En los últimos dos lustros, el estudio del exilio político en América Latina ha crecido enormemente, particularmente en el Cono Sur (Sznajder y Roniger, 2013; Jensen y Lastra, 2014; Yankelevich, 2002) No obstante, otros exilios del continente, incluido el mexicano, han sido poco abordados por la historiografía regional. Por ello, el objetivo de este trabajo es comprender las circunstancias y características del exilio mexicano a finales del siglo XX a través de un caso de estudio significativo: el exilio de activistas del 68, con el propósito de integrar el caso mexicano en los debates sobre violencia y persecución política durante la Guerra Fría en América Latina.
Hasta el momento, México ha tenido una participación marginal en este debate por las características -cuantitativas y cualitativas- de lo conocido sobre la represión política y por haberse caracterizado históricamente como un país de refugio, salvo pocas excepciones, como la época de la Revolución mexicana (1910) o la Guerra Cristera (1926), cuando numerosos opositores políticos debieron refugiarse en el extranjero, especialmente en Estados Unidos (Ramírez Rancaño, 2019). Conforme el Estado posrevolucionario se fue fortaleciendo y asegurando la llamada “pax social”, los exilios se caracterizaron por ser algo excepcional y relacionados con circunstancias peculiares, como los casos de José Vasconcelos, Luis Cabrera o David Alfaro Siqueiros, mientras la acogida de refugiados se transformaba en uno de los pilares de la política exterior mexicana.
El contexto de la Guerra Fría en América Latina modificó esta tendencia, pues si bien por un lado el país siguió dando asilo a opositores latinoamericanos, por el otro intensificó la vigilancia y las restricciones a los opositores políticos nacionales. Durante las últimas dos décadas, se ha comprobado que los gobiernos mexicanos, de maneras similares a las conocidas en otros países de la región, se preocuparon por eliminar física y simbólicamente a los opositores políticos, buscando alejar cualquier amenaza al sistema político, a través de sus aparatos policíacos, especialmente a partir de la década de los años sesenta (Allier Montaño, Vicente Ovalle y Granada, 2021). Esta represión política se manifestó a través de diversas formas: la persecución, las masacres, la tortura, la ejecución extrajudicial, la desaparición forzada, el exilio. Este trabajo se limita a la persecución, detención y exilio de algunos de los activistas involucrados en el movimiento estudiantil de 1968, antecedente de lo que sería el exilio de miembros de organizaciones político-militares en los años setenta.
A través de este caso muy particular, se presentan los debates sobre qué fue el exilio en México en el pasado reciente y cuáles fueron las condiciones que lo definieron. Sobre todo, se propone un acercamiento a un fenómeno que ha sido estudiado muy marginalmente. Como se analiza en el texto, y ante la imposibilidad de formalizar las salidas de un puñado de personas que fueron obligadas a dejar el territorio mexicano como condición para escapar de su prisión política, el exilio se vivió como una experiencia más de las trayectorias de vida, propias pero también ajenas. En la muestra que se analiza, se observa que estos hombres tuvieron que explicarse a sí mismos qué era ese “viaje tan obligado” que el gobierno mexicano forzaba y ponía como condición de su liberación. Esta historia, que podría concebirse como mera anécdota, nos permite confirmar el concepto de exilio que trabajan Mario Sznajder y Luis Roniger, y en el que, mediante la presión (por personas involucradas en la política o vida pública que detentan el poder), se fuerza a un individuo, miembro de un grupo político, a abandonar su país de origen o lugar de residencia, condicionando el retorno hasta el cambio de las condiciones que dieron origen al exilio. Según estos autores, el exilio es “una herramienta profundamente usada por los estados para eliminar la discusión política” (Roniger y Sznajder, 2013: 31), esté o no legalizada.
El tema del exilio puede ser abordado desde diferentes aristas. En nuestro caso el interés era reconstruir la experiencia de la represión y del exilio de un grupo de presos políticos, cuándo y bajo qué circunstancias fueron detenidos, cuáles fueron las acusaciones en contra de ellos, por qué aceptaron el exilio y qué experiencia memorial representó esto. Por ello, consideramos que el marco de la historia social debe ser el enfoque privilegiado.
Para llevar a cabo este trabajo, se realizaron entrevistas con personas que conocieron el exilio y con algunos de sus familiares; se consultaron los testimonios escritos de los exiliados, aunque no hablaran del exilio; se estudiaron periódicos (especialmente mexicanos, peruanos, uruguayos y chilenos); se revisaron archivos del Centro de Estudios sobre Movimiento Obrero y Socialista (CEMOS), los fondos del Archivo Histórico “Genaro Estrada” de la Secretaria de Relaciones Exteriores (AHGE-SRE); el Archivo Histórico-Diplomático del Ministerio de Relaciones Exteriores de la República Oriental del Uruguay (AHDMREROU), así como el Informe Final de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), en los que se estudió el fenómeno. Cabe señalar que las fuentes existentes no son muchas, lo cual dificulta el estudio del exilio político de 1968.
Se trata de una muestra acotada y pequeña, pero que permite acercarse a una experiencia que, por lo que se ha llamado “las condiciones de audibilidad para la emergencia de los testimonios sobre la violencia de Estado” (Pollak, 2006), muestra que en México no han existido condiciones para el surgimiento de los testimonios. Se ha dejado la experiencia de resistencia a la violencia en ámbitos del espacio privado y no de la memoria pública. Aun así, destacan dos cuestiones fundamentales que considerar: 1) algunos testimonios sobre el exilio de miembros del Consejo General de Huelga han roto el cerco del silencio; 2) la revisión de los crímenes de Estado realizada durante el trabajo de la Femospp estableció que un grupo de estudiantes mexicanos había tenido que exiliarse por razones políticas, aun cuando la Constitución Política Mexicana no consigna el exilio político dentro de su regulación. Históricamente, y a pesar de la persecución política sobre grupos sociales y movimientos armados, el gobierno mexicano no reconoce ni regula la salida por razones políticas del territorio.
El texto está estructurado en cuatro secciones. En la primera se realiza una revisión de la represión desatada en contra del movimiento a través de diversas estrategias: la masacre, las detenciones arbitrarias y la encarcelación política. En la segunda se recuperan los trayectos de los exiliados después de su liberación de Lecumberri. En la tercera se analiza el exilio en Chile. En la última sección se presenta el punto de vista sobre el estudio del exilio y sus vínculos con los procesos de recuerdo y olvido.
La violencia de Estado durante el verano del 68: el camino hacia el exilio
Tras la violencia conocida en México luego de la Revolución, a partir de los años cincuenta el Estado, a través de sus sucesivos gobiernos, comenzó con distintas políticas represivas para controlar al “enemigo político”: cooptación, prisión política, masacres urbanas y rurales, ejecuciones extrajudiciales (Allier Montaño, Vicente Ovalle y Granada, 2021).
A pesar de la existencia de materiales académicos (también periodísticos y culturales), las violencias de Estado cometidas en el pasado reciente en México distan de ser comprendidas y completamente elucidadas. Y es que, tal y como señalan algunos autores, los autores de estas prácticas han sido eficientes en su ocultamiento y negación, han promovido el silencio y la impunidad por sobre la memoria, “apuntalando con ello estrategias de negación con las que el Estado, personajes asociados a él y otros actores se han librado de sus consecuencias” (Vicente Ovalle, 2023: 14). En cierto sentido, todavía se duda de la veracidad de los testimonios y se cuestiona la magnitud de la represión y la violencia en un país que no tiene certeza de sus víctimas pasadas (o actuales).
El movimiento estudiantil, que tuvo su apogeo entre fines de julio y mediados de septiembre de 1968, sufrió distintas formas de represión en momentos diferenciados: detenciones arbitrarias, persecuciones, masacre, prisión política, exilio. El 18 de septiembre, el Ejército invadió Ciudad Universitaria y el 23 de ese mismo mes entró en el Casco de Santo Tomás. Los principales campus de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y el Instituto Politécnico Nacional (IPN) habían sido tomados. Era el inicio de la desarticulación del movimiento estudiantil. De hecho, según diversos testimonios, desde finales de agosto la represión se endurecía.
En los últimos días de agosto del 68 el DF parecía una ciudad en estado de sitio: bastaba ser joven y parecer estudiante para ser detenido por alguna de las policías, no se permitían las reuniones o mítines relámpago, unidades del ejército se veían con suma frecuencia en las calles; diferentes escuelas fueron balaceadas o se hicieron estallar en ellas cartuchos de dinamita (entrevista con Javier Mastache, en Olivares Ortega y Galván de J. Rodríguez, 2013: 57).
En las intervenciones a la UNAM y el IPN cientos de estudiantes fueron detenidos, lo que se sumaba a instalaciones educativas ametralladas, como el Colegio de México y varias Vocacionales. “La represión la vivimos en todo momento, cuando andábamos en brigadas fuimos baleados y perseguidos, sufrí la represión que sufrió todo el mundo”, mencionó José Miranda (Olivares Ortega y Galván de J. Rodríguez, 2013: 204). A medida que se acercaba el inicio de los Juegos Olímpicos, se recurrió a una extensa variedad de medios represivos para sofocar las protestas, incluyendo la manipulación de la prensa, de las instituciones de control social como la familia y la iglesia, y utilizando el sistema legal para fines políticos (Cossío, 2020).
La operación desplegada por el gobierno el 2 de octubre sorprendió a muchos, pues ese día una comisión de delegados del Consejo Nacional de Huelga (CNH) había asistido a una reunión para dialogar con funcionarios del gobierno del presidente Gustavo Díaz Ordaz. Sin embargo, según algunos autores (Aguayo, 1998), desde el 24 de septiembre el gobierno ya había preparado una compleja estrategia que incluía cuerpos del ejército, policía, grupos paramilitares y miembros del Estado Mayor Presidencial para el mitin de Tlatelolco. De esa manera, la reunión con ciertos líderes ese 2 de octubre respondía a una “política de flexibilidad” que buscaba “sacar a los líderes de sus escondites” (Aguayo, 2018: 69), dado que muchos se habían ocultado luego de la toma de Ciudad Universitaria, en la que el gobierno no había logrado apresar a los miembros del CNH.
El general Marcelino García Barragán había recibido órdenes de apresar a los líderes sin tener que “echar balazos”. [El gobierno] había elaborado un plan con tres partes: 1) la Operación Galeana, que era una maniobra envolvente según la cual miles de soldados dispersarían a los manifestantes; 2) el despliegue de un destacamento especial de 110 elementos y el Batallón Olimpia -su única misión era apresar a los líderes-; 3) los destacamentos militares en todo el país preparados para sofocar cualquier protesta (Aguayo, 2018: 73).
La estrategia fue un éxito. Todos los miembros del CNH que se encontraban en el edificio Chihuahua ese día fueron reconocidos y apresados. Según Sócrates Campos Lemus, esto se logró gracias a que los militares llevaban miles de fotografías de los miembros del Consejo para identificarlos (Olivares Ortega y Galván de J. Rodríguez: 170). Otros actores han mencionado que algunos infiltrados fueron los responsables de señalarlos ante los miembros del Batallón Olimpia.
[…] dije en voz baja aunque firme: Soy Valle, del CNH […] en este cuarto estamos varios miembros del Consejo que daremos nuestros nombres, les pido a los compañeros que no sean del Consejo que se los graben y en el caso de que alguno de nosotros desaparezca, puedan ustedes informar que se encontraban aquí. Menuda sorpresa me llevé cuando empezaron a oírse los nombres. No esperaba que fuéramos tantos (González de Alba, 2008: 275-276; subrayado nuestro).
Los miembros del Consejo aprehendidos fueron trasladados, junto a cientos de personas (incluyendo mujeres y niños), al Campo Militar Número 1, donde fueron interrogados, torturados y desaparecidos temporalmente, hasta que fueron trasladados a la prisión de Lecumberri:
El ejército era usado como policía y las prisiones militares eran usadas como reclusorios para civiles. // […] La ley indica que no deben transcurrir más de 72 horas de la detención a la consignación. En nuestro caso fue una cosa absurda, porque estuvimos nueve días en el Campo Militar. El 11 de octubre nos dieron el acta de formal prisión y nos trasladaron a Lecumberri, con un gran despliegue de carros, ametralladoras y alta seguridad, como si fuéramos prisioneros de guerra (Guevara Niebla, 1998: 236-237).
Ante lo sucedido, el CNH prolongó la huelga universitaria hasta diciembre de 1968. Debido a la desmovilización producto de la represión, el temor por lo que había sucedido en Tlatelolco y la tensión política entre los que permanecían libres y los que se encontraban en prisión, el 4 de diciembre se publicó el “Manifiesto a la Nación 2 de octubre” y se disolvió el Consejo.
Es importante señalar que, si bien muchos estudiantes fueron aprehendidos por el Batallón Olimpia el 2 de octubre, el gobierno sabía que varios miembros del CNH seguían libres. Con los datos que contamos hasta el momento, se puede pensar que habrían existido dos momentos de álgida detención de los estudiantes. Un primer momento se conocería durante el mismo mes de octubre de 1968, durante el cual habrían sido detenidos más de 500 activistas del movimiento, tanto en la capital como en provincia (Musotti, 2015). Se generó un clima de terror entre muchos jóvenes que, en algunos casos, y ante la violencia ejercida por policías y militares, optaron por ir a vivir al extranjero o “vivir en la clandestinidad”. Es necesario resaltar estos primeros momentos de represión y persecución, ya que también se configuraron como la etapa de un primer exilio para preservar la vida o no ser encarcelados (Allier Montaño, 2021). A partir de enero de 1969 se conocería un segundo momento de “cacería” de estudiantes y profesores. La organización no gubernamental Amnistía Internacional, en su Informe de 1969-1970, afirmaba que había habido alguna detención incluso en febrero de 1970 (Amnesty International, 1970). Finalmente, y luego de la persecución y las detenciones, poco más de 200 hombres estuvieron en la prisión de Lecumberri, mientras cuatro mujeres pasaron sus días en la cárcel de Santa Martha Acatitla durante más de dos años (Allier Montaño, 2021).
En 1971, ya como presidente de la República, Luis Echeverría Álvarez (Partido Revolucionario Institucional, PRI) inició una serie de reformas bajo el enunciado de “apertura democrática”, que buscó, en buena medida, dar solución a los problemas planteados por los sectores movilizados en 1968. A ello se sumó que, desde 1968, algunos exiliados del movimiento, así como estudiantes e intelectuales mexicanos en el extranjero, empezaron a organizar campañas internacionales con el apoyo de agrupaciones políticas y organizaciones de defensa de los derechos humanos solicitando la amnistía de los presos políticos y boicoteando los eventos organizados por el gobierno mexicano y sus representaciones diplomáticas (Musotti y Mejía Arregui, 2022). Estas campañas internacionales y las presiones internas que ejercían los grupos políticos en el país se concretaron en la liberación de los presos políticos del 68.
Si bien los prisioneros fueron liberados en su totalidad antes del fin del gobierno de Echeverría, hubo que esperar al 17 de mayo de 1976 para que el presidente dictara una Ley de Amnistía en ese sentido:
El Congreso de los Estados Unidos Mexicanos decreta:
ARTÍCULO 1o.- Se decreta amnistía para las personas contra las que se ejercitó acción penal por los delitos de sedición e invitación a la rebelión en el fuero federal y por resistencia de particulares, en el fuero común del Distrito Federal, así como por delitos conexos con los anteriores, cometidos durante el conflicto estudiantil de 1968 (Secretaría de Gobernación, 1976).
La Ley de Amnistía fue firmada por Echeverría y por Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación. Se trataba de una amnistía incondicional para todas las personas que habían sido encarceladas por su participación en el “conflicto estudiantil de 1968”. Según la Suprema Corte de Justicia, la amnistía fue otorgada a 250 personas. Así, la legislación fue muy posterior a la puesta en libertad (Cossío y Rodríguez Kuri, 2022).
Hacia 1971, en la cárcel quedaban 50 presos que habían sido sentenciados con penas que iban de los tres a los 17 años por disturbios callejeros y actividades subversivas, ocurridos entre julio y octubre de 1968. Los personajes más reconocidos del movimiento y los militantes de las organizaciones políticas de tendencia comunista fueron los que recibieron la condena más larga.
En un par de ocasiones, el gobierno de Echeverría ofreció la liberación sui géneris de los prisioneros. No obstante, en una primera ocasión, la acción fue suspendida, aparentemente porque la noticia se filtró a los medios de comunicación. Respecto a la liberación que se verificaría unos meses después, Raúl Álvarez Garín narraba:
Con el nuevo gobierno de Luis Echeverría, en marzo de 1971, llegaron nuevas propuestas de libertad pero a cambio de salir del país. Decidimos aceptar en ciertas condiciones: sólo saldríamos por ese procedimiento quienes tuviéramos los cargos y las sentencias más abultadas y complicadas. Nuestra lógica era la de aceptar para desvirtuar los juicios: si el gobierno sólo reconocía dos muertos en Tlatelolco, y si los principales acusados y sentenciados por el delito de homicidio estaban libres aunque desterrados, entonces no habría ninguna razón para mantener en prisión a los demás acusados. Era un procedimiento que tenía un riesgo que decidimos correr (Álvarez Garín, 1998: 215).
De esa manera, la excarcelación fue tan ilegal como el encarcelamiento. Para el caso de quienes sólo serían liberados con la condición de que se fueran del país, el surrealismo mexicano se vistió de gala: se presentó en Lecumberri un funcionario de la Secretaría de Gobernación que, con una máquina de escribir, se puso a hacer pasaportes. La aceptación de estas liberaciones bajo el formato elegido por el gobierno, que de alguna manera significaba aceptar la culpabilidad, fue muy cuestionada por algunos: curiosamente más desde los profesores que desde los jóvenes estudiantes, al considerarla como una decisión unilateral y falta de solidaridad. La viuda de Heberto Castillo, María Teresa Juárez de Castillo, recordaba la liberación de su marido:
Echeverría lo saca de prisión y verdaderamente lo saca a la fuerza el 13 de mayo de 1971. Cuando le van a dar la libertad provisional le piden que firme y él no quería firmar y dice: a fuerza me metieron y a fuerza me sacan. Él no quería salir y dejar a otros ahí dentro. Aceptó después de muchas negociaciones y promesas de que los muchachos iban a salir (Vázquez Mantecón, 2007: 161).
También otros prisioneros políticos cuestionaron la decisión. No sólo profesores, sino militantes políticos de larga data. Según algunos ex miembros del Partido Comunista Mexicano (PCM), la salida de la cárcel y el exilio no fueron una opción para los comunistas presos (algunos lo estaban como resultado de su participación en el movimiento estudiantil, pero otros venían de luchas previas). En entrevista, “Antonio” relató que los miembros del PCM realizaron una asamblea en la que la mayoría determinó permanecer en prisión. Esta decisión tuvo como consecuencia una ruptura dentro del grupo, porque algunos sí optaron por salir (Yankelevich, 2016: 72-73).
José Revueltas, también detenido por su participación en el movimiento estudiantil, y militante político de larga data, criticó, en una carta dirigida a su hija Andrea, fechada el 29 de abril de 1971, la salida de algunos de los presos del CNH, ya que, desde su punto de vista, no habrían salido del país como exiliados políticos sino como ciudadanos particulares, y en virtud de gestiones personales realizadas por sus familiares. Señalaba que, debido a lo anterior, “el gobierno chileno se negó a dar la visa, si no se trataba de presos políticos oficialmente reconocidos por el gobierno mexicano, pues de la cárcel fueron llevados al campo aéreo directamente” (Revueltas, 1987: 215). El escritor también cuestionaba que los propios aludidos se hubieran autoseleccionado y hubiesen pagado el viaje debido a la condición económica de las familias a las que pertenecían, dejando a los que se quedaban en condición de vulnerabilidad. Gilberto Guevara Niebla respondió a la carta de Revueltas:
No fuimos nosotros sino el gobierno mismo quien tomó la iniciativa para liberarnos haciéndonos salir del país. No hubo, sin embargo, una expulsión simple y llana. El gobierno nos enfrentó a un dilema inexorable: o aceptábamos salir del país, o permanecíamos infinitamente en prisión. Tras de reflexionar, nosotros aceptamos la primera opción estando claros que no se nos obligaba a renunciar a nuestras convicciones revolucionarias, pero, en cambio, nuestra salida, la salida de la cárcel de los individuos en torno a los cuales se centraban las principales acusaciones judiciales, desbarataban tácticamente el juicio que seguía contra cerca de 300 personas, de las cuales unas 150 permanecían aún en prisión. Tras de nuestra excarcelación, resultaba políticamente insostenible para el gobierno seguir manteniendo en prisión el resto de los militantes del 68 (citado en Revueltas, 2010: 346).
En cualquier caso, comenzaba así un nuevo episodio en la violencia de Estado “a la mexicana”. Si ya los prisioneros políticos en la cárcel de Lecumberri y Santa Martha Acatitla habían sido tratados como “delincuentes comunes” y juzgados como tales, sólo fueron liberados gracias a la implementación de la “libertad bajo palabra”. Algunos, los considerados como “líderes”, debían dejar el país por sus propios medios, pero “invitados” por el gobierno.
La odisea de los exiliados “voluntarios”
De los más de 200 varones juzgados y condenados por su participación en el movimiento estudiantil (profesores y estudiantes) que permanecieron en Lecumberri durante largos meses, cerca de una veintena sólo pudo recuperar su libertad por medio de la salida de México. Este grupo “invitado a salir del país” estuvo conformado, en buena medida, por estudiantes que habían representado a sus escuelas ante el CNH. Además, con anterioridad muchos de ellos habían militado en alguna organización política de izquierda, la Juventud Comunista (JC), la Central Nacional de Estudiantes Democráticos (CNED) o el PCM. Muchos de estos jóvenes también habían participado activamente en movimientos estudiantiles previos en universidades de algunos estados de la República: Sinaloa, Chihuahua, Michoacán. Por todo ello, sus antecedentes políticos y su militancia en el movimiento del 68 eran conocidos por los servicios de inteligencia y por el gobierno mexicano (Sánchez Parra, 2018; Mejía Arregui, 2020).
Estudiar este exilio resulta difícil porque no hay muchas fuentes que den cuenta de la experiencia: la mayoría de quienes lo vivieron han fallecido y no hemos localizado muchos documentos oficiales. De quienes integraron este grupo, ninguno dio testimonio público de su experiencia exiliar. Incluso para aquellos que constantemente relataron lo sucedido durante el movimiento, el exilio fue un tema mayormente silenciado; en ese sentido, pueden verse los textos de Álvarez Garín (1998), que apenas lo menciona, o de Guevara Niebla (1988), quien tampoco lo desarrolla en sus varios libros testimoniales.1 Por ello, fue necesario realizar entrevistas para tratar de dar cuenta de lo que significó la salida del país. Pudimos entonces incluir el relato de Roberto Escudero, quien se exilió a principios de 1969. Ampliamos el horizonte a través de entrevistas a familiares, como la hija mayor de Fausto Trejo, Elena, quien desde muy joven acompañó al padre en numerosas actividades políticas, incluido un viaje a Cuba, para tratar de dar cuenta de lo que significó el exilio político.
Por si lo anteriormente explicado fuera poco, las escasas fuentes son contradictorias. Veamos en primer término la cuestión del número de exiliados. Una primera fuente para esta cuestión es el Informe de la Femospp.2 Creada en 2001 por Vicente Fox, presentó un Informe oficial y uno no oficial. En 2006, a raíz de un conflicto interno en el que algunos miembros del equipo denunciaron dificultades económicas y censura en la construcción del Informe, se filtró una primera versión del texto, que circuló públicamente durante un lapso de tiempo muy corto. Posteriormente se presentó a la sociedad el Informe oficial. Para este trabajo se consultaron ambos documentos.
En la versión oficial del Informe se acreditaron materialmente “los asilos y los exilios, como medios de segregación de los miembros del grupo nacional opositor” (Femospp, 2006b: 102), de 16 personas: Federico Emery Ulloa, Fausto Trejo Fuentes, Roberto Escudero Castellanos, Luis Óscar González de Alba, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, Marco Antonio Ávila Cadena, Carlos Martín del Campo Ponce de León, José Tayde, Gilberto Guevara Niebla, Sócrates Campus Lemus, Raúl Álvarez Garín, Miguel Eduardo Valle Espinoza, Pablo Gómez, Saúl Álvarez Mosqueda, Carlos Orozco y Rufino Perdomo. En otras palabras, la Femospp reconocía que 16 personas habían salido exiliadas de México y habían sido asiladas en otro país, confirmando que se cumplían los criterios que permitían acreditar esto. No debe dejar de resaltarse esta aceptación oficial de la experiencia vivida en tanto exilio.
El borrador filtrado titula esta mínima sección bajo el nombre de “Una libertad en forma de exilio” y establece:
Desde finales del sexenio de GDO [Gustavo Díaz Ordaz], durante el periodo de huelga de hambre se especulaba que el gobierno saliente quitaría, al entrante, la carga política de los presos de Lecumberri. Echeverría, en el marco de su “apertura democrática”, opta por el desistimiento para liberar a los presos políticos; de esta manera rehúsa el señalamiento de que todos estos -desde el movimiento ferrocarrilero, magisterial y finalmente a estas fechas el estudiantil- estaban encarcelados por motivos políticos. En consecuencia, bajo protesta fueron puestos en libertad para un exilio forzado.
Esta es una lista elaborada por la Dirección Federal de Seguridad, con algunos nombres de Presos Políticos que fueron exiliados (Femospp, 2006a: 80-81).
A continuación hay una lista de 18 nombres: Daniel Camejo Guanche (venezolano), William Rosado Lapolte, Francisco Lina Oceguera Cáceres, Rubén García Valdespino, Eduardo de la Vega Ávila, Arturo Zama Escalante, Luis Óscar González de Alba, Gilberto Ramón Guevara Niebla, Saúl Alfonso Álvarez Mosqueda, Luis Raúl Álvarez Garín, Federico Ernesto Emery Ulloa, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, Sócrates Campus Lemus, José Tayde Aburto Torres, Carlos Martín del Campo Ponce de León, Marco Antonio Ávila Cadena y Bernard Phillips Amer (estadounidense). Al contrario del listado anterior, en éste se incluyen las nacionalidades (hay dos extranjeros, uno venezolano y otro estadounidense), la fecha de salida de la prisión, el primer lugar al que se dirigieron y el posible lugar y fecha de retorno. El Informe filtrado resulta más interesante, ya que no sólo reconocía que se había sufrido el exilio, sino que éste había sido condición de libertad para algunas personas. Y más aún, compartía que la lista había sido elaborada por la Dirección Federal de Seguridad (DFS), instancia gubernamental que tuvo a su cargo la represión política durante las décadas posteriores.
Cruzando la información de ambos listados encontramos varias cuestiones. En total se acreditan 22 salidas forzadas -restando los dos extranjeros deportados, Daniel Camejo Guanche, venezolano, y Bernard Philips, estadounidense-. En ese listado dejamos el caso de William Rosado Lapolte, quien fue deportado a Houston, pero del que no se especifica su nacionalidad. Según el Informe filtrado, la mayoría salió de prisión bajo palabra por desistimiento de la acción penal en el mes de abril de 1971. En el documento oficial esto no consta y las fechas de salida son menos específicas; mayo se establece como fecha general. Mientras que en el Informe filtrado se da información del país de destino, el vuelo de salida, la fecha, el país y el vuelo de retorno, en el Informe oficial esto no queda establecido.3 La Femospp no compartió información sobre la forma en la que se analizaron los documentos y se acreditaron los exilios: desconocemos si la revisión fue exhaustiva, si se cruzaron otras fuentes o se relevaron testimonios específicos.
Los mexicanos, cuyos abogados y familiares presionaron al gobierno de Luis Echeverría para su puesta en libertad, lograron que se le concediera “la alternativa de seguir presos o salir del país”,4 así que decidieron exiliarse en Santiago de Chile, transitando algunos por Lima y otros por Montevideo. Como ya se mencionó, para comprender la dimensión familiar de esta experiencia exiliar fue necesario entrevistar a sus familias. María Elena Trejo Guerrero (entrevista, 2013), hija del maestro Fausto Trejo Fuentes, aclaró que la decisión de hacer escala en estas dos capitales sudamericanas fue tomada para evitar eventuales accidentes diplomáticos entre el gobierno de Salvador Allende y el de Luis Echeverría.
Según esta información, el primer grupo estuvo integrado por Eduardo Miguel Valle Espinoza, “El Búho”, representante de la Escuela de Economía de la UNAM en el CNH y activista de la JC5 (Valle, 1984); Federico Emery Ulloa, representante de la Facultad de Ciencias de la UNAM ante el CNH y activista del PCM;6 Pablo Gómez Álvarez, representante de la Escuela de Economía de la UNAM ante el CNH e integrante de la JC; Gilberto Guevara Niebla, representante de Facultad de Ciencias de la UNAM ante el CNH e integrante de la JC; Luis González de Alba, representante de la Facultad de Filosofía y Letras ante el CNH, y Raúl Álvarez Garín, representante de la Escuela Superior de Física y Matemáticas del IPN ante el CNH y activista de la JC. Este primer grupo viajó a Lima el día 27 de abril de 1971, gracias al apoyo del embajador de Perú en México, Alfonso Benavides Correa,7 y sin percances arribó posteriormente a la capital chilena.
Según la misma fuente, el segundo grupo estaba compuesto por José Tayde Aburto Torres y Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, ambos representantes de la Escuela de Agricultura de Chapingo ante el CNH e integrantes de la JC; Fausto Trejo Fuentes, integrante del Comité de Profesores de Enseñanza Media y Superior pro Libertades Democráticas durante el movimiento del 68, e integrante del PCM; Sócrates Amado Campos Lemus, representante de la Escuela Superior de Economía del IPN ante el CNH y miembro de la JC; Carlos Martín del Campo Ponce de León, estudiante de la Facultad de Filosofía y letras de la UNAM y militante de la JC; y Marco Antonio Ávila Cadena, estudiante de la Escuela Superior de Economía del IPN.
Los integrantes de este segundo grupo fueron detenidos al llegar al aeropuerto de Montevideo y trasladados a la Dirección de Información e Inteligencia, donde fueron interrogados e internados en una unidad militar, sin mayores explicaciones.8 La Embajada de Uruguay en México aclaró al Ministro de Relaciones Exteriores que las seis personas viajaban con pasaportes comunes y en ningún momento solicitaron apoyo.9
Sin embargo, la noticia de su llegada a Montevideo y de su inmediata captura se filtró en los periódicos uruguayos, que durante los primeros días de mayo se preocuparon por informar sobre la situación. Fue esta detención en Uruguay lo que dio visibilidad a un exilio que hasta el momento apenas había sido mencionado por la prensa mexicana.10 La prensa uruguaya trató el acontecimiento de acuerdo con su tendencia política. Por ejemplo, el periódico uruguayo El Día identificó a los mexicanos como “revoltosos antigubernamentales”;11 sin embargo, a lo largo del texto cometió el error de calificarlos como “exiliados voluntarios”: así lo hizo notar el embajador mexicano, que envió una carta a la redacción de El Día aclarando que en México no existían presos políticos y que los seis mexicanos habían sido encarcelados por delitos de orden común, que preveían la sanción penal, y que una vez liberados habían decidido salir del país.12 En síntesis, eran delincuentes liberados por el gobierno que habían decidido marcharse, no militantes políticos, ex prisioneros políticos, que habían sido forzados al exilio. A pesar de que el gobierno hizo un esfuerzo en negar su condición de exiliados, es importante señalar que, explicativamente, estos hombres experimentaron un exilio, y a pesar de consignarlo de forma anecdótica, lo narraron como tal.
Como ejemplo opuesto, el semanario Marcha, tal como fue confirmado por el embajador mexicano en Uruguay, Julio Zamora Bátiz,13 fue el medio de comunicación que dedicó más espacio al tema de los exiliados mexicanos y especialmente a su llegada al país, detención y sucesiva deportación extrajudicial (práctica ampliamente aplicada por el gobierno uruguayo) a Chile, en compañía de un grupo de nueve miembros de la guerrilla Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros.14
En todo caso, el embajador Zamora Bátiz informó que ni el gobierno uruguayo ni los seis mexicanos habían contactado con la representación diplomática, para pedir información o solicitar su intervención.15 Fue Rufino Perdomo Gallardo, representante de la Facultad de Filosofía y Letras ante el CNH,16 quien se encargó de informar a los familiares acerca de la detención. María Elena Trejo (entrevista, 2023) recuerda que su madre, la esposa del profesor Fausto Trejo, María Luisa Guerrero Cesar, y la periodista y politóloga costarricense Sol Arguedas Urbina se movilizaron buscando el apoyo de amigos y camaradas chilenos y cubanos para solicitar su liberación. La chilena Adriana del Río fue clave al buscar el apoyo del gobierno de Salvador Allende para que pidiera un habeas corpus a Uruguay para Fausto Trejo y los otros cinco mexicanos que viajaban con él, aclarando que Trejo iba a integrar el gabinete de gobierno chileno en tanto director de Higiene Mental del Ministerio de Salud Pública de Chile17 (entrevista con María Elena Trejo, 2013).
Finalmente, después de estar detenidos ocho días, junto con el grupo de nueve tupamaros exiliados uruguayos, llegaron a Santiago de Chile en un vuelo directo de Alitalia con una visa de turismo. Daniel Vergara, subsecretario del Interior del gobierno chileno, los recibió en el Palacio de la Moneda a su llegada y aclaró que la condición jurídica de las 15 personas iba a ser estudiada caso por caso.18
El exilio de estudiantes y profesores del 68 representó una medida de represión por parte del gobierno de Echeverría en contra de los militantes políticos y sociales. Aunque no le aseguró la “pax social”, ya que en los años setenta las organizaciones político-militares se intensificaron, le permitió mantener la imagen del país históricamente receptor de refugiados, así como la posibilidad de negociar con grupos políticos de la oposición.
La situación de quienes debieron exiliarse fue diferente. El caso que estamos analizando resulta interesante porque ilustra de forma clara las dificultades que los exiliados tuvieron para encargarse de su situación. De la cárcel a un avión, del que probablemente desconocían el destino y sobre el cual no sabemos por qué los funcionarios mexicanos lo eligieron. Llegaron a un país en el que no eran esperados y en el que fueron detenidos, sin tiempo para solicitar un asilo formal o construir un caso diplomático. Con la negación por parte del embajador mexicano de ser exiliados por razones políticas, no les quedó más remedio que recurrir a sus redes políticas, personales y afectivas para buscar, por sus propios medios, un país menos hostil.
Santiago de Chile
Santiago de Chile fue el destino elegido por los exiliados del 68 por un par de razones, no muy diferentes de las que llevaron a los distintos exilios latinoamericanos a preferir un país por sobre otros: las condiciones políticas, económicas y sociales, y las redes de apoyo (Sznajder y Roniger, 2013; Jensen y Lastra, 2014). Respecto al primer punto, es importante recordar que desde 1970 en Chile gobernaba el presidente Salvador Allende, liderando un importante proceso de transformación nacional, lo cual significaba condiciones políticas y sociales favorables para militantes políticos y sociales en busca de refugio.
Luego conviene revisar la cuestión de las redes de apoyo. En primer lugar, hay que mencionar las relaciones previas existentes entre el PCM y el Partido Comunista de Chile (PCCH), que se habían ido tejiendo a lo largo de los años sesenta. Como consecuencia de la masacre del 2 de octubre, el secretario general del PCCH, Luis Corvalán, invitó a una delegación del PCM liderada por Arnoldo Martínez Verdugo a viajar a Santiago el 16 de noviembre para conocer la condición de los presos políticos del PCM, de la JC y de los jóvenes en general. Según el informe de las actividades realizadas, las dos delegaciones latinoamericanas dedicaron la mayor parte del encuentro a los asuntos mexicanos y solamente al final debatieron otras cuestiones prioritarias del ámbito internacional.19 En síntesis, había buenas relaciones entre ambos partidos, y muchos de quienes saldrían al exilio habían pertenecido a uno de ellos.
En segundo término, en Chile llevaba ya más de un año viviendo Roberto Escudero, representante del CNH por la Facultad de Filosofía y Letras. Escudero no concurrió el 2 de octubre a Tlatelolco, por lo que no fue detenido, y mientras continuó vigente el CNH, hasta diciembre de 1968, siguió siendo uno de sus propulsores. El 2 de octubre de 1969, el The New York Times informó que Escudero había encontrado refugio en la embajada de Chile en México y que había conseguido un salvoconducto para salir rumbo a Santiago en la mañana del mismo día de 1969.20 Escudero se salvó de la prisión, a la que seguramente hubiera llegado por su participación en el CNH, pero no pudo eludir el exilio.21 Al llegar a Chile se acercó a los socialistas. Escribió peticiones para que se liberara al resto de sus compañeros presos en Lecumberri, que firmaron, entre otros, Julio Cortázar y Pablo Neruda (entrevista con Roberto Escudero, 2016). Por todo ello, Escudero guió a los otros mexicanos en el laberinto del corto exilio.
Durante la estadía en Chile, que duró poco más de un mes, los mexicanos convivieron con un nutrido grupo de extranjeros que vivían en aquel país para conocer de cerca la experiencia del gobierno de Salvador Allende y del Frente Popular, o que se habían alejado de su país por motivos políticos: cubanos, brasileños y uruguayos.
Se trató de un exilio particular, de clase media con educación superior: un exilio que pudo ser socorrido económicamente por sus familiares porque duró un lapso corto de tiempo (Zerón-Medina Laris, 2013).22 El caso de Escudero puede ser considerado la excepción, ya que implicó casi dos años y no fue apoyado por familiares. El otrora estudiante aclaró en entrevista que consiguió vivir en el exilio de forma menos gravosa, ya que don Francisco Giner de los Ríos y otras personas del Partido Socialista Chileno le brindaron su ayuda. Sus actividades en Chile se concretaron, principalmente, en trabajos editoriales como la corrección de estilo; ayudó también a imprimir la revista Tercer Mundo, en la que fueron publicados varios artículos sobre el 68 mexicano (entrevista con Roberto Escudero, 2014).
Respecto a la duración, es necesario decir que pese a todo no fue claro desde el principio que el exilio fuese a ser corto. Escudero recuerda que ellos “estaban haciendo gestiones para estudiar, para trabajar. Ellos pensaban que se quedaban. Pero a través de los contactos con México, principalmente con el Pino y con Osorio, Ignacio Osorio, otro compañero que ya falleció, nos dijeron ‘¡Regrésense!’”. Y continúa: “Ellos pensaban que no regresaban, andaban buscando trabajo, buscando escuelas, andaban buscando cómo acomodarse ya para la vida chilena” (entrevista, 2014).
Algunos testimonios señalan que la madre de Raúl Álvarez Garín, Manuela Garín, fue, junto a otras madres de los exiliados, a hablar con Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación. Le habría preguntado al funcionario cuándo podrían volver “los muchachos”. Ante el cuestionamiento, el secretario habría señalado que no existía motivo alguno por el cual no pudiesen estar en el país (entrevista con Ana Ignacia Rodríguez, 2016). Más aún, Moya Palencia sacó un desplegado en el periódico para decir que no había persecución en contra de los supuestos exiliados (Excélsior, 1971: 1).
En efecto, el 5 de junio, el periódico Excélsior publicaba las declaraciones del secretario de Gobernación. Bajo el título “Pueden volver a México, dice Moya, los excarcelados ‘Bajo Palabra’”, el diario insistía en que los propios estudiantes habían pedido su liberación de la cárcel y habían dejado México por voluntad propia: el gobierno no tenía nada que ver con lo que pasaba.
Todos aquellos excarcelados que estuvieron detenidos a raíz de los disturbios de 1968 y que pidieron su libertad bajo protesta para salir del país, pueden volver a él cuando lo deseen con las garantías que otorga la Constitución, afirmó ayer el licenciado Mario Moya Palencia, secretario de Gobernación.
Moya Palencia explicó que quienes salieron al extranjero lo hicieron por voluntad propia, para completar sus estudios fuera del país, al ser liberados bajo protesta o al desistirse el Ministerio Público de las acciones emprendidas en su contra (Excélsior, 1971: 1).
Vale la pena insistir en las formulaciones esgrimidas por el secretario de Gobernación y refrendadas por el periódico: los jóvenes salieron de la cárcel porque pidieron su libertad bajo protesta, se fueron del país por voluntad propia. Sólo faltaba que Moya Palencia señalara que habían entrado a la cárcel por decisión personal. Lo cierto es que, luego de estas declaraciones, los participantes en el movimiento estudiantil se pusieron en marcha para volver a México.
A principios de junio de 1971, regresaron. Dos personas del grupo volaron a México vía Lan Chile,23 ante lo cual el embajador comunicaba por medio de un telegrama: “Ya hemos pedido compañías aviación comuníquenos brevedad posible gestiones compra pasajes llegaren a realizar resto grupo de estudiantes”.24 Sin embargo, no todos retornaron inmediatamente. Luis González de Alba buscó quedarse en Chile, pero al denegarle extender la visa, viajó a Argentina y luego a Río de Janeiro, donde se inspiró para escribir su novela El vino de los bravos y unos tequilas.
Por su parte, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, Federico Emery Ulloa, Raúl Álvarez Garín, Eduardo Valle, José Tayde Aburto, Gilberto Guevara Niebla, Roberto Escudero y Lino Osegueda regresaron el 3 de junio. Según el diario El Universal, los estudiantes venían procedentes de Chile, “donde estaban becados realizando estudios” (4 de junio de 1971: 1, 14). Excélsior también incidía en la desinformación: “En un jet de la Air Panamá viajaron los ocho jóvenes que fueron encarcelados después de los sucesos de 1968 y que prefirieron salir del país para continuar sus estudios, primero en Uruguay y luego en Chile de donde decidieron retornar al país” (J. Durán, 1971: 1, 12).
Los jóvenes reaccionaron ante las mentiras propagadas por el gobierno y los periódicos:
Queremos señalar explícitamente que no tenemos becas ni ayuda financiera de ningún gobierno ni de organismos internacionales de ningún tipo y que por ahora nos sostenemos gracias a la ayuda solidaria de estudiantes, profesores y compañeros mexicanos; además es pertinente aclarar que por ningún motivo aceptaremos nada que pudiera comprometer nuestra independencia política en lo más mínimo (J. Durán, 1971: 12).
Los estudiantes tuvieron una emotiva recepción en el aeropuerto internacional Benito Juárez: “En el aeropuerto había como diez mil muchachos, a mentadas de madre con la policía. […] creo que hicimos bien en regresar porque de otra manera hubiéramos tardado muchos años, y según mi experiencia, el exilio es peor que la cárcel”, señaló Raúl Álvarez Garín (Bellinghausen e Hiriart, 2008: 158) Según los periódicos, poco más de mil jóvenes habían ido a recibir a los exiliados, con ramos de flores y pancartas de bienvenida (El Universal, 1971: 1, 14; J. Durán, 1971: 1, 12) Hay un video de poco más de 10 minutos en el que se pueden ver conmovedoras imágenes de los estudiantes bajando del avión, pasando migración, fumando, y siendo recibidos por sus amigos y familiares (Sánchez y Comité 68 Pro Libertades Democráticas, 2006).
Más emotivo aún fue el recibimiento en Ciudad Universitaria, donde varios cientos de estudiantes se reunieron con los retornados: al grupo se habrían sumado en el presídium el ingeniero Heberto Castillo, Pablo Gómez y Rafael Talamantes, así como el abogado defensor de los jóvenes: “Venimos a incorporarnos, con sencillez, a las luchas por la libertad, la justicia y la democracia en México. Los estudiantes somos el factor más importante para los cambios que el país necesita, y los buscaremos” (Reveles, 1971: 1, 10). Al integrarse a la actividad estudiantil, los jóvenes manifestaron que el exilio había sido una táctica política y exigieron castigo para los responsables de la matanza en Tlatelolco.
El exilio chileno de los mexicanos fue muy breve; sin embargo, las consecuencias de esta forma de represión duraron mucho tiempo. Al regresar a México, algunos de ellos no pudieron retornar a las aulas, sus expedientes académicos fueron desaparecidos, hasta sus actas de nacimiento, y en general el estigma de ser comunistas marcó a sus familias durante un tiempo. Por ejemplo, Fausto Trejo se dedicó a la profesión de psiquiatra hasta que su ex alumno, Juan Ramón de la Fuente, fue nombrado rector de la UNAM y lo ayudó a regresar a su labor de catedrático (entrevista con María Elena Trejo, 2013; Becerril, 2011).
Si el recibimiento de los exiliados en el aeropuerto y en Ciudad Universitaria fue cálido y amoroso, la recepción política por parte del gobierno no fue tan entusiasta. En primer lugar, fueron culpados por la Masacre del Jueves de Corpus. Álvarez Garín recordaba del retorno: “[…] a los ocho días fue la matanza del 10 de junio. La prensa del día 11 nos llamó ‘los chilenos’ y nos echó la culpa” (Bellinghausen e Hiriart, 2008: 158). En segundo término, sufrieron persecución política, como se acaba de referir para el caso de Fausto Trejo. En tercer lugar, es necesario considerar que a partir del 68 se abriría un nuevo periodo en la escalada represiva en contra del “enemigo político”: frente al movimiento estudiantil, legal y urbano, se utilizaron distintas estrategias de violencia, como la persecución, la cárcel, el exilio y el crimen de lesa humanidad en la Plaza de Tlatelolco; unos años después, en contra de las organizaciones político-militares, además de todas las anteriores, se ejerció también la desaparición forzada. Comenzó entonces una etapa de gran violencia de Estado en contra de movimientos políticos, sociales y organizaciones político-militares: el de la contrainsurgencia (Allier Montaño, Vicente Ovalle y Granada, 2021). El regreso del exilio no fue, pues, sencillo. Los jóvenes del 68 continuarían sus militancias políticas en los convulsos años setenta del México de la paradoja, que recibía en su tierra a los exilios latinoamericanos mientras reprimía a sus opositores políticos.
A las casi dos decenas de estudiantes que debieron exiliarse para poder abandonar la prisión hay que sumar los estudiantes, intelectuales y artistas que optaron por “autoexiliarse” luego de ocurrida la masacre del 68, al considerar que sus vidas corrían peligro. Se fueron a países de Europa (Musotti y Mejía Arregui, 2020) y a Estados Unidos (Allier Montaño, 2021), donde podían seguir ejerciendo su labor académica, sus actividades político-sociales o donde simplemente tenían redes de apoyo, lo que generó grandes preocupaciones entre los representantes diplomáticos mexicanos. Esos casos no son objeto de análisis de este trabajo, ya que quienes salieron así del país tomaron su decisión en condiciones de libertad (o clandestinidad), pero sin que el gobierno la condicionara directamente. En el caso de los 16 prisioneros en Lecumberri, esta decisión se tomó estando en la cárcel desde hacía tres años, con una muy reciente condena a casi dos décadas de prisión y siendo la condición para dejar la cárcel: la decisión de aceptar el exilio representaba una negociación para preservar su vida y su libertad.
Además, vale la pena insistir en que el regreso de los exiliados de Chile estuvo marcado por la presión de sus familias, quienes denunciaron que habían sido liberados sólo para ser expulsados del país. Al igual que el embajador mexicano en Uruguay, Moya Palencia no estaba dispuesto a reconocer públicamente que el gobierno expulsaba jóvenes por razones políticas. Paradójicamente, el mismo régimen que los había expulsado, el mismo funcionario que había hecho sus pasaportes para salir, los invitaba a volver. Y una vez que volvieron, fueron culpados de la masacre del 71.
A manera de conclusión. “Quienes salieron al extranjero lo hicieron por voluntad propia”: violencia de Estado a la mexicana
En el campo de los derechos humanos aún parece existir controversia acerca de si el exilio puede considerarse como una violación de dichos derechos. Ante ello, el campo de estudio de los exilios en América Latina ha desarrollado amplios debates y conceptualizaciones que permiten entender por qué sí se trata de una violación y de una forma específica de violencia de Estado. Como se ha dicho, el exilio es un mecanismo de exclusión institucional dirigido contra opositores al régimen (Sznajder y Roniger, 2013: 31). Ese fue el caso de este grupo de hombres forzados a abandonar el territorio como condición para su liberación de la cárcel.
Existen exilios tanto dentro de regímenes democráticos, como retornos en momentos de autoritarismo o dictadura (Jensen y Lastra: 2014). El caso que estudiamos nos permite analizar y reponer las complicadas estrategias represivas usadas por los distintos gobiernos de los años sesenta-ochenta para neutralizar, eliminar o cooptar la disidencia política. Estrategias pensadas y llevadas a cabo por instituciones y funcionarios gubernamentales, de manera sistemática y organizada, en contra de grupos políticos y sociales. La muestra estudiada parece pequeña, pero es importante destacar que: 1) el gobierno realizó un seguimiento preciso de sus trayectorias; es decir, los ubicó como miembros del CNH, los apresó, los encarceló, los condenó y después los liberó con la condición de que salieran del país; 2) queda por incidir en la investigación de quienes no transitaron este circuito, como el caso de Roberto Escudero, quien no fue encarcelado pero sí hostigado hasta que decidió abandonar el país; 3) tampoco hay mucha información de quienes se exiliaron preventivamente, como Marcelino Perelló, que tampoco rindieron el testimonio de su experiencia o dieron un peso significativo a su exilio; 4) las investigaciones realizadas por la Femospp acreditaron que, efectivamente, el gobierno mexicano obligó a un grupo de hombres a exiliarse.
Más allá de las cuestiones legales y de regulación del marco de los derechos humanos, nos encontramos frente a un problema de reconocimiento público y gubernamental de una experiencia real. Y en eso, México no es una excepción. Diversas investigaciones (Bielous Dutrénit, Allier Montaño, Coraza de los Santos, 2008; Lastra, 2016) muestran que existe una jerarquía en las demandas públicas en torno a la violencia de Estado en cada país. Unas violaciones de derechos humanos quedan por encima de otras. Y en esta ecuación, el exilio casi siempre es de las últimas en ser tomadas en cuenta. ¿Por qué? Es innegable la desesperanza y la dificultad de proseguir la vida cuando se hace frente a una desaparición forzada, indiscutible el desasosiego por haber perdido a alguien en una ejecución extrajudicial. Frente a estas innegables realidades que fracturan a una sociedad, otras violaciones cometidas por regímenes dictatoriales, autoritarios o incluso “democráticos” parecen quedar al margen del debate público y de las reparaciones transicionales (Viñar y Ulriksen, 1993). Así, la no inclusión del exilio en las memorias públicas y en las individuales tiene explicaciones. Quienes experimentaron un exilio pudieron haberlo vivido o recordado con una cierta culpa al considerar que se trató de un “privilegio”, algo que negaría las difíciles situaciones que debieron vivir: la lejanía no sólo del país y de lo que ahí ocurría políticamente, sino de la familia y los amigos, que podían no sólo sufrir las consecuencias de la represión, sino innumerables situaciones personales y de enfermedad, las dificultades para “aculturarse”, encontrar trabajo; en fin, hacer la vida fuera de casa.
Si bien Raúl Álvarez Garín mencionaba que el exilio podía ser peor que la cárcel (Bellinghausen e Hiriart, 2008: 158), lo cierto es que muchas veces habló de la cárcel, pero pocas de su experiencia exiliar. El exilio no ha formado parte de las memorias de quienes lo vivieron en México (Mejía Arregui, 2020; Allier Montaño, 2021). Ni el conocido por el movimiento estudiantil de 1968, ni el que se conocería en los años setenta y ochenta por integrantes de las organizaciones político-militares que se enfrentaron al gobierno mexicano.
La mayoría de quienes escribieron sus memorias sobre el 68 no dedicaron grandes espacios a la experiencia exiliar. En algunos se puede encontrar la idea de que varios miembros del movimiento, sin especificar muchos detalles, salieron del país como consecuencia de la represión vivida. Se convirtió en un sentido común: “Mataron a muchos de nosotros, otros resultaron encarcelados o perseguidos o exiliados, la sacudida fue bárbara”, mencionó David Huerta (Vázquez Mantecón, 2007: 155) Aunque el tema se instaló en diversos relatos testimoniales, los actores nunca dieron muchos detalles de la experiencia exiliar; tampoco fue tema de reflexión profunda. Aunque los protagonistas encontraron en la represión y la masacre los elementos sustanciales del recuerdo, que fueron relevantes en la memoria de la represión, estos detalles se convirtieron más en anécdotas dentro del relato que en partes centrales. Los detalles sobre la experiencia represiva y exiliar no suelen ser recuperados por los actores, mucho menos en primera persona. Siempre quedan diluidos dentro de narraciones mucho más extensas que suelen referirse a las causas, prácticas y consecuencias del movimiento estudiantil.
Alessandro Portelli (2014) ha señalado la avenencia de recuerdo y olvido en los escritos de memoria histórica. En este sentido, la producción memorial de los sesentayocheros no elude esta convivencia problemática: “Ciertas memorias son al mismo tiempo demasiado traumáticas para ser recordadas y demasiado cruciales y complejas para ser olvidadas” (Flier y Lvovich, 2014: 41). Entonces, a la posibilidad de enunciación de memorias subterráneas o que contradicen el relato hegemónico, se contrapone el silencio (Pollak, 2006).
A todo ello se agrega que el exilio del 68 no ha sido prácticamente estudiado por la historia, ni ha conseguido un lugar en las memorias públicas. En las memorias públicas del 68 siguen presentes elementos característicos de las múltiples lecturas que hay sobre el tema. Como se ha sugerido (Allier Montaño, 2021), nos encontramos en un momento de “oficialización de las memorias” donde coexisten y conviven tanto la memoria del elogio (aquella que ve al movimiento como el antecedente directo de los procesos de democratización en México) como la memoria de la denuncia (que hace hincapié en la violencia y la represión sufridas por los miembros del movimiento): elogiar al movimiento no quita legitimidad a la denuncia de la represión; el movimiento estudiantil pensado como lucha por la democracia no imposibilita al 2 de octubre como condensación de la represión. Y es que estas memorias tienen objetivos distintos. Mientras que la memoria del elogio contiene representaciones (y no exigencias), la memoria de la denuncia está ligada a la búsqueda de justicia y reparación (Allier Montaño, 2021).
Conforme los campos de las memorias públicas y de la disciplina histórica se desarrollan, más temas van emergiendo en el debate público y posteriormente en las ciencias sociales. Se ha mostrado en distintos casos nacionales que el exilio político es uno de los últimos temas que aborda la historiografía (Yankelevich, 2009; Jensen, 2010; Jensen y Lastra, 2014; Bielous Dutrénit, Allier Montaño, Coraza de los Santos, 2008; Lastra, 2016).
Además de a la falta de investigación académica, reivindicación individual y denuncia pública, el exilio mexicano se enfrenta a una representación social muy fuerte: la de México como uno de los países refugio por excelencia (Yankelevich, 2002). El exilio de León Trostky, los miles de refugiados republicanos españoles, así como los exilios sudamericanos y centroamericanos fueron una realidad que alimentó el imaginario. Esa representación social hizo que, si bien el gobierno mexicano fuera paradójico al tratar a sus propios opositores políticos, pesara más la imagen de país receptor que de país expulsor.
Lo cierto es que luego de la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco, la violencia empleada tanto por el ejército como por la policía generó un clima de pánico y miedo entre los jóvenes, lo que motivaría a algunos de ellos a salir al extranjero o a vivir en la clandestinidad, dependiendo de las redes de apoyo y los recursos financieros de los que disponían. Se conoció entonces un primer momento del exilio, que aún hay que seguir estudiando.
Mientras tanto, cientos de estudiantes y profesores fueron encarcelados en la célebre prisión de Lecumberri durante varios años sin ser sometidos a un justo proceso hasta el mes de junio de 1970. En 1971, el presidente Luis Echeverría decidió liberar a algunos de los prisioneros políticos, pero con la condición de que se fueran del país “por voluntad propia”. Cerca de una docena y media de militantes conocieron una odisea por Perú y Uruguay, desde donde arribaron a Chile, en cuyo territorio fueron acogidos por el gobierno de Salvador Allende. En todos estos casos, el gobierno mexicano y las representaciones diplomáticas se preocuparon por subrayar que en las cárceles mexicanas no existían presos políticos y que los activistas habían decidido dejar el país por voluntad propia. Por lo mismo, nunca fueron reconocidos oficialmente como exiliados.
Es momento de que desde las memorias públicas y desde las ciencias sociales y humanas se reconozca la experiencia exiliar del 68 como una violación de derechos humanos: la violación del derecho a vivir en el país de origen sin ser perseguido, incluso perteneciendo a la oposición política.