capitalismo y el racismo (Lerner, 1987). Consideraban que todas las demás opresiones estructurales se basan en esta dominación inicial que denominan el patriarcado. Kate Millet (2016), Andrea Dworkin (1981) y Susan Brownmiller (1976)masculina se debía a la violencia física y sexual que los hombres ejercían sobre las mujeres. La poeta estadunidense Adrienne Rich (1994) identifica “la institución de la heterosexualidad” como pilar del patriarcado: el papel reproductivo gestante se presenta como el objetivo natural (y, por ende, socialmente obligatorio) de las mujeres, con el fin de rechazar la homosexualidad como algo anormal o antinatural. Por esta razón, la mexicana Martha Lagarde (2001, 2008) insiste en teorizar la violencia masculina perpetrada contra las mujeres de manera distinta a la que perpetúan hombres contra otros hombres, pues los fines son diferentes. Esta teorización desembocó en la acuñación del término “feminicidio” para referirse a esas distinciones (Russell y Radford, 1992).
En cambio, las pensadoras de los feminismos poscoloniales (llamadas “del tercer mundo” entre 1970 y 1980), enfatizan la simultaneidad de la opresión patriarcal con las implementadas por el capitalismo y el racismo. Al entender la condición de la mujer en sociedad como dependiente de su posicionamiento, que la socióloga Patricia Hill Collins (2008) llama “la matriz de la dominación” (pp. 221-238), insistieron en que no se podía acabar con un elemento de esta opresión -el patriarcado, el capitalismo o el racismo- sin derrumbar todos.8En palabras de bell hooks, el feminismo es “un compromiso para erradicar la ideología de dominancia que permea la cultura occidental en varios niveles -sexo, raza y clase, para nombrar algunos- y un compromiso para la reorganización de la sociedad” (Hooks, 2001, pp. 194-195). Julieta Paredes, feminista comunitaria de los pueblos originarios de Bolivia, afirma que el patriarcado se debe concebir como “el sistema de todas las opresiones, todas las explotaciones, todas las violencias y discriminaciones que vive toda la humanidad (mujeres, hombres y personas intersexuales) y la naturaleza, históricamente construida, sobre el cuerpo de las mujeres” (Paredes, 2015, p. 77; Paredes y Guzmán, 2014, p. 106). Tanto Rita Segato (2003) como Pumla Gqola (2016, 2022) han analizado la función de la violación como herramienta y expresión de la supremacía masculina racializada en el capitalismo.
Tal y como habían señalado Stewart, Harper y Truth en el siglo XIX, las teóricas de estas corrientes feministas subrayan la importancia de recordar que las mujeres no sólo se encuentran en intersecciones distintas (Crenshaw, 1988, 1991; Hill Collins y Bilge, 2016), sino que suelen aprovechar igualmente de su estatus racial o económico para explotar a las que se hallan en posiciones inferiores. De modo que Audre Lorde (1983) observa que el patriarcado tiene “herramientas muy variadas”, y no es posible afirmar que “todas las mujeres sufren la misma opresión simplemente porque somos mujeres” (p. 95). Más bien, hay que recordar “cómo estas herramientas se emplean por unas mujeres contra otras sin conocimiento de causa” (p. 95). La clave para evitar el uso de estas tácticas, dice Chantra Mohanty (2002) , es forjar lazos de solidaridad entre feministas mediante la construcción de “relaciones de mutualidad, corresponsabilidad, e intereses comunes” (p. 521)
Como bien señala Chela Sandoval (2000) , este posicionamiento lleva a una conceptualización del feminismo como un proyecto ético y filosófico; plantea el anhelo de cambiar el modo en que los seres humanos se relacionan entre sí con el fin de desplazar las relaciones de dominación con las de amor, cooperación y solidaridad (pp. 60, 139-158). Entre los feminismos de los pueblos originarios de América Latina, esta apuesta ética, además, echa mano de las tradiciones, prácticas y cultura de sus comunidades para imaginar una sociedad liberada de las estructuras de poder actuales, heredadas del imperialismo y los Estados-naciones modernos (Gil, 2021; Paredes y Guzmán, 2014).9
Otras ideas no representadas en la narración del acumulo de derechos son aquellas inspiradas en el posestructuralismo y que analizan el género como “un elemento constitutivo de las relaciones sociales” en que “las diferencias percibidas entre los sexos” son empleadas para “representar las relaciones del poder”. Esta cita, desde luego, es de la historiadora estadunidense Joan W.Scott (1986, p. 1053) , cuya investigación acerca de las francesas revolucionarias pone en jaque varios hilos de la idea que la posición desventajosa de las mujeres en la sociedad se puede lograr al igualar sus derechos con los de los hombres (Scott, 1992). Por ejemplo, si los conceptos de feminidad y masculinidad son empleados como marcadores de superioridad e inferioridad, y pueden aplicarse a todos los cuerpos independientemente de su capacidad reproductiva, la situación de la mujer nunca se puede igualar a la del hombre mediante el otorgamiento de derechos. Como enfatiza Monique Wittig (1980) , el fin del patriarcado requiere “la destrucción de las categorías del sexo en primer lugar” (p. 83). Sería necesario “una nueva definición de la persona y del sujeto para toda la humanidad […] más allá de las categorías del sexo (mujer y hombre)” (p. 83). Feministas descoloniales como María Lugones (2011) , Oyèrónkẹ́ Oyěwùmí (1997) y Serene J.Khader (2019) atribuyen la implementación de los roles de género para determinar y adscribir las relaciones de poder en las sociedades colonizadas como parte fundamental del proyecto imperial occidental. Desde su perspectiva, cualquier nueva definición de la persona desde el feminismo tiene que construirse fuera de este modelo.
Finalmente, para la filósofa francesa Luce Irigaray (1990) la solución es la resignificación de las palabras que describen la diferencia sexual. Para Irigaray, el proyecto igualitario feminista sólo busca “igualar” a la mujer a un hombre dominante y opresor; un proyecto más recomendable consiste en transformar nuestro concepto de lo que es ser hombre o mujer para que no conlleve ninguna expectación de superioridad o inferioridad. Ser mujer, entonces, sería una categoría que deben definir las mujeres mismas y sin referencia al hombre ni al mundo intelectual creado por el hombre.
Así las cosas, el feminismo es mucho más que un movimiento que busca “la igualdad de derechos”. Entre sus proponentes incluso hay quienes cuestionan la igualdad como fin legítimo y necesario, planteando la importancia de la diferencia e insistiendo en la necesidad de construir un sujeto ontológico femenino distinto al masculino. Otras feministas insisten en que el objetivo del feminismo es la liberación de la mujer de la opresión derivada de su (potencial) papel reproductivo y su condición racial o de clase; algunas más conciben esta lucha como un proyecto ético para transformar las relaciones humanas con base en la solidaridad, la mutualidad y el amor. El feminismo encapsula entonces objetivos políticos, éticos y ontológicos que no se limitan a la conquista de derechos individuales. Frente a las complejidades del feminismo y sus múltiples aristas, entonces, la pregunta obligada es ¿por qué prevalece la narrativa de la acumulación de los derechos sobre todas las demás y cuál es su utilidad para quienes la utilizan?
LOS USOS DE LA NARRATIVA DEL PROGRESO EN EL DISCURSO FEMINISTA O ESTAR EN “EL LADO CORRECTO DE LA HISTORIA”
La manera más fácil de responder la pregunta anterior es recordar que el discurso de derechos forma parte de la tradición política liberal. Como se apuntó en el primer apartado, desde esa perspectiva, el feminismo se concibe como uno de los factores de la modernidad occidental (Owesen, 2021), cuyos planteamientos corrigen progresivamente la herencia de unas sociedades que tradicionalmente negaron el mismo estatus a hombres y mujeres. Estas ideas fueron exportadas por el imperialismo formal e informal de Europa del siglo XIX como fundamentos de la democracia liberal (Andrews y Acevedo, 2020). De ahí que teóricas del feminismo que siguen esta corriente afirmen que “el feminismo o la igualdad de género es una característica tan esencial del pensamiento occidental y su cultura como […] la verdad científica, la democracia, la libertad de expresión y los derechos humanos, por mencionar algunos de los logros modernos” (Owesen, 2021, p. 13).
En otras palabras, nos encontramos frente a lo que Serene J.Khader (2019) denomina “la narrativa ilustrada teleológica” (p. 24), que insiste en el poder de la razón como motor de cambio y la posibilidad infinita de mejorar la vida humana vía la acción política (Browne, 2014, pp. 25-27; Hemmings, 2011, pp. 1-6). Este discurso de progreso confronta la ciencia con la superstición y la modernidad con lo antiguo (Dijinn, 2012, pp. 785-895; Hunt, 2008, pp. 47-87; Israel, 2013, pp. 785-805), y se alimenta de la convicción de que el feminismo trae beneficios acumulativos para las mujeres, pues con el logro de cada nuevo derecho se establece un mundo más igualitario y justo. Las ideas feministas son modernas y racionales, por lo tanto, viven en conflicto con la sociedad tradicional. El pasado siempre tiene que haber sido peor que el presente, y ser feminista equivale a encontrarse -como suelen decir las activistas del colectivo feminista estadunidense Guerrilla Girls- “al lado correcto de la historia”.10
Al estudiar la historia del progreso dentro del discurso feminista, tanto Donna Haraway, Chela Sandoval, Clare Hemmings como Victoria Browne han notado los efectos colaterales para el desarrollo actual del pensamiento. Haraway (2016) lamenta “la participación irreflexiva [de las feministas] en la lógica, el lenguaje, y las prácticas del humanismo blanco”, que busca erigirse en voz dominante con el fin de lograr la imposición de su proyecto (p. 27). Como expresa Sandoval (2000), un recuento de mejoría continua no da lugar para voces, interpretaciones y experiencias que no comulgan con lo expuesto en la “narrativa hegemónica” (p. 60). Al decir de Hemmings (2011), el problema es que posiciona el sujeto feminista inexorablemente en el tiempo: sea a la vanguardia de la nueva ola en una eterna actualidad, o como una reliquia del pasado, partidaria de ideas que ya han sido superadas (pp. 5-6). De acuerdo con Browne (2014), esta perspectiva supone a la historia feminista como una teleología, en la que todos los antecedentes feministas pasados “han culminado en la actualidad” en donde existen para dar lecciones fijas e inamovibles para guiar la acción contemporánea (pp. 27-28).
Un buen ejemplo de cómo funciona la narrativa de progreso en el activismo feminista se encuentra en el debate sobre la compra del sexo. Es un tema polémico, para decir lo menos, y desde el siglo XIX ha sido motivo del activismo colectivo por parte de mujeres y feministas. También es un debate en que se confrontan intereses económicos poderosos -pues la industria del sexo produce ingresos millonarios- con intereses políticos (derivado de ideas morales y religiosas), por consiguiente, las voces de las mujeres involucradas y de las activistas feministas son muchas veces opacadas. No pretendo contribuir al debate en estas páginas. Mi propósito es usarlo de ejemplo de cómo la “tesis de la modernización” funciona dentro de las discusiones feministas para respaldar una posición y descalificar la otra.
Con este fin voy a comentar un texto de Marta Lamas (Lamas, 2016) , quizá la defensora académica y activista más conocida del feminismo liberal en México. La escojo por la claridad de su prosa y el rigor de sus textos, pues en ambos presenta una argumentación bien fundamentada y referenciada. Precisamente, la calidad de sus escritos me permite demostrar con precisión cómo las feministas pueden ocuparse de la narrativa de progreso y lucha moderna por los derechos humanos para ubicarse “al lado correcto de la historia”, mientras descalifican a sus oponentes como mujeres rebasadas por el tiempo, presas de un feminismo ya superado.
El marco argumentativo de Lamas es típico de las narraciones liberales sobre el progreso. De acuerdo con sus planteamientos, el debate sobre la compra de sexo es el resultado de la evolución del pensamiento sobre la sexualidad durante las últimas décadas del siglo XX o “el capitalismo tardío”. En este proceso, “la búsqueda de placer sexual ha transformado el paradigma de la sexualidad y se ha pasado del sexo procreativo al sexo recreativo” (Lamas, 2016, p. 19). Es decir, de unas normas culturales tradicionales hacia otras identificadas con la liberalización y secularización de la sociedad.
En este escenario, las activistas feministas radicales y prohibicionistas son presentadas como oponentes a la evolución de ideas. Lamas ubica el origen del debate en “la guerra del sexo” de las décadas de 1970 y 1980; sobre todo en los trabajos de Kate Millet (2016), Carole Pateman (1988) , Kathleen Barry (1979) y Catharine MacKinnon (2011) , quienes teorizan el comercio sexual como herramienta del patriarcado -“una esclavitud sexual femenina”- e hicieron hincapié en la violencia, la coerción y las condiciones deshumanizantes enfrentadas por las mujeres en situación de prostitución. En esos años -explica- se abrió una brecha “entre las feministas que veían toda relación sexual (incluso la mercantil) como liberadora y las que la conceptualizaban como opresiva […] [que] se sostiene hasta hoy” (Lamas, 2016, p. 20).
Al mismo tiempo, Lamas (2016) describe el movimiento a favor del comercio sexual como una lucha liberadora liderada por organizaciones de trabajadoras sexuales en defensa de sus derechos (p. 22). De acuerdo con su recuento, estas organizaciones se establecieron en respuesta al discurso radical dentro del feminismo y son la vanguardia del progreso, defensoras de una nueva sexualidad con base en el paradigma del “sexo recreativo”; mientras que las feministas críticas de la compra de sexo son retratadas como conservadoras y aliadas de “los religiosos puritanos”, cuya postura política “descarta totalmente la idea de una sexualidad recreativa en busca de placer” (p. 22).
Lamas (2016) sugiere que las organizaciones feministas que trabajan por la abolición de la prostitución se beneficiaron de las políticas internacionales de las administraciones republicanas de Ronald Regan y los Bush (padre e hijo) en materia de sexualidad y derechos reproductivos. De acuerdo con su análisis, esta política consistió en una “cruzada moral […] que intentó establecer el límite de lo decente, lo bueno, lo normal y lo moral respecto a la sexualidad (abstinencia antes del matrimonio y fidelidad) y se expandió para condenar toda forma de comercio sexual” (p. 24). Por ejemplo, nota que la Coalición en Contra de la Trata de Mujeres (CATW, por sus siglas en inglés) ha recibido dinero de la USAID, y se vale de esta conexión para afirmar que los argumentos y trabajo de este grupo apuntan al mismo fin. De esta manera, plantea la idea de que las feministas abolicionistas contribuyen a la cruzada moral republicana mediante el fomento del “pánico social” en torno a la compra de sexo:
El pánico social es la forma extrema de la indignación moral (Young, 2009, p. 7) y lo caracterizan dos elementos: su irracionalidad y su conservadurismo. La indignación moral produce una reacción ante lo que se vive como una amenaza a los valores o a la propia identidad; de ahí que los pánicos morales suelan transformarse después en batallas culturales, como ha ocurrido con el comercio sexual (Lamas, 2016, p. 24).
Lamas (2016) afirma que la CATW y las feministas prohibicionistas exageran el número de mujeres en situación de prostitución a causa de la trata, y se valen de “declaraciones amarillistas” y “sobrecogedoras narrativas de victimización” para “atraer la atención de los medios de comunicación, los financiamientos y el interés de los responsables de las políticas públicas” (p. 23).
Aunque no lo cita, la fuente de la interpretación de Lamas es el influyente artículo de Gayle Rubin (1989) que detonó la denominada “guerra del sexo” (Corbman, 2016).11A partir de una lectura de Foucault,12Rubin argumenta que todo cuestionamiento a la dinámica de una relación sexual es un discurso normativo que busca inhibir la libre expresión de esta sexualidad.13De esta manera, cualquier límite legal o moral al mismo forma parte de “un vector de opresión” contra aquellas expresiones que violan las normas hegemónicas (Rubin 1989, p. 160). En su ensayo, sugiere que el trabajo sexual es igualmente una expresión que ha sido históricamente reprimida y estigmatizada como una “perversión” al igual que la homosexualidad, el transgenerismo,14el sadomasoquismo y “el amor intergeneracional” (Rubin, 1989, p. 151). Para ella, como para Lamas, ejercer la sexualidad -sobre todo en una modalidad tradicionalmente reprimida- se vuelve entonces un acto subversivo y potencialmente liberador.
Es claro entonces cómo la narrativa del progreso sirve para retratar a las feministas abolicionistas como conservadoras puritanas (léase sexualmente reprimidas), cuyas ideas exageradas e irracionales sobre el comercio sexual son producto de sus propios temores y prejuicios (léase histéricos) en torno a la sexualidad humana. Posiciona al feminismo abolicionista como reaccionario, inspirado en un pasado ya superado, y enfatiza la naturaleza vanguardista o moderna de la defensa de la compra de sexo como producto de la liberalización de la sociedad. Esta narrativa, además, es presentada en lugar de una discusión de las objeciones teóricas de las feministas en contra de la comercialización del sexo y a favor de una sexualidad no definida por las normas patriarcales. Lamas puede afirmar sin ambages que las abolicionistas rechazan “el sexo recreativo” a favor del “sexo procreativo” porque les han adjudicado una moralidad cristiana tradicional compartida con el derecho religioso.
Asimismo, el recurso a la tesis de la modernización lleva a plantear que el pensamiento ético feminista sólo se puede entender dentro de la lógica del desarrollo inexorable de la historia en su expresión liberal, y que cualquier debate tiene que realizarse de acuerdo con esta tesis (Browne, 2014, p. 151; Chakrabarty, 2008, p. 107). Existe -en otras palabras- un guion predeterminado, y las voces que hablan desde otra perspectiva no pueden ser escuchadas. Una breve revisión de la historia de las campañas y enfrentamientos políticos entre feministas en torno a la sexualidad y la compraventa de sexo ofrece una ilustración importante de este punto.
Desde el siglo XIX, en el contexto en que se desarrollaron los primeros movimientos organizados por y para mujeres, la compraventa del sexo ha sido tema de activismo y polémica. En Occidente, mucho de este activismo empezó enmarcado en la moral cristiana, al igual que casi todas las demás demandas colectivas de mujeres del momento (Lerner, 1994); y, en consecuencia, exhibía varios de sus rasgos principales. No obstante, es erróneo suponer que toda crítica al comercio sexual antes de 1960 derivaba de la condena religiosa a la práctica autónoma de la sexualidad femenina. Por ejemplo, el blanco de ataque de las campañas de la activista británica Josephine Butler (Jordan y Sharp, 2003) fue la legislación sanitaria que buscaba “proteger” a los hombres de las fuerzas armadas de enfermedades venéreas (tanto en la metrópoli como en la India) mediante la práctica obligatoria (y aleatoria) de inspecciones médicas invasivas a toda mujer sospechosa de vender sexo (Hamilton, 1978). Butler objetó el tratamiento que el Estado británico daba a las mujeres: la vulneración de su intimidad física, el trato humillante y degradante, y los límites a su libre tránsito, pues la legislación señalaba como potencial “prostituta” a cualquier mujer que se desplazara sin acompañante hombre en ciertas áreas delimitadas (Ichikawa, 2015). Es cierto que la promoción de una sexualidad cristiana era importante para Butler y muchas otras; pero el blanco de su campaña en particular fueron los hombres y no las mujeres. De este modo, un elemento importante del activismo británico en contra del comercio sexual consistió en señalar al cliente -el hombre- como razón de ser de esta empresa, con el fin de obligarlo a modificar su moral sexual.15
Al margen del activismo enmarcado en la religión, también existía oposición al comercio sexual femenino que abiertamente rechazaba la moralidad cristiana. Esto quiere decir que, mucho antes de 1960, había activistas que argumentaban a favor de la sexualidad autónoma de la mujer, pues era una vertiente del pensamiento socialista primitivo y del radicalismo (McCalman, 1980),16así como del anarquismo y el comunismo. Las mujeres anarquistas argentinas que escribían para el periódico La Voz de la Mujer (1896-1897) -que tenía el lema “Ni Dios, ni Patrón, ni Marido”- defendían el amor libre, pues identificaban el matrimonio como un contrato que institucionalizaba la servidumbre económica, doméstica y sexual de la mujer frente al hombre (Molyneux, 2002).17Con “la libre unión de los sexos”, en cambio, “desaparece[rían] todas estas repugnancias”. Habría una relación basada en el amor, en que “serían felices y libres los dos” (Lareva, 2002, p. 50). En otras palabras, el desarrollo del amor libre -la sexualidad autónoma- sólo podría realizarse entre personas libres: el sexo coercitivo del matrimonio sólo era una expresión de dominancia mediante “el onanismo conyugal” (Lareva, 2002, p. 50).
Durante la primera mitad del siglo XX, las comunistas lideraron las campañas en contra del tráfico de mujeres tanto en América Latina como en Europa, pues lo consideraban una de las manifestaciones más perniciosas del capitalismo. Por esta razón, en México, el ala comunista de las mujeres del Partido de la Revolución Mexicana y no las organizaciones católicas convencieron a Lázaro Cárdenas de prohibir el comercio sexual en 1939 (Bliss, 2001, pp. 187-193). Alejandra Kollantai (1921) rechazaba cualquier sugerencia de que las mujeres que vendían sexo fueran marcadas por “la corrupción” o “la anormalidad”. “Las raíces de la prostitución están en la economía”, sentenciaba; “la mujer, por un lado, está en una posición económicamente vulnerable, y, por el otro, condicionada por siglos de educación para esperar favores materiales de un hombre a cambio de favores sexuales, ya se den dentro o fuera de la atadura del matrimonio”. La solución era el amor libre, así como la entrada plena de la mujer al proletariado como obrera independiente (Kollontai, 1911).18
Desde la perspectiva de esa historia, es sencillo ver cómo el feminismo radical y abolicionista del presente debe ser interpretado como heredero tanto de los análisis de mujeres como Butler, como de los planteamientos desde el socialismo y el anarquismo, en lugar de ser señalados como parte de una tradición conservadora vinculada a las Iglesias católica y evangélica. Una diferencia en su interior deriva de la inclusión del lesbianismo como parte integral de la sexualidad femenina, también inhibido por la moral religiosa. Por ejemplo, en Esclavitud sexual femenina (1979), Kathleen Barry argumenta que la religión “existe como una cobertura patriarcal que confunde en lugar de aclarar” (p. 262). La moralidad religiosa niega la posibilidad de que la mujer pueda tener una sexualidad propia a explorar, y asume que esta debe estar al servicio del hombre. Haciendo eco de Rich, Barry aduce que la moral religiosa impone la heterosexualidad obligatoria mediante la condena de la homosexualidad como perversión, pero tolera la violencia sexual masculina hacia la mujer: “La violación es predominantemente heterosexual, así que no es una perversión; pero dos mujeres que hacen cálidamente el amor son perversas” (p. 265).
Al igual que las anarquistas y comunistas de principios del siglo XX, Barry insiste en que la relación sexual coercitiva (sea por pago o dentro del contrato matrimonial) es una explotación. Busca cambiar estas condiciones coercitivas para permitir a las mujeres desarrollar su propia sexualidad y establecer relaciones íntimas fundadas en la mutualidad y el respeto, en lugar de la obligación y/o la explotación. Por estas razones, rechaza el modelo liberal del comercio sexual precisamente porque considera que representa la continuación del statu quo patriarcal en que la sexualidad femenina es entendida como un bien al servicio del hombre (Barry, 1979, pp. 266-269).19En este modelo tradicional, la libertad sexual femenina no puede tener cabida, pues no hay reconocimiento de la mujer como sujeto autónomo independiente. Esta observación explica por qué los defensores del comercio sexual pueden denominar “el sexo recreativo” a la compraventa de sexo (cuando la recreación es sólo del lado masculino) para distinguirlo del “sexo procreativo”. Al conceptualizar la relación sexual exclusivamente a partir de la experiencia sexual masculina (pues es él quien embaraza o paga), los motivos e intereses de las mujeres no son relevantes.
Este breve recuento histórico también ayuda a explicar las tensiones que Lamas y las autoras radicales que cita notan durante los eventos de la década de 1970 y 1980, cuando se reunieron mujeres y feministas con experiencia en la compraventa de sexo con activistas y académicas sin esta experiencia. Como atestigua Kate Millett (1976), en The prostitution papers hubo -en efecto- confrontaciones en que salieron a florecer prejuicios morales de activistas y académicas en contra de las mujeres vendedoras del sexo (pp. 31-38). El rechazo y condena de Millet a esta situación, así como su insistencia en que cualquier movimiento sobre el tema del comercio sexual debía ser protagonizado por las mujeres que lo vivían,20sugieren que no es posible caracterizar los desacuerdos en torno al tema de la sexualidad y la compraventa de sexo como una confrontación entre activistas y trabajadoras sexuales. Asimismo, la participación de mujeres sobrevivientes del comercio sexual en la redacción de su libro indica que el análisis radical de la prostitución les había convencido.21Hasta el día de hoy muchas de las activistas que trabajan con la CATW y otras organizaciones afines son sobrevivientes de la trata de mujeres (Döring, 2022; Kakoty, 2016; Moran, 2015). Esa colaboración ha dado lugar a nuevos proyectos que buscan salirse de la disyuntiva legalización/prohibición en pro del bienestar y seguridad de las mujeres activas en el comercio sexual.22
A MODO DE CONCLUSIÓN
Como he intentado demostrar en este texto, la narrativa del progreso es uno de los motores del discurso feminista en México y en el Occidente en general. Se emplea para vincular los movimientos de las mujeres con las revoluciones liberales, la democracia y la lucha por los derechos humanos y colocarlo “en el lado correcto de la historia”. El uso de ese relato oscurece las demás sendas feministas en el peor de los casos, o bien, sólo permite que se entiendan a partir del discurso occidental de la modernización. De ahí la preferencia por enmarcar los debates dentro de un esquema de lucha de mujeres vanguardistas enfrentadas con un conservadurismo retrógrado anclado a los errores del pasado.
A su vez, la narrativa del progreso incita a la argumentación feminista a que repita los estereotipos patriarcales para descalificar a sus contrincantes de una manera que replica lo descrito por Spender en Women of ideas.23El resultado es un discurso que no siempre logra deshacerse de las herramientas del patriarcado ni entiende la complejidad de los planteamientos feministas con sus múltiples desencuentros teóricos. En este artículo, he ejemplificado mi planteamiento respecto al debate sobre la sexualidad femenina y la compraventa de sexo. No obstante, la narrativa del progreso es una constante en (casi) todos los debates de los feminismos contemporáneos. Tal vez la popularidad continua de la metáfora de las olas en los feminismos ofrece la prueba más convincente de esta afirmación.
¿Cómo enfrentar esta situación desde la historia de los feminismos y dentro del feminismo mismo? En su examen de los usos del tiempo en el discurso feminista, Victoria Browne (2014) recurre a los planteamientos del feminismo poscolonial, especialmente a los textos de Chandra Mohanty (2002, 2003a, 2003b), para sugerir que un primer paso es reconocer que “hay maneras diferentes de experimentar, configurar y contar el tiempo histórico” y que su empleo nunca es “neutro ni casual” (Browne, 2014, p. 151), pues las narrativas históricas también existen “en contextos de poder y dominación” (p. 150). De ahí que el reto sea lograr un debate capaz de construir puentes y motivar activismos entre mujeres con diferentes memorias históricas y contextos políticos distintos, sin permitir que una narración imponga el guion o el marco teórico exclusivo. Como argumenta Khader (2019) , “las feministas no necesitan un ideal único de la sociedad en donde impera la justicia de género” para trabajar (p. 10). Más bien, se debe reconocer que el contexto empírico importa, y que cualquier política se desarrollará en “condiciones que no son ideales” (p. 10). El estudio histórico cuidadoso de las variedades evidentes en el pensamiento de las mujeres, así como la reconstrucción de sus contextos sociales, económicos y culturales, forma parte del trabajo básico necesario para avanzar hacia este objetivo. En otras palabras, hay mucho trabajo para quienes historiamos a las mujeres y su variado pensamiento político.