En 2013, utilicé el término “pigmentocracia” como una metodología para analizar las fotografías de sexualidades periféricas que aparecieron en la revista de nota roja Alarma! de 1963 a 1986. En la disertación doctoral titulada: “Alarma! Mujercitos performando el género en un sistema sociocultural pigmentocrático”, quería encontrar una forma de análisis que considerara tanto la identificación sexo-génerica como identificación de la clase social y tono de piel como procesos constitutivos de la subjetivación. Las principales teorías performativas de sexo/género, como la de Judith Butler (1990, 1993) o la de Eve Sedwigck (1993), encuentran la identificación de sexo/genérica como el principal modo de subjetivación. Para Butler, la performatividad de género determina la inteligibilidad del sujeto, mayormente, a partir de una línea de coherencia entre sexo, género, práctica sexual y deseo. ¿Cómo cambia el proceso de subjetivación en una sociedad poscolonial con la inclusión de las tonalidades de piel y la clase social? ¡De esta forma, utilicé la noción de pigmentocracia como método de investigación para el análisis en las fotografías de sexualidades periféricas del Alarma! Mi interés era encontrar una forma de pensar y analizar los procesos de subjetivación en los que la identificación sexo/genérica fuera tan constitutiva de la subjetividad como la identificación de tonalidad de piel/clase.
El trabajo de Gayle Rubin (1975, 1984) fue un motor para pensar la pigmentocracia como metodología para analizar los procesos de subjetivación en México. Rubin definió el sistema de sexo/género, en el que, aunque se cruzan, el sexo y el género no son la misma cosa. El sistema de sexo/género es un “conjunto de acuerdos por los cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana y en los cuales estas necesidades sexuales transformadas son satisfechas”. Por otro lado, la pensadora feminista María Luisa Femenías me inspiró a hablar sobre la pigmentocracia, al decir:
[…] la adopción y adaptación del pensamiento poscolonial y de los estudios de la subalternidad han contribuido a un feminismo latinoamericano transnacional que redefine el mestizaje para ser entendido desde un punto de vista “biológico”, pero sobre todo “cultural” en el cual la variable “clase”, al enriquecerse con su atravesamiento étnico, habilita la posibilidad de ver (y teorizar) los sistemas sociales pigmentocráticos (Femenías, 2009: 58).
Analizar fotografías de sexualidades periféricas para entender su proceso de subjetivación comprendería que todos los sujetos son “mestizos” o “indígenas”, nociones sumamente problemáticas en México y en América Latina (De la Cadena, 2006; Robichaux, 2008; Machuca, 2023). Muchas académicas han complicado la noción de mestizaje, tanto como una ideología oficial patrocinada por el estado como una ideología popular, ya que ha servido para oscurecer el persistente racismo en México hacia los mestizos/as más oscuros, un racismo anti-negro (Gall, 2013, 2021; Moreno Figueroa, 2008, 2010, 2022), mientras mantiene una preferencia por las características de los blancos o de tonalidades más claras (Villarreal, 2010; Balcazar, Berardi y Taylor-Ritzler, 2011). De esta forma, en los últimos años, cuestionar la noción de mestizaje para abrir una discusión sobre el racismo y la discriminación basados en las diferencias de color de piel y los “sistemas pigmentocráticos” en América Latina, y su relación con las oportunidades socioeconómicas, la riqueza económica y la estratificación social, o lo que entendemos como clase, me pareció esencial para el análisis. Diversos académicos han señalado en México la relación entre mestizaje (entendido tanto como proyecto nacional como identificación del sujeto) y la clase social, y han encontrado una correlación significativa con la asignación del estatus social, los niveles educativos y las oportunidades en el mercado laboral y educativo (Villarreal, 2010, Balcazar Berardi y Taylor-Ritzler, 2011; Carlos Fregoso, 2016).
El proyecto nacional de mestizaje, durante la segunda mitad del siglo XIX, ha sido construido en relación con las poblaciones indígenas. Olivia Gall señala dos relatos. El primero, de las élites, proclamaba la nación mexicana de “raza” mestiza denostando a los indígenas; dentro del segundo relato, exaltar la “raza” de la nueva nación mestiza implicaba “empalmarse” con los criollos derrotados (Pérez, 2017, 67-69, citado en Gall, 2021). Debido a que muchas de las diferencias entre las poblaciones indígenas y no indígenas no son exclusivamente fenotípicas, sino también basadas en culturas o diversidades lingüísticas, las “fronteras sociales” entre mestizos y entre muchas personas mestizas e indígenas pueden llegar a ser muy fluidas y difíciles de reconocer (Nutini, 1997: 235; Villarreal, 2010: 653).
Siguiendo estas discusiones, preferí referirme a tonalidades de piel al analizar las fotografías antes mencionadas. Así, “pigmentocracia” funcionó como un acercamiento teórico-conceptual para analizar los procesos de subjetivación en México, un sistema que entrelaza las tonalidades de piel con la clase social y funciona como un dispositivo de poder autorreproducible. Sin embargo, como elaboraré en este artículo, a partir del análisis de la relación entre la blanquedad, la blanquitud y la blancura y la expresión en inglés whiteness, propongo redefinir nuestro entendimiento de pigmentocracia como un método performativo que va más allá del pigmento y más alineado con las percepciones.
En 2013, entender la pigmentocracia como método teórico-conceptual fue definitorio para demostrar cómo las teorías del género/sexo performativo en Anglo Norteamérica debían ser cuestionadas debido a que no tenían en cuenta la unión del género/sexo con el sistema de tonalidades de piel/clase. El resultado del análisis de las fotografías y los campos semánticos de los estudios de sexo/género en los dos contextos culturales (México y Anglo Norteamérica) reveló que el proceso de subjetivación en México está definido tanto por una identificación sexo/genérica como por una de clase/tonalidad de piel (Vargas Cervantes, 2013, 2014a, 2014b). De esta manera, más que afirmar que la homosexualidad masculina es muy diferente en México de la homosexualidad masculina en Anglo Norteamérica, debido a sus diferentes contextos culturales, se señaló que la clase y las tonalidades de piel son el rasgo distintivo clave que desafía las teorías de género performativo anglosajonas. Por lo tanto, la inteligibilidad en México debe ser entendida como atravesada por tonalidades de clase/piel, no sólo fuera de la línea de coherencia entre deseo, sexo, género y práctica, como lo establecen las principales teorías performativas de sexo-género.
Este ensayo es una continuación de mis estudios de la pigmentocracia en México (Vargas Cervantes, 2013, 2015, 2016, 2022). En él quiero estudiar específicamente la diferencia entre el pigmento blanco y su traducción al inglés white y lo que en inglés es definido como whiteness, para explorar su traducción como blancura, blanquedad o blanquitud. A 10 años de la primera aproximación metodológica, quiero esclarecer que intento redefinir la pigmentocracia a través de la percepción de los tonos de piel junto con la clase social, no con un pigmento particular como objetivo. Mi interés es cuestionar nuestra forma de percibir lo que consideramos “blanco” a través de la ideología y el proyecto epistemológico del mestizaje, lo cual define a los mexicanos y las mexicanas como pertenecientes a una cultura homogénea, la de los mestizos(as).
Primero definiré la noción de whiteness que he utilizado primordialmente para mi análisis, y después su diferenciación con el término blanco o white. Como sabemos, la traducción no es sólo expresar en una lengua lo que estuvo antes expresado en una lengua diferente. Traducir es también interpretar, explicar y entender. Por lo tanto, traducir es político. Así, en este apartado también intentaré brevemente historizar cómo la noción de blanco surgió en Estados Unidos. En este apartado traduzco al español todas las palabras excepto whiteness, para tratar de entender cómo este concepto es entendido en su contexto. Después definiré cómo se utilizan principalmente los términos de blancura, blanquedad y blanquitud en México. Luego expondré brevemente una historización de cómo se estableció la noción de blanco en México. Finalmente, a manera de discusión, trataré de explicar mi entendimiento de pigmentocracia.
Whiteness: Aproximaciones metodológicas
En el ensayo “Black skin/white masks: The performative sustainability of whiteness (with apologies to Frantz Fanon)” (“Piel negra/máscaras blancas: la sostenibilidad performativa de whiteness (con disculpas a Frantz Fanon)”), 1Alexander Bryant Keith observa que sus colegas lo acusan, no de hacerse pasar (passing) como blanco, que en su caso sería casi imposible (Keith tiene rastas y, en sus palabras, “piel morena oscura”), sino de “actuar como blanco”. Keith pone como ejemplo la forma en la que tiene que modular su voz al hablar apasionadamente, ya que existen “sanciones y recordatorios de las expectativas performativas sobre whiteness, la negritud y, en particular, la masculinidad negra”; cuando habla con personas blancas de forma directa y honesta, lo perciben como el “hombre negro malo”, dado que históricamente las personas esclavizadas negras tenían que sublimar su pasión para evitar ser percibidas “fuera de control, insolentes, irrespetuosas o, peor aún, rebeldes”, una realidad histórica que instauró el code-switching double voice (la voz doble en el cambio de códigos) en las prácticas significativas del discurso negro (Keith, 2004: 648-649). La diferencia entre “actuar como blanco” y “hacerse pasar por blanco” radica en lo que él llama “la sustentabilidad performativa de whiteness que cruza fronteras de raza y etnicidad”. Para Keith, whiteness “tiene que ser reconocido como algo que es performativo […] Tiene que ser algo que esté vinculado con el acceso, la construcción social del poder, la valía y el valor -que lleva a la (me atrevo a decirlo) práctica del privilegio” (2004: 648-650). Whiteness, como tal, es algo que se puede encarnar incluso en cuerpos no blancos. Keith toma prestada la noción de performatividad de Butler para observar las formas en que “whiteness es un acto de hacer en términos de la importancia social que se le pone a la tonalidad de la piel y cómo eso se manifiesta en relaciones conductuales específicas con otros, dentro y fuera de esa categoría ahora racializada” (2004: 655).
Sara Ahmed, en “A phenomenology of whiteness” (2007) (“Una fenomenología de whiteness”), se preocupa por lo que whiteness está haciendo. Para la autora, whiteness “no se puede reducir a la piel blanca” o incluso a “algo que podemos tener o ser, incluso si pasamos por whiteness” (Ahmed, 2007: 159). Whiteness también tiene que ver no sólo con la encarnación, sino con la repetición. Ahmed afirma que “lo que se repite” dentro de whiteness, “como efecto de lo que cohesiona” es precisamente “un estilo mismo de encarnación, una forma de habitar el espacio, que reclama un espacio por la acumulación de los gestos de ‛sumergirse’ en ese espacio” (2007: 159). Whiteness se encarna entonces y se muestra a través de cómo un cuerpo ocupa un espacio. Para Ahmed, whiteness está ligada al acceso y al poder (institucional) y puede ser habitada por cuerpos no blancos. A partir de comprender cómo se establece whiteness y cómo los cuerpos habitan los espacios, Ahmed muestra cómo algunos cuerpos se vuelven más conspicuos que otros.
Nathan Eckstrand, en el artículo “The activeness and adaptability of whiteness: Expanding phenomenology’s account of racial identity” (2017) (“El estado activo y la adaptabilidad de Whiteness: ampliando la explicación fenomenológica de la identidad racial”), se basa en el trabajo de Sara Ahmed y Linda Alcoff sobre la fenomenología de las razas para mostrar cómo lo que se analiza como whiteness no es tan sólo una “orientación que toma el sujeto”, sino también un llamado, una orientación que el mundo le hace a dicho sujeto. El argumento de Eckstrand utiliza los “aspectos negligidos de la filosofía de Merleau-Ponty” en Phenomenology of Perception (Fenomenología de la percepción) para argumentar que “whiteness al mismo tiempo construye el mundo y es una construcción que se encuentra en el mundo”; postula que, al entender whiteness con interrogantes sobre cómo un sujeto produce una experiencia específica de su whiteness, podemos explicar mejor el privilegio blanco y cómo se somete a los cuerpos que carecen de esta whiteness. También dice, sin embargo, que su análisis “debe ser suplementado con un estudio de cómo opera whiteness dentro del mundo”, o cómo el mundo hace su llamado al sujeto hacia whiteness. Merleau-Ponty dice que “tanto el mundo percibido como el sujeto perceptor tienen como origen el acto de la percepción”. De este modo, la percepción que tiene un sujeto de whiteness está vinculada directamente con (o incluso es posible solamente por) las maneras en las que el mundo ha construido whiteness para el sujeto al predeterminar horizontes “blancos” para ser percibidos por dicho sujeto (Eckstrand, 2017: 21-30).
Estos autores se refieren a whiteness dentro de un contexto político, social, cultural y económico en el que las relaciones de raza y clase fueron definidas por la esclavitud y el genocidio de poblaciones indígenas. En Estados Unidos, diversos historiadores han demostrado que la noción de blanco surgió en el contexto de la esclavitud, cuando los miembros de ciertos grupos étnicos “llegaron a definirse por lo que no eran: esclavos y negros” (Kolchin, 2002: 156). David Roediger (citado en Kolchin, 2002: 156) señala que los inmigrantes irlandeses de clase trabajadora, para establecer su propia whiteness y, por lo tanto, su americanidad, tenían que diferenciarse de los negros y los esclavos. Los puntos de vista opuestos sobre este relato histórico, como el de Matthew Frye Jacobson, critican a Roediger por centrarse demasiado en la clase y no en las representaciones culturales; al hacerlo, pasa por alto la variedad y la porosidad de ese momento (2002: 156). Sin embargo, tanto Jacobson como Roediger definen al sujeto blanco en oposición al sujeto negro, dejando como “otros” a las poblaciones indígenas a las que despojaron de su tierra. Blanco, white, significaba una identidad basada en una tonalidad de piel, marcada por su diferencia con otra tonalidad, negra, la de las personas esclavizadas. Sin embargo, la identidad basada en esta tonalidad de piel blanca también estaba marcada por la clase social. Peter Kolchin sugiere que “muchos estadounidenses antes de la guerra veían a los irlandeses como un pueblo degradado y salvaje”, pero no hay evidencia de que la “falta de whiteness” de los irlandeses fuera el factor principal de su discriminación. La noción de blanco, como oposición al negro, señala un esfuerzo por establecer al sujeto blanco como una categoría racial pura y como algo que continúa significando americanidad. Pero Kolchin argumenta que lo que era más alarmante que el color de piel de los inmigrantes irlandeses era su catolicismo, estableciendo aún más a los sujetos blancos como estadounidenses y protestantes (2002: 163). Así, la noción de blanco se estableció en Estados Unidos, como veremos en el siguiente apartado sobre la noción de blanco en México, en relación con la clase, con una identidad nacional emergente y con la religión, en este caso el protestantismo.
Contrariamente a una comprensión de lo blanco en México, definida por la ideología del mestizaje, en Estados Unidos es definida por la esclavitud, el borrado y el desalojo de poblaciones indígenas. Así, en Estados Unidos, en Canadá y en contextos anglosajones, el blanco se entiende como una categoría racial pura y whiteness, como lo acabo de discutir, para los autores mencionados puede significar una posición que excede la raza y la etnicidad. Keith examinó una “separación del privilegio económico y de lo blanco, como una cualidad innata asumida, aunque las cuestiones de clase que a menudo están vinculadas con el privilegio también están vinculadas con whiteness”; trae a consideración la noción de white trash, que literalmente se puede traducir como “basura blanca”, a través de la cual “blanco […] también es construido como Otro y marginado por whiteness pero aun así asume/retiene los privilegios de whiteness” (Keith, 2004: 657). De esta manera, la encarnación de whiteness, según el autor, puede ignorar cuestiones de clase y locación, y convertirse en un performance de ser mejor en presencia de los sujetos no blancos.
De forma similar, Roberto Filippello (2021: 3) muestra que esta categoría ha funcionado históricamente en asociación con un “comportamiento específico de los estadounidenses blancos de clase baja”, un grupo de personas cuyo comportamiento transgrede “las convenciones del decoro social y moral” dejando la “subsistencia de whiteness como la norma no marcada”. La “basura blanca” es una representación de whiteness particular de las relaciones raciales definidas por la esclavitud. La respuesta afectiva, entonces, no puede ubicarse sólo a través de “blanco”, sino siempre en combinación con la clase.
Podemos ver entonces que whiteness, en contextos anglosajones, es entendida y retratada de manera diferente que en México. Esta principal diferencia radica en las varias interpretaciones de la negritud que trajo la esclavitud en México en comparación con Estados Unidos. Mientras que en México “blanco” se estableció como inseparable de la riqueza y del catolicismo cristiano, como veremos en el siguiente apartado, en Estados Unidos whiteness, aunque relacionada con la clase, no está determinada por ella, y continúa definiéndose principalmente como una categoría racial “pura”.
Blancura, blanquedad y blanquitud
En México, el libro Modernidad y blanquitud, de Bolívar Echeverría (2010), ha servido de base para entender lo que los anglosajones definen como whiteness. De hecho, la traducción del libro en inglés es Modernity and “Whiteness” (así entre comillas). Para Echeverría, la blanquitud, que no es lo mismo que la blancura, es una forma de ser que no necesariamente se relaciona con el color de piel, sino con la forma de moverse y estar en el mundo, dictada por el espíritu capitalista. Echeverría liga la modernidad capitalista con la blanquitud a partir de la necesidad de crear una condición física de rasgos étnico-raciales con el Estado nazi alemán, en la que se instituye como bella la imagen del racialmente blanco, a partir de la escultura, la pintura, la arquitectura y el cine. Esta imagen, instituida ya en una condición física blanca cuando es ligada a la modernidad capitalista americana, va más allá de cierto tipo de color de piel o de raza. A lado del capitalismo, la blanquitud “es todo el conjunto de rasgos visibles que acompañan a la productividad, desde la apariencia física de su cuerpo y su entorno, limpia y ordenada, hasta la propiedad de su lenguaje, la positividad discreta de su actitud y su mirada y la mesura y compostura de sus gestos y movimientos” (Echeverría, 2010: 59). De esta forma, la blanquitud también va más allá de la tonalidad de la piel y se define más en relación con las formas de comportarse ligadas al ethos capitalista; para Echeverría son, entonces, los “rasgos éticos”. Por otra parte, para el autor, la blancura sí tiene que ver con los rasgos fenotípicos de los sujetos a los que caracterizamos como blancos. La blancura tiene que ver con el color de piel y con los rasgos faciales (García Conde, 2017: 219).
En el caso de Colombia, la antropóloga Mara Viveros Vigoya define la blancura en relación con los significados que el pigmento blanco tiene. Para ella, la blancura es el proceso de racialización que se le atribuye a la piel blanca. La autora utiliza el término en inglés whiteness para expresar un concepto ideologizado relacionado con el estatus de privilegio asociado con el grupo blanco como raza (Viveros Vigoya, 2015: 497). Whiteness, que en esta instancia podríamos traducir como blanquitud, es la “valoración desproporcionada de lo que es blanco, no sólo en términos de apariencia física, sino también en comportamientos sociales y culturales, es un fenómeno global, pero tiene expresiones distintivas en diferentes contextos sociales y geopolíticos” (Ibid.). Este entendimiento de whiteness se asemeja al entendimiento de blanquitud de Echeverría, por el que no basta ser blanco, sino que esa característica de blancura se tiene que demostrar a partir de la blanquitud.
Viveros Vigoya hace referencia al proceso de blanquedad, que en Brasil ha sido definido desde los estudios culturales por Liv Sovik, para hablar del privilegio que tiene una persona que es considerada blanca o mestiza-blanca en contextos de mestizaje. Para Sovik, whiteness es “un atributo de quienes ocupan un lugar social en la cúspide de la pirámide; una práctica social y el ejercicio de una función que refuerza y reproduce instituciones y, finalmente, un lugar de enunciación para el que una cierta apariencia es condición suficiente” (citada en Viveros Vigoya, 2009: 50).
Finalmente, el trabajo de Mónica Moreno Figueroa ha sido, personalmente, un referente importante en el entendimiento de whiteness. Señala: “Los tonos de piel más oscuros [...] no pueden (consistentemente) ocupar el espacio del privilegio racial, whiteness”. Define la posición de whiteness como la de “legitimidad y privilegio” que no necesariamente se asocia con “cuerpos blancos” (Moreno Figueroa, 2010: 387-397). Es decir, no todos los cuerpos “blancos” ocupan lugares de legitimidad y privilegio. Por otro lado, la posición de whiteness como lugar de privilegio guarda relación con “conjunciones sociales y otras categorizaciones como trabajo, clase, género y gusto”. Así, whiteness es “una norma social que es relacional y contextual, normalizada y ambigua”. De esta forma, “el privilegio está al alcance de los que habitan whiteness, pero se les puede quitar fácilmente porque ese habitar es precario” (2010: 396- 397).
Para estos pensadores que trabajan los conceptos de blancura, blanquedad y blanquitud, la noción de blanco vacila entre el pigmento blanco, la posición de privilegio y legitimación ante aquellos y aquellas que no se consideran o leen como blancos, y el “espíritu capitalista”. Estas aproximaciones para entender la racialización de los cuerpos tienen lugar en contextos donde las relaciones de raza, etnicidad y clase emergieron dentro del mestizaje. Antes de continuar con la discusión entre whiteness y blancura, blanquedad y blanquitud, me gustaría brevemente historizar la noción de blanco en México.
Una breve contextualización histórica de lo blanco en México
El término “blanco” fue introducido en América durante la colonización para designar a los conquistadores españoles. Debido a malentendidos geográficos, el término “indio” fue utilizado también para referirse a todas las poblaciones conquistadas por España en las Américas. Las poblaciones indígenas y de personas esclavizadas africanas traídas a América eran mucho más grandes que la población española, por lo que era difícil de controlar las relaciones entre ellas. Los conquistadores establecieron el sistema de castas, un mecanismo que privilegiaba y mantenía el poder de las élites.
Los españoles veían la colonización y su división jerárquica de la sociedad como una práctica divina y una manera de continuar utilizando “su propia ideología de limpia de sangre -de acuerdo con la cual el honor de un ‘verdadero’ cristiano era definida por la ausencia de sangre judía o musulmana” (Katzew, 2004: 39). El catolicismo fue esencial para la conquista española porque justificaba las violaciones y los abusos de la colonización. Evangelizar, traer la palabra de Cristo a los indios, era una justificación honorable para hacerlo. También resultó en el “blanqueamiento” de la población, al introducir en la religión la pureza racial, siempre imposible de medir y controlar debido al mestizaje. Como tal, la pureza racial no era entendida necesariamente a través de la piel blanca u otros colores de piel, sino en términos de una falta de contaminación judía, musulmana o “india” en la sangre cristiana. Etienne Balibar (2011: 208) teoriza que los estatutos españoles de pureza sanguínea servían para “aislar una aristocracia interna y dar a la ‘gente española’ una nobleza ficticia”. Este “racismo de clase” mutó a un nacionalismo que fue la fundación para el “discurso del racismo europeo y estadounidense”.
De igual manera, Marisol de la Cadena (2006) señala que la limpieza de sangre, el principal sustento de las clasificaciones durante los primeros años de la Colonia, “fue un principio social basado en la fe que sitúa a los linajes cristianos puros encima de los linajes manchados por los conversos (judíos bautizados, musulmanes o indios)”. Las políticas de la Colonia no eran “intolerantes” a las mezclas, como supondríamos actualmente, ya que permitían y hasta promovían combinaciones en matrimonios, por ejemplo, entre mujeres de la nobleza, en el caso que analiza De la Cadena, incas y sus conquistadores. De esta forma, no todos los individuos “mezclados” eran mestizos, sino que pudieron ser considerados “españoles, criollos e incluso, hasta el siglo xviii, incas”. Así, la pureza “parece haber sido una práctica moral articulada a través de los lenguajes clasificatorios de la calidad, clase y honor”, es decir, “ni las etiquetas ni las identidades dependían sólo de los cuerpos” (De la Cadena, 2006: 56-63). La tonalidad de piel, si no había más información del individuo, como su origen u ocupación, “clasificaba la fe religiosa (en vez del fenotipo biológicamente definido) y no era necesariamente un factor dominante en dicha clasificación” (Poole, 1997, citado en De la Cadena, 2006: 59).
No sólo en Perú se encuentra esta administración de la Colonia: en el siglo xvii, en México también “la limpieza de sangre, tamizada por las nuevas clasificaciones raciales, esquivó estratégicamente el color de la piel para devenir en decencia”, lo que actualmente podríamos interpretar como una “práctica de clase, según la cual la posición social-moral de un individuo era evaluada a través de su supuesto comportamiento sexual y no de la religión de sus ancestros” (Cope, 1994, citado en De la Cadena, 2006: 62).
De la Cadena advierte que la identidad de mestizo tenía más que ver con la fe religiosa y la decencia que con una tonalidad de piel o fenotipo. Aún más: un individuo podía expresar varias “identidades” al mismo tiempo o durante su vida, ya que su apariencia física dependía de la vestimenta, el peinado, la limpieza y su postura, en vez del fenotipo, aunque para la piel negra la significación era diferente, ya que la diferenciaba de las personas esclavizadas provenientes de África y del resto de la población (Graubart, 2000, citado en De la Cadena, 2006: 59). A pesar de que esto se refiere a Perú, se puede extender al resto de América Latina. En México, investigadores advierten formas de identificación similares.
Aunque los españoles y los criollos insistían en asociar “ciertas razas con rasgos físicos distintivos y hereditarios, en realidad la percepción de estatus económico y social era más influyente al establecer su identidad” (Katzew, 2004: 45). Por ejemplo, muchos artistas de la época, como Juan Patricio Morlete Ruis, José de Ibarra y Miguel Cabrera (uno de los pintores de castas más famosos), se identificaban a sí mismos como españoles (según censos oficiales; Báez Macías, 1967) aunque hubieran nacido en México de orígenes mestizos (Tovar de Teresa, 1995). Ilona Katzew (2004) argumenta que fue el prestigio social de los artistas, y no su color de piel, lo que les permitió ser percibidos como “blancos”. A través de ellos, podemos ver que un sujeto “blanco” era reconocido como tal como resultado de muchas variables, como su ocupación, cristiandad, riqueza y estatus social, más que por cierto pigmento.
Adicionalmente, en lo que ahora es México había ya una sociedad estratificada preexistente. El estatus prehispánico de los caciques nativos fue considerado legítimo por los españoles, los cuales les dieron posiciones equivalentes, como duques, marqueses o condes. Los privilegios que tenía este grupo de indígenas incluían “portar armas, vestir como español, [y] cabalgar” (Katzew, 2004: 43). Como resultado, códigos de vestimenta y el portar o no una espada funcionaban como señal de la posición social de la persona en la jerarquía social. Teresa Castelló Yturbide y Thomas Gage (1990) escriben sobre los códigos de vestimenta durante la época del sistema de castas tras estudiar los archivos de las Órdenes Reales de Nueva España. Comentan que, después de una manifestación en 1692, se dispuso que todos los indígenas utilizaran sus vestimentas tradicionales y no usaran zapatos.
Por otro lado, españoles y mestizos utilizaban la misma vestimenta, incluyendo “casacas, pañuelos anudados al cuello, capas y chambergos, sombreros de ala ancha y copa redonda” (Castelló Yturbide y Gage, 1990: 75-76). De esta manera, podemos observar que “blanco”, más que como un color de piel, siempre fue algo entendido y establecido de acuerdo con la percepción, a su vez determinada por formas de vestir y actuar. Así, la relación que se tenía con el estatus social era lo que determinaba la “raza” de un sujeto. Era el rango social alto de algunos miembros de comunidades indígenas lo que les permitía disfrutar los privilegios que tenían los españoles. Esos privilegios eran un llamado hacia esos individuos a un esquema de blanquitud que tenía que ver con la percepción de estatus y nobleza al mismo tiempo que con pigmento blanco.
Asimismo, podemos leer las cédulas de gracias al sacar como procesos muy burocráticos que revelan la historia de la movilidad de las castas. En el asombroso análisis de todas las cédulas de gracias al sacar en el Archivo de las Indias, Sevilla, en Purchasing Whiteness: Pardos, Mulattos, and the Quest for Social Mobility in the Spanish Indies (2015), Ann Twinam estudia la funcionalidad de las gracias al sacar, una figura jurídica para impuestos tributarios con la que la Corona pretendía regular y tasar pagos. La autora corrige el “concepto erróneo que persistía hasta el día de hoy era que no sólo los pardos y mulatos, sino también los mestizos (mezcla española/nativa) podían comprar whiteness” (Twinam, 2015: 25). Este error fue el resultado de una inferencia que inicia con C. H. Haring en El imperio español en América (1947), que señala que en las Indias hubo una “dispensación [...] de la cualidad de mestizo” (Ibid.). En uno de los primeros estudios del tema, en 1951, James King se pregunta por qué los “quinterón” pagaban menos, si eran más “blancos” que los pardos. Y también deja abierta la pregunta de por qué otras “gradaciones de color reconocidas por la práctica colonial no se incluyeron”. Él mismo ofrece la posibilidad de que “la respuesta probablemente se encuentre en la evidente dificultad de establecer si un solicitante era, por ejemplo, mulato, tercerón, cuarterón o quinterón” (Twinam, 2015: 642). El estudio también cita la inferencia que hace Alexander von Humboldt, al pensar que las gracias al sacar “era una práctica común en México, alrededor de 1800, [para] que incluso los mulatos morenos se declararan blancos” (Political Essay on the Kingdom of New Spain [4 vols., London, 1814], I, 246-247, citado en King, 1951: 644).
Aunque Twinam disipa este error, las gracias al sacar y la movilidad de castas sucedían en México. Por ejemplo, cita el caso de Manuel Caballero Carranza, de Puebla, México, quien nunca recibió noticias positivas del Consejo de las Indias; sin embargo, sus documentos mostraban a Francisco Mariano Caballero Carranza como hijo de “Don Manuel Caballero y Carranza” y de “Doña María Guadalupe Montero”, ambos “españoles”, y por lo tanto “se graduaría de la universidad en la Ciudad de México en 1817, se formaría como médico y cumpliría su internado en el hospital real de San Pedro. Aunque el Consejo de Indias se negó a responder a la petición de blanqueamiento de Manuel, la familia cambió las anotaciones en los registros oficiales y trabajaron a su favor” (Twinam, 2015: 399-400).
Las gracias al sacar compraban movilidad social. Comprar whiteness tenía que ver tanto con derechos y privilegios como con la llamada de whiteness para el sujeto al predeterminar horizontes “blancos”. Twinam señala que legalmente los individuos considerados indios no necesitaban aplicar para las cédulas de gracias al sacar porque tenían limpieza de sangre, eran ya considerados “blancos” porque gozaban de todos los privilegios que la whiteness ofrecía (eran libres, podían asistir legalmente a la universidad, practicar cualquier profesión, etcétera).
Esta manera de entender blanquitud, blancura y blanquedad por un lado, y la movilidad social por otro lado, apunta a una cierta fluidez en las concepciones de lo blanco y la percepción de lo blanco que va más allá del color de piel. Mientras que el discurso de la limpieza de sangre constituía a los “blancos” españoles como grupo social dominante, discurso que avalaron la ciencia y el Estado, es en la vida diaria, en forma de habitus, que los “blancos” normalizaron su dominio.
Blanquitud, blancura y blanquedad, en la Nueva España, se establecieron con vínculos más fuertes con el estatus socioeconómico que con un pigmento o incluso con un fenotipo particular. Katzew (2004: 45) ha señalado que “la mayoría de la gente sabía conscientemente las ventajas que conllevaban ciertas identidades raciales, y muchos manipularon el sistema a su favor”. Por ejemplo, el sistema de castas empleaba libros de registro en los que se dividía y clasificaba a la población según la raza, con fines de control y tributación. Cuando un individuo deseaba impugnar su registro, era práctica común llevar tres testigos que atestiguaran la legitimidad del nacimiento y la casta del sujeto en cuestión. En la práctica, durante el periodo colonial, lo que determinaba la identidad racial de un individuo era más la “percepción social” de dicho individuo que su pigmento o su fenotipo (Ibid.). Además, la misma autora señala que “el fenotipo no siempre determinaba la identidad racial de un individuo, ni siquiera si era notablemente blanco” (2004: 46). Así, en la Nueva España, la percepción general del estatus y la reputación social determinaban la blancura o blanquedad.
Durante la Revolución de la Independencia, una de las primeras decisiones que tomó la nueva clase gobernante (predominantemente criolla) fue la abolición del sistema de castas en 1813. La Guerra de la Independencia de México vino con una reconfiguración social en Nueva España hacia una identidad nacional basada en el mestizaje. Mestizo significaba ser mexicano. Sin embargo, las élites criollas siguieron con una profunda preocupación con la mezcla racial a lo largo del siglo XIX. El nuevo estado inventó la categoría política “indígena” para todos los que eran considerados como “otros”. Estos otros indígenas eran percibidos como un obstáculo para el progreso hacia la modernidad y un México próspero (Martínez Casas et al., 2014: 41). Para resolver el “problema indígena”, las élites buscaban perpetuar una raza de gente “mejorada”, “más blanca” y “más europea”. Esta nueva raza, el mestizo mexicano, causó un nuevo patriotismo que se manifestó en varias de las guerras del siglo XIX, como la guerra contra Estados Unidos (1846-48), las Reformas Liberales de 1857 y la Intervención francesa de 1863-1867. El mestizaje y la mexicanidad fueron articulados en términos raciales, usando, paradójicamente, símbolos prehispánicos para establecer un sentimiento de nación y pertenencia (2014: 42). Esta noción del mestizo fue impuesta para crear un sentimiento nuevo de nacionalidad.
Después de la Revolución de 1910, la ideología del mestizaje fue consolidada como una de las fundaciones de la identidad mexicana. El mestizaje significaba homogeneidad cultural que incesablemente categorizaba a la población nativa como “indígena” y dejaba de lado a los afrodescendientes, aun cuando supuestamente celebraba la mezcla racial. Se utilizó también la nueva ciencia de la criminología, que proveyó un lenguaje “objetivo” con el que se justificaba el uso de valores colonialistas, racistas y clasistas. Criminólogos mexicanos clasificaban a ofensores de clase baja en diferentes tipos de criminal, disolviendo “las delimitaciones entre criminal y la clase obrera pobre” (Buffington, 2000: 35). Dado que la población más precarizada en México era en su mayor parte indígena y mestiza, esto puede ser visto como una extensión de los prejuicios coloniales, lo cual nos permite ver que la gente clasificada como criminal era percibida como no blanca más por su estatus que por su tono de piel. Esto no es diferente de hoy en día. En un análisis en 100 municipios seleccionados, sobre las recientes indicadores de pobreza en relación con la pertenencia étnica hechos entre 2016 y 2017, Gall (2021: 53-54) encontró que quienes representan la población mexicana más precarizada son los hablantes de lengua indígena y la población afrodescendiente, sin incluir el indicador de la vulnerabilidad en la salud que dejó la pandemia de Covid-19.
Es ambicioso cubrir casi 100 años de relaciones de clase y raza en México; sin embargo, un estudio sobre el tema, publicado en 2014 y titulado Las diferentes caras del mestizaje, etnia y raza en México, nos da pistas sobre cómo la ideología del mestizaje continuó consolidándose en México. Este estudio cualitativo fue dirigido por investigadores del Proyecto sobre Etnicidad y Raza en Latinoamérica (perla). Los participantes tenían que autoidentificar su color de piel con un Pantone de colores. Sus respuestas eran contrastadas con el color que elegía la persona que hacía la entrevista. Los investigadores concluyeron que “identificarse como blanco en México no es ni común ni la identidad de estatus más alto”. Sugieren que “una posible explicación de la relativa falta de estatus de la identidad blanca en México (que también se encuentra en otros países latinoamericanos)” es que las maneras de pensar sobre la blanquitud cambiaron después de la guerra civil española (1936-1939). Muchos españoles “entraron a México con estatus de refugiados (lo que es algo estigmatizado) y no uno de inmigración privilegiada”. El estatus de refugiados fue aún más devaluado por la xenofobia del periodo posrevolución (Buchenau y Beezley, 2009). “Estos inmigrantes eran generalmente de clase baja y muchos de ellos eran considerados blancos (por ejemplo, por venir de España o de Argentina). Esto puede ayudar a explicar estas conclusiones de una disociación en el público general entre la blancura y el estatus general” (2009: 77-78).
Aún más, se ha encontrado que, consistentemente con la manera en que la blanquitud fue establecida durante la época colonial, en el México contemporáneo ésta “no es solamente determinada por el color de piel”. Aunque muchos de los sujetos que se autoidentificaban como “blancos” no “ocupaban posiciones de privilegio o de alto estatus social”, hay una correlación importante entre whiteness y factores socioeconómicos (Martínez Casas et al., 2014: 77). Cabe recalcar que el estudio mencionado también muestra cómo la ideología sobre el mestizaje se estableció con éxito como parte de la identidad nacional, ya que “las identidades blancas y mestizas no son mutuamente excluyentes”. “Aunque el color de piel parece importante al delimitar whiteness, no es el componente fundamental sobre el cual se construye la identidad mestiza en México” (2014: 53-56). Estos resultados no son diferentes a lo que señala De la Cadena, mencionada con anterioridad, en relación con las identidades varias y simultáneas que los mestizos podían expresar durante la Colonia.
Con esta breve historización de cómo se establece y consolida lo “blanco” en México dentro de la complicada ideología del mestizaje y el proyecto epistemológico de la raza, espero mostrar cómo la blanquitud, la blanquedad y la blancura se naturalizan a partir de la percepción, cómo un individuo tenía que parecer español. El sujeto recibe un llamado hacia la whiteness empezando en la Colonia y durante el México independiente, una ideología que establecía a lo “blanco” como moralmente bueno, católico y socialmente honorable. Durante la Colonia, el sistema tributario tenía que percibir al sujeto mestizo como blanco y al mismo tiempo lo llamaba hacia la whiteness al examinar su riqueza, su estatus y su reputación, mucho más que su color de piel. La percepción de la riqueza era más importante que el color de piel. Lo blanco como pigmento no es lo único que define blancura, blanquitud y blanquedad. Por lo tanto, blanco no es sinónimo de aquéllas. En México, éstas tienen que ver con lo que se considera europeo, con ser moralmente bueno, y ser católico como resultado de esta colonización. También tienen que ver con un nivel socioeconómico, con acceso a oportunidades laborales, educativas, y con lo que Pierre Bourdieu (2000) llama “capital cultural”. Blanquitud, blanquedad y blancura se registran como un conjunto de actos, comportamientos internalizados, que se basan en contextos históricos y culturales.
Recientemente, en el mundo digital en México se utiliza el término whitexicans. Es un término que combina dos palabras en inglés: white (blanco) y Mexican (mexicano/a). Estos términos están en inglés, pero se usan en español, así, sin traducir. Esto ya dice, en mi opinión, que nos estamos refiriendo al imperio y a una aspiración de ser parte de ese imperio; una aspiración de identificar e identificarse con la tonalidad de piel blanca y abrazar el capitalismo que el imperio estadounidense implica. En el análisis del sitio Cosas de Whitexicans, el académico Gerardo Mejía Núñez (2022) aborda el debate de si este término es racista o discriminatorio, y concluye que no es un término racista, sino que apunta más a la discriminación. El autor entiende el whitexican “utilizado para referirse a las personas que se asumen blancas y que despliegan un discurso de superioridad desde el lugar aventajado que parece otorgarles su blanquitud”. Concuerda con Alfonso Forssell (2020), para quien el término alude “a un orden social que dejó intacto un sistema de castas en el que aquellos que pueden ser identificados como descendientes de europeos se sientan en la cima de la pirámide social” (2022: 733-735). Este entendimiento jerárquico sobre el sistema de castas trazable hasta nuestros días entiende la identidad dependiente del cuerpo contrario al análisis previo de De la Cadena (2006) y de Katzew (2004).
Para Mejía Núñez (2022: 746), el éxito de whitexican es un ejercicio de crítica “que invierte la dirección del ejercicio de estereotipos, que tradicionalmente va de la élite blanca hacia los prietos, para redirigirlo hacia el lugar de privilegio”. Así, la blanquitud es entendida “como un atributo, como una posición y como un lugar”; siguiendo a Echeverría (2010) y a Gisela Carlos Fregoso (2016), se refiere al “resultado de las ideas y los imaginarios sobre la blancura” que, al traspasarse a la estructura social, confiere “privilegio a las personas blancas y blanqueadas en detrimento de los identificados como no blancos” (Mejía Núñez, 2022: 725).
Conclusiones
Empecé este texto hablando de cómo utilicé, en 2013, la noción de pigmentocracia como una forma de análisis que, junto con la teoría queer o las teorías performativas de sexo/género, pudiera dar cuenta de los procesos de subjetivación a partir de la identificación sexo/genérica como tonalidad de piel. La importancia radicaba en entender la pigmentocracia como un sistema entrelazado de color de piel/clase. Continuando con este pensamiento, y entendiendo la raza como un proyecto epistemológico que ha definido ideologías y prácticas como el mestizaje en México y a partir de la esclavitud en Estados Unidos, el presente artículo comparó la blanquedad, la blanquitud, la blancura y la expresión en inglés whiteness.
En Formaciones de indianidad. Articulaciones raciales, mestizaje y nación en América Latina (2007), De la Cadena comparte que, después de su emigración del Perú a Estados Unidos, identificó a un artista en Nuevo México por su cabello largo y lo que ella percibió como un inglés fluido como un “mestizo”; estaba “entrenada en las percepciones culturales de raza” propias de Perú. El artista la corrigió y le dijo que era un indio americano y le preguntó si ella era una india peruana, a lo que respondió que no, “explicación que lo dejó confundido”, seguramente por el propio entrenamiento en las percepciones culturales de raza propias de Estados Unidos del artista. La autora dice que, a pesar de que su piel es oscura y tiene “apariencia indígena”, en Perú, la mayoría la considera “como si fuera blanca”; si bien se puede autoidentificar como “mestiza”, nunca como “india” (De la Cadena, 2007: 54). De manera similar al trabajo de Keith (2004), las historias personales se conectan con las historias de la colectividad a partir de taxonomías y discursos que adquieren diferentes significados en Europa, Perú, Estados Unidos y México.
La historia personal por la que he tratado de entender whiteness, blanquedad, blanquitud y pigmentocracia, también tiene que ver con las tensiones entre la autoidentificación/identificación y el proceso y proyecto epistemológico. En otras palabras, cómo en México me entrené para percibir el mestizaje versus cómo en el extranjero me perciben. Mientras que mi pasaporte de México dice “Tez: blanca”, cuando tuve que renovar el mismo pasaporte en el consulado de México en Canadá esto cambió a “Tez: morena clara”. Después de 10 años de ir y regresar entre Estados Unidos, Canadá y México, he aprendido que soy “a woman of color” y blanca al mismo tiempo.
A pesar de la manera en que lo señalan Keith (que se autodescribe con piel morena oscura y rastas) o De la Cadena (que se autodescribe como de piel oscura y apariencia indígena), la identificación como blanco va más allá del color de piel y de los fenotipos. El blanco no se trata de un tono de piel, sino de una serie de actos performativos de la blanquedad y la blanquitud: constituye una serie de prácticas reiterativas que van más allá de la raza y la etnia y que son realizadas por sujetos que pueden autoidentificarse como mestizos y ser percibidos como blancos o morenos, según su contexto. Ser mexicano significa ser mestizo, debido a la manera en que se implementó la ideología del mestizaje. Ser mestizo(a) no es necesariamente un equivalente a ser moreno(a), es un equivalente a sentirse mexicano.
En Estados Unidos, el sujeto blanco se estableció como una diferenciación de un sujeto negro y esclavizado, y también como diferenciación de los “otros” indígenas despojados de su tierra. A pesar del debate de los historiadores estadounidenses sobre las variedades y porosidades de whiteness y white, lo que parece claro es que el sujeto blanco también se estableció en relación con la clase. Lo más importante para el contexto de Estados Unidos es que “blanco” siempre se define en relación con la historia de la esclavitud. Como sucedió en México, la noción de blanco se desarrolló en relación con una identidad nacional emergente; una americanidad que quería definir una religión como medio de control. A diferencia de México, donde el catolicismo justificaba la colonización, el catolicismo de los inmigrantes irlandeses en Estados Unidos alarmó a la burguesía británica y dio lugar a una definición del blanco como estadounidense y protestante. Dentro de la historia de Estados Unidos, la white trash funciona como una forma de objetivar e identificar las angustias culturales de la burguesía en torno a quienes viven en la precariedad y la pobreza. Lo mismo se podría extrapolar del “güero o güera de rancho”, expresión que en México ha servido para designar despectivamente a personas que son percibidas como blancas de medios rurales y sin recursos económicos altos.
Estoy argumentando que el blanco como tonalidad de la piel es diferente de la blancura, la blanquedad y la blanquitud, o whiteness entendida como una serie de actos performativos. La blanquitud se puede entender como un performance tanto en Estados Unidos como en México, como una serie de prácticas que van más allá de la raza y la etnia y que son realizadas por sujetos que pueden autoidentificarse como blancos, basura blanca, negros o morenos. Hay, sin embargo, diferencias culturales en los actos performativos de la blancura, la blanquedad y la blanquitud. En México éstas tienen que ver con la europeidad y con ser y aparecer moralmente bueno, es decir, ser (o aparecer) católico, y están intrínsecamente ligadas a la aspiración de un estatus socioeconómico alto. En Estados Unidos también funcionan en relación con la clase, la americanidad, la riqueza y el estatus; pueden analizarse como algo performativo e internalizado, no sólo relacionado con la raza y la etnia, sino también en relación con la clase y el estatus. Whiteness en ambos contextos culturales se registra como una serie de actos performativos que distinguen y están supeditados a los diferentes contextos históricos y culturales.
No estoy afirmando que el racismo y la discriminación no estén anclados en condiciones materiales ligadas a entendimientos de blanqueamiento en las estructuras sociales por las que los sujetos pueden o no alcanzar movilidad social, acceso a empleos y oportunidades educativas. Estoy argumentando que todos y todas estamos “entrenados en las percepciones culturales de raza”, usando el término de De la Cadena, o, por parafrasear a Eckstrand, siendo “llamados hacia la whiteness” a partir de 1) la percepción que tenemos de la whiteness y 2) las formas en las que el mundo construye whiteness como un horizonte predeterminado blanco para que nosotros podamos percibirlo como blanco: “tanto el mundo percibido como el sujeto perceptor tienen como origen el acto de la percepción”, como lo establece Merleau-Ponty. Al entender la “sostenibilidad performativa de whiteness” como lo establece Keith, vemos la performatividad con la que opera. Existen actos performativos de encarnar y comprender la blanquedad/whiteness específicos a ciertos contextos culturales, que a través del cuerpo pueden explicarse mejor como “aquellos rituales encarnados de la cotidianidad mediante los cuales una cultura determinada produce y sostiene creencias en su ‛obviedad’” (Butler, 1999: 114). Es así como las percepciones se vuelven obvias y ya no son interrogadas. Para mí hay una cierta “obviedad” de la blanquedad y la blanquitud legible a través de la “memoria incorporada” del cuerpo y “su conocimiento”, que codifica culturalmente a través de diferentes dispositivos de lo que implica la realización de la blanquedad y la blanquitud. Así, los trabajos en los que Moreno Figueroa (2010, 2013, 2016), Keith (2004) y Ahmed (2007) han analizado la whiteness, o en esta instancia podríamos traducirla como blanquedad, como identificación relacional en tanto performance y acción en el mundo que incluye a cuerpos que no son blancos.
Debido a la importancia de las percepciones, mis trabajos más recientes tratan de entender la pigmentocracia no como un término más en el debate del racismo en México sino, como he mencionado, un acercamiento teórico-conceptual, en el que se interconectan discursos performativos de sexo/género, aspectos de la teoría queer y las discusiones latinoamericanas sobre mestizaje, racismo y, más recientemente, multiculturalismo. Lo interesante para mí es encontrar una herramienta metodológica en la que los aspectos que determinan la identidad (género, sexualidad, tonalidad de piel, clase) no son fijos todo el rato, se puede tener varios al mismo tiempo, ni están sólo fuera del cuerpo como un performance. Así como para Butler el género no es un atributo, sino que existe entre la psique y el cuerpo, me interesa pensar en las tonalidades de piel, lo blanco, lo moreno y lo indígena, entre la psique y en el cuerpo. Repito: no es que niegue la materialidad de las tonalidades de piel, sino que quiero desmenuzar cómo estas tonalidades siempre son percibidas a través de ideologías.
Este análisis no está argumentando que la raza deba reducirse a clase ni que raza y clase sean lo mismo, ni siquiera quisiera plantearlas como iguales; más bien, planteo que trabajan juntas a través de nuestras percepciones para definir las relaciones de poder. Darnos cuenta de cómo funcionan estas percepciones en nuestra comprensión y encarnación de blancura, blanquedad y blanquitud (en vez de fijarlas en una tez blanca) puede ayudarnos a desentrañar cómo funciona estructuralmente el racismo y cómo lo percibimos, encarnamos y performamos; es decir, las tensiones entre las taxonomías y los discursos, la identificación y las ideologías.
La blancura, la blanquedad y la blanquitud, al igual que la whiteness, están en todas partes y en ninguna parte a la vez, y por esto, analizarlas sólo en relación con una identificación a la tonalidad de piel continúa convirtiéndolas en una norma invisible. Pretendo modificar mi entendimiento original de la pigmentocracia como un sistema interconectado de color de piel y clase social, entendido como una serie de actos performativos por los que hemos sido entrenados a percibir a través de prejuicios sociales y culturales la racialización de los sujetos, siempre en relación con niveles socioeconómicos específicos. Propongo un estudio de la pigmentocracia como un sistema entrelazado de color de piel/clase en el que los tonos de piel se perciben con base en prejuicios sociales y culturales y vinculados con niveles socioeconómicos particulares. En este sistema, la percepción de la clase y el color de la piel funcionan como aparatos y dispositivos de poder autorreproductivos e interdependientes.