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Revista mexicana de sociología

versión On-line ISSN 2594-0651versión impresa ISSN 0188-2503

Rev. Mex. Sociol vol.85 no.4 Ciudad de México oct./dic. 2023  Epub 10-Nov-2023

https://doi.org/10.22201/iis.01882503p.2023.4.61149 

Artículos

Perú: el bicentenario fallido

1Doctor en Sociología por la New School for Social Research. Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Temas de especialización: movimientos sociales, representación política, partidos, universidades públicas.


Esta es una contribución al debate sobre la independencia del Perú a partir de la modesta celebración de su bicentenario en 2021. Es una mirada crítica a la revisión histórica ocurrida en los últimos 30 años y sus intentos de recuperación de las visiones tradicionales sobre la independencia, en auge hasta la década de los años setenta. A contrapelo, señalo el poco impacto de la independencia en la transformación del legado colonial y el fracaso de sucesivas reediciones republicanas, para finalmente plantear cómo el nuevo fracaso republicano se nutre de la fragilidad de origen del Perú y da pie a una fallida celebración.

Es imposible hacer un análisis del bicentenario de la independencia del Perú sin asumir una actitud crítica frente al poder dominante. La crítica la ejerzo como reflexión sobre el presente que recoge de la historia, porque el tema lo exige, inspirándose en la provocadora frase de Benedetto Croce: “Toda historia es contemporánea”.1 Hago esto sabiendo, como sociólogo, de los peligros de incursionar en territorios vecinos, aunque convencido de la perspectiva integradora de las ciencias sociales y con la certeza de que la referencia a la historia, como repitiera Eric Hobsbawn en sus memorias (2002: 282), no es una cuestión sólo de historiadores. Asimismo, recupero la forma del ensayo, en contraposición al artículo científico que reclama el experimento y tendría la verdad, pretendiendo el monopolio de la expresión académica, porque el ensayo permite el enfoque teórico que ordena los hechos y transforma su análisis en nueva teoría, sin reducirse a los dictados del empirismo, tan de moda nuevamente en estos días.2

Por ello, en la búsqueda de una explicación a la grave crisis que atraviesa el Perú en la actualidad es que aparece mi preocupación por el tema del bicentenario. Me he preguntado muchas veces si la coincidencia de un aniversario emblemático para un país como es el bicentenario de su independencia con una crisis tan profunda como la que vivimos es una mera casualidad o algún designio para definir la cuestión. El caso es que hemos cumplido 200 años como república y la fecha ha pasado casi inadvertida, es decir, no se ha convertido, como sí ha sucedido en otros países de América Latina, en un tema central de la política en el periodo.

Este casi silencio se contrapone a lo que fue tanto el centenario como el sesquicentenario. Pablo Ortemberg (2016: 136) nos señala que los centenarios en América Latina, en el periodo que va de 1910 a 1920, fueron usados por los gobernantes como “estrategias de entrada a la modernidad desde la periferia”, buscando cerrar heridas producidas en el primer siglo independiente, afirmar lo que consideraban su progreso material, el prestigio de sus instituciones, y dando un carácter especial a sus gobiernos. Augusto B. Leguía, presidente del Perú entre 1919 y 1930, no fue una excepción al respecto: planteó el proyecto de la “Patria Nueva”, haciendo una recuperación del pasado y levantando su imagen de caudillo salvador que llevaría por nuevos caminos al país. Fue muy claro su uso de las celebraciones en función de estos objetivos, más, como señala Ortemberg, en 1921 que en 1924, por la deriva autoritaria de su gobierno, pero siempre en la misma perspectiva política.

En el sesquicentenario, durante el gobierno militar encabezado por el general Juan Velasco Alvarado (1968-1975), se da también una relación similar entre los objetivos políticos y la fecha por conmemorar. El velasquismo denomina al programa de su gobierno reformista “La Segunda Independencia”, constituye una Comisión Nacional del Sesquicentenario y desarrolla un importante trabajo en torno a lo que considera una celebración, la que se desarrolla entre 1971 y 1974, culminando con la inauguración de un gran monumento en la Pampa de la Quinua, lugar donde ocurrió la batalla de Ayacucho. El velasquismo levanta, asimismo, la figura de Túpac Amaru II, líder quechua del movimiento anticolonial ocurrido 40 años antes de la independencia de España en 1780. Esta es una novedad en el significado de la celebración ya que, en el Perú anterior, el del periodo oligárquico que Velasco cancela, nunca había ocurrido una acción similar con un líder indígena, ahora asociado a la idea de una segunda independencia.

Sin embargo, en este sesquicentenario se va a dar un debate importante. Se trata de la publicación en 1972 del artículo “La independencia en el Perú: las palabras y los hechos”, de Heraclio Bonilla y Karen Spalding, por el Instituto de Estudios Peruanos (IEP), en el que se presenta una visión crítica de la independencia señalando que esta había significado una ruptura política pero no económica ni social respecto del orden colonial anterior. Esta afirmación escandalizó a los integrantes de la Comisión Nacional del Sesquicentenario, en su mayoría historiadores tradicionales que cultivaban un relato de héroes y batallas y a lo sumo “influencias extranjeras”, así como la idea de un “Perú mestizo” que habría tomado conciencia en las postrimerías de la colonia de su carácter de tal y habría sido el agente de la independencia. Este debate presenta un contraste entre la Comisión señalada y el propio gobierno que la había nombrado, además de la novedad de las posiciones de Bonilla y Spalding, que tampoco parecían ser del agrado de los militares en el gobierno.3 El caso es que es un sesquicentenario movido, en el que se establece y cuestiona la relación del presente con el pasado y aun con el posible futuro planteado por el proceso político en curso.

Volviendo al presente, los más optimistas señalan que todavía hay tiempo para conmemorar porque el bicentenario toma como referencia el periodo que va de la proclamación en Lima el 28 de julio de 1821 a la victoria de las fuerzas patriotas en la batalla de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824. Sin embargo, a mitad de camino entre una y otra fecha parece que el fenómeno va a repetirse. La primera tentación es achacar esta desatención a la pandemia de Covid-19 y sus secuelas, que habrían tenido a los poderes públicos y a la clase política tan ocupados que ha sido imposible darle un lugar importante al tema. Sin embargo, más allá de casos aislados, tampoco ha sido este motivo de atención entre las élites intelectuales ni de los dirigentes sociales y/o empresariales, así como tampoco de los medios de comunicación dominantes, más allá de la tendencia política que tengan. Se recuerdan y mejor se celebran aniversarios patrios porque la entidad recordada importa. Si una fecha de este calado pasa inadvertida, algo muy de fondo sucede, algo que tiene que ver con la naturaleza de lo que se olvida o, por lo menos, no se celebra propiamente. Por ello, me atrevo a llamar a esta desatención por una fecha aparentemente tan importante, el bicentenario fallido.

Esto no significa que no haya habido actividad en torno al bicentenario. Se crearon, entre 2016 y 2021, a lo largo de tres presidencias de nuestro volátil presente, una Comisión Multisectorial encargada de formular la agenda del Bicentenario y luego el Proyecto Especial Bicentenario, que busca llevar adelante la agenda de celebraciones. Así, el empeño burocrático, que es modesto al principio, alcanza en 2021 una ambición mayor en torno a la fecha comentada. Sin embargo, se trata en todos los casos de conmemorar los eventos de la independencia ocurridos entre 1821 y 1824, producir algunos debates sobre los grandes sucesos del periodo y recoger la actuación de instituciones significativas como las fuerzas armadas y la cancillería. Se impulsan también “campañas de valores” sin ser muy específicos sobre el punto y se aprueban programas de inversiones en diversos lugares del país, cuya relación no siempre es clara con el proceso de independencia y el bicentenario. Lo que es más notorio es la ausencia de un enfoque crítico desde el poder estatal, de los varios gobiernos de turno que se suceden, en torno a un gran objetivo nacional por conseguir con la conmemoración del bicentenario. Esta ausencia, que no puede ser reemplazada por los funcionarios que con gran esfuerzo asumen la tarea burocrática, es la que me propongo revisar en el presente texto.

Si comparamos la modestia de nuestra conmemoración con lo sucedido en otros países de América Latina, la mayoría de los cuales celebraron ya porque sus independencias se dieron entre 1810 y 1820, tenemos, como ha señalado Luis Fernando Granados (2010: 11), una “crisis celebratoria”. Por una parte, insatisfacción frente a lo hecho, pero también actividades mucho más significativas que las ocurridas en el Perú. Para empezar, hubo una controversia con el gobierno español que pretendió, de manera inaudita, tener la iniciativa a través de la Secretaría de Cooperación Iberoamericana, de las celebraciones (Caicedo, 2010). Felizmente, este despropósito, con claras reverberaciones coloniales, fue dejado de lado en 2008.

Sin embargo, a este intercambio se sucedieron los debates nacionales. Es indudable que América Latina ya se encontraba atravesando la primera ola progresista (1998-2016) y un resurgimiento del nacionalismo progresista en los países más importantes de la región, que ha cubierto la mayor parte de la población y el territorio (Lynch, 2020). Este nacionalismo permeó no sólo el debate intelectual, sino sobre todo la política. Al respecto, reclamos como el ocurrido en el Perú durante el gobierno de Velasco, el de concebir las celebraciones (del sesquicentenario peruano en ese caso) como un impulso a una segunda independencia que se estaría llevando a cabo, fueron muy importantes. El término, por lo demás, lo recupera Hugo Chávez, en su inflamada retórica nacionalista, lo que recuerda que se formó como cadete en la academia del Ejército Peruano, la Escuela Militar de Chorrillos, precisamente en los años del gobierno velasquista. Por el lado contrario, Granados (2010: 12-13) va a destacar la incomodidad del gobierno de Felipe Calderón en México, de claro tinte neoliberal, frente a las celebraciones de una independencia que habría tenido poco que ver con su gobierno, destacando el muy importante gasto en la forma, pero el escaso fondo de la conmemoración; Manuel Chust y Joaquín Espinosa Aguirre (2022: 9-10) prolongan esta incomodidad no a un gobierno, sino al Estado mexicano como tal, incluyendo a la gestión de Andrés Manuel López Obrador, muy enfático en encontrar una saga emancipadora en la historia mexicana. Esta articulación del bicentenario con el presente y el futuro, por la vía de un proyecto político, es también resaltada por Ezequiel Adamovsky (2016), cuando critica el caso de Argentina en el gobierno de Mauricio Macri, por la poca referencia a la historia y a la idea de patria que hace este cuando le toca presidir la conmemoración del segundo momento, 2016, del bicentenario en ese país. Un hecho especialmente resaltante en un país como Argentina, cuya retórica oficial siempre ha tenido especial cuidado con el panteón de sus héroes y su proyección a futuro.

Por todo esto, Carlos Malamud (2011), en su evaluación de los primeros bicentenarios, se muestra contrariado con lo que sería una contaminación de la política con las, en ese caso, celebraciones. Creo que el sentido de las críticas de Malamud se refiere a la contaminación política que viene del lado de los gobiernos progresistas, que lógicamente buscaban articular la celebración de sus bicentenarios con los proyectos que llevaban adelante. En sentido parecido opina Pedro Pérez Herrero (2022: 2, 7-8), señalando a los “nacionalismos radicales” como los que habrían distorsionado la celebración de los bicentenarios en América Latina, por tener una obsesión con el pasado y una escasa mirada de futuro, en el sentido de asumir la ruta de progreso occidental.

Sin embargo, esta referencia al futuro, como veremos en las páginas siguientes discutiendo el caso peruano, es central al pensar los bicentenarios y en especial la relación bicentenario-política. Porque bicentenario para existir como referencia celebratoria debe tener un propósito y ese se lo da el proyecto político.

Pero volviendo a Perú, la crisis que vivimos no es, por sus dimensiones, cualquier crisis de las que ya hemos vivido en la república. La constatación inmediata es del tiempo presente, pero sus proyecciones son múltiples. He argumentado (Lynch, 2022: 15-23) que esta es una crisis que atraviesa los tres niveles de la política, al menos de la política institucional: gobierno, régimen y estado. Es decir, el momento inmediato, caracterizado por la imposibilidad de darle un gobierno al Perú, el mediano plazo, de la quiebra de la hegemonía neoliberal, con los escándalos de corrupción, la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski, los presidentes breves que lo suceden y la frustración que significa Pedro Castillo, así como el mediano/largo plazo, expresado por la crisis de la forma estatal que se consolida con el golpe de Estado del 5 de abril de 1992. Estas dimensiones y la complejidad de la crisis me llevan a reiterar que se trata de una crisis orgánica que señala un fin de periodo en el país y que por ello nos permite apreciar su profundidad en el presente, su extensión en el pasado y probablemente en el futuro, así como avizorar una honda disputa por el porvenir de este país.

Mirar hacia atrás

Esto significa mirar a la fecha de referencia original del bicentenario: el día de la independencia del Perú, el 28 de julio de 1821, más allá de que el proceso como tal vaya desde 1820 con la llegada de San Martín hasta la victoria de Ayacucho en 1824. Esta es la fecha cuyo significado está en disputa. Un hito en esta disputa es 1972, cuando el IEP publica el artículo ya señalado de Bonilla y Spalding. En este artículo cuestionan el valor de los hechos que se inauguran con la proclamación de 1821 y señalan que se trató de una independencia, en un dilema que será eje de la discusión, más concedida que conseguida. La razón que esgrimen es que, a pesar del cambio político, no se supera la sociedad colonial existente y que este cambio fue logrado principalmente por los ejércitos extranjeros de San Martín y Bolívar antes que por fuerzas internas. Asimismo, este artículo remarca la influencia de la crisis del imperio español en la independencia y la influencia de la Constitución de Cádiz en 1812. Estos sucesos debilitan la presencia española en América, son parte de la nueva hegemonía inglesa en Europa y el planeta, que se afirma en el siglo XVIII, y constituyen una oportunidad para los que luchaban por la independencia.

Tomo el artículo de Bonilla y Spalding como un hito, no porque todo lo que diga sea enteramente cierto hoy, sino por el significado que ha tenido tanto en la historiografía peruana como en el debate sobre los aniversarios. Un significado tanto epistemológico, de ver la historia desde las estructuras, como político, de refutar la historia tradicional en un punto tan sensible como la independencia. Además, quienes lo han descalificado en años recientes en su mayoría lo hacen precisamente por su enfoque epistemológico y por la consecuencia política de sus puntos de vista. Ojalá que en tiempos próximos la historia peruana explore y seguramente supere esos caminos que abonaron 40 y 50 años atrás historiadores como Heraclio Bonilla y Alberto Flores Galindo. Me refiero a esa difícil articulación, hablando de tiempos históricos, que Flores Galindo (1976: 9) señala en su presentación a su antología sobre Túpac Amaru II, entre el tiempo largo de las estructuras y el más corto de los acontecimientos.4

Una posición similar, de no superación de la sociedad colonial, es la que desarrollan John Lynch (1973: 170-171) y Flores Galindo (1987). El primero publica en una fecha muy cercana a Bonilla y Spalding y con un análisis fino, aunque poco citado por los historiadores contemporáneos, de las contradicciones sociales de la época. Lynch advierte la marginación de la mayoría de la población, abrumadoramente indígena, de la conducción del proceso y señala que “el peligro indígena” o el peligro de un levantamiento indígena, ya apuntado por otros historiadores, fue una consideración fundamental para la vacilación de la élite frente a la independencia. Para no dejar dudas, titula uno de sus textos: “Perú: The ambiguous revolution”. Flores Galindo, por otra parte, incide en el análisis de la estructura social de Lima en la época de la independencia señalando el poder dominante de la aristocracia ligada a la metrópoli y la debilidad política de la plebe urbana, para entender la poca inclinación de la ciudad virreinal para apoyar la independencia. Un parecer similar tiene Timothy Anna (2015) cuando analiza la composición de los firmantes del Acta de la Declaración de la Independencia Nacional, producto de un cabildo abierto convocado en Lima el 15 de julio de 1821.

Esta posición tuvo un eco significativo en las décadas de los años setenta y ochenta, en las que las ideas del cambio social y la revolución se desplegaron en el Perú, primero con el reformismo velasquista y luego con la creación de Izquierda Unida. A la vez, de la mano del desarrollo de las ciencias sociales, esta influencia fue más allá de los círculos intelectuales y llegó a las universidades, sobre todo a las públicas, e incluso a la educación básica. Este punto de vista contradice lo que hasta ese momento dominaba el discurso histórico, una visión tradicional de los acontecimientos que la historiografía denomina nacionalista (Loayza, 2016a: 25) y que valoraba la independencia como una gesta propia que dio inicio a un estado nacional peruano cuyos defectos serían corregidos en el curso de los años.

Esta visión no era inocente, y este es quizás el punto más interesante de Bonilla y Spalding, sino que buscaba justificar el orden social existente -me refiero al orden oligárquico- y darle, hasta cierto punto, un mito de origen. En las décadas siguientes, en especial a partir de la década de los años noventa, surge un revisionismo histórico que confronta la tesis de Bonilla y Spalding, revalorando el discurso histórico tradicional y señalando que la independencia peruana, a la par que otras latinoamericanas, habrían sido “revoluciones políticas” que no tienen que ver con cuestiones económicas y sociales, parte a su vez de la revolución hispánica, en referencia a los cambios ocurridos en España, que sucedieron en la época y que significaron hitos fundamentales en la historia de sus países. Este revisionismo tacha de ideológica la visión de Bonilla y Spalding en la década de los años setenta y apoya sus argumentos en una importante investigación empírica, que apunta a resaltar la participación peruana en la independencia y a optar, en el dilema planteado, por señalar que esta fue más conseguida que concedida.

La visión tradicional en su extremo más conservador está planteada por José Agustín de la Puente Candamo (2013), profesor e investigador del Instituto Riva Agüero y la Pontificia Universidad Católica del Perú. El autor pone énfasis en la continuidad entre colonia y república y el proceso interno de maduración de una conciencia nacional en el seno de la sociedad colonial, que es la que habría dado origen a una comunidad peruana ya anterior a 1821, que se plasma institucionalmente con el proceso de independencia. Asimismo, subraya la contribución principal de la Iglesia católica y del legado hispánico en esta conciencia nacional. En este sentido, prefiere referirse a las guerras de la independencia como “guerras civiles”, peleas entre hermanos, miembros de una misma familia. Esta curiosa descripción quizá sea la que más se aleja del sentido de lucha anticolonial que tienen buena parte de autores no revisionistas sobre este suceso, e indudablemente margina a la inmensa mayoría de la población indígena de la época. Para esta perspectiva, el Perú que surge de la independencia sería un Perú mestizo, producto de un mestizaje desde arriba, en el que el elemento español es el dominante y trae la civilización. No creo que estos puntos de vista ayuden mucho a entender lo que pasó, pero indudablemente sí permiten entender los puntos de vista de la élite de poder que se desarrolla luego de la independencia, así como la influencia de este conservadurismo en el revisionismo histórico actual, que niega los aportes del artículo seminal de Bonilla y Spalding.

No es que menosprecie la ruptura política que se produjo con España pero, como ayuda a pensar el artículo en cuestión, esta ruptura no tuvo la importancia de ser el punto de partida de un país soberano que marcha al desarrollo. Fue el paso de una situación de dependencia colonial a otra de dependencia semicolonial o neocolonial, que articuló al Perú progresivamente a nuevas formas de explotación imperial que impiden hasta el día de hoy nuestro desarrollo.

En los límites de la versión tradicional y sin los extremismos hispanistas de De la Puente se encuentra la contribución de Jorge Basadre, en especial “La serie de probabilidades dentro de la emancipación peruana” (2015). Se trata de un texto posterior al de Bonilla y Spalding y de refutación al mismo, aunque sin mencionarlo por su título. Basadre valora la ruptura y asume como positiva la independencia de España; afirma que es el origen de la promesa de la vida peruana (1944), una promesa, sin embargo, que encuentra incumplida y que, dice, deberá realizarse en el futuro. Señala el carácter criollo del proceso y la poca participación de la población indígena en el mismo, así como las dificultades que esto implica para que la “república liberal” formada haga cambios en el antiguo régimen. En una comparación interesante, dice que puesto a escoger entre la revolución de 1814-1815, liderada por Mateo Pumacahua, y la de 1820-1824, que lograra la derrota de los españoles, se queda con la primera porque de ella “habría surgido un Perú nacional, sin interferencia desde afuera y con una base mestiza, indígena, criolla y provinciana” (Basadre, 2015: 94-95). Es más, en la comparación final que hace entre la revolución francesa y la independencia peruana, Basadre (2015: 128-130) resalta el carácter antiseñorial de la primera, que termina con el antiguo régimen y sus privilegios aristocráticos, en contraste con la situación peruana, en la que la ruptura política no llevó a cambios significativos en el orden social.

Sin embargo, en las décadas de los años noventa y siguientes, hubo una reacción al texto de Bonilla y Spalding, que ataca el núcleo de su argumentación. Un grupo de historiadores (Contreras y Glave, 2015; Loayza, 2016a, 2016b) desafía la idea de la independencia concedida e insiste en la antigua visión, si bien con nuevos argumentos, de la independencia conseguida. El cuestionamiento se da principalmente en dos planos: el carácter de la independencia y la participación peruana y popular en la misma. En cuanto a lo primero, la independencia habría sido para ellos “una solución política a un problema político” (Contreras y Glave, 2015: 10), a la cual no habría que buscarle raíces económicas y/o sociales y tampoco voluntad de superar la sociedad y/o herencia colonial, porque en el fondo avalan la tesis de la continuidad entre colonia y república, que gustosamente plantea De la Puente y con serios reparos Basadre. Así, la independencia, para estos historiadores, habría sido sino una continuidad de la revolución hispánica que se inicia en la península ibérica contra la invasión francesa de las tropas de Napoleón Bonaparte. En este sentido, una guerra civil entre españoles de la península y criollos de origen español, con un lógico papel subordinado de los que no eran criollos.

Aquí hay una sobrevaloración de los hechos políticos frente a la persistencia de la herencia colonial. Una sobrevaloración que conduce a pensar más en una continuidad que en una ruptura, justamente porque el elemento colonial que persiste se ignora. Se explica mejor esta sobrevaloración por la insistencia en dejar de lado los enfoques holísticos que traen las ciencias sociales en las décadas de los años sesenta y setenta. Este proceso, de asumir primero y dejar después estos enfoques, es apuntado por Alex Loayza (2016b: 25-26) cuando trata de la formación de la idea crítica en la historiografía peruana. Sin embargo, de una manera más radical es planteado por Carmen Mc Evoy (2017: 44-49) como la necesidad de tomar distancia de las ciencias sociales, la sociología y la influencia marxista que todo esto implicaría, por sus ideas, nos dice, estructuralistas y dependentistas. En este último caso, sorprende una visión que ignora la perspectiva integradora que traen las ciencias sociales y, en particular, la incorporación de la historia como una de ellas. En especial, la importante influencia del marxismo, en el sentido más amplio del término, en las ciencias sociales y en la historia peruanas.5 Una cuestión que en la teoría social no es reciente y por lo menos se remonta a mediados del siglo XX.6 En cuanto al escarnio del estructuralismo y en especial del dependentismo, creo que es imposible entender América Latina y el Perú dentro de ella sin hacer un análisis estructural, matizando ciertamente la relación entre agente y estructura para no caer en estrictas determinaciones estructurales, pero sin arrojar por la borda esta relación indispensable. Carlos Franco (1998: 46-48), en su monumental contribución acerca de la democracia en América Latina, distingue con claridad entre la independencia en el análisis de los fenómenos políticos, que no agota la explicación de estos, y la autonomía en el marco de los límites histórico-estructurales, que permite entender cada fenómeno en su contexto precisamente histórico.

Lo que sí me parece muy interesante porque amplía la visión que se tiene del proceso de independencia son las múltiples investigaciones que se desarrollan sobre los movimientos locales y regionales de la época. Entre ellas destaca la de Scarlett O’Phelan, publicada originalmente en 1984, que confronta en su título el dilema del debate: “El mito de la ʽindependencia concedidaʼ: los programas políticos del siglo XVIII y del temprano XIX en el Perú y el Alto Perú, 1730-1814”. Esta recuperación también había sido hecha por Bonilla y Spalding y por Basadre, aunque no en esta dimensión y sentido argumental. O’Phelan señala que existe un programa anticolonial en las rebeliones que se dan en el sur andino entre 1730 y 1815, aunque indique que, salvo el caso de Túpac Amaru II, se trata de un propósito de ruptura política antes que de cambio social. Nos dice que los movimientos tuvieron una dirección criolla y mestiza, con alianzas temporales con las élites indígenas, pero siempre temiendo su desborde. Las rebeliones van hasta 1815, terminando con la derrota de Mateo Pumacahua, y para la autora serían parte del proceso de lucha por la independencia que se concretaría entre 1821 y 1824. Sin embargo, si bien es muy destacable señalar la existencia de estas rebeliones, su evolución programática y su liderazgo, el caso es que no pudieron derrotar al centro de poder español que se encontraba en Lima y se debió esperar a la llegada de ejércitos extranjeros para que esto fuera posible.

Sin embargo, la tesis más atractiva sobre la participación popular en la independencia es la que desarrolla un historiador de San Marcos. Me refiero a Gustavo Montoya y su libro, que toma el nombre de su planteamiento, La independencia controlada. Guerra, gobierno y revolución en los Andes (2019). En él, Montoya desarrolla, sobre todo en su primer capítulo, “Aproximación a la cultura política de la plebe indígena en los Andes centrales” (2019: 15-58), la idea de que la participación armada de la plebe indígena, principalmente pero no sólo campesinos de comunidades, desarrolla una intervención en la guerra de independencia favorable al ejército patriota, pero a partir de la defensa de sus intereses. Esto se da en la disputa por la tierra y el ganado de los que eran reiterada e históricamente despojados por los terratenientes. Este tipo de intervención lleva a una polarización con los grandes dueños de la tierra, más allá de que fueran patriotas o realistas y de que el ejército libertador busque “controlar”, usando pero a la vez conteniendo a los indígenas, lo que significa que los acepta como combatientes, pero no comparte los objetivos de su lucha social. Creo que este planteamiento de independencia controlada nos permite entender mejor el límite del carácter anticolonial del proceso que se estaba llevando a cabo. Este límite se encuentra en el contraste entre el objetivo de la ruptura política con España, apoyado por los criollos peruanos y extranjeros, y la mantención de la clasificación social, racial/étnica7 en este caso, en la que se asienta el patrón de poder colonial que heredamos de los tres siglos de presencia española.

Pero la reacción conservadora en la historiografía peruana tiene también explicación en el contexto político e ideológico de la década de los años noventa, que se extiende hasta el inicio de la crisis actual en 2018 y continúa en el último quinquenio. Se trata de un periodo de ofensiva de las clases dominantes, en el que se impone el modelo económico y político neoliberal, por la vía del golpe de Estado, en abril de 1992. Lo que es aún más importante para nuestra reflexión: es un periodo de una reforzada hegemonía ideológica y cultural que impulsa el individualismo, la fragmentación social y en las ciencias sociales el empirismo, que se traduce en creer que lo que existe es lo que está frente a nuestros ojos y no lo que reordenamos a través de un determinado enfoque epistemológico. Es un nuevo momento frente a las décadas anteriores, en el que la nueva hegemonía busca desarrollar relatos aparentemente novedosos en diferentes ámbitos, entre ellos en la historia, especialmente en la historia del Perú. Por ello, no es curioso que hoy se discuta el significado del bicentenario. Ello es pertinente por la crisis de este último periodo, que nos pone ante nuevos retos distintos a los de la década de los años noventa y especialmente a los que surgen del golpe de 1992.

Es interesante al respecto que en el recuento que hacen de este debate Carlos Contreras y Luis Miguel Glave (2015: 30) terminen señalando que “la ruptura con el gobierno español en 1821 fue un hito decisivo y crucial de nuestro proceso histórico” y que los peruanos, debido a los sucesos de las últimas décadas, tendemos más a creer en las bondades de la política para solucionar nuestros problemas que en la necesidad de transformaciones económicas y sociales, como ocurría en la década de los años setenta, en la que se publicó el artículo de Bonilla y Spalding. Pareciera que los tiempos posteriores a 2015 han refutado estas afirmaciones y señalan, más bien, la crisis de esa política que mencionan para avanzar en entender nuestros problemas.

La herencia colonial

La herencia colonial es el tema que está en el centro del debate. Para unos, desde una visión tradicional, su persistencia no tiene gran importancia porque la habríamos ido superando en el curso de estos 200 años. Para otros, más tradicionales aún, es la fuente de nuestras virtudes, sobre la que hemos construido el Perú, cuyas raíces más importantes serían hispánicas y occidentales; entonces, la continuidad entre colonia y república es un hecho que celebrar. Para quienes han forjado la idea crítica de la independencia, se trata del problema más grave que arrastra el país y es la principal traba que tiene para constituirse en una nación democrática. Por ello, su consideración en el debate sobre la independencia y su repercusión en el bicentenario son cruciales para entender los distintos tiempos: pasado, presente y futuro de esta república.

Es clave la consideración que hace de este tema José Carlos Mariátegui, especialmente en su libro más importante, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1970), y en particular en los dos primeros de estos ensayos, “El problema del indio”, que le permite considerar la cuestión étnica, y “El problema de la tierra”, para abordar las relaciones de la servidumbre y el poder terrateniente con la propia cuestión anterior. Este es el inicial estudio del legado colonial que inspira a los sociólogos peruanos más relevantes de la segunda mitad del siglo XX.

En este sentido, dos sociólogos que han tenido una influencia muy importante en forjar nuestra idea del Perú en el último medio siglo, Aníbal Quijano y Julio Cotler, han considerado fundamental esta herencia y su proyección en lo que hemos conocido como república. Quijano (2011: 219-264) valora la importancia de ella en la que quizás sea su obra más importante “Colonialidad del poder, eurocentrismo y América Latina”, con la que corona su aporte teórico para la comprensión del Perú y la región. Cotler (1978: 21-70) lo hace en lo que es su libro más conocido e importante, Clases, estado y nación en el Perú, que es precisamente abierto con una extraordinaria síntesis de lo que es la herencia colonial. Para Quijano, se trata de una estructura colonial de poder que nace con la constitución de América como un espacio diferenciado a partir de la conquista europea, jerarquiza nuestras sociedades a partir de la idea de raza y se proyecta como tal hasta nuestros días. Para Cotler, es el conjunto de instituciones de dominación y exacción colonial que trajeron los españoles y que llevó a que los dirigentes criollos, luego de la independencia, no tuvieran la capacidad para constituir un estado y una nación que pudieran tener el nombre de tales, hasta por lo menos fines del siglo XIX y principios del siglo XX.

A partir de estos conceptos, en 2022, en un ensayo titulado “La razón política”, sobre la necesidad de una nueva Constitución para el Perú, señalaba algunas ideas que ahora expando, definiendo este legado:

La herencia colonial se origina en la conquista española, en nuestro caso, de lo que hoy es el territorio que se denomina Perú. Pablo Macera (1978: 11-13) nos dirá que la conquista marca una línea divisoria en nuestra historia, entre la autonomía del mundo precolombino que culmina en el Tahunatinsuyo y la dependencia colonial que marca la invasión del imperio español. La dependencia se proyecta tanto externa como internamente. Hacia afuera es la relación, colonial primero, con España, y neocolonial después, con el Reino Unido y Estados Unidos. Hacia dentro es la organización de las jerarquías sociales de acuerdo con la idea de raza, a través de la cual se organizan las desigualdades de clase y género.

La conquista significa la apropiación de tierras y seres humanos con el respaldo ideológico de la Iglesia católica, porque los consideraban seres inferiores que debían ser evangelizados (Araníbar, 1979: 41-62). Se instaura así lo que Luis Lumbreras (2006:119-120) llama “la razón colonial”. Esta apropiación como despojo está en la base del concepto absoluto de propiedad privada que ha tenido la oligarquía peruana y que repiten los grandes propietarios hasta hoy. Asimismo, esta consideración de inferioridad es lo que lleva al abuso, al racismo y la sobreexplotación, y que se proyecta actualmente en el desprecio al trabajo humano, especialmente de aquellos que proceden de los pueblos originarios. Esta libertad de tomarlo todo de los colonizadores va a naturalizar luego el saqueo del territorio y la expoliación de nuestras riquezas naturales.

Este legado de oprobio es la herencia colonial que ha permanecido a través de las distintas reinvenciones republicanas y que llevó a Flores Galindo (1988: 257-285) a caracterizar a estas formaciones republicanas como repúblicas sin ciudadanos.

Esta situación, por supuesto, no me lleva a una posición estrictamente estructural, pero sí es una llamada de atención sobre el peso y el poder de las estructuras, especialmente las coloniales, sobre los actores. Asimismo, sobre la incapacidad de estos, por privilegio, intereses, desidia o variados dogmatismos, para transformar esta omnipresencia que heredamos.

Las reinvenciones republicanas

Luego de dilucidar el tema de la independencia y el peso de la herencia colonial como realidad estructural y cotidiana, es fundamental ver la importancia de las distintas reinvenciones republicanas a lo largo de los siglos XIX y XX.

Primero, ¿qué es república? República, tal como la definí años atrás (Lynch, 2014: 69), es el espacio de la organización institucional del Estado, específicamente donde se encuentran los aparatos de este, con los ciudadanos que participan como miembros del régimen político. La tradición republicana o republicanismo (Held, 2006: 29-55) destaca la participación, ejercida como soberanía popular y la capacidad de autodeterminación de una entidad política. Por ello, la idea republicana alude a la soberanía del pueblo frente al poder y, por lo tanto, a la participación de los que se consideran parte de la comunidad política en el gobierno de esta. Participa un número al principio limitado de ciudadanos, que se va ampliando progresivamente, para conformar lo que James Madison (2001: 35-41) considera el gobierno representativo para el caso estadounidense, aunque no necesariamente democrático. Este es el concepto de participación (Aljovín de Losada, 2010:30-31) en la república peruana temprana, cuyo régimen estaba entendido como gobierno representativo y no como democracia.

¿Cuál era la naturaleza entonces de la república criolla en el Perú? En su fundación, la forma del régimen político del Estado criollo, por oposición a la monarquía colonial española. Una forma política más ligada a una formalidad colonial que a una republicana independiente y en la que los derechos, la separación de poderes y las elecciones, cuando existían, tenían la gran limitación de la herencia colonial, por lo que tomaban en cuenta a un reducido número de habitantes del territorio denominado Perú, lo que llevaba a considerar a un limitadísimo número como ciudadanos. La mención de la palabra “república” en discursos, proclamas y constituciones, significaba más la aspiración de una élite que un régimen con existencia efectiva. Algo más cercano a lo que Robert Dahl (1989: 24-28) denomina el republicanismo aristocrático o, en nuestro caso, oligárquico.

La realidad de la república sin raíces en la mayoría de la sociedad permitió a Cotler (1978: 69-70) señalar que se crea una situación oligárquica sin conformar una fracción o grupo social hegemónico sobre el conjunto de la población. Esta incapacidad hegemónica va a recorrer los siglos XIX y XX y será el gran reto, a la postre incumplido, del neoliberalismo en los últimos 30 años.

La definición de república que presento no se ha planteado sin controversia, sino más bien con un agudo enfrentamiento entre la “idea crítica” y el revisionismo histórico. Al igual que sobre el hecho mismo de la independencia, Bonilla escribe dos libros centrales porque abren el camino para entender el siglo XIX: Guano y burguesía en el Perú (1974) y Un siglo a la deriva. Ensayos sobre el Perú, Bolivia y la guerra (1980). A pesar de que el autor se refiere en ambos más a la historia económica de la época y no tanto al sistema político de régimen y estado, su intervención no deja de señalar elementos cruciales para determinar la ausencia de una clase que enrumbara al país. En ambos, Bonilla señala la persistencia de la herencia colonial de dos formas claves: la dependencia económica del capital financiero internacional y la opresión étnico-social de las mayorías sociales por el poder dominante. Esto llevó a un modelo económico cuyas características básicas se reproducen hasta hoy, en una producción de materias primas para el mercado mundial -dependiendo de cuáles necesita éste para sus necesidades de reproducción capitalista-, a la mantención de rezagos precapitalistas y a un exiguo desarrollo del mercado interno. Asimismo, al desprecio y el temor de las mayorías indígenas, excluyéndolas del poder político. Esto tiene como consecuencia que el grupo dominante posea escasa capacidad para formular un proyecto nacional, así como para convertirse en una clase burguesa consolidada. Ello explicaría, entre otros factores, el despilfarro, tanto privado como público, de las utilidades del guano y del salitre, los grandes productos de exportación en el siglo XIX, en lugar de invertirlas en el desarrollo de algún sector productivo que apuntara al desarrollo del país.

Por otra parte, a partir de mediados de la década de los años noventa, de la mano de la hegemonía neoliberal, se desarrolla en consonancia con aquellos que señalaban el significado de la independencia como un punto de partida para la nación peruana, una relectura de la primera centuria republicana como un periodo en el cual se habría establecido una tradición republicana, como un proyecto político de cumplimiento de los ideales de integración nacional que habría traído la independencia. El libro más importante en esta perspectiva es La utopía republicana. Ideales y realidades en la formación de la cultura política peruana (1871-1919)., de Carmen Mc Evoy (2017: 19-39). La autora es ambiciosa; se refiere a lo que habría sido la construcción de una genealogía republicana como un proyecto político a lo largo de los últimos 200 años, que se plantea como una alternativa al capitalismo y la globalización. Entre los extremos de lo que llama el patrimonialismo autoritario y el republicanismo democratizante, Mc Evoy analiza desde el origen en el momento de la independencia, la llamada “Primera República”, pasando por las vicisitudes del caudillismo militar que, a pesar de los esfuerzos de Ramón Castilla, no se puede encauzar, hasta la “República Práctica” del primer civilismo, que con Manuel Pardo como líder sería el momento culminante de esta propuesta en el siglo XIX. Continúa luego con la derrota en la guerra con Chile, la reconstrucción, la “República Aristocrática” (1895-1919) y el periodo de la “Patria Nueva” con Augusto B. Leguía (1919-1930). Lo que relata, con un importante trabajo de fuentes primarias, son sucesivas derrotas y frustraciones, que no parecen sustentar su idea de una genealogía republicana en el periodo que pudiera tener, como pretende, una proyección hacia el futuro.

Sin embargo, lo que resalta con más claridad en el contraste entre Bonilla y Mc Evoy son los diferentes enfoques para tratar al Perú en sus primeros 100 años de vida. Una manera en que podemos abordar el tema es la forma como los autores establecen la relación entre estructura y agencia. Esta oposición clásica en la sociología histórico-comparativa para analizar el origen de la democracia (Moore, 1973), y con una extraordinaria contribución para el estudio de América Latina, entroncando precisamente estructuras y actores (Collier y Collier, 1991), determina miradas distintas al conocimiento de lo social y/o de lo político, dependiendo de dónde se ponga el acento, si en la estructura o en el agente/actor. En Bonilla resalta la estructura, en los distintos elementos que señala la herencia colonial; me refiero a dependencia, capitalismo y precapitalismo, saqueo, opresión étnica y clasista, racialización de las relaciones sociales, etcétera. Por el lado de Mc Evoy, el análisis es el de la interacción entre los actores, a partir de sus discursos, y con escasa referencia a las estructuras, menos a la herencia colonial y al carácter dependiente de la sociedad y el país en el que desarrollaban su actividad. Al respecto, Ulrich Mücke (1998: 276-277), no muy lejano a Mc Evoy en el enfoque teórico de lo que llaman “historia política”, señala en una crítica de cómo entiende esta a los actores políticos, que su análisis se basa en la textualidad de los discursos más que en las realidades que enfrentan los actores, lo cual dejaría este análisis en el campo de lo que los actores quisieron hacer y no en lo que realmente hicieron.

El contraste favorece a Bonilla, quien plantea las insoslayables realidades estructurales de fondo que, centradas en la herencia colonial, van a marcar la economía, la sociedad y la política en el Perú. Sobre todo, esta última, cuya “independencia” de sus determinantes sociales resulta muy difícil de sostener, sin por ello plantear, repito, que lo político no desarrolle una autonomía de funcionamiento, una dinámica propia en el marco de las realidades que encuentran, pero no una desarticulación con su entorno. Tenemos entonces el fracaso de las reinvenciones republicanas en el largo siglo XIX peruano, que empieza en 1821 y termina con lo que Sinesio López (1992: 38) llama la crisis histórica de la oligarquía en 1930.

La crisis histórica de la oligarquía y las incursiones democratizadoras

La conexión entre el fracaso de las reinvenciones republicanas y la crisis del poder oligárquico no es gratuita, Sucede cuando este poder encuentra dificultades para reproducirse, tanto por la rebelión desde abajo, que se organiza políticamente en la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) y el Partido Socialista, como por la repercusión en la región de la crisis mundial capitalista de 1929. Esto se traduce, según López (1992), en que la oligarquía es incapaz de gobernar directamente y debe recurrir, salvo el interregno de José Luis Bustamante (1945-1948), a sucesivas dictaduras militares o gobiernos directamente bajo su tutela hasta 1962. La clave en este punto es que las élites pierden la iniciativa política y se suceden, lo que el mismo López (1991: 193-205) denomina las incursiones democratizadoras con diversos contingentes de las clases medias y populares a la cabeza. A diferencia del siglo anterior, no es sólo el fracaso de la organización de un orden político desde arriba, sino una respuesta organizada desde abajo que reclama, en las propuestas de Víctor Raúl Haya de la Torre (1972) y José Carlos Mariátegui (1970), el derecho de hacer política para más amplios contingentes de la población, la denuncia de nuestra dependencia de poderes extranjeros, y el problema de la tierra y la cuestión indígena.

La ola democratizadora ya mirada desde el siglo XXI (Lynch, 2014: 146) tiene dos momentos de avance: el antioligárquico (1930-1962) y el reformista (1962-1980); uno de estancamiento, la democracia conservadora (1980-1992), así como otro de retroceso, la frustración democrática (1992-2023).

El momento antioligárquico tiene sus antecedentes en el periodo de la República Aristocrática, en el que surgen organizaciones no sólo autónomas del poder, sino con ideología clasista, así como la prédica que después daría origen a la APRA y al Partido Socialista, luego devenido en comunista. El antioligárquico es un momento especialmente violento, en particular desde la crisis de 1930 en adelante, que se caracteriza por su carácter excluyente. Se destaca el enfrentamiento entre la APRA y las fuerzas armadas, que se expresa en dos levantamientos de ese partido en julio de 1932 y octubre de 1948, sangrientamente reprimidos. El momento antioligárquico es un periodo de democratización casi sin democracia, en el que diversos sectores plantean sus reivindicaciones gremiales y su derecho a participar en la vida política a través de grandes movilizaciones populares, derecho que es reiteradamente negado en la época. La dictadura militar es la norma, no el estado de derecho, y cuando este quiere establecerse, en la breve presidencia de José Luis Bustamante (1945-1948), se prueba insuficiente para lo que el país reclamaba: un cambio social profundo y ya postergado.

El momento reformista es diferente; no es ya el enfrentamiento entre democratización y poder oligárquico, en la forma de dictadura militar, sino intentos de cambio por la vía tanto de incursiones democratizadoras, como de reformas desde arriba que se plantean como la manera de traducir el cambio social planteado. Las primeras tienen como protagonistas a movimientos campesinos y a partidos de clase media, mientras que las segundas, a sucesivos gobiernos, militares y civiles, que empujan un camino de reformas. Los temas son dos: el antiimperialismo, que se plasma en la lucha por la recuperación del petróleo, y el problema de la tierra, que da lugar a varias reformas agrarias hasta llegar a la tercera y culminante en 1969. En este momento reformista tiene un papel especialmente relevante el gobierno militar de Velasco Alvarado, que enfrenta de manera clara los dos temas planteados, el petróleo y la tierra, y con este último el reconocimiento de la cuestión indígena, más allá de la retórica o la preocupación tutelar, por primera vez desde el Estado. El momento reformista y el gobierno de Velasco en particular tienen lo que Franco (1985: 415-416) denomina un papel “socialmente democratizador”, reconociendo la organización, la ciudadanía y la identidad de millones de peruanos. Sin embargo, como el mismo autor señala refiriéndose específicamente al velasquismo como momento culminante, esto se da en el contexto de una forma política autoritaria, lo que bloquea la trascendencia del momento reformista en el orden político posterior.

La democracia conservadora (Lynch, 1992) es un docenio trágico en la historia peruana en el que domina el estancamiento y se abre la puerta a la regresión. La Constitución aprobada en 1979, de carácter liberal, en lugar de proyectarse en una democracia avanzada, crea un régimen político que niega las reformas del momento anterior, empezando por cambiar el modelo productivo industrializador, desmontar la organización social e iniciar la criminalización de las protestas. Al mismo tiempo, este régimen político debe enfrentar el levantamiento armado de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), que de manera arbitraria y contra el curso del movimiento social se enfrentan sangrientamente a la frágil democracia. En lugar de asumir el liderazgo en la lucha antisubversiva, los gobiernos elegidos del periodo delegan la dirección de la guerra en la cúpula de las fuerzas armadas y policiales, reprimiendo el terror de los grupos señalados con terror de Estado, lo que crea el fenómeno de la guerra sucia, al margen de la ley. Esto significa el triunfo del escenario de la guerra sobre el de la política, que se traduce en el ajuste neoliberal y el golpe de Estado de 1992 que da inicio al siguiente periodo. Las consecuencias de este tipo de violencia las vivimos hasta hoy, con la estigmatización como terrorista de todo aquel que tenga una posición de izquierda y la calificación de antisistema para los que rechazan el modelo neoliberal.

La república neoliberal y su crisis hegemónica

En la república neoliberal (1992-2023), denominada también república empresarial o república lobista (Dammert, 2001: 11-30; Cosamalón y Durand, 2022: 13-14), llama en primer lugar la atención el uso del término “república”, que no aparece en ningún momento para el periodo 1930-1990. Lo podemos entender en este caso como el intento de formar un régimen político en torno a un modelo económico como el neoliberal, con el liderazgo de la élite empresarial e instituciones ad hoc que se plasman en la Constitución de 1993. Una drástica reducción de carácter clasista del régimen a contrapelo del anterior momento reformista que buscaba ser integrador y responder al original reclamo antioligárquico, que, en los términos de su época, significaba una ampliación muy importante y no una reducción de la participación política.

La república neoliberal ha sido una regresión autoritaria con cuatro elementos a considerar. El primero es la guerra sucia (1980-1992), que es la forma como derrotan a los grupos alzados en armas las fuerzas armadas y policiales. Una guerra sucia que trae graves violaciones a los derechos humanos y que influirá de manera muy importante el tipo de política que se haga en el siguiente periodo. Me refiero a un tipo de política que se alejará cada vez más del consenso liberal y se acercará a la definición de esta como el conflicto amigo-enemigo (Schmitt, 1999: 56). El segundo es la estigmatización del opositor, calificando al que reclama como terrorista y dando origen a lo que popularmente se denomina como “terruqueo”. El tercero es que la guerra sucia y la estigmatización se plasman en el hecho violento por excelencia que da el punto de partida de esta república: el golpe de Estado del 5 de abril de 1992 y luego el fraude en el referéndum de aprobación de la Constitución de 1993, llevado adelante en octubre de ese año. Y el cuarto, el carácter mafioso del régimen que nace de esta cadena de hechos violentos, perceptible de manera especial en los ocho años (1992-2000) de gobierno autoritario de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos.

Asimismo, esta república neoliberal acaricia desde sus inicios el sueño de producir, por la vía de la coalición dominante, hegemonía cultural y política sobre el conjunto social. Eso que tanto Cotler (1978: 72-118)) como López (1997: 247-293) señalan que no se pudo lograr en el siglo XIX y la mayor parte del siglo XX, debido a la persistencia de la herencia colonial y la falta de una fracción dominante que produjera esa hegemonía. Para este régimen político, la producción hegemónica era una contradicción en sí misma. Hegemonía supone persuasión, en los planos ideológico y cultural e instituciones que la produzcan, “dirección intelectual y moral”, dirá Antonio Gramsci (1980: 98-129; 1981: 307, 323-326); lo que es difícil para un régimen nacido con credenciales tan violentas y predispuesto a la dominación, pero no a la dirección. Sin embargo, la aguda crisis de la cual era producto en la década de los años noventa, que combinó la hiperinflación y el fracaso del primer gobierno aprista, así como la guerra sucia, la división de Izquierda Unida y la derrota del movimiento popular organizado, dejó un vacío político de tal magnitud que, paradójicamente, creó las condiciones para una hegemonía.

La violencia y el golpe permitieron que, aprovechándose del vacío producido, se plasmara una alternativa como la neoliberal que algunos años antes hubiera sido vista como imposible en el Perú. Como veríamos más tarde, los años de gobierno autoritario (1992-2000) permitieron el lanzamiento pero no la consolidación de esta hegemonía. Recién será en el regreso a la formalidad democrática a fines de 2000 que se asentará la misma y será posible poner en funciones una democracia limitada no sólo sin partidos, sino también sin democratización (Lynch, 2014: 195-199). Es decir, una democracia que carezca de los dos motores de un régimen de este tipo: primero, la movilización social que es reprimida con la criminalización de la protesta, y segundo, la renovación de la representación partidaria que estuvo bloqueada por la vía de barreras de acceso para la inscripción de partidos imposibles de superar.

Esta democracia sin democratización (2000-2022), como segundo momento de la república neoliberal, avanza en su pretensión hegemónica con cierto éxito hasta que se encuentra con dos bloqueos que hasta ahora no puede superar: la crisis económica y la corrupción que se destapa en el Estado. La primera tiene dos episodios: uno como producto de la crisis de los precios de las materias primas entre 2012 y 2014, parcialmente superada, y otro como producto de la pandemia de Covid-19, con crisis inflacionaria mundial, así como desempleo y hambre doméstica. A la crisis económica se une la crisis provocada por el destape de la corrupción de todos los gobiernos elegidos durante el periodo neoliberal, claramente a partir de la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski en marzo de 2018. Esta convergencia de varias crisis provoca un impacto que, como ya señalé, afecta todos los tiempos y todos los niveles de la política. El Perú ha tenido seis presidentes y tres congresos en cinco años y no ha podido lograr la estabilidad. Esto me lleva a sostener que la república neoliberal inaugurada a principios de la década de los años noventa ha perdido capacidad de reproducirse como orden político, poniendo en cuestión al personal que gobierna, a las instituciones en las que este funciona y, lo que es más importante, a la coalición política que hizo posible el surgimiento del orden estatal neoliberal 30 años atrás. La caída de Pedro Castillo a fines de 2022 y el consecuente movimiento popular de indignación y protesta de miles de peruanos no han hecho sino profundizar esta crisis cuyos problemas de fondo aún no tienen visos de solucionarse.

En una crisis de esta magnitud es que sucede el bicentenario de la independencia del Perú, cualquiera que sea su consideración, si la fecha inicial es el 28 de julio de 1821 o el periodo más largo que va hasta la victoria de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824. Esta es la crisis que, creo, nos debe llevar a reflexionar no sólo sobre lo inmediato, sino sobre el periodo más largo definido por nuestras estructuras, tanto económicas y sociales como también políticas, que no logran resolverse en ningún arreglo republicano. De ahí, la mirada hacia atrás que ojalá nos permita mirar hacia adelante y superar a la postre el carácter fallido de este bicentenario.

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1 He recogido la frase de Croce del libro de Collingwood (1974:198), quien a su vez señala como fuente el libro de Croce Teoria e storia della Storiografia, publicado en Bari en 1917.

2Tomo, en este sentido, de Germaná (2020:16-17), quien a su vez recoge de Adorno (2003) y a la postre de Lukacs (1985).

3A la distancia puede parecer sorprendente esta contradicción del gobierno encabezado por Juan Velasco Alvarado. Sin embargo, este detalle del nombramiento de una Comisión conservadora para celebrar una fecha tan importante es parte de las contradicciones de este gobierno y del proceso de cambios que emprendió. En este caso, entre la visión tradicional de las Fuerzas Armadas como institución y el propósito de cambio de un grupo de oficiales encabezados por el propio Velasco.

4Debo esta referencia a Jürgen Golte, quien me la hiciera comentando la producción reciente sobre la rebelión de Túpac Amaru II, en una de las conversaciones que tuvimos antes de su fallecimiento.

5No está de más mencionar el reconocimiento explícito de esta influencia que hacen historiadores tan importantes para las décadas de los años setenta y ochenta como el mismo Bonilla y también el venerado pero no siempre recordado como marxista Flores Galindo.

6Ver al respecto la reciente contribución de Alfie Steer (2022) en Jacobin, que lleva precisamente por título “Marxists changed how we understand history” (“Los marxistas cambiaron cómo entendemos la historia); más todavía, lo que señala Hobsbawn (2002: 285, 288) en su autobiografía cuando nos dice que los modernizadores en la historiografía contemporánea son los que hacen la historia de las estructuras y el cambio social y cultural, privilegiando el análisis y la síntesis frente a la narración.

7“Clasificación social” es un concepto que usa Aníbal Quijano (2020: 325-369) para referirse a la clasificación racial/étnica de la población o racialización de la estructura social, en la que se asienta el patrón de poder colonial.

Esta investigación fue financiada por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos-RR Nº 01686-R-20 con código de proyecto E20150711. El autor agradece los comentarios a una versión inicial de este texto de Osmar Gonzales, Alex Loayza y César Aguilar.

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