1. Precedentes y génesis del término “Antropoceno”1
Desde el Big Bang, que habría ocurrido entre hace diez mil y veinte mil millones de años, se han ido formando estrellas y galaxias (cfr. Prigogine, 2012, p. 67). Se calcula que la Vía Láctea existiría desde hace unos diez mil o doce mil millones de años y que contiene aproximadamente doscientos mil millones de estrellas. Una de ellas, el Sol, se formó hace alrededor de cuatro mil quinientos setenta millones de años junto con otros planetas, entre ellos la Tierra, que gira a su alrededor. Se estima que durante la primera etapa de su formación, que duró cerca de cuatro mil veinticinco millones de años, se fue formando la litósfera, la hidrósfera y la atmósfera. Hace unos dos mil quinientos millones de años se habría originado en esta última el oxígeno. Tuvieron que pasar otros varios millones de años para que pudiera formarse la capa de ozono, que es capaz de bloquear la radiación de los rayos ultravioletas y proteger a los organismos del efecto dañino sobre ellos. Innumerables cambios ambientales generados por causas astronómicas, geológicas, biológicas y climáticas hicieron posible la biodiversidad de este planeta y han ido modificando su configuración (cfr. Equihua Zamora et al., 2016, p. 71).
El Cuaternario data de hace dos millones quinientos ochenta y ocho mil años y se extiende hasta el presente (cfr. Head et al., 2008, pp. 234-238). En este período geológico, que es el más reciente, tuvieron lugar los períodos glaciares y la aparición del ser humano hace unos doscientos mil años (cfr. Bardají y Zazo, 2009, p. 37). Su conformación no es del todo nueva. En una historia que abarca miles de millones de años de evolución, todos los seres vivos están constituidos por los mismos átomos y moléculas: comparten el mismo alfabeto genético de base en el que está presente el universo completo. En este sentido, no es una mera metáfora o un romanticismo infundado el que cada cual sea polvo de estrellas, portador del mismo código genético del resto de los seres vivos.
En la Tierra existen noventa y dos elementos naturales. Los seres vivos son un conjunto de elementos, pero no están compuestos por todos ellos. Sin embargo, seis de estos elementos componen cerca del 99% del peso de cualquier ser vivo (cfr. Gagneten et al., 2015, p. 1). Cuatro de ellos se los denomina macroelementos: carbono (C), hidrógeno (H), oxígeno (O) y nitrógeno (N). Estos constituyentes principales son los más abundantes entre los seres vivos, y el ser humano no es una excepción: está compuesto de 65% de oxígeno, 18% de carbono, 10% de hidrógeno, 3.3% de nitrógeno, más otros elementos que, salvo el hidrógeno, se formaron en las estrellas hace miles de millones de años (cfr. Boff, 2011, p. 81).
El Holoceno comenzó hace once mil setecientos años y sería la última época del Cuaternario, que se extiende hasta hoy en día (cfr. Bardají y Zazo, 2009, p. 42). Sin embargo, la incidencia de las actividades y hábitos humanos en la composición del ambiente evidenciaron la constitución de una nueva época geológica caracterizada por los alcances desmesurados de la acción humana sobre el planeta.
Del año 1873 data la expresión “era antropozoica”, con la cual Antonio Stoppani categorizó las actividades de la humanidad que constituían una nueva fuerza telúrica de máximo poder y universalidad en la esfera terrestre (cfr. Marsh, 1970). Un siglo más tarde, con la noción de “Noosfera”,2 diversos pensadores cuestionaron en este contexto el rol del conocimiento. Posteriormente, Michael Samways acuñó el término “Homogenoceno” (cfr. Samways, 1999, pp. 65-66) para aludir a la época geológica en que le tocó vivir y cuya biodiversidad se encontraba en clara vía de reducción por la alteración antropogénica de los ecosistemas terrestres. A su vez, mediante la noción de “Antroceno”, Andrew Revkin designó una época geológica caracterizada por los alcances de las acciones humanas (cfr. 1992, p. 55). Otras voces científicas usaron “Homogeoceno” para denunciar una época marcada por la aniquilación de la diversidad y la homogeneización tanto biológica como cultural de la Tierra llevada a cabo por la especie humana (cfr. Rosas, Cravioto y Ezcurra, 2004, p. 9).
Finalmente, luego de la versión que establecía una analogía con el Holoceno,3 cobró mayor notoriedad el término “Antropoceno”, propuesto por primera vez por Eugene F. Stoermer a comienzos de los ochenta pero que logró difundirse años después en un artículo publicado junto con Paul J. Crutzen acerca del rol del ozono en la atmósfera. Del griego anthropos (‘hombre’) y kainos (‘nuevo’), el concepto de “Antropoceno” designa la reciente época geológica (que sucede y marca el fin del Holoceno) caracterizada por el impacto y dominio de las actividades humanas sobre el planeta, y cuyos alcances rebasan los límites de variabilidad climática propios del periodo en que el ser humano apareció y se expandió por el mundo (cfr. Crutzen y Stoermer, 2000, p. 17).4 Sus desencadenantes fundamentales son la superpoblación -unida a la sobrecarga que trajo consigo- y la masificación del uso de combustibles fósiles. Ambos factores elevaron las concentraciones en la atmósfera de óxido nitroso (NO), dióxido de carbono (CO2) y metano (CH4). Su incremento ha sido de tal magnitud que se ha hecho una identificación del poder humano con el de los procesos planetarios a escala geológica. Precisamente, como el Antropoceno reconoce al humano como un agente de la naturaleza (en el sentido geológico), Dipesh Chakrabarty, un historiador bengalí del postcolonialismo, cuestiona la clásica distinción entre historia humana y natural (2019. p. 104).
A pesar de que el Antropoceno sea un concepto en desarrollo, el posterior análisis y cuestionamiento de este ha llevado a plantear responsabilidades diferenciadas relativas a la acumulación de las emisiones de gases de efecto invernadero5 y a formular otras variantes, como “Econoceno”, “Tecnoceno” o “Capitaloceno” (cfr. Moore, 2020, pp. 201-225).6 Esta amplia gama conceptual, implícita o explícitamente, sirve para denunciar o simplemente constatar una era caracterizada por la muerte en masa de especies perpetrada por el hombre: un ecocidio en pleno Necroceno.
2. El trasfondo bélico de los orígenes del concepto de “ecocidio”
El complejo de autodestrucción individual y ambiental tiene un pasado rastreable desde tiempos milenarios, desde cuando fue posible constatar con mayor claridad que muchas sociedades históricas fueron energívoras, consumiendo sistemática y progresivamente las energías de la naturaleza. Sin embargo, la expresión conceptual del ecocidio tuvo lugar recién a mediados del siglo XX, en tiempos de las guerras contra el sudeste asiático.
El uso de armas químicas (herbicidas y defoliantes) como programa de guerra en Vietnam llevó a que Arthur Galston, director del departamento de botánica de la Universidad de Yale, acuñara el término ecocidio. Por ecocidio se entendieron todas aquellas prácticas bélicas que hicieron de la naturaleza un objetivo militar. Científicos y académicos difundieron ampliamente el término ante la destrucción ambiental y la catástrofe humanitaria derivada de la Operación Ranch Hand (cfr. Cecil, 1986). Defoliar, destruir selvas, bosques y cosechas en Vietnam, en las zonas fronterizas de Laos y Camboya era una estrategia militar de EE. UU. para negar las fuentes de alimento y acabar con la cubierta forestal bajo la cual pudieran refugiarse los habitantes de Vietnam, forzando así mediante la hambruna y la contaminación la migración obligada de los vietnamitas a las zonas urbanas controladas por EE. UU. Se calcula que, entre 1962 y 1971, la fuerza aérea de EE. UU. roció más de ochenta millones de litros de herbicidas y defoliantes, producidos principalmente por Dow Chemical y Monsanto (cfr. Griffiths, 2004). Fuentes oficiales vietnamitas cuentan alrededor de dos millones de víctimas humanas y tres millones de hectáreas contaminadas por estos tóxicos, quedando aún en el presente miles de hijos de padres que fueron contaminados con mutágenos dañinos para el ADN y que nacieron con severas malformaciones o desarrollaron cáncer al poco tiempo de nacer (cfr. Warwick, 1998, pp. 17-18; Schecter et al., 2001, pp. 435-443; Research Centre for Gender, Family and Environment in Development, 2006).
La magnitud de las secuelas para la salud humana y la devastación en los millares de kilómetros cuadrados de bosques y tierras de cultivos que terminaron pulverizados por los herbicidas “arcoíris” (químicos, entre ellos el agente naranja, llamados así por el efecto óptico multicolor que provocaban sus rociaduras) potenciaron la idea de que en Vietnam se había cometido un ecocidio, un crimen de guerra, y que como tal violaba el derecho internacional (cfr. Zierler, 2011, p. 14).
Las dinámicas ecocidas procuran causar catástrofes ambientales para forzar el destierro definitivo, la muerte o exterminio en masa de seres humanos y no humanos. Por ello, en las sociedades fatalmente afectadas, además de desencadenarse descensos abruptos de población, se da una desintegración de los cimientos sociales, la organización política, la complejidad económica y las normas de civilidad en los vastos territorios así asolados por el hombre. Los escenarios ecocidas generan situaciones límite que trascienden dramáticamente los márgenes generacionales de quienes las provocaron.
3. Antecedentes e hitos ecocidas: hacia la noción de “Antropoceno”
Desde la etimología del término, el concepto de “ecocidio” trasciende los márgenes epocales que le dieron origen. En el vocablo aparece primero el objeto en el que recaerán las consecuencias del acto -el oikos-, seguido del verbo: caedere, ‘matar’ (como ocurre también con términos como “femicidio”, “homicidio”, “fratricidio” o “suicidio”). En lo que concierne al ecocidio, ha de considerarse que los paleobiólogos distinguen a grandes rasgos dos tipos de extinción. La extinción de fondo es aquella que suele darse en un proceso constante después de un largo periodo en el que la especie y su nicho ecológico lograron perdurar con éxito sin cambios sustanciales, mientras que la extinción en masa es más bien una ruptura antes que la culminación de un proceso continuo. Stephen Gould (1985, pp. 231-232) caracteriza esta última a través de cuatro criterios: las extinciones en masa son más frecuentes, ocurren de forma más rápida, son mayores tanto en número como en hábitats eliminados, y tienen además efectos mucho más severos que las ocurridas en tiempos normales. Este tipo de extinción comenzó a reiterarse con la llegada de los primeros seres humanos a los diversos continentes; justo en aquel entonces comenzó a tener lugar una devastación de la biodiversidad en la Tierra por causas antropogénicas y no por causas extrahumanas (como lo fueron, por ejemplo, el impacto de un meteorito con la Tierra o la erupción volcánica en cadena).
A pesar de que no exista consenso sobre el inicio del Antropoceno, hay acuerdo en que es posible rastrear antecedentes importantes hace más de catorce mil años. Se verá que estos, como también los grandes hitos en su desarrollo, revelan el potencial ecocida de la especie humana.
Extinción masiva de la megafauna: actualmente existe una discusión acerca de la naturaleza de las extinciones antropogénicas, pues existen sólidos estudios (sobre todo de antropólogos físicos y paleontólogos) que prueban que muchas especies de animales de gran tamaño que sobrevivieron a la mayoría de las eras glaciales acabaron por extinguirse hacia el final de la última glaciación debido a las habilidades cinegéticas del hombre (cfr. Diamond 2014, p. 74). Por ejemplo, la extinción de la megafauna en América del Norte -el noventa y cinco por ciento de la cual desapareció entre hace catorce mil y once mil años- coincide considerablemente con la época en que fue colonizada por los seres humanos (cfr. Broswimmer, 2005, pp. 57 y 59). En las depredaciones antropogénicas que habrían sido llevadas a cabo por los cazadores-recolectores y que acabaron con la extinción de la megafauna se emplearon métodos tan rudimentarios como cercar de forma intencional y premeditada a los grandes animales y arrinconarlos hasta obligarlos a caer a un precipicio (cfr. Doughty, Wolf y Field 2010, pp. 1-5; Ripple y Van Valkenburgh, 2010, pp. 516-526). Este y otro tipo de prácticas arcaicas -crueles, en un amplio sentido del término- eran muy comunes a fines del Cuaternario en distintas partes del mundo.
La revolución neolítica: existen diversas hipótesis respecto a las dinámicas de violencia y agresividad infligidas por el ser humano a nivel intra y extrahumano durante el Neolítico. Por un lado, hay autores que consideran que se trató de un periodo matrilineal en el que se le asignó, en general, culpabilidad al que dañara físicamente al prójimo (humano o no); habría sido un periodo en el que predominaron la sensibilidad y el agradecimiento a la Tierra más que su explotación.7 Por otro lado, existen numerosas investigaciones enfocadas en mostrar cómo el paso de una vida nómada -con una economía basada principalmente en la caza, la pesca y la recolección- a una vida sedentaria -sustentada en la ganadería y la agricultura- implicó la masificación de estas últimas, causantes de algunos gases de efecto invernadero que impidieron en ese periodo el origen de una nueva glaciación (cfr. Ruddiman, 2003, pp. 261-293). El ascenso demográfico, la densidad poblacional, el estilo de convivencia del sedentarismo, la división social del trabajo, el clasismo -que dejó a las mujeres en un lugar inferior en la sociedad- y la aparición de sociedades jerarquizadas incidieron en la proliferación de enfrentamientos y dinámicas de agresividad de todo tipo.8 No hay que olvidar que desde hace aproximadamente ocho mil años el ser humano ya se había ido asentando en diversos continentes en los que solía reiterarse un patrón común: posterior a su llegada, una gran cantidad de poblaciones animales y vegetales entraban en un proceso rápido de agotamiento e incluso desaparición. Luego, con la sedentarización, la acumulación de alimentos y bienes materiales acabó por generar codicia, rencillas internas y enormes conflictos. La noción de “propiedad privada” habría surgido con los hombres ganaderos, a quienes también les preocupaba poder traspasar sus rebaños a sus hijos. Autoras feministas ven en este periodo el nacimiento del patriarcado, especialmente cuando se les exigió fidelidad sexual a las mujeres y se desencadenó lo que Friedrich Engels caracterizó como “la derrota histórica del sexo femenino” (1886, p. 32). Dominante en número, el aumento poblacional del ser humano fue posible por la estabilidad en la abundancia de determinados víveres proveniente de otras especies, apetecidas por el hombre. Satisfacer la demanda del creciente número de personas, además de permitir el paso a la vida sedentaria, condujo a la construcción de poblados grandes y permanentes. Su desarrollo implicó talar bosques y transformar, en general, la cubierta vegetal. Todo esto fue incrementando, gradualmente, la concentración de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera. Hace unos seis mil años se implementaron además técnicas de riego en los campos de cultivo, en especial en los de arroz, lo que fue elevando a su vez los niveles de metano (CH4) en el aire (cfr. Ruddiman, 2005, pp. 34-41).9
Revolución y era industrial (1800-1945): para una gran mayoría, los orígenes del Antropoceno datan de esta época de enormes transformaciones tecnológicas, económicas y sociales. La explotación de materias primas y la introducción de recursos naturales -provenientes de los continentes colonizados o de la talasocracia en los océanos- a los países en los que se originó la era industrial permitieron crear grandes urbes y puertos. Los avances tecnocientíficos llevaron a la invención de maquinarias que maximizaron los procesos de eficiencia productiva. Otro factor detonante de este período fueron las guerras que hubo en gran parte de Europa, las cuales forzaron a los gobiernos a desarrollar industrias que produjeran más y mejor. Icónica del capitalismo, la fábrica de la industria moderna fue el lugar de la producción en serie a gran escala, imponiéndose la economía urbana, industrializada, por encima de la rural, basada en la agricultura, el comercio manual y local. Esta transición influyó en el crecimiento galopante de la población, que, junto con la economía mecanizada, permitió por primera vez en la historia que el nivel de consumo de mucha gente creciera en una constante. Los nuevos hábitos adquisitivos implicaron el uso abusivo de las energías de la naturaleza, la explotación irracional de la Tierra y el despegue del especismo a niveles industriales que, con los métodos de explotación modernos, llevaron a que en unas pocas décadas muchas de las poblaciones explotadas descendieran abruptamente, poniéndolas en riesgo de extinción. Las repercusiones sociales y ambientales se hicieron evidentes. Por un lado, se agravaron las desigualdades y la despersonalización de las formas de trabajo y se destruyeron roles y lazos comunitarios; por otro lado, el deterioro del entorno se hizo evidente con la degradación severa del paisaje, la deforestación creciente, la producción de cemento, y un largo etcétera de residuos y contaminantes (Steffen, Grinevald et al., 2011, pp. 842-867). No de la misma visibilidad fue el calentamiento global en ciernes, derivado del crecimiento económico y demográfico, cuya masificación exigió la utilización de combustibles fósiles con la respectiva concentración de dióxido de carbono en la atmósfera (cfr. Brice, 2002, pp. 72-80).
Gran aceleración y era nuclear (aprox. 1945-2015): la detonación de la bomba atómica no es solo un hito de la Segunda Guerra Mundial, sino el inicio de un periodo de reanudación y fomento de la actividad económica en tiempos de posguerras, marcado por un alza en los más diversos indicadores de crecimiento. Por ejemplo, en solo cincuenta años la población creció de tres a seis mil millones, el consumo de petróleo creció en un factor de 3.5, el número de vehículos motorizados aumentó de cuarenta millones a setecientos millones; con la misma celeridad despegaron la conectividad económica, los viajes internacionales y el dinamismo que adquirió el mundo globalizado. Hubo una Great Acceleration que quedó reflejada en el alza de cincuenta y ocho partículas por millón (ppm) de CO2 en la atmósfera en solo cincuenta años y casi exclusivamente por la actividad económica de los países de la OCDE (cfr. Steffen, Grinevald et al., 2011, pp. 848-849).
Cuando Hans Jonas afirma que la tesis inicial de su obra capital es que “la promesa de la técnica moderna se ha vuelto una amenaza, o que esta ha quedado asociada de un modo indisoluble a la promesa” (1979, p. 7), alude en el fondo a la amenaza de catástrofe debida al éxito que se ha conseguido con el ideal baconiano de la ciencia y la técnica. Precisa que la conjunción del éxito biológico y del económico genera inevitablemente una crisis (1979, p. 251). Este exitismo, relativo tanto al incremento exponencial de la población como a la producción y consumo desmedido a costa de la naturaleza, afecta en el fondo aquello que William Catton definió más tarde como “capacidad de carga de la Tierra”. Por tal entiende: “La población máxima de una especie dada que puede ser mantenida de manera indefinida por un hábitat particular (con ayuda de una tecnología y organización determinadas, en el caso de la especie humana)” (2010, p. 35). Influenciado por The Population Bomb (de Ehrlich, 1968), la capacidad de carga alude, en general, a la cantidad de individuos que pueden ser mantenidos de cierta forma, de manera indefinida, por un medio ambiente. Cuando la carga es inferior a la capacidad de soporte del ecosistema -es decir, con una densidad demográfica favorable, baja-, se pueden elevar los estándares de vida y se abre la posibilidad de aumentar la cantidad de habitantes. En cambio, cuando la carga aumenta, se sobreutiliza el medio, con lo que se supera la capacidad de los ecosistemas para procesar y reciclar adecuadamente los desechos de la actividad humana, lo que puede llevar al mundo globalizado al colapso.
4. El riesgo de un ecosuicidio y el distanciamiento entre la ética y los avances tecnocientíficos
Debido a la cantidad de individuos y a los efectos de las acciones humanas en los procesos biogeoquímicos se han gestado alteraciones antropogénicas multifactoriales a nivel planetario que son perjudiciales en términos ecológicos y que convierten al ser humano en un poderoso agente capaz de hacer transformaciones a escala geológica, tanto así que su acción se hace comparable con otros enormes procesos que han configurado el desarrollo mismo de la Tierra. Existen mecanismos que inciden en la regulación del ciclo de carbono, los cuales funcionan mediante componentes posibles gracias a la biodiversidad. Su pérdida masiva implica directamente crueles prácticas especistas; indirectamente, la transformación de hábitats naturales en terrenos agropecuarios o la explotación comercial de especies hasta el agotamiento son prácticas -entre otras- que ayudan a incrementar la temperatura promedio del planeta, la cual se ha elevado a límites que han excedido lo registrado desde tiempos de la última glaciación (cfr. Equihua Zamora et al., 2016, pp. 68-73). La desintegración de los ecosistemas se relaciona con la elevación de la temperatura promedio de la Tierra. Agente ecocida de fuerza global, el ser humano está perpetrando un evento de gran extinción en un patrón en el que el especismo, la reificación, el saqueo y la destrucción no han sido la excepción, sino muchas veces la regla.
Los alcances autodestructivos del exterminio antropogénico en masa de especies, con la desintegración de ecosistemas, podría tardar en llegar al desenlace de la muerte de las sociedades, o también podría desembocar en un acelerado colapso, similar al que se piensa que pudo ser el de la población de Isla de Pascua en el siglo XVI o con los renos de la isla San Mateo en el siglo XX (cfr. Catton, 2010, pp. 249-250). Ambas poblaciones, una humana y otra no-humana, luego de superpoblar y sobrepasar la capacidad de carga de sus respectivas islas, colapsaron. A pesar de que este no ha sido el final de todas las sociedades que han desaparecido, la amenaza de un ecocidio mundial considera extensible el creciente riesgo de que las poblaciones del pasado, diezmadas por problemas ambientales, sean un precedente claro de lo que le está ocurriendo a otra escala al actual mundo globalizado.
Ecosuicidio: entiendo por “ecosuicidio” la muerte en masa de seres vivos como resultado directo o indirecto de un acto ampliado del agente; dada la actual situación de sobrecarga planetaria, de replicarse universalmente un acto tal, el ser humano sabrá que su resultado será la extinción generalizada de especies, incluyendo muy posiblemente la suya. Hay una intencionalidad de por medio, aunque no sea directa, en cuanto se trata de un crimen a la biodiversidad, una eliminación sistemática de especies, un daño al medio ambiente por causas antropogénicas que tienden a desencadenar el propio exterminio humano. Este desenlace fatal, además y más allá del “yo” de la víctima, recae en la especie del agente. Se incrementa de manera ostensible la exposición al riesgo de acelerar la muerte de la propia especie por parte del agente que ejecuta dicho acto debido al daño ambiental sufrido.
El distanciamiento entre la ética y los avances tecnocientíficos: la masificación del uso de combustibles fósiles, responsable del aumento de CO2 en la atmosfera, desincentivó por largo tiempo el desarrollo de tecnologías de energía alternativa. Si bien es cierto que existe una relación entre las energías y los alcances e implicancias éticas de su desarrollo, no ha primado en esta materia una unión sólida entre ambas. Las ingenierías, por ejemplo, promovieron, por un lado, la construcción a gran escala de termoeléctricas, plantas nucleares y represas, mientras que, por otro lado, no puede dejar de reconocerse que han hecho posible la construcción de paneles solares, molinos para plantas eólicas o plantas generadoras de hidrógeno verde.
Ahora bien, en el actual Antropoceno se pueden cronificar dinámicas de perpetuación del desentendimiento existente entre ciencia y ética. Esto ocurriría si se confiase única y exclusivamente a los avances de la técnica mecanismos requeridos para frenar el sobrecalentamiento global en curso -por ejemplo, si se delegaran todo tipo de responsabilidades personales a la geoingeniería o ingeniería climática para que implementen dichos mecanismos-.
A pesar de que hay métodos, como la plantación a gran escala de árboles, que de mano de la geoingeniería podrían ayudar a combatir el cambio climático sin manipular o alterar de manera artificial los ciclos naturales, las consecuencias de otras prácticas de la gestión geoingenieril de la radiación solar y de la reducción del dióxido de carbono no solo han resultado ineficaces hasta la fecha, sino que arriesgan desencadenar eventuales efectos secundarios, tales como la acidificación del océano, la destrucción de la capa de ozono o la alteración del ciclo hidrológico y la consiguiente sequía (cfr. Robock, 2008, pp. 14-19). En esta línea, numerosas voces cuestionan que la misma mentalidad de dominio y control sobre la naturaleza -que explica en parte la actual crisis ecológica y climática- se transforme en el punto de partida para enfrentarla mediante mayores y más violentas manipulaciones de una Tierra compleja, vulnerable y autoorganizada (cfr. Grupo ETC, 2018).
La ecosuicidología implica una adaptación profunda, subsidiaria de los aportes de las éticas ambientales y animales, y que considere los saberes tanto de las culturas precolombinas como de otros pueblos aborígenes, así como tradiciones milenarias que tuvieron un trato ecológico con el entorno (cfr. Descola, 2003, pp. 84-89; Pániker, 2001, pp. 161 y 209-210; Dhammananda, 1993, p. 171; Gandhi, 1986, pp. 132-133).
5. Ecosuicidología
Atisbar en toda su inmensidad el complejo escenario ambiental que signa el siglo XXI implica sondear cómo la degradación masiva de los ecosistemas fue antecedida por la comprensión de lo que el ser humano ha concebido como “naturaleza”. Consciente o inconscientemente, la interpretación racional de su significado ha determinado una gran gama de sistemas, modos de producción y de vida, cuyas dinámicas generaron una alteración antropogénica tanto de la biósfera como de los seres que la habitan. Al igual que el medio ambiente, la noción de “naturaleza” no solo abarca los sistemas existentes extrahumanos, pues, al interactuar, el Homo sapiens adapta, transforma, utiliza y se desenvuelve en sistemas mediante otros que él ha creado, proyectando desde dentro de sí nuevos ambientes en los cuales él mismo ha evolucionado y de cierta forma trastornado. Sobre esta última distorsión, piénsese en 1) los grandes modelos económicos que han fomentado el llamado desarrollo sobre la base de la producción destructiva del entorno; 2) la creencia arraigada desde antaño en la supuesta superioridad del Homo sapiens, cuyo rasgo distintivo, la racionalidad, lo ha empoderado al punto de establecer prácticas lesivas y letales contra el resto de las especies, muchas extintas; 3) el mito de la superabundancia que sobrecarga y contamina un planeta crudamente superpoblado; 4) la fe en la ideología extractivista imperante que, con promesas de bienestar, se nutre precisamente agotando los recursos de explotación, o 5) el culto de las grandes masas al progreso, vía los avances tecnocientíficos, cuyo éxito muchas veces se mide, como ocurre con la industria armamentista, por el máximo poder de aniquilación posible.
Resulta innegable que estos cinco ejemplos constituyen un daño a la naturaleza. Lo relevante aquí es reconocer cómo ella misma es la que ha ido manifestándose a través de diversas razones epocales mediante una velada tendencia a la autodestrucción. La humanidad, cuyo desarrollo natural se caracteriza por haber construido la historia y legar simbólicos avances -degradando el entorno-, es agente de esa naturaleza a la cual cree enfrentarse, así como el microcosmos incide en el macrocosmos en que está inserto sin encontrarse fuera ni ser independiente de él. Ahora, ¿son parte del lamentable curso natural de estas dinámicas los desequilibrios ambientales y la destrucción sistemática de las bases de la biodiversidad del planeta?
El suicidio individual y aquel pensado en términos ambientales no son fenómenos sustancialmente diferentes entre sí, y reflexionar sobre uno ayuda a entender la naturaleza autodestructiva del otro, prefigurándose, por extensión, el macrocosmos desde el microcosmos. La actual devastación planetaria de la naturaleza puede ser considerada no solo como una forma de destrucción, sino también de autodestrucción en cuanto involucra al individuo y a la especie, atentando contra la biodiversidad y los ecosistemas precursores de la vida en el planeta.
Los escenarios de desastre ecológico pueden llevar sensu stricto a casos de suicidio ambiental, ecocidio o a un mal progreso que desemboque en la autodestrucción de la humanidad (cfr. Baquedano, 2019, pp. 237-247). Un desafío epocal al que la filosofía no es ajena consiste en entender la pulsión ecosuicida para sondear luego el sentido filosófico de las respectivas condiciones de prevención y de las de supervivencia, lo cual exige pensar la posibilidad de una ecosuicidología.10
Por “ecosuicidología” entiendo el estudio filosófico y preventivo tanto de las dinámicas ecocidas como de las correspondientes derivaciones autodestructivas -ecosuicidas-. La destrucción antropogénica de la naturaleza está vinculada en lo fundamental con las nociones de “Antropoceno” y “ecocidio”, lo cual implica un crimen contra la biodiversidad y una forma de autodestrucción ambiental que involucra al individuo y a la especie humana.
La ecosuicidología es una forma de filosofía ambiental que se nutre de los aportes de las éticas animal y ambiental y de diversas cosmovisiones arraigadas en las sabidurías de los pueblos originarios, pero su estudio se enfoca en el complejo ecocida y la prevención de sus implicancias autodestructivas. El ecosuicidio alberga una problemática desconcertante: el hecho de que la vida humana corre más que nunca el riesgo de extinción precisamente en el Antropoceno. La actual situación de sobrecarga planetaria incide en el sobrecalentamiento global en curso, y, una vez fuera de control, precipitará a los seres vivos a la muerte. Esta fase de supervivencia no solo afecta de manera masiva al resto de las especies, sino que atañe al propio ser humano. ¿Pero por qué incluir el ecosuicidio dentro de una forma de suicidio, si la biodiversidad y los ecosistemas parecen exceder al suicida? Porque el ser humano es un elemento más, una especie más, de la biodiversidad. Que sea una especie más no le quita responsabilidades. Al contrario. Cuando, en marzo del 2015, un copiloto alemán aprovechó el momento en que el capitán del vuelo fue al servicio para activar el cierre de la puerta de la cabina de mando y comenzar así a descender deliberadamente sobre las montañas (ignorando luego las súplicas del capitán que le imploraba abrir la puerta) hasta estrellar el avión en los Alpes franceses, cometió con su acto no solo un suicidio, sino además el asesinato de las otras ciento cuarenta y nueve personas que iban a bordo. Es cierto que con su acto se dio muerte a sí mismo, pero él no solo fue autor de su propia muerte, sino ante todo responsable del asesinato en masa de los pasajeros. De esta manera, su suicidio no deja de estar vinculado con un asesinato masivo.
En este contexto, uno podría preguntarse: ¿sería válido, en términos éticos, llamar “suicidio” a los genocidios por el hecho de que también muchos de los que los cometieron murieron, ya sea quitándose la vida o provocando su propia destrucción? No parece adecuado decir, por ejemplo, que los nazis “se suicidaron” por la destrucción que alcanzó a Alemania y sus habitantes. Puede haber muchas razones: la vida en ese país continuó, pese a las pérdidas humanas y a la destrucción moral y material que los afectó; sería ofensivo además para una buena parte de las víctimas del nazismo hablar del “suicidio” de la Alemania nazi en vez de genocidio -es decir, si la historia recordara o se refiriese a los crímenes de lesa humanidad de la Alemania nazi aludiendo a su “suicidio” en vez de al genocidio del que fueron responsables-. Por analogía, resultaría especista llamar “ecosuicidio” si se subordinara en un orden de relevancia la extinción masiva de especies a la exclusivamente humana. Sin embargo, a diferencia del homicidio, el fratricidio, el femicidio y demás, el concepto de “eco-sui-cidio” alberga en sí al de “ecocidio”, es decir, el crimen contra la biodiversidad. Por consiguiente, el resultado de la muerte de sí -es decir, del agente contenido en el sui- no le quita peso ni responsabilidades diferenciadas al agente ejecutor que, en este caso, es un ser humano. Este hecho permite conservar el concepto de “ecosuicidio”, pero reconociendo su carácter secundario, subordinando en un orden lexicográfico al de “ecocidio”, que alberga en sí; de tal manera, es compatible con un enfoque biocentrista, ecocentrista y no especista.
Jonas afirma, por ejemplo, que cabe hablar del derecho individual al suicidio, pero no así al de la humanidad, la consecuencia extrema de su posible desaparición autocausada. Más allá del acto individual de darse muerte a uno mismo, Jonas (1979, p. 80) concluye en un sentido prescriptivo que la humanidad no tiene derecho al suicidio. Postula que, antes del ser humano, la vida había declarado un sí condicional a ella misma, pero con el ser humano el deber ser, vinculado al ser, se recubre de una forma de obligación (cfr. 1979, pp. 157-158), pues el ser humano puede elegir la destrucción. Es decir, efectivamente, es pensado el fin de la “continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra” (1979, p. 36). Ahora bien, el ecosuicidio tiene un significado más amplio al no estar enfocado, desde una óptica antropocéntrica, en la primacía ontológica exclusiva del problema de la desaparición de la humanidad, pues las consecuencias del problema trascienden con creces a nuestra especie: afecta ya al resto de los seres vivos (ecocidio) y tiene, efectivamente, como resultado potencial la muerte en masa de estos, incluyendo a los seres humanos (ecosuicidio).
6. Ecosuicidología y el viaje al centro de la naturaleza
Aunque el planeta parezca haberse rehecho para los fines del hombre, no han sido todos los seres humanos quienes la han llevado por tales derroteros interpretativos, sino ante todo sociedades particulares con procesos de producción de ambientes que resultan ser destructivos (cfr. Diamond, 2008, pp. 629-679). En la religión judeocristiana se le ha otorgado un respaldo teológico a la naturaleza, una justificación trascendente, a través de la cual se hace descansar la identificación última de la esencia humana, no con lo natural (ahí los mortales gozan de libertad sin garantizarles la medida de la moralidad), sino más bien con lo sobrenatural. En el campo ético se busca más bien la orientación y adecuación a esta dimensión trascendente. Resultado de ello es que los pecados sean concebidos en relación con acciones contra el hombre (el centro de la creación) o contra Dios (el creador), lo cual es legitimado por una jerarquía especista de las especies en la que se sitúa al hombre en la cima de la evolución o la Creación, y al resto de las especies en una degradación formal hacia la base, lo inferior. En los saberes indígenas esto no es así. El ser humano puede ser la criatura que menos experiencia tiene y, desde esas limitantes, debe aprender mucho más que el resto de las especies (cfr. Kimmerer, 2021, p. 20).
La visión heredada por diversos pueblos originarios de América da cuenta, por ejemplo, de significativas concepciones de un mundo sagrado e íntegro. El océano, las montañas, los ríos, los árboles, lagos y mares son contemplados como parte de las relaciones intrahumanas sin constituir una entidad externa e independiente de la cosmovisión de quien los asimila de esa forma. En un sentido de pertenencia e integridad tanto con el cosmos como consigo mismos y sus semejantes, los volcanes explican, por ejemplo, el origen de los primeros hombres de la Tierra para los mapuches (cfr. Chihuailaf, 2017, pp. 28-28); entre los indígenas que habitaban las superáreas de Aridamérica, Oasisamérica y Mesoamérica destacan divinidades vegetales y héroes culturales asociados al agua, el fuego y el Sol (cfr. López Austin y López Luján, 2018, pp. 40, 51, 124, 184, 236, 241-242, 259, 261, 266 y 280); y los incas, según transmiten algunas versiones, fueron civilizados por Manco Cápac y Mama Ocllo, hijos del Sol (cfr. Garcilaso de la Vega, 1985, p. 41). En la cosmovisión de los pueblos originarios, tanto el pasado ancestral como el destino actual están ligados a la naturaleza sin que una relación vertical de dominio y control de ella haya sido elevada a sabiduría filosófica. Es innegable que aun cuando ciertas costumbres no estuvieran exentas de prácticas antiecológicas o especistas (como quemas extensivas de bosques o formas variadas de sacrificio animal), es posible sostener que, en términos epistemológicos, estas no establecían en este sentido una separación tan radical entre lo humano y lo no humano.
Ahora bien, a nivel intraespecie, Lisbeth Sagols (2016, p. 23) muestra que es muy posible que la clásica relación de dominio, posesión y destrucción que ha primado en el patriarcado no haya sido universal, y de hecho alude a cómo la guerra apareció en las sociedades organizadas encarnada en la figura masculina. Con ello explica la actual crisis ecológica y su avance en la medida que “no se ha dado una comprensión conjunta de este tema con la igual interhumana” que corresponde (2016, p. 25). Pensando en algunas sociedades matrilineales del Neolítico, la noción frommiana de “biofilia” y la ecoética de Aldo Leopold, hace una crítica al patriarcado ofreciendo “una comprensión de la violencia contra la naturaleza, desde la desaparición forzada de la tendencia a la igualdad básica de valor de todos los vivientes y todos los humanos” (Sagols, 2016, p. 27). A su vez, rescata algunos ejes rectores que tuvieron lugar en las sociedades matrilineales donde la igualdad intrahumana encontraba un correlato en la relación de la humanidad con todo lo vivo, primando el respeto y cuidado del entorno.
El ambiente es el “inter-ser” colectivo generado entre humanos y no humanos, un conjunto de dinámicas donde lo otro y los otros se convierten en la realidad representada, lo cual supone algún significado asimilado de la naturaleza interactuada por seres orgánicos e inorgánicos -con sus respectivas implicancias concretas y los diferentes sentidos en que puede determinar una visión del entorno-.11
En el fondo, no es solo por la urbanización de las grandes sociedades que sea imposible retornar a la naturaleza, pues el hecho es que ya estamos en ella, pero atrapados en una dinámica reificadora, productora de ambientes lesivos y de una letalidad galopante.
Las acepciones complejas y disímiles de “naturaleza”, antecedidas por nociones histórico-filosóficas del término, no proporcionan un sentido único. Esa diversidad conceptual es, no obstante, la que posibilita la apertura a una nueva dinámica en la relación con la naturaleza, distinta de la heredada por la civilización industrial extendida (cfr. Klein, 2017, p. 238) y su reificación instrumental del entorno. Explorar su interioridad conduce, primero, a un viaje que trasciende un interés únicamente turístico, pues, antes de trasladarnos a una excursión hacia alguna reserva lejana -donde los viajeros pagan por ver parajes libres de los influjos de la intervención comercial humana-, lo que hace es llevar precisamente a un viaje interior en el que es posible dimensionar, cuestionar y poner en duda esa misma ratio sufficiens y su apreciación distorsionada de sí.
En este sentido, la naturaleza precede y posibilita el lugar físico al que se va. Es, ciertamente, más que un parque o un cerco infranqueable con determinadas características estéticas que se deban resguardar, pues no es un espacio que únicamente esté fuera de la casa, la oficina o la ciudad. Es, más bien, el ambiente común que se hereda de otras formas de vida no intervenidas necesariamente por la óptica de la hermenéutica recién descrita. Cuando esta última se impone, los elementos naturales pasan a ser recursos instrumentalizados para ciertos fines del hombre; el resto de los seres vivos se convierten en objetos de consumo y explotación. Esta interpretación que se hace del entorno y de ellos oculta el concepto prístino y desinteresado que se pueda tener de la naturaleza. No puede ser lo esencialmente otro al ser el ambiente común sobre el que se construye la cultura de cada presente.
Si la Tierra y los astros solares existen ante los ojos del ser humano como naturaleza, entonces desde los primeros tiempos los cuerpos celestes signan un proceso de creación en el que interactuaron distintos agentes del espacio interestelar sin haber mediado, durante millares y millares de años, seres humanos ni otros seres orgánicos. Proyectándola hacia el futuro, la naturaleza trascenderá también toda capacidad que tenga el género humano para lograr la consecución de algún fin que abogue por su salvación o aniquilación. Pero en este proceso cósmico de formación, que atraviesa todo lo construido y por construir, destruyendo o reconstruyendo, en un ínfimo planeta de la Vía Láctea ha surgido la posibilidad de que seres reflexivos que la habitan tomen conciencia de que la naturaleza, más que ser protegida de toda intervención humana -lo cual es imposible en cuanto la misma especie forma parte de ella-, es de una racionalidad, y de una cierta forma de interpretarla, de la que se ha de resguardar.
Ahí donde hay terrícolas, la naturaleza pasa a ser el ambiente común y una construcción articulada por agentes humanos y no humanos que, al interactuar, modifican el espacio en que habitan y se organizan. Así, abogar por su defensa no implica solo buscar protegerla de las amenazas relativas, por ejemplo, a la contaminación o la deforestación, sino más bien evitar hacerse partícipe de una relación característica de los seres humanos con lo no humano, en la cual el primero ha pretendido ser el único portador del orden y el progreso de su especie en detrimento de la biósfera y el resto de los seres vivos. Esta misma interpretación oculta el ser de la naturaleza: no es la mera fuente de todos los recursos, como si hubiesen surgido, estuvieran ahí y valiesen lo que cuestan según una tasación del entorno reificado a servicio de las razones instrumentalizadas de la hermenéutica recién descrita.
A diferencia del resto de las especies, la humana es responsable de la condición actual del planeta (cfr. Jonas, 1979). En su calidad de sapiens pudo haber evitado desencadenar un sinnúmero de dinámicas autodestructivas en términos ambientales, escenarios ecocidas e incluso ecosuicidas, lo cual, sin duda, ha marcado especistamente su rol en la historia de la Tierra. Los problemas ambientales que ponen hoy en riesgo la vida de diversas especies en el planeta dejan cada vez más en evidencia la necesidad de sondear esta tendencia en la que, como víctima ecosuicida y como verdugo ecocida, se ve envuelto el ser humano a causa de poderosos miembros de su propia especie. El intento de prevenir un desenlace fatal global no es independiente de una ecosuicidología que refuerce una identidad que trascienda la especie, el género, la raza, el origen, la ideología y la cultura de una persona, es decir, una conciencia común de éticas que enfaticen más que el cuidado y protección de las relaciones humanas. La prevención de altos niveles de mortandad o destrucción de ecosistemas a gran escala es un móvil no especista, enfocado, precisamente, en el valor -o derecho- del resto de los seres vivos.
Evitar que patrones antropocéntricos -que ya son culturales y mentales- se vuelvan contra uno atentando contra las bases que han sostenido la vida en el planeta es un aliciente para sondear lo que estudia la ecosuicidología, la cual supone una disposición filosófica orientada hacia la naturaleza en cuanto naturaleza. Adentrarse en su interioridad implica emprender primero un viaje al interior de quien lo realiza; ahí será posible asimilar y cuestionar la ratio sufficiens, cuya instrumentalización aleja y retrae de esa valiosa experiencia: la reflexión sistemática y profunda sobre la atmósfera y la interpretación del entorno como elemento fundamentalmente colectivo que alberga un conjunto de seres vivos y condicionantes de circunstancias materiales, sociales, políticas, económicas y éticas en que alguien o algo, en cuanto paciente moral, está inmerso.
La ecosuicidología busca sondear, no como un asunto meramente biológico, sino esencialmente filosófico y de máximas repercusiones éticas, las pérdidas globales de destrucción y autodestrucción de especies -por ejemplo, la que puede llevar a cabo el Homo sapiens con sus propios congéneres por múltiples causas antropogénicas-.