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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.69 México may./ago. 2024  Epub 16-Ago-2024

https://doi.org/10.21555/top.v690.2609 

Artículos

El último clavo en el ataúd del cartesianismo. El Uno heideggeriano y la noción de “trasfondo” en Charles Taylor y Hubert Dreyfus

The Last Nail in the Coffin of Cartesianism: Heidegger’s das Man and the Notion of Background in Charles Taylor and Hubert Dreyfus

Rudyard Mauricio Loyola-Cortés1 
http://orcid.org/0000-0002-6632-0045

1Universidad Católica del Norte, Chile. rudyard@ucn.cl


Resumen.

Este artículo indaga acerca de la noción de “trasfondo” (background) en la filosofía de Charles Taylor y busca complementarla con las reflexiones de Hubert Dreyfus. Esta noción busca contrarrestar el representacionismo cognitivo, que tuvo un tremendo impulso con Descartes y que fue perpetuado por la epistemología moderna. El representacionismo, para Taylor, nos abre a antropologías basadas en ontologías de la desvinculación (dualismo y monismo mecanicista) y esta impronta influye decididamente en la filosofía moderna y contemporánea pese a corrientes filosóficas que afirman superarlo. Para Dreyfus, la noción de “trasfondo” se vincula con nuestras prácticas sociales y el polémico Uno heideggeriano (das Man) es su lugar privilegiado de trasmisión; es también aquello que derrumbaría definitivamente el legado representacionista cartesiano.

Palabras claves: trasfondo; Uno (das Man); mundo; epistemología; prácticas de trasfondo; Taylor; Dreyfus; Heidegger

Abstract.

In this paper, I inquire into the notion of background in the philosophy of Charles Taylor and seek to complement it with reflections made by Hubert Dreyfus. This notion aims to counteract the cognitive representationalism that Descartes’s thought tremendously promoted and that has been largely perpetuated by modern epistemology. Representationalism, for Taylor, makes us open to anthropologies based on ontologies of disengagement (dualism and mechanistic monism), an imprint which decisively influenced modern and contemporary philosophy despite the efforts of different schools of thought that claim to have overcome it. For Dreyfus, the notion of background is linked to our social practices, and Heidegger’s controversial “the One” (das Man) is its privileged place of transmission; it is also that which would definitively collapse the Cartesian representationalist legacy.

Keywords: background; the One (das Man); world; epistemology; background practices; Taylor; Dreyfus; Heidegger

1. Introducción1

El filósofo canadiense Charles Taylor ha realizado un extenso estudio de la identidad de nuestra época y ha señalado rasgos que nos hacen distintos de hombres y mujeres de otros tiempos: la razón autorresponsable y una cierta comprensión de la libertad; la afirmación de la vida corriente y, asociada a ella, la igualdad moderna; la benevolencia universal, que se manifiesta sobre todo en la evitación del sufrimiento; el desencantamiento del mundo o “neutralización del cosmos” -que deja atrás un mundo penetrado por un logos óntico de significatividad-; el carácter expresivo de nuestra existencia, etc. Todas ellas son marcos referenciales (frameworks) que tienen aspectos que contribuyen a nuestra realización como seres humanos (Taylor, 2006), así como otros que se constituyen en verdaderos malestares de la cultura (Taylor, 2016).2 De hecho, estos últimos se relacionan, para Taylor, con una forma de entender al ser humano que en parte proviene de la epistemología. Como veremos, el problema reside en una ontologización del procedimiento racional de la epistemología moderna, que genera una concepción del ser humano encerrado en su interioridad y desligado ontológicamente de su mundo, de su cultura y de los otros. En definitiva, lo que ocurre es una pérdida del trasfondo que da sentido a la “esencia” y a la acción humanas.

Este trabajo indaga específicamente sobre la noción de “trasfondo” (background) en la filosofía de Charles Taylor y busca conectarla, a través de la reflexión del filósofo norteamericano Hubert Dreyfus, con el Uno heideggeriano. Abordamos este tema desde dos líneas fundamentales de la obra de Taylor: su crítica a la epistemología moderna y la imagen antropológica ligada a ella.

2. La epistemología moderna y la imagen antropológica a ella asociada

La imagen moderna del ser humano, que para Taylor está vinculada a la epistemología, recorre una larga historia hasta nuestros días. Lo que este filósofo llama “la tradición epistemológica” está profundamente relacionado con una noción de “libertad”-“dignidad”, y la “teoría del conocimiento extrae parte de su fuerza de esta conexión”(Taylor, 1997, p. 26). De esta tradición y de sus aspectos éticos se desprenden tres nociones que dan forma a esta imagen antropológica: el sujeto desvinculado (disengaged), el yo puntual y la interpretación atomista de la sociedad. Hitos importantes de la construcción de esta idea del ser humano, a nivel histórico filosófico, han sido: el solipsismo cartesiano; el empirismo inglés, con su negación de lo innato y la idea de la construcción de la realidad; las críticas del Romanticismo a la razón ilustrada, que, si bien valora la comunidad, genera un yo expresivo y creador, pero de igual modo subjetivo; finalmente, determinadas filosofías contemporáneas que pretenden superar la imagen antropológica moderna, pero que -para Taylor y Dreyfus- igualmente caen en esta, preservando algunas de sus determinantes más características. No obstante la inmensa riqueza del análisis tayloriano, nos enfocaremos en dos autores fundamentales en la explicitación de la imagen moderna de ser humano: René Descartes y John Locke.

2.1. Descartes y Locke

Descartes, tomando motivos agustinianos, busca pensar más allá de las cosas exteriores, introduciéndose en las profundidades del alma para recoger (cogitare) las ideas. El conocimiento se vuelve representacional: conocer es tener una representación, una imagen correcta de una realidad externa. Las ideas, a diferencia de Platón y Agustín, se convierten en contenidos psíquicos, cosas de la mente; vale decir, dejan de ser entes que están fuera y que la razón tiene que captar y pasan a requerir de una corrección que necesita de algo nuestro: la certeza. Esta última se identifica con la verdad y se relaciona con lo claro, distinto e innegable bajo la luz de la évidence (Taylor, 2006, p. 205). En esta transformación cartesiana del conocimiento se pierde la confianza en los sentidos: el mundo se reduce a mera extensión geométrica (res extensa) y el cuerpo se convierte en algo mecánico que necesita asegurar una conexión con el alma. Así las cosas, nuestra manera de experimentar, encarnada y comprometida con el mundo, es concebida por Descartes como una experiencia mayoritariamente oscura y confusa. Por otro lado, el cosmos -desde la perspectiva cartesiana- es ahora un mecanismo expuesto al control instrumental; el orden del ser que organizaba ontológicamente el mundo en la Antigüedad y el Medioevo da paso al orden procedimental establecido por la razón.

Con la crítica de John Locke al innatismo cartesiano se establece que las ideas provienen solamente de la experiencia: no hay ideas en la mente antes de la experiencia; la mente es una hoja en blanco a ser escrita. El conocimiento es algo propio del individuo y se produce fundamentalmente gracias a la experiencia o, al menos, no sin ella. De esta manera, se acentúa en el empirista la independencia individual del proceso de conocimiento. Precisamente esa independencia -para Locke- nos emancipa del conocimiento por autoridad,3 lo que se refuerza con el principio protestante de la adhesión personal. El motivo de esta emancipación de la autoridad ya estaba en Descartes, pero aquí cobra un nuevo ímpetu. El individuo adquiere independencia cognitiva frente a la tradición y este uso independiente de la razón se constituye en libertad; lo contrario, en esclavitud. Esto conlleva autorresponsabilidad (cfr. Taylor, 2006, p. 234), lo que tendrá su expresión política en un atomismo de la sociedad: son individuos libres autorresponsables los que la formarían.

Esta independencia del conocimiento también se aplica al nivel de la interioridad humana y tiene consecuencias éticas. Para Locke, es la mente la que debe sopesar y controlar los deseos y aplazar su consecución. El yo lockeano se desvincula de sus propios deseos; debido a esto, le es posible volver a crearse, re-crear sus propios hábitos. Esta última expresión nos retrotrae a Aristóteles, pero Locke tiene una noción de “hábito” que se distancia de la del Estagirita: los hábitos, para Aristóteles, se configuraban sobre una naturaleza con inclinaciones con las que se producía un ajuste natural; en cambio, el yo lockeano se separa de sus propios deseos y hábitos y se transforma en un punto racional de poder que puede reconfigurar lo que es. El yo queda reducido a lo que Taylor llama el “yo puntual”, esto es, la idea de un punto inextenso capaz de configurarse y recrearse a su antojo:

Al sujeto que adopta esta postura radical de desvinculación con la idea de reconstruirse es al que quiero denominar el yo “puntual”. Adoptar esta postura es identificarse con la capacidad de objetivar y reconstruirse y a través de ello distanciarse de los rasgos peculiares que son objeto del cambio potencial. Lo que en esencia somos no es ninguno de esos rasgos sino lo que es capaz de ajustarlos y configurarlos. Eso es lo que desea transmitir la imagen del punto, inspirándose en el término geométrico: el yo real es “sin extensión”; es el único que posee el poder de fijar las cosas como objetos (Taylor, 2006, p. 239).

Esta nueva imagen de una consciencia independiente, capaz de autocontrol y reconstrucción total, tiene asociada una autorresponsabilidad a la altura de una libertad tan radical. Por otro lado, la ética lockeana busca un tipo de felicidad que entiende como placer. Su búsqueda es guiada por una razón instrumental que distingue entre placeres inferiores y superiores. Para ello, los premios y castigos propios de la doctrina cristiana pueden ser de gran ayuda. Como la ética lockeana se desliga de las inclinaciones y de los fines propios de la naturaleza humana, la moral resultante es de índole antiteleológica y de motivación hedonista, muy distinta a la ética aristotélica.

2.2. La negación del trasfondo

Para Taylor, con la nueva epistemología perdimos nuestro sentido de agentes encarnados, lo que implica la pérdida de nuestro contexto -sea este corporal, social, cultural o histórico- en nuestra manera de comprendernos. Nos separamos del trasfondo de sentido y este se transformó en algo ajeno en la comprensión de lo que somos. Un nuevo paradigma -el sujeto desvinculado y autodeterminante- es el que orienta la comprensión de lo que somos y de nuestras relaciones con los otros y con el mundo. En “Lichtung o Lebensform: paralelismos entre Heidegger y Wittgenstein”, Taylor llamó “racionalismo” a una concepción teórica que engloba las principales determinantes de aquello que, a su juicio, niega el trasfondo:

Cuando hablo de racionalismo, supongo que una determinada concepción de la razón desempeñó un papel determinante […] [;] [esta corresponde a] una suerte de ontologización del procedimiento racional. Lo que se consideraba como los verdaderos métodos de pensamiento racional era leído en la propia constitución de la mente y formaba parte de su propia estructura (Taylor, 1997, p. 95).

El racionalismo, por tanto, implica una ontologización, una especie de hipóstasis del procedimiento racional propio de la nueva epistemología. Esto incluye al racionalismo de corte cartesiano, al empirismo inglés y a aquellas filosofías que siguieron su senda al mantener una imagen del sujeto desvinculado. Lo que se consideraba un método del pensar racional teórico pasa a ser interpretado como la verdadera constitución de nuestra mente, determinando nuestra moderna imagen del ser humano.

Aquello que Taylor entiende por “racionalismo” está caracterizado por tres rasgos determinantes: la neutralidad, el atomismo del input y el procesamiento de estos datos atómicos. En primer lugar, el racionalismo posee una imagen desvinculada del ser humano que observa el mundo -como dice Nagel- desde el “punto de vista desde ninguna parte” (Taylor, 1997, p. 91), vale decir, un ser humano que capta el mundo desde fuera de él, situado en ningún lugar específico, sin ninguna perspectiva, en completa neutralidad. Esta perspectiva llega más allá del quehacer filosófico moderno, pues influye decididamente en el sentido común. En esta dirección es que Dreyfus y Taylor (2016, p. 161) comentan la película Matrix, que muestra un tipo de realidad antropológica -en el contexto de la ciencia ficción- semejante a la idea de John Searle del “cerebro en una cubeta”. Una explicación simplificada de esta última imagen es un cerebro humano conectado a electrodos que generan estímulos, que a su vez simulan una realidad que el cerebro entiende como verdadera, incluso si es muy distinta de la que de hecho está ocurriendo. Esta mirada, relacionada con la inteligencia artificial -input, procesamiento, output-, tiene sus antecedentes en lo que, con Taylor, llamamos “racionalismo”. De hecho, si lo comparamos con el esquema cartesiano, en vez del genio maligno existe un científico maligno que montó este aparataje. En la inteligencia artificial -al menos en una de sus versiones- se maneja un concepto de “inteligencia” que remite indirectamente a una concepción antropológica que le sirve de paradigma a ser imitado por la máquina (Dreyfus y Dreyfus, 1993). Este se concreta en la imagen de un agente humano que, a través de la percepción, capta bits de información, los procesa y, de esta manera, aparece el mundo (cfr. Taylor, 1997, p. 94). Esta imagen tiene detrás elementos cartesianos y empiristas: “ideas” que funcionan como átomos que, al ser combinados por una forma de “procesamiento”, configuran la realidad en la mente. Las ideas deberían tener la determinante de neutralidad, pero pueden estar teñidas por nuestra interpretación. La epistemología, en su afán por fundamentar la ciencia moderna, persigue la “neutralidad”, que busca restringirse al hecho independientemente del valor que este tenga para nuestros propósitos.

A diferencia del “racionalismo” -tal como lo entiende Taylor-, en Aristóteles, el nous se tornaba uno con el objeto; mente y objeto comparten la forma, el eidos (cfr. De anima, 431a1-b32). De esta manera la mente participa del ser del objeto y no solamente lo representa (cfr. Taylor, 1997, p. 22). El modelo representacional que comienza con Descartes pierde la dependencia de la teoría de las formas. Como lo que importa es la representación y esta ocurre en la mente, la racionalidad ya no se encuentra en el cosmos y en las formas, sino en la mente. Es la facultad con que pensamos. A través de la racionalidad construimos una imagen del mundo (Heidegger, 2010b). Se da en la filosofía un giro reflexivo; los procesos de la mente son analizados cuidadosamente. Para esto hacía falta un procedimiento fiable. Racionalistas y empiristas optaron por el que les pareció más adecuado; la idea era asegurarse representaciones confiables. Para Taylor, el problema no es este; después de todo, la influencia de estos hizo avanzar las ciencias de la naturaleza como nunca. El problema es su ontologización “como la auténtica constitución de la mente”. En el caso de Locke se produce, entre otras cosas, una reificación de las “ideas simples” tal como él las concebía -por ejemplo: el color verde que capto en la experiencia-, elementos atómicos que entran en la mente (atomismo del input) (cfr. Taylor, 1997, p. 95).

Además de la neutralidad, el racionalismo busca la objetividad; la racionalidad moderna busca escapar de “las distorsiones y perspectivas estrechas de nuestro tipo de subjetividad y capta[r] el mundo tal como es” (Taylor, 1997, p. 96). Para los pensadores del siglo XVII, nuestra experiencia encarnada nos orientaba hacia la confusión. Las propiedades captadas de las cosas que dependen de nuestra subjetividad son catalogadas como “secundarias” y desestimadas, en especial por las ciencias de la naturaleza, que van cobrando poco a poco una índole paradigmática para las demás ciencias, incluidas las humanas. El color, el sabor, el olor, la temperatura y el sonido dependen demasiado de nuestra subjetividad como para ser consideradas pertenecientes a los objetos y, por tanto, objetivas; no así las dimensiones relativas a la extensión geométrica. Un ejemplo del propio Taylor (1985, p. 46): si dejáramos de existir, no lo haría la luz que se refleja en los objetos, que seguiría emitiendo una cierta longitud de onda (el color leído como extensión geométrica), pero no sería en modo alguno lo que nosotros captamos como color. Los autores de la Lógica de Port-Royal ven como “culpable debilidad” atribuir propiedades que dependen de nuestros sentidos y no del objeto a cualidades como el calor y el color. Para el “racionalismo” y sus epígonos modernos, los inputs y su pureza deben garantizarse frente al peligro de la deformación (cfr. Taylor, 1997, p. 97).

Todas estas connotaciones de un método que dio frutos en su ámbito fueron ontologizadas como cualidades propias de la mente, fundamentalmente a través de dos modelos antropológicos: el dualismo y el monismo mecanicista. Estos son entendidos por Taylor (1997, p. 99) como ontologías de la desvinculación. El dualismo nos liberaría de nuestra experiencia subjetiva encarnada y de la distorsión que ella conlleva. Por aquella atribuimos colores, sabores, olores, texturas, temperaturas y sonidos a las cosas, atributos que en definitiva dependen más de nuestra subjetividad que de las cosas percibidas. Si consideramos que la mente no está esencialmente encarnada, podríamos pensar en una posibilidad de emancipación de la distorsión que provoca nuestra subjetividad. El monismo mecanicista, por su parte, persigue lo mismo al reducir el cuerpo a un mecanismo, despreciando de esta forma nuestra subjetividad. Incluso la misma mente es mecanizada al ser considerada como mera receptora de impresiones:4 es comprendida desde un universo mecanizado. Ya veíamos más arriba un tipo de teoría con una índole mecanicista que está en plena vigencia: las teorías de la mente basadas en la computación, cuyo esquema implica inputs que, luego de ser procesados, producen outputs. Lo que no logra ser procesado se vuelve ininteligible. Para Taylor, un antídoto contra esta imagen mecanicista es una descripción de tipo fenomenológico que dé cuenta de la verdadera dinámica del conocimiento y, más ampliamente, de la agencia humana en el mundo. Esto derrumbaría, por ejemplo, el presupuesto de inputs perfectamente definidos que entran para ser procesados: el conocimiento humano no posee esa claridad basal. Una mostración fenomenológica del conocimiento, como la que Heidegger hace en el § 13 de Ser y tiempo, aportaría la mostración de ámbitos no mecánicos ni estrictamente racionales que están a la base del conocimiento. Previo al conocimiento existen praxis y mundo y no ideas o impresiones simples y definidas (cfr. Heidegger, 2005, pp. 87 y ss.).

Como hemos visto, el racionalismo -tal como lo concibe Taylor- tiene su expresión en el dualismo y el mecanicismo en cuanto ontologías de la desvinculación, que hipostasian un procedimiento. Este último dejaba fuera, por temas estratégicos, la experiencia encarnada, pero esto sale del ámbito procedimental y se extiende al ámbito antropológico. Lo que se deja de lado es precisamente nuestra vinculación constitutiva con el mundo en cuanto trasfondo que da sentido a nuestra experiencia. El racionalismo reduce la esencia humana y muchas de sus determinaciones continúan presentes hasta el día de hoy en el naturalismo, vale decir, en la consideración de las ciencias humanas bajo el paradigma metodológico de las ciencias de la naturaleza. Es la cruzada de Taylor argumentar contra este grupo de teorías reduccionistas, según él, como “un monomaniaco”(Taylor, 1985, p. 1).5 Nos encontramos aquí, por tanto, con una dimensión fundamental de la reflexión del filósofo de Quebec.

El racionalismo y el naturalismo tienen como modelo una concepción representacional del conocimiento humano y esta funciona como paradigma de toda acción humana, generando de esta manera todo un grupo de teorías reduccionistas (cfr. Llamas, 2001, p. 49). El naturalismo no es sino una consecuencia del elevado estatus que adquiere la epistemología en la cultura científica de nuestro tiempo. La epistemología se ha transformado en una “hidra” -como la describe Taylor (1997) en el prefacio de Argumentos filosóficos-, un monstruo de muchas cabezas capaz de regenerarlas (e incluso aumentar su número) cuando una le es cercenada. Esta metáfora alude al carácter persistente de la epistemología considerada como base del edificio filosófico. Para Descartes, es necesario solucionar primero al problema del conocimiento para, desde ahí, poder emitir juicios certeros de las cosas. Este convincente supuesto hace que la epistemología se transforme en la base de todo el edificio filosófico. Ello habría influido en la concepción del ser humano, pues el conocimiento se entiende -y en este punto nos permitimos usar expresiones heideggerianas- como el modo de ser por antonomasia del Dasein (la existencia humana). Taylor llama a esta hidra “una fatal y terrible ilusión […]. [Este modelo] asume equivocadamente que podemos llegar al fondo de lo que es el conocimiento, sin contar con el apoyo de nuestra completamente formulable comprensión de la experiencia y de la vida humanas” (Taylor, 1985, pp. 11-12). En otras palabras, el problema estaría dado por situar el conocimiento como lo que fundamenta la experiencia humana y no al revés. Contrario a este modelo, el hecho de fundamentar el conocimiento en la experiencia implica la consideración del trasfondo de sentido en el que nos desenvolvemos. Un obstáculo para esta nueva manera de ver las cosas fue la temprana asociación de la epistemología con la Revolución Científica y su alto estatus (cfr. Taylor, 1997, p. 129). Parte de la persistencia de este “monstruo” ha sido precisamente su asociación a las ciencias de la naturaleza, pero su persistencia se ha dado incluso en posturas que han pretendido superar el naturalismo y la misma epistemología.

Para Taylor, a nivel filosófico, la epistemología es cuestionada por filósofos contemporáneos como Heidegger, Merleau-Ponty, Wittgenstein y Rorty. Una crítica profunda de esta primacía es la que indaga sobre la idea de “conocimiento” que hizo posible que se le otorgara a la epistemología un lugar privilegiado en el edificio filosófico.6 Taylor expresa esta idea de modo muy simple: “el conocimiento ha de considerarse como la correcta representación de una realidad independiente” (1997, p. 21); es decir, conocer implica tener una imagen interna correcta (adecuada) de una realidad externa. Esta noción de conocimiento ha influido en comprensiones de la acción humana y de la ciencia que adolecen de un reduccionismo antropológico, así como en ideas morales y espirituales de nuestra época moderna. Autores como Heidegger, Merleau-Ponty, Wittgenstein entre otros, han ayudado a desenmascarar esta falsa idea de “conocimiento”.

3. El trasfondo y su recuperación en la historia moderna del pensamiento

Para volver a conectar al agente con su mundo, con aquel trasfondo que lo constituye, Taylor recurre principalmente a dos grandes corrientes de la filosofía contemporánea: la fenomenología (y su deriva hermenéutica) y la analítica. En “Engaged Agency and Background in Heidegger”, Taylor (1993, p. 137) ofrece una pequeña lista de filósofos que nos han ayudado a emerger del racionalismo al que nos referíamos más arriba: Heidegger, Wittgenstein y Merleau-Ponty. Pero, antes de ellos, el pionero fue Kant.

3.1. Kant y las condiciones trascendentales

Para Taylor, la argumentación kantiana es un paradigma que será seguido por los filósofos antes mencionados. Establecer condiciones trascendentales significa “identificar ciertas condiciones sin las que nuestra actividad caería en la incoherencia” (Taylor, 1997, p. 31), es decir, postular ciertas condiciones que hacen que una actividad, en este caso el conocimiento, sea posible como tal. Esto derribaría el presupuesto de la epistemología moderna de que nuestro conocimiento se basa en elementos atómicos que entran en la mente (inputs) para luego ser procesados. Es en este sentido que la recepción de datos atómicos del empirismo (específicamente de Hume) fue criticada por Kant.

Puede decirse que Kant anticipó lo que fue conocido -de la mano de Brentano y Husserl- como “intencionalidad”, vale decir, que nuestra consciencia siempre sea consciencia de algo. Al menos el filósofo de Königsberg presentó -a juicio de Taylor (1997, p. 30)- una prototesis de la intencionalidad en su Crítica de la razón pura: para Kant, no tendríamos experiencia “a menos de que sea construible como de un objeto” (Taylor, 1997, p. 31). Ello implica que nuestras representaciones se relacionan entre ellas. El sonido, la forma, el color, etc., se relacionan formando un objeto; si no, solo se contaría con fenómenos dispersos y no con experiencia. Por tanto, y esto es muy importante, la experiencia no se reduce a datos atómicos, sino que es experiencia de algo, lo que a su vez supone, como veíamos, una interrelación. La impresión además de no ser un contenido aislado, sino perteneciente a algo, por ello mismo está situada en un lugar, en el mundo exterior, locus para el sujeto desconocido e indeterminado (cfr. Taylor, 2017, p. 30). Así, una muestra de información no se presenta aislada, sino que supone el mundo, su unidad y la unidad del objeto a la que pertenece esa muestra. Cabe destacar que además, en este punto, Kant expresa una comprensión originaria de la totalidad: “En una mirada retrospectiva, puede afirmarse que constituye el primer intento por articular el trasfondo que exige la propia imagen desvinculada para que sus operaciones sean inteligibles, pero que al mismo tiempo también esa articulación sirve para destruir la propia imagen” (Dreyfus y Taylor, 2016, p. 71). En otras palabras, si bien Kant aún conserva la imagen desvinculada de la tradición epistemológica, su indagación, en cuanto a las condiciones trascendentales que hacen posible algo así como el conocimiento, le llevan a descubrir una parte, aunque bastante limitada, del trasfondo.

3.2. Las percepciones de Merleau-Ponty y el mundo heideggeriano

Con la fenomenología de Merleau-Ponty, Taylor busca mostrar que nuestras percepciones están dotadas de significatividad, derribando de este modo los bits de información (atomismo del input) que en la tradición epistemológica se conocían, entre otras formas, como impresiones sensibles. En la fenomenología heideggeriana destaca el mundo, trasfondo de significatividad que dota de sentido a nuestras prácticas. Ambas propuestas se constituyen en condiciones trascendentales, en el sentido amplio de que son necesarias para la experiencia y, sin ellas, esta carecería de sentido. El naturalismo, en cambio, se guio por el modelo del conocimiento propio de las ciencias naturales empíricas, “que responde a la ontología mecanicista y al modelo racionalista de verdad universal y objetiva, acorde a unas reglas de racionalidad” (Llamas, 2001, p. 50). El paradigma antropológico que está detrás de este modelo es el de un yo racional desvinculado, con una interioridad independiente de su cultura, de los otros y del mundo.

Taylor busca derribar esta noción del sujeto desvinculado y su consecuencia lógica, que es el atomismo social; para ello, es necesario develar el trasfondo de sentido que subyace a nuestra experiencia en el mundo y desde el que nos interpretamos. Por ello, si pretendemos hacer lo que Taylor llama la “descripción de estado” (state-description) de una persona, deberíamos necesariamente incluir algunas características de su mundo que son significativas para ella. Que algo sea significativo, que tenga significado para nosotros, quiere decir que lo elegimos desde nuestro mundo y que aquello elegido no es indiferente, pues somos seres con aspiraciones y propósitos (cfr. Taylor, 1989, pp. 1-2). Este no es un asunto meramente contingente, sino ontológico. Estamos comprometidos con el mundo fundamentalmente como agentes corpóreos: “el sujeto es un agente esencialmente encarnado” (Taylor, 1989, p. 3). Siguiendo a Merleau-Ponty, una forma de mostrarlo es a través de la percepción. Nuestro estar en el mundo es el de agentes comprometidos y la manera más básica de nuestra vivencia en él es la percepción. Otras maneras de estar en el mundo pueden ser trabajar, conversar, andar por la calle (cfr. Taylor, 1989, p. 3), pero es la percepción, para Merleau-Ponty, nuestra apertura más básica al mundo. Los datos de los sentidos, las impresiones, para la concepción epistemológica moderna, eran átomos “puros” susceptibles de asociación, que generaba conocimiento. Este modelo tiene sintonía con los datos en bruto de la ciencia natural. Taylor nos dice al respecto: “el idealismo, el escepticismo, el solipsismo son difíciles de evitar […] [pero esto es incoherente, ya que el] campo de los fenómenos no es un ensamblaje de datos de los sentidos. Es nuestro acceso al mundo” (1989, p. 3). La percepción, para Merleau-Ponty, no se experimenta como “datos de los sentidos”, sino más bien como un punto de vista; esto quiere decir que ya todo dato es una elaboración, una selección de aspectos: son modos parciales de acceso a la realidad, al mundo, de un agente encarnado. Este último se encuentra ya inserto en coordenadas espaciotemporales (cfr. Llamas, 2001, p. 52) y, por tanto, tiene una posición en el mundo. De ello da cuenta la estructura orientacional perceptiva: tenemos un primer plano, un fondo, un arriba y un abajo. Estos no tienen que ver necesariamente con la ubicación de la cabeza, los pies, la tierra o el cielo (cfr. Taylor, 1989, pp. 4-5), sino que tienen sentido en relación con nuestro actuar y con nuestro equilibrio. Nuestra percepción no es en modo alguno un cuadro neutro, como lo ha asegurado la epistemología moderna (cfr. Taylor, 1989, pp. 7-8), sino que ya posee una orientación y un sentido.

Taylor destaca, además de a Merleau-Ponty, a Heidegger y a Wittgenstein, pues ellos “nos han ayudado a valorar la liberación del racionalismo a través de hacernos apreciar el trasfondo” (Taylor, 1997, p. 100). Este trasfondo subyace a todo actuar humano: es un horizonte no explícito, un contexto de significatividad que posibilita la comprensión de nuestra experiencia. Polanyi (citado en Taylor, 1997, p. 100) considera que es aquello subsidiario a lo que es consciente: “es lo que nosotros estamos ‘esperando de’ mientras prestamos atención a la experiencia”. No es central -lo central es el objeto de la consciencia-, pero eso no quiere decir que no sea tremendamente importante y, sobre todo, fundamental; es inconsciente, pero hace posible lo consciente. Desde él somos capaces de articular o interpretar, pues gracias al trasfondo tenemos una precomprensión o comprensión previa. Por ello, la experiencia del sujeto vinculado o comprometido no es inteligible fuera de su contexto: he aquí una diferencia fundamental con la imagen antropológica del sujeto desvinculado.

Heidegger, en Ser y tiempo, nos muestra que las cosas nos comparecen, de forma originaria (ursprünglich),7 como útiles desde el mundo circundante en el modo de ser de la ocupación absorta. Los útiles son los entes que tienen el modo de ser de Zuhandensein (estar-a-la-mano). Cada útil (Zeug), remite a otro ente del mismo tipo, de acuerdo con su utilidad. Cada útil es respectivamente para otro, es decir, posee una condición respectiva (Bewandtnis): en martillo remite a un clavo, este a la madera, esta a otros entes del taller, y así hasta formar una totalidad respeccional que tiene como último respecto un modo de ser del Dasein (por-mor-de o en-bien-a), es decir, una totalidad de condiciones respectivas interconectadas. Tal totalidad de relaciones forman lo que Heidegger llama “el mundo circundante”: un trasfondo que es un horizonte de significatividad, un plexo de condiciones respectivas que hace comparecer al ente con el que nos ocupamos, jugándonos en ello nuestro ser. Una explicación así nulifica el atomismo del input, pues los entes comparecen desde una totalidad respeccional que los precede, desde un horizonte de significatividad que les es anterior y que posibilita su desocultamiento. La objetividad, al menos de manera originaria, no tiene cabida; para Heidegger, tal como lo desarrolla en el § 13 de Ser y tiempo, el útil, el ente que comparece en la ocupación, es más originario que el objeto; este último solo puede llegar a aparecer con una intencionada desmundanización del útil,8 con un recortar sus condiciones respectivas que lo ligan a otros entes.

Otro aspecto importante del punto de vista del sujeto desvinculado es su monologismo. Tanto conocimiento como pensamiento se sitúan en la mente del individuo. El común uso de ideas y lenguaje se da por convergencia; un trasfondo de significatividad es totalmente contradictorio respecto de este tipo de esquema. La comprensión del trasfondo no es la mía, sino la nuestra. En este sentido, Taylor (1997, p. 112) destaca la primacía del das Man (el Uno) en Heidegger. Retomaremos esta asociación de Taylor entre trasfondo y Uno heideggeriano más adelante.

3.3. Somos animales que nos autointerpretamos

Para Taylor, una ciencia de la vida y la acción del ser humano pierde su sentido bajo el modelo de las ciencias de la naturaleza. Las ciencias humanas deben basarse en una comprensión del ser humano como ser hermenéutico, “un ser contextualizado que sea al mismo tiempo consciente de su contextualización” (Llamas, 2001, p. 50). En este sentido, Taylor hace una fenomenología de nuestras emociones y de la acción y así fundamenta la concepción del ser humano como “animal que se autointerpreta”, que a la vez atribuye a Heidegger (cfr. Taylor, 1985, pp. 45 y 76). Las emociones dependen de un contexto, de un trasfondo. Tienen un carácter intencional (cfr. Taylor, 1985, pp. 75-76), hacen referencia a un objeto; que no podamos reconocer uno en casos como una ansiedad difusa es porque se hace referencia negativamente a un objeto: este falta. No hay un objeto donde debería haber uno (cfr. Taylor, 1985, p. 47), aunque, para evitar estas disyuntivas, es mejor ampliar la afirmación describiendo las “emociones como involucrando un sentido de nuestra situación. Ellas son modos afectivos de consciencia de la situación”(cfr. Taylor, 1985, p. 48). Son modos no neutrales, no indiferentes. Por las emociones nos volvemos conscientes de nuestra situación de acuerdo con lo que nos importa: lo vergonzoso, lo fascinante, etc. A esto Taylor le llama una importación (import),9 que define como “una manera en que algo puede ser relevante o de importancia para los deseos o propósitos o aspiraciones o sentimientos de un sujeto […], una propiedad de algo por lo cual esto es una materia de no-indiferencia para un sujeto”(1985, p. 48; mi énfasis). Afirma Taylor que el objeto o situación debe tomarse en sentido fuerte (strong sense) en cuanto se constituye en el fundamento de nuestras emociones; es decir, sentimos vergüenza porque algo es vergonzoso, no porque mucha gente siente vergüenza. Lo que Taylor quiere subrayar es el carácter intencional y contextual de las emociones; por ello, “experimentar una emoción dada involucra experimentar nuestra situación como teniendo cierta importación, donde […] la importación da los motivos o bases para el sentimiento” (Taylor, 1985, p. 49).

Las emociones dependen de la experiencia (son experience-dependent), parecidas en este sentido a las propiedades secundarias (cfr. Taylor, 1985, p. 50). Para una teoría como el conductismo, este tipo de propiedades deben quedar fuera de estudio; se reduce todo a características físicas y a movimientos de los organismos. Pero una emoción, como la vergüenza, que depende del contexto y hace referencia a un sujeto (es subject-referring),10 solo tiene sentido en el mundo humano. ¿Pero qué ocurre con otras emociones que parecen no depender del contexto y que no se refieren a un sujeto y a su circunstancia, como un dolor de muelas o el malestar ante un sonido desagradable? Pese a que se presentan desarticuladas y provocándonos perplejidad, estas emociones se nos aparecen planteándonos interrogantes. Pese a su inarticulación, no son emociones propias de un animal no humano (cfr. Taylor, 1985, p. 74).

Por último, las emociones son dependientes de nuestra condición lingüística: “no hay emoción humana que no esté encarnada en un lenguaje interpretativo” (Taylor, 1985, p. 75); describir una emoción es hacer explícito el sentido de la situación, es decir, parte del trasfondo. Experimentamos la emoción como teniendo una cierta importación, aunque en algunos casos admitimos que esta importación no se soporta (cfr. Taylor, 1985, p. 50); comprendemos que algunos sentimientos incorporan una visión más profunda que otros, aun cuando las emociones actuales parezcan desmentirlo. Esto es así porque nuestros sentimientos están articulados en un cuadro de predicamento moral (cfr. Taylor, 1985, pp. 63 y 72); nos exigen hacer discriminaciones cualitativas de lo que deseamos y aspiramos en nuestras vidas. Taylor, en “What Is Human Agency?” (1985), desarrolla sus ideas sobre una evaluación fuerte y una débil. Como animales que nos autointerpretamos, somos capaces de evaluaciones fuertes (strong evaluations), que consisten en valoraciones cualitativas estrechamente vinculadas a la moral (cfr. Ruiz Schneider, 2013, p. 230) y que “implican las discriminaciones de lo correcto o de lo errado, de lo mejor o de lo peor, de lo más alto o de lo más bajo, que no reciben su validez de nuestros deseos, inclinaciones u opciones, sino por el contrario, se mantienen independientes de ellos y ofrecen criterios para juzgarlos” (Taylor, 2006, p. 20). Las evaluaciones fuertes implican la definición de lo que tiene importancia para nosotros y en ello se juega nuestra propia autocomprensión. Todo esto supone un trasfondo como condición trascendental; desde él nos interpretamos a través del tipo de importancia que damos a aquello que el trasfondo nos trasmite.

3.4. Teorías expresivo-constitutivas del lenguaje

Taylor clasifica su concepción de lenguaje en un grupo de teorías que él llama “expresivo-constitutivas” (1997), opuestas a las “teorías estructuradoras o instrumentales”. Teorizadores del primer conjunto son autores como Herder, Humboldt, Wittgenstein y Heidegger. Tres determinantes de este tipo de teorías son la expresión, la manifestación y la dimensión constitutiva del lenguaje (cfr. Taylor, 1985, p. 117). En cuanto al uso expresivo, Taylor hace alusión a nuestra típica queja ante un calor evidente: esta, más que representar o describir la situación, que de por sí es obvia, convierte el calor en algo común (cfr. Taylor, 1985, p. 264). Este sentido expresivo está siempre presente; omitirlo significaría reducir el lenguaje a algo así como un lenguaje de máquinas que no tiene nada que ver con la conversación. El lenguaje puede existir sin la representación, pero no sin expresión.

Para Taylor -y no solo para él-, fenómenos cruciales de la vida humana son constituidos por el lenguaje:11 esta es la dimensión constitutiva, y ello tanto a nivel individual como comunitario. Cuando articulamos un sentimiento expresándolo verbalmente, con frecuencia este también cambia. Algo semejante pasa a nivel comunitario y del espacio público: tenemos una amplia evidencia de realidades construidas por el lenguaje (la opinión pública, el Estado, y un amplio etcétera).

3.4.1. Herder y Humboldt. Reflexión y red

Para Taylor, un filósofo que marca un cambio de rumbo desde una concepción estructuradora-instrumental - que tiene la impronta de la epistemología racionalista y empirista - hacia la nueva concepción expresivo-constitutiva es Herder. En Abhandlung über den Ursprung der Sprache (publicado en 1772), Herder criticó el Essai sur l’origine des connaissances humaines de Condillac, en particular su hipótesis sobre el origen del lenguaje, que Condillac representó a través de la narración de dos niños que gritan y gesticulan en un desierto expresando sus sentimientos. Esos gritos fueron entendidos por el pensador francés como “signos naturales”, quien consideró que aún no podían ser considerados “signos instituidos” pertenecientes a un lenguaje. Cuando los niños logran establecer una relación causal entre estos signos, que representan sentimientos, y aquello que los provoca, entonces nace la primera palabra; desde ese momento, el signo (grito) o el gesto se utilizará para referirse aquello que los afligía. Con el nacimiento de la primera palabra nace el lenguaje; el resto viene por agregación. Esta manera de entender el origen del lenguaje es la forma más típica de una teoría estructuradora-instrumental.

El problema, para Herder, es que Condillac ya “presupone lo que se quiere explicar” (cfr. Taylor, 1997, p. 117), es decir, presupone la relación de significación que inexplicadamente sería captada por los niños cuando reflexionan sobre la experiencia vivida. Condillac asigna a niños que aún no poseen lenguaje la capacidad lingüística, que consiste en entender que una palabra sea ocupada en lugar de algo. Entender el significado de una palabra es posible cuando uno ya tiene un lenguaje, cuando se tiene la capacidad de lo que Herder llama “reflexión” (Besonnenheit). El significado de una palabra implica su relación con el todo del lenguaje y no una asociación unidimensional entre signo y significado. Herder piensa que tenemos la capacidad de centrarnos en los objetos y reconocerlos, lo que crea algo así como un espacio de atención a nuestro alrededor, que denomina “reflexión” (cfr. Taylor, 1997, p. 126). Los seres no lingüísticos reaccionan ante las cosas que nos rodean, pero solo el lenguaje nos capacita para comprender algo como lo que es (cfr. Taylor, 1997, p. 146). Con el lenguaje estamos operando en una “dimensión semántica” (cfr. Taylor, 1997, p. 149).

Las afirmaciones herderianas no siempre son claras pero, en suma, Taylor afirma que lo que Condillac olvidó es el trasfondo de significatividad; este es incorporado en el signo o señal por Condillac pero, para que una palabra signifique algo, debe poseer una corrección lingüística que es inconcebible sin el todo del lenguaje. Muy en la línea de Condillac, que cosifica palabras que señalan cosas, la epistemología moderna cosifica los contenidos mentales, quitándole toda referencia al trasfondo. De este modo, es posible llegar a pensar que la palabra designa, no una cosa, sino un pensamiento.

El sujeto, para la teoría expresivo-constitutiva del lenguaje de Herder, y también para Humboldt, deja de ser el individuo y pasa a ser la comunidad lingüística. El locus del lenguaje para ambos pensadores es el Volk (cfr. Taylor, 2005, p. 58). Para Humboldt, el lenguaje es una red (Gewebe) en la que las palabras cobran sentido desde su lugar en la totalidad, que está presente cuando una palabra es pronunciada. Así las cosas, debemos pensar el lenguaje como discurso y este como actividad: como energeia y no como ergon (cfr. Taylor, 2005, pp. 54-55).

3.4.2. Taylor, la Lichtung heideggeriana y el lenguaje

Taylor se refiere a Heidegger como un teórico expresivo-constitutivo del lenguaje -principalmente en el período después de la Kehre (en 1949)-; en él parecen articularse las dimensiones centrales de lo que Taylor ha llamado la dimensión constitutiva (1997, p. 159). Lo que otros pusieron en la consciencia, él se lo atribuyó al ser o al claro del bosque (Lichtung).

Taylor comenta y reflexiona en diversas ocasiones sobre la Lichtung y la relaciona con su noción de “trasfondo”.12 Lazo Briones (2016, pp. 271-272 y 274) afirma que Taylor relaciona esta Lichtung con la concepción del ser humano que proviene del Romanticismo, que consideraba como autoesclarecedor o autorevelador. Para Taylor (1997, p. 29), con esta noción, Heidegger buscaría ir más allá del subjetivismo. Taylor ensaya la siguiente definición: “Lo ‘claro’ [die Lichtung] es el término que usa Heidegger para designar la manifestación completa de las cosas” (2017, p. 134). Aunque la expresión “manifestación completa” es compleja por el hecho de que la Lichtung posee una dimensión de ocultamiento (Garrido Periñán, 2015), esto, pensamos, puede interpretarse mejor si acudimos al texto Recuperar el realismo. En él, Dreyfus y Taylor se refieren a un contacto directo con la realidad, a una develación no mediada ni por una imagen, ni por el juicio, ni por cualquier otro elemento que se interponga entre nosotros y la realidad (cfr. Dreyfus y Taylor, 2016, pp. 215-239). Esto, creemos, es perfectamente aplicable a esta apertura que es la Lichtung, además del hecho, no menor, de que la Lichtung es efectivamente, en tanto apertura, la posibilidad de la manifestación de todo lo que aparece. De todos modos, se echa de menos, en las afirmaciones de Taylor, la dimensión de ocultamiento que Heidegger asignaba también a la Lichtung; la expresión “manifestación completa” es confusa aplicada a un fenómeno que de por sí es difícil de interpretar en la filosofía heideggeriana.

La Lichtung desafía el esquema sujeto-objeto y “centra nuestra atención en el hecho […] de que el complejo conocedor-conocido es de una sola pieza” (Taylor, 1997, p. 29). De esta forma, se deja de considerar al sujeto cognoscente separado del objeto y del mundo y se nos libera de explicar las típicas aporías del conocimiento. Si bien la Lichtung ocurre a través del ser-en-el-mundo, esta no corresponde a una capacidad interna de los seres humanos (cfr. Taylor, 1997, p. 111). La Lichtung nos supera y no se constituye, al modo moderno, desde el sujeto. Esta apertura ocurre en nosotros, pero no depende de cada uno de nosotros; ante ella, somos apenas sus pastores. Al parecer, Taylor entiende la Lichtung muy vinculada al lenguaje; incluso a veces parece identificarla con él: esta estaría, para nuestro autor, constituida por el lenguaje (cfr. Taylor, 1997, p. 158) y sería abierta por la conversación (cfr. Taylor, 1997, p. 163) en cuanto esta es su espacio de expresión. Por la integración de los fenómenos, no podemos decir que tales formulaciones sean del todo incorrectas. Después de todo, el claro hace posible el lenguaje y el mundo.13

Para Taylor, la designación heideggeriana del lenguaje como la “casa del ser” posee una índole no instrumental. Para Heidegger, el lenguaje es revelador: a través de él habitamos la significatividad y, por tanto, por él, el mundo es develado. El desocultamiento de los entes, para Heidegger, no ocurre intrapsíquicamente, sino que se da en el espacio de significatividad compartido con otros Dasein y, más aún, ayuda a definirlo. Esto tiene cierta sintonía con la “reflexión” herderiana, aunque, para una filosofía que busca escapar del ámbito de la consciencia, el concepto no es adecuado. Por ejemplo, ampliemos la noción de “lenguaje” y consideremos la obra de arte en Heidegger: en el templo griego -al que alude en El origen de la obra de arte- se “articula y reúne a su alrededor la unidad de todas esas vías y relaciones en las que nacimiento y muerte, desgracia y dicha, victoria y derrota, permanencia y destrucción, conquistan para el ser humano la figura de su destino en torno suyo” (Heidegger, 2010a, p. 30). Como vemos, la develación no se reduce a proposiciones descriptivas representacionales, sino que nos abre a un mundo, a un contexto de significatividad, a un trasfondo.

Otra de las tesis centrales de la teoría expresivo-constitutiva es la expresión. Para Heidegger, el lenguaje habla. Esta paradójica fórmula puede iluminarse desde la consideración de las teorías expresivo-constitutivas: como el lenguaje se da en el espacio entre seres humanos, no es cada uno de nosotros el que habla, sino que es el lenguaje que habla en cada uno; nosotros simplemente habitamos en él.

Algo de fundamental importancia para Heidegger es no identificar la Lichtung con los entes que a través de ella se develan. Platón, con su noción de “Idea”, cayó en este problema; por ejemplo, la idea de Bien, la más icónica, tenía una luz propia que iluminaba la verdad. Esta concepción no es en absoluto subjetivista, pero “nos pone en la pendiente del subjetivismo” debido tal vez a que poner la Lichtung en los entes nos impele a fijarnos en su captación (cfr. Taylor, 1997, p. 160). Después de Aristóteles, lo equivalente a la noción de Lichtung se dirige más y más hacia el subjetivismo: en el Medievo, la comprensión de la realidad se dispone a través de Dios como sujeto -la realidad es su creación-; para el idealismo moderno, lo real es lo que puede ser representado por un sujeto (cfr. Taylor, 1997, p. 160). Lo anterior abre paso a la consideración de la realidad como obra de la voluntad, ya presente en Leibniz y desarrollada por Nietzsche. Heidegger, al perseguir la desontificación de la Lichtung, no busca excluir al Dasein individual, pero tampoco dejarlo como su agente exclusivo.

Volvamos al lenguaje. El carácter propio del expresivismo es que algo se manifiesta; el medio es el símbolo. Aquí se abre paso un elemento creativo en cuanto se crea aquello en que se manifiesta. Si se añade que la apariencia es parte de lo creado, se puede entonces considerar que el signo es una realidad que fue llevada a efecto (cfr. Taylor, 1997, p. 164). De ahí es posible comprender el lenguaje y el claro del bosque como proyectado. En cambio, para Heidegger, el elemento de creación que se da en el lenguaje, propio de la dimensión constitutiva, no ocurre desde la nada o desde el yo, sino como respuesta a una llamada; no es un poder del sujeto (cfr. Taylor, 1997, p. 159). En este sentido, Heidegger -para Dreyfus y Taylor- es un “manifestacionista” antisubjetivista. Desde el lenguaje se nos devela un mundo; en él encontramos bienes, emociones, relaciones humanas y un telos, o, mejor dicho, una gama de ellos, que procuran un tipo de desocultación y no otros: “que los rasgos sean correctamente establecidos, los bienes reconocidos y nuestras emociones y relaciones inconfundiblemente discernidas” (Taylor, 1997, p. 167). Esta gama de finalidades otorga una índole manifestacionista al claro del bosque. En este sentido, Heidegger es, para Taylor (1997, p. 167), un realista intransigente.

En Occidente, la Lichtung ha tenido un telos propio y característico y una tendencia a la distorsión: se ha reducido el lenguaje a instrumento y a la Lichtung a algo manipulable por nuestra voluntad y objeto de proyección de nuestros objetivos y propósitos. Si, como seres humanos, estamos inmersos, entregados al lenguaje, lo que desafía u obstaculiza su telos va en contra de nuestra “esencia” humana; dice Taylor: “el sentido de nuestras vidas debe como mínimo incluir como un elemento central la parte que nosotros desempeñamos en el hacer llegar a ser el claro del bosque”(1997, p. 168). Ciertamente, el papel que en él desempeñamos no es el de creador, sino el del pastor (cfr. Heidegger, 2000, pp. 39 y 57; Taylor, 1997, pp. 168 y 174). Para revelar el modo de ser de la Lichtung, debemos volver, dice Heidegger (2001, p. 123), a la “cosidad de la cosa”, vale decir, volver a las cosas como tales y no como objetos. Al volver a pensar la “cosidad de la cosa”, es posible acceder a la cuaternidad: mortales, divinos, cielo y tierra (cfr. Heidegger, 2001, p. 131). A través del ejemplo de una jarra inserta en el mundo de un campesino se revela un fenómeno en gran parte oculto a nuestra sociedad tecnológica (cfr. Heidegger, 2001, pp. 122-125). Al pensar en la jarra como recipiente, captamos que ella implica acoger, retener, verter y obsequiar agua y vino. De este modo se nos revela la cuaternidad: “La tierra” tiene que ver con aquello de donde emerge la jarra y el agua, de lo informe de la naturaleza; el “cielo” marca la relación de la jarra, y las actividades en que ella es usada, con las fuerzas cósmicas: día-noche, tormenta-calma, etc. Además, los seres humanos -los “mortales”- nos revelamos en las cosas: el “obsequio de lo vertido es la bebida de los mortales. Calma su sed. Solaza su ocio. Anima sus reuniones” (Heidegger, 2001, p. 126). Pero no solo nosotros los mortales, también “los divinos” aparecen en la jarra; Heidegger usa el ejemplo de una jarra en una libación: esta conectaría con un mundo sagrado (cfr. Heidegger, 2001, p. 127). Taylor (1997, p. 169) critica este ejemplo porque una libación, al estilo de un ritual griego, no tendría mucho sentido en el mundo del campesino de la cristiana Suavia, por lo que prefiere conectar “los divinos” con algo menos excéntrico: una vida humana entretejida con bienes fuertes; los modos de compañerismo develados en la jarra están atravesados por significados morales y religiosos. La jarra reúne (versammelt) a la cuaternidad, que en ella acaece (cfr. Heidegger, 2001, p. 128); demoran, en el obsequio de lo vertido, tierra y cielo, mortales y divinos. En este obsequio se esencia la jarra como tal (cfr. Heidegger, 2001, p. 132); la jarra es desde este horizonte de la cuaternidad. En ella convergen los cuatro y así la Lichtung es desocultada.14 Un amplio y rico trasfondo se revela en la jarra.

3.4.3. Wittgenstein y la Lebensform

El agente humano de Taylor está más allá del sujeto que representa y de una ontificación de la Lichtung. La misma interioridad del sujeto, tan apreciada por la Modernidad, es modelada por el trasfondo y no al revés, trasfondo que se muestra de modos diversos en el Welt heideggeriano y en la Lebensform de Wittgenstein. A esta última nos referiremos en este apartado.

En Investigaciones filosóficas, Wittgenstein ataca un atomismo del significado, es decir, aquella concepción que sostiene que una palabra adquiere su significado al ser vinculada a un objeto o a una idea mental. Desde un atomismo así es pensable un lenguaje privado. Pero la comprensión no concierne a palabras individuales, sino a juegos de lenguaje en los que las palabras figuran, y a la forma de vida (Lebensform) en que los juegos adquieren sentido (cfr. Taylor, 1997, p. 108). Aparece la idea del lenguaje como uso ligado a un contexto. El trasfondo contextual es condición de la inteligibilidad, pero él mismo permanece inarticulado; no es posible una total explicitación.

Esto puede verse en el análisis que hace Wittgenstein de una práctica concreta: seguir una regla. Este es un fenómeno complejo desde el punto de vista del trasfondo (Taylor, 1997). En primer lugar, seguir una regla supone ciertas nociones proporcionadas por el trasfondo, v. gr. qué es una regla y qué elementos concretamente la componen. Es necesaria una cierta comprensión del trasfondo, aunque su completa explicitación es imposible; pese a ello, es este el que le da el sentido a la práctica. Seguir una flecha como indicador de dirección y sentido no es posible si alguien no sabe lo que es una flecha. El comprender cómo funciona el artefacto “flecha” se torna necesario, su uso social es posible, porque somos en un espacio que proporciona el trasfondo desde el cual nos entendemos. Pero no hay una conexión de tipo causal entre el trasfondo y el uso social. El que sigue la regla no inventa la regla que aplica, lo que supone una cierta captación de la situación en que se encuentra y una actitud que Taylor, siguiendo a Bourdieu, llama habitus. Esta es una disposición corporal -duradera y transferible- a comportarse de cierta forma que está dentro de un código cultural determinado que posibilita “expresar ciertos significados que las cosas y la gente tienen para nosotros, y es precisamente el permitir esta expresión lo que hace que estos significados existan” (Taylor, 1997, p. 237). De niños aprendemos una gran variedad de estilos de comportamiento: de saludo, de respeto, de presencia frente a los otros, etc. Ellos tienen una fuerte dimensión expresiva pues manifiestan lo que es bueno y valioso para nosotros. A través de estas prácticas se nos trasmite toda una antropología, una cosmología, una concepción de la sociedad. Muchos de estos comportamientos están relacionados con formas de posición social y prestigio. Es, en definitiva, un modo de actuar determinado “por la interiorización significativa que hace el sujeto de una situación y por el trasfondo sociocultural trasmitido en la práctica” (Llamas, 2001, p. 75).

3.5. Gadamer y el horizonte

Para Dreyfus y Taylor, el concepto gadameriano de “horizonte” guarda especial similitud con la noción de “trasfondo”: este “designa un contexto englobante dentro del cual adquiere sentido todo lo que hacemos, decimos, preguntamos o producimos” (Dreyfus y Taylor, 2016, p. 183); en otras palabras, es un contexto de significatividad desde la que son posibles tanto nuestras acciones como la inteligibilidad de las cosas. De todos modos, el concepto de “trasfondo” propuesto por Dreyfus y Taylor tiene una mayor extensión que el horizonte gadameriano. En particular, considera un nivel más básico que “subyace a nuestro afrontamiento cotidiano” (Dreyfus y Taylor, 2016, p. 183) -en esto recordamos la influencia de Merleau-Ponty y su estudio de la percepción-; este nivel es compartido con los demás seres humanos y otorga una significatividad muy básica a nuestro entorno “en términos de figura y fondo, ámbitos de constricción y de apertura, obstáculos y ayuda” (Dreyfus y Taylor, 2016, p. 183). Este nivel es el nivel de la percepción.

Ahora, además de aquel, existe un nivel cultural, diverso en cada cultura, que posibilita los significados espirituales, morales y éticos. Es respecto de este último nivel que Dreyfus y Taylor ven coincidencia con el horizonte gadameriano. No obstante su menor extensión, los horizontes gadamerianos poseen una interesante “complejidad y flexibilidad”; tienen una naturaleza móvil, se desarrollan y cambian: “El horizonte es más bien algo en lo que hacemos nuestro camino y que hace el camino con nosotros. El horizonte se desplaza al paso de quien se mueve” (Gadamer, 2003, p. 375). Los mundos de los agentes están en constante movimiento. Horizontes disímiles pueden comenzar a convivir y lograr formar con el tiempo un horizonte común; en este sentido, el horizonte funciona de modo análogo al lenguaje (cfr. Dreyfus y Taylor, 2016, p. 184). Pese a la particularidad de cada horizonte, los horizontes son cambiantes, se comunican e incluso se fusionan. Este horizonte móvil acoge lo propio y lo diverso; los horizontes no son inconmensurables entre sí: “pasado y presente, yo o el otro, mi comunidad o la de ellos, la cultura propia o la extraña, son engarces de un mismo proceso en tensión fusionante de nuestra tradición viva” (Lazo Briones, 2016, p. 122).

Entre interlocutores de horizontes diferentes es posible y deseable establecer un principio de caridad en el que nos abramos a la posibilidad de pensar que el otro no está del todo equivocado. ¿Con base en qué podemos establecer un principio como este? Sobre la base de una ontología y epistemología que crean en un realismo, al menos en uno que considere que, como seres humanos, tenemos un verdadero contacto con lo real. En esto se diferencia el principio de caridad de Davidson del de Gadamer, y por supuesto del de Dreyfus y Taylor; el principio de caridad de Davidson solo afirma que, para comprender como piensa y actúa una persona en otro horizonte cultural, es preciso suponer que casi siempre emplea los mismos significados que nosotros utilizamos (cfr. Dreyfus y Taylor, 2016, p. 185).

4. Dreyfus: el trasfondo, sus prácticas y el Uno heideggeriano

Uno de los objetivos de este trabajo es conectar la reflexión de Taylor sobre el trasfondo con el Uno (das Man) heideggeriano desde la interpretación de Hubert Dreyfus. Ya hacíamos referencia a que Taylor adjudica el descubrimiento de parte del trasfondo a Wittgenstein y a Heidegger. Este último, afirma Taylor, con el fin de destacar los “aspectos no monológicos” de la acción humana, pone de manifiesto “la primacía” del Uno (das Man). ¿Por qué Taylor, refiriéndose a Heidegger, señala la primacía que este le asigna al Uno? Está destacando la sociabilidad ontológica fundamental en que nos encontramos la mayor parte de las veces en la praxis cotidiana, estén o no presentes los otros, y la comprensibilidad o inteligibilidad que nos entrega el trasfondo.

En el trabajo en conjunto de Dreyfus y Taylor (2016) podemos encontrar expresiones heideggerianas que aluden al Uno. Una de ellas es zunächst und zumeist (‘inmediata y regularmente’), que refiere a la cotidianidad, dominio propio del Uno; estos términos “se aplican a un modo de ser que no es solo anterior y más regular, sino que constituye también el trasfondo para lo que es diferente de él” (Dreyfus y Taylor, 2016, p. 71). Vale decir, es la cotidianidad (dominio propio del Uno), un modo básico y primario de ser del Dasein, desde la que es posible acceder a otros modos de ser, incluyendo modos auténticos, propios y el mismo modo de ser del conocimiento, tan valorado por la tradición filosófica moderna. Esta primacía a la que alude Taylor está relacionada con las prácticas que se dan en el Uno y con la trasmisión del trasfondo. Es aquí donde nos queremos conectar con la reflexión de Dreyfus.

En Ser-en-el-mundo (1996), Hubert Dreyfus trata, entre otros, el tema del Uno. Nos encontramos con una interpretación original en la que integra la noción de “trasfondo”, que comparte con Taylor. En la reflexión de Dreyfus hay opciones teóricas que dan una nueva perspectiva a los textos heideggerianos.

Como hemos comentado más arriba, y como enfatiza Dreyfus, por la familiaridad con la significatividad que nos otorga el mundo de la ocupación cotidiana, comparecen ante nosotros entes de diversos modos de ser. Con ello, el modelo de intencionalidad husserliano de una conciencia trascendental desapegada es reemplazado por la actividad de un Dasein involucrado. Esta actividad no consiste en contenidos mentales autosuficientes, como los de la consciencia trascendental husserliana, ni explicitables, como si se tratara de creencias o reglas conscientes o inconscientes (cfr. Dreyfus, 1996, p. 157). Para Dreyfus, Heidegger quiere mostrar que nuestras destrezas y el descubrimiento de los entes suponen un mundo compartido; la significatividad no se encuentra en el Dasein individual. Esto implica mostrarlo fenomenológicamente; de este modo, se habrá puesto “el último clavo en el ataúd de la tradición cartesiana” (Dreyfus, 1996, p. 160). En oposición a lo que dice Fredrick Olafson,15 para Dreyfus, esto sí está presente en la reflexión de Heidegger, aunque no de manera diáfana. Para Dreyfus, la interpretación del § 27 de Ser y tiempo es crucial, pero compleja, en parte por la falta de claridad de la exposición heideggeriana. Este parágrafo -que pertenece al capítulo IV de Ser y tiempo, dedicado en general al Mitsein (‘coestar’ o ‘ser-con’)- trata específicamente el tema del das Man. Si bien esta reflexión tiene la forma de un discurso conformista, es aquí donde está el tan buscado último clavo del ataúd del modelo cartesiano. Entre las opciones teóricas de Dreyfus está lo que él mismo confiesa ver como una interpretación wittgensteniana del ser-en-el-mundo heideggeriano en términos de prácticas de trasfondo compartidas:

[…] la familiaridad del Dasein con la significación depende de que éste adopte y asuma los en-bien-a provistos por la sociedad. La noción fundamental de Heidegger es que la familiaridad de trasfondo que subyace a todo encarar las cosas y a todos los estados intencionales no es una pluralidad de sistemas de creencias subjetivos que incluye creencias mutuas acerca de las creencias de cada cual, sino más bien un acuerdo sobre los modos de actuar y enjuiciar en que los seres humanos […] están “siempre de antemano’ socializados” (Dreyfus, 1996, p. 160).

A través de las destrezas de trasfondo se revela un mundo común y los en-bien-a que Dreyfus extiende al contexto social. Estas destrezas son compartidas, se adquieren socialmente. Para Dreyfus, el proceso genético de la comprensión del trasfondo, o del mundo concreto en el que vivimos, no es tratado por Heidegger, pese a que alguna vez hace referencia a él -“El mundo común, el primero que existe y en el que de entrada se desarrolla todo Dasein arraigando en él, regula por ser público todas las interpretaciones del mundo y del Dasein” (Heidegger, 2006, p. 308); vale decir, desde lo público del Uno se dan todas las demás interpretaciones del mundo y del Dasein. El Uno es el punto de partida de los otros modos de ser del Dasein-.

Una interrogante de Heidegger en la reflexión sobre la cotidianidad es la pregunta por el quién del Dasein cotidiano (cfr. Heidegger, 1998, p. 140). Para Descartes, la respuesta obvia sería el yo, pero no así para Heidegger (1998, p. 141): quedarse con esa respuesta es mantenerse atrapado en la epistemología tradicional y en su ontología subyacente.

El Uno es el quién del Dasein cotidiano. El Uno, aquel sujeto impersonal de la existencia, todos y nadie, el que nos vive originariamente en nuestro modo de ser inauténtico e impropio, el que nos impele a decir “lo que se dice”, a hacer “lo que se hace”, a pensar “lo que se piensa”. El Dasein debe ser entendido “en lo que realiza, necesita, espera y evita - en lo a la mano de su inmediato quehacer en el mundo circundante”, pues “‘Se es’ lo que se hace” (Heidegger, 1998, p. 239). Esto no niega la consciencia del sí mismo, sino que la reduce a un modo de ser derivado del Uno (cfr. Heidegger, 1998, p. 142). Dice Dreyfus: “El Dasein siempre interpreta su ser en términos de sus en-bien-a [por-mor-de], y ya que el rol de uno, por ejemplo, ser profesor, no tiene sentido sin otros roles, como ser alumno, y otros relacionados como ser ayudante, bibliotecario, consejero, archivero, etc., es imposible encontrarle sentido a un Dasein no social” (1996, p. 164). Nuestro ser depende del mundo, de sus entes y de los otros, y lo encontramos originariamente en el modo de ser de la cotidianidad, dominio propio del Uno.

Heidegger no parte de estados intencionales individuales para luego acceder al “significado público compartido a partir de nuestras creencias de que los demás tienen creencias acerca de nuestras creencias sobre sus creencias, etc.” (Dreyfus, 1996, p. 164). De esta forma se constituiría la intersubjetividad husserliana. Para Heidegger, hay una estructura de ser más fundamental y constitutiva del Dasein que nos conecta ontológica y ónticamente con los demás, que Dreyfus llama “un modo social normal de ser” (1996, p. 165) y que Heidegger denomina Mitsein (‘coestar’ o ‘ser-con’). Seguiría siendo una estructura del Dasein aunque no hubiera ningún Dasein más en la faz de la tierra (cfr. Heidegger, 1998, p. 145). La mayor parte del tiempo -esto es, en la cotidianidad, ámbito propio del Uno- no tenemos creencias de los otros, sino que interactuamos con ellos a través de nuestras prácticas sociales compartidas (cfr. Heidegger, 1998, pp. 143-144) y no a través de representaciones de sujetos cognoscentes. Para Dreyfus, tanto Heidegger como Wittgenstein sostuvieron que “el trasfondo de intereses, preocupaciones y actividades compartidos en contraste al cual surge el problema especial de conocer a los otros, es constitutivo de la mundaneidad y la inteligibilidad” (Dreyfus, 1996, p. 167). Un problema moderno, aunque muy en boga también hoy, es el de la comprensión de las mentes de otros. Esta interrogante surge porque se deja de lado nuestro estar inmerso en prácticas compartidas la mayor parte del tiempo. Compartimos, de entrada, prácticas de trasfondo y el desocultamiento del ente, y esto constituye la mundanidad y su significatividad.

Un útil -el ente que comparece en la ocupación de la cotidianidad- tiene una forma compartida de uso y de ser para el “usuario normal”; este último es el Uno. Una silla es comprendida por este “usuario normal” no de manera teórica, sino sentándose en ella de la manera correcta. Hay una “comprensión común del uno [que] no conoce más que el cumplimiento o violación de la regla práctica y de la norma pública” (Heidegger, 1998, p. 306). Las normas sociales son obvias para el Uno (cfr. Heidegger, 2006, p. 352); solo cuando hay un problema con la norma nos percatamos de que hemos estado actuando como normalmente se hace y de que ahora nos sentimos avergonzados porque nos encontramos en un error. Las normas y la medianía cumplen una crucial función (cfr. Dreyfus, 1996, p. 170); para Heidegger, el Uno conservaría la medianía, que es necesaria para la significatividad del todo remisional: “es gracias al Uno que hay un solo mundo público compartido” (Dreyfus, 1996, p. 171). Según Dreyfus (1996, p. 171), en un pasaje de Prolegómenos podemos encontrar de manera bastante diáfana la relación entre el mundo común y el Uno:

El uno en cuanto aquello que configura el estar-con-otros cotidiano en esas sus maneras de ser constituye lo que en sentido propio denominamos publicidad. Eso implica que el mundo está siempre ya dado primariamente en cuanto mundo común; y no es que por un lado hubiera en principio sujetos individuales, sujetos individuales que tuvieran en cada caso su mundo propio, y que luego, por medio de algún arreglo, se llegaran a aproximar los diferentes mundos-en-torno ocasionales de los individuos para a continuación convenir de mutuo acuerdo cómo se obtiene un mundo común. Así se representan las cosas los filósofos cuando se preguntan por la constitución del mundo intersubjetivo. Nosotros decimos: el primero que se da es el mundo común del uno (Heidegger, 2006, p. 308).

Lo ya dado primariamente es el mundo común; este no se construye sumando perspectivas de mundos individuales. Más allá de ello, el problema que ve Dreyfus en la interpretación tradicional del Uno es que Heidegger no diferencia entre “conformidad constitutiva” y “conformismo del Uno”. Dreyfus piensa que Dilthey y Kierkegaard han sido, para Heidegger, dos influencias fundamentales en su noción del Uno: “mientras Dilthey hizo hincapié en la función positiva de los fenómenos sociales, que llamó ‘objetivaciones de la vida’, Kierkegaard se centró en los efectos negativos del conformismo y la banalidad de lo que denominó ‘lo público’” (1996, p. 159); Heidegger habría considerado tanto el aporte de Dilthey a la comprensibilidad y a la verdad como el de Kierkegaard sobre la banalidad de la muchedumbre. Si Heidegger hubiera aclarado o al menos declarado estas dos influencias opuestas, el § 27 de Ser y tiempo hubiera sido mucho más “fértil y coherente” (Dreyfus, 1996, p. 159). Esta es la tarea que quiere completar Dreyfus.

Para ello, hay que distinguir aspectos positivos y negativos de este fenómeno. Un aspecto positivo es que el Uno es un existencial que pertenece a la constitución del Dasein (cfr. Heidegger, 1998, p. 153). Hay una “comprensibilidad media ya implícita en el lenguaje expresado” (Heidegger, 1998, p. 191); al respecto, Dreyfus afirma sobre esta comprensibilidad o inteligibilidad “que resulta de la tendencia del Dasein a ajustarse a las normas públicas […] [que] es la base del entendimiento cotidiano” (1996, p. 171). El que podamos entendernos sobre los entes, ponerlos en común, implica al Uno y su medianía: lo que se dice del ente apunta “a lo mismo, porque todos comprenden lo dicho moviéndose en la misma medianía” (Heidegger, 1998, p. 191).

Con respecto a la publicidad, Heidegger dice: “Ella regula primeramente toda interpretación del mundo y del Dasein, y tiene en todo razón” (1998, p. 151). Dreyfus pone en paralelo lo que dice Wittgenstein: “‘¿Dices, pues, que la concordancia de los hombres decide lo que es verdadero y lo que es falso?’-Verdadero y falso es lo que los hombres dicen; y los hombres concuerdan en el lenguaje. Esta no es una concordancia de opiniones, sino de forma de vida” (Wittgenstein, 2009a, § 241). Concluye Dreyfus que tanto para Heidegger como para Wittgenstein “el origen de la inteligibilidad del mundo son las prácticas públicas promedio, las únicas mediante las cuales se puede llegar a una comprensión” (1996, p. 172); no se comparten ni conceptos ni creencias explicitables, sino un comportamiento promedio. Una certeza última que asegure la inteligibilidad total y última no existe (cfr. Heidegger, 1997, p. 13; Wittgenstein, 2009b, § 172). Para Dreyfus, los filósofos en general buscan un fundamento así, pero hay otros que se conforman con el abismo de su no existencia, como Sartre y Derrida. El camino de Wittgenstein y Heidegger es distinto: “Al contar con el acuerdo compartido sobre nuestras prácticas, podemos hacer cualquier cosa que queramos: entender el mundo, entendernos unos con otros, tener lenguaje, tener familia, tener ciencia, etc.” (Dreyfus, 1996, p. 172).

Para Heidegger, la comprensión cotidiana posee una claridad de medianía que devela pero que, sobre todo, oculta: “Lo encubierto en la comprensión cotidiana no es una inteligibilidad profunda, como siempre ha sostenido la tradición; es que el ‘terreno’ último de la inteligibilidad son sencillamente prácticas compartidas” (Dreyfus, 1996, p. 173). La inteligibilidad se da gracias a nuestras prácticas de trasfondo compartidas, que vivimos irreflexivamente en la cotidianidad, ámbito propio del Uno.

Es necesario tener presente que Heidegger, en su reflexión de Ser y tiempo, parece privilegiar el estatus de la existencia auténtica por sobre la inautenticidad e impropiedad del Uno. Pero una cosa son los modos de ser más o menos auténticos, más o menos impropios, y otra cosa distinta es la originariedad. El modo de ser más originario es la cotidianidad y es desde ahí que es posible acceder a modos más auténticos de ser. Dice Heidegger: “El modo propio de ser-sí-mismo no consiste en un estado excepcional de un sujeto, desprendido del uno, sino que es una modificación existentiva del uno entendido como un existencial esencial” (1998, p. 154). El conformismo sería la función negativa del Uno o “la conformidad degenerada en conformismo” (Dreyfus, 1996, p. 174), pero su medianía es constitutiva de la inteligibilidad; esto último, lamentablemente, el mismo Uno lo encubre (cfr. Dreyfus, 1996, p. 174): el Uno encubre aquello provisto de profundidad, pero no obstante el encubrimiento tan característico del Uno, él mismo es un fenómeno positivo, el quién de la existencia cotidiana, y de este modo es el sujeto más real de la cotidianidad y, para Dreyfus, el último clavo en el ataúd del cartesianismo.

Encontramos bienes (por-mor-de) en la significatividad del mundo público; estos no son creados por nosotros, sino provistos por la sociedad. Este ámbito, que es lo público, también se comporta con una preocupación por su propio ser, como lo hace el Dasein: “En sus roles y normas, encarna cierta interpretación de lo que es ser un humano, y tiende a preservar estas normas negociando frente a cualquier desviación, ya sea invitando a la conformidad o por la cooptación” (Dreyfus, 1996, p. 175). El Uno busca preservar cierta comprensión mediana de lo que es el ser humano y del ser en general (cfr. Heidegger, 1998, p. 151). En él, el Dasein encuentra ocupaciones que puede autoasignarse. El Dasein, en su experiencia cotidiana, la más común de todas, pasa a ser algo así como una encarnación del Uno; de ahí la afirmación que dice que el quién del Dasein cotidiano es el Uno. Cada uno de nosotros crece inmerso en normas que le preceden, normas como el uso de cosas, como el tenedor o la silla, y normas de trato con las personas: “Uno es lo que uno adopta. No habría normas sin personas, pero no podría haber personas sin normas” (Dreyfus, 1996, p. 176). Bourdieu apunta a lo mismo con su noción de habitus, y de igual modo llega a la conclusión de que hay un mundo anterior al de uno mismo (cfr. Dreyfus, 1996, p. 176).

Es importante destacar que el mundo o trasfondo no es siempre fijo: roles y normas evolucionan o simplemente cambian, pero todas estas reinterpretaciones ocurren desde el trasfondo y sus prácticas, que habitan el Uno. El trasfondo puede cambiar gradualmente, como lo hace el idioma (cfr. Dreyfus, 1996, p. 178).

El filósofo español José Ortega y Gasset tiene su propia versión del Uno, que llama “la gente”: él aporta, entre otras cosas, una mirada positiva, muy en línea con las prácticas de trasfondo. Sobre los usos sociales propios de la gente, en que son los otros los que nos viven, dice, en primer lugar, que “son pautas de comportamiento que nos ayudan a prever la conducta de los individuos que no conocemos” (Ortega y Gasset, 1964, p. 78). También estos usos posibilitan que las personas vivan en consonancia con los tiempos que corren y con su herencia cultural, y lo que nos parece una conducta automatizada “sitúa al hombre en cierta franquía frente al porvenir y le permite crear lo nuevo, racional y más perfecto” (Ortega y Gasset, 1964, p. 77). Ortega, de igual modo, parece constatar la dinámica de comprensión, trasmisión e innovación que el Uno -o, en este caso, la gente- posibilita.

Existe un control constante que sobre cada Dasein ejerce el Uno; desde él se nos ofrece un todo referencial coherente para la inteligibilidad: “El uno-mismo, que es aquello por mor de lo cual el Dasein cotidianamente es, articula el contexto remisional de la significatividad” (Heidegger, 1998, p. 153). Para la mayoría de los filósofos, el fundamento último de la inteligibilidad eran realidades bastante excelsas que gozaban de una gran claridad y nitidez: el Bien, Dios, el yo trascendental, etc. El conformista Uno no es de este tipo: su talante ordinario y fútil nos encubre, entre otras cosas, que de él nos viene la comprensión del ser y en general toda inteligibilidad, mas él mismo no es plenamente inteligible. Esto no quiere decir que nos quedemos en una especie de penumbra que no nos permita ir más allá, que el Uno sea lo que posibilita la comprensión del trasfondo y, con ello, toda inteligibilidad; no quiere decir que no podamos acceder a la autenticidad de la existencia o que nuestras búsquedas teoréticas se queden trabadas en la dinámica de la impropiedad de la existencia. De hecho -aunque no profundizaremos en ello aquí-, Dreyfus y Taylor (2016) afirman un realismo (plural) que avala un verdadero contacto con la realidad.

5. Reflexiones finales

Los malestares de nuestra época sobre los que Taylor reflexiona en La ética de la autenticidad (2016) -a saber: el individualismo, la razón instrumental y el despotismo blando o, más contemporáneamente, la fragmentación social- son deudores de una mentalidad que comprende al ser humano como un sujeto desvinculado, ajeno a su mundo y a sus congéneres. Esta imagen, que nos ha tenido cautivos (cfr. Dreyfus y Taylor, 2016, pp. 19-57), está basada en una epistemología representacional que ontologizó su método hipostasiándolo como la verdadera esencia humana. Las consecuencias no han quedado encerradas en el quehacer filosófico -ni han nacido solo de él-, sino que han permeado la época. Nuestras relaciones políticas y morales tienden a caer en los malestares señalados por Taylor. Al recortar al ser humano de su mundo, la epistemología moderna le ha privado del trasfondo que lo constituía como tal y ha trasformado al mundo en lo que está “afuera”. Taylor ha sabido leer las voces críticas que han buscado devolver el trasfondo al ser humano. La nueva lectura hermenéutica, para un ser eminentemente hermenéutico, se basa en reflexiones fenomenológicas y de la filosofía del lenguaje. Desde la reflexión y el Volk herderianos, la red de Humboldt, las condiciones trascendentales kantianas, la percepción de Merleau-Ponty, el mundo, la Lichtung y el lenguaje heideggeriano, la Lebensform wittgensteniana y el habitus de Bourdieu, hemos podido apreciar cómo Taylor articula su noción de “trasfondo”. Cabe decir también que una búsqueda importantísima de Taylor (2006) son los marcos referenciales (frameworks) que desde el trasfondo configuran nuestra específica identidad moderna.

En la antropología a la que adhiere Taylor, el ser humano pierde su condición de extramundano para convertirse en un ser que es desde la cultura, la historia y la comunidad. La mayoría de los autores que rescata remiten a la comunidad. El Volk de Herder y Humboldt se transforma en el nuevo locus del lenguaje y “Heidegger muestra como el mundo del Dasein es definido por los propósitos relacionados con un modo de vida compartido con otros” (Taylor, 1997, p. 34). Wittgenstein se refiere a formas de vida compartidas y prácticas de trasfondo; Bourdieu, a hábitos sociales. El sujeto ya no es el sujeto autosuficiente del atomismo social, sino uno eminentemente comunitario. Finalmente, la conexión que Dreyfus ha establecido entre el Uno heideggeriano, el trasfondo y sus prácticas -comprendidas de manera wittgensteniana- puede articularse con el habitus de Bourdieu y develar un proceso genético que explica de dónde proviene y se transfiere la comprensión o inteligibilidad que proporciona el trasfondo de significatividad: esta se trasmite a través de las prácticas de trasfondo, que son eminentemente compartidas. En ellas se nos lega toda una ontología, una cosmología, una antropología, una visión de la sociedad, de manera no explícita ni mucho menos teórica. Pero no debemos olvidar que nuestro carácter interpretativo (somos un animal que se autointerpreta) abre espacio a la innovación, y que interpretamos desde el trasfondo. La cultura e incluso el mismo Uno evolucionan como lo hace el lenguaje. De igual manera, a nivel individual (mas no necesariamente individualista) y comunitario podemos encontrar nuestros sentidos e identidades en los marcos referenciales que proporciona este trasfondo -que se trasmite a través del Uno- y leerlos, en parte, de manera nueva.

Lo claro y distinto puede ejercer una atracción similar a la luz de la idea de Bien de Platón: planos claros y definidos, como el interior y el exterior, lo objetivo, aquello que no depende de la experiencia, pueden darnos la sensación de estar llegando a un destino que tiene como premio la certeza. Pero esto tiene un precio: el perder nuestra experiencia encarnada, el convertir nuestro cuerpo en un sospechoso, lo social en convención, el lenguaje en signo, el mundo en lo otro, las cosas en objetos, al otro ser humano en un extraño, a la comunidad en una agregación de individuos autorresponsables. Perdemos mucho al dejar de lado el trasfondo.

La experiencia real está teñida de nuestras emociones, tradiciones, imaginarios, opciones, y por aquellos con los que compartimos el mundo. Ese es el ser humano real. El que un procedimiento haya dado tanta luz en cuanto al descubrimiento de la naturaleza no nos autoriza a buscar ahí al ser humano. Ese ha sido el problema de las ciencias humanas, de las que el conductismo en psicología se ha constituido en un caso tristemente célebre. Es mejor buscar en el lugar más oscuro. Insertos en el lugar correcto, no encontraremos ideas innatas o impresiones sensibles, y menos aún entes como las ideas platónicas, Dios o el Yo, sino algo que vive de manera más cómoda en la oscuridad propia del Uno: nuestras prácticas de trasfondo compartidas.

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2 Taylor señala tres malestares: el individualismo, la razón instrumental y la fragmentación política.

3 En Locke (1999, pp. 56 y 78) son constantes las críticas de los supuestos heredados “incuestionables”.

4 La mente se convierte en una receptora pasiva de lo que viene de “afuera” de ella.

5 A menos que a través de la bibliografía se indique lo contrario, las traducciones de los pasajes citados son nuestras.

6 Dice Alejandra Fierro Valbuena: “El afán de ciencia llevó a considerar que la filosofía debía comprenderse como teoría del conocimiento […]. Esta idea, que surge en el siglo XVIII, permanece vigente hasta finales del siglo XIX y sólo es cuestionada en la primera mitad del siglo XX, principalmente por la corriente fenomenológica” (2008, p. 283).

7 La palabra ursprünglich es destacada por Taylor (1993, p. 333; 1997, p. 107).

9 Llamas lo traduce como “propiedad relevante” (2001, p. 61).

10 Que sean subject-referring no equivale a algo así como un narcisismo; significa, más bien, que dependen de un mundo humano (cfr. Taylor, 1985, pp. 57-58).

11 Bick, comentando a Taylor, afirma: “nuestro uso del lenguaje tiene algo importante en común con el quehacer musical y artístico: cuando creamos música y arte visual no estamos sola o prioritariamente representando la realidad. A través del lenguaje estamos expresando nuestra comprensión y, aún más básicamente, constituyéndola” (2016, p. 26).

12 En inglés, Taylor la traduce como clearing; vale decir, traduce Lichtung por “claro”. En Argumentos filosóficos, la traducción al español es “claro del bosque”; en la traducción de Las fuentes del yo, “el despejar” (cfr. Taylor, 2006, p. 353). Es bueno recordar que “claro del bosque” alude a la metáfora del Heidegger tardío, que señala los claros despejados de árboles en los bosques de la Selva Negra. Por lo complejo de la traducción, preferimos dejar el término en alemán.

13 De hecho, aparecen formulaciones parecidas en el mismo Heidegger: “El lenguaje es alzado a su vez al claro del ser” (2000, p. 87). También identifica el claro con el ser -“el claro mismo es el ser” (2000, p. 40)- o el claro con el mundo -“‘Mundo’ es el claro del ser” (2000, p. 68)-.

14 Taylor (1997, p. 171) destaca otros modos más concentrados de lenguaje que Heidegger considera: el “pensar” heideggeriano, la poesía.

15 Olafson señala que lo que Heidegger estaba tratando de evitar es una interpretación husserliana que comience con mi mundo para luego acceder al mundo; sin embargo, esto no habría sido logrado por Heidegger (cfr. Dreyfus, 1996, p. 159).

Recibido: 15 de Julio de 2022; Aprobado: 12 de Octubre de 2022

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Este artículo recupera directamente pasajes e ideas que aparecieron en textos previos de mi autoría, especialmente Loyola Cortés (2019 y 2021). Los términos heideggerianos en español empleados en este artículo son fundamentalmente los usados por Jorge Eduardo Rivera en su traducción de Ser y tiempo (Heidegger, 1998).

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