Introducción1
Es difícil poner en duda que la distinción entre libertad negativa y libertad positiva es una de las dicotomías más influyentes del pensamiento político del último siglo. Es más, en torno a ella se ha ordenado parte relevante de las discusiones referidas tanto a la teoría política en general como a la tradición liberal en particular. La formulación canónica de esta distinción se encuentra en el célebre ensayo de Isaiah Berlin, Dos conceptos de libertad. En dicho texto, Berlin recurre a la figura de Benjamin Constant para dotar de continuidad histórica a su tesis. Según él, Constant sería un antecedente de primera importancia en la configuración de la díada de las libertades, sobre todo a partir de su Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada a la libertad de los modernos. En palabras de Berlin, “nadie vio mejor -o lo expresó con más claridad- el conflicto que hay entre estos dos tipos de libertad que Benjamin Constant” (2000, p. 270).
La filiación propuesta por Berlin ha marcado decisivamente el modo de leer al autor de origen suizo: Constant ha sido descrito con cierta frecuencia como un defensor estricto de la libertad negativa tal y como fue definida en Dos conceptos de libertad. No obstante, hay buenos motivos para poner en duda -o al menos atenuar notablemente- el parentesco directo entre ambas tesis, pues el Discurso de Constant es más ambivalente de lo que parece a primera vista. En efecto, junto con una defensa de la libertad moderna, dicho texto también manifiesta una clara conciencia de la necesidad de participación política, cuestión ausente en la concepción de la libertad negativa ofrecida por Berlin. El objeto del presente artículo es, entonces, aclarar en qué medida es posible afirmar (o no) que la tesis de Constant es un antecedente de la concepción negativa de libertad.
Para intentar esclarecer este problema nos referiremos en un primer momento al modo en que Isaiah Berlin remite a Constant para dar cuenta de su distinción. Después examinaremos una dificultad que enfrenta esta eventual filiación, que guarda relación con el tono republicano de algunos pasajes del Discurso de Constant. En la tercera parte, intentaremos vincular ese tono con otros aspectos de la obra de Constant con la finalidad de comprender el papel que juega en su sistema entendido como un todo. Finalmente, concluiremos con algunas reflexiones en torno a la relación entre ambos autores.
1. Berlin y Constant
Como sabemos, en Dos conceptos de libertad, Berlin distingue entre libertad negativa y positiva. Pero no se trata de una distinción neutra, pues el autor afirma una nítida superioridad de la primera respecto de la segunda al insistir explícitamente en los peligros asociados a la versión positiva de la libertad.2 El principal rasgo de la libertad negativa es la ausencia de coerción externa; la idea puede rastrearse al menos hasta el capítulo XXI del Leviatán de Thomas Hobbes, y recorre buena parte del pensamiento liberal.3 Para Berlin, la libertad negativa es “el ámbito en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros” (2000, p. 220).4 Esta concepción tiene, desde luego, una implicación política: la libertad negativa puede ser definida y concebida desde el individuo considerado aisladamente; esto es, se trata de una libertad que carece de una correspondencia política directa. La dimensión colectiva no juega ningún papel relevante porque, en rigor, los “otros” son vistos como un potencial obstáculo al movimiento del agente. No debe extrañar, en consecuencia, que la libertad negativa no remita a ningún régimen político determinado, pues se trata de dimensiones heterogéneas. En cuanto compete al individuo y su espacio privado de acción, la libertad negativa no posee conexión directa ni necesaria con la idea de “democracia” o “autogobierno” ni, en definitiva, con la libertad política.5 Por lo mismo, la libertad negativa puede subsistir bajo diversos regímenes y, de hecho, Berlin llega a decir que “no es incompatible con ciertos tipos de autocracia” (2000, p. 229).6
Por su lado, la libertad positiva arranca de un supuesto distinto. La idea que subyace es que el agente no se identifica con sus inclinaciones más inmediatas, pues habría un yo auténtico más profundo (y parcialmente ignorado). En este punto, Berlin identifica una amenaza que considera temible y que ordena su argumentación: alguien podría sentirse tentado a mostrarnos en qué consiste ese supuesto yo auténtico. La concepción positiva de libertad permite pensar que podría haber alguien más sabio que el propio agente respecto de sí mismo, y de allí a una autoridad que se arrogue el poder de determinar la naturaleza de nuestro yo habría solo un paso. La libertad positiva abriría entonces la puerta a la imposición de ciertas verdades -en nombre de nuestra libertad- sirviéndose de la coacción estatal.7 Esa descripción le permite al autor sugerir una vinculación estrecha entre libertad positiva y totalitarismo: las ideas de la libertad positiva, arguye, “gobiernan la mitad de nuestro mundo” (2000, p. 243).8 Berlin considera, en efecto, que algunas manifestaciones de la libertad positiva están “en el corazón mismo de los credos nacionalistas, comunistas, autoritarios y totalitarios de nuestros días” (2000, p. 243). En todo caso, el hecho es que la descripción de la libertad negativa no advierte peligros asociados, mientras que la libertad positiva queda explícitamente vinculada al totalitarismo.9
Según indicábamos, Berlin estima que un antecedente central de su distinción es Benjamin Constant, lo que ha influido decisivamente en el modo de leer a este último, como si ambas distinciones fueran equivalentes (Rosenblatt, 2003; Mitchell Lee, 2002; Aguilar, 1998).10 No obstante, cabe tener presente que el lenguaje empleado por Constant no es idéntico al de Dos conceptos de libertad. En su célebre Discurso, pronunciado en el Ateneo de Paris en 1819, Constant compara la libertad de los antiguos con la libertad de los modernos, distinción que, según Berlin, sería equivalente a la suya propia (libertad antigua como libertad positiva y libertad moderna como libertad negativa).11 A ojos de Constant, la libertad antigua implica una participación en las decisiones colectivas: el ciudadano incide directamente en los asuntos comunes. La libertad moderna, por su parte, consiste en el “goce apacible de la independencia privada” (Constant, 1997, p. 602). Sin embargo, Berlin no se da el trabajo de explicar por qué ambas terminologías serían intercambiables sin más.
Lo señalado no implica negar la existencia de elementos comunes. Es indudable que el acento constantiano en la independencia privada requiere la ausencia de coacción propia de la libertad negativa.12 La libertad antigua -tal y como la entiende Constant- somete a los individuos a una vigilancia extrema, incompatible tanto con la libertad moderna como con la libertad negativa (cfr. Constant, 1997, p. 594). Con todo, la libertad antigua de Constant apela fundamentalmente a la participación política, mientras que la libertad positiva de Berlin remite más bien al autodominio.13
En el plano político las convergencias también son limitadas. Si la libertad negativa -según vimos- carece de una correspondencia política, la libertad moderna está vinculada a un mecanismo específico: la representación política. Allí donde los antiguos deliberaban directamente, los modernos se ven obligados a endosar esa responsabilidad. Esto sucede porque, a partir del auge de la actividad comercial, los modernos no tienen el tiempo del que disponían los antiguos.14 La representación es, entonces, el sistema mediante el cual “una nación descarga en algunos individuos lo que ella no puede o no quiere hacer por sí misma” (Constant, 1997, p. 615). Esto tiene muchas implicancias, pero notemos por ahora solo dos. En primer término, la actividad política es una función delegable, lo que implica reducir sustantivamente su importancia. Dicho de otro modo, el ejercicio de la libertad moderna puede desentenderse -al menos parcialmente- de los asuntos comunes en virtud del mecanismo representativo. En segundo lugar, el representante es visto como un mero subordinado del individuo, y la analogía elegida por Constant es ilustrativa al respecto: “los individuos pobres realizan ellos mismos sus asuntos; los hombres ricos contratan a administradores [intendants]” (Constant, 1997, p. 615).15
En virtud de lo anterior, y en este punto hay un parentesco cierto, no debe sorprender que, en la lógica constantiana, la libertad política sea concebida ante todo como una garantía de lo que Berlin llama “libertad negativa” (Constant, 1997, p. 617).16 Si las personas han de ocuparse de los asuntos públicos del mismo modo en que un propietario supervisa a sus intendentes es porque allí no hay nada cualitativamente distinto del bien individual.17 La actividad política adquiere entonces un carácter instrumental y su utilidad remite a la protección del “goce apacible de la independencia privada” (Constant, 1997, p. 602). Constant se inscribe así en cierta tradición contractualista, según la cual la sede política es el artificio que los individuos instituyen para proteger sus derechos previos.18
En plena coherencia con lo anterior, cabe señalar también que el Discurso de Constant -y, en general, toda su obra- le asigna una elevada importancia a la libertad económica, que adquiere prioridad respecto de la libertad política. Si la actividad propia del individuo moderno es el comercio, entonces es menester ofrecerle la libertad necesaria para que pueda practicarlo. El Estado es visto sobre todo como un obstáculo a dicha actividad y, en definitiva, a las inclinaciones que esta satisface. Recordemos que, para Constant, el comercio es -como la guerra- un medio para “poseer aquello que se desea” (Constant, 1997, p. 597). Dicho de otro modo, la actividad comercial remite fundamentalmente a nuestros apetitos y se orienta, en último término, a disfrutar aquello que se posee (Constant, 1997, p. 598).19 Patrice Rolland ha explicado esta cuestión a partir del concepto de “goce”, que juega un papel relevante en el lenguaje de Constant: la insistencia en dicho término deja poco espacio para la política. En efecto, lo propio del goce es la inmediatez, mientras que la comprensión tradicional de la política implica que el goce, o la satisfacción de los deseos individuales, ha de ser diferida. Es más, la política es una mediación y, como tal, necesariamente posterga y modifica la inclinación más inicial y espontánea.20 Si la política es una especie de ascética, la libertad moderna encarna todo lo contrario.21 Esta se orienta al goce individual y su concepción institucional está articulada en torno a aquello que el mismo Rolland ha llamado una “economía de los goces” (1981a, p. 416).22 Todo esto, desde luego, permite pensar que es plausible inscribir a Constant en la tradición del doux commerce y de la economía política escocesa.23
2. Dificultades (i): el tono republicano de Benjamin Constant
Al margen de las diferencias que hemos apuntado, la dificultad central de la filiación propuesta por Berlin estriba en que la última parte del Discurso introduce un cambio de tono. Luego de haber realizado una férrea defensa de la libertad moderna, y de haber sostenido una concepción instrumental de la libertad política, Constant concluye con una apología de la participación política digna de la mejor tradición republicana. El pensador de origen suizo se pregunta si acaso la felicidad (que debemos entender en su acepción de “goce”) es la única finalidad de la especie humana. La respuesta es clara: en ese caso, dice Constant, “nuestra carrera sería muy estrecha” (1997, p. 617). Para él, el hombre posee un deseo de perfección, imposible de negar o acallar: “yo atestiguo sobre esta excelente parte de nuestra naturaleza, esta noble inquietud que nos persigue y que nos atormenta, este ardor de extender nuestras luces” (1997, p. 617). Así, Constant asevera que “no es solo la felicidad, es al perfeccionamiento que nuestro destino nos llama; y la libertad es la más poderosa, el más enérgico medio de perfeccionamiento que el cielo nos haya dado” (1997, p. 617). Y prosigue:
La libertad política, sometiendo a todos los ciudadanos, sin excepción, el examen y el estudio de sus intereses más sagrados, engrandece su espíritu, ennoblece sus pensamientos, establece entre todos ellos un tipo de legalidad intelectual que constituye la gloria y la potencia de un pueblo (1997, p. 617).
Como puede verse, luego de haber dedicado varias páginas a marcar distancia respecto de la libertad antigua -demasiado austera y exigente para los nuevos tiempos- y ensalzar la libertad moderna -entendida como el goce apacible de la independencia privada-, Constant cierra con un panegírico de la participación y del compromiso activo de los ciudadanos en los asuntos comunes. La vida privada y el cuadro puramente individual no alcanzarían a dar cuenta de ciertas aspiraciones. En otras palabras, el mero goce no permite el florecimiento de lo humano. Por lo mismo, “es preciso que las instituciones concluyan la educación moral de los ciudadanos” (Constant, 1997, pp. 618-619; mi énfasis). Si unas pocas líneas atrás Constant había afirmado que el papel de la autoridad debe restringirse a la justicia -“nosotros nos encargaremos de ser felices” (1997, p. 617)-, ahora le encarga a la sede política nada más ni nada menos que nuestra educación moral. Esto implica, naturalmente, que la libertad política deja de ser una garantía, y adquiere valor intrínseco (cfr. Jainchill, 2012, p. 77).
El problema salta a la vista del lector medianamente atento: ¿cómo conjugar el tono general del Discurso con esas frases finales?24 Constant es consciente del problema y, por lo mismo, afirma hacia el final del texto que no busca “renunciar a ninguna de las dos clases de libertad”, pues el desafío consiste en “aprender a combinar la una con la otra”. Sin embargo -y contrariamente a lo señalado por Andrew Jainchill (2012, p. 77), Constant no explicita cómo podría efectuarse esa combinación, contentándose con formular el problema. Dicho de otro modo, Constant deja planteada una dificultad central que toca el núcleo más íntimo de la libertad moderna, pero -al menos en el mismo Discurso- no ofrece pistas para resolverla sin salirse de su propio marco.
La cuestión no tiene nada de fácil y ha ocupado durante largo tiempo a los especialistas. De hecho, la pregunta no guarda relación solo con el Discurso, sino que atraviesa toda su obra: ¿cómo se combinan en los trabajos de Constant las tradiciones liberal y republicana? ¿Cuál predomina?, ¿o debe verse en sus trabajos una síntesis entre ambas? Cabe añadir que el problema no es solo teórico, sino también institucional: ¿república o monarquía? Sobre estas preguntas existen varias respuestas, que encuentran su origen en la propia evolución de Constant. En una primera etapa, las alusiones republicanas no son raras, pues busca proteger parte del legado revolucionario e impedir el regreso de la monarquía (defiende activamente el Directorio iniciado en 1795 después del Golpe de Termidor, que derrocó a Robespierre). En 1796, por ejemplo, Constant advierte que las monarquías tienden a condenar “gran parte de nuestras facultades a la inactividad” (2013, pp. 71-72), pues encierran al hombre en fines muy estrechos. Luego, en 1802, escribe un texto que conocemos como los Fragments d’un ouvrage abandonné sur la possibilité d’une constitution républicaine dans un grand pays, donde emplea un lenguaje abiertamente republicano (cfr. Constant, 1991, pp. 291-301). En una segunda etapa, parece tomar conciencia de los riesgos del republicanismo jacobino y saca las lecciones de los desvaríos de la década de los noventa. Así, en los Principes de politique (cuya primera versión es de 1806) emplea un lenguaje liberal y enfatiza las funciones puramente negativas del gobierno (cfr. De Dijn, 2008, p. 96). Luego, en una tercera etapa que sucede al período bonapartista, advierte los peligros vinculados al poder unipersonal y a la privatización de los ciudadanos (los últimos párrafos del Discurso dan cuenta de ello). Por ejemplo, en los Principes de politique de 1815, Constant imagina un federalismo local, que podría fomentar un auténtico patriotismo como forma de revitalizar la comunidad (cfr. Constant, 1997, p. 428; Kalyvas y Katznelson, 2008, p. 173).
Estas dificultades se ven reforzadas por el modo de trabajo de Constant, que no es un autor sistemático. En efecto, sus publicaciones muchas veces retoman, o usan como base, escritos pasados que remiten a otras épocas y preocupaciones (cfr. Constant, 1997, p. 306). En el caso del Discurso de 1819, el autor retoma muchos pasajes escritos en 1806, presentes en la primera versión de los Principes de politique (de tonalidad liberal). Esos párrafos constituyen una crítica al jacobinismo y no hay alusiones al republicanismo análogas a las últimas frases del Discurso de 1819.25 La libertad política es defendida como garantía de la libertad individual, pero no va más allá. En rigor, esa versión de la libertad moderna está dirigida contra las aspiraciones de la Revolución a imponer sin miramientos una república virtuosa y participativa (tal como la libertad negativa de Berlin remite a los totalitarismos del siglo XX). Según Constant, el error de los jacobinos fue suponer que era posible fundar, a fines del siglo XVIII, una república antigua. Buena parte del Discurso -y de los pasajes correspondientes de los Principes de politique de 1806- deben ser leídos en el marco de esa polémica. Sin embargo, según vimos, en 1819 las circunstancias habían variado. El Imperio y la Restauración obligaban a formular la pregunta inversa, pues el nuevo riesgo consistía en que la disposición del ciudadano a ocuparse de los asuntos públicos pudiera extinguirse. Si la Revolución había buscado forzar la conversión del individuo moderno en un ciudadano griego, los regímenes posteriores apostaban por privatizar la vida humana; de allí la apología de la participación añadida en 1819. Si se quiere, estos son los dos adversarios de Constant: el jacobinismo y la tendencia despolitizadora del absolutismo.26
Para intentar explicar estas variaciones, Fontana (1991) defiende que Constant es un pensador republicano, cuyos momentos liberales responden a cuestiones circunstanciales. Algo semejante ha sostenido De Dijn (2008, p. 101), quien describe a Constant como “neo-republicano”. Stephen Holmes (2009), por su parte, ha defendido una idea distinta: se trata de un autor fundamentalmente liberal, que realiza concesiones tácticas al republicanismo sin abandonar nunca sus convicciones liberales. Kalyvas y Katznelson (2008, pp. 149-150) han criticado este tipo de lecturas, pues, según ellos, las variaciones constantianas no se deben al puro oportunismo; para ellos, la coherencia de Constant no reside tanto en las respuestas como en las preguntas que formula. Los aparentes cambios de opinión, en esta lógica, no remiten al oportunismo, sino que reflejan una tensión auténtica de su pensamiento. En una línea semejante, Philippe Raynaud (2020, p. 852) ha aseverado que los virajes de Constant son intentos por adaptar sus principios a circunstancias cambiantes. Así, todos sus esfuerzos habrían estado siempre orientados a generar las condiciones que permitieran instituir un gobierno representativo estable, más allá de la forma republicana o monárquica. En otro plano, Rolland (1981a y 1981b) considera que la filosofía política de Benjamin Constant constituye un fracaso teórico, pues su obra no logra articular ambas libertades.
Como fuere, el acento final en la participación nos obliga a situar el Discurso en el conjunto de la obra de Constant para intentar determinar el valor del énfasis. Debe notarse que el autor de origen suizo está lejos de ser un defensor monolítico de la libertad moderna, como parece sugerir una y otra vez Berlin. Desde luego, forma parte de la tradición liberal francesa, que recoge la herencia de la Revolución e intenta proyectarla en instituciones estables que permitan el ejercicio de la libertad (Raynaud, 2020). Con todo, y según hemos indicado, algunos de sus trabajos muestran conciencia de las limitaciones inherentes al movimiento moderno. Para tener un cuadro completo del pensamiento de Constant es menester añadir algunas dimensiones que dibujan una perspectiva ambivalente de la Modernidad y en las que se inserta su defensa de la participación: no es un texto completamente aislado ni carece de conexiones internas en la obra constantiana. Dicho de otro modo, la libertad moderna -el goce apacible de la independencia privada- no está exenta de peligros ni se basta a sí misma. Como bien ha apuntado Starobinski (1989, p. 41), Constant comprendió mejor que sus contemporáneos que “algo en la civilización trabaja contra la civilización”. En palabras de Todorov, se trata del “primer crítico moderno de la Modernidad” (1997, p. 52; cfr. Rosenblatt, 2003, p. 421, y Jennings, 2009, p. 71). Quizás la primera constatación que cabe anotar es la siguiente: más allá de las tensiones sugeridas presentes en el Discurso, es claro que Constant percibe las insuficiencias de la libertad moderna y, en consecuencia, intenta equilibrar su propia tesis.27
Para ilustrar este punto, Helena Rosenblatt ha recurrido a los escritos constantianos sobre la religión, que constituyen una parte relevante de su corpus. Rosenblatt admite que la adscripción de Constant a la tradición del doux commerce de Montesquieu y a la economía política de Adam Smith tiende a desvalorizar la participación del ciudadano: al interior de esa lógica, la libertad es concebida con independencia de la política. Es claro que esa dimensión forma parte del pensamiento de Constant, pero está lejos de ser la única (cfr. Rosenblatt, 2003, pp. 418-420). En sus textos dedicados a la religión, Constant manifiesta de modo claro cierto malestar respecto de la Modernidad y, en particular, respecto del “poder autoconstituyente del vínculo social” (Gauchet, 1997, p. 62; cfr. Rosenblat, 2003, p. 421 y Jennings, 2009, p. 72). En repetidas ocasiones, Constant defiende el sentimiento religioso como un rasgo característico de toda la humanidad, imposible de destruir. Pero es, además, un sentimiento que “triunfa respecto de todos los intereses” (Constant, 1957, p. 1366). En rigor, la religión nos saca de nosotros mismos, nos libera de nuestra individualidad: “La tendencia que acabamos de describir nos empuja, al contrario, fuera de nosotros, nos imprime un movimiento que no tiene por objetivo nuestra utilidad, y parece conducirnos hacia un centro desconocido, invisible, sin ninguna analogía con la vida habitual y los intereses cotidianos (1957, p. 1380).
Para Constant, formado en el protestantismo, la religión es un sentimiento que nos orienta hacia la perfección, hacia algo mejor que nosotros mismos. Constant conserva así, a través de la religión, el ideal de perfección. En ese sentido, puede ser leído como uno de los primeros pensadores que intenta reconciliar Modernidad y espíritu religioso: este último sería el contrapeso necesario de algunas tendencias de la primera -sabemos que Tocqueville (1992, II, 1, cap. 5) profundizará más tarde esta intuición-. Para Rosenblatt, además, este sentimiento religioso se orienta naturalmente a los otros: la religión, en definitiva, combate el egoísmo.28 La pregunta, en todo caso, subsiste: ¿cómo articular esta crítica a ciertas tendencias de la libertad moderna con la férrea defensa del Discurso de esa misma libertad? ¿Qué tan compatibles son todos estos aspectos de la reflexión de Constant? ¿Cómo combinar la importancia atribuida al goce apacible de la independencia privada con la reivindicación explícita de la participación política y el papel de la religión como medios para liberarnos de ese goce que antes se había afirmado con tanta fuerza?
3. Dificultades (ii): el difícil republicanismo de Constant
Estas consideraciones nos obligan a tomarnos en serio la tesis de Rolland: el esfuerzo intelectual de Constant no habría llegado a buen puerto. Si admitimos la plausibilidad de esa idea, cabe preguntarse por las causas intelectuales de ese fracaso. ¿Por qué una cabeza lúcida como la de Constant no pudo avanzar más en la resolución de esta cuestión? En rigor, se trata de un problema fundamental que acompaña a buena parte de la tradición liberal: ¿cómo conjugar la autonomía individual con la participación política? ¿Cómo afirmar la importancia de una sin negar la otra? La tesis que defenderemos aquí, en línea con Rolland, es la siguiente: aunque Constant percibe bien la dificultad (de lo contrario, no habría escrito los últimos párrafos del Discurso), no puede avanzar más lejos porque ello lo habría obligado a cuestionar algunas de sus premisas, lo cual, a su vez, lo forzaría a revisar muchas de sus ideas y posiciones. Para decirlo de otro modo, el Constant del Discurso es un liberal que no quiere silenciar su mala conciencia republicana.
Un primer ejemplo que permite ilustrar el argumento guarda relación con la concepción de “individuo” que emplea Constant. Aunque no desarrolla ninguna teoría abstracta sobre el estado de naturaleza, nunca deja de operar con ese sustrato teórico en el horizonte. Recordemos que las teorías del estado de naturaleza suponen que, al menos de modo analítico, es posible concebir al hombre separado de otros. Habría una naturaleza humana que antecede a la sociedad, y conocer bien esa naturaleza permitiría conocer también los derechos que luego la asociación debe proteger. El cuerpo político adquiere así un carácter instrumental -el resguardo de derechos individuales presociales- y, entonces, la sociedad es vista más como amenaza que como oportunidad. En Constant, según hemos examinado, esta lógica opera con fuerza. Su defensa de la libertad moderna es, en el fondo, una defensa del individuo respecto de las eventuales intromisiones de una autoridad política abusiva. A ojos de Constant, este es uno de los grandes nudos modernos: el individuo está constantemente amenazado por la colectividad. El problema posee, además, una correspondencia literaria. En efecto, al preguntarse por las temáticas propias de la tragedia moderna, Constant cree que su tema central solo puede ser el conflicto entre individuo y sociedad. El peso del cuerpo colectivo sobre el individuo es, según él, la gran temática que podría asumir la tragedia moderna, agotados los argumentos clásicos.29 Para Constant:
Es evidente que esta acción de la sociedad es lo más importante de la vida humana. Es de allí que todo parte; es allí que todo termina; es a esa cuestión previa, no consentida, desconocida, que hay que someterse, bajo pena de quebrarse. Esta acción de la sociedad decide del modo en que la fuerza moral del hombre se agita y se despliega (Constant, 1957, p. 910).
Estas sugerencias de Constant respecto de los temas que debería adoptar la tragedia moderna son reveladoras de su propia antropología. El individuo es concebido como antinómico al todo social; la sociedad es enemiga directa y radical del despliegue de la individualidad: tal es la oposición fundamental que debe ser explorada y tematizada literariamente (cfr. Todorov, 1997, p. 44). Esto, según advertíamos, es coherente con sus tesis filosóficas. En efecto, en un pasaje que busca resumir su trayectoria intelectual, el mismo Constant afirma que la libertad debe entenderse precisamente como el triunfo del individuo respecto de una autoridad que tiende, de modo más o menos inevitable, al despotismo: “Durante cuarenta años, he defendido el mismo principio: libertad en todas las cosas, en religión, en filosofía, en literatura, en industria y en política. Y por ‘libertad’ quiero decir el triunfo del individuo respecto de una autoridad que quisiera gobernarlo por medios despóticos” (Constant, 1997, p. 623).30
En este punto hay, desde luego, una deuda con la antropología de Rousseau: subsiste un núcleo de intimidad en el hombre que está siempre en conflicto, al menos potencial, con el resto de la sociedad.31 Una política invasiva podría absorber esa irreductible intimidad, y de allí la defensa de la libertad moderna.32 En ese sentido, nos parece incorrecto aseverar -como lo ha hecho Stephen Holmes- que, en el caso de Constant, “el liberalismo era una teoría política, y no una teoría del hombre [;] los escritos de Constant constituyen una guía del gobierno popular, y no una guía para la vida” (1994, p. 308). No creemos que esta distinción tenga mayor respaldo en la obra de Constant, pues buena parte de su pensamiento político está anclado en una antropología bien precisa, que es la antropología moderna, y no resulta posible escindir ambas dimensiones -en rigor, no hay teoría política que no posea, al menos de modo implícito, una antropología política correspondiente-.
Sin embargo, esta antropología que opone de modo casi inevitable al individuo al entorno social es difícilmente compatible con la idea de confiar a las instituciones sociales algo así como la educación moral de los ciudadanos. Habrá allí una fuente inevitable del conflicto que Constant sugiere con tanta frecuencia. En efecto, la “educación moral” proveída por la comunidad no podrá sino enfrentar a esta última con el individuo. ¿No son acaso las instituciones con vocación educadora las que más intentarán doblegar esa intimidad tan valorada por Constant? ¿Cómo conjugar ambos aspectos? Constant no ofrece una reflexión para tratar de resolver esta dificultad porque eso lo habría obligado a poner en duda una intuición moderna muy arraigada en su obra. Por lo mismo, su referencia a la participación y a la educación moral quedan en cierto estado de incoherencia, pues no encajan bien con los otros aspectos del Discurso. Si se quiere, en su pensamiento conviven dos tendencias cuya tensión Constant identifica sin llegar a resolver.
Otro ángulo bajo el cual observar esta dificultad está vinculado a su concepción de la política. Ya aludimos a la importancia que tiene para Constant la representación, que es la organización a partir de la cual descargamos sobre “algunos individuos” aquello que no podemos realizar nosotros mismos (cfr. Constant, 1997, p. 615). Sabemos que la consecuencia de este modo de concebir la representación es que la política pasa a ser una instancia subordinada; los hombres públicos, una especie de intendentes o administradores. Pero no hay en la política una nobleza propia de la deliberación, o una elevación por su propia función, sino una simple delegación de responsabilidades (cfr. Holmes, 2009, p. 61). La política es vista como una especie de mal necesario, pues nuestra libertad es previa a su instauración (cfr. Rolland, 1981a, pp. 414 y 417). Como lo explica el mismo Constant: “La autoridad es como el impuesto: cada individuo consiente a sacrificar una parte de su fortuna para subvenir a los gastos públicos, cuya finalidad es asegurar el goce apacible de lo que conserva” (1997, p. 514).
Nuestro autor pertenece así a la tradición que Pierre Manent (1987, cap. VIII) ha llamado “liberalismo de oposición”, que mira siempre con suma desconfianza el ejercicio mismo de toda autoridad; Pierre Rosanvallon ha sostenido ideas muy parecidas.33 Sin embargo, Manent distingue, al interior del liberalismo decimonónico francés, una segunda tradición, el “liberalismo de gobierno”, cuyo principal representante sería François Guizot, pensador y actor político algo posterior a Constant. Manent considera que hay acá una cuestión relevante, que Constant no percibe completamente: la Modernidad implica un cambio profundo en las relaciones entre el Estado y la sociedad. La lógica de Constant supone que la cantidad de poder a repartir entre Estado e individuo es fija y estática. Por lo mismo, le parece que toda sustracción de poder estatal va en beneficio de la autonomía individual. En otras palabras, su concepción del poder es mecánica: hay dos polos antinómicos que se reparten siempre la misma cantidad de poder -de allí su sugerencia literaria, a la que aludimos-. Sin embargo, para Guizot (y Tocqueville deducirá todas las consecuencias de este punto) tanto el gobierno representativo como la distinción entre Estado y sociedad civil que va aparejada implican “una considerable extensión del poder del Estado sobre la sociedad civil” (cfr. Manent, 1980, p. 487; 1987, p. 219). El motivo no es tanto la propensión despótica del poder mismo (que, en todo caso, puede existir) sino la propia demanda social: hay una expectativa depositada en el poder, expectativa que modifica la naturaleza de la cuestión. Ya no se trata de oponer mecánicamente al individuo a la colectividad, sino de comprender qué nueva relación hay entre ellos a partir del surgimiento del Estado. De hecho, si crece el poder del Estado respecto de la sociedad, también crece el poder de la sociedad respecto del aparato público, que debe considerar el estado de la opinión si quiere intervenir exitosamente. De allí que a Guizot le parezca errada la concepción de la autoridad política como mera administradora.34
Marcel Gauchet ha explicado bien esta cuestión, que ha llamado la “ilusión lúcida del liberalismo”, a propósito de Constant. Se trata de lo siguiente: la dinámica propia de las sociedades modernas logra combinar dos aspectos que, en apariencia, eran contradictorios: el crecimiento del peso del Estado y la expansión de la autonomía individual (cfr. Gauchet, 1997, p. 86). Estos dos aspectos no se oponen, sino que se alimentan recíprocamente. Por un lado, la sociedad civil adquiere autonomía respecto del poder. Al mismo tiempo, el Estado adquiere un enorme crecimiento en el mundo moderno: su aparato administrativo se dilata, su capacidad de control se expande, y su intervención en la vida social alcanza dimensiones insospechadas antes. El surgimiento del individuo va aparejado de una concentración inaudita de poder: tal es la paradoja engendrada por la Modernidad, que puede verse claramente en el sistema elaborado por Hobbes. Constant no percibe la profundidad de este aspecto, atado como está a una concepción estática del poder. Es verdad que el poder central ya no opera con capacidad de instituir simbólicamente la realidad social -como lo hizo durante siglos la monarquía tradicional-, pero eso no implica su desaparición ni su disminución. En efecto, de modo invisible, sigue jugando un papel activo, al producir cohesión social. Los vínculos orgánicos de la sociedad tradicional se deshacen, y el Estado moderno debe reconstituirlos, asumiendo desde luego el movimiento moderno (no es puro autoritarismo vertical). Si la tesis de Gauchet es plausible, entonces la emergencia de la autonomía individual no es contraria al crecimiento del Estado sino que, por el contrario, es su causa directa (cfr. Gauchet, 1997, pp. 91-93). El Estado crece allí donde las articulaciones tradicionales se disuelven y dejan de proveer la indispensable cohesión social. El Estado moderno toma esa posta, pero a partir de una nueva relación entre autoridad e individuo, entre poder y sociedad civil; nueva relación irreductible a la concepción tradicional. De allí las ambigüedades de Benjamin Constant a la hora de dar cuenta de las dos libertades, pues examina ambas tendencias (autonomía individual y poder de la colectividad) desde la antinomia sin notar su complementariedad y necesidad recíproca.
Debe sumarse una causa adicional para dar cuenta de la dificultad en la percepción de nuestro autor: su adhesión a cierto progresismo filosófico. Constant, influido en este punto probablemente por Condorcet (cfr. Hoffman y Goldhammer, 2009, p. 256; Todorov, 1997, pp. 59-60; Lamberti, 1983, pp. 20-21), suscribe la tesis según la cual la historia humana sigue un curso necesario y ascendente. Dicho de otro modo, es un optimista, y considera que, en último término, la historia resuelve progresivamente las tensiones de la humanidad:
Es incontestable que la mayoría de la raza humana, por una progresión regular y no interrumpida, crece cada día en felicidad y, sobre todo, en luces. Avanza siempre de modo más o menos rápido. Si, a veces, por un instante, parece retroceder, es para reaccionar inmediatamente contra el obstáculo impotente que pronto supera (Constant, 1997, pp. 710 y 713).
La humanidad sigue entonces una marcha progresiva e inexorable, frente a la cual solo cabe someterse.35 Esta marcha tiene que ver con el despliegue de la igualdad, pero también con el despliegue de ciertas ideas. Constant cree, por ejemplo, que las creencias religiosas siguen un itinerario progresivo (cfr. Fontana, 1991, pp. 296-297) y ya aludimos a su concepción de la literatura moderna. Con todo, estas afirmaciones deben ser inmediatamente matizadas, pues el progresismo de Constant es genérico, y no toca detalles concretos. Dicho de otro modo, Constant estima que es posible detectar una orientación general, pero sabe que cualquier elaboración un poco más precisa sobre ese futuro tropieza con dificultades insalvables. Tampoco piensa, a diferencia de Godwin, que la historia pueda resolver el problema de la escasez o que sea pensable un mundo donde no sea necesario el gobierno: su progresismo no tiene nada de utópico, por decirlo de algún modo (cfr. Constant, 1997, p. 684; Hoffman y Goldhammer, 2009, p. 203; Fontana, 1991, p. 37). A partir de estas observaciones, Fontana (1991, p. 45) afirma que no hay teoría del progreso en Constant. Esto es cierto, siempre y cuando no perdamos de vista que no poseer una teoría acabada del progreso no impide tener una visión progresista de la historia -que, nos parece, es el caso de Constant-. Nuestro autor tiene dudas, a veces muy severas,36 pero en sus trabajos -y particularmente en el Discurso- siempre estuvo presente una intuición de este tipo. Como fuere, nos interesa destacar el punto siguiente: dado que Constant cree en algún tipo de progreso necesario -por más laxo e indeterminado que sea-, no siempre está dispuesto a considerar las dificultades inherentes a ese progreso. A nuestro juicio, una de las principales causas de la ceguera parcial de Constant -de su “ilusión lúcida”, para retomar la expresión de Gauchet- es precisamente su progresismo.
Es posible ver esta cuestión con mayor claridad si atendemos por un instante a la manera en que Constant explica el despotismo moderno, al que recubre bajo la noción de “anacronismo”. El despotismo moderno sería, según él, el intento de aplicar categorías antiguas en un mundo moderno que ya no puede soportarlas, o el intento por implantar libertad antigua allí donde solo puede florecer la libertad moderna. En esta lógica, el funesto error de los revolucionarios habría consistido en un (vano) esfuerzo por replicar ideales que perdieron correspondencia con la realidad. Sin embargo, el concepto de “anacronismo” le impide a Constant ver la especificidad propia del despotismo moderno, que no se reduce completamente a criterios antiguos. Así, Constant culpa directamente a Rousseau de haberse inspirado en modelos antiguos, pero no advierte que el sistema político del Contrato social no es solo tributario del modelo espartano, sino también -y fundamentalmente- de la moderna noción de “soberanía”. El peligro del Estado moderno no reside tanto en su (eventual) conexión con el republicanismo clásico, sino del dispositivo teórico del estado de naturaleza, a partir del cual todos los hombres depositamos nuestra potestad natural a los pies de una autoridad soberana. Todo esto es aún más llamativo si recordamos que Hobbes -quien sistematiza este marco teórico del que se sirve más tarde Rousseau- era extraordinariamente crítico del republicanismo antiguo y de la concepción clásica de la política (cfr. Manent, 1980, p. 490). Este hecho le impide a Constant identificar el problema que más tarde verán Guizot y Tocqueville, cada uno a su manera: el poder tentacular del Estado es una amenaza específicamente moderna a la libertad, que no puede ser imputada al anacronismo ni a la Antigüedad. Sin embargo, admitir esta posibilidad implica poner en duda la superioridad de los tiempos modernos. Si el despotismo moderno no remite a la Antigüedad, sino que es específicamente moderno, entonces el tiempo no asciende necesariamente. Las libertades individuales no solo estarían amenazadas por afiebrados lectores de Plutarco (Rousseau), sino también por adoradores de la soberanía moderna (Hobbes y, de nuevo, Rousseau). Por lo mismo, la eventual superioridad de la libertad moderna pierde buena parte de su fuerza.
4. Reflexiones finales
Las razones expuestas podrían ayudar a explicar aquello que Rolland llama el “fracaso teórico” de Benjamin Constant, quien vislumbra la ambigüedad de la libertad moderna pero no logra dar cuenta de ella, ni logra librarse completamente de las categorías antiguas sin integrarlas por ello en su propio sistema (cfr. Rolland, 1981b, p. 608). Constant sabe que la Modernidad envuelve dificultades, pero no está dispuesto a renunciar a cierta antropología -que opone sistemáticamente al individuo a la colectividad- ni a una concepción ascendiente de la historia. Dicho de otro modo, Constant efectivamente vio que la libertad moderna requiere una repolitización paralela que no fuera equivalente a la libertad antigua, pero no supo darle ni forma institucional ni fundamento filosófico (cfr. Rolland, 1981b, p. 605).
Sin perjuicio de lo anterior, y para volver a nuestra pregunta inicial, el modo en que Isaiah Berlin lee a Constant parece altamente problemático. En efecto, y más allá de las dificultades teóricas que enfrentan las distintas intuiciones constantianas, es un hecho que el pensador francés manifestó muchas más interrogaciones respecto de la libertad moderna que las que Berlin estaría dispuesto a conceder respecto de la libertad negativa. Dicho de otro modo, hay en Constant una duda permanente -no resuelta- que es difícil percibir en Berlin. De hecho, aunque es un autor fino y cuidadoso, debe decirse que no hay en el texto de Berlin nada parecido a esos últimos párrafos constantianos, y esto vale tanto para su explicación del pensamiento de Constant como para su propia concepción de las dos libertades.37 Desde luego, Berlin es consciente de las ambigüedades de la Modernidad y no adscribe a la tesis según la cual el desenvolvimiento de la historia humana podría acabar con la tragedia: no es un optimista. Es más, en otros textos -fundamentalmente en sus estudios sobre el Romanticismo-, Berlin muestra plena conciencia del carácter ambiguo tanto de la Modernidad en general como de la tradición liberal en particular, pero le interesa más la dimensión creativa y artística del individuo que lo tocante a la participación política.38 Si se quiere, Berlin elige la frialdad a este respecto, porque toda otra actitud le parece altamente riesgosa. De algún modo, puede decirse que Berlin no capta la especificidad del liberalismo francés y lo identifica sin más con el suyo propio, de filiación sajona.39 En ese sentido, nos parece difícil sostener, con Berlin, que Constant haya sido el mejor defensor de la libertad negativa: hay en el pensador francés una atención al fenómeno político ajena a las ideas de Berlin, que privilegió la preocupación por las tendencias totalitarias de la política a una eventual integración de las dos libertades.
Desde luego, parte de las diferencias se explican por las circunstancias que enfrenta cada cual. El Constant de 1819 ve un peligro en la autocracia bonapartista y en la monarquía que le siguió, y que duraría varias décadas (el gobierno republicano solo se consolidaría en Francia en la década de 1870, cuatro décadas después de la muerte de Constant). Berlin, por su parte, está envuelto en la retórica de la Guerra Fría y le preocupa fundamentalmente la amenaza totalitaria encarnada por la Unión Soviética, respecto de la cual el peligro autocrático le parece secundario (y también menos real en las democracias occidentales de la posguerra). En ese sentido, el autor de Dos conceptos de libertad no manifiesta mayor inquietud por los efectos nocivos de la despolitización y ni siquiera se molesta en afirmar que la representación política esté vinculada a la protección de la libertad negativa. Por su propia experiencia vital, que da lugar a las inflexiones que hemos revisado, Constant quiere permanecer atento a los dos peligros, y allí reside la diferencia entre ambos autores.
En cualquier caso, el análisis de la relación entre Constant y Berlin permite al menos enunciar una cuestión de orden más general: ambas distinciones entre libertades parecen poseer una indudable ventaja analítica, pues permiten ordenar la discusión. Sin embargo, envuelven dificultades que tampoco deberíamos perder de vista. Constant se da cuenta de este problema, y por eso termina reivindicando -aunque fuera parcialmente- aquello que en un principio quería descartar: la libertad antigua es necesaria para la subsistencia de la libertad moderna: ambas dimensiones no son fácilmente escindibles, y una antinomia muy marcada oscurece tanto como aclara. Algo semejante ocurre con la dicotomía propuesta por Berlin. Dado que su libertad negativa no remite en ningún sentido a la política, y dado que la libertad positiva puede conducir al totalitarismo -a partir de una concepción racionalista y monista-, se enfrenta a un cuadro bastante extraño: la libertad que debemos valorar y preservar (la negativa) no es política en ningún sentido relevante, mientras que la libertad que tiene una conexión política, aunque fuera indirecta, es fuente de regímenes totalitarios. ¿Qué hacer, en ese contexto, con la indispensable necesidad de política? Es cierto que Constant no responde la pregunta que él mismo formula, pero ve algo que Berlin parece no ver -acaso en función de la polémica que tiene en mente-: no es posible dar con una concepción robusta de libertad si no integramos en ella la dimensión política. Será tarea de Alexis de Tocqueville intentar resolver el enigma enunciado por Constant.