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versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.69 México may./ago. 2024  Epub 16-Ago-2024

https://doi.org/10.21555/top.v690.2612 

Filosofía en el espacio público

La búsqueda de la objetividad sin perspectiva. Apuntes histórico-epistemológicos en torno al juicio clínico en medicina

The Search for Objectivity without Perspective: Historical-Epistemological Notes on Clinical Judgment in Medicine

Diego Alejandro Estrada-Mesa1 
http://orcid.org/0000-0001-8102-7229

1Universidad Cooperativa de Colombia, Colombia. diego.estrada@campusucc.edu.co


Resumen.

El juicio clínico se ha convertido en un tópico capital para la filosofía de la medicina y la profesión médica desde los sesenta. Tras el desarrollo de la medicina basada en la evidencia en los noventa, se espera una mayor sensibilidad en el juicio clínico frente a las necesidades y preferencias de los pacientes ante las amenazas de enfoques positivistas, que, se considera, descuidan la individualidad. Este artículo aborda este problema a la luz de una filosofía de la medicina más sensible a los componentes históricos de la epistemología, la ontología y la ética. Se dirige la mirada al siglo XIX para dilucidar las tensiones en torno al lugar de los conocimientos médicos y la apuesta por dotar al juicio clínico de nuevos métodos para la mejora profesional. Este retorno al pasado ayuda a comprender las transformaciones actuales del campo de la medicina, especialmente en cuanto a cómo ayudan a constituir nuevos tipos de pacientes, nuevos tipos de ethos profesional y nuevas formas de relación entre dichos actores.

Palabras clave: historia de la medicina; filosofía de la medicina; ontología histórica; ética médica; filosofía de la epidemiología

Abstract.

Clinical judgement has become a central topic in both medicine and the philosophy since the 1960s. With the development of evidence-based medicine in the 1990s, clinical judgment is expected to be more sensitive to the needs and preferences of patients in the face of threats from positivist approaches that are considered to neglect individuality. This paper addresses this problem in the light of a philosophy of medicine that is more sensitive to the historical components of epistemology, ontology, and ethics. The analysis is directed to the 19th century in order to elucidate the tensions about the place of medical knowledge and the commitment, for the sake of professional improvement, to provide clinical judgment with new methods. This trip to the past is useful to understand the current transformations in the field of medicine, especially the way in which they help constitute new types of patients, new types of professional ethos, and new forms of relationship between these actors.

Keywords: history of medicine; philosophy of medicine; historical ontology; medical ethics; philosophy of epidemiology

Introducción: la medicina basada en la evidencia y el juicio clínico

Dentro de la literatura especializada se ha definido el juicio clínico como una capacidad formada parcialmente en la experiencia con pacientes individuales y en la interacción con otros profesionales en el ámbito de la salud que les permite a los clínicos discernir, a partir de diferentes fuentes de información, qué es lo que un paciente necesita (cfr. Upshur y Chin-Yee, 2017, p. 365). Engelhardt (1979, p. xii), en la introducción a Clinical Judgment (compilación ya clásica de distintos trabajos dentro de un marco interdisciplinar que apareció a finales de los setenta) acude al corpus hipocrático, más precisamente a Epidemias, para resaltar que el juicio clínico es la capacidad de formar diagnósticos, adelantar pronósticos y tomar decisiones de tratamiento que ayuden al paciente o que al menos no le hagan daño. Por su parte, Kathryn Montgomery (2006, p. 33) define el juicio clínico como la virtud esencial de la práctica médica, el razonamiento práctico que le permite a los clínicos adaptar su conocimiento y experiencia a las circunstancias de cada paciente. Todas estas definiciones enfatizan que el juicio clínico se refiere a una capacidad de los facultativos de integrar múltiples datos significativos en el marco de adversidades de diferentes tipos para beneficiar a pacientes individuales. En ese sentido, dicha noción versa sobre un aspecto indispensable dentro del razonamiento médico y la toma de decisiones médicas al tiempo que resalta el problema central de la práctica clínica, que es la aplicación adecuada de conocimientos a individuos sujetos a incontables variaciones.

A finales de la década de los noventa, distintos médicos y académicos invocaron nuevamente nociones como las de “discreción clínica”, “libertad clínica”, “experticia” o “juicio clínico” para reivindicar una serie de habilidades y conocimientos que, se presume, desaparecerán ante la simplificación de los procesos complejos de razonamiento médico, que actualmente se comprimen en textos como guías basadas en evidencia, que buscan apoyar la toma de decisión médica (Hurwitz, 1996; Feinstein y Horwitz, 1997; Tonelli, 1998). En efecto, la popularización de los enfoques actuariales promovidos por la medicina basada en la evidencia (MBE) iba a ser leída por muchos críticos como un ataque directo a la experiencia y discreción de los clínicos (Macnaughton, 1998). Comprendida como el uso concienzudo de la mejor evidencia de investigación disponible para aplicar a pacientes individuales (Sackett et al., 1996), como un instrumento de verificación y crítica de la información científica para solucionar problemas clínicos, y como un “paradigma” que privilegia el uso de resultados de investigaciones como los ensayos clínicos controlados aleatorios, los metaanálisis y las revisiones sistemáticas de la literatura (Evidence-Based Medicine Working Group, 1992; Rosenberg y Donald, 1995; Davidoff et al., 1995), la MBE se ha constituido en un movimiento materializado en innovaciones educativas centradas en la divulgación, entre los médicos, de la epidemiología clínica y la racionalidad probabilística, en la promoción de la investigación para la clínica y en el desarrollo de habilidades como la lectura crítica, además de la proliferación de guías de práctica clínica dentro del ejercicio profesional que se encargan de orientar la práctica a partir de recomendaciones basadas en evidencias y confeccionadas por paneles de expertos (Hurwitz, 1996; Timmermans y Kolker, 2004).

Justamente, uno de los aspectos que más polémica generó tras la emergencia de las primeras publicaciones que enunciaban la aparición de este “paradigma” fue la tentativa por parte de los defensores del movimiento de desdeñar la experiencia clínica no sistematizada y la “intuición” (Evidence-Based Medicine Working Group, 1992), cuestión que fue interpretada por algunos sectores como una exclusión de formas de conocimiento tradicionales en medicina altamente dependientes de la subjetividad de los médicos. Si bien las jerarquías de la evidencia propuestas por los precursores de este modelo ponían en la base la experiencia clínica, reconociéndola como fuente de evidencia (Wieten, 2018), se resaltaba su pobre capacidad inferencial para tomar decisiones relevantes, cuestión que podría subsanarse privilegiando evidencia de investigación derivada de las revisiones sistemáticas de los ensayos clínicos (Guyatt et al., 2000). Se argumentaba que la libertad clínica bajo la cual se camuflaban las observaciones no sistematizadas podía crear inferencias incorrectas en torno a relaciones causa-efecto y variaciones problemáticas de la práctica, las cuales pondrían en duda el carácter universal de los conocimientos médicos (Tanenbaum, 1993; Hampton, 1997). Al mismo tiempo, los propios facultativos eran cada vez más conscientes de las limitaciones del juicio y de los diversos sesgos cognitivos que pueden conducir a errores o intervenciones ineficaces (O’Sullivan y Schofield, 2018). Esta situación generó un cisma dentro de la profesión médica.

En efecto, las iniciativas de estandarización de la práctica médica a través de la MBE y mecanismos como las guías no serían del agrado de muchos facultativos. Tanto desde la academia como desde el terreno práctico cotidiano, muchos clínicos interpretaron las iniciativas de las élites médicas como apuestas que podían mejorar el estatus colectivo de la profesión, pero que también lesionarían la libertad individual de los clínicos y su discrecionalidad al momento de orientar sus decisiones (Hurwitz, 1996; Armstrong, 2002). Muchos vieron en estas apuestas el sacrificio de ciertas prerrogativas tradicionales para efectos de salvaguardar la legitimidad social de la medicina frente a los financiadores y los ciudadanos (Carr-Hill, 1995; Grahame-Smith, 1995). Los defensores de los modelos basados en la evidencia sostienen que lo que es objeto de sospecha es la experiencia clínica no sistematizada. Lo que se señala como problemático son una serie de dominios que, parece, no se pueden cuantificar y regular y que pueden derivar en consecuencias costosas y dañinas. Por otra parte, algunos críticos resaltan que la MBE podría derivar en el desarrollo de una medicina alejada de la realidad clínica de los pacientes individuales, cuestión que se hace más compleja cuando las aseguradoras, los Estados y los encargados de administrar la salud ven en las prácticas basadas en la evidencia medios para doblegar a los médicos a su voluntad dentro del juego político de la economía de la salud y mecanismos de regulación externa que pueden llegar a “desnaturalizar” la profesión (Grahame-Smith, 1995).

Hacia 1996, los defensores de la MBE empezarán a manifestar un discurso más moderado, en el que se resalta la experiencia clínica individual como un componente fundamental en la toma de decisión que debe estar basado en la evidencia y en los valores y preferencias de los pacientes (Sackett et al., 1996; Guyatt et al., 2000; Haynes et al., 2002). Para Hellen Lambert (2006), esta reacción significó un proceso de aclaración y asimilación de la crítica que sirvió para generar declaraciones más sobrias con respecto a la experiencia, el juicio clínico y el lugar de lo individual dentro de la evaluación clínica. En este sentido, los creadores de la MBE imaginaron como núcleo del proceso de toma de decisiones la experticia clínica, que a su vez sirve para unificar el contexto clínico del paciente con sus valores y preferencias y la evidencia de investigación (Guyatt et al., 2000).

Al inicio de la década del 2000, pocos dudaban de la importancia del juicio y la experiencia clínica en el contexto de la MBE: la evidencia, concebida como condición necesaria, no es suficiente para la toma de decisión clínica (Guyatt et al., 2000). Sin embargo, algunos investigadores consideraban errado prescindir de los instrumentos cuantitativos otorgados por este estilo de hacer medicina para mejorar el criterio médico. Malcolm Parker (2002), por ejemplo, señalará que muchos de los diferentes temores de los críticos son infundados, sobre todo porque la MBE es más una necesidad para el desarrollo del juicio clínico que una amenaza. De ninguna manera se trata de aspectos incompatibles, remarca Parker, quien resalta en otro de sus trabajos (2005, p. 28) que el juicio clínico debería comprenderse más bien como una facultad crítica de enorme utilidad en situaciones de incertidumbre para reducir los sesgos conceptuales y cognitivos, para revelar la incertidumbre a los pacientes y alentar el aprendizaje del médico; son justamente estas situaciones las que exigen, no la apelación a una experiencia clínica que siempre será limitada, sino la apertura a dominios más amplios que permitan obtener más y mejor material probatorio, sostiene.

Conforme a esta lectura, la experiencia clínica no es epistémicamente previa al conocimiento de la medicina basada en la evidencia, sino que se informa y nutre de esta. Interpretaciones de este tipo enfatizan que la experiencia clínica ha dejado de ser despreciada como una fuente de evidencia y ha pasado a comprenderse como una heurística formalizada que le permite al clínico acudir e integrar distintos tipos de información para realizar inferencias más aproximadas a las necesidades de pacientes individuales. Como lo plantea Wieten (2018, p. 4), luego de comprender la experiencia clínica como un tipo de evidencia de muy baja posición a comienzos de 1990, será asumida posteriormente en términos de roles externos a la evidencia y de las habilidades de razonamiento eficientes para el diagnóstico y la aplicación de la evidencia a las necesidades, valores y preferencias individuales.

Desde la filosofía de la medicina se ha desarrollado un importante material discursivo que procura servir como contrapeso a los enfoques cuantitativos privilegiados por la MBE en lo que respecta al desarrollo del juicio clínico (Thornton, 2010; Kienle y Kiene, 2010; Chin-Yee y Upshur, 2017). Distintos trabajos han enfatizado el reduccionismo de los enfoques cientificistas y empiristas, acusándolos de descuidar aspectos humanistas en torno a la atención y elementos narrativos fundamentales para la comprensión completa de las necesidades individuales de los pacientes (McCullough, 2013). En una dirección similar, muchos han visto en la reivindicación del juicio clínico propuesta por Alvan Feinstein (1967) una inspiración para el desarrollo de una medicina más personalizada que reconozca a los pacientes como coautores del razonamiento clínico; consideran que rescatar sus fortalezas metodológicas es de suma importancia no solo para superar las deficiencias de la MBE, sino para responder a las urgencias de una medicina más centrada en las necesidades particulares de los pacientes (cfr. Thorgaard y Jensen, 2011, p. 277). Muchos de estos trabajos ven en la promoción de una epistemología clínica pluralista e integradora la posibilidad de orientar el juicio clínico sobre iniciativas que trascienden el reduccionismo de los enfoques basados en la evidencia y de innovaciones complejas como el big data, el análisis predictivo y el desarrollo de una medicina personalizada o medicina de la precisión (Chin-Yee y Upshur, 2017); también resaltan la importancia de las epistemologías clínicas narrativas basadas en las virtudes que otorgan un papel prominente a las exigencias humanistas de la atención médica (Marcum, 2009; Upshur y Chin-Yee, 2017).

La mayoría de las propuestas que abogan por la necesidad de combinar los tipos de juicio tradicionales, como el juicio humanista y el juicio biomédico, resaltan su carácter complementario (Marcum, 2008). Se ha visto la necesidad de fortalecer una alianza entre estos dos enfoques, lo que ha permitido dibujar una imagen de la atención médica como una unidad compuesta de dos polaridades (Cunningham, 2015). Muchas de estas propuestas recuerdan algunos planteamientos realizados hacia 1980 y 1990, en los que se enfatiza en la deshumanización e instrumentalización de la medicina debido a sus deficiencias epistemológicas y se reivindica la importancia de la “prudencia” al tomar decisiones (Pellegrino, 1979; Gatens-Robinson, 1986; Thomasma, 1988; Bench, 1989; Malterud, 1995; Davis, 1997). Más recientemente, algunas preocupaciones epistemológicas han resaltado la importancia de la intuición y el conocimiento tácito, cuestiones que estiman esenciales dentro de la comprensión de los pacientes individuales pero que parecen ser totalmente despreciadas por la epistemología restrictiva de la MBE (Henry, 2006)

Si bien existen matices importantes entre estos diferentes trabajos, tienen en común al menos tres aspectos. En primer lugar, asumen una posición crítica frente a las epistemologías de la MBE y los enfoques empiristas de conocimiento al considerarlos reduccionistas porque desprecian las dimensiones “no científicas” del juicio y descuidan cuestiones éticas fundamentales, como la comunicación, la narrativa y la atención individualizada (Marcum, 2008). En efecto, se trata de propuestas enfocadas en resaltar las limitaciones de los enfoques biomédicos y probabilistas y sus dificultades para derivar de estos tipos de conocimiento aplicaciones sobre las realidades de los pacientes, que son entidades complejas sujetas a múltiples determinantes. Muchos de los planteamientos asumen una posición normativa frente a lo que consideran debería ser el juicio clínico, abogando por una concepción integral en la formación del juicio que mejore los criterios profesionales de la práctica (Upshur y Chin-Yee, 2017). En segundo lugar, hay que resaltar que estas orientaciones reconocen una suerte de dualismo intrínseco dentro del juicio, es decir, dos dimensiones opuestas que apuntan a maneras diferenciadas de acción y atención a los pacientes. Por una lado, existe un razonamiento objetivo, enfocado en los aspectos causales de la enfermedad y la curación y en las dimensiones probabilísticas de la terapéutica, el diagnóstico y el pronóstico; por otra parte, se resalta una dimensión del juicio que remite a habilidades irresueltamente subjetivas, como la experiencia, las habilidades comunicativas, la toma de decisiones y los componentes narrativos que deben ser atendidos por el juicio para estimar una comprensión completa de la singularidad de los pacientes. El reconocimiento de las deficiencias de las concepciones biomédicas y empiristas ha prolongado una serie de oposiciones que han procurado ser armonizadas o ensambladas por muchas de estas apuestas para efectos de ponerlas en función de una atención humanizada y atenta a los valores del paciente. En tercer lugar, estos trabajos procuran resolver o afrontar la pregunta sobre la “naturaleza” del juicio clínico para reformar la práctica real del juicio, totalmente subsumida en las dinámicas cientificistas. La crítica hacia estos enfoques ha derivado en el cuestionamiento y problematización de una noción que ha generado, dentro de ciertos sectores profesionales y administrativos, cierta desconfianza desde la década de los sesenta.

El abordaje filosófico aquí emprendido no tiene una aspiración normativa con respecto a la práctica médica y el juicio de los médicos. Se sigue aquí una de las ideas desarrolladas en la filosofía de la medicina de Georges Canguilhem (2011). En este caso, se dirige la atención a un problema aparentemente ya resuelto o sobre el cual se han derivado distintas soluciones o alternativas, entre las que destaca la epistemología de la MBE integrada con enfoques más individualizados, “centrados en la persona” (Goldenberg, 2010; Giroux, 2014). Con esto, aparece una idea continuada por Canguilhem -y desarrollada por Léon Brunschvicg-: “volver a abrir los problemas más que en cerrarlos” (Canguilhem, 2011, p. 13). También, resulta inevitable no recordar la entrevista realizada por Alain Badiou al propio Canguilhem en 1965, en la que este último declaraba que la filosofía no debería juzgarse sobre la base de los valores de verdad fijados por las ciencias (Fléchet, 1965, citado en Geroulanos, 2015). No hay verdad filosófica, afirmaba el filósofo francés: no es función de la filosofía legislar verdades acerca del mundo, cuestión que le pertenecería exclusivamente a las ciencias. Esto también trae a colación el énfasis puesto por Canguilhem, en Lo normal y lo patológico, en “no dar ninguna lección” o juicio normativo con respecto a la actividad médica (Canguilhem, 2011, p. 12). Mientras que las ciencias se encargarían, a través de sus procedimientos técnicos y experimentales, de fijar enunciados verdaderos o falsos acerca del mundo, proporcionando material informativo acerca del carácter objetivo de “la naturaleza”, la filosofía se encargaría de descifrar no solo las condiciones ideológicas y culturales que han permitido la constitución de dicha objetividad, sino también los efectos que tales enunciados tienen sobre la forma en que se asume y comprende la realidad de los seres humanos en distintos ámbitos, en este caso, la profesión médica y la atención a los pacientes. La relación entre filosofía y medicina no aspira a ser una relación de sustitución. El presente trabajo se alinea dentro de esta forma de comprender la relación entre filosofía y medicina desarrollado por Canguilhem.

Esta problemática deriva en un direccionamiento de la atención hacia el siglo XIX para efectos de comprender las condiciones y las soluciones en el pasado en torno al problema de la incertidumbre y la correcta aplicación de los conocimientos sobre pacientes individuales. Como lo plantean Cryle y Stephens (2017) en su importante genealogía de la normalidad, los problemas y debates expresados en la década de 1830 en torno al lugar de la experiencia en medicina continúan disponibles, sobre todo porque expresan una suerte de tensión ontológica y epistemológica dentro de la profesión que, parece, no verá solución en el tiempo cercano. En dicho contexto, las diferencias entre formas de objetividad y acción revelaban una suerte de batalla por la objetividad, situación que en el siglo XX se ha expresado especialmente a partir de un gobierno de la objetividad marcado por enfoques con pretensiones se superar el “perspectivismo” de las formas de objetividad médicas tradicionales (Daston, 1992).

La mirada histórica propuesta en este artículo pretende comprender el lugar de la experiencia dentro del estatus social médico en París hacia 1830 y la importancia de este criterio para el juicio de los médicos. ¿Cuál era la discusión importante en ese contexto? ¿Cómo se comprendía, en términos ideales, el juicio de los clínicos? ¿Cuáles eran las comprensiones y el estatus de la experiencia del profesional? ¿Qué lugar empezaban a tener los números y las estadísticas en el desarrollo del ejercicio de todos los días? Y, sobre todo, ¿qué información puede ofrecer ese debate para efectos de comprender las discusiones actuales en torno al establecimiento de la MBE? Como se verá a continuación, los debates presentados en el siglo XIX expresan una serie de luchas por la objetividad médica que dan cuenta de una división entre estilos profesionales. Particularmente, lo que estaba en juego era el sentido profesional, pero también el afinamiento de ciertas discusiones epistemológicas en torno a la manera correcta de comprender a los pacientes y sus necesidades.

En primer lugar, se ofrece un abordaje de la noción convencional de “juicio clínico” asociada a la nociones de “experiencia clínica” y “sentido clínico” y a la comprensión de la medicina como un arte. Posteriormente, se resaltan los puntos fundamentales del debate en la década de 1830 alrededor de la introducción de los métodos numéricos dentro del ámbito de la clínica. Finalmente, se discuten dos problemas importantes presentados en ambos debates a la luz de discusiones filosóficas contemporáneas en torno al despliegue de la MBE.

El juicio clínico: entre el arte, el sentido y la experiencia

La década de 1960 es un momento histórico en el que la noción de “juicio clínico”, dentro del contexto del Occidente desarrollado, empieza a adquirir una formalización derivada de distintas preocupaciones intelectuales y profesionales presentadas en dominios como la psicología cognitiva, las ciencias de la decisión, la filosofía de la medicina y la educación médica (Meehl, 1954; Feinstein, 1967; Pellegrino, 1979; Berg, 1995). Se trata de una aparición relativamente reciente, producto de las problematizaciones realizadas desde diferentes narrativas a conductas y prácticas muy concretas que involucraban directamente el ejercicio profesional de los médicos y otros profesionales de la salud. En este caso, el problema más urgente tenía que ver con la importancia de lo puramente empírico dentro del juicio, dominio al que se le empezaron a atribuir distintos males que empezaban a ubicar a la medicina en el plano del descrédito y la pérdida de legitimidad social (Armstrong, 1978).

La noción de “juicio médico” o “juicio clínico” ha estado presente de una manera informal en el mundo médico desde tiempos antiguos. Como resalta Engelhardt, en el corpus hipocrático -más exactamente, en Epidemias-, la idea de “juicio clínico” remite a la capacidad de emitir juicios sobre los pacientes, esto es, “declarar el pasado, diagnosticar el presente y predecir el futuro” (Engelhardt, 1979, p. xii). En este caso, lo que se juzga es un paciente en singular. El juicio aquí tiene que ver con la valoración de una condición a través de un diagnóstico, la evaluación de una terapia o el pronóstico frente a una enfermedad. Es “clínico” en el sentido de que se basa en un paciente concreto. A menudo esta noción ha sido usada como equivalente de otras nociones, como las de “experiencia clínica” o “sentido clínico”. En efecto, se trata de un concepto amplio que remite a aspectos diferenciados de la práctica y que abarca los momentos fundamentales del acto clínico. Se espera de un médico con juicio que sus observaciones se deriven de muchas experiencias reales con distintos tipos de pacientes. Sin esa experiencia, las soluciones o recetas provistas por los conocimientos simplemente no servirían. Lo que se valora específicamente de este médico experimentado es su capacidad de aplicar toda la extensión de su criterio, formado por muchos años, a pacientes específicos. No se trata solo de un médico con experiencias propias, sino también de la facultad de ver extendidamente a sus pacientes y decidir lo mejor para ellos.

Por otra parte, de un médico con juicio se espera cierto “sentido” o sensibilidad. El concepto de “sentido clínico” tiene un “parecido de familia” con la noción de “juicio clínico” (Giroux, 2014). No solamente hay que tener mucha experiencia, también hay una cuestión de tacto y de prudencia en la medida en que todo acto clínico está marcado por un fin, un telos específico, que es la curación o el cuidado. Como lo ha resaltado Giroux (2014), la noción de “sentido clínico” a menudo es usada para hacer alusión a las esferas no racionales del juicio médico, esferas que remiten a la experiencia sensible, al ámbito del significado y al dominio de la finalidad. En efecto, el sentido tiene que ver con la sensorialidad, con la descripción cuidadosa de las variaciones y síntomas a las cuales se accede a través de la “maquinaría sensorial” del clínico, pero también con la intuición, el razonamiento tácito y la práctica. De igual forma, el tema del significado resulta capital dentro de esta concepción, en la medida en que el clínico no solo aborda una serie de hechos, sino que también interpreta “el texto” que constituye la enfermedad de cada paciente. Lo importante aquí no sería la explicación de lo fáctico, sino la comprensión: no la valoración de las causas naturales de la enfermedad, sino la relación del evento patológico con factores significativos del paciente alusivos a los determinantes que lo circundan (cfr. Giroux, 2014, p. 22). Por último, la noción de “sentido” recuerda lo que Pellegrino (1979) entiende como el propósito del juicio clínico, que es la orientación práctica de la clínica, la apuesta por modificar e intervenir a un individuo enfermo. Es porque hay fin terapéutico que se desarrolla un conocimiento de la enfermedad, lo que resalta los aspectos éticos de la práctica médica. Lo fundamental en este caso no es el conocimiento per se, sino el acto adecuado que apela a la cautela y la prudencia.

Hans-Georg Gadamer, uno de los representantes más importantes de la filosofía hermenéutica continental del siglo XX, ofrece algunas claves con respecto a la tradición humanista que permiten comprender las singularidades del concepto de “juicio” y que en este caso pueden ser relevantes dentro de la comprensión de la noción tradicional de “juicio clínico”. Dentro de la tradición filosófica alemana del siglo XVIII, que transcurre entre la estética y la filosofía moral, la capacidad de juzgar designa un entendimiento amplio, característica que parcialmente es heredera de la noción latina de judicium, “virtud espiritual fundamental” (Gadamer, 1977, p. 63) que le permite al hombre superar lo primitivo de sus instintos. Por supuesto, el límite del juicio está dado por la perspectiva de quien juzga, pero se espera que dicha perspectiva tenga cierta amplitud, pues resulta necesario juzgar de manera adecuada diversas situaciones. Al respecto, el juicio se opone aquí al prejuicio. Una persona prejuiciosa es quien actúa desde sus particularidades, quien está preso en sus preconcepciones de lo juzgado y que no puede acceder al sentido real de lo que juzga. Por el contrario, un individuo con juicio se encuentra en condiciones de subsumir y aplicar de manera correcta los aprendizajes y conocimientos sobre eventos específicos.

Sin embargo, el acto de juzgar no se reduce simplemente a la determinación de una singularidad a partir de una generalidad, esto es, una aplicación ciega de reglas. Lo realmente importante reside en la focalización del juicio sobre la cosa, no en el ajuste del objeto a unas normas. De ahí que, como lo plantea el propio Gadamer, se trata de algo que no “está dado en ningún concepto, en la medida en que lo individual es juzgado inmanentemente” (1977, p. 62). Dicho de otra forma, la cuestión con respecto a la capacidad de juzgar no está solamente establecida en la capacidad de determinar lo singular bajo un modelo o baremo general, sino en advertir cómo, a partir de los casos concretos, los modelos pueden ser corregidos, revisados o perfeccionados. Esto ha ocurrido históricamente en el derecho, pero también en la medicina. Como lo enfatiza el propio Gadamer:

[…] nuestro conocimiento del derecho y la costumbre se ve siempre complementado e incluso determinado productivamente desde los casos individuales […]. El juez no sólo aplica el derecho concreto, sino que con su sentencia contribuye por sí mismo al desarrollo del derecho […] e igual que el derecho, la costumbre se desarrolla también continuamente por la fuerza de la productividad de cada caso individual (1977, p. 72).

Estas habilidades especiales que convergen en la noción de “juicio” se han ubicado en el ámbito médico en la concepción del “arte de la medicina”. Como lo ha planteado con mucha claridad Wieland (1993, p. 166), la noción de “arte” no se reduce a la de una dimensión puramente estética, cercana a las bellas artes, sino que tiene una concepción clásica: la capacidad humana de producir a partir de una acción planificada. Dentro del ámbito médico, el juicio, en cuanto experiencia clínica, remite a la maduración de las habilidades médicas que les permite a los clínicos orientar la práctica bajo la conciencia de que el objeto de la medicina no es solo la comprensión de los hechos, sino la acción razonable y precisa sobre pacientes con necesidades específicas.

Una particularidad de esta noción de “arte” tiene que ver con el hecho de que no contrasta o antagoniza con la idea de “ciencia”. Como lo plantea Wieland (1993, p. 167), su contrario sería más bien el azar o la incertidumbre. La tensión no se presenta aquí entre el arte y la ciencia; la diferencia estaría más bien en los grados de objetividad a los que remiten dichas categorías (Daston, 1992). El arte es material: quiere producir resultados concretos y conocer los objetos específicos para formarlos y cambiarlos. La comprensión de lo singular es el objeto esencial de la práctica médica, la realidad con la que el arte trabaja y aquello concreto que es revisado y analizado por el juicio del médico. Según Wieland (1993, p. 169), la tensión entre arte y ciencia en medicina comenzó después del siglo XVIII, cuando la medicina empezó a desvincularse de un tipo de práctica dogmática y cerrada que se enseñaba en las universidades bajo la tutela de los clásicos. En la medida en que la medicina fue abriéndose a una concepción de la ciencia progresiva y fue asumiendo una disposición de apertura frente a lo nuevo, los cimientos tradicionales empezaron a cuestionarse y a expresar una suerte de desbalance entre lo teórico y lo práctico.

Uno de los grandes problemas de la medicina moderna tiene que ver con los desbalances y brechas entre la ciencia y la clínica (Hanemaayer, 2016). El desarrollo de distintas soluciones basadas en el conocimiento probabilístico proveniente de los desarrollos de la epidemiología clínica moderna es importante para evaluar la eficacia y seguridad de las intervenciones médicas, mejorar los criterios diagnósticos, desarrollar inferencias mucho más precisas en torno al pronóstico de las patologías y ofrecer criterios fiables para determinar factores de riesgo. Específicamente, el movimiento MBE se ha constituido recientemente en la iniciativa más importante que busca cerrar las brechas entre los resultados de investigación científica y la práctica clínica a partir de los instrumentos actuariales desarrollados por la epidemiología clínica. Una mirada al pasado permitirá indicar el conjunto de amenazas y problemas que fueron advertidos por distintos profesionales ante iniciativas “similares”. Como se verá en el próximo apartado, muchos enfatizarán que la popularización de las matemáticas dentro del ámbito de la clínica podía derivar en una desorientación de la práctica.

El arte de la medicina frente a la impersonalidad de los números

La constitución del método anatomoclínico -en cuanto conjunto de habilidades sensoriales dispuestas para la identificación de la enfermedad al interior del organismo, informado por el conocimiento racionalista y mecanicista de los laboratorios en el trascurso del siglo XIX- fue un paso que acercó a la medicina a la posición de ciencia y que empezó a producir una división en torno a la forma en que debería juzgarse a los pacientes. Sin embargo, el desarrollo de las técnicas semiológicas modernas, más que representar una ruptura con respecto al arte de la medicina, indica un perfeccionamiento de las técnicas a partir de las cuales se conocen las variaciones del cuerpo (Weisz, 2005). En las primeras décadas del siglo XIX, se hicieron visibles, dentro de diferentes debates académicos, propuestas que hablan en nombre de la ciencia y que proponen formas diferenciadas de objetivación, especialmente en el campo de la terapéutica, que era donde se asentaban los mayores disentimientos profesionales. Con las nuevas habilidades técnicas derivadas de la experiencia y la observación, los médicos empezaron a depender menos de los relatos del paciente y de sus impresiones personales y más de signos objetivos que obligan a algún tipo de consenso entre observadores expertos (cfr. Weisz, 2005, p. 378).

Pero la definición del éxito o el fracaso de las intervenciones estaba sujeta a incontables controversias. La emergencia de nuevas terapias llevó a un ejercicio de experimentación sustentado en informes de colegas, pero no existía un mecanismo de objetivación que permitiera certificar la veracidad de ciertas recomendaciones terapéuticas que fuese satisfactorio para las comunidades profesionales o que produjera algún tipo de acuerdo general entre los médicos. Al menos en este sentido, claramente se anteponían concepciones diversas de la objetividad médica, maneras diferenciadas de entender y juzgar el estado de los enfermos que pugnaban entre sí en las que antagonizaban no solo estilos o métodos, sino unas formas muy distintas de ver y comprender a los pacientes.1

Esta insatisfacción se hizo visible con las resistencias manifiestas, por parte de diferentes sectores médicos afines al hipocratismo, al vitalismo y especialmente al humanismo en Francia, en torno a las propuestas de cuantificación del acto clínico de personalidades como Pierre-Charles-Alexandre Louis (1787-1872), Pierre Rayer (1793-1867) o Jean-Baptiste Bouillaud (1796-1881). Estas estrategias empezaron a desplegarse a manera de solución frente a los complejos problemas de la incertidumbre dentro de la clínica. Si bien la tradición se ha empeñado en ubicar a Louis como precursor y pionero en el uso de la comparación numérica para determinar la eficacia de las terapias, es claro que sus propuestas no fueron novedosas: los británicos cuentan con una importante tradición de cuantificadores médicos desde el siglo XVIII (Tröhler, 2000). Sin embargo, la presencia de Louis y toda la línea argumental defendida por su visión del estilo profesional numérico en el famoso debate de 1837 en la Academia de Medicina en París sobre la utilidad del cálculo de probabilidades dentro del ámbito médico, lo erige como una figura representativa que buscaba en los números la autoridad para obtener credenciales científicas. En efecto, el desprecio por la experiencia y el distanciamiento del juicio de los médicos de este recurso tradicional no es un acontecimiento exclusivo de la medicina de posguerra del siglo XX: se trató de un problema previo que revela no solo importantes tensiones profesionales, sino el esfuerzo de muchos médicos por encontrar mecanismos que dotaran a su práctica de mayor fiabilidad, legitimidad y respaldo tanto de los pacientes como de los gobiernos: en suma, una mayor “objetividad”.

La alusión a la objetividad en este apartado amerita una aclaración. Como lo ha planteado Daston (1992), las ideas de “objetividad” tienen una historia. Esto no es ajeno a la medicina. Dentro de los debates de 1837 existe una disputa capital entre una forma de objetividad ontológica, establecida por la defensa de la tradición inscrita dentro de la comprensión de la medicina como arte, y una forma de objetividad mecánica que acude a la cuantificación y que tiene cierta aspiración hacia una “objetividad aperspectiva” (Daston, 1992), esto es, el tipo de objetividad que renuncia al juicio personal y a la singularidad del observador y que procura hablar desde “ninguna parte”.

Como lo han resaltado varios expertos, la propuesta de Louis no representaba una innovación importante en términos metodológicos (cfr. Matthews, 1995, p. 14). Se trataba de una de las muchas voces que promulgaba la comparación directa de valores promedio entre distintas terapias, el conteo de casos y el posterior cálculo de promedios como forma de organización de las experiencias y los hechos clínicos. Por ejemplo, Louis pensaba en un cálculo que contabilizara el número de pacientes con neumonía en una clínica para luego comparar la tasa de mortalidad promedio de quienes fueron tratados con sangrías con el promedio de quienes fueron tratados con otras terapias (Cryle y Stephens, 2017, p. 88). Si bien el fin de este método parecía expresar cierto rigor profesional y fidelidad a la objetividad al registrar los acontecimientos clínicos por medio de los números, las pretensiones expresadas por los numeristas parecían desbordar los límites tradicionales de una objetividad centrada en la particularidad del cuerpo (más precisamente, en las lesiones de los tejidos). Para muchos profesionales, no bastaba simplemente con trenzar especulaciones y teorías sin un sustento empírico fiable en torno a la comprensión de las causas de las enfermedades y los remedios para curarlas. El recurso a la mera experiencia sensorial, según esta perspectiva, tampoco parecía ser un criterio lo suficientemente legítimo. Lo fundamental era sistematizar una gran serie de observaciones y derivar resúmenes numéricos.

Uno de los portavoces de la tradición resistente al cambio que participaría en el debate era el médico de origen español Benigno Juan Isidoro Risueño de Amador (1802-1849). Risueño defendía la idea de igualar al médico con un artista, tópico que había sido usado también por médicos ilustres como Pierre Jean Georges Cabanis (1757-1808) y François-Joseph Double (1776-1842) frente a la progresiva popularización de la retórica del cálculo de probabilidades y el uso de las matemáticas en cuestiones médicas, que se había empezado a establecer a finales del siglo XVIII en territorio británico y Francia. Los argumentos erigidos para despreciar las pretensiones profesionales de los numeristas se centraban en la idea de que los enfermos, más que ser un conjunto de datos, son entidades no susceptibles de universalización.

Eran muchos los argumentos que se presentaban contra las iniciativas numéricas en la clínica. Double, cofundador de la Academia Nacional de Medicina en 1820, se erigía como otra figura importante que denostaba el lugar de los números para los fines clínicos. Este médico era heredero de la idea antigua que enfatizaba la primacía de un ethos humanitario en lo que respecta al tratamiento de los pacientes individuales. Como subraya Matthews (1995, p. 22), estaba muy arraigada la idea de que el fin primordial de la medicina residía en el tratamiento de pacientes con necesidades singulares. La autoridad del médico se desprendía de su capacidad y potestad -de su arte- para diagnósticar enfermedades y aliviar el sufrimiento humano individual. De esta forma, con sus críticas al método numérico, Double rechazaba que se pretendiese convertir el juicio de los clínicos en enfoques científicos por medio del pensamiento agregado y la cuantificación. Antes que los grupos de personas enfermas, Double creía firmemente que la preocupación de los médicos debía ser el paciente individual.

Conforme a esto, se decía que el método numérico no posee un interés auténtico por los casos individuales. El ideal del médico experimentado y mundano era incompatible con el prototipo del médico “numerista”, quien, para este tipo de críticos, se había olvidado de lo fundamental en la medida en que no se enfocaba en la cura de un paciente singular, sino en la cura del máximo número de enfermos dentro de un grupo dado, lo que implicaba un descuido de las minorías en cuanto se dejaba de lado a los subgrupos que requerían de un arte más “cercano” a sus necesidades, pues terminaban sometidos a una intervención promedio (Cryle y Stephens, 2017, p. 86). Según esto, la opción de seguir una lógica numérica derivaba en una acción idéntica para todos los enfermos, en donde la variabilidad de los hechos, que para muchos eran concebidos como la esencia de la vida y nunca una excepción, terminaba siendo despreciada. Solo el genio individual del artista podía capturar dicha variabilidad ante una medicina que parecía decantarse por una visión uniforme de los pacientes.

Dicho en otros términos, al igual que Double, Risueño sostenía que la preocupación esencial del médico es la cura del enfermo individual. Aquí la objetividad no tenía que ver, claramente, con una visión global o general representada por el número; se trataba de una objetividad mucho más “profana”, atenta a los detalles variables y accidentales de cada uno de los enfermos. Los médicos afines a la tradición eran “particularistas”; para ellos, no existía una modelación general que pudiera dar cuenta de una realidad única en torno a las enfermedades de los pacientes.

Muchos facultativos pensaban que el rechazo del método numérico podía ser algo completamente dañino en cuanto representaba un obstáculo para los ideales de objetividad mecánica impulsados por las dificultades terapéuticas y la letalidad de las enfermedades. Un ejemplo de ello puede encontrarse en una serie de eventos que tuvieron como protagonista a François Joseph Victor Broussais (1772-1838). Este importante patólogo y fisiólogo especulativo francés, quien entendía la enfermedad como una irritación causada por una excitación o una estimulación, veía en las sangrías la mejor medida para afrontar distintas enfermedades. Como lo señala Hacking (1991, p. 128) en su trabajo sobre la historia del concepto de “probabilidad”, uno de los casos más famosos referidos al uso de datos numéricos para evaluar tratamientos involucró a Broussais. Dentro de su experiencia en los hospitales militares, el fisiólogo francés veía a hombres que padecían intensas fiebres acompañadas de heridas en supuración; también vio gran cantidad de irritaciones e inflamaciones y casos variados de tifus y flebitis. Broussais partía de la idea de que el órgano era el núcleo de la enfermedad pero, dadas las limitaciones de la época, no era posible trabajar directamente sobre este: era necesario tratar en la superficie cercana al órgano afectado. En ese sentido, el uso de las sanguijuelas buscaba menguar las inflamaciones liberando la parte afectada del exceso de sangre (cfr. Hacking, 1991, p. 128). Las sangrías fueron un antiguo remedio que vio entre 1815 y 1835 una importante popularización en Francia gracias a Broussais. Sin embargo, esto, más que representar un bien para este personaje, produjo burlas y perjuicios sobre él. Baste recordar que en varias ocasiones fue denunciado vanamente ante el parlamento francés. Como lo recuerda Hacking, haciendo alusión a un alegato presentado el 19 de abril de 1825, se veía en el uso de las sangrías un instrumento absolutamente mortal: “Armados con sus implacables sanguijuelas, [los médicos] empujan a la tumba a nuestros campesinos del Mediodía, agotados por los trabajos cumplidos durante los arduos meses del año” (1991, p. 130). Hacia 1821, varias críticas se realizaron a este tipo de intervenciones. ¿Eran realmente eficaces? M. Miquel, por ejemplo, no lo creía. Este médico observó que la cantidad de muertes en París entre 1816 y 1823 coincidía con el avance de la medicina fisiológica profesada por Broussais. A su vez, otros detractores señalaron que en el hospital militar de Val-de-Grâce, en el que Broussais realizaba sus actividades profesionales, los índices de mortalidad eran mucho más elevados que en otros hospitales (cfr. Hacking, 1991, p. 130).

A partir de 1828, Louis realizó evaluaciones estadísticas sobre las sangrías. Concluyó que se trataba de intervenciones ineficaces. Como sugiere Hacking, “Broussais puede haber sido el primer médico demolido por las estadísticas” (1991, p. 127). Sin embargo, a pesar de la abundancia de datos numéricos contabilizados en la clínica, eran pocas las inferencias concluyentes que podían realizarse acerca de los ensayos y experimentos realizados por los médicos. Los datos tenían más fines retóricos que científicos al no satisfacer la exigencia de los grandes números. Coleman plantea que “la utilización seria de los métodos estadísticos en la fisiología y en la medicina experimental solo comenzó con la introducción de nuevas técnicas después de 1900” (citado en Hacking, 1991, p. 129). Las estadísticas médicas tuvieron que conocer primero a figuras importantes dentro de la historia de esta disciplina en el siglo XX, como Karl Pearson, Major Greenwood y Austin Bradford Hill (por mencionar solo a algunos), para convertirse en instrumentos fiables y poderosos. Además, no hay que olvidar que las apelaciones de Louis y sus defensores a los números fueron criticadas múltiples veces por desatinadas y carentes del rigor matemático.

La popularización de las estadísticas generó cuestionamientos profundos en la medicina alrededor de los juicios médicos. El método numérico de Louis buscaba responder a ese descontento. En diferentes momentos, Louis señaló que le resultaba inaceptable que los juicios de los clínicos estuviesen fundamentados en la experiencia. En un texto publicado en 1834, en el cual aún continuaba la polémica con Broussais, planteaba que una auténtica experiencia en medicina solo puede ser el resultado de un análisis minucioso de numerosos hechos que han sido anotados, clasificados, contados y comparados (cfr. Cryle y Stephens, 2017, p. 88). Aquí Louis claramente se asumía como un miembro del apostolado de la “objetividad mecánica”, aquella sustentada en la anulación de las idiosincrasias individuales (Daston, 1992). La experiencia adquirida por estos métodos era necesaria para superar los caprichos de la imaginación y, de esta forma, presentar de una manera organizada el conocimiento clínico. Sin embargo, esta afirmación parecía reñir con la interpretación de varios críticos, quienes veían en el uso de los números dentro de la clínica más un desplazamiento del juicio clínico basado en la experiencia que una organización de la experiencia a partir de los números.

En numerosas ocasiones, Louis apeló al “cálculo de probabilidades” de Pierre-Simon Laplace (1749-1827) para dotar a su metodología de un mayor renombre y estatus científico. Sostuvo que se había hecho a sí mismo “maestro de la ciencia matemática” (Matthews, 1995, p. 19) al usar el cálculo de probabilidades. No obstante, varios expertos han señalado que esto fue más bien un movimiento retórico para demostrar que el médico clínico podía emplear métodos cuantitativos en la clínica, el uso simple de una etiqueta para designar una conclusión expresada en términos numéricos. No había un interés real por estudiar los modelos teóricos desarrollados por los matemáticos, sino solo la necesidad de dotar a la medicina de un estatus científico (cfr. Cryle y Stephens, 2017, p. 82). Al usar los métodos de razonamiento defendidos por Laplace, los seguidores de Louis se visualizaban a sí mismos como sus dignos continuadores a pesar de que no tenían la formación y el conocimiento para usar el cálculo de probabilidades como lo hacían los matemáticos.

Louis Denis Jules Gavarret (1809-1890), médico defensor del uso de las estadísticas en medicina, criticó férreamente la ignorancia matemática de los seguidores de Louis. Para Gavarret, los resultados estadísticos podían ofrecer precisión si los hechos registrados eran similares y comparables. Además, hacía falta un número grande de observaciones, cuestión que difícilmente podía ser satisfecha ante la falta de datos significativos en los hospitales de París (cfr. Matthews, 1995, p 36). Las conclusiones de Louis estaban basadas en datos insuficientes. Amparado en la “ley de los grandes números” de Siméon Denis Poisson (1781-1840), Gavarret planteó que eran necesarias cientos de observaciones antes de establecer un resultado a partir del método numérico. Como lo recuerda Hacking (1991, p. 82), las estadísticas de París ofrecían tablas que informaban sobre los grandes hospitales, pero dichos números nunca derivaron en algún tipo de tratamiento o cura significativa. Aquí, el uso de los números estuvo más movilizado por cierto celo profesional que por buscar realmente un conocimiento objetivo, ese conocimiento que ve desde ningún lugar y que ha renunciado plenamente a las formas de objetividad tradicionales que se enfocan en la estructura última de la realidad. Las aspiraciones de alcanzar una objetividad sin perspectiva se diluyeron en las ansiedades profesionales de ciertos médicos por ser reconocidos dentro de la nobleza de la comunidad científica. En sentido estricto, Louis y sus seguidores no usaban estadísticas: una cosa era la tabulación clínica, donde los números eran realmente insuficientes para satisfacer las exigencias probabilísticas, y otra muy distinta era el uso de los grandes números, requisito que sí se cumplía en dominios como la salud pública.

Dos tópicos resultarán importantes en esta discusión -además de la defensa de un antiguo régimen que justificaba el arte de la medicina como una salvaguardia de una relación individualizada frente a las dificultades del método numérico y su incapacidad para lograr una objetividad científica mucho más plena que sirviera para sustentar sus pretensiones y generalizaciones-. El primero de estos puntos tenía que ver con el establecimiento de los promedios para determinar una verdad objetiva que diera cuenta de una regularidad intrínseca dentro de la naturaleza del hombre. El segundo hacía alusión a la cuestión de los grandes números.

Dentro del debate de 1837, la noción de “hombre promedio” que había sido planteada por el astrónomo belga Adolphe Quetelet en 1835 (1796-1874), fue invocada de manera crítica para denunciar una medicina que se preocupa por las cifras y que descuida a los individuos (cfr. Cryle y Stephens, 2017, p 102). Según Quetelet, la idea del hombre promedio se deriva a partir del promedio de todos los atributos humanos en un país determinado; es un tipo o modelo sobre el cual se puede fijar el estado ideal y normativo de un grupo, y que permite la identificación de múltiples variaciones y anormalidades. A partir de la mezcla de nociones provenientes de la astronomía, las matemáticas y las estadísticas sociales, Quetelet recopiló datos sobre cuestiones asociadas al crimen, el suicidio, el nacimiento, la muerte, la estatura, entre otros asuntos, y desarrolló lo que él denominaba una “física social”, un conjunto de representaciones que vinculaban a los grupos sociales con teorías matemáticas de la física y la astronomía. La noción de “hombre promedio” es un ejemplo paradigmático de estas aspiraciones. Más concretamente, en sus estudios sobre las variaciones de la estatura del hombre, Quetelet estableció que la distribución de los valores dentro de una población sigue una especie de patrón o regularidad que se expresa a través de una curva en forma de campana, representación en la que los valores medios son los más frecuentes y los que se alejan de esta media son los más raros. Tal y como lo plantea Canguilhem, el promedio da cuenta de un tipo o modelo, mientras que las variaciones pasaban a comprenderse como accidentes “que verificaban las leyes del azar, es decir, las leyes que expresan la influencia de una multiplicidad indeterminable de causas no sistemáticamente orientadas y cuyos efectos por consiguiente tienden a anularse por compensación progresiva” (Canguilhem, 2011, p.117). En ese sentido, los planteamientos de este astrónomo belga se enfocaron en resaltar la premisa de que “existe un tipo o modulo cuyas diferentes proporciones pueden ser determinadas con facilidad” (p. 117).

La existencia de este valor promedio solo podía interpretarse, para Quetelet, como la señal innegable de que existe una regularidad que expresa una constante ontológica (cfr. Canguilhem, 2011, p. 117), constante que podía ser de enorme utilidad dentro del campo de la medicina. En efecto, el reconocimiento de una anomalía solo puede presentarse tras el establecimiento de un tipo que represente la normalidad. No se trata de una cuestión menor. El juicio realizado sobre un individuo que acude al médico se realiza comparándolo con otra persona imaginada, esto es, una abstracción, un modelo, que deviene en una norma y al que se le atribuyen atributos normalizadores. Con esto, el juicio del médico cuenta con un criterio general construido a partir de artificios matemáticos. Toda singularidad será medida y juzgada desde dicho criterio, que se encarga de dictaminar lo normal y lo patológico.

Al respecto, un clínico como Double insistía en que la profesión médica debía centrarse en el tratamiento de pacientes individuales. La idea según la cual el hombre promedio resultaba útil para la medicina le resultaba exagerada, pues reducía al médico a la posición de un zapatero: “a shoemaker who after having measured the feet of a thousand persisted in fitting everyone on the basis of the imaginary model” (Cryle y Stephens, 2017, p. 87). En efecto, para Double, no existía algo así como la salud promedio o una verdad estándar que diera cuenta de un tipo general. Pretender derivar un algoritmo o estándar a partir de los pobres datos de los hospitales de París significaba desviarse de la naturaleza real de la salud y la enfermedad, que eran nociones comprendidas como eventos resueltamente individuales.

Para Louis, en contraste, el fin último del método numérico no consistía en la producción del hombre medio exaltada como el tipo del sujeto normal proclamado por Quetelet. El valor de dicho método no se encontraba en la posibilidad de hallar promedios, sino en la enumeración completa de los hechos. Como lo resaltan Cryle y Stephens (2017, p. 90), dentro de los argumentos defensivos planteados por Louis se subrayaba que el uso de la cuantificación era en realidad una forma de constituir el juicio clínico por medio de datos, una forma de afirmar el valor de toda experiencia médica respaldándola en los registros ordenados de los casos previos abordados por los médicos; toda declaración general, en ese sentido, debía estar basada en hechos precisos que se encontraran registrados, analizados y contados. Por consiguiente, el análisis numérico no había sido diseñado para determinar una entidad imaginaria, sino que se trataba de una ayuda para el conocimiento, para la eliminación del error y garantizar la comunicabilidad.

El llamado a las matemáticas por parte de Louis y sus defensores no estaba en consonancia con las discusiones avanzadas de la teoría de la probabilidad. El recurso a los números parecía tener un fin “modesto”: lo que buscaba era caracterizar un estilo de observación clínica (2017, p. 90). Estas posturas consideraban que un progreso importante dentro del conocimiento clínico residía en la tarea de contar y reunir adecuadamente los hechos, que son la prueba real del éxito o el fracaso de las intervenciones médicas. La cuestión no era introducir las matemáticas a la medicina para imponer una precisión inadecuada, sino registrar hechos en los archivos médicos.

Este mecanismo de objetivación, a pesar de sus altas pretensiones, no pudo pasar la prueba de los grandes números. La posición de Louis frente a esta temática fue variable. Mucho antes del debate de 1837, Louis había manifestado que el número de hechos observados a mano no eran suficientes para justificar una conclusión sobre una terapia. Sin embargo, su discurso en la Academia de Medicina fue inmodesto. A la pregunta recurrente sobre cuántos hechos eran necesarios para ofrecer un resultado definitivo ofreció una respuesta completamente ajena a la estadística matemática y a la prudencia mostrada en debates pasados: “Reasoning cannot resolve that question, but experience shows that one does not require an infinite number of facts, so to speak, in orden to determine a law” (citado en Cryle y Stephens, 2017, p. 90). Como señalan Cryle y Stephens, este argumento resultaba contradictorio, pues implicaba reconocer la importancia de la experiencia desnuda, cuestión que en otros momentos había sido despreciada por el propio Louis.

Al menos en el plano de la clínica, los argumentos de los numeristas resultaban insuficientes. Estos últimos perdieron el debate porque sus metodologías no se prestaban para derivar principios nuevos; además, los conocimientos matemáticos que demostraban resultaban bastante escasos. Sin embargo, es importante recordar que las estadísticas habían jugado un papel importante en el ámbito de la salud pública. Como lo recuerda un médico de apellido Castel que participó en el debate de 1837, las estadísticas médicas eran diferentes del método numérico, pues se enfocaban en la relación de las enfermedades con el lugar, el clima, las estaciones, la edad, la nutrición y la profesión (cfr. Cryle y Stephens, 2017, p. 95). El método numérico resultaba para Castel especulativo y árido: refería simplemente a cifras desnudas, de ninguna forma a un ejercicio puramente estadístico. Empezó a establecerse la idea de que los médicos que trabajan con números estaban viendo como una actividad de peso científico que usufructuaba el nombre de las estadísticas una especie de máscara a partir de la cual se podían obtener una mayor legitimidad frente a los pacientes, los colegas y por supuesto el Estado. Por el contrario, los estudios de auténtica relevancia en materia de datos numéricos eran los que se publicaban en revistas sobre la higiene pública, estudios donde las preocupaciones trascendían a los enfermos individuales, pues se enfocaban en las complejas interacciones del medio técnico, social y natural: la calidad de las viviendas, la disposición en las grandes ciudades de espacios y mecanismos para gestionar la basura, el manejo de las aguas residuales, etc. Al menos en este sentido, las estadísticas sí cumplieron una función importante, con lo que contribuyeron a los debates que tenían que ver con la forma en que debía organizarse la sociedad (Desrosieres, 2010).

Dentro del debate de 1837, por consiguiente, existían visiones claramente diferenciadas del juicio clínico. La postura de Risueño era la del representante de una línea “tradicional” que había visto en las habilidades profesionales del médico ampliamente experimentado y con los sentidos afinados el ideal de una práctica más cercana al arte por su exigencia de tratar con pacientes individuales. Por otra parte, Louis y los defensores de la “contabilidad” en medicina justificaban continuamente una predilección por la modestia intelectual, contrario a lo que ellos juzgaban como una forma de arrogancia profesional, aunque con métodos controvertidos e inadecuados en términos científicos debido a las abstracciones sobre los pacientes individuales. Las limitaciones de estas herramientas, junto con la autoridad otorgada a la experiencia, a las retóricas humanistas y a la medicina racionalista, fueron obstáculos que imposibilitaron el establecimiento de una clínica basada en la objetivación estadística.

Algunos expertos sostienen que dichos atranques epistemológicos fueron superados una vez que se lograron desarrollar nuevas técnicas en el siglo XX, lo que convirtió a la evaluación terapéutica cuantificada en un poderoso instrumento para guiar con más certeza el acto médico. No obstante, como lo resalta Weisz (2005, p. 380), esta es una verdad a medias. Después de 1850, el recuento logró ser un estándar para muchos médicos; este era incorporado en la rutina clínica de todos los días, especialmente en la medicina liberal, y llegó a convertirse en una extensión del juicio. Sin embargo, el peso que recibía dependía mucho de quién presentaba los datos. Además, después de la segunda mitad del siglo XIX, los reflectores del éxito se posarían en Claude Bernard (1813-1878) y las promesas del determinismo. Un médico no lograba la reputación de científico presentando resultados clínicos de manera cuantificada: la posibilidad de formar parte de la comunidad científica en medicina, a finales del siglo XIX y comienzos del XX, estaba en la búsqueda de una objetividad mecánica alcanzada en los laboratorios.

En cualquier caso, este evento resulta de una importancia esencial en la medida en que sirvió para unificar la profesión médica en torno a lo que muchos consideraban como una falsificación del ejercicio clínico basada en la apariencia de objetividad ofrecida por los números. Esta unificación permitió, al menos parcialmente, la continuación y el desarrollo de una ontología definida por la anatomía patológica y descifrada por la experiencia de los facultativos en el transcurrir del ejercicio cotidiano. Las soluciones de los numeristas ante los problemas derivados de la incertidumbre de la profesión médica y la falibilidad de la experiencia derivaron en el establecimiento de un discurso intelectualmente organizado que veía en las matemáticas y las probabilidades un lenguaje impropio de la clínica; ante este, se reaccionó de una manera, por decir lo menos, negativa. Los distintos problemas y obstáculos de los médicos y el afán por constituir un juicio sólido sobre la base de ciertos conocimientos deben comprenderse como tensiones importantes que expresan no solo una preocupación epistemológica, sino también ontológica e incluso ética. La ligazón histórica entre juicio clínico y experiencia sensorial en el siglo XIX da cuenta de una predilección profesional por los pacientes individuales, pero también expresa los temores frente a la incertidumbre, la cual podía ser atenuada, para muchos profesionales, a partir de la impersonalidad de las matemáticas.

Gobernando el juicio de los clínicos: el desarrollo de la MBE

A continuación se discuten y analizan dos cuestiones filosóficas vinculadas a la práctica médica que pueden identificarse alrededor de los debates y discusiones presentados en la década de 1830 en Francia y en la década de 1960 en países como los Estados Unidos, Canadá o Reino Unido. La primera, podría decirse, tiene qué ver con cuestiones de epistemología; la segunda involucra cuestiones de ética y de gobierno de la clínica.

En primer lugar, debe resaltarse que en ambos contextos se puso en tela de juicio el lugar de la experiencia de los facultativos dentro de la práctica profesional. Los médicos numeristas ofrecieron una solución que pretendía mejorar los registros de los médicos y cuestionar la validez de las teorías desarrolladas por los propios facultativos. No obstante, estas propuestas no tuvieron una buena acogida y sirvieron, al contrario, para posicionar a sectores profesionales que reivindicaron el lugar de la experiencia particular de los médicos dentro del acto clínico como eje de las decisiones sobre pacientes individuales. En la década de los sesenta del siglo pasado, el problema epistemológico referido al estatus de la experiencia y al sentido clínico tradicional para efectos de aplicar los conocimientos médicos sobre los pacientes individuales tuvo un lugar importante como instancia que posteriormente derivó en el nacimiento de la MBE en 1992. La experiencia, la subjetividad del médico, se mostró como limitada, insuficiente, sesgada e incluso peligrosa (Armstrong, 1978; Berg, 1995; Hanemaayer, 2016). Desde sectores heterogéneos como las ciencias cognitivas, la educación médica y la filosofía de la medicina se emprendieron diagnósticos y reformas que giraron en torno a una problematización de las formas de razonar tradicionales establecidas por los médicos (Elstein, 1976). El desarrollo de la epidemiología clínica y su establecimiento como un instrumento que promete estandarizar la práctica clínica a partir de información precisa y verídica emergió como una solución que le permitió a los clínicos caracterizar los factores de riesgo e introducir dentro en el razonamiento un modelo probabilístico de ocurrencia de enfermedades o probabilidades de eficacia de cierta terapia con grupos controlados (Tobacman y Wenzel, 1990).

La crisis de los recursos tradicionales que asociaban el juicio médico con la experiencia y el arte de la medicina generó el desarrollo de propuestas importantes, como la de Feinstein (1967), que se centró en edificar una ciencia del juicio clínico, esto es, una ciencia aplicada a la mejora de la función tradicional de los médicos, que es el tratamiento de pacientes individuales. En este caso, Feinstein instaba a estudiar a los pacientes y sus fenómenos clínicos directamente, registrar y analizar sus datos clínicos fundamentales, crear taxonomías apropiadas para clasificar e identificar la información, desarrollar instrumentos clinimétricos que permitieran medir síntomas y signos físicos, y utilizar modelos intelectuales prácticos, como los proporcionados por la epidemiología clínica, esto es, una panoplia de saberes y técnicas que permiten endurecer e identificar información relevante en torno a la fiabilidad de las pruebas diagnósticas, la historia natural de la enfermedad, los factores de riesgo, el pronóstico, la terapéutica, y el conocimiento de los efectos adversos de los tratamientos, entre otras cuestiones. Sin embargo, esta iniciativa no logró materializarse, como lo remarca el propio Feinstein (1994). Las orientaciones biomédicas y los enfoques basados en la evidencia, arraigados a los desarrollos de la epidemiología clínica en la década de los ochenta, han tenido una connotación predominante dentro de la medicina actual, impulsada especialmente por los fondos privados y federales en los Estados Unidos (Feinstein, 1994).

Desde su desarrollo, la MBE se ha centrado en diferentes etapas y ha ponderado diferentes aspectos. En un primer momento, se consideró muy relevante alfabetizar a los médicos con el fin de dotarlos de un razonamiento crítico para identificar evidencia relevante para pacientes individuales en bases de datos informáticas (Evidence-Based Medicine Working Group, 1992). Posteriormente, se concentraron esfuerzos en desarrollar retóricas y enfoques centrados en las necesidades individuales y los valores y preferencias de los pacientes (Guyatt et al., 2000), además de mejorar las jerarquías de evidencia y los mecanismos regulatorios para garantizar una mayor validez y confiabilidad de dicha evidencia. Posteriormente, se empezaron a introducir de manera masiva directrices basadas en la evidencia capaces de comprimir y facilitar la comprensión de esta para clínicos y pacientes (Djulbegovic y Guyatt, 2017). Sin embargo, las cuestiones elementales de la clínica y el uso mesurado de los instrumentos epidemiológicos con fines clínicos como lo había propuesto Feinstein se han visto desplazados por la sobreestimación de los ensayos clínicos y los metaanálisis, así como por un enfoque que enfatiza los beneficios potenciales de la terapia y la demostración de la superioridad estadística de un tratamiento frente a un control. Muchos expertos han denunciado que la predilección por estos métodos ha estado determinada por la industria farmacéutica y diversos grupos de interés, lo que ha generado una MBE al servicio del marketing -lo cual mancha sus ideales de objetividad sin perspectiva- y una clínica que restringe sus fuentes de información en lugar de amplificarlas (Fava, 2017).

Una cuestión relevante dentro de este análisis tiene que ver con las implicaciones que se derivan a partir de la predilección de la profesión médica por estas orientaciones epistemológicas y por el cuestionamiento de la experiencia directa de los médicos. Los enfoques individualizados, pero limitados, del pasado ceden paso a formas de objetividad determinadas por los modelos basados en la evidencia. El foco sobre el paciente individual se desplaza hacia la evidencia de investigación y, se supone, hacia una mirada más objetiva que recoge y sistematiza la “experiencia” de muchos médicos y pacientes para luego pasar a los pacientes individuales. En la filosofía de la medicina tradicional y parte de las producciones filosóficas contemporáneas se ha enfatizado la oposición entre arte y ciencia como elemento dual del juicio clínico. El abordaje aquí presentado ha dirigido su atención a una narrativa en la que la pugna permanente entre dos formas de objetividad, una enfocada en el individuo y otra enfocada en las poblaciones, ha movilizado buena parte de los debates contemporáneos y clásicos en torno al juicio clínico.

La segunda idea tiene que ver con una cuestión de “gobierno” de la clínica. En el contexto de París en 1830 y en general durante la primera mitad del siglo XX, el médico conservaba una importante autonomía profesional: gobernaba, por así decir, el acto clínico. Como lo resalta Weisz (2005), el uso de las matemáticas en el siglo XIX para organizar las experiencias clínicas estaba sujeto a su discrecionalidad: no se trataba de un mandato profesional.

La problematización del juicio clínico en los sesenta desde diferentes ámbitos no solo derivó en la confección de un “paradigma” para la educación y la práctica médica, sino en la consolidación de diferentes mecanismos de gobierno de la clínica. La MBE podría comprenderse como un “ensamble” de conocimientos provenientes de la epidemiología clínica y la racionalidad probabilística -adherida al lenguaje de los factores de riesgo y a estudios como los ensayos clínicos-; profesionales como los epidemiólogos, investigadores clínicos y bioestadísticos; sistemas de juicio colectivos, como los paneles de expertos conformados por distintos profesionales; sistemas de juicio individuales inscritos a la implementación de habilidades técnicas para identificar, valorar y aplicar la evidencia; mecanismos de inclusión dentro de las directrices de los valores y preferencias de los pacientes, sostenidos en instituciones académicas, revistas científicas, bases de datos bibliográficas e instituciones de renombre enfocadas en la compilación y sistematización de la evidencia referida a los ensayos clínicos -como la Colaboración Cochcrane, etc.-. En efecto, el facultativo ya no gobierna el acto clínico. La toma de decisiones se encuentra, en este sentido, gobernada por todo un complejo de aparatos que trascienden a los profesionales individuales y que se condensan en mecanismos textuales, como las guías. Como lo han mostrado distintos trabajos (Timmermans y Kolker, 2004), la producción, regulación y aplicación de la evidencia están cada vez más gobernadas por instancias médicas y no médicas.

Varias investigaciones (Timmermans y Berg, 2003) han planteado que este gobierno de la clínica no ha representado una supresión del juicio clínico, sino la constitución de un nuevo tipo de racionalidad clínica gobernado por mecanismos en los que se entremezclan intereses públicos, privados y profesionales; esto ha derivado en la emergencia de una nueva relación médico paciente y un nuevo ethos profesional. Dentro de la práctica clínica, y particularmente dentro de la MBE, se ha introducido un importante lenguaje ético y moral, impulsado por la ética médica y la bioética, centrado en la autonomía del paciente, el reconocimiento de sus valores y preferencias y el desarrollo de una toma de decisiones compartidas basada en evidencia científica. El gobierno basado en la evidencia del juicio clínico ha derivado en la extraña posición de abordar objetivamente a los pacientes a partir de criterios probabilísticos y, simultáneamente, comprenderlos como sujetos de derechos cuyos valores y preferencias determinan la decisión por tomar.

Conclusiones

El problema de la aplicación de los saberes médicos en pacientes individuales reviste complejidades que, en términos históricos -al menos en las discusiones de 1837 y de 1960 en adelante-, involucraba cuestiones epistemológicas, ontológicas y éticas. Desde el plano de la epistemología histórica, es claro que los criterios, normas o representaciones a partir de los cuales se establecen declaraciones sobre el conocimiento de ciertos tipos de objetos están determinados por aspectos y usos locales, ubicados en contextos históricos específicos (cfr. Davidson, 2004, p. 281). Como se ha mostrado, el tema de la aplicación de los conocimientos de medicina clínica en Francia durante la década de 1830 fue un problema importante en términos epistemológicos porque daba cuenta del cuestionamiento de creencias fundamentadas, de teorías médicas o sistemas de comprensión generales a partir de los cuales se derivaban terapias o tratamientos específicos, pero también porque condujeron a importantes discusiones en torno al lugar de las matemáticas dentro de la clínica, su utilidad, la forma en que mejorarían ostensiblemente la efectividad de las intervenciones y el profesionalismo de los médicos frente a los conocimientos tradicionales. Un abordaje histórico-epistemológico permite visualizar los campos de conocimiento y controversia de la medicina clínica y los recuentos de una serie de ideas actuales que se han encarnado en instituciones, discusiones entre pares, aclaraciones conceptuales, disentimientos y consensos, y que han sido determinantes dentro de las comprensiones actuales de la idea de “juicio clínico”.

Fue una cuestión de carácter ontológico, además, porque de los conocimientos y su aplicación se desprendió una determinada forma de comprender y objetivar a los pacientes. La noción de “ontología” es oscura y compleja; en este caso, a diferencia del sentido clásico de la palabra, que remite a una extensión de la metafísica que indaga por el ser general de las entidades individuales (cfr. Hacking, 2002, p. 3), lo ontológico es tomado aquí en el sentido promovido por Hacking, esto es, como ontología histórica. Dicho en los términos de Hacking, la ontología no se reduce solo a las cosas y los objetos, sino a todo aquello que es individualizado y de lo que las personas se permitan hablar. Además, en la interacción con las ideas, los seres humanos ganan una nueva interpretación de sí mismos, modifican su forma de visualizarse en el universo y, por ende, la forma de actuar e intervenir sobre sí mismos (cfr. Hacking, 2002, p. 5).

Las polémicas en torno al juicio médico en el siglo XIX expresan, en ese sentido, una serie de disputas que resultan especialmente interesantes en términos ontológicos. Los empirismos más tradicionalistas estaban guiados por la experiencia y sabiduría del clínico, experiencia ordinaria que solía nutrirse de concepciones humanistas de la persona, que privilegiaban el enfoque personal. El paciente aquí era tanto el objeto de la mirada médica, descrito por Foucault en El nacimiento de la clínica -el miembro singular de una comunidad humana sellada a partir de un conocimiento que fue posible en las morgues y los hospitales-, como una instancia particular de la humanidad que requería de atención individualizada (Foucault, 1966). Entretanto, los empirismos sistemáticos de médicos que eran afines a un disciplinamiento del juicio a partir de los métodos cuantitativos no desprendían, en sentido estricto, una ontología de ello, pues su función era más bien gestionar la incertidumbre por medios del registro sistemático de hechos clínicos. Lo que quizás resulta interesante, en términos ontológicos, son las imágenes y narrativas identificadas dentro de los debates en torno a los peligros de visualizar al paciente de forma deshumanizada y a partir de una concepción promedio ajena a la singularidad, cuestión que resultaba insultante vista desde los cimientos tradicionales de la profesión médica y que claramente ha representado una preocupación para muchos médicos contemporáneos.

Finalmente, se trató de una discusión ética en la medida en que los estilos en disputa daban cuenta de un ethos profesional: uno basado en la tradición del médico sabio, capaz de gobernar la incertidumbre a partir de su sabiduría perceptiva, y otro estilo, orientado hacia la prudencia por medio de la sistematización, prudencia que fácilmente podía convertirse en desmesura, según sus críticos, a partir de la usurpación de las matemáticas dentro de la clínica y, con ello, la pérdida de sentido de esta. La ética, en este caso, más que referirse a la idea clásica de filosofía moral, remite a las formas fácticas en que los individuos se constituyen a sí mismos en cuanto sujetos morales (cfr. Foucault, 2012, p. 32). En este caso, pueden visualizarse claramente dos posturas encontradas, dos maneras diferentes de justificar y forjar moralmente el profesionalismo médico.

Las discusiones, problematizaciones y soluciones planteadas en el pasado no solo manifiestan eventos históricos aislados, sino que dan cuenta del lugar y la posición actual de los médicos y los pacientes, las formas en que los seres humanos se han constituido en objetos de la mirada médica y la manera en que se ha educado la perspectiva de los facultativos. En este sentido, dicho abordaje histórico y los importantes efectos que han suscitado pueden servir como referentes de comprensión de las transformaciones epistemológicas, ontológicas y éticas que se han presentado en el campo médico desde la década de los sesenta. El desarrollo de la MBE en 1990 trajo consigo la necesidad de pensar en una medicina más personalizada, lo que denota que buena parte de las discusiones del pasado siguen vigentes y que la clásica tensión entre lo individual y lo poblacional es un asunto que parece lejos de estar resuelto.

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Recibido: 18 de Julio de 2022; Aprobado: 04 de Octubre de 2022

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