1. El planteamiento del problema: la promesa sin fin
Robert M. Geraci (2010, p. 8) ha afirmado que debido a que “los speakers más importantes a nivel mundial ya son especialistas en inteligencia artificial y robótica”,1 los filósofos y los grandes humanistas ya no atraen al público, dado que sus discursos sobre el sentido de la vida y los valores han sido sustituidos por la idea de una “promesa sin fin” que ofrecen estos especialistas en tecnologías sofisticadas. Esto nos demuestra que estamos en un cruce de caminos en donde la dirección está ya marcada: se trata de la promesa de un futuro meramente controlado por la biotecnología y la inteligencia artificial, un paraíso de la inteligencia artificial con valencias místicas. Es decir, la tecnología es ahora el sustituto de Dios que promete la salvación y los gurús de la inteligencia artificial son los nuevos creyentes. El espacio virtual se vuelve sagrado y la mayor creencia es que, “a través del progreso tecnocientífico, la humanidad puede trascender sus condiciones finitas para lograr mayor salud, longevidad y felicidad” (Geraci, 2010, p. 8).
La inquietud es que esta “promesa” se convierte, con cada día que pasa, en nuestro presente, y probablemente ni siquiera percibimos su estar aquí, incluso si pensamos en la reciente decisión del magnate de las redes sociales Mark Zuckerberg, que ha anunciado la creación de Meta, pensada como el futuro del internet. “Las personas en un metaverso pueden usar un auricular para ingresar a un mundo virtual que conecta todo tipo de entornos digitales. Se espera que el mundo virtual se pueda utilizar para prácticamente cualquier cosa, desde el trabajo, el juego y los conciertos, hasta la socialización con amigos y familiares” (“Facebook será Meta”, 2021).
Todo esto nace en un contexto en el cual, debido a la pandemia, se trata de enfatizar todavía más la “necesidad” de un distanciamiento social que implica, entre otras cosas, mover nuestras vidas a un plano virtual. Si bien es verdad que la virtualidad ha sido una buena herramienta para sobrellevar nuestras actividades laborales en estos años, es peligroso pensar que toda nuestra forma de relación humana se puede transponer en esa virtualidad.
La idea de un mundo artificial y digitalizado se promueve desde el siglo pasado, lo cual ha dado lugar a corrientes de pensamiento como el transhumanismo y el posthumanismo. Los partidarios de estas corrientes están muy seguros de sus logros y avances en esta perspectiva futurista. Si bien el transhumanismo surgió en los años ochenta del siglo pasado, sus raíces encuentran eco en las ideas de Julian Huxley,2 que fue el primer presidente de la UNESCO y quien en 1927 introdujo el término en sus discursos refiriendo a la posibilidad de que la especie humana se superará a sí misma (cfr. Amor Pan, 2017, p. 2). Esto recuerda al homúnculo del segundo Fausto de Goethe,3 o de Frankenstein de Mary Shelley. Aunque desde el inicio de la Modernidad se proyectaba esta idea de una creación mecánica, artificial -un autómata-, que supere a la naturaleza humana, los transhumanistas se apoyan en la visión cartesiana de un cogito racional (artificial), por un lado (cfr. Bostrom, 2003, p. 38); y, por otro, en la propuesta de Nietzsche -que decía que el hombre es algo que siempre tiene que superarse- a través de su concepto de “superhombre”, haciendo de la idea del filósofo alemán su propia bandera (cfr. Amor Pan, 2017, p. 3).4 Pero hay una diferenciación que nos gustaría hacer: la idea de “superhombre” en Nietzsche no tiene un significado biológico, sino que es la encarnación de la valentía espiritual y no una fabricación artificial en búsqueda de una felicidad sin sentido.
Apostando por un cogito sin cuerpo, sin sentimientos y sin relaciones, los transhumanistas buscan la superioridad del hombre, argumentando que la tecnología ofrecerá un mejoramiento de la naturaleza humana. Se piensa que, apelando a la eugenesia -la eliminación de las malformaciones genéticas-, a la criogenización y a las máquinas inteligentes, ofrecerán un mundo mejor, una buena sociedad en la cual no habrá sufrimiento alguno. Curar las enfermedades no debe ser equivalente a vivir para siempre; sin embargo, el sueño de todos los transhumanistas es alcanzar la inmortalidad y evitar la muerte (cfr. Bostrom, 2003, pp. 34-37).
Estas posturas, que hoy en día dan lugar a debates muy profundos y urgentes, tienen una implicación directa sobre perspectivas antropológicas y éticas. Sobre todo, promueven una nueva teoría sobre el ser humano que, examinada a fondo, es muy peligrosa, porque para los transhumanistas las vidas humanas no tienen un valor intrínseco en la medida en que defienden la idea de que hay vidas que “no son dignas de ser vividas”, y utilizan como criterio moral de selección una perspectiva meramente biologizante.
Durante siglos, varios filósofos se han esforzado en defender que el ser humano no es solo biología ni solo cerebro, sino mucho más que esto; es un ser integral que implica un vínculo estrecho entre vida y espíritu -como afirmaba Max Scheler-, entre personalidad y moralidad -como decía Kierkegaard-, y esto es lo que brinda al hombre la singularidad. Es decir, lo que hace que un ser humano sea único, singular, es precisamente el modo en el cual, a través del espíritu,5 va creando su propia personalidad, dando sentido a su propia vida.
En el momento en el que se piensa crear “píldoras de la personalidad”, la vida carece totalmente de sentido. La pregunta que surge entonces es: ¿qué tipo de felicidad tendremos cuando la vida carezca de sentido? Para los transhumanistas, la felicidad se reduce al perfeccionamiento físico de las capacidades naturales. Pero el ser humano es mucho más que su físico, más que su cuerpo; muchas personas apelaron a la cirugía estética y esto no representó una garantía de la felicidad (More y Vita-More, 2013, I, cap. 2, “Adaptation” ).
Con una mirada crítica hacia el transhumanismo, Michael Hauskeller comentaba que, a juicio de algunos, “a través de la convergencia de la nanotecnología, la biotecnología, la tecnología de la información y la ciencia cognitiva, pronto podríamos resolver todos los problemas del mundo” (2012, p. 40). Este sueño ha sido una permanente preocupación desde la Modernidad. ¿Quién no recuerda las afirmaciones de René Descartes y Francis Bacon sobre el futuro del ser humano como dueño de la naturaleza?; jugando con el optimismo de la Ilustración y el positivismo, algunos nos han llevado a este punto en el cual realmente queremos la inmortalidad y la perfección.6
Nuestro objetivo en este artículo es, en primer lugar, analizar el modo en que los transhumanistas entienden el concepto de singularity y sus limitaciones para, después, apoyándonos en el pensamiento de Søren Kierkegaard, demostrar que la única singularidad posible y real es la persona humana, y esta no puede ser una creación artificial (como algún tipo de humanoide).
2. Singularity: hacia una inteligencia sobrehumana
En el 2008, en Sillicon Valley fue creada la llamada Universidad de la Singularidad, pensada como un motor de innovación y como una comunidad enfocada en trabajar con tecnologías de última generación (inteligencia artificial, robótica y biotecnología) para, supuestamente, resolver algunos de los grandes retos de la humanidad y “construir un mejor futuro”. Esta universidad se presenta como una comunidad construida por “emprendedores, empresas, organizaciones de impacto, gobiernos, inversionistas e instituciones académicas que están impulsando cambios positivos en las áreas de salud, medio ambiente, seguridad, educación, energía, alimentos, prosperidad, agua, espacio, resiliencia ante desastres, refugio y gobernabilidad” (SingularityU México, ٢٠٢٤). En esta universidad se ha creado el robot más caro del mundo: el “famoso” robot Sophia. Entre sus metas está, a través de la investigación, la ciencia y la tecnología, crear una sociedad segura y transparente. Sophia es el humanoide, y los creadores de este tipo de ejemplares consideran que, a través de esta proyección artificial, se puede cambiar el mundo. Cuentan también con proyectos que realmente pueden beneficiar el futuro en cuestiones de medicina, ¿pero qué pensar de Sophia, que tiene varias nacionalidades?, ¿hablan de un mejor futuro y de una democracia?
Aunque la Singularidad (definida por sus detractores como “el éxtasis de los nerds”, el punto final de la escatología transhumanista) es teorizada por personas como Kurzweil o Itskov, algunos prefieren mantener su cuerpo físico para siempre, aunque mejorado por la ingeniería genética, en lugar de transferir sus mentes a soportes cibernéticos y romper con el hardware biológico para siempre (Paura, 2016, p. 25).
En otras palabras, la singularidad de los transhumanistas representa la etapa que culminará con una transformación acelerada de la humanidad, bajo la influencia de la tecnología, y su propia definición implica la imposibilidad para describir el futuro de la postsingularidad (cfr. Paura, 2016, p. 27). La evolución humana es sustituida por una evolución tecnológica. El argumento más fuerte es que la labor de la computadora o la tecnología sobrepasa la inteligencia humana. Entonces, la singularity es una inteligencia sobrehumana como característica de un humanoide, entendida como “singularidad”; es decir, un singular cerebro fuera del cuerpo, que promete la abolición de todos nuestros males. Ray Kurzweil afirmaba que:
Las máquinas del futuro serán aún más parecidas a los humanos que los humanos de hoy. Si eso parece una declaración paradójica, considere que gran parte del pensamiento humano de hoy es mezquino y poco original. Nos maravillamos ante la capacidad de Einstein para evocar la teoría de la relatividad general a partir de un experimento mental o la capacidad de Beethoven para imaginar sinfonías que nunca pudo escuchar. Pero estos ejemplos del pensamiento humano en su máxima expresión son raros y fugaces. (Afortunadamente tenemos un registro de estos momentos fugaces, reflejando una capacidad clave que ha separado a los humanos de otros animales). En nuestro futuro, los yoes principalmente no biológicos serán mucho más inteligentes y, por lo tanto, exhibirán estas cualidades más finas del pensamiento humano en un grado mucho mayor (2005, p. 278).
Esta singularity o este yo no biológico, según Kurzweil (2009, p. 273), está transformando cada institución y cada aspecto de la vida humana, desde la sexualidad hasta la espiritualidad e incluso la muerte. Con estas ideas, desde nuestro punto de vista, se está proyectando y diseñando un futuro de la singularidad tecnológica autosuficiente; un tipo de “divinidad” solipsista, pero inmanente, que ordenará todas las dimensiones humanas y las necesidades de la persona.
Una mirada hacia atrás nos revela que el término singularity fue introducido por el escritor de ciencia ficción Vernor Vinge en 1993 (cfr. Kurzweil, 2009, p. 291), que lo tomó prestado de las matemáticas -donde sirve para denominar un valor que trasciende cualquier limitación finita-. En 1993 comenzó a difundirse el concepto tras la publicación del artículo “La llegada de la tecnología singularity”, escrito por Kurzweil. Este último afirmaba que la nueva era implicará que la inteligencia de las máquinas superará la inteligencia humana, lo que se llama mind-uploading, y que representa la fusión total de la inteligencia humana con la inteligencia artificial (cfr. Kurzweil, 2005; Paura, 2016, p. 25).
Para los que consideran esto como la proyección del futuro, la naturaleza humana debe ser superada y sustituida por la tecnología. Esto implicaría que muy pronto se considerará que el ser humano es un cerebro sin cuerpo (como bien soñaba Descartes con su idea del cogito). Y, sin embargo, sin la corporeidad ya no hablaremos de seres humanos, sino precisamente de humanoides, cyborgs y otro tipo de “especies” tecnológicas.
Es verdad que hay procesos que una máquina o una inteligencia artificial pueden hacer o pueden sustituir; como el mismo Kurzweil dice, “las computadoras realizan electrocardiogramas e imágenes médicas, vuelan y aterrizan aviones, controlan las decisiones tácticas de las armas automatizadas, toman decisiones crediticias y financieras, y se les confía la responsabilidad de muchas otras tareas que antes requerían inteligencia humana” (2009, p. 275). Pero la inteligencia humana no se reduce solo a mecanismos y procesos. La inteligencia humana no se define solo por asociaciones o ensamblajes, sino que puede contemplar las relaciones que dan sentido y recrearlas, por lo que tiene un sentido de trascendencia respecto de la lógica dominante.7 Es un ámbito muy complejo que, fuera de operar cálculos, implica emociones, sentimientos, valores, capacidad de relacionarse, etcétera. Comprender la inteligencia humana solo como operacional es una visión reduccionista. Sin embargo, los seguidores de esta postura hablan de una serie de “principios” implicados por la singularity. Entre ellos:
El crecimiento de las tecnologías de información.
La emulación de la inteligencia humana a través de la tecnología.
La sustitución de la inteligencia humana con inteligencia de una máquina.
Las máquinas inteligentes tendrán una absoluta libertad para diseñar y crear como los seres humanos lo hacen.
El desarrollo de la nanotecnología.
La inteligencia emocional reproducida por la tecnología.
Las futuras máquinas inteligentes tendrán también “cuerpo” (cuerpos virtuales) que serán más durables que el cuerpo humano.
En la realidad virtual, uno podrá ser “una persona diferente física y emocionalmente” (Kurzweil, 2009, p. 300).
Si bien ciertos ámbitos se ven favorecidos por estas ideas (considerando que algunas de ellas ya son realidad), como la medicina por el desarrollo de la nanotecnología o el crecimiento de tecnologías de información, otros de estos principios, desde un punto de vista ético y antropológico, son sumamente cuestionables, especialmente cuando se plantea la idea de “una persona diferente física y emocionalmente” y, a la vez, virtual.
El optimismo de Kurzweil -para quien la singularity nos permitirá sobrellevar los límites humanos y nos promete “tener poder sobre nuestro destino; nuestra mortalidad estará en nuestras manos; seremos capaces de vivir cuanto queremos” (2009, p. 274), de tal manera que no habrá distinción entre humanos y máquinas o entre la realidad física y la realidad virtual, lo que cambiará para siempre nuestra manera de comprender y garantizará a la vez que nos volvamos más “listos”- es para nosotros una visión sombría, triste y preocupante. Se está diseñando un mundo totalmente despersonalizado, pero aparentemente feliz, despojado de la sacralidad y del misterio que la vida misma es. Si bien podemos estar de acuerdo con los avances de la inteligencia artificial en el ámbito de la medicina, de la comunicación, y otras estrategias que ayuden a los seres humanos a llevar una vida digna, esto no significa que se puede sustituir lo que una persona concreta es realmente. Dejarse modelar por la tecnología significa carecer de carácter, de interioridad y de personalidad.
3. La singularidad es la persona humana. Reflexiones desde el pensamiento de Søren Kierkegaard8
En el siglo XVIII, en Prusia, y tras la herencia del racionalismo moderno de Descartes, hubo todo un debate entre racionalistas y pietistas sobre el tema del sujeto. Debido a este debate, la Aufklärung Weltanschauung encuentra su fin en esta controversia alrededor del panteísmo y del nuevo orden social, político y moral del siglo; controversia mediante la cual se crea un nuevo pensamiento crítico contra el despotismo de la razón y, por ende, el despotismo político. Es decir, alrededor del año 1800, el enfoque filosófico gira de la epistemología y la ciencia hacia la antropología, ya que la Ilustración, con todos los problemas que plantea, dio lugar a un contexto muy complejo de problemas que el sistema trascendental de Kant, la metafísica, o la autonomía de la razón ya no podían responder, pues revelaron nuevas incompatibilidades entre lo empírico y lo trascendental -o entre lo natural y la moral-.
Se dio una reorientación hacia la idea de la autonomía individual con el filósofo Friedrich Heinrich Jacobi, que defendía y compartía la fe de Goethe, y para quien lo más importante es “el problema de cómo los individuos se establecen a través de acciones como personalidades válidas -como obras de arte que se justifican a sí mismas” (cfr. Eschelmüller, 1996, p. 32). Se abría así todo un ámbito de reflexión en torno al concepto de “persona” y la personalidad (o subjetividad), las cuales desembocaron en las reflexiones filosóficas y teológicas de Friedrich Schleiermacher -el creador del personalismo- y, unos años más tarde, en las reflexiones del filósofo danés Søren Kierkegaard.
Cuando Kierkegaard explica qué significa devenir subjetivo,9 se posiciona frente a una tarea nada fácil, ya que, desde Descartes y pasando por Kant, el Idealismo alemán (Fichte, Schelling, Hegel) y los románticos, la subjetividad había sido una categoría ampliamente debatida. A pesar de la dificultad, Søren Kierkegaard logra crear un pensamiento original. Es más, la emancipación del concepto de “persona” en el contexto de la Modernidad se relaciona con la categoría de “individuo singular” (den Enkelte)10 o “lo singular” (Singularitet) de Kierkegaard. Y, como afirma Jan Bengtsson (2006, intoducción, § 25), su filosofía no fue solo una de las críticas más relevantes a Hegel, sino que fue también una de las manifestaciones más importantes de la afirmación de la persona humana. Formado en el espíritu filosófico alemán, estudiante de teología y devoto cristiano, supo con genialidad crear un pensamiento decisivo, y esto porque “Kierkegaard fue el personaje religioso más profundo, un analista muy sutil de la mente moderna y un mejor escritor que muchos de los personalistas” (Bengtsson, 2006, cap. 5, § 13).
El mérito de Kierkegaard es rescatar la noción de “subjetividad” de la estampa cartesiana, reducida a un principio epistemológico abstracto, y defenderla como la verdad de la existencia. Su tarea fue llevar la subjetividad al ámbito del cristianismo, por lo cual se entiende el hombre concreto que debe devenir subjetivo frente a Dios. Sobre esta relación, Kierkegaard construye su ética,11 que para él es el reflejo de la libertad, de la voluntad de cada individuo, y no una realización colectiva, donde el individuo entrega su peculiaridad a la humanidad. La categoría de den Enkelte -una de las más importantes categorías filosóficas de su autoría- se opone, así, al pensamiento objetivo y especulativo de Hegel y a su sistema, creando, a la vez, una perspectiva novedosa sobre la libertad humana e, implícitamente, sobre la forma de entender la vida ética y religiosa desde un devenir existencial propio de la persona humana. Den Enkelte (‘individuo singular’) es el espíritu o el yo, que tiene un carácter relacional, construyéndose a través de un proceso de devenir. En sus Diarios, Kierkegaard afirmaba: “’El individuo singular’ es una definición espiritual del ser humano; la multitud, los múltiples, lo estadístico o lo numérico es una definición animal del ser humano” (1970, p. 424; SKS 25, NB 29: 32). Lo que nos diferencia entonces de los animales, como diría Kierkegaard, es precisamente la dimensión espiritual. ¿Y qué significa esto?
El yo,12 el espíritu, es el resultado de la decisión libre y se realiza desde la libertad. Es decir, no basta con que el hombre sea consciente de que representa la unidad de cuerpo y alma, sino que la relación se da en la medida en la cual el hombre se elige a sí mismo en esta relación; por eso la síntesis es la relación que se relaciona consigo misma, es el tercero positivo. En otras palabras, la relación existe para el individuo en la medida en que la actualiza. Recordamos las palabras de Kierkegaard, a través de Anti-Climacus, en su escrito La enfermedad mortal:
El hombre es espíritu. Mas ¿qué es el espíritu? El espíritu es el yo. Pero ¿qué es el yo? El yo es una relación que se relaciona consigo misma o, dicho de otra manera: es el que en la relación hace que ésta se relacione consigo misma. El yo no es la relación, sino el hecho de que la relación se relacione consigo misma. El hombre es una síntesis de infinitud y finitud, de lo temporal y lo eterno, de libertad y necesidad, en una palabra: es una síntesis. Y una síntesis es la relación entre dos términos. El hombre, considerado de esta manera no es todavía un yo (2008a, p. 33; SKS 11, 129).
La persona es esencialmente libertad y posibilidad en todos sus sentidos; es siempre una relación en una estructura dialéctica de su existencia, es decir, es una síntesis de varias esferas o dimensiones: antropológicamente hablando, de cuerpo y alma, sostenido por el espíritu; de necesidad y posibilidad, de finitud e infinitud, desde categorías abstractas; de eternidad y temporalidad, en términos de la existencia en el tiempo. Como Kierkegaard afirma en El concepto de la angustia bajo el seudónimo de Vigilius Haufniensis: “El hombre es una síntesis de alma y cuerpo. Ahora bien, una síntesis es inconcebible si los dos extremos no se unen por un tercero. Este tercero es el espíritu. […] esta relación desde luego es subsistente, pero en realidad no alcanza la subsistencia sino en cuanto el espíritu se la confiere” (2016, p. 161; SKS 4, 349).13
La relación es el fundamento y existe solamente para el hombre singular en el momento en el que este la elige. Esto significa que la relación no es dada por la mediación, como pensaba Hegel, sino que la relación se da por la transición: el hombre es un yo en la medida en la que elige ser un yo, es decir, en la medida que elige ser singular. Aunque esta relación dialéctica es natural, ontológica, para Kierkegaard, no alcanza su realización o su plenitud si no es mediante la espiritualización de toda la relación. Es decir, la persona no es el centro, como un yo idéntico a sí mismo; su nombre propio no se encuentra en el concepto del yo generado por la filosofía moderna, no se encuentra en la propia identidad de la autoconciencia cartesiana, sino en el acto primigenio que la dirige a comunicarse con otros en el lenguaje realizado vitalmente como diálogo. De hecho, uno de los autores seudónimos de Kierkegaard, Johannes Climacus, hace clara esta diferencia entre ser sujeto y devenir sujeto. Esto quiere decir que, para Kierkegaard, la persona no es una sustancia racional, no es una identidad racional, no es un mero cogito, sino que es un ser cuya interioridad, cuyo espíritu se encuentra en un continuo proceso de devenir.
El ser humano es así una relación derivada, una relación establecida, una relación que se relaciona a sí misma consigo misma y al relacionarse a sí misma consigo misma, se relaciona a sí misma con un otro […] [;] al relacionarse a sí misma consigo misma y queriendo ser sí misma, el yo descansa transparentemente en el poder que la ha establecido (Kierkegaard, 2008a, p. 34; SKS 11, 130).14
“Singular” o “singularidad” para Kierkegaard será entonces un proceso que implica una teleología interior15 (o una autoactividad decisiva)16 como marca indeleble de la ética, ya que ese elegirse ni es sin criterios, ni es arbitrario, ni es el ego, ni algo meramente formal; se trata de la posibilidad de que esa inclinación del bien honesto se revele en sus manifestaciones particulares (cfr. Kierkegaard, 2007, pp. 158-165; SKS 3, 165-173). La elección es apertura del pasado en su vínculo con lo que el futuro tiene por revelar; es una mirada de fe en el vínculo del tiempo que, como confianza y esperanza, abre y dispone a cada persona a ser un acto de recibimiento. Como afirma Kierkegaard:
Cuando todo a su alrededor se ha acallado, solemne como una noche estrellada, cuando en el mundo entero el alma queda sola, lo que hay ante ella no es un hombre notable, sino el poder eterno mismo, pues es como si el cielo se abriese, y el yo se elige a sí mismo, o mejor, se recibe a sí mismo. […] Pero ¿qué es este sí mismo? Es lo más abstracto de todo, que es además lo más concreto de todo-es la libertad (2007, p. 165; SKS 3, 172-173).
La teleología interior de cada persona es una pasión definida por este tipo de elección como un horizonte de posibilidades, como la manifestación de la potencia infinita de la personalidad, que hace salir a la persona de su determinación y reducción natural o cultural y la sitúa como un ser único y singular. Explica Kierkegaard:
Si ahora digo que el individuo tiene su teleología en sí mismo, puede que esto dé lugar a un malentendido, como si de esa manera dijese que el individuo sería lo central, o que el individuo en sentido abstracto se bastaría a sí mismo; en efecto cuando se lo toma de manera abstracta no obtengo movimiento alguno, el individuo tiene su teleología en sí mismo, tiene teleología interna, es él mismo su teleología; su sí mismo es entonces el fin al que aspira. Pero ese sí mismo suyo no es una abstracción, es absolutamente concreto […] [;] es preciso que su sí mismo se abra en pos de su concreción total (2007, p. 245; SKS 3, 261).
El ser persona como teleología interior evita el reduccionismo relativista y el dogmatismo moralizante, ya que cada uno en su extremo es una negación de la paradoja ética de ser persona. Kierkegaard considera así que no puede haber una existencia objetiva o un sujeto objetivo, es decir, un hombre abstracto; al contrario: el hombre es un sujeto que está situado en la existencia, en la temporalidad, que se define por su interioridad acercándose a la fe a través de una decisión libre y apasionada, ya que el cristianismo no puede ser un conjunto de proposiciones. No puede existir un yo puro porque entonces la existencia y el devenir de esta serán una mera abstracción. El hombre “es un espíritu existente […] que se pregunta por la verdad” (Kierkegaard, 2008b, p. 193; SKS 7, 175), y esta verdad pertenece a la interioridad porque el espíritu existente es capaz de interiorizarla, hacerla suya. Es aquí donde surge la diferencia entre la reflexión subjetiva y la reflexión objetiva,17 que es para Kierkegaard una quimera o un fantasma.
Se vive auténticamente desde la interioridad, desde este santuario sagrado donde no hay espacios para esquemas, prejuicios o abstracciones pero sí para la pasión, para la fe, para la angustia, para la repetición y siempre para Dios. Es por eso por lo que el filósofo danés pone toda su esperanza en este ser singular, y su filosofía se podría reducir a una idea: la orientación del hombre hacia la interioridad. Esta interioridad requiere de conciencia, y la conciencia de responsabilidad. “La conciencia habla solo al individuo” (Kierkegaard, 2018, p. 132; SKS 8, 165), y esta conciencia es el vínculo fundamental que el ser humano tiene con lo eterno.
Kierkegaard parte de la idea de que lo eterno está ya en el hombre en el momento en que deviene espíritu, y como dice: “querer superar lo eterno es querer alejarse de Dios” (2018, p. 17; SKS 8, 125). La eternidad es la medida auténtica de nuestra existencia, la que nos da sentido. Lo eterno no es un más allá; está puesto en el corazón del hombre y es inmutable. Es decir, la eternidad no es sucesión, no es algo cuantitativo que se acumula; es presencia (instante), espíritu que, al traer al tiempo la eternidad, produce un salto cualitativo, un devenir en la posibilidad. En otras palabras, lo que hace a un ser humano ser singular es un acto de libertad y de reconocer que estamos relacionados con lo eterno como fundamento. Lo eterno no se debe perseguir fuera de la interioridad; está puesto en el corazón humano. Por eso, cada ser humano, al relacionarse con este eterno de su corazón, logra tomar conciencia de su valor único y de su propia dignidad. La idea de “persona” como valor eterno es lo que Kierkegaard hereda a toda la tradición filosófica moderna,18 así como la idea de una ética existencial, de una “ética madura”, como afirmaba Jean Wahl (en Beaufret, Billeskov-Jansen, Brun et al., 1970, p. 178).
Afirmamos así que el pensamiento de Kierkegaard puede ser entendido como un turning point en el momento del creciente conflicto entre la ciencia y la religión. Conocido como un pensador cristiano, su postura ante la ciencia de su época es claramente declarada en El concepto de la angustia, una obra filosófica única, donde opone a la ciencia el concepto de “pecado”, mas no desde el sentido dogmático, sino en lo que representa sobre la psicología humana, pues denota la libertad como un acto singular, que no puede ser explicado por nada.19 Por ello, para el filósofo, ninguna ciencia (o superciencia, con su inteligencia artificial y todas las sofisterías posibles) puede lidiar con el pecado y con la angustia presente en el espíritu del hombre, que son los signos de su absoluta singularidad incomunicable.20
Aunque la relación de Kierkegaard con los nuevos alcances de la tecnología ya ha sido explorada por algunos investigadores -desde el reciente libro de Christopher B. Barnett (2019) hasta algunos artículos-, es demasiado imaginar al pensador danés como un filósofo de la tecnología, como es el caso de Heidegger, Marcuse y otros. La relación del filósofo danés con la tecnología, desde nuestro punto de vista, solo se puede entender a través de una perspectiva crítica.
4. La singularidad de la persona no es perfección sino renovación. La trascendencia creativa
Al tomar la idea de “singularidad” propuesta por Kierkegaard como horizonte crítico del concepto de singularity en el transhumanismo, podemos entender que este último ha utilizado la potencia de la inteligencia artificial como sustituto del misterio de la creatividad del carácter específico de una persona humana. Esta artificialidad defendida por los transhumanistas muestra un sutil nihilismo o pérdida de la fe en el espíritu humano, pues se confunde la capacidad de ensamblaje de datos e información, amplificada en tiempo y espacio exponencialmente, con la creación de nuevas posibilidades de sentido y relación con el mundo (cfr. Sadin, 2020, pp. 93-104); han progresado de sustituir la capacidad de los seres humanos de evaluar o de emitir un juicio práctico en la realidad a una pretensión de sugerencias por parte de las máquinas, pasando por una función prescriptiva, hasta tener un poder coercitivo. La gran diferencia es que las operaciones de la inteligencia artificial, por más sofisticadas que puedan ser, no pueden salir de la inmanencia del género al que pertenecen; es decir, no pueden plantear modos de ser fuera del propio ámbito de la información de la que se alimentan.21 Por este mismo principio, los sistemas artificiales no pueden dejar de perfeccionarse, en el sentido de realizar mejor, de manera más eficiente y con mayores alcances las mismas operaciones.22
En el fondo yace la convicción -que, a lo mejor sin darse cuenta, repite los principios que dieron lugar a las mayores catástrofes del siglo XX- de que tener más implica una mejor cualidad, o, en otros términos, de que mayor perfección en cuanto a capacidades y atributos implicaría una mejor persona. Olvidamos que precisamente este principio estuvo detrás de las prácticas y las ideologías eugenésicas del régimen Nacionalsocialista en Alemania. En aquellos tiempos se pensaba la perfección en términos de raza o de las teorías de la evolución, pero como se ha visto que, al fin y al cabo, la naturaleza física y biológica es vida y padece la duración del tiempo en la forma de una decrepitud irreversible, ahora la novedad es que se pretende transferir estos principios al ámbito abstracto de las modernas tecnologías: por ejemplo, la idea de los transhumanistas de referir a las tecnologías criogénicas como modos de dilatar el lapso de la vida mientras se encuentra la manera de perfeccionarlo para que las personas puedan existir por sí mismas y en sí mismas, independientes del tiempo (cfr. More y Vita-More, 2013, II, cap. 8).
Lo que se está perdiendo de vista, y para lo que nos ayuda la concepción de Kierkegaard, es que las personas no son específicamente ni se reducen a la perfección de sus capacidades o atributos. Al contrario, su realidad espiritual, que realiza la relación de síntesis y de autorrelación, configura, de manera radical, un modo distinto de experimentar esos atributos, esas capacidades y la propia inteligencia, que define una forma de ser creativa, como también sostiene Emmanuel Mounier (2002, p. 677) cuando afirma que la persona es una experiencia vivida de autocreación. Entonces, el cuerpo, la psique y la inteligencia se espiritualizan, lo cual quiere decir, por un lado, que se abren a horizontes de relación radicalmente nuevos e infinitos y, por otro, que la autorrelación deriva en una autoconciencia de que todo lo que es, hasta la naturaleza, podría ser de maneras muy diferentes y que no impera ninguna necesidad operativa para realizarlas, sino que depende de la responsabilidad y el modo en que los seres humanos, en esta conciencia, se relacionan con el mundo. Esta conciencia es la de ser espíritu, de ser libertad radical, y se experimenta como la paradoja de ser algo que se abre a nada y, a la vez, a todo lo posible, es decir, a un porvenir que no se sabe que es.
Esta experiencia es lo que determina que las personas no son ensambles que deben perfeccionarse, sino generadoras o fuentes de posibilidades, de esperanzas, que trascienden toda perfección. Esto denota que la última palabra no está en el voluntarismo ni en la fuerza de las personas, sino en la capacidad de reconocer como esta nada los trasciende, los traspasa, los debilita en el fondo, y requiere no solo de sus capacidades, sino también de aceptar y asumir su vulnerabilidad, a partir de la cual puede dar crédito al mundo y a otras personas, y esperar de ellas lo que puedan generar como nuevo. Este proceso es “el devenir sí mismo”, como diría Kierkegaard (2007, p. 245; SKS 3, 261). Cabe mencionar que este sí mismo no es el ego ni los objetivos que la persona se haya planteado, sino que esa nada trascendente le permita recibir y donarse al mundo en un acto, creando nuevos horizontes. Esta donación de sí mismo no tiene un progreso lineal; al contrario, se repite una y otra vez, como una renovación constante, como un hacer posible todo de nuevo, por lo que este acto es siempre primigenio y no puede ser sustituido ni por datos, ni por sistemas, ni por procesos maquínicos, porque enfrenta, en un campo de radicalidad, al individuo consigo mismo, con los otros y el mundo.
Así, la singularidad no es la perfección que pueda alcanzarse en un progreso hacia un superhombre (no nietzscheano, sino tecnológico); al contrario: es el no progreso porque cada elección renueva lo primigenio de su existir como espíritu relacional en y con el mundo. Este renovar es la fuente de lo que llamamos “esperanzas”, “amor”, “sacrifico”, y también de actos radicalmente malos; es el ámbito de lo personal propiamente y, por ende, incomunicable. Así se explica también el pecado, que implica la pretensión de que el fundamento del amor es mi propio carácter finito o mi propio carácter potencial; en cambio, el amor es un reconocer que ese fundamento es como la fuente misteriosa de los ríos y los manantiales que no soy yo, como Kierkegaard dice en Las obras del amor (2006a, pp. 21-23; SKS 9, 28).
Por ello, una inteligencia artificial, desde la cual el transhumanismo sostiene sus pretensiones, es una realidad que puede ser muy perfecta, pero en donde no habrá ni pecado ni amor porque no hay acto libre radicalmente primigenio. En otras palabras, lo que nos hace propiamente personas es la capacidad de amar y de pecar, porque ambas son actos genuinos de la condición del ser humano, de ser un espíritu que deviene autorrelación con el mundo. Y este es el sentido real de ser el superhombre de Nietzsche, como afirmaba Deleuze (1986, p. 191), ya que el superhombre no es un querer-dominar, sino un querer-generar. Solo la persona humana puede, en cualquier momento, con los mejores o peores hábitos, con las mayores o menores perfecciones, elegir pecar o amar, como si fuera siempre la primera vez. Es este carácter de primigeneidad de la acción del devenir humano como ser espiritual, como persona, lo que constituye su real singularidad.
Este carácter primigenio, tanto del amor como del pecado, encuentra, como dice Kierkegaard en El concepto de la angustia, “su razón más profunda en aquello que es esencial a la existencia humana, que el ser humano es individuo, y como tal, a la vez él mismo y la especie, de manera que toda la especie participa del individuo y el individuo, de toda la especie” (2016, p. 148; SKS 4, 319). Ninguna persona se determina absolutamente por las condiciones de la especie y tampoco por la mera individualidad, sino por la conjunción de especie e individuo, de la participación recíproca, pero que es de diferente modalidad. Por un lado, la especie no define la cualidad o el modo de ser del individuo, solo le da un más o un menos en sus condiciones; es decir, la modalidad de la relación es cuantitativa, pero no lo determina axiológicamente ni en su sentido particular: no es un modo de ser. Por otro lado, el individuo, por su propia elección, relaciona las determinaciones de la especie con el horizonte abierto de su porvenir. Por lo cual se pone a sí mismo y por sí mismo, por un salto cualitativo, como le llama Kierkegaard; se determina a sí mismo, en el medio de sus condiciones de especie, en su valor eterno. De tal forma que toda determinación cualitativa depende del individuo y no de la especie, pero se da en relación con la especie, y la especie se determina cuantitativamente por el salto del individuo. En cierto sentido, las condiciones de la especie son accidentales y necesarias a la vez: necesarias porque no se eligen en abstracto, y accidentales porque no determinan ni el acto ni el contenido de la elección. Por ello, lo que el transhumanismo llama “singularidad” es, desde la perspectiva de Kierkegaard, un aspecto solo de la especie y no del individuo, por lo que no es una singularidad en realidad.
No son las condiciones históricas o biológicas las que determinan cualitativamente el amor de una persona, sino que es la persona misma que se elige con relación a ellas. Afirma Kierkegaard (a través de Vigilius Haufniensis, el autor seudónimo de El concepto de la angustia) que:
Tal es el secreto de lo primero, y el escándalo que este es para la inteligencia abstracta que supone que una sola vez no es ninguna vez, pero que muchas veces son algo; es totalmente al revés, pues esas muchas veces, o bien significan cada una tanto como la primera vez, o bien todas juntas no llegan a tanto. Es, por tanto, una superstición que en la lógica se quiera dar a entender que de una continua determinación cuantitativa surge una cualidad nueva (2016, p. 149; SKS 4, 347).
Esta conjunción se da en el medio de la angustia, que es el estado de ánimo del individuo cuando entiende que es espíritu. La angustia es signo de la singularidad porque es la presencia de la nada del espíritu y, al mismo tiempo, la presencia de que todo es posible, sin saber cuándo, dónde, por qué y para qué, estableciendo así un estado de suspensión y ambigüedad, que solo se puede superar a través de un salto cualitativo cuya determinación puede ser una pasión alegre, que es la fe -elegir creer que es posible- o una pasión resignadamente triste, que es el escándalo -no creer que es posible-. Como dice Vigilius Haufniensis: “el pecado viene al mundo como lo súbito, es decir, por medio del salto; pero este salto pone además la cualidad, el salto se revierte en la cualidad, y es presupuesto por la cualidad, pero esto es un escándalo” (2016, p. 151; SKS 4, 350).
La realidad primigenia de la condición de ser individuo como realidad libre y espiritual es también la que determina el sentido de creatividad artística, en donde no se reproduce el mundo o se le representa, sino que se crea un mundo nuevo y, como tal, adquiere el carácter de ser generadora de esperanzas como acto del espíritu. Por ello, lo propiamente humano y singular no es lo que hacemos con el mundo, no es el poder sobre el mundo; al contrario: es la capacidad de asumir la absoluta impotencia ante el misterio de la existencia, abrirse a recibir y traducir simbólicamente la visión de su sentido, que no se puede sustituir, solo se puede performar. Un proceso maquínico, artificial, no puede producir arte, pues requiere esta nada del espíritu que irrumpe como angustia y presiente la libertad.
Lo que queremos decir con todo esto es que tanto el amor como el pecado son relaciones personales, y por ende singulares, que no pretenden esta superación de las condiciones de la individualidad, sino su transfiguración en el curso del tiempo hacia un sentido que siempre va renovando el que todo sea posible, y que implica así una responsabilidad trascendental y un acto que trasciende toda inmanencia lógica u operativamente tecnológica.
5. En lugar de conclusiones: un humanoide no es persona
Partiendo de la idea de que los robots podrán sustituir a las personas, los “fascinados” por estos “milagros” de la tecnología consideran que esto será posible dado que los seres humanos en sí son ya robots. Como afirma Daniel C. Dennett (2009, p. 254), el hecho de que somos “un complejo de autocontrol, un mecanismo físico autosuficiente” muestra que funcionamos como máquina. Este autor considera que, así como nosotros funcionamos como máquina, igual un robot puede tener conciencia, ya que considera que es “dualismo a la antigua” pensar que los robots son un objeto material. Lo que descuidan estos autores en general es el hecho de que la conciencia no es un mecanismo y tampoco un cogito: la conciencia es relacional y es subjetiva; refiere al ser humano en su singular relación con la existencia.
Desde la perspectiva de Kierkegaard, el transhumanismo sería la utopía de la abstracción, en el sentido de que los transhumanistas parten de una visión del hombre meramente abstracta: el hombre reducido a su cerebro que puede ser reduplicado en una máquina (robot, humanoide, cíborg etc). Afirma Kierkegaard:
Pensar abstractamente la existencia sub specie aeterni equivale esencialmente a anularla […]. Sócrates dijo de manera bastante irónica que no sabía con certeza si es que era un ser humano u otra cosa; pero en lo confesional, un hegeliano podría decir con toda solemnidad: no sé si soy un ser humano, pero he comprendido el sistema. Yo prefiero decir: sé que soy un ser humano y también sé que no he comprendido el sistema (2008b, pp. 310 y 313; SKS 7, 281 y 283).
La única singularidad real que existe tiene que ver con la persona humana existente, con ser sí mismo, con la interioridad y la paradoja que esta implica. Consideramos que la idea de la singularity de los transhumanistas, fundamentada en el cogito cartesiano, por tanto, es una tautología, un mero fantasma o una construcción artificial que, aunque ya la hayamos creado, no significa una aplicación de la inteligencia humana. Argumenta Kierkegaard:
El cartesiano cogito ergo sum ha sido ya mencionado en numerosas ocasiones. Si el Yo en el cogito se entiende como un ser humano individual, entonces la sentencia no demuestra nada: yo soy pensante, ergo yo soy, pero si soy pensante no es de extrañarse, pues, que yo soy; después de todo esto ya se ha dicho, y la primera parte de la proposición dice incluso más que la última. De este modo, si por el Yo en el cogito se entiende un individuo singular existente, entonces la filosofía exclama: patrañas, patrañas, aquí no se trata de mí Yo o de tu Yo, sino del Yo puro. Sin embargo, lo más seguro es que este Yo puro no tenga otra existencia más que una existencia de pensamiento. Así, pues, ¿qué significa esta fórmula concluyente? Lo cierto es que no hay conclusión, pues en este caso la sentencia será una tautología (2008b, p. 319; SKS 7, 288-289).
No puede haber singularidad ahí donde no existen espíritu, relación, interioridad y conciencia.
Proyectar un humanoide como singular implica no solo una anulación antropológica y ontológica del ser humano, sino también una anulación ética y espiritual. Y con lo que no pueden lidiar los transhumanistas o posthumanistas es con el tema de la conciencia y el espíritu en el ser humano. A lo mejor una máquina puede simular un grado de inteligencia, pero no puede tener ninguna manifestación de la conciencia. Kierkegaard afirmaba que esta conciencia, que es un receptáculo de lo eterno en el hombre, habita en cada corazón de cada individuo singular. Esta conciencia implica una terrible responsabilidad que tiene el ser humano. Un robot, una computadora, carece de responsabilidad y del sentido de eternidad que es una dimensión ontológica, que los transhumanistas quieren sustituir con una eternidad “corpórea” (en la que este cuerpo no es tanto biológico cuanto tecnológico). Para Kierkegaard, como hemos visto, el espíritu, el ser persona, implica no solo la temporalidad, sino también la eternidad. Afirma:
En la eternidad hay suficientes habitaciones, hay exactamente una para cada uno, porque donde hay una conciencia, y esto es y debe ser en cada uno, hay una prisión solitaria en la eternidad o una habitación encantadora de felicidad eterna. Esta conciencia de ser un individuo singular es la conciencia básica en un ser humano porque es su conciencia eterna (2018, p. 139; SKS 8, 185).
Un mundo de humanoides o un mundo posthumano será un mundo sin ningún tipo de responsabilidad personal, sin conciencia, sin amor, sin afectividad, sin empatía, con “distancia”, sin fe, sin trascendencia, pero eso sí, un mundo “lleno de felicidad”, ya que se creerá que existe una nueva “especie” modificada por la tecnología (implantes y otras tecnologías biomédicas). Sin embargo, la fe en los humanoides es ya un hecho y, desde hace décadas hay quienes consideran que la construcción de una persona por medios artificiales es fascinante y provocativa, ya que esto permite “distanciarnos de nosotros mismos y sondearnos en formas en que la imaginación estaba previamente limitada” (LaChat, 1986, p. 71). Los posthumanistas creen que como todo será tecnologizado, pensar el mundo desde una visión moral ya no tendrá ningún sentido, además de que las relaciones que se tendrán ya no serán intersubjetivas sino “interconectadas” (es decir, se crearán relaciones con “seres” no humanos, con las máquinas). Se trata, así, primero, de una descorporeización biológica; luego, de un perfeccionismo tecnológico y una creación de nuevos paradigmas, que darán lugar a una “mutación” ontológica, antropológica, ética o metafísica.
Algo es seguro: al no tener conciencia estos humanoides o estas máquinas, por más sofisticadas que sean, no pueden hacer elecciones morales. La elección moral, decía Kierkegaard, es algo que interpela a la singularidad -ni siquiera a la multitud- y, al no existir una conciencia singular, como antes mencionamos, es imposible tomar una decisión en este sentido. Claro que, con base en unos cálculos y algoritmos, una máquina podrá escoger preferencialmente entre A o B, pero no puede hacer nunca una elección moral, que requiere de la conciencia, el espíritu y el corazón. La elección moral, para Kierkegaard, es el momento en que el tiempo adquiere sentido trascendente: cuando el futuro regresa como pasado y no como meras sucesiones cronológicas. Como afirma en El concepto de la angustia, la elección significa potenciar los sentidos posibles de la memoria por un futuro que en sí es desconocido. Surge así una reconsideración del pasado en la memoria como no necesario y una espera del futuro como algo que de verdad puede venir a ser; así es como lo dice Kierkegaard en “El equilibrio entre lo estético y lo ético en la personalidad”, y por eso es una lucha por la libertad, por el tiempo por venir (cfr. Kierkegaard, 2007, p. 164; SKS 3, 172), lo que crea un sentido del futuro y del porvenir muy distinto a la “promesa sin fin” del transhumanismo.
Al final, podríamos decir que la singularity del transhumanismo es un imaginario tecnológico que proyecta una nueva utopía y, a la vez, pervierte la noción de “singularidad” personal y de futuro humano, convirtiéndola en un nihilismo cualitativo; quiere determinar el futuro como algo dentro de lo controlable o definitorio del poder científico y tecnológico a través de la mala fe de querer aniquilar la posibilidad del carácter personal de la existencia humana, que es la de generar nuevas esperanzas. La singularidad, como hemos visto desde la filosofía de Søren Kierkegaard, es ciertamente todo lo contrario: refiere a una elección moral que produce una autorrelación que espiritualiza la condición humana, en el sentido de abrirla a un horizonte de posibilidades, no de forma lineal y progresiva, sino a veces con necesidad de rememorar y, a veces, con creer en un futuro desconocido por venir. Este impulso, que Kierkegaard llama la teleología interior de la personalidad, se hace patente en la creatividad de las personas de generar nuevos mundos posibles (simbólicamente, idealmente) como formas de repetición. La singularidad verdadera se sostiene por la relación personal y no puede ser exponencialmente sustituida por ninguna forma de ensamblaje artificial.