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Secuencia

versión On-line ISSN 2395-8464versión impresa ISSN 0186-0348

Secuencia  no.120 México sep./dic. 2024  Epub 03-Sep-2024

https://doi.org/10.18234/secuencia.v0i120.1947 

Artículos

El anticomunismo postsoviético en México: la excepcionalidad mexicana en la guerra fría y la persistencia de su lógica del “enemigo externo” en la elección presidencial de 2006

Post-Soviet Anticommunism in Mexico: Mexican Exceptionalism in the Cold War and the Persistence of its “External Enemy” Logic in the 2006 Presidential Elections

Héctor Alejandro Quintanar Pérez1  *
http://orcid.org/0000-0002-9275-113X

1Universidad de Hradec Králové, República Checa Departamento de Ciencia Política-Facultad de Filosofía hector7185@hotmail.com


Resumen:

En 1991, la disolución de la Unión Soviética supuso el fin ortodoxo de la guerra fría, cuyo eje ideológico principal, la contención del comunismo bajo la lógica de ser “amenaza externa”, perdía así a su principal antagonista. Sin embargo, este trabajo expone la continuidad de esa lógica en el marco histórico postsoviético. Mediante fuentes primarias (entrevistas con actores del proceso estudiado, material bibliohemerográfico y de archivo), este artículo rastrea el origen histórico del imaginario anticomunista contra una “amenaza externa”; su exacerbación instrumental en la guerra fría en América Latina y excepcionalidad mexicana. Sus hallazgos exponen la vigencia de esa práctica en un marco posterior al conflicto bipolar: la contienda presidencial de México en 2006.

Palabras clave: anticomunismo; guerra fría; derechas; Partido Acción Nacional

Abstract:

In 1991 the dissolution of the Soviet Union marked the orthodox end of the cold war, whose main ideological axis, containment of communism under the logic of being an “external threat”, lost its main antagonist. However, this work exposes the continuity of that logic in the post-Soviet period. Using primary sources this article traces the historical origin of the anti-communist imaginary against an “external threat”, its instrumental exacerbation in the cold war in Latin America and exposes the presence of this practice in a post-bipolar conflict scenario: Mexicoʼs presidential race in 2006.

Key words: anticommunism; cold war; right wing; National Action Party

INTRODUCCIÓN Y ENFOQUE: LA GUERRA FRÍA COMO ESCENARIO PRINCIPAL, MAS NO ÚNICO, DE UNA DISPUTA CONTINUA

La reflexión sobre la guerra fría se renovó a partir de enfoques que no la limitan a ser una tensión entre dos potencias, sino un fenómeno global donde el mundo periférico tuvo particularidades, y como un proceso que no inventó sino acentuó una pugna ideológica preexistente y prácticas a ella relacionadas (Pettiná, 2018, p. 19; Ruotsila, 2001, p. 13; Spenser, 2004; Westad, 2007). Esa mirada heterodoxa ha enriquecido la historia de la guerra fría, al llenar oquedades de la perspectiva ortodoxa (enfocada en el papel de Estados Unidos y la Unión Soviética) y darle a otros actores -como las elites del Tercer Mundo- capacidad de agencia sin desdeñar la influencia de las dos potencias protagónicas; mirada que esclarece lo acaecido durante el mundo bipolar en América Latina, cuestión minimizada sin abundar que la región vivió ese proceso con intensidad propia de una “guerra caliente” (Loaeza, 2013, p. 1; Meyer, 2004, p. 95).

Este enfoque complejiza a la guerra fría, que así se torna en un proceso donde primó un conflicto geopolítico e ideológico sobre cómo ceñirse a la modernidad, que en América Latina acendró antagonismos añejos y escaló violencias (Pettiná, 2018, pp. 13-25; Pipitone, 2015, pp. 191-298). En suma, se entiende a la guerra fría como un escenario principal pero no único de una pugna ideológica -entre liberalismo, socialismo, conservadurismo- para regir el siglo XX (Pettiná, 2018; Ruotsila, 2001, p. 13), choque que, por ende, puede trascender a un marco temporal, en tanto las ideologías como fenómeno social, es decir, como marcos interpretativos que justifican conductas, instituciones y prácticas, no son resultado de la espontaneidad o el vacío, sino de su relación con la historia, pues aquellas no vienen del azar, sino de su enlace con los rasgos de su tiempo y pasado (Manheim, 1987, p. 49; Mills, 1973, p. 140; Paris, 1981, p. 18; Werner, 2009). Así, este trabajo aborda la esencia ideológica de la guerra fría y su rastro en un marco posterior a ella, bajo la tesis de que, así como las ideologías y sus prácticas no tienen generación espontánea o azarosa, tampoco tienen una desaparición súbita y absoluta.

LA CLAVE CONCEPTUAL Y LA PISTA RASTREABLE: ANTICOMUNISMO GEOPOLÍTICO Y LA “AMENAZA EXTERNA” DURANTE Y DESPUÉS DE LA GUERRA FRÍA EN AMÉRICA LATINA Y MÉXICO

Con base en la idea de esa trascendencia, este artículo retoma un fenómeno fundamental en todo el siglo XX y esencial en la guerra fría: el anticomunismo, entendido como una aversión política nutrida por dinámicas ideológicas globales, regionales y locales, que legitimó prácticas en distintas coyunturas contra fuerzas sociales, justa o injustamente, ligadas al comunismo (Casals, 2012, pp. 10-15), y para cuyo estudio destacan dos vías principales: abordarlo como doctrina de raíces plurales (liberales, laissez faire o católicas) o a través de sus emisarios y acciones (Burgos, 2014, p. 260; Casals, 2012, pp. 25-59; Ruotsila, 2001, p. 11). Este trabajo sigue esta segunda línea y aborda al anticomunismo en el aspecto ideológico, es decir, el modo en que sus emisarios interpretan al mundo e historia y las prácticas derivadas de ello para tornar ideales en realidad y enfrentar adversarios (Sartori, 2005, pp. 115-137).

El anticomunismo es un marco ideológico heterogéneo que, sin embargo, destacó durante la guerra fría por un rasgo central: más que un núcleo crítico contra las tesis de Marx, constó de una alerta contra una posible intromisión militar/ideológica/geopolítica de origen soviético en el marco del mundo bipolar. Más que las ideas marxistas en sí mismas, el antagonista del anticomunismo en este contexto radicó en una presunta amenaza global: el imperialismo soviético (Ruotsila, 2001, p. 13). En ese sentido, más allá de su heterogeneidad, los anticomunismos han compartido un imaginario acentuado tras la revolución rusa y maximizado en la guerra fría: su alerta en contra del comunismo como “amenaza externa” y su tendencia a caracterizar adversarios locales como “infiltrados” de ella; en una pugna donde han propendido a tildar rivales como “caballos de Troya” sin capacidad de agencia o “traidores” vinculados a una “fuerza foránea” (Casals, 2012, pp. 86-100; Giovannini, 2004, pp. 7-8; Kovel, 1992, p. 256; Servín, 2004). El fenómeno implica estudiar también esa construcción de antagonismos porque marca una distinción: en razón de la práctica de denunciar esa “amenaza externa”, el anticomunismo ha sido menos una crítica filosófica y más un intento de deslegitimación a priori de un adversario -generalmente de las izquierdas1- al cual batir por medios lícitos o ilícitos, cuestión que alcanzó en la guerra fría, no sólo una cota, sino, en ciertas latitudes, institucionalización, como Estados Unidos y su zona de influencia (Casals, 2012, pp. 10-15; Giovanini, 2004, pp. 7-8; Kovel, 1997, pp. 4-13; Miliband y Liebman, 1984; Roitman, 2013, p. 10).

El fenómeno es ineludible, en tanto el anticomunismo ha sido actor fundamental desde el siglo XIX; es el eje rector del pensamiento conservador posrevolución francesa; es un rasgo central de las derechas y ultraderechas en el mundo; ha sido característica persistente de la política exterior estadunidense y fungió de esencia del mundo bipolar del siglo XX (Robin, 2018, p. 25; Rodríguez Araujo, 2004, p. 165; Roitman, 2013, pp. 113-176), contexto donde la escena internacional es toral: si bien la práctica de antagonizar contra un “enemigo externo” puede no ser exclusiva de las derechas; y si bien ya era inherente a ciertos anticomunismos antes de la guerra fría (Ruotsila, 2001, pp. 54-66), en esta se maximizó tal dinámica y la tornó en rasgo esencial de ese proceso (Bohoslavsky, 2023, p. 139; Burgos, 2014, pp. 260-265). Así, a esa forma de construir antagonismos (denunciar una “amenaza externa” en adversarios) exacerbada en la guerra fría, se le denomina aquí anticomunismo geopolítico, y con base en ello se sigue una pista: la lógica de supeditar al adversario a una “amenaza externa” como práctica de emisores anticomunistas, pero ahora en un marco posterior al mundo bipolar: la disolución de la Unión Soviética, epicentro de esa “amenaza”.

EL OBJETIVO FINAL: LA LÓGICA ANTICOMUNISTA DEL “ENEMIGO EXTERNO” PROPIA DE LA GUERRA FRÍA EN AMÉRICA LATINA, SITA EN MÉXICO Y EN EL ESCENARIO POSTERIOR A LA DISOLUCIÓN DE LA UNIÓN SOVIÉTICA

Abordar el anticomunismo geopolítico en América Latina es un reto, en tanto que, durante la guerra fría, ello fue origen golpista y esencia de las dictaduras militares que dominaron la región en la segunda mitad del siglo XX con pocas excepciones (Meyer, 2004, p. 96; Roitman, 2013, pp. 183-187), lo cual hace que el estudio del fenómeno pondere al golpismo castrense y sus regímenes como sus entidades protagónicas, cuya forma central de legitimación fue alertar contra una “amenaza soviética” inmersa en su diversidad de adversarios (Casals, 2012, pp. 10-25; Meyer, 2010, p. 216; Roitman, 2013, p. 15).

Sin embargo, este trabajo apunta a una excepción: el anticomunismo en México, cuya particularidad destaca por dos razones: a diferencia del grueso de América Latina, en la guerra fría no hubo en México un golpe militar anticomunista ni esta postura fue sistemática -sino casuística y discreta- de sus gobernantes, o se acendró en específicos órganos represivos2 (Meyer, 2004, p. 96; Rodríguez Kuri, 2016). La presencia más identitaria del anticomunismo en México radicó en la esfera civil, donde destacaron tres actores a la derecha: la jerarquía católica y grupos afines; ciertas elites económicas (más financieras y terratenientes) y sus medios de difusión (López Macedonio, 2010, p. 134; Romero, 2016, p. 220; Servín, 2004, p. 21). Esta excepcionalidad anticomunista reprodujo, empero, su vena geopolítica: azuzar la “amenaza externa”, a veces como convicción -como en grupos civiles de extrema derecha, convencidos de combatir conjuras globales contra el orden católico- y a veces como coartada, sea de grupos empresariales para posicionarse ante el régimen posrevolucionario; o del propio régimen para neutralizar ciertos grupos que le disputaran causas o le incomodaran (Delgado, 2003; Schmidt et al., 2018; Servín, 2004, p. 12).

Así, este texto explora esa excepcionalidad mexicana y expone sus resabios en la posguerra fría, a partir de tres apartados: el primero rastrea el origen histórico del anticomunismo geopolítico, su exacerbación en la guerra fría y su impacto en América Latina en ese periodo. El segundo expone el caso sui generis del anticomunismo en México en ese contexto: su excepcionalidad civil pero su similitud reproductora de la “amenaza externa”. El último apartado revela esa traza de la guerra fría, pero sita en un escenario posterior a su fin ortodoxo: la contienda presidencial en México en 2006, al contextualizar la fragua de una campaña inédita de emisarios históricos del anticomunismo en México (el partido más relevante de las derechas, el Partido Acción Nacional -PAN-, y órganos privados abrevados en el Consejo Coordinador Empresarial) contra un aspirante de la izquierda partidista, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), a quien, tras el fin de la guerra fría, aún supeditaron a una “amenaza externa”. Subyace en este trabajo la idea de que tal campaña supuso no sólo el empleo de recursos del pasado para una legitimación en el presente (Matos, 2018, p. 23), sino también una bisagra de continuidad del anticomunismo geopolítico. A la luz de sus hallazgos, este trabajo da pie a una reflexión: la reformulación del imaginario anticomunista en el marco postsoviético en Latinoamérica, a través de mantener su práctica distintiva, pero con una diferente selección de adversarios -cuestión toral en las ideologías- que le dé sentido.

PRIMERA PARTE: LA CONSOLIDACIÓN DEL ANTICOMUNISMO GEOPOLÍTICO Y SU IMPACTO EN AMÉRICA LATINA

El origen de la “amenaza externa” en el imaginario anticomunista y su exacerbación instrumental en la guerra fría

El anticomunismo detenta diversos marcos intelectuales -liberales, católicos, conservadores- bien estructurados en su crítica doctrinaria. Sin embargo, su variante conservadora, dada su raíz religiosa -anclada en movimientos opuestos a la revolución francesa, antimasónicos o prefascistas del siglo XIX-, ha tendido a “creencias conspirativas” que alertan contra “conjuras foráneas” que amenazan la organicidad social y el orden cristiano local. Si bien esta postura tendía a la especulación irracional, constituyó una reacción esperable tras el complejo escenario abierto por la revolución industrial en Europa, los veloces cambios que implicó, la difusión de las ideas marxistas más allá de los claustros y las inéditas organizaciones obreras; hechos que, en suma, tornaron al socialismo decimonónico en el primer gran movimiento popular no religioso de la historia, crecimiento cuya velocidad le valió ser incluído en los “enemigos conspiradores mundiales” del conservadurismo antisecular, habituado a interpretar rivales como “conjurados desde las sombras”, prejuicio en donde destacaban desde el siglo XVIII el judaísmo y la masonería (Allport, 1954, p. 275; Bobbio, 1986, p. 30; Diamond, 1995; Heale, 1990; Routsila, 2001, p. 12).

Este impacto significó un sacudimiento en Europa porque acendró a los conservadurismos, pero también dio pábulo a la reformulación del “liberalismo nuevo” en el mundo anglosajón -con exponentes como Woodrow Wilson o George Lloyd-, que pretendía, más que eliminar al comunismo, arrebatarle parte de sus causas para evitar su crecimiento. Empero, la revolución rusa de 1917 significó un parteaguas en los anticomunismos occidentales en general, principalmente por la idea de que el triunfo bolchevique en Rusia inspiraría a los partidos comunistas y obreros del mundo (Illades, 2014, p. 87; Routsila, 2001, pp. 47-69).

La modificación ideológica que suscitó la revolución rusa en los anticomunismos fue toral, pues, en ese sentido, la crítica filosófica al comunismo quedó relegada en pos de una cuestión práctica: ponderar la imagen “totalitaria y necesariamente expansionista” del comunismo real. La base de ello no era sólo teórica -basada en el internacionalismo del pensamiento de Marx-, sino enraizada en dos hechos históricos: que el triunfo de la revolución rusa lo encabezó su ala “no moderada” y, sobre todo, que este se suscitó en el contexto de un conflicto geopolítico sin precedentes: la primera guerra mundial. En ese sentido, el pacto de paz entre bolcheviques y Alemania, en marzo de 1918, en el marco de la Gran Guerra, fue interpretado por los anticomunismos de Occidente -sobre todo los gobiernos de Inglaterra y Francia; y la oposición a Woodrow Wilson en Estados Unidos- como una treta geopolítica alemana donde dirigentes como Trotsky o Lenin actuaban como “agentes alemanes”, no sólo para darle un aliento a ese país en la recta final de la guerra, sino que, con ese pacto de coartada, el nuevo gobierno ruso “podría mantener el expansionismo prusiano” del siglo XIX (Giovannini, 2004, p. 24; López Rodríguez, 2017, p. 587; Ruotsila, 2001, pp. 54-62).

Si bien esta interpretación carecía de base (puesto que poco después Alemania perdió la guerra), y si bien la política exterior bolchevique era reactiva y no tenía interés en “exportar la revolución”, otros hechos contribuyeron en el imaginario occidental a reforzar la noción de que nacía una potencia imperialista: la organización de la Tercera Internacional, en 1919 (con presencia de organizaciones del mundo), más la consolidación de la Unión Soviética en 1922, con la multifactorial integración geográfica de espacios circundantes a Rusia. De ese modo se confirmó una premisa -más exagerada que real- en los anticomunismos: la visión necesariamente “expansiva” de ese país (donde Estado soviético y comunismo eran uno solo) y la interpretación de actores y partidos de izquierdas fuera de la URSS como “agentes” de esa “naciente potencia” (Miliband y Liebman, 1984, p. 54; Watson, 1963, p. 61).

Así, la imagen del imperialismo soviético se fraguó desde el periodo de entreguerras y tras el paréntesis que significó la segunda guerra mundial -por la pertenencia de la URSS a los Aliados ante el Eje-; con el fin del conflicto esa imagen escaló a su máxima expresión. El orden geopolítico resultante en 1945 supuso un mundo bipolar con fuerte influencia soviética en Europa oriental y Asia, aunque esta fuera, no una exportación revolucionaria, sino en aras de construir un férreo cerco autoritario que le evitara nuevas intromisiones bélicas del oeste, como la perpetrada por el nazismo (Hobsbawm, 1994, p. 171; Ruotsila, 2001, p. 54; Westad, 2007, p. 66). Sin embargo, la política exterior de la otra potencia bipolar, Estados Unidos, se basó en la expansión de su dominio económico global y en un proyecto de largo plazo para la contención anticomunista y antisoviética, ya que la URSS, en su visión, buscaría en todo momento “vulnerar el mundo libre” (Kennan, 1947; Pettiná, 2018, pp. 38-42; Roitman, 2013, p. 113).

La institucionalización del Plan Marshall y la OTAN pretendía ser un dique para ello, por la vía económica y la amenaza de respuesta bélica en Europa ante una posible injerencia rusa (Roitman, 2013, pp. 13-15). De ese modo, en 1947 se consolidó la guerra fría, con una política exterior de Estados Unidos sustentada en la contención anticomunista, cuestión que escaló en 1950 en el panorama internacional, tras el papel selectivo de la URSS en la guerra de Corea y ciertos conflictos en Medio Oriente, preocupada más por su cerco de seguridad que en apoyar revoluciones lejanas. En suma, si bien la política soviética fue intrusiva en el bloque del Este, en otras latitudes su actuar fue reactivo; en pos de su “cerco de seguridad”; con una influencia geopolítica limitada y mucho menor a la de Estados Unidos a nivel global (Zebroek, 1984). Ello no impidió que actores del Tercer Mundo, en consonancia con la política estadunidense y en pos de recobrar preeminencia, preconizaran el anticomunismo geopolítico contra la “ubicuidad soviética”, aun sin haber peso considerable de la URSS para ello, como fue el caso señero de América Latina (Miliband y Liebman, 1984; Pettiná, 2018, p. 38; Westad, 2007, p. 110; Zebroek,1984).

La coartada antidemocrática: anticomunismo geopolítico en América Latina en la guerra fría

América Latina fue un escenario donde la lógica del anticomunismo geopolítico operó con fuerza a raíz de diversos afluentes desde inicios del siglo XX, donde destacó no sólo la histórica intromisión de Estados Unidos en busca de dominio de rutas comerciales, sino también porque la inédita estabilidad de los regímenes oligárquico-desarrollistas de la región en ese periodo enfrentó el desafío de organizaciones obreras y actores políticos reformistas. Igual que en Europa, en las elites latinoamericanas el fin de la Gran Guerra y la naciente URSS significaron “el fin de una época”, el debilitamiento del reformismo liberal y la trasnacionalización de una “amenaza roja”. La suma del grueso de los partidos comunistas latinoamericanos en 1919 a la III Internacional abonó a mirarlos como meras agencias rusas, pese al carácter marginal de casi todos y a su ideario a veces independiente (Bohoslavsky, 2023, pp. 70-97; Buchenau, 2000; Harnecker,1999, p. 23; Pipitone, 2015, p. 144; Rodríguez Araujo, 2015, p. 13).

La experiencia en los años treinta y cuarenta del siglo XX en América Latina de procesos desarrollistas (como el cardenismo mexicano o el peronismo argentino) significó mayor retraimiento del poder económico de esas elites -sobre todo exportadores y terratenientes-, que vieron en el escenario de la guerra fría un marco oportuno para adherirse ideológicamente a la política exterior estadunidense, regida por el anticomunismo geopolítico, en pos de conveniencia interna. Así, la guerra fría no creó, sino que reforzó inercias prexistentes en América Latina e implicó una simbiosis entre las elites retraídas y Estados Unidos, país abocado al dominio económico en Latinoamérica, ante el hecho de que otras latitudes, como África, conservaban colonialismo europeo (Cardoso y Faletto, 1969, p. 40; Pettiná, 2018, p. 38; Semán, 2021, p. 15).

La guerra fría latinoamericana se caracterizó por esa relación simbiótica entre elites conservadoras locales y la política exterior de Estados Unidos para recobrar preeminencia, en un proceso donde, si bien el peso de la potencia del norte es ineludible, los actores locales tuvieron agencia propia; y destacó en ellos su enlace con sectores militares -educados de forma similar a Estados Unidos: pendientes de amenazas del hemisferio norte y férreo anticomunismo- y la noción de que los desarrollismos, liberalismos y reformistas, en realidad, eran antesala del comunismo o embozo de una amenaza soviética, cuyos fines serían lograr enclaves geográficos bélicos más allá del bloque del Este, desviar recursos locales para beneficio ruso o influir en Occidente para facilitar una posible hegemonía soviética (Briones, 1978, p. 302; Klare y Stein, 1978, p. 34).

Esas condiciones harían del año 1954 un punto de inflexión al abrir una constante de la guerra fría en la región: el desarrollo de golpes de Estado -perpetrados por un sector militar en connivencia con elites locales y mayor o menor respaldo estadunidense-, siempre en clave con el anticomunismo geopolítico. El derrocamiento ese año del coronel reformista Jacobo Árbenz en Guatemala -electo democráticamente en 1950- implicó una especie de “plan piloto” en la región, caracterizado por cuatro elementos: la participación de un sector del ejército; la protección de intereses privados terratenientes o recursos estratégicos (que en Guatemala fue evitar una reforma agraria); la acusación de “comunismo” a cualquier reformismo y sus actores, y la alerta instrumental de que a través de ellos la URSS formaría pivotes geográficos. El golpe y dictadura en Guatemala tuvieron como legititmación el anticomunismo geopolítico, en una acusación de “comunista” contra Árbenz que, según John Moors, secretario estadunidense de Asuntos Interamericanos, “se magnificó a propósito”, puesto que se sabía que Árbenz “no era infiltrado soviético”. El proceso abrió pauta a golpes similares en Paraguay ese mismo año y, en 1956, en Honduras (Jonas Bodenheimer, 1981, p. 36; Pettiná, 2018, p. 87; Roitman, 2013, pp. 120-132; Salomón, 1982, p. 43; Selser, 1961; Valdés, 2004, p. 213).

El triunfo de la revolución cubana, en 1959, pese a su singularidad, fue punto de inflexión al profundizar esa reacción golpista bajo la premisa de la “doctrina de seguridad nacional”, consistente en una adaptación de las fuerzas armadas para salir de sus tareas habituales en pos de represión para “salvar a los países del comunismo”. La ola golpista arreció con los casos de las defenestraciones de Bosch en República Dominicana, en 1963; Goulart en Brasil, en 1964; el golpe de Bánzer en Bolivia, en 1971; el de Bordaberry en Uruguay, en 1973; el golpe de Pinochet contra Allende en Chile, en 1973, o el golpe de la junta militar argentina liderada por Videla, en 1976; asonadas cuya constante fue legitimarse mediante el anticomunismo geopolítico, al acusar a los gobernantes defenestrados de precursores de “enclaves o intereses soviéticos”, aun cuando se tratara de personajes diversos entre sí, como el agrarista Árbenz o el socialista Allende; y sin importar que la URSS tuviera participación reactiva o nula en la región, como había ilustrado el caso cubano y el distanciamiento soviético del proceso tras la crisis de los misiles en 1962 (Astudillo, 1981, p. 61; Guglialgmeli, 1979, p. 111; Leal Buitrago, 2003; Power, 2008, p. 111; Roitman, 2013, pp. 209-220; Toro, 2015).

No obstante, con muy pocas excepciones -notoriamente los casos de Costa Rica y México-, el golpismo y anticomunismo de Estado fueron el actor dominante en Latinoamérica de 1954 a 1989, cuyas prácticas represivas se justificaron con la alerta contra la “amenaza externa soviética” y derivaron en una institucionalización regional a través del Plan Cóndor, que constó de una organización supranacional de dictaduras del Cono Sur y Centroamérica -principalmente a instancias de la chilena, argentina y paraguaya- para ejercer represión selectiva contra posibles focos transfronterizos de organización antidictaduras (Blixen, 1994, p. 190; Calloni, 2001, p. 83; Casals, 2012; Pettiná, 2018, p. 180; Rostica, 2018). Mientras Estados Unidos y la URSS instaban la política de distensión de la dètente, América Latina vivía el clímax del anticomunismo geopolítico en esas dictaduras, cuya debacle no vino sólo por cambios en la política estadunidense -tras el fracaso en Vietnam-, sino también por su propio desgaste, tras la masiva violación a derechos humanos perpetrada a nombre del anticomunismo, donde destacaron las dictaduras centroamericanas, la chilena y argentina por número de víctimas (Arditi, 2009; González Deluca, 2002; Pettiná, 2018, pp. 187-200; Roitman, 2013, p. 170). La noción de “amenaza externa” había sido parte del pensamiento anticomunista desde el siglo XIX, pero la guerra fría fue el escenario que en América Latina la profundizó. El anticomunismo sui generis en el México excepcional durante la guerra fría abona en esa cuestión.

SEGUNDA PARTE: PANORAMA DEL ANTICOMUNISMO GEOPOLÍTICO EN MÉXICO

El anticomunismo geopolítico en México respecto a América Latina: excepcionalidad civil pero similitud en la práctica de la “amenaza externa”

El ascenso del imaginario del anticomunismo geopolítico en el mundo en el tránsito del siglo XIX al XX contrastó con las condiciones que vivía México a raíz de dos hechos: el debilitamiento del bando conservador tras el triunfo liberal en la guerra de Reforma, en 1867, y, más tarde, la deposición de la dictadura de Porfirio Díaz por la revolución mexicana; primer movimiento armado del siglo XX, que sentó bases para la configuración de un régimen autoritario, pero que apuntaló un proyecto reformista, blandió la “justicia social” como causa y preconizó al exterior una postura de relativa autonomía y soberanía ante el ascenso injerencista de Estados Unidos en la región (Córdova, 1973, p. 33; Figueiras, 2007, pp. 39-50; Garrido, 1993, pp. 13-25; Meyer, 2004, p. 107).

Ello dio pie a un régimen posrevolucionario prolongado, de ideología difusa, que no pretendió ser anticapitalista pero, desde su origen y constantemente, se atribuyó la “justicia social” y ser un contraste ante “la derecha y la reacción”, pese a la neutralización de los sectores más a la izquierda de la revolución -como el magonismo- por parte del sector triunfante: la fracción Sonora. Ello influyó para que el anticomunismo como ideología no fuera un atributo esencial del régimen y se atrincherara más en el ámbito civil y opositor, en sectores debilitados por la revolución, como la Iglesia católica y grupos afines, terratenientes, empresarios de raíz porfirista, prensa dependiente de agencias estadunidenses, banqueros y organizaciones secretas con presencia en partidos hacia las derechas (Illades, 2014, pp. 61-87; Jasso, 2013, p. 75; Jeifets y Jeifets, 2017, p. 86; Meyer, 2004, p. 104; Rodríguez Araujo, 2013; Romero, 2016, p. 125; Servín, 2004, p. 483).

La labilidad ideológica posrevolucionaria significó una fortaleza dual. Al exterior, el régimen mexicano sorteó la injerencia estadunidense centrada en el dominio comercial y de vena anticomunista desde 1917. Con base en su “capacidad de estabilizar”, única en la región, el régimen mexicano supo negociar ante Estados Unidos y su diplomacia anticomunista (matizada con el pragmático embajador Morrow en 1927), y gestó una relación bilateral de excepción el grueso del siglo XX, de relativa autonomía usada a conveniencia, que descolló durante la guerra fría (Buchenau, 2000; Meyer, 2004, p. 107). Al interior, la labilidad ideológica del régimen le permitió atribuirse causas progresistas -sin antagonizar siempre con elites económicas- y neutralizar -vía cooptación o represión selectiva- a las izquierdas, tanto de la revolución, del socialismo histórico mexicano y del naciente comunismo partidista en 1919. Sin embargo, pese a esa neutralización, el conservadurismo sito en el plano civil, cuyos rasgos eran el antilaicismo y el anticomunismo, veía con el mismo escepticismo tanto al gobierno revolucionario como a la oposición de izquierdas (Jeifets y Jeifets, 2017, pp. 72-87; Kent, 2017, pp. 37-50; Taibo II, 2008).

Esta postura, igual que la diplomacia estadunidense previa a Morrow, reprodujo el anticomunismo geopolítico, al considerar que la revolución mexicana estaba “vinculada a la URSS” y en su gobierno emanado había “infiltraciones”, y estaba protagonizada por el conservadurismo católico, cuyo rechazo al proyecto laico de la Constitución de 1917 (que llegó a las armas con la guerra Cristera) contuvo en sus ideas la de que ello era “adoctrinamiento soviético” (Buchenau, 2000; Molina, 2016, p. 97; Servín, 2004, p. 509). La fundación del Partido Comunista Mexicano (PCM) abonó a ese imaginario. Pese a su carácter marginal y su cercanía al “ala progresista” del régimen, el PCM se afilió a la Internacional de 1919, lo que, sumado a que en su origen participaron extranjeros anticolonialistas, como el intelectual indio Nat Roy, fueron coartadas para que tanto el anticomunismo civil o la represión selectiva del régimen descalificaran sistemáticamente a las izquierdas, al acusarlas de estar al servicio de “potencias extranjeras” o ser “conjura bolchevique”, sin reparar su alcance real (Concheiro, 2019; Illades, 2017; Taibo II, 2008, pp. 36-41), cuestión que permaneció a lo largo del siglo, con puntos de inflexión en el cardenismo y en la década de los setenta.

Cardenismo, guerra fría, grupos empresariales y anticomunismo geopolítico

La llegada de Lázaro Cárdenas a la presidencia de México, en 1934, tras el desgaste de la causa “revolucionaria” por el retraimiento de la reforma agraria en el callismo, significó una refundación, mediante un proyecto desarrollista -con acento en política de masas, soberanía energética, educación científica y reforma agraria-, inclinado a la izquierda pero que no fue anticapitalista (Cardoso y Falleto, 1969, p. 124; Córdova,1974, pp. 177-202; Meyer, 2009, p. 175; Rodríguez Araujo, 2015, p. 48). Ese proyecto retrajo a ciertas elites mexicanas -terratenientes, financieras y católicas-, en tanto que fue afrenta a sus causas centrales: educación religiosa, oposición al proteccionismo y a la presencia estatal en la tenencia de la tierra, cuestiones que interpretaron como un externo “peligro comunista” (Babb, 2003, pp. 67-104; Loaeza, 1983; Pacheco, 2002; Pettiná, 2018, p. 50; Servín, 2004, p. 483).

La reacción organizativa de las derechas ante el cardenismo fue variada: incluyó grupos paramilitares católicos, centros educativos y la construcción, en 1939, de su principal órgano en el siglo XX: el Partido Acción Nacional (PAN), cuya fundación contuvo desde corrientes democristianas plurales hasta sectores intolerantes anticomunistas, como el ala pronazi proveniente de la revista La Reacción (?) o la de Jesús Guiza, cuya consigna fue acusar al cardenismo de “vehículo soviético” y admirar al franqusimo en España como contención ante el expansionismo ruso, comunista y ateo (Barajas, 2014, p. 193; Sola Ayape, 2016).

Pese a esa reacción organizativa de las derechas, el albor de la guerra fría, en 1947, coincidió con la madurez del régimen posrevolucionario, a raíz del insumo estabilizador de Cárdenas, la suma realista de su sucesor Ávila Camacho al bando de “las democracias”, su matización de la política cardenista y realce de la represión selectiva contra líderes sindicales, lo que distendió a las elites mexicanas y redujo el progresismo del régimen a la política exterior y a un reformismo intermitente. Ello le generó un “visto bueno democrático” de Estados Unidos al régimen -dada su estabilidad-, pero también de la URSS, que vio al gobierno mexicano como una “burguesía progresista”, equilibrio que le dotó un papel excepcional en la guerra fría, al carecer de un golpe de Estado anticomunista y blandir una diplomacia relativamente autónoma en casos clave, como el apoyo limitado a la revolución cubana o su distancia frente a las dictaduras militares (Loaeza, 2022, p. 81; Meyer, pp. 99-102; Ojeda, 1986, pp. 47-53; Pettiná, 2018, p. 59).

Pese a ese equilibrismo, las elites mexicanas retraídas aprovecharían la guerra fría para acusar al reformismo intermitente de “cardenismo socializante” (Babb, 2003, p. 85; Carr, 1992, p. 147); y emplearían la entronización anticomunista de los años cincuenta -dada la guerra de Corea y el macartismo- como eje articulador. En ese lapso, hubo eclosión de organizaciones anticomunistas (agrupaciones secretas y de choque) de raíz católica, opuestas a una “conspiración judeo-masónica-comunista”, y denunciaban “prosoviéticos” tanto en la oposición de izquierdas como “infiltrados en el gobierno”; mismas que, pese a su marginalidad, lograrían relevancia al tener presencia en organizaciones como el PAN, buscando participación electoral (Delgado, 2003, p. 111, 2007, p. 49; González, 2006, p. 250; González Ruiz, 2003, pp. 186-187; Jasso, 2013, p. 101; Loaeza, 1983; López Macedonio, 2010, p. 150; Rodríguez Araujo, 2013).

En el ámbito empresarial, la guerra fría fue un detonante para articularse como grupo de presión. En 1962 se fundó el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios, que en su voz buscaba “promover la inversión” pero, en los hechos, fue reacción anticomunista frente al gobierno de López Mateos, a tono con organismos empresariales añejos (la CONCANACO; la Confederación Patronal Mexicana, la Confederación de las Cámaras Industriales de la República Mexicana), en contra de su política frente a Cuba y su nacionalización eléctrica; rechazo secundado por organizaciones como el PAN y el sinarquismo, que también avizoraban esas decisiones del gobierno como “camino al comunismo” (Ai Camp, 1990, p. 175; Romero, 2016, p. 215).

Sin embargo, el panorama de los sesenta (a la luz de Cuba, el mayo francés, la primavera de Praga) renovó a las izquierdas en el mundo, que reconsideraron la vía revolucionaria, criticaron a la URSS y se extendieron a ámbitos culturales (Rodríguez Araujo, 2015, p. 93). El movimiento estudiantil de 1968 y grupos armados de izquierdas serían manifestación de ello en México, y la represión en su contra -justificada con el anticomunismo geopolítico, pese a la nula influencia foránea en ellos- fue la expresión más fuerte del anticomunismo casuístico del régimen posrevolucionario (Carr, 1992, p. 61; Rodríguez Kuri, 2009), donde imperó la acusación contra todo activismo opositor de “caballo de troya” soviético (Servín, 2004, p. 12). Esa represión afianzó en el conservadurismo civil mexicano la idea de que el gobierno de Díaz Ordaz -pese a ser “revolucionario”- sí combatía al “marxismo extranjerizante”, pero también supuso una crisis de legitimidad que los presidentes ulteriores -Echeverría y López Portillo- buscaron resarcir al acentuar un tono “popular” y la diplomacia excepcional (Loaeza, 1983; López de la Torre, 2014; Ortúzar, 1986, p. 191).

Dada esa política -expresada en programas redistributivos y crecimiento del sector público-, Echeverría aglutinó en su contra de forma inédita a las cámaras empresariales (COPARMEX, CONCAMIN, CONCANACO y el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios) que forjaron un bloque antiestatista que daría vida, en 1975, al Consejo Coordinador Empresarial (CCE), cuyo objetivo era “fungir de puente entre la Iniciativa Privada y el Gobierno”, pero, en los hechos, fungió de incursión partidaria del empresariado, cuya prioridad económica era oponerse al gasto público, y en lo político, su prioridad era el anticomunismo a secas, pues sin reparar en la represión estatal contra ciertas izquierdas -en la “guerra sucia”-, alertaban que el echeverrismo iba a una “dictadura socialista” y presionaban para que la diplomacia mexicana condenara a actores izquierdistas en Latinoamérica y el mundo (Abruch, 1983; Loaeza, 1983; López de la Torre, 2014, p. 17).

Esa movilización sin precedentes del empresariado mexicano se recrudeció tras el asesinato del industrial regiomontano Garza Sada y, más trade, por la amnistía a grupos armados y la nacionalización de la banca con López Portillo, hechos que acusaron de “comunismo”; y ello devino una mayor participación empresarial en el PAN, que tras su disputa interna de 1976 (entre democristianos con vocación social y el dirigente Ángel Conchello, de militancia anticomunista), se confirmó menos como partido de cuadros y más como vehículo de órganos empresariales, mismos que redujeron su antagonismo al gobierno posrevolucionario, tras el histórico viraje ideológico del Partido Revolucionario Institucional (PRI), en 1982, que tornó la “justicia social” por directrices librecambistas (Figueiras, 2007, p. 63; Garrido, 1993, p. 13; Loaeza, 1983; López de la Torre, 2014, p. 9).

El régimen posrevolucionario, tras el cardenismo y hasta los años ochenta, matizó su proyecto y ejerció un excepcional anticomunismo, sito en la neutralización de movilizaciones sindicales o estudiantiles y en el actuar de paramilitares en la “guerra sucia” (Meyer, 2004, p. 100), cuyo objetivo, más que una guerra total (como en el Cono Sur), era limitar la herencia cardenista-revolucionaria a rubros como la política exterior y “neutralizar” opositores cuya agencia se magnificó para legitimar la represión en su contra.

Fue un régimen cuyos visos reformistas fueron respetados por Estados Unidos a cambio de la estabilidad sucesoria, mantuvo un grado de tolerancia a expresiones comunistas en circuitos intelectuales, y cuya diplomacia preservó en el siglo XX su autonomía relativa, manifiesta en hechos relevantes: su apoyo excepcional a la revolución cubana, su desafección instrumental a los golpes de Estado y dictaduras anticomunistas en Iberoamérica (en el Cono Sur o el franquismo), y una interpretación -ajena a la directriz de Washington- de que las guerrillas fuera de México no eran resulta de una “conjura comunista internacional”, sino de condiciones históricas locales3 (Bohoslavsky, 2023, p. 155; Herrera y Ojeda, 1983, p. 32; Illades y Kent, 2022, pp. 34-48; Meyer, 2004, p. 100).

Esa dualidad del régimen mexicano -progresista al exterior, contradictorio al interior- dio pie al conservadurismo a exacerbar el anticomunismo geopolítico, sobre todo en la Iglesia y grupos empresariales que, más con fines de presión que de golpismo, le manifestaron confrontaciones de intensidad variada, pero donde fue sistemático, en su retórica y visión internacional, el empleo del anticomunismo geopolítico, aunque este se usó para posicionarse ante la opinión pública y presionar al gobierno, no para derrocarlo (Briz, 2002, pp. 25-68; López de la Torre, 2014, p. 9). Así, si bien el anticomunismo en México en la guerra fría fue excepcional en sus actores (más civil que estatal, y en el Estado más discreto que abierto), no lo fue en su práctica legitimadora distintiva: denunciar en adversarios una “amenaza externa”, lógica que no cesó con el armisticio simbólico de la guerra fría y fin del origen de dicha amenaza: la disolución de la URSS.

TERCERA PARTE: ANTICOMUNISMO GEOPOLÍTICO EN EL MÉXICO DE LA POSGUERRA FRÍA

Fin ortodoxo de la guerra fría: reconfiguración ideológica en América Latina y el proceso de alternancia en México hacia la derecha en 2000

Las décadas de los años setenta y ochenta sugirieron el ocaso del mundo bipolar, tanto por la dètente como el avizoramiento en Estados Unidos, durante el gobierno de Carter, de un albor multipolar; aunado a una crisis global petrolera y de inflación sin precedentes, la “estanflación” que ello implicó y el ascenso de un proyecto amplio, el neoliberalismo, aupado en el mundo anglosajón por su país vanguardia, Estados Unidos, y su zona de influencia (como la dictadura chilena) como una reacción librecambista a la crisis, como un intento de extensión del mercado para resolverla y como un intento de dominio sobre los países deudores crediticios del Tercer Mundo (Arditi, 2009, p. 236; Calloni, 2001, p. 111; Escalante, 2015, pp. 93-95; Harnecker, 1999, p. 156; Harvey, 2005, p. 18; Pettiná, 2018, p. 238; Romero, 2016, p. 220).

Este trance complicado en Occidente tuvo como contraparte un debilitamiento del bloque del Este, por el impacto de sus crisis internas, un centralismo ineficaz para resolverlas y el ascenso de movimientos antiautoritarios en los países del “cerco de seguridad” bajo dominio soviético (como la revolución de Terciopelo checa o Solidarnosć en Polonia); inercia que derivó en dos hechos que concretaron el fin ortodoxo de la guerra fría: la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la URSS, en 1991.

Si bien este periodo fue crítico para ambos polos de la guerra fría, y si bien durante ella el proyecto más exitoso fue el mixto de los sesenta y no el librecambismo, la caída soviética abrió un escenario global multipolar en lo económico -dado el papel de Europa occidental y el este asiático-, pero unipolar en lo ideológico, donde la potencia de Occidente preconizó el “fin de la historia” con el triunfo de un modelo de mercado; aunado a una compleja “tercera ola democratizadora” caracterizada por una paradoja: la caída de los socialismos del bloque del Este y la caída -vía transiciones pactadas y movilizaciones- de las dictaduras anticomunistas latinoamericanas (Fukuyama, 1992; Huntigton, 1994, pp. 1-39). Ello supuso un replanteamiento ideológico global, donde el fin de la URSS significó para las izquierdas -pese a su renovación sesentera- la pérdida de un referente, y, para las derechas, pese a su noción de lograr un triunfo cultural sin igual, la pérdida de su adversario central, con lo que su magnificada reticencia a su intromisión geopolítica perdía razón de ser (Escalante, 2017, p. 140; Harnecker, 1999, p. 58; Rodríguez Araujo, 2015, p. 159).

El triunfo total del modelo de mercado fue más una consigna que realidad, en tanto que, pese a las disoluciones en Europa oriental o las derrotas electorales de izquierdas como el sandinismo en América Latina, ambas regiones mantuvieron amplia franja social vinculada a su idea de “socialismo” (Macrohistoria, 2021; Matos, 2018, p. 14). La inmediata posguerra fría, sin embargo, devino en América Latina una hegemonía decenal de gobiernos de “libre mercado” y, como excepción, Cuba, el único gobierno autodenominado socialista que sobrevivió a la disolución soviética. Pese a ello, en el grueso del subcontinente las transiciones experimentaron diversas crisis económicas; lo que dio pábulo al primer reto a la unipolaridad ideológica en la región: el ascenso de la llamada “marea rosa”, conformada por triunfos electorales de actores diversos (algunos outsiders y otros históricos personajes de las izquierdas locales), ajenos a la referencia soviética del siglo XX, pero cuyo rasgo común fue tomar distancia ante el modelo de “libre mercado” y la preconización -en diverso grado- de una participación estatal en la economía; “marea” entrañada en los triunfos electorales de Hugo Chávez en Venezuela, en 1998; Luis Inácio da Silva en Brasil, en 2002; Néstor Kirchner en 2003, en Argentina; Tabaré Vázquez en Uruguay, en 2004, y Evo Morales en Bolivia, en 2005, personajes cuyos proyectos diferían, pero que coincidían en la crítica con el modelo neoliberal, y en lo internacional buscaron formas alternas de integración, donde destacó, por su protagonismo (y en contraste con la mesura de otros presidentes de la “marea”), el presidente venezolano, cuyo activismo, donde autodefinía su proyecto estatista como “socialismo del siglo XXI”, buscó explícitamente ser contrapeso -más retórico que programático- a la hegemonía de libre mercado, encabezada por el gobierno estadunidense (Arditi, 2009; Dieterich, 2005, p. 10; Harnecker, 1999, p. 60; Malamud y García, 2007; Sanahuaja, 2018).

En ese proceso del fin del mundo bipolar, México, país ajeno a las dictaduras anticomunistas pero no a la crisis global de los setenta y a la ola democratizadora, manifestó sus cambios en diversos hechos históricos: una reforma política que institucionalizó el pluralismo en 1976 (en respuesta al activismo de las izquierdas y la movilización de las derechas empresariales); un giro ideológico del partido de Estado, el Partido Revolucionario Institucional, para desplazar la “justicia social” y sortear la crisis de los setenta con el ideario del libre mercado a partir de 1982, lo que distendió su relación con el empresariado y aunó agenda con un importante sector del PAN -denominados “neopanistas” proempresariales, en contraposición con el ala “doctrinaria”-; mientras que la disidencia nacionalista del PRI, encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas, se escindió del partido y se fortaleció mediante la crítica a ese giro y la construcción de un frente electoral con otras izquierdas partidistas y sociales, que expuso una competitividad inédita en la elección presidencial de 19884 (Garrido, 1993, p. 25; Loaeza, 1983; Modonessi, 2003, pp. 55-70).

Dicho proceso contuvo irregularidades determinantes y el activismo contra sus resultados -encabezado por Cárdenas- abonó en la fundación, en 1989, del partido de izquierdas más importante hasta ese momento -el Partido de la Revolución Democrática (PRD)- para la democratización, al derivar en la construcción de una autoridad electoral autónoma -el Instituto Federal Electoral (IFE), en 1990-, lo que fortaleció el pluralismo y suscitó alternancias regionales. Ello, entre otras cuestiones, dio pie a que en el año 2000 México experimentara la primera alternancia tras siete décadas de gobiernos del PRI, en favor del partido histórico de las derechas, el PAN, cuyo candidato -Vicente Fox, exgobernador de Guanajuato y prominente “neopanista”- enarboló una campaña contra la corrupción, pero en lo ideológico blandía, con una apertura retórica mayor que sus antecesores priistas, la liberalización económica y proempresarial (Bolívar Meza, 2014, p. 4).

La alternancia supuso la continuidad en favor de la liberalización y retraimiento estatal, modelo económico del cual el PRD pretendía distanciarse desde el poder legislativo o los gobiernos locales, como el de la ciudad de México, donde triunfó en las elecciones de 1997 con Cárdenas como candidato y en 2000 con otro exdisidente del nacionalismo priista, Andrés Manuel López Obrador. El contraste de un gobierno federal panista y la ciudad de México gobernada por el PRD en 2000 marcó el tono del primer sexenio de la alternancia, debido a que, al no necesitar de un anclaje legitimador en la labilidad de principios de la “revolución mexicana” (Meyer, 2004, pp. 110-120), el gobierno de Fox fue más abierto en mostrar sus pulsiones ideológicas, cuestión que se expresó en hechos, como la relación Iglesia católica y Estado, y, con mucha relevancia, en la política exterior y la relación con gobiernos locales de otros partidos, cuestiones ambas que, por su conflictividad, condicionaron en 2006 la primera coyuntura electoral posterior a la alternancia (Esteinou, 2007, p. 295; Figueiras, 2007, p. 229; Toussaint, 2007, p. 47).

Preámbulo de la elección de 2006: la inédita política exterior mexicana y la reacción en el PAN ante la “marea rosa”; conflictividad ideológica hacia afuera… y también hacia adentro

El gobierno de Vicente Fox mantuvo, en lo económico, línea de continuidad con sus antecesores desde 1982, al retener a funcionarios del PRI tecnocrático en puestos clave (como la Secretaría de Hacienda y el Banco de México) y promover, con éxito limitado, ciclos de reformas librecambistas. Sin embargo, a contracorriente de la prolongada tradición de “no intervención” y relativa autonomía frente a la potencia estadunidense en el siglo XX, el gobierno de Fox reorientó la política exterior mexicana, que, motu proprio, en lo económico priorizó intentos de integración con Estados Unidos, Canadá y otros países del hemisferio norte, y signó acuerdos de comercio de resultados magros -como había sido la inercia hasta entonces- con América Latina. En lo político, sin embargo, se dio un giro sin precedentes, al manifestar una explícita cercanía con la filosofía librecambista, una mayor cercanía con la agenda de Washington y una toma de distancia respecto a ciertos países de América Latina, donde destacó como prioridad el caso de Cuba, en aras de desplazar el principio de “no intervención”, interpretado por el gobierno del PAN como “aislacionismo” (Aguilar y Castañeda, 2007, p. 149; Gómez, 2003, pp. 39-41; Meyer, 2008, p. 781).

El gobierno de Fox cambió la inercia de la diplomacia mexicana durante toda la guerra fría, al votar en 2002, por primera vez, ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, en contra de Cuba en ese respecto, bajo el argumento, esgrimido por el canciller Jorge Castañeda, de que durante el priismo ese voto se usó no sólo por afinidad revolucionaria, sino instrumentalmente para que las violaciones a derechos humanos en México se obviaran. Ello devino una tensión con el régimen de Fidel Castro, con quien el gobierno priista del siglo XX, pese a su giro en 1982, mantuvo relación cordial hasta el año 2000, y escaló hasta bordear la ruptura tras una reunión regional en Monterrey, en marzo de 2002 -la Cumbre de las Américas-, donde Vicente Fox, pese a su papel de anfitrión, aceptó la presión del mandatario estadunidense George W. Bush para instar a Castro a irse de la cumbre y a no criticar la política estadunidense. En este distanciamiento entre ambos países afloró la vena ideológica del gobierno mexicano, que imputó también “falta de democracia” al régimen de Cuba (Aguilar y Castañeda, 2007, pp. 139-179; Meyer, 2004, p. 115).

En una decisión casi simultánea, el gobierno de Fox puso de relieve de nuevo este giro político ante América Latina, en su reacción ante una severa crisis política en Venezuela en 2002. El país sudamericano vivía un proceso económico complicado y resistencias empresariales al interior, mientras que al exterior pretendía asumir un liderazgo no alineado al libre mercado; hechos que acendraron a diversas elites locales. En una lógica donde imperó un intento de movilización mediática e inercia de la guerra fría (Roitman, 2013, pp. 191-195), Chávez enfrentó un intento de golpe de Estado el 11 de abril de 2002, perpetrado principalmente por líderes de cámaras empresariales y mediáticos, ante lo cual el gobierno de México ejerció una actitud dual diferente a su inercia del siglo XX: si bien se abstuvo de reconocer o no al gobierno golpista, también emitió críticas que restaban gravedad a la asonada, en voz del presidente Fox, quien expuso que el golpe en Venezuela se debió “a la errática conducción económica de Chávez”.5 Empero, una movilización social y la institucionalidad del ejército venezolano dieron revés al golpe y el 13 de abril Chávez fue restituido en su mandato que, más allá de sus taras, había sido obtenido en las urnas.

El episodio dio pie a una propensión general entre las derechas latinoamericanas -con cierto protagonismo del presidente colombiano Álvaro Uribe- para la construcción del chavismo, su “socialismo del siglo XXI” y su “bolivarianismo”, como un preeminente adversario ideológico, al cual se le pretendió asociar con crisis económicas mediante términos disímiles como “populismo”, “totalitarismo” y, también, con el “comunismo”, en una disparidad que, más que caracterización rigurosa de un adversario, resaltaba un empleo instrumental de conceptos para difundir temor en coyunturas convenientes6 (Bohoslavsky, 2023, pp. 225-226; Maya, 2021, p. 255).

En México, esa construcción antichavista fue relevante tanto en el gobierno como en el PAN, donde la figura de Chávez y el concepto “populismo” a él asociado adquirieron un peso ideológico negativo que, sin embargo, no era homogéneo,7 porque si bien dentro del PAN había sectores (como los democristianos) que distinguían lo complejo del término “populista” y sus vertientes de derecha o izquierda, había personajes preeminentes sin mucho rigor, donde el principal era el presidente Vicente Fox, para quien el concepto “populismo” asociado a Chávez era similitud de “crisis” o “comunismo”.8

Sin embargo, a diferencia de las derechas colombianas -más reticentes al chavismo dada la cercanía geográfica-, el episodio del intento de golpe de Estado venezolano en 2002 no fue el punto de inflexión antichavista dentro del PAN en México, sino que este ocurrió en 2005, debido a que, en ese año, diversos partidos de oposición venezolanos, como Acción Democrática, el Partido Socialcristiano COPEI y Primero Justicia, rechazaron participar en las elecciones parlamentarias por considerar que “no había garantías democráticas”, hecho que desde el PAN en México fue visto como “un error”, porque permitió que la mayoría de partidos a favor del gobierno venezolano “consolidaran el proyecto y poder del presidente Chávez” (Parker, 2006)9 al interior de su país, mientras que, en lo internacional, persistió como promotor, en América Latina, de una integración reguladora del mercado y promovió una política exterior abundante en acciones más retóricas que materiales -como acuerdos nucleares con Irán-, destinadas menos a intercambios concretos que a crear contrapeso ideológico contra la hegemonía estadunidense (Dieterich, 2005; Malamud y García, 2007; Sanahuaja, 2018).

Ello granjeó a Chávez un protagonismo polarizador dentro del PAN, aún mayor que el del régimen cubano, debido a que el caso venezolano era reciente, resaltaba como el primer “giro a la izquierda” de la “marea rosa” y emergía como un gobierno que, a diferencia de otros de la “marea”, fue proclive a la crisis económica y a manifestar su simpatía o aversión por actores del plano internacional, lo que dio pie en el PAN a pensar a Chávez como un activista muy visible,10 y como un personaje que fungiera de referencia negativa, “no sólo para generaciones que crecieron oyendo las carencias del régimen socialista cubano, sino también para las nuevas generaciones”.11

A la par de ese cambio en la política exterior mexicana, que supuso una conflictividad inédita con países de América Latina, originada en una decisión personal del presidente Fox, también hubo una conflictividad interna que protagonizó el sexenio: la disputa política entre el gobierno federal y el gobierno de la ciudad de México12 (Díaz Polanco, 2012, p. 17; Quintanar, 2017, p. 93).

Desde su inicio como gobernante capitalino, Andrés Manuel López Obrador, crítico del viraje priista de 1982 y expresidente del PRD en un periodo exitoso del partido, pretendió ser contrapunto de diversas aristas del gobierno de Vicente Fox. Mediante un proyecto pragmático que orientó recursos a programas sociales y obra pública, su administración buscaba tomar distancia del modelo librecambista (Rodríguez Araujo, 2015, p. 166; Quintanar, 2017, p. 89). Dado el contraste, las fricciones entre ambos mandatarios fueron constantes y devinieron en franco conflicto, fundamentalmente después de la elección intermedia de 2003, donde el PRD logró, en la capital, mayoría amplia en el Congreso local y delegaciones políticas, aunado a una fuerte aceptación social a nivel nacional del mandatario capitalino, hecho que lo figuraba como posible aspirante presidencial, lo que suscitó que el presidente Fox invirtiera recursos en pos de mermar esa aspiración (Crespo 2017, pp. 260-265; Hernández Vaca, 2006, p. 65; Treviño, 2009, p. 640).

Si bien en el primer trienio ambos mandatarios abonaron a las tensiones a través de declaraciones, en 2004 la confrontación adquirió tenor excluyente cuando el gobierno federal, debido a una animosidad personal e ideológica del presidente Vicente Fox y no a una justificación legal real,13 empleó instituciones del Estado para tratar de contener a su adversario, mediante un intento de encarcelamiento contra el gobernante capitalino, cuando, en mayo de 2004, la Procuraduría General de la República (PGR) del gobierno de Fox solicitó el su desafuero por un presunto desacato a la resolución de un juez que le obligaba a detener una obra pública en el poniente de la ciudad; acusación que carecía de sustento, al demostrarse que la obra sí se detuvo y que el tramo predial en litigio pertenecía a la nación, aunque podía derivar en un proceso judicial contra López Obrador que cercenara sus derecho a ser candidato presidencial, lo que restaría legitimidad a la elección de 2006 y pondría en vilo el incipiente proceso democratizador mexicano tras la alternancia (Cuéllar y Oseguera, 2011, p. 46; Díaz Polanco, 2012, p. 26; Hernández Vaca, 2006, p. 29; Quintanar, 2017, p. 100; Rodríguez Araujo, 2015, pp. 165-167).

El acto fue frenado con una amplia movilización social en abril de 2005, que orilló a la PGR y a Fox a recular su acusación y reconocer su carencia de sustento, lo que dio pie a que, ya sin trabas ilegítimas, el PRD pudiera abanderar como precandidato presidencial a López Obrador en julio (Quintanar, 2017, pp. 116-120).14 Sin embargo, la fricción al proceso democratizador era tangible y la primera elección posterior a la alternancia llegaba en un clima enrarecido por el gobierno federal (Garrido, 2007, p. 31), que se había mostrado tendiente a la conflictividad por diferendos ideológicos, tanto en lo local como en lo internacional, como confirmó poco después del fin del episodio del desafuero, al friccionarse, una vez más, en un foro regional en la víspera de la elección de 2006.

La IV Cumbre de las Américas, celebrada esta ocasión en Argentina del 4 al 5 de noviembre de 2005, concitó la reunión de diversos presidentes del continente, cuya proridad fue debatir sobre un modo idóneo de integración regional, espacio donde el presidente estadunidense George W. Bush promovió la conformación del Área de Libre Comercio de Las Américas (ALCA), secundado por el presidente Fox, que implicaba tanto la adopción de lineamientos librecambistas en todo el continente, legalidad favorable a las empresas y acuerdos de carácter militar, en contraparte de los países del MERCOSUR, tendientes a una unión comercial con regulaciones y mercado limitado (El Yattioui, 2019).

Ante el disenso, donde el presidente venezolano Hugo Chávez reincidió como voz protagónica contra la postura estadunidense, Fox instó a los países del MERCOSUR a suscribir la línea de Bush, que al final no prosperó. A su regreso a México, el 7 de noviembre, Fox criticó con dureza a los opositores del ALCA, principalmente a los presidentes de Argentina, Néstor Kirchner, en su papel de anfitrión, y al de Venezuela, por su activismo contra Bush, por lo que Chávez acusó a Fox de ser un “cachorro del imperio”.

La tensión escaló y el 14 de noviembre, en una ruptura inédita desde 1924 -cuando se presentó un conflicto entre ambos países por críticas de José Vasconcelos al entonces dictador venezolano Vicente Gómez-, Venezuela retiró a su embajador en México, Vladimir Villegas (Vautravers, 2008), mientras la cancillería mexicana hizo lo propio en Caracas, en medio de descalificaciones entre Fox y Hugo Chávez, donde el PAN secundó al mandatario mexicano, en una ruptura de relaciones por razones similares al congelamiento con Cuba en 2002, episodios donde afloró, en todo momento, una vena ideológica que denotaba un nuevo “anticomunismo no discreto” en el gobierno de la alternancia (Meyer, 2004, pp. 100-119). Con episodios como el desafuero y conflictos foráneos, el gobierno de Fox y su partido expusieron una propensión a retar la institucionalidad democrática y la inercia de las relaciones exteriores en pos de alguna animadversión ideológica; cuestión que se confirmaría en la inédita campaña electoral presidencial de 2006.

Campaña electoral de 2006: el repunte del “enemigo externo” en la propaganda del PAN

A la par del conflicto entre Caracas y México, el segundo semestre de 2005 abrió la elección presidencial de 2006 donde, tras contiendas internas de los partidos, los aspirantes presidenciales principales eran Felipe Calderón, por la continuidad del PAN, y López Obrador, abanderado por la Coalición por el Bien de Todos (CPBT, encabezada por el PRD), quien partía con amplia ventaja de diez puntos en las encuestas, luego de salir favorecido tras la brega del desafuero, que se resolvió a su favor y lo mostró, ante un amplio sector de la opinión pública, como un candidato contra el modelo económico imperante, mientras el panista figuraba segundo y centraba su campaña en medios -arena central de la contienda desde la liberalización electoral de los años noventa- en ser un candidato “de manos limpias” (Figueiras, 2007, p. 229; Pérez Dámaso, 2014).

Del arranque de campañas, el 19 de enero de 2006, hasta inicios de marzo, el PAN preconizó ese tenor discursivo. Sin embargo, la campaña surtió poco efecto, en tanto que Calderón permanecía relegado en el segundo lugar de las encuestas, con una amplia desventaja frente a López Obrador. En el “cuarto de guerra” de Calderón imperaba la preocupación ante sus bajos números, lo que motivó una reestructuración en su equipo y estrategia. De ese modo, el publicista principal de la campaña panista, Francisco Ortiz, fue cesado el 4 de marzo y relevado por el estratega español Antonio Solá -cercano al Partido Popular de su país y exasesor en el PAN en 1996- y un equipo encabezado por Juan Camilo Mouriño, colaborador de Calderón desde que fue secretario de Energía en 2004, y la panista Josefina Vázquez (Zepeda y Camarena, 2007).15

Ese cambio significó un quiebre en la elección. La intención del nuevo “cuarto de guerra” de Calderón corrió por dos vertientes: en el plano operativo, se buscó que los ejes de la nueva campaña corrieran “por fuera” del PAN y que este se dedicara a cuestiones administrativas -como autorización de recursos y pautas mediáticas-, para así priorizar mensajes creados por completo por los nuevos asesores del candidato panista; mientras que, en lo ideológico, se pretendió priorizar una inédita campaña confrontacional contra López Obrador,16 cuyo contenido inicial se sustentó en el reciente panorama político internacional.

Tres días después del cambio en el “cuarto de guerra” calderonista, el 7 de marzo, un periódico de la ciudad de México -La Crónica de Hoy- publicó como nota principal que “Células chavistas apoyan aquí eje Caracas-La Habana-México”, donde señaló que “operaban grupos violentos y organizaciones afines al PRD infiltrados por células bolivarianas venezolanas”, cuyo fin era crear una estructura de “autodefensa” del triunfo de AMLO en la contienda de 2006 y fortalecer vínculos con grupos guerrilleros en América Latina; células ligadas al otrora embajador Vladimir Villegas,17 quien había sido retirado de México cuatro meses antes, durante la confrontación de Fox y Chávez, y cuya salida inusual instó la indagación -poco rigurosa en muchos casos- de periodistas de su actividad institucional en México.

Con base en la nota, el gobierno de Fox y el PAN actuaron. La cancillería del gobierno de Fox, encabezada por Luis Derbez, negó que hubiera alguna injerencia venezolana en México, pero confirmó un veto contra Villegas a reasumir algún cargo en el futuro; mientras que el representante del PAN ante el IFE, Germán Martínez, interpuso una denuncia formal en ese órgano, el 9 de marzo, contra una presunta intromisión venezolana en favor de López Obrador.

Las reacciones en el debate público fueron múltiples, donde destacó la negativa de la CPBT de contar con apoyo del presidente venezolano, con quien López Obrador, renuente a foros internacionales, había cuidado de no generar algún enlace.18 En el PAN, el episodio dio pie para que, además de su denuncia ante el IFE, en la Cámara de Diputados se secundara la consigna de una “intromisión” venezolana, acusada por el diputado del PAN, Rodrigo Iván Cortés, cuyas pruebas se basaban en fotografías de eventos institucionales en años pasados entre el gobieno capitalino y la embajada venezolana, aún dirigida por Villegas. Con base en esa acusación, todos los partidos del Congreso -salvo los de la CPBT-, a través de 282 diputados, aprobaron, el 22 de marzo, un acuerdo para instar a la PGR, cancillería y ministerios públicos a “investigar la injerencia venezolana” en la campaña de López Obrador, que se tornó así en una idea sistemática dentro del PAN, sobre todo en sus sectores ligados a organizaciones discretas conservadoras y profamilia, y con cargos en el gabinete de Fox, como las Secretarías del Trabajo, Desarrollo Social y Gobernación, y en ciertos medios de difusión (Delgado, 2003; Treviño, 2009, p. 640).

Diversos diputados -sobre todo del PRI- secundaron esa denuncia arguyendo el artículo 33 de la Constitución, que prohíbe participación de extranjeros en política mexicana, y su postura pretendía sólo rechazar declaraciones de Chávez hechas desde Venezuela contra Fox; pero el PAN fue más allá, porque, en voz de Rodrigo Iván Cortés, el partido justificó la indagatoria bajo la tesis de que el gobierno venezolano pretendía la conformación de un nuevo eje geopolítico -“Caracas-La Habana-Ciudad de México”- que posibilitara a Chávez una acentuación de su conflicto con Estados Unidos, reforzara “el socialismo del siglo XXI” y, más importante, pudiera hacer uso del “volumen poblacional y recursos de México”, que frente a Cuba o Venezuela aparecía como un país más fuerte en ese sentido, y, por ende, figuraba como “joya de la corona” si se conformaba tal alianza; cuestión que fue secundada con su voto por la totalidad de legisladores panistas, quienes a la par de la injerencia, acusaron a Chávez y a AMLO de ser “almas gemelas”.19

La reacción perredista en la Cámara legislativa -en voz del coordinador Pablo Gómez- se centró en señalar que esa acusación de injerencia era una coartada de campaña y que la petición del PAN de que fuera investigada “también por la cancillería” era absurda por carecer de atribuciones. Desde la CPBT se asumió de inmediato que la alerta contra Chávez era una mentira que “llevaba polvos de viejos lodos”, “recordaba a prácticas caducas”, donde, en el siglo XX, “cualquier ayuda o declaración medianamente favorable que hiciera un país no alineado se consideraba, sin razón, como una intromisión”.20

Con base en ese tema en el debate público, la reestructuración del equipo de Calderón fijó la novedad de un “contenido más agresivo” en medios, y pese a la prohibición expresa en el artículo 48 del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) para hacer propaganda de desprestigio, priorizó una campaña de ataques contra el candidato de la CPBT, basada en tres matrices deliberadas: señalar a AMLO como “económicamente irresponsable”, vincular su proyecto a crisis del pasado “similares a las de Echeverría” y, asimismo, compararlo con Hugo Chávez, tanto en lo económico como en ostentar una actitud “intolerante”.21

El 13 de marzo el PAN emitió su primer spot de ataque, acusando a AMLO de endeudar a la ciudad de México y de proponer políticas parecidas al “fracaso echeverrista”; el 18 de marzo lanzó otro donde lo comparaba con Chávez en cuanto a que ambos eran “intolerantes”, usando el conflicto verbal de este con Fox durante la Cumbre de las Américas reciente. Ambos mensajes acusaban que “¡López Obrador es un peligro para México!”, consigna conclusiva de esa serie de spots panistas.

El ordenamiento de este nuevo eje de contenidos no fue azaroso. Dentro del renovado “cuarto de guerra” de Calderón, encabezado por Solá y Mouriño, se pretendió que el principal eje de ataque contra su rival fuera “poner a López Obrador contra sí mismo”, con base en su posible similitud con el “pasado echeverrista” y su “actitud beligerante” ante Fox desde tiempo atrás. Sin embargo, dentro de ese círculo se decidió también por “aprovechar y montarse” en la reciente ruptura entre México y Venezuela, que, si bien se sabía que nació no de evidencias sino de un “pleito personal” del presidente Fox, podría usarse pragmáticamente la figura de Hugo Chávez como insumo de ataque contra López Obrador, por considerar que sólo asociándolo a un pasado de crisis y a una intromisión de un presidente foráneo, se podría contrarrestar su amplia ventaja en encuestas.22

La campaña panista fue inédita en tanto que los mensajes de carácter negativo contra su adversario se expresaron en la emisión formal de spots partidistas, de manera persistente, y no en la línea editorial de noticiarios o vías marginales, como había acaecido antes con este tipo de campañas (Pérez, 2014; Toussaint, 2007, p. 47). La acusación de irresponsabilidad económica contra AMLO era la prioridad, pero el spot que lo comparó con Chávez, emitido con persistencia del 18 de marzo al 7 de abril de 2006, fue clave en la reducción de su ventaja en encuestas, en una campaña donde el tono de ataque del PAN se sostuvo hasta el final (Pérez, 2014). La Junta General Ejecutiva del IFE destacó esa ilegalidad el 20 de abril y desautorizó los spots del PAN, pero el Consejo General del mismo IFE los restituyó en apelo a la “libertad de expresión” (Quintanar, 2017, p. 132; Toussaint, 2007, p. 47).

De la campaña “de contraste” a la propaganda negra: la campaña “lateral” de empresarios en refuerzo al PAN y la reproducción del anticomunismo geopolítico

La campaña de ataque contra López Obrador no se ceñía a la ley, pero fue prioridad del PAN, en tanto que “sólo mediante ella se podría reventar la ventaja de AMLO, dado el escaso tiempo para aminorarla”.23 El efecto de la campaña significó un descenso lento pero presente de López Obrador en las encuestas, quien, en junio, aparecía sólo con ventaja de cuatro puntos frente a Calderón (Pérez, 2014), escenario que abrió pauta a otras participaciones propagandísticas ilícitas.

A mediados de junio, a dos semanas de la elección, en una campaña interpretada desde el “cuarto de guerra” de Calderón como un bienvenido “refuerzo lateral”,24 el CCE y otros órganos patronales, reproduciendo su papel de grupo de presión consolidado en 1976, y pese a otra prohibición del COFIPE, irrumpieron en la contienda en detrimento de la CPBT (Méndez, 2014), cuestión que hicieron por dos vías: secundar el discurso del PAN en pos de la continuidad económica y reproducir el anticomunismo y su práctica de la “amenaza externa”.

La primera vía fue mediante una campaña donde diversos spots firmados por el CCE instaban a la continuidad económica y a que “apostar a algo distinto sería retroceder”. Tal campaña fue emitida profusamente entre mediados de junio y hasta el fin de la campaña, en los canales 2, 4, 5 y 9 de televisión abierta y otros medios electrónicos, y supuso un costo de 136 476 555 pesos (Méndez, 2014; Quintanar, 2017, p. 148). Ante tal violación del COFIPE -que impedía a privados compra de espacios para mensajes políticos durante las campañas-, el 23 de junio el IFE solicitó al CCE y a la COPARMEX respetar la ley, pero los dirigentes de ambos organismos, Luis Barraza y Alberto Núñez, respectivamente, desoyeron el exhorto y mantuvieron la serie de spots.

La segunda vía ahondó la ilegalidad, al ser enteramente de propaganda negra -es decir, también con apelo a emociones pero sin un emisor claro (Méndez, 2014)-, y constó de spots firmados por membretes apócrifos -el Centro de Liderazgo y Desarrollo Humano (CELIDERH) y Sociedad en Movimiento- que fungían de mampara de integrantes de la COPARMEX y del comité del PAN en Chihuahua, principalmente Enrique Terrazas, operador de campaña de Felipe Calderón en ese estado (Delgado, 2007, pp. 203-223).

La campaña negra se basó en tres contenidos de spots, en todos aparecía Hugo Chávez como protagonista. Uno de ellos incluía su imagen anunciando distribución de armas “para el pueblo”, mientras una voz en off decía: “En México no necesitas usar armas para defender tus ideas. Sólo tienes que votar. ¡Ármate de valor y vota!” Otro spot era similar y aparecía Chávez apelando a permanecer en el poder “seis años más” en su país, y finalizaba con la aseveración: “En México no necesitas un dictador.”25

En el tercer spot aparecía Chávez diciendo: “Vayámonos preparando para la guerra asimétrica”, en medio de imágenes violentas y en un tono sombrío, y concluía con él gritando la consigna: “¡Socialismo o muerte!” Estos tres spots del CELIDERH que aparecieron de manera profusa la última quincena de campaña en todos los canales televisivos, supuso una inversión de 30 663 300 pesos, y su difusión fue en aumento tanto en televisión abierta como en otras plataformas mediáticas, pues, aunque no hubo un conteo oficial de ellas, dado su papel apócrifo, aparecieron por miles en los últimos días de contienda, violaron la ley al rebasar tope de gasto y al aparecer después del día límite de la campaña -27 de junio-, y violentaron espacios mediáticos contratados por la CPBT, cuyos spots llegaron a ser interrumpidos para dar cabida a la propaganda negra del membrete CELIDERH (Delgado, 2007, p. 209).

Ambas campañas laterales apelaron al pánico moral. Dentro de la de COPARMEX había posturas, como la del exdirigente Luis Coindreau, para quienes López Obrador podría ir más allá del estatismo de Echeverría y “llevar al comunismo”. Pero mientras la campaña del CCE se limitó a secundar la continuidad económica, un membrete de fachada, encubridor de miembros del PAN y la COPARMEX, empleó propaganda negra y profusa para reproducir el anticomunismo geopolítico: vincular al adversario con una amenaza externa, de carácter bélico y socialista, matriz discursiva que fue secundaria en los spots oficiales del PAN, pero que fue prioritaria en la campaña lateral hecha por organismos empresariales en favor del candidato panista, prioridad cuyo origen ideológico tuvo, entre otras influencias, la de añejas organizaciones anticomunistas de los años cincuenta, como membretes profamilia vinculados a la organización secreta El Yunque, aún vigentes tanto en el PAN como en el gobierno de Fox y cámaras patronales26 (Camacho y Almazán, 2007; Delgado, 2007, pp. 200-230; INAH TV, 2015; Treviño, 2009).

La campaña del PAN y su refuerzo “lateral” no contaban con una estructura mancomunada, pero sí una comunión ideológica27 (Delgado, 2007, pp. 233; Méndez, 2014), articulación donde la figura de Hugo Chávez como amenaza apareció como algo crucial. La diferencia era de forma: el acento que a dicha amenaza pusieron en la priorización de sus mensajes propagandísticos; pero la similitud era de fondo, entrañada en la animosidad ideológica en la política exterior de Vicente Fox, distinta a la tradición mexicana del siglo XX28 (Meyer, 2004, pp. 112-115), con la ruptura diplomática entre México y Venezuela -nacida ante todo por una disputa personal más que por reales taras institucionales- como telón de fondo. El elemento central de los spots del CELIDERH descansaba en un hecho instado por el propio PAN, tanto en sus denuncias formales en la Cámara de Diputados como en su representación ante el IFE: dar por cierto que en México existía una injerencia -material y logística- del gobierno venezolano, “con presencia en 20 estados de la república” y ligada a la embajada -pese a la expulsión meses atrás del embajador Villegas-, cuyo fin último sería organizar un eje geopolítico Caracas-La Habana-México.29

Paralelamente a esta campaña empresarial a favor del PAN, este partido escaló al máximo la inédita campaña “de contenido agresivo” contra López Obrador, donde interpelaron al “pánico moral”, que incluyó también el empleo de medios tradicionales de propaganda negra -como panfletos apócrifos, donde se acusaba a AMLO de imputaciones abiertamente calumniosas- o medios nuevos, como internet, donde, ante la falta de regulación, se emitieron mensajes -sobre todo vía correo electrónico masivamente- aún más agresivos donde tuvo participación la Subsecretaría de Gobernación del gobierno de Fox30 (Treviño, 2009; Camacho y Almazán, 2007, p. 93; Toussaint, 2007, p. 45; Scherer y Villamil, 2007, p. 26), en una campaña que rebasó límites de gastos, tensó a propósito la legalidad electoral y contuvo entre sus contenidos prioritarios acusaciones contra AMLO como un “izquierdista autoritario” y “pro-comunista aliado de Cuba y Venezuela”; estrategia que fue similar, por estilo, objetivos y desmedida profusión, a las campañas de las derechas anticomunistas clásicas de la guerra fría, como las perpetradas en Chile en la elección de 1964 y en el referéndum de Pinochet en 198831 (Casals, 2012; Quintanar, 2017, p. 148).

Con este preámbulo llegó el día de la elección. La jornada del 2 de julio contuvo una serie importante de irregularidades en casillas, fundamentalmente favorables al candidato panista (Crespo, 2007; Díaz Polanco, 2012, p. 65; Martínez, 2007, p. 28). La denuncia de esas anomalías más la acusación contra la ilegalidad de las campañas del PAN y aliados empresariales serían los insumos principales para que la CPBT impugnara los resultados, favorables oficialmente al PAN, por una mínima ventaja de 0.56%. Si bien la intervención del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) no modificó el resultado y dio el triunfo a Calderón, sí detectó conductas irregulares, tanto del PAN como de su refuerzo “lateral”, que si bien no pudo sancionar por completo, destacó como indeseables en el proceso de la contienda (TEPJF, 2006).

El anticomunismo geopolítico como elemento instrumental del PAN en 2006

Tanto la denuncia formal que el PAN presentó ante el IFE el 9 de marzo de 2006, como el posicionamiento del 22 de marzo en el Congreso de la Unión para que la autoridad electoral y la PGR indagaran la presunta intromisión venezolana, estaban sustentadas en una compilación de trece notas periodísticas -donde sobresalió la del diario La Crónica de Hoy- donde se insinuaban vínculos logísticos y bélicos del gobierno venezolano con el PRD o el gobierno capitalino, mediante asociaciones forzadas o eventos fortuitos, como encuentros casuales entre funcionarios capitalinos en actos culturales en la embajada sudamericana (Consejo General del IFE, 2008, pp. 3-8). El IFE abrió la investigación tras la denuncia y, luego del descargo de pruebas, el 23 de mayo de 2008, tras dos años de pesquisas, el IFE publicó que la denuncia del PAN contra una injerencia venezolana en favor de AMLO, en 2006, se sobreseía y era totalmente infundada (Consejo General del IFE, 2008, pp. 80-81).

Dentro del otrora equipo de campaña de Felipe Calderón, esa resolución no fue sorpresiva, pues, desde 2006, había cierta unanimidad: se sabía que se carecía de algún elemento probatorio que acreditara la existencia de apoyo logístico, monetario o armado del gobierno venezolano de Hugo Chávez a la candidatura de López Obrador, y que todo se reducía a solas declaraciones de Chávez contra Fox. Sin embargo, pese a la carencia de pruebas materiales, se optó deliberadamente por hacer denuncias institucionales contra esa supuesta injerencia y, de manera explosiva, pragmática y enteramente instrumental, en la campaña panista y su refuerzo paralelo en 2006, se empleó la figura de una “amenaza venezolana”, en un intento por aprovechar el peso que aún podría tener, en una sociedad apenas saliente de la guerra fría, la idea de una intromisión geopolítica de parte de los actores de las izquierdas en el plano internacional.32 Asimismo, empresarios partícipes de la campaña lateral de refuerzo al PAN, que en ella acusaron similitudes y posible injerencia venezolana en favor de AMLO, en privado reconocían que su alerta era una coartada para propaganda, sin sustento riguroso.33

En agosto de 2007, tanto Felipe Calderón, ya presidente, y Hugo Chávez declararon su intención de resarcir la ruptura diplomática del año previo y nombraron sus respectivos embajadores: Jesús Chacón en Caracas y Roy Chaderton en ciudad de México, lo que normalizó las relaciones y dejó en entredicho la alerta de injerencia contra el mandatario venezolano, a pesar de la grave acusación de posible introducción bélica; normalización que ocurrió en un momento donde el Congreso mexicano debatía una reforma electoral que, en reacción con las violaciones al COFIPE hechas por el PAN en 2006, ulteriormente institucionalizó la reducción de gastos en medios, restringió más las campañas negativas, y restringió más la participación de terceros -como empresarios- en campañas (Figueiras, 2012, p. 56).

Así, el escenario poselectoral mexicano en 2006, luego de la inédita campaña del PAN y su refuerzo lateral empresarial, supusieron una paradoja: la autoridad no encontró evidencia de una intromisión venezolana en favor de López Obrador, pero sí existieron irregularidades cometidas por quienes la pregonaron con profusión, que lo hicieron a sabiendas de que era una acusación endeble. Pese a ello, en el PAN y organismos empresariales resaltaron dos coincidencias: una inédita inversión de recursos para difundir una campaña, basada en una coartada, que si bien no tuvo fines golpistas, deliberadamente puso en vilo las reglas del COFIPE y, desde una perspectiva histórica, mantuvo vigencia de la usanza distintiva del anticomunismo durante la guerra fría: supeditar instrumentalmente al adversario de izquierdas a una amenaza externa, que en su imaginario suponía, para quien la creyera, la disyuntiva: “¡socialismo o muerte!”

Nota conclusiva: anticomunismo y el imaginario de la amenaza e(x)terna

Después de cualquier guerra, fría o caliente, más que la paz, viene la posguerra. Y si la pugna de la que se habla es la guerra fría -proceso prolongado por medio siglo y de fin reciente-, resulta esperable la persistencia de inercias ligadas a ella, aunque con adecuaciones. Este artículo expuso cómo el eje rector de la guerra fría, la contención del comunismo como “amenaza externa”, ha sido una lógica inherente al imaginario anticomunista desde el siglo XIX, que el conflicto bipolar reforzó y que se distingió en Latinoamérica como coartada para legitimar el origen y prácticas no democráticas de diversas dictaduras.

Pese a ser México caso singular en América Latina, su papel en la guerra fría resalta esa lógica, porque si bien su anticomunismo fue excepcional en su emisario central -más civil que estatal, y en lo estatal más casuístico que holísitico-, no lo fue en su práctica distintiva: la supeditación del adversario a la ubicua amenaza soviética; anticomunismo de excepción que al régimen sirvió para legitimar represión selectiva y limitar su herencia “revolucionaria”, donde destacó la política exterior; mientras que en en el plano civil y opositor de derechas, fue origen de la vertebración de cúpulas empresariales y un recurso sistemático, con una diferencia sustancial al resto de América Latina: la de fungir de grupos no golpistas, pero sí de presión y fungir como legitimación ante la opinión pública.

El fin de la guerra fría implicó una sacudida ideológica, fundamentalmente porque dejó en ascuas su esencial “amenaza externa” con la disolución de su potencia de origen: la Unión Soviética. Sin embargo, el reformulamiento de las pugnas políticas de la posguerra fría tuvo una centralidad en América Latina, donde sucedió el primer reto a la nueva unipolaridad ideológica con el ascenso de la “marea rosa”, hecho que dio pábulo a una paradoja histórica. Si bien México había sido una excepción durante la guerra fría, el fin de esta le marcó condiciones singulares: el proceso democratizador abrió escenario para su primera alternancia, favorable al partido histórico de las derechas mexicanas, cuyo ascenso contrastó con la “marea rosa” en el subcontinente, e implicó una ruptura con la política exterior previa, que suscitó una conflictividad inédita y dio pie a que en el país se empleara el ámbito internacional para pugnas locales.

Este artículo tuvo dos objetivos. El primero de ellos -historiográfico- describió cómo la contienda presidencial de 2006 en México contuvo una campaña de comunión ideológica entre el PAN y organismos empresariales, que para debilitar a un adversario usaron la práctica distintiva del anticomunismo durante la guerra fría: vincularlo a una amenaza externa; cuestión que se hizo no para un derrocamiento totalmente cancelador de la democracia, como en el siglo XX, pero sí para vulnerar adrede sus reglas de competencia.

En ello se destaca que esa campaña entrañó en su contenido un asidero coyuntural en un episodio reciente de ruptura diplomática, pero, en su estrategia, entrañó un asidero histórico en el modo de construcción de antagonismos del anticomunismo geopolítico, con una adecuación: la finada amenaza del imperialismo soviético del siglo XX fue sucedida en México por el activismo simbólico de la política exterior de Hugo Chávez, en cuya construcción antagónica desde el gobierno mexicano y su partido había animosidad personal y pragmatismo electoral; pero no real convencimiento de ostentar capacidad de injerencia, cuestión que, sin embargo, se explotó en una campaña inédita por su contraste, profusión y articulación de emisarios ahora en el poder, cuyo fin fue mermar a propósito las reglas de competencia ya en tiempos de alternancia democrática, campaña de relativo éxito, aunque de alto costo social de crispación, cuyo contenido, a partir de 2006, repetirían con frecuencia más derechas latinoamericanas (en Ecuador, Nicaragua y Colombia, tan sólo en 2007, en elecciones locales o nacionales), al señalar adversarios como beneficiarios de una intromisión venezolana, que en su imaginario ha desempeñado un papel de correa de transmisión entre la otrora ubicuidad soviética y las disputas ideológicas contemporáneas, donde si bien lo regional ha suplido a lo global, la idea de interpretar al adversario como depositario de una “amenaza externa” persiste.

La campaña mexicana de 2006, por razones más coyunturales, de aversión personal y azar temporal, originó en América Latina un empleo de contenido nuevo a una práctica vieja, cuestión cuya relevancia actual no puede desdeñarse: si bien el anticomunismo geopolítico persiste como idea protagónica en derechas marginales -que no irrelevantes- en América Latina -como la organización mexicana FRENAAA, fundada en 2019, cuyo fin es oponerse al “comunismo del gobierno mexicano al servicio de intereses extranjeros”- también esa idea se ha corrido del margen al centro en ciertos lares, donde destacan la presidencia de Jair Bolsonaro en Brasil, en 2019, o el triunfo de Javier Milei en Argentina, en 2023, cuya candidatura contuvo un eje ideológico importante: oponerse a una presunta amenaza externa “del comunismo del Foro de São Paulo” y, como presidente, negarse a designar embajadores en Cuba y Venezuela y nombrar como colaboradores a defensores de la dictadura de Videla. En otro caso que no puede obviarse, y que resalta comunión ideológica de carácter, ya no sólo latinoamericano sino trasatlántico, en 2020, el partido español Podemos fue acusado en campaña, también instrumentalmente, de “recibir 7.1 millones de euros de parte del gobierno venezolano”, mientras uno de los partidos emisores de ese tipo de mensajes, Vox, gestó, el 3 de septiembre de 2021, la firma de la “Carta de Madrid” con un grupo senatorial amplio del PAN en México, “para trabajar en conjunto y defender a la iberiósfera del comunismo del Foro de São Paulo”. Como coartada o creencia, el anticomunismo geopolítico pareciera no tener una simple reaparición tras la guerra fría, sino que, pese al fin de esta, el fenómeno no se fue del todo y se moldea al cambio.

Ahí radica el segundo objetivo de este artículo de carácter reflexivo. La contienda electoral mexicana de 2006 fugió como una bisagra que unió, mediante la reproducción de prácticas retóricas, inercias del anticomunismo de la guerra fría con el complejo siglo XXI, donde, pese a la multipolaridad y democratización en América Latina, persisten remanencias del conflicto, dispuestas a tensar la frágil institucionalidad democrática, remanencias que tienen presencia en el modo de entender la realidad de ciertos actores políticos a la derecha, cuyo recelo -convencido o instrumental- contra una conjura extraña -sea judía, masónica, prusiana, soviética, venezolana-bolivariana o de São Paulo- ha sido de larga data, y se expresan hoy en un escenario donde el fantasma del comunismo recorre ya no el mundo, pero sí el imaginario de ciertas derechas para interpretarlo.

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1Ante la imposibilidad, por razones de espacio, de ahondar en las definiciones sobre “derecha” e “izquierda”, este trabajo, siguiendo la pista teórica de Robin (2018) y Rodríguez Araujo (2004), emplea esos términos, no como categorías estáticas, sino conceptos relacionales y relativos. Esto es, más que una definición de los actores políticos en sí mismos como “de derecha” o “de izquierda”, en este trabajo se definen en plural o de manera relativa: de derechas o de izquierdas en relación a, donde el concepto clave que los separa es su propensión o su distancia respecto a la defensa de la igualdad económica y política.

2Camilo Vicente Ovalle, historiador, autor de Tiempo suspendido: una historia de la desaparición forzada en México, comunicación personal, marzo de 2013.

3Pablo Gómez Álvarez, dirigente del movimiento estudiantil de 1968, líder del Partido Comunista Mexicano (1982-1988) y candidato al Senado por el PRD en 2006, comunicación personal, julio de 2021.

4Entrevista a Margarita Martínez Fisher, secretaria Nacional de Formación en el PAN en 2018, julio de 2021.

5Juan Venegas, “El golpe en Venezuela se debió a errática conducción económica: Fox”, La Jornada, México, 13 de abril de 2002.

6Entrevista a Rafael Barajas, director del Instituto Nacional de Formación Política de Morena, enero de 2019.

7Entrevista a Manuel Espino, dirigente nacional del Partido Acción Nacional en 2006, julio de 2021; Margarita Martínez Fisher, entrevista citada.

8Manuel Espino, entrevista citada.

9Manuel Espino, entrevista citada.

10Entrevista a Antonio Solá Reche, estratega de campaña del candidato presidencial del PAN en la contienda electoral de 2006 en México, noviembre de 2020; Manuel Espino, entrevista citada; entrevista a Francisco Plancarte, fundador del Frente Nacional Anti-López Obrador, julio de 2021.

11Francisco Plancarte, entrevista citada.

12Manuel Espino, entrevista citada.

13Manuel Espino, entrevista citada.

14Manuel Espino, entrevista citada.

15Antonio Solá Reche, entrevista citada; Manuel Espino, entrevista citada.

16Manuel Espino, entrevista citada; Antonio Solá Reche, entrevista citada.

17Francisco Reséndiz, “Células Chavistas apoyan aquí Eje Caracas-La Habana-México”, La crónica de hoy, México, 7 de marzo de 2006.

18Yeidckol Polevnsky Gurwitz, dirigente nacional de MORENA (2017-2020), candidata al senado de la república en 2006 por la Coalición por el Bien de Todos, comunicación personal, agosto de 2021.

19Andrea Becerril, Víctor Ballinas, Roberto Garduño, “Abren frente contra AMLO en San Lázaro”, La Jornada, México, 23 de marzo de 2006.

20Entrevista a Pablo Gómez Álvarez, entrevista citada; entrevista a Gloria Sánchez Hernández, senadora de la república, exintegrante del PRD, coordinadora de campaña de Andrés Manuel López Obrador en Veracruz en 2006, julio de 2013; Andrea Becerril, Víctor Ballinas, Roberto Garduño, “Abren frente contra AMLO en San Lázaro”, La Jornada, México, 23 de marzo de 2006.

21Antonio Solá Reche, entrevista citada; Manuel Espino, entrevista citada; Margarita Martínez Fisher, entrevista citada; Delgado (2007, pp. 203-223), y Toussaint (2007, p. 45).

22Antonio Solá Reche, entrevista citada; Manuel Espino, entrevista citada; Margarita Martínez Fisher, entrevista citada; entrevista a Yeidckol Polevnsky Gurwitz, agosto de 2021.

23Antonio Solá Reche, entrevista citada.

24Antonio Solá Reche, entrevista citada.

25Spots disponibles en la plataforma Youtube: Komodoworld (26 de junio de 2006). Spot contra Chávez en México (2). [Archivo de video]. Youtube, enhttp://www.youtube.com/watch?v=ocsT11f_pIY&list=PLC2CE5E2B47B1FBF7&index=28

26Antonio Solá Reche, entrevista citada.

27Antonio Solá Reche, entrevista citada.

28Manuel Espino, entrevista citada.

29Andrea Becerril, Víctor Ballinas, Roberto Garduño, “Abren frente contra AMLO en San Lázaro”, La Jornada, México, 23 de marzo de 2006.

30Jaime Avilés, “Villahermosa, más pruebas”, Columna Desfiladero, La Jornada, México, 24 de noviembre de 2007.

31Antonio Solá Reche, entrevista citada; entrevista a Lorenzo Meyer, profesor emérito de El Colegio de México, abril de 2013.

32Antonio Solá Reche, entrevista citada; Manuel Espino, entrevista citada; Margarita Martínez Fisher, entrevista citada, julio de 2021.

33Entrevista a José Ortiz Pinchetti, exsecretario del Gobierno en la Ciudad de México e integrante de la Coalición por el Bien de Todos en la contienda presidencial de México en 2006, marzo de 2014.

Recibido: 27 de Octubre de 2023; Aprobado: 14 de Mayo de 2024

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Doctorante en Estudios Latinoamericanos y profesor del Departamento de Ciencia Política en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Hradec Králové en la República Checa; integrante y profesor del Seminario Interdisciplinario de Comunicación e Información en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Se extiende un agradecimiento a las personas que concedieron su tiempo para ser entrevistadas.

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