1. Introducción: explicación, acción y sentido común
El sentido común es una noción clave de la historia del pensamiento occidental. El antropólogo Clifford Geertz dijo en la década de los setenta que en nuestra tradición filosófica se había convertido “casi en la categoría central” (Geertz, 1994, p. 97). Y probablemente no exageraba. La razón principal es que el sentido común se ha teorizado, sobre todo desde el siglo XVIII y más concretamente desde la Ilustración escocesa, como el marco general tanto de una ciencia como de una ética universales. Y, al mismo tiempo, de y para humanos.
Una referencia de contextualización es Thomas Reid, cuyas aportaciones a la temática moderna del sentido común son como las de Lamarck respecto a la evolución biológica. Ambas arrancan con estos autores desfasados. En cuanto a Reid, en el mejor de los casos, su idea de “Dios” como creador y garante del sentido común ha sido sustituida precisamente por la de “evolución” (cfr. Vilanova Arias, 2021, p. 284), pero esta sustitución formal sigue cargando los mismos problemas que detectó Hume. En una carta fechada el 4 de setiembre de 1762, escribe que Reid supone algo tan contrario a la experiencia como que todos los humanos son filósofos que comparten las mismas tesis desde la infancia (Hume, 2004, p. 301). Como veremos, esta convicción la retoma George E. Moore, quien, no obstante, la refina y obtiene por derecho propio ser el punto de partida del debate contemporáneo sobre el sentido común.
El grueso de los filósofos que se han centrado en la reflexión sobre el sentido común lo han concebido como algo exclusivamente humano. No porque hayan pretendido negar una intencionalidad compartida con otras especies, así como con máquinas o divinidades, sino para fundamentar teorías y prácticas genuinamente humanas. Esta herencia es ilustrada, ligada a una apuesta por el progreso de la humanidad. Pero otra parte no menos importante de esta fijación es el impulso cristiano y teológico de dicha reflexión, empezando por Reid. Esto permite explicar por qué la concepción del sentido común que ha predominado en Occidente es antropogénica. Esta se diferencia notoriamente de la cosmogénica, que encontramos en China, por ejemplo, según la cual todo lo existente tiene un sentido y cualquier existente es capaz de advertirlo (Liu, 2007; Tingyang, 2021). También de la zoogénica, aunque sin negarla.
Un ejemplo de la concepción zoogénica es el siguiente. Si tengo un anillo en la palma de mi mano, la cierro y la agito, es muy probable que no solo los seres humanos que me estén percibiendo intuyan y crean que el anillo permanece en mi puño. Al menos un perro podría tener disposiciones mentales similares. Y no faltan quienes piensan que todos los organismos vivos tenemos un sentido común, siempre acorde con nuestro trasfondo evolutivo (Dennett, 2017), o que establecer una frontera entre humanos y el resto de los animales es la más radical y determinante de las discriminaciones (Segarra, 2022). Esta concepción del sentido común es creciente entre nosotros.
Volviendo al ejemplo, es muy probable que, si abriera la mano y el anillo no estuviera, a quienes me estuvieran percibiendo les pasaría por la cabeza que he hecho algún truco más o menos simpático. Pero, si yo lo negara y en su lugar afirmara que he hecho desaparecer el anillo, aparte de desinterés por lo que digo, por considerarme un charlatán, quizás generaría dos reacciones y una posibilidad que históricamente se ha entendido como fundamental. En efecto, unos buscarían una explicación a lo que ha pasado; otros considerarían que miento y que esta acción es reprobable y, si quisiéramos, podríamos entablar un debate al respecto. Ningún perro podría tomar parte en esto.
Este ejemplo me permite ilustrar qué entiendo por “concepción antropogénica” del sentido común: hay una forma de intencionalidad compartida exclusivamente por miembros de nuestra especie -aunque no esté presente en todo espécimen del Homo sapiens- y está vinculada con la ciencia y la ética. Si bien otros animales, un vegetal, los robots y quizás un querubín curioso puedan percibir que el anillo sigue en mi mano cuando la cierro, siguiéndose de ahí una concepción del sentido común más o menos cosmogénica o zoogénica, es razonable concebir que hay una intencionalidad compartida propiamente humana. Cuando hablo de la concepción antropogénica del sentido común, me refiero a esto.
A continuación, presento una defensa de esta concepción y tres alternativas. Me centraré en Moore para el primer caso. En cuanto al resto, presento tres concepciones etogénicas sobre el sentido común, las cuales se caracterizan por enfatizar que no es tanto el formar parte de nuestra especie lo que genera una intencionalidad compartida propiamente humana -lo que equivaldría a derivar el sentido común de una filogenia común (o de un Dios que nos tiene preferencia como especie)-, cuanto una serie de conductas humanas compartidas a partir de aspectos tales como los culturales o económicos. En este sentido, sostengo que el condicionamiento de la tecnología en el sentido común moderno es insoslayable para la filosofía práctica contemporánea.
2. Dos concepciones arquetípicas sobre el sentido común
George E. Moore es probablemente el filósofo de referencia de la concepción antropogénica del sentido común. Fue en 1925 cuando publicó su famosa defensa, con la que actualiza para el siglo XX una célebre tradición realista1 e intenta dar cuenta de nuestra intencionalidad autoevidente y de quiénes la comparten. Respecto a estos, Moore no solo no emite en ningún momento alegatos cosmogénicos o zoogénicos, sino que explícitamente se refiere a un nosotros (we) al que identifica con cuerpos humanos vivos sobre la Tierra y del cual dice tener certeza (for certain) (Moore, 1959, p. 44). El sentido común que defiende es el que presuntamente tenemos en tanto que congéneres mientras vivimos.
Este filósofo argumenta cómo es la intencionalidad que compartimos en su clásico Principia Ethica, de 1903. Como seguirá haciendo en la década de 1920, sostiene que el objeto de este libro, la ética, remite a cuerpos humanos (Moore, 2014, p. 114). Estos comparten una serie de nociones que pueden dividirse en simples y complejas; en cualquier caso, todas son sintéticas (Moore, 2014, pp. 121-124). Pone como ejemplo las nociones de “bueno”, “amarillo” y “caballo”: si bien las entendemos debido a nuestra experiencia, solo la última es definible. Lo que permite definir una noción es que es una suerte de noción de nociones; en el caso del caballo, podemos definirlo como un mamífero equino de tales y cuales características. Así, tan definible y complejo son un caballo como una quimera. Pero lo que caracteriza a nociones simples como “bueno” y “amarillo” es que simplemente sabemos lo que quieren decir.
En 1925, Moore vincula las nociones simples con el contenido del sentido común. Ante el enunciado “la Tierra ha existido durante muchos años”, sostiene que no hay que confundir su significado (meaning) con la cuestión de si lo entendemos (know what it means), es decir, si podríamos analizar su significado (Moore, 1959, p. 37). Moore añade que puede haber algunas dudas respecto a lo primero y ninguna respecto a lo segundo desde el momento en que advertimos su sentido ordinario. Quien entiende, entiende, pese a las limitaciones circunstanciales. Con esta tautología aparentemente bravucona, Moore piensa que ha demostrado tanto la existencia como la validez de una intencionalidad compartida cuanto menos por la mayoría de los cuerpos humanos vivos.
El sentido común tomado en abstracto y el sentido ordinario de los enunciados que empleamos en nuestro día a día y que naturalmente conocemos son equivalentes para Moore, de lo que deriva que implican una visión del mundo (view of the world) completamente verdadera en aspectos fundamentales, y que en esto coinciden todos los filósofos (Moore, 1959, p. 44). Así, esta concepción arquetípica del sentido común comporta que el hecho de que normalmente entendamos lo que se nos dice y que quienes lo entendemos somos los cuerpos humanos vivos -lo cual incluye a quienes se dedican a la filosofía- permite suponer que los humanos compartimos una serie de intuiciones y creencias. Asimismo, que entre estas se encuentren tales como saber qué quieren decir expresiones como “esto es amarillo” y “eso no es bueno” proporciona las bases para una ciencia y una ética universales.
Moore es un defensor del intuicionismo. Es un planteamiento filosófico controvertido y acaso tan antiguo como la filosofía, aunque en este trabajo me interesa afrontarlo para la ética. En este sentido, mientras que autores como Bernard Williams (2016, pp. 128-129) afirmaron su obsolescencia en el siglo pasado, en nuestros días hay autores como Markus Gabriel (2021) que -no sin confusión- siguen reivindicándolo. Quienes así proceden tienden a apelar al sentido común contra prejuicios, estereotipos, supersticiones, folklore.
Pero hay una paradoja en esta cuestión. Frente a quienes han llegado a sostener que la metodología por la que se formula la mecánica clásica es un conjunto de máximas del sentido común (cfr. Reid, 2004, p. 68), no han faltado los que sostienen que este, si es que es algo, no es más que una serie de prejuicios, estereotipos, supersticiones y folklore, y que está bien que así sea, por lo que hay que defenderlo con no menos énfasis del que Moore presentaba con una concepción opuesta. A finales del siglo XX, Hilary Putnam (2002) hizo un balance crítico de las derivas actuales de esta oposición con lo que llamó la Escila del cientificismo y la Caribdis del relativismo. Encontramos aquí otra concepción arquetípica respecto del sentido común: la etogénica.
La concepción etogénica del sentido común sostiene que la intencionalidad que compartimos los humanos no deriva del hecho de tener experiencias humanas, sino del hecho de participar de un grupo humano diferenciado. Acaso huelgue remarcar que esta concepción fue avalada por escritores románticos y ha sido especialmente desarrollada por antropólogos. Uno de ellos, Lucien Lévy-Bruhl (1985), también formado como filósofo, atacaba directamente en la década de 1920 al corazón del argumento de Moore al cuestionar que los seres humanos somos conscientes de ser un cuerpo humano vivo, señalando que esto es lo característico de la intencionalidad de los modernos; por su parte, argüía que la intencionalidad (l’âme, la mentalité) primitiva implica la autoidentificación del sujeto pensante no con la corporalidad, sino con la comunidad. El antropólogo materialista Marvin Harris (1998, p. 343), retomando unas tesis de Edward B. Tylor recuperadas más o menos por Freud (2002, p. 20), sugería que si hay algo realmente compartido en cuanto a la intencionalidad humana es el animismo. Esto se aleja de las presuntas nociones simples de Moore.
Un antropólogo que ha sabido matizar esta alternativa arquetípica es Clifford Geertz. Muy influido por Wittgenstein, de quien parte su célebre reflexión sobre el sentido común, sostiene que buena parte de lo que “nuestro” sentido común supone sobre el sentido común es una serie de trivialidades que no consigue dar cuenta de lo que es el sentido común más allá de lo que nosotros, occidentales modernos, solemos pensar al respecto. Por decirlo à la Moore, la proposición “la lluvia moja” es algo que no cuestiona nadie que sepa razonar (Geertz, 1994, p. 95). Pero ahí, dice, radica el problema, pues el sentido común no se limita a algo así como advertir presuntas nociones simples o la mecánica clásica, sino que comporta lo que hacemos a partir de tales advertencias. Y esto es una distinción analítica que debe ser considerada tanto por el científico social como por el filósofo moral.
El análisis del sentido común, a diferencia de su puesta en práctica, debe pues empezar por redibujar esta distinción difuminada entre la aprehensión objetiva de la realidad -o como quiera definirse lo que aprehendemos exacta e imparcialmente- y la sabiduría coloquial, mundana, los juicios y aseveraciones basados en ésta. Cuando decimos que alguien tiene sentido común no sólo queremos sugerir el hecho de que utiliza sus ojos y oídos, sino que, como decimos, los mantiene -o así lo intenta- abiertos, utilizándolos juiciosa, inteligente, perceptiva y reflexivamente, y que es capaz de enfrentarse a los problemas cotidianos de una manera cotidiana y con cierta eficacia. Y cuando decimos que le falta sentido común, no queremos decir que sea un retrasado, que no consiga entender que la lluvia moja y el fuego quema, sino que tropieza en los problemas cotidianos que la vida le arroja a su paso: que sale de casa sin paraguas en un día nublado (Geertz, 1994, pp. 95-96).
Geertz diferencia entre lo que podemos llamar un sentido común neutro y un sentido común operante.2 Mientras que el primero caracteriza planteamientos como los de Reid, Moore y los cientificistas, el segundo es el que han reivindicado relativistas y antropólogos como él. Pero ¿por qué este planteamiento es más convincente? No se excluyen necesariamente, cierto, pero el primero no pasa de ser una proyección abstracta del segundo.3 Presupone una “aprehensión objetiva de la realidad” independiente de “la sabiduría” efectiva. Es una petición de principio que puede no corresponderse con la investigación empírica. Por su parte, Geertz defiende que primero se constata que algunos humanos comparten cierta intencionalidad y solo después puede confirmarse cuán compartida es, pero a partir de tales constataciones. Estas delimitan cada sentido común.
La proyección abstracta que ha caracterizado a la concepción antropogénica del sentido común desde la Ilustración no consigue dar cuenta de por qué, de hecho, no todos los seres humanos parecen compartir una cierta intencionalidad. Cuando llueve, es el caso que algunos grupos de humanos cogen paraguas -o equivalentes- y otros no y que tanto los que lo hacen como los que no lo hacen intuyen y creen que eso está bien, a pesar de que probablemente unos y otros sepan que el agua moja. Este saber en sí mismo, con el que Moore relacionaba las nociones simples y que Geertz viene a entender como una especie de sentido común neutro, no da cuenta de lo que nos dice la experiencia. En este segundo caso, lo que cuentan son las conductas de unos cuerpos humanos vivos cuyo presunto sentido común, dejando de lado la abstracción, parece relativo. Y más cuando podemos agrupar tales diferencias en colectivos humanos (los estudiantes norcoreanos, los diagnosticados con TDAH, los liberales, etc.), tal como se hace en las ciencias sociales y en la filosofía moral.
“Cuando un Moore, un doctor Johnson, un alfarero zande o un hermafrodita pokot dicen que algo es real, maldita sea lo que eso significa” (Geertz, 1994, p. 106). En efecto, cuando llueve, algunos humanos cogen paraguas y otros no. Desde un sentido común neutro, quizás esto pueda experimentarlo cualquiera, incluyendo animales no humanos. Y no debe ser atendido más por el antropólogo que por el filósofo. Pero que “la lluvia moja” esté presente en intuiciones y creencias de unos y otros es cuanto menos secundario si queremos abarcar filosóficamente el sentido común. Nos debe interesar qué se hace al respecto. Sobre todo, si nos interesa la ética.
Con todo, me parece que en este punto hay una cuestión todavía más acuciante. No ya el hecho de que para la inmensa mayoría de los Homo sapiens no haya habido intencionalidad más compartida que la del animismo, como nos dicen ilustres antropólogos, sino el de que la tradición filosófica lleve al menos desde el siglo XVIII dividida entre quienes piensan que hay un sentido común determinante y quienes piensan que hay más de uno,4 en tanto que unos apelan más a lo que presuntamente se sabe y otros a los que constatamos, es razón suficiente para considerar este segundo planteamiento. Al final, en cierto modo, la concepción etogénica del sentido común es una suerte de herejía de la concepción antropogénica. Sin negarla necesariamente, la cuestiona.
No intento legitimar con este análisis un falso dilema. Geertz (1984) tampoco lo intentó, pues rehusó la etiqueta de relativista. Pero tampoco pretendo defender un planteamiento arquetípico. Antes, al contrario, subrayo que la concepción del sentido común es filosófica por ser controvertida e invitar a una aclaración racional que no tiene por qué abocarnos a defenderlo, como hicieron Moore y Geertz. Y, pese a lo señalado, de lo que adolecen razonamientos como los de ambos es cierta ingenuidad respecto a la mera ética, la moral efectiva, los valores que ejercen los humanos en su día a día. Los dos han obviado el papel de la hegemonía.
3. El sentido común como discurso hegemónico
Una de las grandes aportaciones al debate contemporáneo sobre el sentido común es la que han presentado Ernesto Laclau y Chantal Mouffe desde la década de 1980. De acuerdo con lo señalado, su concepción es etogénica, dado que se centran especialmente en el sentido común operante. Y, no por casualidad, la finalidad de su estudio es eminentemente práctica. Pero la principal contribución a este debate, frente a las concepciones arquetípicas representadas por Moore y Geertz, radica en el estudio crítico de los factores de subordinación y dirección que comporta una intencionalidad compartida. Esto no debe ser obviado por la filosofía moral.
La concepción de Laclau y Mouffe del sentido común es tomada de Antonio Gramsci. En un fragmento de los que escribió en prisión, el filósofo sardo sostenía que:
La filosofía es un orden intelectual, cosa que no pueden ser ni la religión ni el sentido común. […] [L]a religión es un elemento disgregado del sentido común. Por lo demás, “sentido común” es un nombre colectivo, como “religión”; no existe un sentido común sólo, sino que también el sentido común es un producto y un devenir histórico. La filosofía es la crítica y la superación de la religión y del sentido común, y de este modo coincide con el “buen sentido”, que se contrapone al sentido común (Gramsci, 1970, p. 366).
Según Gramsci, el sentido común es algo fundamental, como para Moore y Geertz; incluso piensa que es más básico que la religión. En sus notas sobre un libro de Nikolai Bujarin, publicado en 1921, lo define como el “folklore” de la filosofía, es decir, la intencionalidad compartida de donde parte la reflexión filosófica (Gramsci, 1993, p. 9). Pero, a diferencia de Moore, sostiene que el fundamento del sentido común es histórico: cambia, y por ello es equívoco, múltiple y en devenir. Y, a diferencia de Geertz, piensa que los diversos sentidos comunes no deben salvaguardarse por el simple hecho de que individúen a unos grupos frente a otros. No se le escapa que esto ha sido lo que han defendido tradicionalmente las órdenes religiosas, en especial las relacionadas con el catolicismo moderno, donde parece reconocer la raíz de las concepciones arquetípicas del sentido común. Asimismo, frente a ambos, defiende que la filosofía debe ser práctica y crítica del sentido común.
La posición de la filosofía de la praxis [es decir, la propuesta filosófica de Gramsci] es antitética de la católica: la filosofía de la práctica no tiende a mantener a los “sencillos” en su filosofía primitiva del sentido común, sino, por el contrario, a llevarlos a una superior concepción de la vida. Afirma la exigencia del contacto entre los intelectuales y los sencillos, pero no para limitar la actividad científica y mantener una unidad al bajo nivel de las masas, sino precisamente para construir un bloque-moral-intelectual que haga políticamente posible un progreso intelectual de la masa, y no sólo de reducidos grupos intelectuales (Gramsci, 1970, p. 372).
Esta noción de “bloque-moral-intelectual” o bloque histórico revela el carácter más controvertido de las ideas de Gramsci sobre el sentido común. Valga recordar su llamativa influencia en pensadores y estrategas caracterizados tanto por criticar el capitalismo como por presentar una alternativa al marxismo dirigido por el Kremlin (Anderson, 1979). En especial, por su crítica al intento de reducir la intencionalidad compartida por seres humanos a una presunta “naturaleza humana” o mera superestructura y, a su vez, por tomarla como punto de partida para la reflexión ética y política realmente efectiva.
La relación que Gramsci establece entre la cultura y el sentido común, tras entenderlo como contrario al “buen sentido”, implica una crítica radical a concepciones como las de Moore y Geertz. De entrada, es harto significativo que el filósofo inglés no contemple la cultura en su defensa del sentido común. De acuerdo con su léxico, sería una noción compleja, como “caballo” y “quimera”. Esto permite suponer que la cultura es un agregado de los individuos en lugar de algo constitutivo de estos, como han supuesto Geertz y Gramsci. Así, reduce la comprensión de los seres humanos a la ofrecida por un individualismo metodológico, tan criticado históricamente desde la antropología y el marxismo.
No es casual ni que el individualismo metodológico fuera acuñado por Joseph A. Schumpeter (2017, pp. 57-63) por las mismas fechas en que Moore reducía a los humanos a meros cuerpos vivos, ni que este autor, al final de su vida, recordara que algunos economistas alemanes identificaron este “método” a finales del siglo XIX como el característico de la Economía Política británica y lo calificaran de “aislacionista”, pues diluía los factores históricos en la teoría abstracta (cfr. Schumpeter, 2006, p. 780). Volveré más adelante sobre Schumpeter. De momento, remarco que la concepción arquetípica que representa Moore fue vinculada con una práctica local y abstraccionista antes de la publicación de Principia Ethica.
No menos significativo es que Geertz parezca equiparar lo que Gramsci diferencia como “buen sentido” y “sentido común”. Este, según el antropólogo californiano, “representa el mundo como algo familiar, un mundo que cualquiera puede y podría reconocer, y en el que cualquiera puede o podría mantenerse sobre sus propios fines” (Geertz, 1994, p. 114). Y, no obstante, añade que lo formulado por un occidental más o menos genial no puede sino ser una expresión de la cultura occidental (Geertz, 1984, p. 272). Ahora bien, por decirlo con Gramsci y con cierta ironía, Geertz se comporta como aquel misionero que aspira a conservar a los indígenas en su hábitat y, por tanto, mantenerse fiel al credo cristiano. Queriendo comprender y proteger las culturas ajenas, con cierta ejemplaridad científica y ética, acaba siendo un conformista acrítico respecto a la cultura propia, lo que Gramsci identificaba como posición católica, defensora de los “sencillos”.
Es a raíz de estos matices que la lectura que de Gramsci hacen Laclau y Mouffe se hace especialmente atractiva. La clave está en la noción señalada de “bloque histórico”; según Laclau y Mouffe (2015, p. 75), Gramsci la elabora confluyendo las aportaciones teóricas y prácticas de Lenin y Georges Sorel. Este intelectual anarcosindicalista, teórico del mito político y crítico del mecanicismo dominante en la Segunda Internacional, inspira al filósofo sardo en su rechazo del economicismo y en una concepción de la historia entendida como una serie discontinua de bloques históricos. Estas ideas no solo tienen repercusión en pensadores con responsabilidades revolucionarias: repercuten en otros comprometidos con la reacción nacionalsocialista, como Carl Schmitt (Morro, 2022). También volveré sobre este autor más adelante.
En cuanto a Lenin, repercute en Gramsci no solo por afinidad ideológica, sino también como filósofo. Esto nos lleva directamente a la noción de “hegemonía”, la cual fue ampliamente comentada entre 1908 y 1917 por los socialdemócratas rusos (cfr. Anderson, 2006, p. 30), entre los que se encontraba el futuro líder bolchevique. La “hegemonía” en esos debates fue como un equivalente del “sentido común” y la “cultura” que por esas mismas fechas discutían los filósofos analíticos y los antropólogos culturales, dado su denominador común: el conjunto de intuiciones y creencias que llevan a los humanos a pensar y hacer unas cosas y no otras.
El quehacer intelectual de Gramsci consiste en buena parte en cómo politiza la noción de “hegemonía”, ya que la extendió “a los mecanismos de la dominación burguesa sobre la clase obrera en una sociedad capitalista estabilizada” (Anderson, 2006, pp. 40-41). Esto le lleva a romper con el esquema leninista clásico. “Si en el leninismo se daba una militarización de la política, en el caso de Gramsci hay una desmilitarización de la guerra” (Laclau y Mouffe, 2015, p. 105). En efecto, ya no se trata ni de imponer ni de mantener algo así como un sentido común, el más o menos deseable, sino de articularlo. De ahí a “la batalla cultural”.
Como ha dicho Perry Anderson (2006, p. 41), el filósofo de cabecera de Gramsci a la hora de desarrollar esta noción de “hegemonía” no es Marx ni Lenin, sino Maquiavelo. Por su parte, en sus ulteriores reflexiones sobre cómo articular un sentido común democrático hoy, Mouffe (2018, p. 23) ha reconocido reiteradamente que su principal referente al respecto es el pensador florentino. Esto no es baladí, pues permite advertir que una parte del debate contemporáneo sobre el sentido común tiene sus bases en un autor anterior al pensamiento ilustrado y las ciencias sociales y cuyas reflexiones son eminentemente prácticas en un contexto de crisis radical, como es la Florencia del siglo XVI. Asimismo, se trata de un contexto previo a la Revolución Industrial y el movimiento obrero, lo cual permite entender por qué ni Gramsci ni Laclau o Mouffe entienden los sujetos políticos como “clases”, sino como voluntades políticas complejas (Laclau y Mouffe, 2015, p. 102). Esto nos previene contra una tendencia habitual en concepciones arquetípicas, como las de Moore y Geertz, y en los marxismos oficializados tras la Segunda Internacional y la Revolución de 1917: el esencialismo. Este es derivado del olvido de que los humanos nos movemos según criterios radicalmente parciales y tendencialmente polémicos.
De este olvido se deriva que haya un único sentido común, que haya tantos como culturas, que pueda haber un sentido común socialista y otro capitalista o que haya culturas burguesas y proletarias. Todo esto conecta con una idea petrificada de “hegemonía” que, en la práctica, supone obviarla. Pero lo cierto es que en los procesos de modernización está siempre en disputa, y no solo entre políticos o en debates académicos, sino en toda práctica social (Laclau y Mouffe, 2015, p. 127). De hecho, la conciencia al respecto surge como respuesta a las crisis, que son momentos que envuelven la construcción de un bloque histórico (Laclau y Mouffe, 2015, pp. 31 y 177). No es casualidad que se apele públicamente al sentido común sobre todo cuando se le reta.5 Es como si fuéramos especialmente conscientes de que hay algo así como un sentido común cuando este parece perder garantías. ¿Es una simple casualidad que el sentido común devenga un problema filosófico explícito en el siglo XVIII, en pleno momento de profundas revoluciones, y lo retome Moore mientras los antropólogos teorizan la pluralidad de mentalidades humanas y los marxistas preparan programas prácticos que hagan saltar las sociedades humanas por los aires?
Laclau y Mouffe amplían la concepción etogénica que Gramsci elabora del sentido común a través de una teoría del discurso inspirada, entre otros, por Wittgenstein. Así, la complejidad que supone el sentido común no es solo la expresión de diversas voluntades políticas más o menos hipotéticas, sino de “juegos de lenguaje” localizables en determinados contextos (Mouffe, 2012, pp. 73-91). De ahí que el sentido común comprenda diversos juegos de lenguaje articulados de tal manera que genera un centro narrativo a partir de lo cual se organizan las intencionalidades compartidas (Laclau y Mouffe, 2015, pp. 146-155). Es por esto por lo que se entiende como un discurso hegemónico, esto es, un discurso de discursos que orienta el pensamiento y la acción tras la construcción de un bloque histórico en un momento crítico.
4. El sentido común a través de los paradigmas tecnoeconómicos
La concepción etogénica del sentido común que Laclau y Mouffe desarrollan a partir de Gramsci es una crítica constructiva a las concepciones arquetípicas comentadas. El sentido común no es uno ni tampoco es simplemente dado. Por lo menos no lo es más que las relaciones sociales o los juegos de lenguaje que, en condiciones modernas, están expuestos constantemente a crisis. La filosofía y las turbulentas condiciones que le subyacen desacreditan tanto a Moore (1959, p. 32), quien considera posible que ningún filósofo haya estado en desacuerdo con sus postulados sobre el sentido común, como a Geertz (1994, p. 106), quien entiende que el sentido común es totalizador. Las investigaciones filosóficas y científicas que se han desarrollado en los dos últimos siglos sobre el sentido común, así como las instrumentalizaciones que se han hecho de este, son pruebas fehacientes de las limitaciones teóricas y prácticas que entrañan los planteamientos de estos referentes académicos.
La intencionalidad compartida que comporta el sentido común no solo es lingüística y situada: también es histórica y política. Esto debería traer a colación al capitalismo como algo más que una anécdota pedante o una excusa partidista. Asimismo, la historia y la política centradas en el sentido común no se limitan a algo así como administrar lo que uno sabe frente a las sospechas del prójimo, como quien gestiona obviedades o un parque temático para ilustrar a un espectador, sino que revelan conflicto, tensión, una lucha más o menos latente que tiende a establecer un centro, una hegemonía, un discurso de discursos que tiene repercusiones prácticas. Estas tesis hacen que la obra de Laclau y Mouffe deba ser considerada en los debates filosóficos sobre el sentido común.
Es aquí donde creo que son precisas un par de observaciones. Aunque nuestro sentido común está expuesto a crisis, es acaso exagerado suponer que las crisis contemporáneas radiquen exclusivamente en las que se derivan de la proliferación de juegos de lenguaje. Ciertamente, dicha proliferación parece haberse desarrollado en paralelo a lo que Laclau y Mouffe entienden como la triunfante revolución democrática que se extiende desde finales del siglo XVIII. Y, en efecto, puede decirse que nuestro sentido común es democrático pese a no estar garantizado como si fuera un destino. Pero no parece justificado que se obvie el papel de la tecnología y su relación con el capitalismo en el arraigamiento, la consolidación y las amenazas a este.
No puede rechazarse sin más que las articulaciones del sentido común estén condicionadas por la tradición y todo tipo de discursos heredados. Esto no solo parece haber sido bien justificado por Gramsci, incluso en contextos revolucionarios en diferentes puntos de Europa, sino que tiene fuerte carga empírica proporcionada por los estudios antropológicos. No obstante, parece gratuito pensar que, en los dos últimos siglos, con la expansión del capitalismo, el papel de la tecnología haya sido tangencial, testimonial o superficial respecto de tales articulaciones. Sobre todo, tras corroborar que esta tiene también efectos históricos y políticos y dado su carácter inteligible y aun dirigible. En pocas palabras, creo que las grandes aportaciones de Laclau y Mouffe al debate del sentido común deben llevarse hasta ulteriores consecuencias. Y esto es tarea de la filosofía práctica.
Retomaré de forma crítica la teoría de los paradigmas tecnoeconómicos (en adelante, PTE) para desarrollar estas observaciones. Esta teoría ha sido desarrollada por los llamados economistas evolucionistas o neoschumpeterianos bajo la premisa de que las innovaciones tecnológicas se han convertido en el factor clave para enmarcar el funcionamiento de la economía, la sociedad y el pensamiento modernos (Morro, 2021a). Por decirlo con retórica schumpeteriana, sin ellas no se entenderían ni las destrucciones ni las creaciones que han configurado nuestro presente, como prueba cualquier panorámica de las formas hegemónicas de producción u organización, incluyendo las relativas a la guerra, la educación o el entretenimiento, que se han sucedido desde la Revolución Industrial. Es preciso remarcar que tales teóricos no sostienen que la tecnología sea un invento del siglo XVIII ni que sea el único factor determinante de la condición humana moderna, lo cual parece desmentido por lo que he comentado, sino que esta es fundamental para entender nuestra condición moderna o capitalista en tanto que diferenciada de otras épocas o culturas. Y es por esto por lo que parece acuciante incorporar esta teoría al debate actual sobre el sentido común.
El concepto de PTE fue acuñado por la economista venezolana Carlota Pérez en la década de 1980, en sintonía con otros intérpretes de Schumpeter, cuando Laclau y Mouffe publican su lectura conjunta de Gramsci. Pese a que provengan de tradiciones diferentes, entre unos y otros hay importantes puntos en común. Según Pérez, una revolución tecnológica moderna genera un paradigma en el sentido original de Thomas S. Kuhn “porque define el modelo y el terreno de las prácticas innovadoras ‘normales’, prometiendo el éxito a quienes sigan los principios encarnados en las industrias-núcleo de la revolución” (Pérez, 2004, p. 33). Esta normalidad se parece a lo que Gramsci entendía por cultura.
El nuevo paradigma tecnoeconómico asume gradualmente la forma de un nuevo ‘sentido común’ para la acción efectiva en cualquier área de actividad. Pero mientras las fuerzas competitivas, la búsqueda de ganancias y las presiones de supervivencia ayudan a difundir los cambios en la economía, las vastas esferas social e institucional, donde también se necesita el cambio, permanecen rezagadas por la fuerte inercia derivada de la rutina, la ideología y los intereses creados. Es esta diferencia entre el ritmo de cambio de las esferas tecnoeconómica y socioinstitucional lo que explicaría el turbulento periodo que sigue a cada big-bang y por lo tanto, el retraso en el pleno aprovechamiento social del nuevo potencial (Pérez, 2004, pp. 52-53).
Tanto para Pérez como para Laclau y Mouffe, el sentido común es histórico y la historia no es armónica ni un continuo, sino una serie de saltos discontinuos que generan conflictos que acaban reestructurando lo que los humanos piensan y hacen. Esto implica una concepción del sentido común alternativa a las arquetípicas.
Con todo, lo que la teoría de los PTE parece aportar al actual debate sobre el sentido común es una explicación complementaria a la ofrecida por Laclau y Mouffe sobre cómo aparecen las crisis de la intencionalidad compartida. En este sentido, es preciso entender los discursos como recursos y, por tanto, el sentido común como un recurso hegemónico de recursos. Esto me lleva a enfatizar la idea de sentido común operante en un marco no solo de múltiples juegos de lenguaje en los que el acuerdo no está garantizado, como prueba el hecho de que apelemos al sentido común cuando sospechamos que se va a incumplir, sino donde tales “juegos” se entremezclan con otras prácticas que ni son meramente discursivas ni se ejecutan al margen de la tecnología.
Esto último parece reconocerlo Laclau al afirmar que los discursos son “como totalidades estructuradas que articulan elementos tanto lingüísticos como no lingüísticos” (2005, p. 27). Pero es ambigua la afirmación que hace junto con Mouffe según la cual las crisis constantes de la intencionalidad compartida son correlativas a la expansión del sentido común democrático que surge con la Revolución francesa (Laclau y Mouffe, 2015, p. 197). Y es que, dicen, entonces surge una serie de intuiciones y creencias que hacen que cada cual se vea a sí mismo como parte del “pueblo” en cuanto poder absoluto. De ahí que consideremos que es normal que seamos nosotros quien ordena qué se hace. Y, como en el día a día de las relaciones modernas uno puede sentirse excluido del pueblo en este sentido o chocan entre sí los diversos juegos de lenguaje en torno a este, se presume que nuestra intencionalidad compartida es necesariamente autocrítica.
Esta explicación parece un juego de lenguaje elaborado en retrospectiva sobre nuestro sentido común, haciéndose más hincapié en “la política” que en “lo político”, como si en condiciones modernas fuera más básica la creación del orden que el de su destrucción, por usar una brillante distinción de Mouffe (1999, p. 191) . Pero ¿es sostenible creer que nuestro sentido común se basa más en los ideales revolucionarios del siglo XVIII que en los recursos que revolucionan, desde entonces, los ideales heredados? Al fin y al cabo, no es la Revolución francesa ni su discurso lo que llega a nuestros días, sino los PTE. O, a lo sumo, el discurso revolucionario nos ha llegado a través de estos. Pérez sostiene que ha habido cinco.
Los PTE han forjado sucesivos sentidos comunes. Y, en sus diversas manifestaciones, han implicado que somos nosotros quienes ordenamos qué se hace. Por eso, todos son modernos. El primero arraiga en Inglaterra con la Revolución Industrial; el segundo se difunde desde Inglaterra a EE. UU. y Europa e inicia la era del vapor y los ferrocarriles; el tercero arranca en EE. UU. y Alemania y da comienzo a la era del acero, la electricidad y la ingeniería pesada; el cuarto tiene su centro en EE. UU. y se expande a Europa, iniciando la era del petróleo, el automóvil y la producción en masa; y el quinto, el vigente, se expande desde EE. UU. a Europa y Asia y abre la era de la informática y las telecomunicaciones (Pérez, 2004, pp. 32-47). Me reservo para el siguiente apartado qué nos dice de nuestro sentido común esta sucesión sociohistórica.
Es igualmente relevante para el mencionado debate la idea implícita en el enfoque neoschumpeteriano según la cual los PTE no tienen un carácter modal respecto al sentido común efectivo. En efecto, su carácter es substancial, algo que no parece fácilmente asimilable por un planteamiento donde los discursos se presentan como el fundamento de los cambios históricos y políticos. Y es que un planteamiento de este tipo parece sugerir que los PTE, si existen, son o un epifenómeno del sentido común o simplemente coinciden con el discurso hegemónico. La primera opción parece invertir acríticamente ciertas interpretaciones economicistas del marxismo, quedando la suya comprometida con algo así como que las infraestructuras se generan a partir de la superestructura dominante. La segunda parece simplemente mágica, como si los cambios que suceden en paralelo entre la extensión de las revoluciones tecnológicas y la de las prácticas normalizadoras, con las respuestas comunes a las que ambas se enfrentan, fueran solo casuales. En definitiva, ninguna de estas opciones parece ofrecer una respuesta satisfactoria a la correlación entre nuevas tecnologías y sentido común.
La teoría del sentido común que presentan Laclau y Mouffe posibilita una crítica consistente a las concepciones arquetípicas del sentido común. Pero falla a nivel explicativo en los puntos que más enfatiza: la historia y la política del sentido común moderno. Pienso que lo que aboca a estas limitaciones es la excesiva influencia de Carl Schmitt, cuya concepción idealista del mito simplemente obvia qué son los recursos (Morro, 2022). Frente a esto, una teoría como la de Pérez posibilita una aproximación sanadora a una concepción etogénica del sentido común. No obstante, es posible una síntesis de ambas.
5. La singularidad de nuestro sentido común
Quien entiende, entiende. Un enunciado bravucón, tanto como el sentido común y como quienes lo ponen en cuestión. Entendemos lo que es bueno, aunque no sepamos definirlo, y nos pasa lo mismo al advertir que compartimos intencionalidad con alguien. Ahora bien, aunque quien entiende sea un humano, no es un humano cualquiera. Entendemos por lo que hacemos, no solo por ser cuerpos vivos, y lo que hacemos los modernos está filtrado por PTE. Retomando críticamente a Moore, es en estos donde hay que buscar la realización de nuestra visión del mundo, sus condiciones de posibilidad efectiva. Asimismo, esta visión no se limita a intuiciones y creencias dadas, como parece suponer también Geertz, sino hegemónicas, esto es, las que expresan la mera ética de la que parte la reflexión filosófica. También, pues, la ética estricta.
Una ciencia y una ética no ya universales, como aspiraban los ilustrados y los realistas morales del siglo XVIII, sino fáctica, no puede ser sino hegemónica. Y esto implica la historia y la política. Podemos decir que es de sentido común coger el paraguas cuando llueve, al menos si no queremos mojarnos, y podemos dar por hecho que si se nos exige que tengamos sentido común cuando está lloviendo se nos está exigiendo, entre otras cosas, que llevemos un paraguas con nosotros. Pero esto solo es un ejemplo de cómo un recurso como el paraguas, o mejor, cómo lo que hacemos con esto, configura nuestro sentido común y, al mismo tiempo, cuán limitante es suponer un sentido común neutro en detrimento de un sentido común operante, el cual es algo que se sobrepone a nuestro hacer y que nunca está garantizado.
Dicho esto, ¿qué sentido común opera cuando necesito comunicarme con alguien que en este momento está a 300 km de mí? ¿Tomar un caballo?, ¿un tren?, ¿enviarle un telegrama?, ¿llamarle por teléfono?, ¿hacerle una videollamada? Que estas respuestas hayan expresado un sentido común, no menos que coger un paraguas cuando llueve, ejemplifica su correlación con los PTE. Todas han sido de sentido común de acuerdo con la tecnología de la época.
Hay suficientes razones para prestarles una debida atención filosófica. Además de lo comentado, porque los teóricos neoschumpeterianos están presos de un sentido común acrítico. Son una suerte de intuicionistas, de apologetas de la mera ética, de lo que Gramsci llamaba “los sencillos”. Defienden tácitamente la cultura hegemónica en el capitalismo actual, la del sentido común realmente operante, cuya razón es tecnoeconómica y puede sintetizarse como “la actitud por la que se postula que la tecnología y sus innovaciones son la condición fundamental del mundo contemporáneo y la solución insuperable y armonizadora, además de generadora de riqueza, ante los problemas que de éste se derivan” (Morro, 2021a, p. 43). Por eso, entienden al ser humano como a un fantasma funcional: una variable reducida a un tablero que incluye proyecciones formales y sucesivas de la economía, la sociedad y el pensamiento cuyo equilibrio dado, desequilibrio tendencial y reequilibrio posterior dependen exclusivamente de innovaciones tecnológicas.
Así, los agentes se entienden como funcionales en tanto que se entiende que necesariamente se han de adaptar a las innovaciones en curso, así como fantasmales, ya que sus condiciones fácticas se subordinan a las virtuales potencialidades de la tecnología. La plasticidad humana es imaginada desde la proyección de la innovación tecnológica (Morro, 2021a, p. 45).
Pese a su sugerente aportación, incluso para la filosofía, la concepción del sentido común que se deriva de la teoría originaria de los PTE supone una vinculación esencialista entre el capitalismo heredado y los humanos por venir. Pérez y el resto de los economistas evolucionistas hacen de esta civilización lo que Moore y Geertz hicieron con el sentido común: un arquetipo supuestamente infranqueable.
La teoría de los PTE obvia el bloque histórico al suponer que el sentido común es solo un resultante de nuevos medios o recursos, de los que los fines o valores son supuestos como un apéndice.
El mundo de las computadoras, la producción flexible e internet tiene una lógica diferente y requisitos distintos de los que facilitaron la difusión del automóvil, los materiales sintéticos, la producción en masa y las redes de autopistas. Repentinamente, en relación con las nuevas tecnologías, los viejos hábitos y regulaciones se tornan obstáculos, los viejos servicios e infraestructura se vuelven insuficientes, y las viejas organizaciones e instituciones inadecuadas. Debe crearse un nuevo contexto; debe emerger y propagarse un nuevo “sentido común” (Pérez, 2004, p. 73).
Pero la política no se limita a lo político ni es un simple reflejo de este, como insiste correctamente Mouffe, puesto que el ordenamiento no emana programáticamente de las disposiciones. En este punto, alejándose de Schumpeter, quien advirtió que la politización de la destrucción creadora era un hecho que los intelectuales anticapitalistas de su época habían entendido mejor que nadie (Schumpeter, 2015, pp. 247-287), la correlación que presenta Pérez entre nuevas tecnologías y sentido común peca de pretenciosidad apolítica. Obvia la idea de “articulación” que Gramsci recupera de Maquiavelo.
La mejor prueba de que un bloque histórico aparece en estrecha compenetración con un PTE la encontramos en nuestro sentido común. En tanto que operante y no simplemente neutro, no hay que buscar su forja en la aparición de los homínidos ni en la Antigua Grecia, sino tras la Guerra Fría, concretamente en lo que Laclau y Mouffe (2015, pp. 216-239) entendieron como una ofensiva que articulaba el creciente rechazo a la burocracia tradicional y la creciente pluralidad de sujetos sociales. Pero me parece errado sugerir que tanto ese rechazo y esa pluralidad como el hecho de que ambos fueran manifiestos y crecientes en la década de 1980 no fueran impulsados por fenómenos como el uso intensivo de la información, las estructuras en red, el valor añadido intangible, la segmentación de mercados y el contacto y acción instantáneas, todos ellos característicos del PTE vigente (Pérez, 2004, p. 44). Sobre todo, cuando todo aquello hoy parece haberse consolidado hasta el punto de constituir el grueso de nuestras relaciones sociales.
Esta consolidación se corroboró a nivel global con las gestiones de la crisis de la COVID-19 (Morro, 2021b). El teletrabajo, pero también la educación, el consumo y el ocio online a gran escala, así como la información efectiva relacionada con las recomendaciones, restricciones y atenciones relacionadas con la pandemia fueron impensables al margen del PTE vigente.6 Asimismo, si nuestros sentidos nos permiten interactuar con nuestro entorno y son comunes en tanto que los agentes de nuestro entorno interactúan con nosotros, ¿cómo pueden suponerse las actuales tecnologías de la información y la comunicación -las célebres TIC- como un simple agregado de nuestra intencionalidad compartida con otros humanos de nuestra época? ¿Cómo imaginar nuestro sentido común, o incluso nuestros cuerpos vivos en el sentido de Moore o las culturas tal como las presenta Geertz, al margen de las tecnologías sin caer en una abstracción? Es más: ¿qué reporta dicha abstracción para la reflexión ética y política?
Fue precisamente en el contexto de la crisis de la COVID-19 cuando Mouffe dejó entrever las ambigüedades más dificultosas de su concepción del sentido común. En un artículo donde propone explícitamente un populismo de izquierdas (Mouffe, 2020), en la línea del proyecto filosófico-práctico conjunto con Laclau, decía que o construimos un nuevo sentido común democrático o triunfará el solucionismo, la intuición según la cual todo problema tiene una solución tecnológica. A su juicio, esto facilita la aceptación de formas postdemocráticas de tecnoautoritarismo (techno-authoritarianism) que permanecen inmunes al poder democrático y que, a la larga, pueden generar estados tecnototalitarios (techno-totalitarian) de vigilancia. El principal problema que hay aquí es que se soslaya el papel de la tecnología en la configuración de nuestro sentido común.
En la medida en que no es una caricatura, el solucionismo se ajusta a la razón tecnoeconómica postulada por los teóricos de los PTE. Es por esto por lo que ya es lo que Gramsci llamaría el folklore de lo que ha de ser la filosofía actual, esto es, el discurso hegemónico que es preciso criticar. Sin embargo, suponer que sea un mero discurso que articula diversos juegos de lenguaje que predisponen qué hacer con la tecnología en lugar de un recurso hegemónico de recursos respecto a los cuales mantiene una relación consubstancial, pese a no implicar una causalidad fatalista, es superficial en lo teórico e irresponsable en la práctica. El mismo planteamiento entre democracia o solucionismo es un falso dilema más propio de un mitin electoral que de la filosofía práctica. Pero lo que lo hace retórico, en el peor sentido del término, es obviar que ninguna de las dos puede realizarse al margen de un PTE, sea el que está en curso o el que tenga que venir.
Pensar que un hipotético estado tecnototalitario de vigilancia pueda derivar de un discurso al que cabe anteponer otro discurso está en la línea de la teoría del mito de Sorel que, mediante Schmitt, caracteriza el populismo posmarxista de Laclau y Mouffe. Como si el bloque histórico que antecede a un nuevo sentido común fuera meramente discursivo. Con todo, cabe una última observación crítica a este respecto antes de pasar a las conclusiones. Y es que el solucionismo no solo no parece poner en riesgo la crisis constante de la intencionalidad compartida: lo acelera.
Si nuestro sentido común es necesariamente autocrítico -pues esto no puede sino surgir de la herencia de finales del siglo XVIII, según la cual intuimos y creemos que somos nosotros quienes ordenamos qué se hace-, cabe suponer que el solucionismo es moderno. Esto no contradice a Laclau y Mouffe, quienes advertían en 1985 que “[e]l ámbito discursivo de la revolución democrática abre el campo a lógicas políticas tan diversas como el populismo de derechas, el totalitarismo o una democracia radical, precisamente porque ninguna teleología puede dar cuenta de las articulaciones sociales” (Laclau y Mouffe, 2015, p. 212). No obstante, si lo vinculamos directamente a un “populismo de derechas” reconocible en los gurús de Silicon Valley o en las caras visibles de las gestiones de la pandemia, o indirectamente a un “tecnototalitarismo”, no parece obvia su conexión con un ámbito discursivo naciente con la Revolución francesa. Por el contrario, no solo sí se puede conectar con el PTE vigente, sino que dicho ámbito dudosamente podría haber configurado nuestro sentido común -y no solo de algún grupo social más o menos reducido- si no fuera por las sucesiones y expansiones de los diferentes PTE.
En sus recientes observaciones, elaboradas en un marco de crisis radical como el de las crisis de la COVID-19, Mouffe no cae en la trampa de imaginar que el sentido común por venir sea un mero resultante de los medios o recursos. Su postura es netamente política. Asimismo, no parece pronosticarle un fin al sentido común moderno, al menos en el corto o mediano plazo. Lo que sí parece estar en crisis es la democracia, pero eso es intrínseco a los procesos de modernización. En cuanto a los PTE, no parece que garanticen la democracia, aunque la puedan potenciar. Lo uno y lo otro han forjado un curioso maridaje desde hace más de dos siglos.
6. Conclusión: sentido común, nuevas tecnologías y porvenir democrático
Hay sentido común. Es legítimo suponerlo desde la ciencia y la filosofía, sea como hipótesis para el trabajo empírico o como postulado para los razonamientos, en todas las entidades sujetas a evolución por selección natural. Esto incluye a nuestra especie. También es legítimo suponer que el Homo sapiens comporta un sentido común propio, más o menos ideal, amparado tanto por la documentación aportada por los historiadores de la filosofía como por el hecho de que solo los seres humanos han propuesto bases comunicables para una ciencia y una ética universales. Todo esto sin perjuicio de que no todos los seres humanos explican y actúan de la misma manera.
Esto último conduce a una concepción antropogénica del sentido común, la cual es arquetípica en las investigaciones y debates que se han llevado a cabo respecto a este tópico al menos desde el siglo XVIII. Otra concepción arquetípica, a raíz del romanticismo, es la etogénica, la cual supone que a cada grupo humano diferenciado le corresponde un sentido común diferenciado. Esta premisa ha caracterizado una parte importante de la antropología cultural. La principal conclusión de ciertos representantes de esta disciplina es que hay diversos “sentidos comunes”.
La relevancia de la pluralidad de sentidos comunes no es solo un problema científico, del que tratan de dar cuenta las ciencias sociales, sino un problema filosófico. En especial, para la filosofía práctica, ya que el hecho contrastado de que no todos los grupos humanos comparten las mismas intuiciones y creencias sobre qué hacer, y muy especialmente porque el hecho de que las compartan no implica una misma conducta colectiva, como prueba tanto la historia general como la historia del capitalismo, es un problema insoslayable para la reflexión ética y política.
Es igualmente insoslayable que los sentidos comunes no son “destinos”. El sentido común cambia, y las teorías y las prácticas propuestas para dar cuenta de tales cambios convocan a una concepción filosófica de la cultura y la economía. Esto supone una crítica de la concepción antropogénica del sentido común, pero también una crítica no menos radical de la concepción etogénica. Para entender el sentido común, tan ideológico y limitante es el ideal de “ser humano” como los ideales de “cultura” y “economía”. Sus respectivas realizaciones no están al margen de la historia y la política, las cuales se pueden -y se han de- estudiar en clave empírica y conceptual.
Nuestro sentido común es “animal” y “humano” y está confeccionado por elementos “culturales” y “económicos”. Pero nos movemos en abstracciones arquetípicas si obviamos que nada de esto se realiza sin factores de subordinación y dirección efectivas. Y, en lo que respecta a los grupos humanos que operan en el capitalismo triunfante desde hace dos siglos, la efectividad en cuestión es ininteligible al margen de la democracia y la tecnología. El sentido común moderno, pues, está entrelazado con lo democrático y lo tecnológico y no es un destino en absoluto. Cabe recordar en este punto las palabras con las que Hume reseñaba las tesis de Reid sobre el sentido común: “Ojalá los párrocos se limitasen a su antigua ocupación de preocuparse los unos a los otros; y dejasen a los filósofos argumentar con templanza, moderación y buenos modales” (Hume, 2004, p. 302). Una filosofía sierva del sentido común es solo ideología.
He aquí algunos puntos de partida para la reflexión filosófica sobre nuestro sentido común. Esta intencionalidad compartida, lejos de ser una lista afortunada de intuiciones y creencias autoevidentes, es una producción compleja sometida a una discursividad hegemónica irreductible a neutralidad. Solo afrontándola y presentándole alternativas podremos llevar a cabo una filosofía práctica a la altura de los tiempos que corren. Estos se realizarán junto a las nuevas tecnologías en uso y el porvenir inmediato de la democracia. Al menos, en nuestras coordenadas capitalistas.