La necesidad del perdón hace justicia al hecho de que
cada ser humano es más de lo que hace o piensa. Solo el
perdón hace posible un nuevo comienzo para el actuar,
comienzo que necesitamos todos y que constituye nuestra
dignidad humana.
Hannah Arendt
Introducción1
¿Cómo podemos reconstruir el pasado? ¿Cómo podemos recuperar del pasado aquellos sucesos que nos han de servir para edificar el presente y para soñar el futuro? ¿Es posible juzgar lo que no se ha vivido? ¿Es ilegítimo o ilógico -o ambos- pedir disculpas sobre hechos ocurridos en el pasado? ¿Somos responsables en el presente de las acciones cometidas por nuestros antecesores?
En los últimos tiempos se han producido distintos pedidos de perdón por parte de autoridades políticas y religiosas, y también de algunos gobiernos, a grupos que en el pasado sufrieron violencias de distinto tipo. Asimismo, hay diversas demandas de perdón por parte de las generaciones actuales en nombre de aquellos que sufrieron daño en el pasado, y también apelando al daño que aún en el presente no sana. Estos pedidos de perdón en los dos sentidos -de aquellos que solicitan el perdón y de aquellos que demandan que se les pida perdón- tienen como trasfondo la idea de que no es posible restituir la memoria y hacer justicia a las víctimas de daño si no se lleva a cabo un proceso de recuperación de los hechos, una narración de lo acontecido y, al mismo tiempo, una reconciliación con dichos hechos.
Quiero defender que es imprescindible hacernos cargo de nuestro pasado, hacernos responsables de lo ocurrido, si deseamos construir un presente y soñar un futuro que evite la repetición. Para argumentar a favor de esta idea, reflexionaré acerca de tres conceptos eje: la memoria como narración, el juicio como ejercicio de edificación de mundo y el perdón como categoría moral y política.
La memoria como narración
[…] nos contamos y nos re-contamos una y otra vez para
no dejar de ser nunca, pero también para no dejar de ser
de una determinada manera.
Manuel Cruz, “Memoria: ¿extrañeza o reconciliación?”
Con este epígrafe como inicio de mis reflexiones quiero recuperar la idea de la memoria como narración. No se trata de afirmar, de ninguna manera, que hacemos ficción cuando recuperamos nuestro pasado, sino de mostrar la importancia de los relatos sobre el pasado y de la contingencia como factor de la vida humana. Y no solo hay que asumir y defender que la contingencia no es un rasgo deficiente de la acción humana, sino que es aquel que nos habla de nuestra condición de seres libres, capaces de hacer que algo nuevo suceda en el mundo, nuestro mundo compartido. Por ello, hemos de pensar con cuidado la idea de que la memoria, así como el pensamiento, nace de los acontecimientos, nace de la experiencia viva. En este sentido, podemos recuperar la propuesta arendtiana de dirigirnos a las categorías heredadas, no como si fueran testamentos, sino como fragmentos que deben ser repensados. Como es sabido, Arendt propone la interpretación del pasado desde la singularidad de la experiencia, asumiendo la contingencia. En la presentación de su obra Entre el pasado y el futuro explica su posición del siguiente modo:
[…] existe un elemento de experimentación en la interpretación crítica del pasado, una interpretación cuya meta es descubrir los orígenes verdaderos de los conceptos tradicionales, para destilar de ellos otra vez su espíritu original, que tan infortunadamente se evaporó de las propias palabras clave del lenguaje político -como libertad y justicia, autoridad y razón, responsabilidad y virtud, poder y gloria-, dejando atrás unas conchas vacías con las que hay que hacer cuadrar todas las cuentas, sin tomar en consideración su realidad fenoménica subyacente (Arendt, 1996, p. 21).
Desde sus primeras obras, especialmente en La condición humana (1998a) y también en Los orígenes del totalitarismo (1998b), se dio a la tarea de cuestionar conceptos, supuestos y principios filosóficos y metodológicos, y es precisamente desde este rechazo crítico que le fue posible apuntar hacia una transformación radical del sentido mismo de la historia.2 En efecto, como ella misma señala:
Me he alistado en las filas de aquellos que desde hace ya algún tiempo se esfuerzan por desmontar la metafísica y la filosofía, con todas sus categorías, tal y como las hemos conocido desde sus comienzos en Grecia hasta nuestros días. Tal desmantelamiento sólo es posible si partimos del supuesto de que el hilo de la tradición se ha roto y que no seremos capaces de renovarlo. Desde la perspectiva histórica, lo que en realidad se ha derrumbado es la trinidad romana, que durante siglos unió religión, autoridad y tradición. La pérdida de esta trinidad no anula el pasado, y el proceso de desmantelamiento no es en sí mismo destructivo; se limita a sacar conclusiones de una pérdida que es una realidad y que, como tal, ya no forma parte de la “historia de las ideas”, sino de nuestra historia política, de la historia del mundo (Arendt, 2002, p. 231).
Desde esta inspiración, en lo que sigue, me concentraré en hacer un rastreo conceptual -me interesan especialmente los conceptos de “perdón” y “responsabilidad”- desde el cual, y sin pretensiones de sistematicidad, podamos acercarnos de una nueva forma a los acontecimientos que, desde el pasado, constituyen nuestro presente. Asumo, así, la imprevisibilidad de la acción y la contingencia de la historia y propongo un acercamiento a los conceptos de “perdón” y “responsabilidad” desde una interpretación del pasado que asume la singularidad de la experiencia y su contingencia. El lector o lectora de estas líneas encontrará aquí un ejercicio del pensamiento (cfr. Arendt, 1996, pp. 20-21).
Esta, llamémosle, “posición metodológica” me permite entroncar la idea de la memoria como narración con la idea de la identidad narrada. En efecto, en el acto de contar la propia historia, el sujeto descubre, muestra e ilumina su identidad propia. La identidad del sujeto se revela no solo en sus acciones, sino también en la narración de su propia historia. Y esto mismo puede decirse de las identidades colectivas.
De acuerdo con la conocida propuesta arendtiana, el espacio público se entiende como un ámbito que permite a cada individuo construir e iluminar su identidad mediante sus acciones y discursos. La acción política y el discurso -vale decir aquí, la narración- constituyen un ámbito de aparición en el cual los agentes -y también aquí cabe decir, las comunidades-, en su actuar juntos, dan luz a lo que son y lo que desean que sea el mundo. Mediante la acción y la palabra, los sujetos nacen, aparecen en el mundo común y ganan identidad en este espacio de aparición. Tal espacio es entendido como el lugar donde se da el pleno desarrollo de las identidades diversas, plurales; donde, en el encuentro con los otros, se arroja luz sobre las identidades de los agentes y estas se singularizan. Lo que ilumina su singularidad haciéndoles visibles es la acción con los otros y la narración de su propia historia. Una vez más, estas afirmaciones pueden aplicarse al caso de las identidades colectivas.
Nótese que la acción y el relato coexisten y son iguales en importancia para pensar la historia y el papel de la memoria. Actuamos en el mundo comúnmente constituido y esta constitución de mundo se da, entre otras formas, por medio del relato de la propia historia, de las historias que nos son cercanas, que nos hacen ser. Por ello, tal como Arendt señaló, “la razón de que toda vida humana cuente su narración y que en último término la historia se convierta en el libro de narraciones de la humanidad, con muchos actores y oradores y sin autores tangibles, radica en que ambas (la historia y la vida humanas) son el resultado de la acción” (Arendt, 1998a, p. 208). El narrador o narradora, o, como he defendido en varios lugares (Muñoz, 2007, 2012 y 2020), el espectador reflexivo, es aquel que no se limita a observar y relatar impasible los acontecimientos pasados, sino que con su narración de los hechos y su juicio sobre ellos nos permite comprender lo acontecido.3 Nos dice Arendt al respecto que:
La acción sólo se revela plenamente al narrador, es decir, a la mirada del historiador, que siempre conoce mejor de lo que se trataba que los propios participantes. Todos los relatos contados por los propios actores, aunque pueden en raros casos dar una exposición enteramente digna de confianza sobre intenciones, objetivos y motivos, pasan a ser simple fuente de material en manos del historiador, y jamás pueden igualar la historia de éste en significación y variedad. Lo que el narrador cuenta ha de estar necesariamente oculto para el propio actor, al menos mientras realiza el acto o se halla atrapado en sus consecuencias (Arendt, 1998a, p. 254).
El rasgo fundamental del narrador de historias es la capacidad de juicio, una capacidad que tiene que ver con el espectador reflexivo, aquel que narra y reflexiona críticamente sobre lo acontecido.
Es en este marco conceptual en el que me propongo rastrear el concepto de “perdón”. ¿Qué tipo de acción es el perdón?, ¿se trata de una que resulta de una emoción, tal como el amor?,4 ¿será el resultado de un ejercicio de juicio? ¿Cuál sería -de existir- la relación entre juzgar y perdonar? Y, por último, ¿es el perdón un asunto personal, político o ambos?
El perdón como categoría moral y política
En el centro de las consideraciones morales de la
conducta humana se halla el Yo; en el centro de las
consideraciones políticas se halla el mundo.
Hannah Arendt, Responsabilidad colectiva
En La condición humana, Arendt vincula el origen del concepto de “perdón” a la figura de Jesús de Nazaret. Es interesante notar que las palabras recogidas de esta figura son: “Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.5 Esta alusión a un fragmento del Nuevo Testamento podría hacernos pensar en una recuperación del sentido teológico o incluso escatológico de este concepto. Sin embargo, esta no es de ninguna manera mi intención en estas reflexiones, ni fue la de Arendt al recuperar dichas palabras. Es cierto que el concepto de “perdón” tiene un fuerte peso en la filosofía cristiana; es más, en las religiones abrahámicas.6 Mi reconsideración de esta categoría busca traerla del pasado, con todo y sus resonancias religiosas, para nutrir nuestro presente. En este sentido, pretendo llevar a cabo una labor que puede analogarse a la del pescador de perlas,7 quien llevaba siempre consigo unos cuadernitos de pastas oscuras donde anotaba en forma de citas aquello que le acontecía, que leía, que encontraba. Estas citas, como perlas, eran rescatadas del olvido, recuperadas del paso del tiempo por el pescador de perlas. Este rescate de conceptos, de términos, de imágenes, de citas permite la creación de un nuevo lenguaje, un nuevo pensamiento. Pues bien, es posible, emulando la labor del pescador de perlas, rescatar del fondo de nuestro pasado fragmentos del pensamiento sedimentados en nuestro lenguaje que nos permitan recuperar, transformados, renovados, nuestros conceptos. Considero que esto es lo que hizo Arendt con el concepto de “perdón” en un momento de la historia en que la ruptura con la tradición resultaba dolorosamente tangible. Y esta es la tarea que propongo en estas reflexiones.
De manera que, recuperando la caracterización arendtiana de este concepto, podemos notar que lo ha transmutado en una categoría política. Para ella:
Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad para actuar quedaría, por decirlo así, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos; seríamos para siempre las víctimas de sus consecuencias […]. Sólo mediante esta mutua exoneración de lo que han hecho, los hombres siguen siendo agentes libres, sólo por la constante determinación de cambiar de opinión y comenzar otra vez se les confía un poder tan grande como el de inicia algo nuevo (Arendt, 1998a, pp. 259-260).
¿Qué implicaciones tiene esta secularización del concepto?, es más ¿qué significa este giro hacia la acción política? Volvamos de nuevo a La condición humana, donde Arendt apela al perdón como una facultad de la que disponemos los seres humanos para remediar la irreversibilidad de la acción política y la impredecibilidad de la acción en el espacio público. Y traigamos de nuevo la apelación al Evangelio: “Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. En efecto, “los seres humanos deben perdonarse, porque ‘no saben lo que hacen’, y no lo saben, porque no pueden saberlo, porque las consecuencias que trae consigo su actuar son impredecibles” (Madrid Gómez Tagle, 2008, p. 142). De esta manera, se está colocando el concepto más allá de su carácter personal.
Tradicionalmente, el perdón es entendido como “una experiencia que compete al individuo y que puede llevar, según el caso, a condonar el daño recibido, restaurar las relaciones con el ofensor o perpetrador del daño (perdón reconciliatorio), dejar la herida en el pasado y juzgar sin resentimiento lo sucedido o padecido” (Molina González, 2016, p. 152). En este sentido, el perdón pone de manifiesto su condición de ser una acción personal y tener un carácter moral. En efecto, la facultad de perdonar es personal, pero no tendría sentido hablar de la acción de perdonar en soledad. Perdonar requiere de la presencia de los otros seres humanos, de aquellos con los que habitamos el mundo. Es aquí donde las consideraciones políticas se ponen de manifiesto.
No podemos separar el acto de perdonar de la condición ontológica de la pluralidad humana.8 La pluralidad que me interesa recuperar cara a la categoría de “perdón” no es un dato ni un hecho natural; es el resultado del esfuerzo comprometido de todos y todas por aparecer en el mundo común de manera singular. “[L]a pluralidad hace referencia a la construcción que hacemos de nosotros mismos por medio de nuestras acciones y discursos, a nuestro esfuerzo deliberado por manifestarnos ante los demás como un ‘quién’ con una historia detrás, no como un ‘qué’” (Sánchez, 2005, p. 113). Pues bien, el perdón, al igual que la acción, tiene como condición de posibilidad dicha pluralidad humana, la cual, así concebida, pretende dar cuenta del hecho de que todos los seres humanos son diferentes entre sí; cada uno es un ser singular, único e irrepetible, y, al mismo tiempo, todos son iguales, es decir, seres humanos. Así, tanto la pluralidad humana como el carácter irreversible del actuar humano y las consecuencias impredecibles que este trae consigo demandan que se ponga en acto la facultad de perdonar.
Concluimos entonces que el perdón puede ser entendido como una re-acción a las consecuencias impredecibles del actuar desde la condición ontológica de la pluralidad humana. Pero no confundamos esta reacción con la venganza.
En contraste con la venganza, que es la reacción automática de la transgresión y que debido a la irreversibilidad del proceso de la acción puede esperarse e incluso calcularse, el acto de perdonar no puede predecirse […]. Perdonar es la única reacción que no re-actúa simplemente, sino que actúa de nuevo y de forma inesperada, no condicionada por el acto que la provocó y por lo tanto libre de sus consecuencias, lo mismo para quien perdona que para aquél que es perdonado (Arendt, 1998a, p. 260).
Se trata, por tanto, de un perdón que expresa la relación de los seres humanos entre sí e invita a pensar la posibilidad de un perdón recíproco, un perdón que libera a la persona perdonada y también a quien otorga el perdón. Señala Arendt:
Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad para actuar quedaría, por decirlo así, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobramos; seríamos para siempre las víctimas de sus consecuencias, semejantes al aprendiz de brujo que carecía de la fórmula mágica para romper el hechizo (Arendt, 1998a, p. 260).
Así, el perdón se manifiesta como una acción plenamente libre que reaviva la esperanza en la esfera de los asuntos humanos. Al mismo tiempo, la actualización de la facultad de perdonar permite a quien perdona iniciar algo nuevo en el mundo. Esta es la forma de actualizar nuestra condición de seres libres.9 La libertad es la capacidad de actuar y comenzar algo nuevo, imprevisto, de manera espontánea (cfr. Arendt, 1998a, p. 201). La libertad no es susceptible de ser comprendida sin su referencia a la acción humana entendida como capacidad de que, por un lado, algo nuevo aparezca en el mundo y, por otro lado, de que esto que haya de acontecer no puede ocurrir en solitario (cfr. Beiner, 1984, pp. 349-375).
Aparece aquí una noción arendtiana fundamental vinculada a la libertad: el concepto de la natalidad.10 Es la natalidad lo que permite a los agentes insertarse en el mundo, y además permite la renovación del mundo mismo que, de otra forma, perecería junto con la muerte de los individuos. Para Arendt, la natalidad implica la posibilidad de lo nuevo, pues “sin la acción para hacer entrar en el juego del mundo el nuevo comienzo de que es capaz todo hombre por el hecho de nacer, ‘no hay nada nuevo bajo el sol’” (Arendt, 1998a, p. 227).
De manera que la categoría de “natalidad” nos permite poner en primer término el hecho de que los individuos son capaces de iniciar algo nuevo en un mundo que les precede, un mundo que depende al mismo tiempo de la llegada de eso nuevo y de la contingencia que supone dicha novedad. De este modo, el mundo común, en su condición de mundo humano y también de universo de sentido, depende de la acción de los individuos libres: depende de la natalidad. Nótese entonces que la historia, el devenir de la coexistencia humana, no es un acontecimiento del pensamiento, sino una experiencia antropológica (cfr. Amiel, 2000, p. 12). En efecto, cada ser humano, al aparecer en el mundo, inicia algo nuevo, podríamos decir, un proceso histórico nuevo, debido a que, desde un plano temporal, el ser humano es en sí un comienzo. Así, “todo hombre, habiendo sido creado en lo singular, es un nuevo principio en virtud de su nacimiento” (Arendt, 1984, p. 371). En La condición humana ya se había señalado que:
El milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y “natural” es en último término el hecho de la natalidad, en el que se enraíza ontológicamente la facultad de la acción […]: el nacimiento de nuevos hombres [y mujeres, añadiría yo] y un nuevo comienzo, es la acción que son capaces de emprender los humanos por el hecho de haber nacido. Sólo la plena experiencia de esta capacidad puede conferir a los asuntos humanos fe y esperanza (Arendt, 1998a, p. 266).
Este planteamiento acerca del vínculo entre perdón, libertad y natalidad hace posible que superemos una relación no deseada entre perdón y olvido. En estas reflexiones no estamos pensando el perdón como una facultad dirigida únicamente al pasado. Todo lo contrario: si la acción es posible en el presente, e incluso en el futuro, es gracias al perdón. Sin el ejercicio de esta facultad, la acción quedaría paralizada. El perdón es, pues, una facultad que, puesta en acto, rehabilita la posibilidad del actuar en el mundo, hace posible la continuidad de la acción, y nada tiene que ver con el olvido. En la medida en que el perdón pretende hacer reversibles las consecuencias de nuestras acciones, deshacer o corregir lo que ha salido mal, precisa de la memoria. La facultad de perdonar parte del recuerdo de lo acontecido, de aquellos hechos que generaron las consecuencias a las que se dirige el perdón (cfr. Madrid Gómez Tagle, 2008, p. 144).
El perdón es, pues, una facultad personal y por ello de carácter moral; al mismo tiempo, es una acción libre que nos permite renovar el espacio en el que cobran sentido nuestras acciones, el mundo común. En ello radica su carácter político. Es una acción en el mundo compartido que permite un nuevo comienzo. Ahora bien, ¿qué nos mueve a perdonar: una emoción, un sentimiento, una capacidad? ¿De dónde emana la fuerza que impulsa la capacidad de perdonar?
El juicio y la responsabilidad
En el texto Responsabilidad personal bajo una dictadura, Arendt sostiene que:
[…] sólo si aceptamos que existe una facultad humana que nos permite juzgar racionalmente sin dejarnos llevar por la emoción ni por el interés propio y que al mismo tiempo funciona espontáneamente, a saber, que no está atada por normas y reglas en las que los casos particulares quedan simplemente englobados […], sólo dando eso por supuesto podemos aventurarnos en ese resbaladizo terreno moral con alguna esperanza de esperar [pisar] terreno firme (Arendt, 2007, pp. 56-57).
Todos los seres humanos tenemos la potencialidad de juzgar, narrar y actuar, y por ello de constituir el mundo común, compartido, redefinido constantemente de forma intersubjetiva, una construcción en la cual nuestro rol como espectadores-narradores reflexivos es fundamental en cuanto la capacidad de juzgar es la que nos permite dar sentido al mundo a través de la reflexión sobre el pasado y los relatos sobre el mismo. El narrador de historias configura y da coherencia a los eventos, las acciones y los hechos. Recordemos con Arendt que:
La realidad es diferente de la totalidad de los hechos y acontecimientos y es más que ellos, aunque esa totalidad es de cualquier modo imprevisible. El que dice lo que existe -legein ta onta- siempre narra algo, y en esa narración, los hechos particulares pierden su carácter contingente y adquieren un significado humanamente captable. Es bien cierto que “todas las penas se pueden sobrellevar si las pones en un cuento o relatas un cuento sobre ellas”, como dijo Isak Dinesen […]. Podría haber añadido que incluso la alegría y la dicha se vuelven soportables y significativas para los hombres cuando pueden hablar sobre ellas y narrarlas como un cuento (Arendt, 1996, p. 275).
A diferencia de lo que ocurre con el pensamiento especulativo, en el caso del juicio, el espectador no está solo, ya que, a pesar de no hallarse implicado en el acto, siempre lo está con sus coespectadores. Tal posibilidad de juzgar como espectadores la debemos al sentido común, que no es más que nuestro sentido del mundo y de su intersubjetividad, una cualidad producida en común (cfr. Birulés, 1997, p. 35), y a la capacidad de pensar poniéndonos en el lugar del otro. La narración es el resultado de la cooperación del pensamiento, de la imaginación y la memoria que se encuentran subordinados, en actitud cognitiva, al juicio. La narración debe ser producto del ejercicio del juicio reflexionante. La acción puede ser comprendida puesto que se desarrolla en un mundo común y significativo. Se requiere de la narración para la comprensión tanto de la acción como del mundo y nuestra ubicación en él.
Si este es el papel que desempeña la capacidad de juicio, existe un vínculo con esa otra capacidad, la de perdonar. Cabe preguntarse si la facultad de perdonar depende de nuestro entendimiento o de nuestra capacidad de discernimiento, de juicio. Para responder, es preciso preguntarse cuál es la naturaleza de esta facultad de perdonar. ¿Se trata de un sentimiento que debemos cultivar? De nuevo, volvamos a La condición humana, donde Arendt establece una vinculación del perdón con el respeto mutuo. En esta obra, ella sostiene que:
El respeto no difiere de la aristotélica philía politiké, es una especie de “amistad” sin intimidad ni proximidad; es una consideración hacia la persona desde la distancia que pone entre nosotros el espacio del mundo, y esta consideración es independiente de las cualidades que admiramos o de los logros que estimemos grandemente. Así, la moderna pérdida de respeto, o la convicción de que sólo cabe el respeto en lo que admiramos o estimamos, constituye un claro síntoma de la creciente despersonalización de la vida pública y social (Arendt, 1998a, p. 262).
No debemos confundir esta noción de “amistad cívica” -que Arendt recupera de Aristóteles- con la idea de “fraternidad”. En el texto que dedica a Lessing, así como en Sobre de la revolución, la filósofa se encarga de distinguir muy bien estos dos rubros. Para ella, es importante diferenciar con claridad entre la amistad moderna, dominada por el eros, y la amistad antigua, caracterizada por la philía:
[…] en la Antigüedad se pensaba que los amigos eran indispensables para la vida humana, en realidad, que una vida humana sin amigos no valía la pena de vivirse. [Actualmente] [e]stamos acostumbrados a ver la amistad tan sólo como un fenómeno de intimidad, en que los amigos se abren los corazones unos a otros, sin que les moleste el mundo ni sus demandas […]. Así nos resulta difícil ver la pertinencia política de la amistad (Arendt, 1990, pp. 34; cfr. 1983).
La amistad entendida como eros destruye la posibilidad de construir un espacio de aparición de las identidades diversas, plurales. Precisamente en su trabajo sobre Lessing, Arendt critica esta búsqueda de intimidad porque significa evitar la disputa, tratar solo con personas con las que no se entra en conflicto. La excesiva cercanía, según Arendt, suprime las distinciones, elimina el mundo compartido, el espacio público que es por definición un espacio de pluralidad. En La condición humana ya había dicho que “el amor, por razón de su pasión, destruye lo intermedio que nos relaciona y nos separa de los otros” (Arendt, 1998, p. 261).
La amistad no significa, en el contexto de la vida pública, ni intimidad ni fraternidad. Los hombres no tienen que ser desconocidos, pero de ahí no se sigue que deban ser hermanos ni íntimos. En cambio, la noción de “amistad” aristotélica, que vincula amistad, comunidad y justicia, nos permite considerar a esta como elemento indispensable de la vida pública. Como señalé, no se trata de una amistad íntima, sino de una amistad cívica que implica sensus communis; en términos arendtianos, sentido comunitario. Así, la amistad cívica recupera nuestra inserción en un mundo común compartido y, al mismo tiempo, nos abre a la posibilidad de pensar sin perder lo que nos hace ser únicos, lo que nos distingue de aquellos con los que compartimos juicio. La posibilidad de juzgar poniéndonos en el lugar del otro y el sensus communis no pueden vincularse con la justicia más que por medio de la amistad cívica o el respeto mutuo. De manera que la capacidad de juicio, mediada por este sentimiento del respeto mutuo, es la facultad que nos obliga a hacernos cargo de nuestras acciones, en el caso de la responsabilidad personal, y de asumir nuestra responsabilidad colectiva en la construcción de un mundo compartido.
Es posible distinguir la responsabilidad personal de la responsabilidad política. Esta última es la que tienen los gobiernos y las naciones de hacerse cargo de los actos buenos y malos de sus predecesores. La responsabilidad personal es otro asunto, y es ahí donde Arendt pone en juego la capacidad de juicio. ¿Qué pasa con esta capacidad cuando las normas, los criterios, las guías de acción han sido quebradas? ¿Nadie sería personalmente responsable de las acciones ocurridas en el pasado por esta carencia de reglas, de normas?
Para enfrentar estas cuestiones es importante distinguir con claridad entre culpa y responsabilidad. En efecto, no existe la culpabilidad colectiva ni tampoco la inocencia colectiva. Hablamos de inocencia y de culpabilidad en relación con individuos, con agentes individuales. Pero sí podemos hablar de responsabilidad personal y colectiva:
Dos condiciones deben darse para que haya responsabilidad colectiva: yo debo ser considerada responsable por algo que no he hecho, y la razón de mi responsabilidad ha de ser mi pertenencia a un grupo (un colectivo) que ningún acto voluntario mío puede disolver […]. Este tipo de responsabilidad, en mi opinión, es siempre política, tanto si aparece en la antigua forma, cuando una comunidad entera asume ser responsable de lo que ha hecho uno de sus miembros, como si a una comunidad se la considera responsable por lo que se ha hecho en su nombre (Arendt, 2007, pp. 152-153).
En el caso de la responsabilidad personal política, el asunto no es si un ser humano actúa bien o mal, sino si su conducta es buena para el mundo en que vive. Lo que está en juego en este caso es desde dónde podemos orientar nuestras acciones cuando las normas, los criterios, las guías de acción han sido quebradas. Tanto para la responsabilidad personal como para la colectiva, es en la capacidad de juicio donde encontramos el impulso para el perdón. En estos casos, el núcleo del perdón es menos la condonación del daño que una especie de reconfiguración de la propia historia, un cambio en la autopercepción, una reconciliación con el mundo donde esos daños fueron posibles.
Para ejemplificar
Líneas arriba, al hacer explícita mi posición metodológica, aludía a la labor del pescador de perlas. Pues bien, tras la recuperación de la propuesta arendtiana de los conceptos de “perdón”, “memoria” y “responsabilidad”, es tiempo ahora de ocuparse de al menos un caso concreto. Para revisar el concepto de “perdón” y su carácter, no solo personal o moral, sino en su condición política, y el carácter fundamental de la narración y el juicio, voy a discutir el escenario que generó el conflicto armado en Colombia,11 para lo cual me serviré del excelente trabajo de Liliana Molina González (2016), en el que se recogen una serie de testimonios de varios talleres y lugares de encuentro propiciados en distintos territorios en los que se desarrolló el conflicto armado en Colombia. Este ejemplo muestra la pertinencia de la recuperación de los conceptos arendtianos que propician una nueva mirada a los acontecimientos que, desde el pasado, constituyen nuestro presente.
Liliana Molina12 señala que:
La variabilidad de los testimonios permite comprender el perdón como un largo y permanente proceso de autorreconocimiento moral y, por qué no, de apoderamiento de la vida; es un proceso permanente en el que se pone en juego la restauración de lazos morales, la reparación de las relaciones con otras personas y de la autoestima: pero todo esto depende de cada caso particular. Reparar lazos morales significa volver a confiar en la capacidad para seguir reglas compartidas y esperar responsabilidad en su cumplimiento por parte de los otros miembros de su comunidad (Molina González, 2016, p. 162).
He hablado aquí, en un sentido análogo, del perdón como una categoría política que permite reivindicar la libertad radical de los seres humanos para restituir la acción paralizada por la violencia y el daño. Concluía yo el apartado previo afirmando que el núcleo del perdón es menos la condonación del daño y más una especie de reconfiguración de la propia historia. Liliana Molina González nos habla aquí de restauración de los lazos morales. Yo mencionaba un cambio en la autopercepción, y ella habla de autoestima. Finalmente, ella habla de volver a confiar en la capacidad de seguir reglas y esperar responsabilidad en el cumplimiento de estas, y esto es algo análogo a la idea de una reconciliación con el mundo donde esos daños fueron posibles. Con todo, es necesario puntualizar que cuando se habla acá de perdón no estamos aludiendo a ceremonias públicas y manipuladas políticamente, como las que se hacen sin contar con la opinión de las víctimas;13 se trata de procesos de reconciliación donde el perdón está en estrecho vínculo con la capacidad de hacer promesas, esto es, con la posibilidad de comprometerse con los actos y las reglas que habrán de cumplirse en el futuro.
De nuevo recurro a Molina González, para quien el perdón es, además de un sentimiento moral, un proceso que ella vincula con razones (en este texto, yo he hablado de juicios). Dice:
Este proceso depende de razones que se construyen con otros, siendo su punto de partida la capacidad individual, pero respaldada intersubjetivamente, para reconocer que se ha sufrido un daño y que este no tiene justificación moral alguna: por eso el perdón no excluye la demanda de justicia. Así, el perdón sigue siendo una opción personal, pero tiene una dimensión social porque se trata de una respuesta moral que cuando se manifiesta siempre lo hace respaldada por procesos comunitarios o mediados por el acompañamiento solidario de otras personas. La reparación paulatina de la capacidad para entablar relaciones de confianza y solidaridad con otras personas, tras el daño, respalda la capacidad para perdonar, entendida como la capacidad para reparar lazos morales rotos: hacia “dentro” (autoestima y autorrespeto) y hacia “fuera” (percepción de lo que significa interactuar con otras personas, confianza en la moralidad compartida y en la capacidad para actuar con responsabilidad) (Molina González, 2016, p. 160).
Las razones que se construyen con otros y otras tienen que ver con la capacidad de juzgar lo acontecido y reconciliarse con el daño sufrido. Son juicios hechos desde la situación vivida. Es muy significativo el testimonio de las mujeres que participaron en los talleres en Bello Oriente, referidos en el texto de Molina, quien relata que en alguno de los testimonios se entiende el perdón como “una reconciliación con uno mismo” o “con lo que uno ha sufrido” (Molina González, 2016, p. 169):
En el caso de esta persona, el espacio de los talleres respalda otras maneras de ayuda recibida al llegar al barrio, desplazada del oriente antioqueño, con su familia. Pues en este espacio ella y el resto de participantes han expresado encontrar formas de escucha y de reconocimiento de su valor moral como personas: al poder narrar sus historias, entrelazarlas, construir memorias, han podido reflexionar sobre lo sucedido encontrando otras maneras de entender su historia, y el efecto del daño en sus vidas, así como la relación entre su historia y la de sus compañeras de taller (Molina González, 2016, p. 169; mi énfasis).
Es así que, como señalaba yo líneas arriba, las participantes se convierten en narradoras de sus propias historias. Esta es una manera de reconstruir su identidad a partir de la narración. No solo reconstruyen su identidad personal: también contribuyen a restaurar la identidad colectiva. Ellas, de manera conjunta, configuran y dan coherencia a los eventos, las acciones y los hechos acontecidos. Se reconcilian con tales hechos. Las mujeres que participan en los talleres de Bello Oriente consiguen reconciliarse con lo vivido a través de la reflexión sobre el pasado y los relatos sobre este. Hay que insistir en que esta reconciliación no es un olvido ni exime de la demanda de justicia: se trata de volver a encontrar el sentido y de volver a reconfigurar la identidad propia y colectiva en el marco del juicio intersubjetivo, de restablecer la posibilidad de la vida con los y las otras. Definitivamente, esta reconciliación no es un olvido. Todo lo contrario: en la posibilidad de que la reconciliación sea auténtica y no un mero proceso demagógico y manipulado se funda el deber de hacer memoria. Y la memoria es ese proceso en el que, desde la conciencia del fragmento, no solo las víctimas, sino también aquellos y aquellas que, como narradores críticos, nos acercamos a lo acontecido, debemos juzgar lo acontecido.
Podríamos decir aquí que Liliana Molina, con su recuperación de los testimonios de las víctimas y su narración de lo acontecido, está fungiendo como esa narradora crítica, esa espectadora reflexiva que se hace cargo de la parte que le toca en esta recuperación de la memoria colectiva colombiana, en la reactualización de la identidad colectiva sin la cual sería impensable la constitución de un mundo común, compartido. Molina asume el deber de hacer memoria y se hace cargo de lo acontecido en un esfuerzo colectivo de reconciliarse con esa parte de la historia de Colombia que no puede quedar en el olvido, que no debe quedar en el olvido so pena de cancelar la posibilidad de constituir un mundo común, un espacio que posibilite el reconocimiento y la aparición de todos y todas.
A manera de conclusión
A causa de la impredecibilidad del actuar humano y de la
inseguridad del futuro, los seres humanos precisamos de
perdonar y ser perdonados, y sólo nos podemos apoyar
del prometer y cumplir con nuestras promesas.
Hannah Arendt, La condición humana
Al iniciar este escrito me preguntaba: ¿cómo podemos reconstruir el pasado? ¿Cómo podemos recuperar del pasado aquellos sucesos que nos han de servir para edificar el presente y para soñar el futuro? ¿Es posible juzgar lo que no se ha vivido? Las páginas precedentes me permiten ir hilvanando algunas respuestas.
Sólo es posible reconstruir el pasado desde la conciencia del fragmento, de la fragilidad de la memoria y de la certeza de que toda reconstrucción es un ejercicio de juicio y que la del juicio es la capacidad característica del narrador, del espectador reflexivo, aquel que recupera el deber de hacer memoria.
Como mencioné al principio, existe un vínculo central entre la narración y la reconstrucción de la historia. En las páginas previas, hemos podido rastrear tres usos de la narración: el primero es el que tiene que ver con utilizarla como “metodología”, como una forma de acercarse a los fenómenos del pasado; el segundo tiene que ver con la relación que se establece entre identidad y narración, esto es, la construcción de la identidad individual y colectiva mediante la narración; el tercero es el papel otorgado al narrador, un espectador reflexivo con capacidad de juicio, en la constitución del espacio de aparición, en la edificación de nuestro mundo en común. Para los fines de este escrito, es esta última acepción la que me interesa enfatizar ahora. Nótese que el narrador o espectador reflexivo es aquel o aquella que observa los fenómenos y narra lo acontecido. Tiene esta posibilidad porque está fuera del domino de los asuntos públicos, pero atento a los asuntos del mundo. Este espectador reflexivo, esta narradora de historias y relatos, no es aquella que desde su asiento -un lugar intemporal, la región del pensar- puede presenciar el espectáculo y juzgar la representación porque no participa en ella. Por el contrario: si es posible el juicio para esta espectadora es porque está presente observando la representación, juzgando lo acontecido. En esta labor, el pensar deviene crítico porque evita que los seres humanos se aferren a las reglas de conducta establecidas. Así, a través del ejercicio crítico del juicio, el narrador o narradora, que no participa de la acción, sí participa del mundo. Recordemos: “La del juicio es una actividad importante, si no la más importante, en la que se produce este compartir-el-mundo-con-los-demás” (Arendt, 1996, pp. 233-234). Por tanto, es imprescindible juzgar lo acontecido, no solo para rescatarlo del olvido, sino también para continuar en el ejercicio de edificación de mundo, evitando el anquilosamiento de las reglas de conducta establecidas, aquellas que de algún modo condujeron a las consecuencias no deseadas de la acción, las que propiciaron el daño.14 De este modo, la capacidad de juicio se torna fundamental no solo para dar sentido a nuestra vida juntos, sino también para habitar y constituir nuestro mundo común desde un nuevo lugar. Por tanto, no solo es posible juzgar lo que no se ha vivido: es indispensable. Y ello porque, a través del ejercicio del juicio, podremos reconstruir el pasado, edificar el presente y soñar el futuro.
También me preguntaba: ¿es ilegítimo o ilógico - o ambos - pedir disculpas sobre hechos ocurridos en el pasado? ¿Somos responsable en el presente de las acciones cometidas por nuestros antecesores? El perdón en la propuesta que apenas he esbozado aquí no es solo un concepto de carácter moral; es, en el caso de la recuperación de la memoria colectiva, una categoría política que nos permite reivindicar la radical libertad de los seres humanos, la posibilidad de restituir la acción que había sido paralizada por la violencia y el daño. Esto no significa de ninguna manera exonerar de responsabilidad a los perpetradores. Recordemos la distinción arriba establecida entre responsabilidad y culpabilidad. La culpa es personal, la responsabilidad puede ser personal y también -y esta es la que nos interesa- política y colectiva. La responsabilidad política es, como vimos, la que deben asumir los gobiernos o los Estados por los hechos cometidos en el pasado, tanto los actos buenos como los malos cometidos por sus predecesores. De modo que “cada generación, por el hecho de haber nacido dentro de un continuo histórico, debe cargar con los pecados de los padres en la misma medida en que se beneficia de las actuaciones de sus antecesores” (Arendt, 2007, p. 57). Esta, la responsabilidad colectiva, es la que nos permite concluir que es imprescindible hacernos cargo de nuestro pasado, hacernos responsables de lo ocurrido, si deseamos construir un presente y soñar un futuro que evite la repetición. De modo que no es ni ilegítimo ni ilógico pedir perdón. Y sí, deberíamos demandar de nuestros gobiernos que se hagan cargo. De la misma manera que se festejan los actos que nos “llenan de orgullo patrio” como nación, deberían avergonzarnos los hechos execrables cometidos por nuestros próceres.
La acción y el discurso constituyen el tejido de las relaciones y los asuntos humanos; estos tienen en común ser frágiles y efímeros: cuando se manifiestan en el mundo corren el riesgo de no dejar huella en la memoria de los seres humanos. Sin embargo, es posible la reificación y la permanencia en el mundo a través del testimonio de una pluralidad de personas que se percatan de su existencia por su manifestación pública y su capacidad de recordar y de ser recordados. En este sentido, sostengo la importancia de entender la memoria como narración en la constitución del mundo común, que es también espacio de aparición para las identidades diversas. Nótese que solo cuenta como real lo que aparece, aquello que desde nuestra pluralidad “nos contamos y nos re-contamos una y otra vez”, y lo hacemos “para no dejar de ser nunca […] [y] también para no dejar de ser de una determinada manera” (Cruz, 2006, p. 86).
El producto invariable de los grupos y seres humanos que viven juntos son los hechos y acontecimientos, los cuales padecen de un carácter perecedero y olvidable. Cada uno de estos, apenas acontecidos, corre el riesgo de desaparecer sin dejar huella de su presencia en el mundo si no es que, de alguna manera, se les recuerda y se le registra, en el mejor de los casos, en documentos, poemas, imágenes, historias, biografías, entre otras formas de cuidar la memoria. Si pasan desapercibidos, ningún esfuerzo racional puede devolverlos a la existencia y permanecerán desterrados de toda memoria humana. La narración, que es la apropiación significativa de la experiencia humana, se realiza por medio de la reificación del proceso del pensamiento. En este proceso, la capacidad de juicio del narrador y la capacidad de hacerse cargo son fundamentales en la reconstrucción de lo acontecido.