Tras el retorno a la democracia en 1990, la derecha chilena logró proteger sus intereses y consolidar su proyecto de sociedad en el nuevo entorno político gracias a una democracia catalogada como protegida y un modelo socioeconómico que ella misma diseñó durante el régimen militar de Pinochet (1973-1990). A partir de ese momento, este sector logró sobrevivir cómodamente en el nuevo entorno político, incluso si no estuvo en el Ejecutivo hasta 2010. De hecho, al menos hasta dicho año, la derecha no tuvo más que adaptarse a las nuevas circunstancias políticas y negociar con una reinante coalición de centro-izquierda1 que, por si fuese poco, se dedicó a perfeccionar y corregir el modelo socioeconómico diseñado por la derecha durante el autoritarismo: un modelo basado en la privatización de la economía y un Estado subsidiario, orientado por principios (neo)liberales.
La derecha chilena, entonces, entre 1990 y 2010, sin sentir de facto amenaza alguna por parte de la nueva izquierda socialdemócrata que estaba en el poder, entró en una suerte de mutismo, silencio o relajación intelectual, propiciado por las cómodas condiciones de protección política y de aceptación cuasitransversal de su modelo de sociedad. Es más, hasta 2010, se dedicó sobre todo a defender el legado del régimen militar (lo cual se transformó hasta cierto punto en su raison d’être) y no experimentó una real necesidad de someter a cuestionamiento sus ideas socioeconómicas, políticas y morales: un cuerpo de ideas que habían sido constituidas a partir de las concepciones de mundo heredadas del periodo autoritario y la Guerra Fría, las que dieron origen tanto a los partidos de derecha transicionales2 como a los primeros y principales think tanks de derecha en Chile.3
Esta situación de comodidad en el marco de una democracia protegida y la hegemonía del modelo socioeconómico instalado durante el autoritarismo comenzó a debilitarse gradualmente a partir del fin del periodo transicional y la consolidación democrática alrededor de la década de los 2000. Esto, sobre todo tras la detención de Pinochet en Londres en 1998, el debilitamiento de determinados enclaves autoritarios4 y el auge de reformas anticonservadoras, como la Ley de Divorcio de 2004. Sin embargo, el real debilitamiento de esta sensación de protección experimentada por la derecha chilena comenzó a tener lugar de facto sobre todo a partir de 2010 (Rumie, 2020). Fue sólo tras las problemáticas que la derecha experimentó en el marco del primer gobierno de Sebastián Piñera (2010-2014), el auge de las movilizaciones estudiantiles de 2011 y la consolidación del gobierno progresista de la Nueva Mayoría (2014-2018), que ésta comenzó a sentir amenazados sus principales intereses políticos, ideológicos y materiales.
En el marco de estas coyunturas críticas, comenzó a señalarse en diversos medios de difusión masiva y libros de divulgación con orientación académica que la derecha chilena, su modelo de sociedad, así como sus principales ideas y prácticas, estaban teniendo distintos tipos de crisis. Por ejemplo, crisis que tuvieron que ver con la llamada “anorexia cultural” del sector derechista en el marco de las derrotas electorales sufridas por este sector frente al progresismo alrededor del año 2014 (Kaiser, 2009); crisis que pasaban por el declarado “derrumbe del modelo” socioeconómico defendido por este sector (Atria et al., 2013; Mayol, 2013), hasta una crisis intelectual en la que la “carencia de relato”, el exacerbado “economicismo” y la cuestionada hegemonía de la corriente “chicago-gremialista” se situaban como los catalizadores de las dificultades que este sector experimentó entre los años 2010 y 2018 (Herrera, 2014; Mansuy, 2016; Urbina y Ortúzar, 2012; Verbal, 2017).5
Fue así que, en este contexto, la derecha chilena experimentó el auge de una nueva intelectualidad humanista de derecha que, estando enmarcada en un proceso de cambio generacional, comenzó a poner en cuestionamiento las prácticas e ideas que este sector había estado defendiendo hasta entonces. Esto, afirmando que dichas prácticas e ideas habían sido en responsables del momento crítico que la derecha estaba viviendo.
Esta nueva intelectualidad se aglomeró en torno a nuevos think tanks (lo cual buscó fortalecer sus grados de influencia)6 y se enmarcó ciertamente en una orientación humanista. De hecho, la mayoría de esta incipiente intelligentsia derechista estuvo y está compuesta por filósofos, antropólogos e historiadores, y no por ingenieros o economistas, como solía y suele suceder con los intelectuales expertos que generalmente representan a la derecha chilena originada en el régimen militar.
Planteamiento y justificación del problema
El tema central de este artículo es el auge de los intelectuales humanistas que tuvo lugar en la derecha chilena entre 2010 y 2018. El objetivo principal es determinar el origen de esta nueva intelectualidad humanista, prestando atención al relato de los actores involucrados en este proceso (nuevos y viejos intelectuales de la derecha chilena). Por lo tanto, la pregunta central de este artículo es: ¿cuál es el origen, según los actores involucrados, de esta nueva intelectualidad humanista en la derecha chilena entre 2010 y 2018? La hipótesis que orienta este estudio es que dicho origen se relacionaría con el agotamiento de las ideas y prácticas derivadas del autoritarismo, un cambio generacional en el interior de la derecha chilena y, sobre todo, la incapacidad del intelectual experto (hegemónico en este sector) para procesar y dar respuestas adecuadas a los problemas económicos, políticos y morales del Chile contemporáneo.
El problema elegido en este documento es relevante por dos razones fundamentales. En primer lugar, el estudio relativo a las derechas en distintas disciplinas se ha visto fortalecido durante la última década, sobre todo en el marco de la nueva ola de gobiernos derechistas que han surgido tanto en Europa como en América del Sur y Norte (véanse Couperus y Tortola, 2019; Hooghe y Dassonneville, 2018; Hunter y Power, 2019; Polynczuk-Alenius, 2020; Stefanoni, 2021; Traverzo, 2018). En segundo lugar, el estudio de la derecha chilena, particularmente, también ha cobrado relevancia en la última década. Esto, dado que desde 2006 han surgido una serie de movimientos sociales y discursos contrahegemónicos que han puesto en tela de juicio las ideas y prácticas de este sector. La cristalización de esta situación fue, ciertamente, el llamado estallido social de 2019. En tal contexto, se han expandido los estudios acerca de la derecha chilena, sobre todo en lo relativo a la necesidad de renovación ideológica y política en este sector (véanse Alenda, 2020; Herrera, 2014; Kaiser, 2009; Mansuy, 2016; Urbina y Ortúzar, 2012; Verbal, 2017).
Metodología y estructura del artículo
Este estudio se desarrolló a partir de fuentes primarias y secundarias y se enmarcó en un enfoque metodológico cualitativo. Entre las fuentes secundarias se encuentran artículos y libros especializados asociados a la temática, mientras que en las fuentes primarias está la revisión de libros escritos por la nueva intelectualidad humanista de derecha, así como la realización de entrevistas semiestructuradas con intelectuales humanistas y expertos de la derecha chilena. Los autores de los libros revisados son Axel Kaiser, Valentina Verbal, Pablo Ortúzar, Francisco Javier Urbina, Hugo Herrera y Daniel Mansuy, mientras que los actores asociados a la derecha chilena que fueron entrevistados son Luis Larraín, Jorge Jaraquemada, Daniel Mansuy, Hugo Herrera y Cristóbal Bellolio. Para más información, véase el Anexo de entrevistas semiestructuradas.
Este artículo se divide en tres secciones. La primera corresponde al marco teórico-conceptual. Aquí se examina el tránsito ocurrido en Occidente desde la hegemonía del intelectual humanista y crítico del poder, hacia la hegemonía del experto durante el siglo XX. La segunda corresponde a los antecedentes del fenómeno empírico en discusión. Aquí se examina cómo tuvo lugar dicho tránsito, particularmente en Chile durante el siglo XX, con el fin de exponer a qué procesos históricos responde el auge de la nueva intelectualidad humanista de derecha en Chile. Por último, la tercera corresponde a los resultados de la investigación, en los que se examina el origen de esta nueva intelectualidad humanista de derecha en Chile entre 2010 y 2018.
Intelectuales en los siglos XX y XX: desde la hegemonía de una intelligentsia humanista y crítica del poder hacia la de los expertos
Definir qué es un intelectual y cuál es su función en la sociedad es una cuestión controversial (De Medeiros, 2015). La palabra intelectual está desgastada y a menudo se le considera mediante significados diferentes. De hecho, lo que determina qué es un intelectual ha variado según los distintos contextos históricos desde los cuales estos individuos han ejercido una labor ligada al intelecto.
De acuerdo con Ron Eyerman (2011), el nacimiento de los intelectuales se enmarca en el Caso Dreyfus (lʼaffaire Dreyfus), un escándalo que tuvo lugar en Francia entre 1894 y 1906. En dicho escándalo, el cual tuvo como origen una sentencia judicial antisemita que puso en tela de juicio valores ilustrados como los Derechos Humanos y la Justicia, el escritor Émile Zola redactó una carta abierta de denuncia llamada “¡Yo acuso!” (¡J’accuse!). Esta carta fue publicada en el periódico francés La Aurora (L’Aurore) y estableció, según Eyerman, las bases simbólicas que han permitido definir al intelectual del siglo XX: un individuo que baja de la torre de marfil para interceder en la esfera pública en el nombre de la Razón y determinados valores ilustrados. Es a partir de este momento que, según Enzo Traverso (2014), la categoría “intelectual” comenzó a usarse como sustantivo y no meramente como adjetivo.
Ahora bien, teniendo en cuenta que antes del Caso Dreyfus también hubo individuos dedicados al conocimiento -básicamente todos los próceres de la tradición filosófica occidental, desde Platón hasta Hegel-, ¿en qué consiste, entonces, la diferencia entre dicha intelligentsia tradicional y el intelectual que surgió tras el Caso Dreyfus? ¿Qué sucedió, por ejemplo, con la intelligentsia del Siglo de las Luces?
El intelectual del Siglo de las Luces -representante de la intelligentsia tradicional-, según Traverso (2014), poseía ciertas similitudes con el intelectual surgido tras el Caso Dreyfus; por ejemplo, ambos apelaban a valores ilustrados y entendían a la Razón como un instrumento que permite develar la verdad. Sin embargo, los contextos históricos disímiles en los que se forjaron estos individuos atribuyeron distintos roles a estos dos tipos de intelligentsia. En tal sentido, la intelligentsia del siglo XVIII posicionó su quehacer frente a una aristocracia y una burguesía cultivada, que eran sus únicos interlocutores y que además financiaban su labor asociada al intelecto. El intelectual que surgió con el Caso Dreyfus posicionó su quehacer frente a una sociedad compleja, la cual contaba con clases sociales antagónicas y con un campo político dividido, por ejemplo, entre fascismo y comunismo. Se trató de un intelectual que modificó su quehacer en virtud de sociedades que conocieron la industrialización, la urbanización y el advenimiento de un espacio público en un sentido moderno. Fue en dicho contexto cuando el mercado habría actuado como un motor de emancipación para los intelectuales, transformando a estos últimos, según Karl Mannheim (1929), en una “clase autónoma” erguida de manera independiente frente a las demás clases. En tal contexto, los intelectuales no vivían sólo gracias al mecenazgo, sino gracias a la venta de sus libros, ensayos y artículos de prensa.
Tras el primer tercio del siglo XX, no obstante, esta labor crítica, ilustrada e independiente que los intelectuales habrían comenzado a detentar comenzó a adquirir tintes políticos. De hecho, “[…] el intelectual dreyfusista -defensor de los derechos humanos, la libertad y la democracia- se ve forzado a ponerse en cuestión. Debe elegir en un campo político polarizado entre comunismo y fascismo” (Traverso 2014:18). Fue en este contexto adverso para el ideal dreyfusista que Antonio Gramsci elaboró una teoría sobre los intelectuales que dio cuenta de cómo éstos realizan su quehacer en sociedades con clases sociales antagónicas y con un campo político dividido entre izquierdas y derechas.
De acuerdo con Gramsci (1971), los intelectuales ya no podían ser vistos en estas sociedades modernizadas como una “clase autónoma”, dado que su función no deriva del lugar que ocupaban en la estructura económica de producción. De hecho, el intelectual no es propietario de los medios de producción ni es un productor directo de los recursos económicos; por el contrario, es únicamente un productor de conocimiento. Empero, su función de productor de conocimientos tampoco es algo que se desarrolla por fuera de la sociedad y sus divisiones de clase, sino que siempre tiene lugar dentro de alguna de ellas. Por ello, a pesar de no ser propietario o productor en la estructura económica, el intelectual sí es parte de una clase social en tanto individuo y, por ende, tiende a justificar y extender la visión de mundo de la clase a la cual pertenece. Así, el llamado “intelectual orgánico” gramsciano no es parte de una “clase autónoma”, sino que posee un vínculo fáctico con clases determinadas que se sitúan como una condición sine qua non económica y social de la producción de sus ideas (Kurzman y Owens, 2002).
Tras el primer tercio del siglo XX, entonces, el intelectual que se emancipó de las ataduras aristocráticas y vivió una breve independencia en la esfera pública moderna -en tanto “clase autónoma”-, volvió a estar atado a las relaciones fácticas de poder que le permiten ejercer su labor. De hecho, el intelectual que surgió en los albores del siglo XX pasó de defender valores ilustrados a justificar conductas políticas en el nombre de dichos valores. Una muestra de esto es lo que Julien Benda (1928) señaló en La traición de los intelectuales. En dicha obra, el autor lamenta que los intelectuales se dediquen a abanderar posturas políticas -con lo que dejan de ser una “clase autónoma”- en vez de desempeñar su supuesto verdadero rol: ser los defensores de valores ilustrados, universales y atemporales.
Así las cosas, el papel de los intelectuales en la sociedad ciertamente ha variado según los contextos en los que estos individuos han ejercido una labor asociada con el intelecto. Empero, habría al menos cuatro modalidades de intelectualidad claras en la tradición occidental: dos clásicas y dos modernas.
La primera modalidad clásica es la visión platónica del sabio que debe mezclarse con los asuntos políticos para asumir como Filósofo Rey (Bobbio, 1998). Esto, con el objetivo de dirigir la Polis hacia la eudaumonia (εὐδαιμονία). La segunda modalidad clásica está asociada al intelectual como consejero, es decir, alguien que se pone al servicio del príncipe en el contexto del despotismo ilustrado (1998). “La primera concepción anula cualquier diferencia entre el intelectual y el poder, mientras que la segunda atribuye al intelectual un papel subordinado […] El consejero es dócil; el Filósofo Rey es temible y peligroso” (Traverso, 2014: 46). El primero subordina la política al conocimiento; el segundo subordina el conocimiento a la política y lo usa para legitimar el poder.
Respecto a las modalidades modernas, la primera es el intelectual crítico del poder. Es decir, una modalidad que surgió debido a los cambios sociales, económicos, culturales y políticos ocurridos durante el siglo XX y que tiene como principal función develar
[…] las falacias de las exclusiones que han operado y que todavía operan en nuestras sociedades; promover el debate y la controversia en la esfera pública, confrontando a los círculos de poder, incluidos sus intelectuales; provocar también el debate e instalar disensos en el seno de los movimientos a los cuales adhiere; por último, procurar su autonomía crítica hasta el límite que sea posible, incluidas las orgánicas que representan las causas con las que se encuentra comprometido (Zapata, 2015: 100).
Este tipo de “intelectual orgánico” de orientación humanista, según Traverso (2014), fue hegemónico durante el siglo XX, al menos hasta la caída del Muro de Berlín en 1989. Esto, dado que dicho siglo fue un periodo marcado por fuertes conflictos políticos e ideológicos, así como por el surgimiento de movimientos sociales que necesitaron una dirección intelectual que fuese politizada y crítica al mismo tiempo. Fue entonces cuando este tipo de intelectual estuvo llamado a desempeñar un significativo papel en la Guerra Civil Española, la Guerra de Vietnam, la lucha por los derechos afroamericanos, entre otras disputas. Además, durante dicho periodo “[…] los partidos políticos eran una base de masas; tenían programas, militantes, líneas ideológicas claras que estructuraban el campo político. En esta época, los intelectuales eran orgánicos: estaban orientados según líneas de clases y a menudo ligados a partidos políticos” (Traverso, 2014: 57-58).
En el transcurso de la década de los años ochenta, no obstante, las cosas comenzaron a cambiar para este tipo de intelectual tras el derrumbe de las metanarrativas y los grandes relatos (Bauman, 1987). El desmoronamiento del socialismo real, la llamada “muerte” de los valores ilustrados y las heridas posguerra suscitaron, según Eyerman (2011), un “trauma cultural” para el tipo de intelectual que nació en los albores del siglo XX y que se transformó durante todo un siglo de fuertes cambios políticos y sociales. Dicho “trauma cultural” paralizó el quehacer del intelectual crítico del poder y dejó el espacio abierto para que el conocimiento experto tomase el papel de administrador de la política. Desde ese momento, todo parecería indicar que los partidos políticos en Occidente no necesitan
[…] intelectuales, sino ante todo gerentes de comunicación […] Los partidos se volvieron post ideológicos; ya no tienen una línea rectora, tampoco una clara identidad social […] Estos partidos tienen muchos menos militantes que sus ancestros, no precisan un diario, se expresan a través de los medios y orientan su línea según las fluctuaciones de una opinión medida por sondeos, así como bajo la presión de cierta cantidad de lobbies. Estos partidos ya no necesitan intelectuales. En épocas pasadas, los partidos defendían ideas y recurrían a los intelectuales para elaborar sus proyectos; actualmente las campañas electorales se confían a los publicistas (Traverso, 2014: 58-59).
Es en este contexto “postideológico” que surgió como figura hegemónica la segunda modalidad de la intelectualidad moderna en Occidente: el intelectual experto. Se trata de un tipo de intelectual que siendo habitualmente “orgánico”, y pretendiendo neutralidad política, “[…] utiliza sus competencias para orientar al poder vigente, y desempeña un papel ideológico nada despreciable” (Traverso, 2014: 44). En tal sentido, el experto se caracteriza por poseer conocimientos de carácter específico y técnico-científico (Osborne, 2004), los cuales suelen ser requeridos por quienes están a cargo de la toma de decisiones. Esto, puesto que actualmente las premisas cognitivas comparten un espacio ajustado con las normativas en los procesos decisionales. Así, si bien el intelectual experto no legisla o gobierna de facto, sí lo hace indirectamente “en el nombre de la ciencia” cuando está cerca del poder político, especialmente cuando este tipo de intelectual se articula como un tecnócrata (Rumie, 2019).
Con todo, este tránsito desde la hegemonía del intelectual crítico del poder hacia la del experto se debe a transformaciones históricas profundas. En tal sentido, es ilustrativo señalar cómo las universidades se han transformado en las últimas décadas. En nuestros días, el lenguaje de “[la] empresa se generaliza en el conjunto de la sociedad y quienes lo emplean piensan que la modernidad consiste en remplazar a los intelectuales por administradores. La función de los posgrados es la de fabricar expertise y formar técnicos (incluso en las ciencias humanas y sociales), ya no la de elaborar un pensamiento crítico o formar en los jóvenes una visión crítica de la sociedad” (Traverso, 2014: 26-27). De modo que todo pareciese indicar que estamos en presencia del fin del intelectual teorizado por Mannheim (1929), ese que en Ideología y utopía es asociado a una “clase autónoma” que se levanta por encima las demás clases y que busca forjar un nuevo imaginario, alternativas sociales y/o utopías.
Finalmente, a pesar de lo anteriormente señalado, existen diversos esfuerzos que han pretendido hacerse cargo del problema de la definición del intelectual tras el derrumbe de los grandes relatos y el auge de la especialización. François Bourricaurd (1990), por ejemplo, sostiene que los intelectuales son individuos que tienen conocimientos acreditados por un título profesional, y que poseen habilidades de expresión lingüísticas, estéticas y/o lógicas sobresalientes. Por su parte, Michel Foucault (1980) se hace cargo del problema de la intelectualidad tras el auge del experto y opone el intelectual universal-ilustrado al intelectual específico, quien es, fundamentalmente, un individuo que, desde el saber específico, es crítico, pero sólo en su área de investigación. Este último debe ser visto como un investigador que interviene en la polis no en el nombre de los valores ilustrados, sino utilizando su saber particular. Zygmunt Bauman (1987), por otro lado, distingue entre el intelectual legislador y el intérprete. El primero -representante del intelectual moderno- es un intelectual que contempla el horizonte político y ético desde donde se debe normativamente pensar la sociedad, mientras que el segundo, un intelectual posmoderno, tiene como rol interpretar la heterogeneidad de las sociedades según criterios que, si bien no son universales en términos modernos, sí lo son a la hora de proveer las bases normativas de toda mediación de sentido posible.
La Intelligentsia chilena durante el siglo XX: desde la hegemonía del intelectual humanista y crítico del poder hacia la del experto
El devenir de la intelectualidad chilena durante el siglo XX estuvo sin lugar a duda marcado por las drásticas coyunturas políticas, económicas y sociales ocurridas durante dicha centuria (Silva, 1992). Esto, desde la llamada “cuestión social”, pasando por la crisis de 1929, el populismo ibañista, la crisis de los años sesenta, el quiebre de la democracia originado tras el golpe de Estado en 1973, hasta el retorno a la democracia en 1990 (Rumie, 2020). Todas estas situaciones dieron lugar a un constante auge de proyectos alternativos de sociedad respaldados y promovidos por la intelligentsia chilena, los cuales, primordialmente, tuvieron como finalidad enfrentar desde el revisionismo (restaurador) o el reformismo (ya fuera gradualista o revolucionario) las constantes y profundas coyunturas críticas vividas por el país durante el siglo XX (Correa, 2004).
A partir de dichas coyunturas, se puede observar la caída o el auge de ciertas ideas desarrolladas o imitadas por los intelectuales chilenos, las cuales contribuyeron a la puesta en escena de nuevos o revisados modelos de sociedad. Por ejemplo: la necesidad de reemplazo del liberalismo decimonónico por el corporativismo en sus diversos tonos, el marxismo, el comunitarismo, el neoliberalismo, etcétera (Correa, 2004). Empero, también se puede observar en el marco de dichos acontecimientos un tránsito -no menos importante- en la hegemonía del tipo de intelectual que intentó responder a las problemáticas que Chile vivió en el siglo XX (Silva, 1991).
En esta sección se identifican tres etapas de la historia intelectual de Chile que determinaron el auge y la caída de nuevos tipos intelectualidad, las cuales culminaron con la consolidación de intelectual experto: una intelligentsia que hasta hoy domina los círculos intelectuales de la derecha chilena surgida en la transición y el autoritarismo (Rumie, 2020).
La era del ensayista
La primera etapa tuvo lugar desde el principio del siglo XX hasta los años cincuenta. Se trató de un periodo que se inauguró con la llamada “crisis del centenario”, una crisis que se relacionó con el parcial quiebre del orden liberal oligárquico, la “cuestión social” y el descalabro financiero originado en el marco de la crisis de 1929 (Rumie, 2020). Durante esta etapa, buscando dar una respuesta a dichas coyunturas críticas, surgieron los partidos políticos marxistas y socialistas y el nacionalismo conservador revisionista (Correa, 2004; Sznajder, 2015). Asimismo, en este periodo tuvo lugar el auge de movimientos corporativistas nacionalistas-autoritarios (Nieva, 2018; Sznajder, 1990) y católicos (Correa, 2005), los cuales, si bien respondían al avance marxista en el contexto de la crisis del liberalismo del siglo XIX, comenzaron a perder fuerza tras el fin de la Segunda Guerra Mundial y el subsecuente pacto de aceptación en torno a la democracia liberal (bloque occidental) o democracia popular (bloque soviético-oriental) (Rumie, 2020).
Los intelectuales característicos de esta etapa, por lo que respecta a la derecha chilena, ya sea en su versión extrema o tradicional (Correa, 2005; Deutsch, 1999), pertenecieron generalmente a corrientes ideológicas asociadas al nacionalismo revisionista -por ejemplo, Francisco Encina (1911) y Alberto Edwards (1928) - y al corporativismo integrista hispanista -por ejemplo, Jaime Eyzaguirre (1947, 1948). Al menos hasta el fin de esta etapa, el tipo de intelectual que imperó en Chile de manera general fue el ensayista (Correa, 2004), un tipo de intelectual que, según señala Patricio Silva (1991), puede ser considerado como humanista.
La era de las ciencias sociales
La segunda etapa tuvo lugar desde la década de los años sesenta hasta la de los setenta. Durante este periodo, tras el fracaso de la Industrialización por Sustitución de Importaciones (isi) y la agudización de los conflictos sociales en el marco de un proceso de democratización limitado -iniciado en 1938- que dejó insatisfechos a los sectores de la izquierda (Moulian, 1982, 1985), se inauguró un periodo marcado por el auge de las ciencias sociales (Barrios y Brunner, 1988). Es decir, un periodo donde la hegemonía del ensayista se debilitó y donde surgió la necesidad de fortalecer el estudio de la sociedad y la producción del cambio social desde un punto de vista supuestamente científico (Brunner, 1988). Fue así que en esta etapa surgió un nuevo tipo de intelectual en Chile: los cientistas sociales. Entre ellos se puede contar a politólogos y antropólogos, aunque los más destacados en esta época fueron sin lugar a dudas los sociólogos (Correa, 2004).
Estos cientistas sociales, críticos del poder, los cuales también pueden ser identificados como humanistas según Silva (1992), estaban encargados de la producción de ideas y símbolos de alcance social; además, manifestándose como críticos del statu quo, abogaban por grandes transformaciones sociales y económicas de carácter estructural. En términos generales, a pesar de tener una pretensión de cientificidad a nivel discusivo, participaban activamente en la política y en su mayoría eran de izquierda o centro izquierda. Es más, el socialismo científico, por ejemplo, era una posición habitualmente defendida por ellos y era visto como una ciencia válida.
Dentro de las corrientes ideológicas destacadas en este periodo se encontraban el comunitarismo democratacristiano, el socialismo científico -corriente dentro de la que sobresalió Julio César Jobet (1955) - y el estructuralismo cepalino -corriente en la que destacaron Jorge Ahumada (1958) y Aníbal Pinto (1959).
La era del intelectual experto
La etapa final del desarrollo intelectual chileno tuvo lugar desde los años setenta hasta el fin del siglo XX, y se inaugura con el régimen militar de Pinochet (1973-1990). Durante dicho régimen, fueron los Chicago Boys -tecnócratas neoliberales- quienes dominaron no sólo la toma de decisiones (Huneeus, 1998, 2007; Rumie, 2019; Silva, 2010; Vergara, 1985), sino también el modo en el cual los intelectuales debían comportarse en el nuevo Chile que se estaba forjando durante la dictadura (Silva, 1991). Fue desde este momento en adelante que los economistas, juristas e ingenieros, quienes eran considerados por aquellos días como los únicos expertos en materias científico-técnicas, comenzaron a dominar hegemónicamente los círculos intelectuales en la sociedad (Silva, 1992) y particularmente los de la derecha chilena (Rumie, 2020).
Los tecnócratas neoliberales se caracterizaban, según Sebastián Rumie (2019) y Silva (1991, 1992, 2010), por tener un alto nivel de entrenamiento académico especializado y por partir del principio de que los problemas de la sociedad podían ser resueltos mediante la ciencia y la técnica, mas no mediante la política o la ideología. Asimismo, en tanto estos individuos se veían a sí mismos como los únicos poseedores del conocimiento especializado, también se consideraban como los únicos capaces de solucionar los problemas de la sociedad según criterios racionales, lo cual los llevaba habitualmente a traspasar su campo de expertise al tomar decisiones. Además, según ellos, la legitimidad de la toma de decisiones no tenía que ver con la representación política, sino con la justificación científica en la cual todo proceso decisional debía estar sostenido.
Si bien la hegemonía del intelectual experto en Chile comenzó a tener lugar primordialmente durante el régimen militar de Pinochet, es importante señalar que la tecnocracia chilena comenzó a desarrollarse con anterioridad gracias a la instalación del Estado-empresario en Chile (Silva, 1992). De hecho, ya en los tiempos del primer gobierno de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931) existió una incipiente tecnoburocracia que estaba encargada de diseñar las políticas de obras públicas y de industrialización (Pinto, 1985). Empero, el momento en el que realmente los técnicos-expertos comenzaron a consolidarse en el interior del Estado fue tras la fundación de la Corporación de Fomento de la Producción en 1939 (Muñoz, 1982, 1986). Por ende, fue mediante este proceso de industrialización liderado por el Estado que la tecnoburocracia se desarrolló, lo cual dio lugar al posterior auge de una tecnocracia privada que lentamente comenzó a relacionarse con los empresarios en el marco de la Sociedad de Fomento Fabril (Fernández y Goldflam, 2016). Dicha relación contribuyó, sin duda, al surgimiento de la primera administración explícitamente tecnocrática de la historia de Chile: el gobierno de Jorge Alessandri (1958-1964).
Luego, durante el gobierno democratacristiano de Eduardo Frei Montalva (1964-1970), la tecnocracia también tuvo un rol gravitante. De hecho, el gobierno democratacristiano no dudó en hacer uso de un amplio cuadro de jóvenes técnicos-expertos (economistas, agrónomos, ingenieros, entre otros) que se dedicaron a dar soporte técnico a lo que Mario Góngora (1981) llamó el periodo de las “planificaciones globales”. No obstante, en dicho contexto, la subordinación a la política que estos expertos de facto vivían, así como su compromiso con un ideario asociado a un catolicismo renovado tras el Concilio Vaticano II, no permitieron que estos técnicos estuviesen aún en un primer plano en la política nacional, ni que fuesen hegemónicos dentro de los círculos intelectuales. Por ende, según Silva (1992), entre los años sesenta y setenta, los técnicos-expertos se encontraban subordinados a los intelectuales humanistas (especialmente cientistas sociales). En aquel entonces era el sociólogo, y no el economista o el agrónomo, quien poseía la mayor influencia en los círculos gubernamentales e intelectuales del periodo (Barrios y Brunner, 1988; Brunner, 1988).
Tras el triunfo de Salvador Allende en 1970, muchos de los intelectuales humanistas -quienes aún eran los intelectuales hegemónicos- adoptaron posturas marxistas y revolucionarias en un entorno de polarización política e ideológica. Asimismo, muchos de los técnicos-expertos del gobierno democratacristiano se orientaron a apoyar la vía democrática al socialismo (Silva, 1992). De este modo, durante el régimen de la Unidad Popular (1970-1973) fueron la política y el alzamiento de las clases oprimidas los aspectos que lideraron el acontecer nacional. En tal sentido, la inflación ideológica y política que tuvo lugar en dicho periodo culminó en 1973 con un golpe de Estado que puso fin al sistema democrático que había imperado desde que se consolidó el Estado de Compromiso en 1938 (Rumie, 2019).
Con la caída del régimen democrático, no sólo fueron disueltos los partidos políticos y el sistema democrático liberal (Gárate, 2012; Moulian, 1983; Moulian y Torres, 1988), también el intelectual humanista y crítico del poder perdió su carácter hegemónico (Silva, 1992). Fue culpado de haber contribuido a la exacerbación del conflicto social, promovido la lucha de clases y contribuido a la formulación de reformas socioeconómicas (sin tener expertise para ello) que agudizaron la crisis social y económica del país. Fue así que en el régimen militar (1973-1990) se difundió la idea de que el intelectual humanista y crítico del poder era sinónimo de agitación y que la política era sinónimo de caos (Silva, 1992).
Fue en este contexto que la tecnocracia resucitó de sus cenizas como la única forma no politizada y supuestamente científica de administrar y gestionar a los habitantes y los recursos de la nación. Bajo esta figura, el régimen militar -aproximadamente desde 1975 en adelante- dotó de gran libertad de acción a los Chicago Boys, con el fin de que se hiciesen cargo de la economía chilena mediante la creación de las instituciones correspondientes (Rumie, 2019). Una vez en el poder, estos no se limitaron a realizar reformas económicas, sino que junto al gremialismo se propusieron modificar las relaciones entre Estado y sociedad imperantes en Chile desde 1938 (Moulian y Vergara, 1981; Vergara, 1982, 1985). Del mismo modo, se dedicaron a justificar las condiciones autoritarias mediante un ideario neoliberal que excedía en todo sentido los postulados técnicos que componían la orientación monetarista ortodoxa (Foxley, 1982; Huneeus, 1998, 2007; Silva, 2010).
Finalmente, la hegemonía lograda en Chile por el intelectual experto -en este caso, un tecnócrata neoliberal que es distinto al tradicional (Rumie, 2019)- no tuvo que ver sólo con que los Chicago Boys hayan tenido un cuerpo de ideas relativamente coherente, sino también con que estos tecnócratas tuvieron la capacidad de traducir dichas ideas neoliberales en un proceso de modernización capitalista que de facto modificó el devenir económico y social de Chile (Silva, 1992). Así, tras el fin del régimen militar y la restauración de la democracia en 1990, pocos se atrevieron a cuestionar el rol que estos técnicos-expertos tuvieron a la hora de modernizar el país. De hecho, la mayoría de los gobiernos de centro-izquierda que tuvieron lugar tras el retorno democrático priorizaron la administración técnica del Estado -la gestión- sobre los procedimientos políticos tradicionales (Silva, 2010). Esto, claramente en el contexto de una democracia limitada y tras el trauma que significó todo lo sucedido entre 1960 y 1990. De modo que fue en este contexto que el intelectual humanista y crítico del poder, quien fue catalogado como uno de los causantes de la radicalización de los años sesenta y setenta, se abstuvo de ser un actor clave del proceso de democratización en Chile, lo cual le dejó el paso libre al experto -ya fuera en el contexto de la izquierda o la derecha- para que se transformara en el intelectual hegemónico.
El retorno del intelectual humanista en la derecha chilena: colapso del discurso ortodoxo, cambio generacional e insuficiencia del experto
Las coyunturas críticas experimentadas por la derecha chilena desde la derrota del “cosismo” lavinista en los 2000 (Valdivia, 2016), pasando por la criticada gestión de Sebastián Piñera7 (2010-2014) (Varas, 2014) y el auge de movimientos estudiantiles en 2011 inspirados por la doctrina de los derechos sociales, agregando a esto el auge de una Nueva Mayoría (2014-2018) inspirada en las obras de intelectuales de izquierda como Fernando Atria et al. (2013) y Alberto Mayol (2013), además de la crisis política suscitada tras los casos de corrupción (Monckeberg, 2015), llevaran a que un grupo de jóvenes intelectuales derechistas de orientación humanista sostuviesen que la derecha originada en el autoritarismo estaba pasando por una crisis: una intelectual o doctrinaria. Esto, dado que todos los eventos anteriormente señalados debilitaron el modelo de desarrollo socioeconómico y político defendido por la derecha transicional y dado que esta última parecía incapaz de defender dicho modelo en la arena pública. En tal sentido, el diagnóstico general sostenido por estos nuevos intelectuales fue que la derecha chilena originada en la dictadura de Pinochet carecía de un relato elaborado y que esta carencia, a su vez, produjo un momento crítico en el sector, sobre todo cuando se trató de enfrentarse a la Nueva Mayoría y a los movimientos estudiantiles de 2011.
A pesar de que existe cierto diagnóstico común por parte de esta nueva intelectualidad humanista de derecha en torno a la crisis intelectual o doctrinaria de la derecha chilena originada en la dictadura, esta ha sido traducida por la nueva intelligentsia derechista de distintas maneras, dentro de la que destacan dos aproximaciones fundamentales: una reactiva y una reflexiva.
Dentro de la aproximación reactiva, Axel Kaiser (2009) sostuvo que desde que se inauguró la democracia ha existido una “anorexia cultural” en la derecha originada en el autoritarismo que no le ha permitido a este sector enfrentarse a la izquierda en el plano de las ideas. A la derecha se le ha hecho imposible crear un movimiento de ideas contrahegemónico que altere la hegemonía cultural que la izquierda ha tenido en Chile. Según este diagnóstico, la derecha necesita desarrollar herramientas ideológicas, dado que actualmente se está enfrentando a una izquierda ideológica que en cualquier momento podría poner en jaque el modelo de sociedad que la derecha defiende, sobre todo en el marco de la doctrina de los derechos sociales. Conforme a esto, la derecha no debe seguir defendiendo su modelo de sociedad únicamente por medio de documentos técnicos que hablen del crecimiento anual o las bajas tasas de desempleo, sino también por medio de ideas que justifiquen moralmente por qué el modelo defendido por este sector, por ejemplo, podría ser más justo que el modelo propuesto por la izquierda.
En términos generales, esta aproximación es reactiva dado que revaloriza el plano de las ideas (lo cual es algo novedoso en la derecha), pero no altera las ideas que fundan el modelo de sociedad impuesto por el régimen militar y la corriente “chicago-gremialista”. Por ende, esta aproximación representa ante todo una adaptación de las estrategias de competición de una derecha acostumbrada a responder sólo, para su desgracia, de manera tecnocrática a los problemas de la sociedad.
Por otro lado, dentro de lo que corresponde a la aproximación reflexiva, Daniel Mansuy (2016) señaló que tras la inauguración de la democracia ha habido una especie de “silencio” o inmovilismo en la derecha chilena (así como en otros grupos políticos de la sociedad), garantizado por la comodidad que implicó el pacto gestado en torno al proceso transicional. Una comodidad que, en el marco del sistema binominal, los enclaves autoritarios, el derrumbe de los socialismos reales y el parcial éxito modelo socioeconómico y político impuesto por el régimen militar, no hizo necesario que la derecha originada en el autoritarismo desarrollase herramientas intelectuales que le permitieran repensar con honestidad sus propios principios y valores con el fin de liderar un Chile que está en una constante evolución social y política. Según esto, la derecha necesita repensar sus ideas dado que estas, surgidas en el régimen militar, ya no serían enteramente adecuadas o afines a los problemas que Chile está experimentado.
Por su parte, Hugo Herrera (2014), también dentro de la línea reflexiva, señaló que Chile está asistiendo a la “crisis intelectual” de una derecha que, después del régimen militar y la Guerra Fría, quedó presa del “economicismo”, las lógicas tecnocráticas y el desprecio por las ideologías. Esto no le ha permitido a la derecha renovarse en el marco de otras útiles tradiciones ideológicas que sí le pertenecen a este sector históricamente y que se diferencian de lo propuesto por la hegemónica corriente “chicago-gremialista”. Por ejemplo, la tradición socialcristiana o nacional-popular. Según este diagnóstico, existe un imperativo de que la derecha chilena se renueve en términos ideológicos si quiere gobernar acorde a las exigencias del Chile contemporáneo y conforme al ideal de mejorar el devenir de la nación. La derecha debería dejar de lado algunos componentes de la tradición “chicago-gremialista” que estarían obsoletos y debería revitalizar o activar componentes de antiguas hebras ideológicas que en el pasado también constituyeron a la derecha chilena. Tal movimiento permitiría que la derecha chilena pudiese renovarse mientras que apela, al mismo tiempo, a un sentido de continuidad, lo cual evitaría que en tal movimiento sea acusada de traición o heterodoxia.
¿Cuál es el origen, entonces, de esta nueva intelectualidad humanista en la derecha chilena entre 2010 y 2018?
Para comenzar, aludiendo al tema de por qué surgieron nuevos intelectuales humanistas en la derecha chilena entre 2010 y 2018, Mansuy, refiriéndose a su condición de actor en este proceso, sostiene lo siguiente:
Lo que vimos al mismo tiempo, pero no coordinadamente [algunos de los nuevos intelectuales humanistas], […] [fue que] hay un vacío doctrinario grave en la derecha. La síntesis “chicago-gremialista” fue muy útil [en su tiempo], pero parece que ya no sirve. [En tal sentido,] el último que pensó seriamente la derecha en Chile fue Jaime Guzmán, que intelectual y políticamente tenía hartas virtudes. O sea, el tipo era brillante. Pero esa síntesis que él hizo parece que ya no sirve y esa es nuestra crítica fundamental. […] En el fondo, el pensamiento “guzmeneano” se dogmatizó. […] Se dogmatizó lo que Guzmán dijo, [lo que] Guzmán escribió [y para la derecha] aquello ya no se podía tocar. Y eso nos pareció equivocado. […] [Las ideas de Guzmán] ya no responden a una realidad que ha cambiado (Mansuy, entrevista, 28 de abril de 2018).
Mansuy sostiene que uno de los factores explicativos de este fenómeno es que hubo un agotamiento del discurso que la derecha originada en el régimen militar ha defendido desde que se inauguró la democracia: el discurso “chicago-gremialista”. Lo que vislumbra Mansuy es que dicho discurso sirvió sobre todo en un contexto determinado -Guerra Fría y transición democrática-, pero ya no sirve para enfrentar las problemáticas de la sociedad chilena contemporánea. Es decir, una sociedad donde, por ejemplo, la clase media y sus exigencias se han expandido, donde la pobreza se ha reducido (lo cual mostró la obsolescencia de la focalización ortodoxa) y donde los temas principales de la agenda nacional son la equidad de género, los derechos sociales, la inmigración, entre otras temáticas. Según Mansuy, la derecha chilena, un sector que en términos generales ha seguido irrestrictamente el discurso “chicago-gremialista”, habría dejado de pensar acerca de sus principios y valores, creyendo en una fórmula que sería obsoleta cuando se trata de interpretar al Chile contemporáneo.
Por su parte, Luis Larraín, quien encarna la figura del intelectual experto, respecto a por qué surgieron intelectuales humanistas en la derecha entre 2010 y 2018, señala que un hito importante en este asunto fue el primer gobierno de Piñera (2010-2014).
El primer gobierno de Sebastián Piñera fue un gobierno desde el punto de vista de sus resultados económicos […] bastante bueno. Sin embargo, se perdió la batalla en la discusión pública y esa fue una constatación dura. […] [En tal contexto,] nosotros habíamos ganado [la contienda presidencial] y se supone que la habíamos ganado para implementar una serie de ideas. [No obstante,] la implementación de esas ideas fue muy limitada porque en la discusión de las ideas no fuimos capaces de ganar. Eso hizo que todos en la centro-derecha adquiriéramos conciencia de la importancia de la discusión de las ideas. Y en eso yo te concedo el diagnóstico de Mansuy, porque él dice: “Nos fuimos quedando en silencio”. O sea, no quisimos discutir, era cómodo no discutir. Estábamos en nuestra zona de confort: [no teníamos la necesidad de discutir puesto que] los tecnócratas de la Concertación hacían políticas públicas compatibles con el capitalismo. […] (Larraín, entrevista, 22 de abril de 2018).
La declaración de Larraín es importante en la medida que, siendo este último uno de los intelectuales expertos que representan a la derecha originada en el régimen militar, reconoce que haber dejado de lado las ideas en la derecha fue un error. Un error que, entre otras consecuencias, trajo consigo la materialización del gobierno de la Nueva Mayoría (2014-2018), un gobierno que ciertamente amenazó diversos intereses de la derecha chilena. En tal sentido, Larraín reconoce que el diagnóstico de Mansuy (2016) es asertivo, al mismo tiempo que señala como un momento importante de dicho reconocimiento el primer gobierno de Piñera (2010-2014), que en su momento fue criticado por haberse orientado demasiado hacia la gestión, dejando de lado el desarrollo de las ideas y a la misma derecha partidaria.
El reconocimiento de Larraín, por otro lado, también señala una de las razones por las cuales la derecha chilena no se habría enfocado en el plano de las ideas antes de 2010. Según Larraín, la derecha, habiendo sido oposición durante 20 años sin estar en el Ejecutivo, no le prestó mayor importancia al debate ideológico puesto que, durante dicho periodo, no hubo una necesidad imperativa de debatir en dicho plano, dado que entonces no había un oponente a quien enfrentar. Este fenómeno tuvo lugar puesto que los gobiernos de la coalición concertacionista (1990-2010) -quienes deberían haber sido el oponente natural de la derecha chilena- nunca amenazaron de facto el orden capitalista, sino que lo profundizaron. Por ende, no fue hasta el primer gobierno de Piñera que la derecha comenzó a replantearse el tema de las ideas, sobre todo después del auge de los movimientos sociales de 2011 y la desastrosa derrota que sufrió frente a la Nueva Mayoría en 2013-2014.
Hugo Herrera, por su parte, en lo que corresponde al desarrollo de las ideas, señala que el intelectual humanista es fundamental en una derecha chilena en la que el intelectual experto se ha vuelto hegemónico. Esto, dado que este tipo de intelligentsia es capaz de crear ideas orientadas a resolver problemas multidimensionales y proveer orientación normativa tanto a la sociedad como los partidos políticos. En tal sentido, el intelectual humanista
[…] amplía el horizonte comprensivo. […] [Esto, dado que] el tipo de problemas que tú tienes a la vista [en tanto intelectual humanista] es más amplio que el de un economista. No digo que la economía no sea importante, en ningún caso, sino que el tipo de comprensión [del intelectual humanista] probablemente sea más amplio. Y en política se trata siempre de comprender. O sea, si aparece de nuevo la movilización social, ¿cómo tú la vas a encauzar si no es por medio de una agenda de reformas políticas a gran escala? En algún momento eso va a tener que pasar, porque las clases medias están impulsando reformas. Tú vas a tener que darles cabida. Y para eso se requiere no la gestión del día a día. Tú debes tener una comprensión política del asunto (Herrera, entrevista, 17 de mayo de 2018).
Lo que señala Herrera es que en un entorno social y político que exige nuevas respuestas, el intelectual humanista es absolutamente necesario en la derecha, dado que posee un horizonte de comprensión mayor que el del intelectual experto. Es decir, posee más herramientas para interpretar los fenómenos sociales, políticos y morales, desde diversas disciplinas y perspectivas epistemológicas.
Desde otra perspectiva, pero respondiendo al mismo fenómeno explorado por Mansuy y Larraín, Jorge Jaraquemada sostiene que el surgimiento de los nuevos intelectuales humanistas en el sector derechista tuvo que ver con que en este sector nacieron nuevas generaciones que
[…] [visualizaron que los viejos líderes de la derecha] no estaban dando una adecuada respuesta a los cambios que se estaban vislumbrando en la sociedad chilena. Entonces, la respuesta [de estos nuevos intelectuales] es una respuesta de insatisfacción, porque no encontraban un relato coherente en lo que ya existía. “Me siento de derecha, comparto estas ideas de libertad, estas ideas de justicia, pero no me acomodo al estilo u homogeneidad de estos dos grandes partidos, [la Unión Demócrata Independiente y Renovación Nacional]”. […] [Además,] los nuevos centros de estudios critican que los centros de pensamiento que existían se dedicaban sólo a los temas de políticas públicas […] o a trabajar con formación […] de gente joven en espacios universitarios (Jaraquemada, entrevista, 28 de mayo de 2018).
Jaraquemada describe, entonces, algo novedoso: que el surgimiento de esta nueva intelectualidad humanista corresponde a un importante cambio generacional sufrido en el sector, que ha traído a la arena política e intelectual a nuevos actores derechistas que no están conformes con los modos ni con el contenido mediante los cuales los partidos políticos de derecha originados en el régimen militar y sus correspondientes think tanks enfrentan las problemáticas del Chile contemporáneo. Dicha insatisfacción habría llevado a esta nueva generación a constatar el hecho de que en la derecha existiría una debilidad en lo que corresponde a su relato o trabajo doctrinal. Por lo tanto, según Jaraquemada, esta nueva generación habría emergido en el sector derechista con el fin de llenar dicho “vacío” desde una perspectiva distinta a la encarnada por los actores de la derecha chilena de la transición.
Por su parte, respecto al mismo tema generacional, Cristóbal Bellolio señala algo interesante con respecto a por qué surgieron nuevos intelectuales humanistas de derecha en Chile. Esto, sin acudir al argumento de la “carencia de relato” en el sector derechista. Señala que el auge de dicha intelectualidad fue posible porque la nueva generación que surgió en la derecha
[…] no estaba en el Congreso. O sea, el hecho de que los individuos jóvenes de mi generación, por así decirlo, no hayan entrado a la política [como sí sucedió con] la generación de nuestros padres, les dio espacio para dedicarse a la [vida intelectual. De este modo,] bajo otras condiciones, Mansuy, Herrera y yo habríamos tenido que ser diputados. [Sin embargo,] fueron las condiciones que nos tocaron a nosotros las que nos permitieron hacer otras cosas, porque [nuestros padres y los viejos líderes políticos en la derecha] nos tenían bloqueada la carrera funcionaria (Bellolio, entrevista, 28 de abril de 2018).
Así, según Bellolio, no fue solamente que hubiese una “carencia de relato” lo que permitió -en el marco de este cambio generacional- que hubiese una suerte de retorno del intelectual humanista en la derecha, sino también el hecho de que las nuevas generaciones no tenían un espacio definido en la derecha partidaria, dado que los viejos líderes políticos del sector aún estaban vigentes. Esto habría dado lugar a dos fenómenos: primero, al surgimiento de una nueva intelectualidad humanista en la derecha aglomerada en nuevos think tanks; segundo, al surgimiento de un nuevo partido político de derecha: Evópoli. Un partido que, si bien está en la misma coalición de los partidos originados en el régimen militar, está formado por jóvenes que han buscado alejarse de las lógicas de pensamiento heredadas de dicho régimen y la transición.
Conclusiones
Respecto al origen de la nueva intelectualidad humanista en la derecha chilena entre 2010 y 2018, se puede constatar lo siguiente: en primer lugar, uno de los factores que explican dicho origen es que ha habido un agotamiento del discurso dominante que representa a la derecha chilena originada en el régimen militar: el creado a partir del “chicago-gremialismo”, especialmente en lo concerniente a la actitud tecnocrática. Es por dicho agotamiento que la derecha no habría sabido dar respuestas a las coyunturas críticas que este sector comenzó a vivir a partir de 2010, coyunturas que, en lo que respecta a su procesamiento, necesitaban un trabajo más ideológico que técnico. En tal sentido, este agotamiento del discurso dominante impulsó el auge de una intelectualidad humanista derechista, la cual buscó responder con ideas, reflexiones y criticismo a las nuevas circunstancias del Chile contemporáneo, complementando así las respuestas técnicas que los intelectuales expertos de derecha hasta ese entonces estaban elaborando.
En segundo lugar, otro aspecto que contribuyó al auge de esta nueva intelectualidad humanista es que hubo un cambio generacional en la derecha chilena, que trajo consigo nuevos actores derechistas que no estaban conformes con los modos ni con el contenido mediante los que los partidos políticos de derecha y sus correspondientes centros de estudios estaban enfrentando las problemáticas del país. Dicha insatisfacción llevó a esta nueva generación a constatar el hecho de que en la derecha chilena existiría una debilidad en lo que corresponde a su relato o trabajo doctrinal. Es decir, una debilidad que se entrecruza sin duda con la relajación intelectual que este sector experimentó bajo las condiciones de protección desde las que enfrentó el nuevo entorno democrático inaugurado en 1990. Por ende, esta nueva generación de intelectuales emergió en el sector derechista con el fin de llenar el supuesto “vacío” ideológico o doctrinario en el que la derecha chilena se encontraba y encuentra.
En tercer lugar, no fue solamente que hubiese una carencia de relato lo que permitió -en el marco de este cambio generacional- que hubiese un retorno del intelectual humanista en la derecha, sino también el hecho de que las nuevas generaciones derechistas no tenían un espacio definido en la derecha partidaria. En tal sentido, los viejos líderes políticos del sector -los hijos del proceso transicional y dictatorial- aún estaban vigentes en el mundo de la política. Esto dio lugar a dos fenómenos: el surgimiento de una nueva intelectualidad humanista en la derecha que, al no encontrar un espacio en la política, se dirigió hacia la academia y los centros de pensamiento; segundo, la aparición de un nuevo partido político de derecha, Evópoli, el cual creó un espacio para los jóvenes derechistas que no encontraban un lugar ni representación ideológica en los partidos de derecha originados durante el régimen militar.