Introducción
En nuestro medio académico hispanoparlante, el pensamiento de Eugen Fink, particularmente su filosofía cosmológica de posguerra, ni ha sido suficientemente analizado ni ha gozado del reconocimiento que merece. Menos aún se ha destacado su significatividad para los tiempos que corren. Esta circunstancia se debe, en gran parte, a que el autor fue considerado o bien un exégeta de Husserl, de quien, como es sabido, fue asistente, y a cuya fenomenología está consagrada la primera etapa de su pensamiento, o bien como un intérprete de Heidegger, con quien comparte un ámbito temático. Así las cosas, Fink pareciera haber sido relegado a la condición de una figura secundaria del movimiento fenomenológico friburgués, permaneciendo a la sombra de los dos gigantes de la fenomenología, de quienes se le suele considerar un mero intérprete. Consecuentemente, también ha caído, si no en el olvido, al menos en el descuido, la importancia de la perspectiva cosmológica, original y originaria, desde la cual el filósofo pensó el mundo y la existencia humana. Este descuido constituye, sin dudas, una injusticia, porque hay un pensamiento cosmológico finkeano personal, cuyos temas centrales son dos. En primer lugar, el “mundo”, concebido ya no husserlianamente como horizonte de todos los horizontes de la percepción intencional del sujeto trascendental,1 ni al modo de Ser y tiempo, como estructura de la existencia humana, sino como movimiento ontogénico omniabarcante, desde el cual emerge o eclosiona y se configura el espacio-tiempo y, concomitantemente con él, viene al aparecer y se individúa todo aquello que aparece. En segundo lugar, la existencia humana en su estar ya siempre en relación con el mundo, es decir, la existencia pensada a partir de su estar ya siempre determinada por el modo en que el movimiento que el cosmos es la hace aparecer, configura y condiciona desde sus más radicales fundamentos. Hay, entonces, un pensamiento finkeano original, centrado en las cuestiones fundamentales del mundo y la existencia, abordadas ambas desde una perspectiva cosmológica.2 Este pensamiento, que se vislumbraba en los textos de los años treinta, cobra forma y se expone conceptualmente en los escritos publicados a partir de la posguerra.3
Las reflexiones que aquí comienzan habrán de centrase en el segundo de los ámbitos temáticos que han preocupado a Fink: la existencia humana en cuanto configurada y determinada por el cosmos. Ellas se dedicarán, específicamente, al fenómeno fundamental del eros, toda vez que este pone de manifiesto la significación cósmica de la impronta sexual esencial a la existencia. En otros términos, el tema que nos convoca es explicitar, desde la perspectiva de la filosofía cosmológica finkeana, el concepto y significado del eros en la existencia humana.
Los objetivos a los que apunta esta explicitación son dos. El primero es de índole hermenéutico-reconstructiva. Consiste en desplegar el concepto finkeano de “eros”, de manera tal que se evidencie en qué medida el amor erótico o sexual vuelve excéntrica la libertad humana y nos remite a una dimensión supraindividual, resultante de una determinación cósmica de la existencia como existencia “en el género”. En lo que respecta a este primer objetivo, será esencial explicitar, también, que el sentido último de dicha determinación cósmica de la sexualidad se halla en la perpetuación del impulso vital que atraviesa el movimiento que el cosmos es; o, para decirlo en términos finkeanos, en alcanzar la “inmortalidad en la mortalidad” (Fink, 1995, p. 351).4 El segundo objetivo es de índole hermenéutico-crítica. Aquí la palabra “crítica” no mienta aducir argumentos en contra o a favor de la posición de Fink, sino que tiene el significado etimológico original del verbo griego krinein, que significa “separar”, “discriminar” o “diseccionar” y, a partir de allí, formular un juicio. En este sentido, este trabajo pretende analizar las implicancias del concepto finkeano del amor, de manera tal que, por medio de la interpretación y bajo el esquema hermenéutico “algo como algo”, se eluciden sus significaciones religiosa5 y ética6 fundamentales; y, consecuentemente, para emitir, a partir de ellas, un juicio acerca del cuestionamiento que representa y de la actualidad y vigencia que tiene el concepto de “eros” en Fink para la comprensión del sentido de las relaciones amorosas hoy día generalizado.
Para terminar estas líneas introductorias, permítaseme una reflexión acerca del método finkeano, que aquí asumiremos como propio. Este puede ser visto como la complementación de un momento fenomenológico con uno hermenéutico-especulativo. En efecto, si fenomenología es aquel pensamiento correlativo que intenta describir la esencia o sentido de un fenómeno a partir del análisis de la correlación en la que este se da, el pensamiento finkeano del eros es fenomenológico, pues procura ver la esencia del fenómeno en una correlación entre el padecimiento de una afección originaria, que proviene del mundo y que constituye al sí mismo como tal, y el modo en que el existente humano asume dicha afección. Pero, además, es fenomenológico en cuanto a su intención, pues no intenta determinar de modo claro y distinto aquello -en este caso la esencia y significado último del eros- que solo se deja entrever de manera oscura y elusiva. En ello, precisamente, radica la actitud fenomenológica: tratar de asir lo que se da tal cual se da y en los límites en que se da, sin desvirtuar su darse para hacer encajar lo dado con el modelo imperante en otras formas de pensamiento. Precisamente por ello, es decir, porque lo que se da no lo hace de una manera tal que resulte susceptible de ser traído a la claridad del lenguaje conceptual, debe concedérsele a Fink, desde el punto de vista metodológico, la legitimidad de valerse, para asir el significado del eros, de un lenguaje fuertemente metafórico y casi poético.7 Por ello, también, su intención fenomenológica debe complementarse con una hermenéutica especulativa, donde “especulación” no tiene el sentido de imponer a lo que se da de modo arbitrario un cierto significado, sino el de reconstruir y elucidar, con base en el esquema hermenéutico “algo como algo”, aquel significado integral que solo es aludido de modo fragmentario por lo que se da. En este sentido, puede aplicarse también al eros la afirmación que Fink (2010) realiza respecto del juego: “La significación cósmica del juego [y del amor] humano no reside nunca abiertamente a la vista como un dato final constatable en el fenómeno, sino que es siempre un aditamento de la conciencia creativa, que se representa la totalidad de todo lo que es en el símbolo” (p. 253). El momento especulativo de la hermenéutica es, pues, justamente, el intento de la conciencia creativa por representarse la totalidad del significado de aquello a lo que la relación erótica alude tan solo de modo fragmentario, es decir, simbólico.8
Comenzaremos, pues, reconstruyendo la concepción del eros en el pensamiento de Fink, para, en un segundo momento, valiéndonos de la perspectiva metódica anunciada, avanzar hacia la elucidación del significado religioso y ético del fenómeno.
1. La concepción del eros en el pensamiento de Eugen Fink
1.1. El eros como fenómeno supraindividual
Si se pretende comprender cabalmente la concepción de Fink de la existencia humana, habrá, ante todo, que tener en cuenta que, para el filósofo, el existente no comienza desde sí consigo mismo. Ejercemos nuestra libertad y nos decidimos a nosotros mismos a partir de unas determinaciones fundamentales que recibimos en cuanto seres surgidos en y por el movimiento generativo que el mundo es. Esas determinaciones originarias de la existencia nos preceden, constituyen y se sustraen a nuestro poder. Nuestra impotencia respecto de ellas nos lleva a malinterpretarlas como meras facticidades naturales o biológicas, desprovistas de significación y sin ningún rol decisivo en la estructura de la existenciariedad. Sin embargo, adonde sea que dirijamos nuestra mirada, advertiremos que esta concepción del existente como individuo libre, como persona capaz de hacerse a sí misma, como pura espontaneidad de la conciencia, como ser que hace su propio ser, no es lo suficientemente amplia para captar en plenitud la existencia humana tal cual esta fácticamente se da. Pues bien, el eros es una de dichas determinaciones.9 En efecto, “los individuos no caen del cielo como la nieve, son engendrados y paridos, surgen del abrazo del hombre y la mujer. […] La existencia del individuo humano está inserta en los procesos elementales de la vida sexual” (Fink, 1995, p. 327). En consecuencia, el existente particular recibe su particularidad y realiza su libertad individual desde el trasfondo de un plexo vital de carácter sexual, que el género humano ha recibido del mundo, que hace posible que cada existente sea y que sea parte de un determinado género. Él, en lo que respecta a su “propio” ser, no es, entonces, nunca autosuficiente, sino que empieza siendo arrojado en una corriente vital que fluye a través de las generaciones y que lo hace desde el mundo gracias al amor sexual: al eros. Dicho de otro modo, en cuanto existe, el individuo lo hace en el orden del género (Gattung). Quiéralo o no, el hombre, en tanto relativo al género, “vive ya siempre como representante temporal de la estirpe, del pueblo” (Fink, 1995, p. 327). Él no tiene su vida por sí mismo ni se pone a sí mismo a través de un acto de su voluntad, sino que “cada existencia humana está en su origen referida al eros” (Fink, 1995, p. 330) y forma parte de la sucesión de generaciones.
Estrictamente hablando, el eros no es un producto de la libertad individual, sino que la libertad individual es un producto de la pasión erótica que constituye al existente y que fluye y se extiende por el género humano. Pero si el individuo se halla referido en su origen a la sexualidad, ella también determina, antes de cualquier ejercicio de la espontaneidad, el modo fundamental en que esa individualidad se realiza. En efecto, para Fink, no existe el ser humano, la persona en abstracto. “El ser humano es siempre un hombre o una mujer. Hombre y mujer son persona, alma, libertad e inteligencia - pero el ser hombre y el ser mujer impregna el modo cómo son tal cosa” (Fink, 1995, p. 330). El sexo respectivo no es un fenómeno circunstancial, como si esta determinación biológica, proveniente del modo mismo en que el género se engendra y engendra a cada existente que lo realiza en el mundo, no tuviese en esencia ninguna o una casi nula significación para la manera en que la persona se determina a sí misma. Antes bien, el ser hombre o mujer representa los modos fundamentales diferentes, pero complementarios, del existir humano. “La existencia está en sí misma escindida en dos ‘mitades’” (Fink, 1995, p. 330). Es precisamente el eros, que ha engendrado al existente humano ya siempre como un ejemplar de estas dos mitades diferentes, quien, una y otra vez, las junta para complementarlas, por antonomasia, en la cópula, que les permite insertarse en el fluido del plexo vital que se sucede a través de las generaciones. Sin embargo, al juntarlas, también las vuelve a separar, por antonomasia, en el niño que surge de ese acoplamiento.10
Como puede deducirse con facilidad de lo antedicho, Fink comprende el fenómeno fundamental del amor no desde sus infinitos matices psicológicos, sociológicos o psicofísicos, sino desde una perspectiva fundamental y estrictamente cosmológica. Su aparición la ve fundada en el mundo mismo que genera al ser humano escindido en dos géneros diferentes. El eros, como fenómeno existencial, radica en la dualidad de los sexos y en la necesidad de complementarse el uno a través del otro. Se trata de una necesidad que no es fruto del arbitrio humano, sino que es constitutiva. La mujer y el hombre o, si se quiere, lo femenino y lo masculino, más allá de que acepten o se nieguen a hacerlo, de que lo logren o fracasen en el intento, ansían complementarse, toda vez que ninguno por sí solo realiza en plenitud la humanidad, que ninguno por sí mismo puede “ser enteramente”, pues les falta aquello hacia lo cual el amor los mueve e impulsa. Concebido tal cual lo hace Fink, a saber, como una necesidad padecida de complementarse con el otro, que ya siempre se halla puesta en el existente humano y con la cual este carga en cuanto aparece en el mundo, el eros representa un fenómeno supraindividual y refiere la existencia humana a un orden que trasciende su libertad. Esta trascendencia del eros respecto de la realización voluntaria de la individualidad puede advertirse en tres aspectos.
El primero de ellos, como adelantábamos, remite a que el hombre, prevoluntariamente, se halla referido al eros en virtud de su origen. Por esa referencia, él es, propiamente y antes que un existente, un coexistente. Y ello porque el mundo, al generarlo por medio del eros como ejemplar de un género, lo genera ya siempre como miembro de una comunidad originaria: como representante de un linaje y una estirpe, y, también, como miembro de una familia. El hombre se abre al mundo y aparece en él no como individuo, sino compartiendo ya siempre el mundo y el curso del mundo con los otros.11 El origen de la existencia en el eros es, entonces, de suyo un origen comunitario o social. Fink distingue las sociedades derivadas, a las que llama “asociaciones voluntarias” (Willensbünde) (Fink, 1995, p. 339) de las sociedades originarias, como la familia,12 el pueblo, la estirpe o el linaje. Las primeras son productos de la libertad y pueden consolidarse y dar origen a diversas instituciones. Las últimas son aquellas sociedades gracias a las cuales puede aparecer y generarse un existente humano. Ellas, a diferencia de las primeras, no pueden ser “hechas” por actos voluntarios, como lo son las asociaciones, sino que constituyen el substrato natural desde el cual toda asociación voluntaria puede constituirse. “Un pueblo, un linaje, no puede ser hecho, él va desarrollándose y creciendo naturalmente; el Estado, en cambio, en el cual ese pueblo se constituye, se da una forma consciente y querida, es un producto de la libertad” (Fink, 1995, p. 340). En el caso de las asociaciones voluntarias, la existencia individual es previa a la constitución de la sociedad. Sin embargo, en las comunidades originarias y originantes, que resultan de la generación de la cadena de seres humanos por medio de la potencia del eros, lo contrario es el caso. La dimensión comunitaria de la existencia precede y posibilita, pero también condiciona, la existencia individual. Y ello porque nos relacionamos al mundo desde el horizonte que se nos abre en virtud de nuestra pertenencia a esas sociedades originarias formadas por el eros y que constituyen nuestra primera facticidad. En este preciso sentido, el eros representa, ya desde el origen mismo de la existencia, una superación de la mera individualidad y un estar ya siempre arrojados al flujo vital del género en una comunidad originaria.
Si por referencia al origen del existente el eros trasciende la libertad individual, en el sentido de que representa un más acá de la individualidad, que la genera y determina desde el mundo, por la referencia a su acontecimiento, el propio eros se da también desde afuera del alcance y posibilidades de dicha libertad. En efecto, en su momento de mayor intensidad, durante el dulce pathos del enamoramiento, cuando cada uno de los amantes experimenta que no pueden ser quienes son sin el otro: se hallan arrancados de sí mismos y sometidos a una potencia que les es extraña. Es verdad que puedo decidir libremente buscar o no satisfacción sexual y con quién hacerlo, pero el enamoramiento, por el cual siento que solo puedo ser yo porque tú eres ese tú y eres conmigo, simplemente me ocurre, me sobreviene, se me impone como una potencia ajena a mi propia voluntad y también a la del otro. “El eros es el poder de un daimon. Irrumpe imprevistamente en nuestras vidas. No se lo puede llamar, tampoco convocar ni forzar” (Fink, 1995, p. 329). Antes bien, él “sobreviene de golpe e inesperadamente” (p. 329). Los amantes, como tantas veces se ha testimoniado en la historia del arte, se sienten presas de un poder divino, al que no pueden resistirse, antes que meramente excitados por ciegos instintos animales. “El fuego de sus sentidos no significa un estar arrastrados inconscientemente por el instinto, sino estar inflamados por un entusiasmo que ve al otro en el resplandor maravilloso lo bello” (Fink, 1987, p. 162). Se trata, pues, de un entusiasmo que parece testimoniar que es la vida misma y la realidad toda quien exige de ambos estar juntos para consumarse con sentido; como si ese enamoramiento resultase no de una decisión compartida de la libertad individual, sino del curso mismo de las cosas, del hecho de que todo sea como es.
Cuando, como si lo produjese la caída de un rayo, el eros enciende el amor de un hombre hacia una mujer,13 entonces “esta mujer se convierte para este hombre en la mujer en absoluto, en la suma de todas las fuerzas maternales sanadoras, de todas las fuerzas de la existencia que abrigan y cobijan: ella se convierte en símbolo” (Fink, 1987, p. 163). Y otro tanto ocurre con el varón para la mujer. Entonces, los amantes pierden el uno con el otro su individualidad finita y “se hunden juntos en un fundamento que es más profundo que su existencia individual” (Fink, 1987, p. 163). No se trata, aquí, de la sorda animalidad ni de la mera excitación física, sino del impulso hacia una unidad entre ellos que ese momento del curso del ser de todo lo que es, que ese momento del mundo, exige de los amantes para que en su unidad brille, por un instante, una plenitud de sentido, una figura consumada de ser y del mundo. El nexo que los une no es, entonces, una “asociación voluntaria”, menos aún una involuntaria o forzada, sino que ambos, a la vez, “se sumergen de vuelta desde la dualidad de sus vidas particulares en una unidad originaria, socavan su particularización y quebrantan su individualidad” (Fink, 1987, p. 163).
En este sentido, el eros es la experiencia de una profundidad supraindividual de la vida, y lo es más en cuanto más exclusivo y excluyente es el sentirse arrebatado, es decir, en cuanto más determinada y específica es la persona amada. Como observa con entero acierto Fink, lo supraindividual de la sexualidad no lo experimentamos cuando la relación es al azar, de modo tal que a cada uno de los amantes le da más o menos lo mismo cualquier otro, puesto que lo contempla solo como medio para satisfacer sus apetitos. “Entonces fracasa la experiencia que tiene lugar en el eros auténtico” (Fink, 1987, p. 163). Y ello porque, en ese caso, no me experimento cautivo de ninguna fuerza que me trascienda y por la cual me siento irresistiblemente impelido a juntarme con esa y solo esa amada, sino que solo estoy centrado en mí mismo y mi satisfacción sexual. Por ello mismo, aunque resulte paradójico, puede decirse que “en cuanto más fuerte e íntimamente el eros arranca de sí a un ser humano y lo dirige a este otro ser exclusivo, tanto más potente y profundamente irrumpe en este otro finito la infinita profundidad vital de la sexualidad” (Fink, 1987, p. 164). Dicho de otro modo, entre más específicamente “elegimos” a cierta y determinada amada, más fuertemente acontece el amor como una imposición proveniente de una fuerza que está fuera del alcance y dominio de nuestra libertad individual. Ahora bien, ¿qué es esto supraindividual que une a los amantes y hacia dónde los conduce el pathos erótico que les sobreviene desde fuera de sí mismos? La respuesta a esta pregunta nos exige pasar al tercer y decisivo aspecto del carácter supraindividual del eros en el pensamiento finkeano.
El eros no solo remite a una dimensión “más acá” de la libertad individual del existente en virtud de su referencia al origen, ni es padecido como sobrevenido desde “afuera” de esa misma libertad en virtud de su modo de acontecer, sino que lleva a los amantes “más allá” de sí mismos en la ansiada consumación de la relación erótica. Cuando el amor se consuma, en aquel momento de mayor intensidad erótica en la que ambos amantes se encuentran por completo fusionados en la relación, no se produce la entrega del yo en beneficio del otro, “sino el abandono conjunto de la yoidad” (Fink, 1995, p. 346). Este abandono mienta el hecho de que, en el instante extático de la pasión, los amantes son arrebatados de sí mismos y existen desde lo profundo de sus corazones entregados por entero a un impulso generador de vida que los excede y los lleva a encontrar en sus existencias “una vida que sobrevive a la muerte y la atraviesa, una vida pre- y supraindividual” (Fink, 1995, p. 346). De ese modo, se hace carne en nosotros o hace de nuestra carne parte suya el ímpetu de “indestructibilidad” de la vida humana. Para Fink, esa indestructibilidad no está referida a “una sobrevivencia personal interminable después de la muerte, sino a la prosecución de la vida en la cadena de las generaciones, en la serie infinita de las siempre nuevas figuras de la vida” (1995, p. 346).
Así visto, el eros hace que dos seres humanos finitos, dos fragmentos de humanidad, vayan más allá de sí mismos y “se sientan uno con el infinito fondo de la vida, del que surgen todas sus figuras finitas y en el cual vuelven a sumergirse” (Fink, 1995, p. 347). Se trata de un sentimiento a la vez de integralidad y totalidad, del que los amantes no saben usualmente dar cuenta y que Fink interpreta como un fusionarse con el todo de la vida “en su eterna repetición y renovación” (1995, p. 347). Dicho de otro modo, el eros, cuando es realmente tal y no mera excitación indiferenciada, lleva a los amantes más allá de sí mismos, pero no los conduce a la entrega ciega a sus impulsos animales y a la consecuente renuncia a todo escrúpulo para satisfacerse ambos por medio del uso recíproco de los cuerpos. Antes bien, los impulsa a ser uno con una vida supra y también preindividual, a saber, con aquella “unidad de la vida” (Fink, 1987, p. 164) que, por la gesta de eros, deja emerger una y otra vez nuevas figuras humanas y, por obra de thanatos, a todas ellas las vuelve a hundir dentro suyo. Ese oscuro saber -el de saberse parte del gestarse y expresarse del entero ímpetu de la vida- es, precisamente, el que se trasunta en el sentimiento de completud, integralidad y trascendencia que conmueve a los amantes.
Que en estos tres aspectos suyos el eros remita al existente a una dimensión supraindividual de la existencia no significa que suprima su libertad y lo vuelva esclavo de poderes anónimos, sino solo que esta libertad se edifica en correspondencia con un fundamento natural, si por naturaleza entendemos la physis, esto es, el despliegue del mundo y del impulso vital que de él proviene y a todos los seres traspasa. No se trata, pues, de negar la existencia libre, sino de descentrarla y concebir la libertad como un juego de correspondencias con una previa y supraindividual determinación cósmica. El fenómeno del eros, concebido tal cual Fink lo hace, pone de manifiesto la esencia excéntrica de la existencia humana, que debe comprenderse en virtud de su referencia al todo del mundo, para el cual ella se halla abierta. En el caso del hombre, naturaleza y libertad se encuentran en una tensión y en un vínculo indisoluble, de modo tal que “la ‘naturaleza’ deviene un elemento esencial del mundo moral y no representa su mero soporte, sobre el cual se erigiría lo histórico como genuino lugar de la libertad” (Sepp, 2019, p. 150). Lo no histórico14 representa, pues, un fundamento determinante y no solo un substrato pasivo para la realización histórica de la libertad humana. La existencia humana, transida por el eros, es, a la vez, tanto libertad individual como determinación genérica, tanto ser sí mismo como fusión conjunta en el todo. En el eros conviven, extrañamente entrelazados, elementos contrarios. Él:
[…] nos arrastra hacia la profundidad pánica de la vida [panische Lebenstiefe] y nos mantiene aferrados al individuo amado; […] significa el apareamiento de seres individuales, que precisamente en ese momento se liberan de su individualización y desde su intimidad hacen surgir otra vez nuevos seres individuales (Fink, 1995, p. 342).
La genuina pasión erótica es, a la vez, tanto la más íntima y libre relación entre individuos cuanto el acceso a una existencia supraindividual de carácter cósmico. En el entusiasmo propio de la pasión se reconocen, pues, entrelazadas, las dos direcciones extáticas que, para Fink, constituyen la esencia del entusiasmo. Por un lado, la dionisíaca, es decir, “la experiencia espiritual, que estremece el alma, de una potencia natural pánica en nosotros mismos; un arrebatado saberse perteneciente a la Physis” (Fink, 2016, p. 20). Y, por otro, “el momento polarmente opuesto de la existencia humana: el ser sí mismo, la libertad” (p. 20). Estas dos direcciones, sin embargo, se unen en el impulso de fecundidad y perpetuación de la vida que define el sentido último del eros.
1.2. El eros como fenómeno de pervivencia y renovación
En el curso de su análisis del eros, Fink hace una declaración que, sobre todo en los tiempos que corren, pudiera parecer anacrónica: “Todo amor pertenece, sin que él lo sepa expresamente, a los niños” (1955, p. 344). La profundidad del sentido existenciario que cobra esta sentencia en el pensamiento del filósofo no es fácil de asir y menos de retrucar, apelando a su banalización, pues, para decirlo en términos del propio Fink, “lo simple y sublime se oscurece con demasiada frecuencia en lo trivial” (1955, p. 344). No se trata aquí, por lo pronto, de una interpretación “naturalista”, según la cual los más sublimes estremecimientos del corazón humano serían un mero vehículo para que la naturaleza, entendida de modo biologicista como procesos fisicoquímicos, pueda asegurar -no se sabe muy bien para qué ni por qué razón- la continuidad de la especie. Interpretaciones de esta naturaleza equiparan el eros al ciego impulso sexual del animal, desconociendo que el ser humano está abierto al mundo y, en el eros, se relaciona, aunque no fuese más que de modo preconceptual y oscuro, con el ímpetu vital del todo, a cuyo movimiento su propia existencia pertenece. Lo que el eros signifique y lo que la experiencia de esa significación implique no puede ser puesto a la luz por un examen médico-biológico.
¿Que el amor humano sea esencialmente amor por los niños no significa, tampoco, que los amantes quieran intencionalmente tener hijos. El ansia de la pasión erótica es más profunda que toda intención. “Es un afán de pervivencia y de permanencia, un deseo sin fronteras de repetición siempre renovada de la vida […]. En el amor del hombre y la mujer vibra el anhelo de inmortalidad” (Fink, 1995, p. 345). Sin embargo, no se trata de que sea un anhelo espontáneo e intencional de los amantes que quieren inmortalizarse a través de sus hijos y, por eso, voluntariamente los buscan; menos aún de que sean “usados” por una naturaleza concebida, como dijimos, de manera biologicista, para continuar ciegamente sus procesos. A mi modo de ver, lo determinante en Fink es que él no concibe el ansia o deseo erótico ni como una cuestión subjetivo-voluntaria ni como una natural-biológica, sino como la ex-presión del impulso vital del mundo en mí y a través de mí. Ello, empero, no significa que un ente gigante, dotado de características antropomórficas y diferente de mí, llamado “mundo”, me “use” para sus ocultas intenciones como un mero instrumento, sino que, en el eros, reconozco y asumo mi ser y la obra de mi ser como una con y como parte de lo más elevado y sublime: el mundo como movimiento incesante y constantemente renovado de generación de ser y vida.
Por lo tanto, el afán de pervivencia que se trasunta en el eros no es el de la prosecución infinita de mi vida personal. No es la imposible apetencia de querer ser como los dioses, que no conocen la muerte. La mortalidad -de ello estamos ciertos- nos distingue. Justamente porque nos sabemos con total certeza mortales y ya siempre nos relacionamos con nuestra propia muerte como tal es que en el eros testimoniamos nuestra más íntima necesidad de pervivencia a través del género y las generaciones, y nuestro estar ya siempre tendidos a renovar la vida. “Por ello el sentido del amor no reside en la recíproca satisfacción sexual […] o en otras exaltaciones de los corazones borrachos de pasión. El auténtico, es decir, el sentido ontológico del amor consiste, para Fink, exclusivamente, en los niños” (Wirth, 1995, p. 154). Por ello también, para Fink, la cópula Be-gattung debe ser entendida, de acuerdo con su significado literal en alemán, como el acto de pro-vocar o efectuar (be) el género (Gattung). En efecto, los mortales solo pueden pervivir en la medida en que el género se renueva, esto es, “en la medida en que dejan aquí una y otra vez niños y niños de niños” (Fink, 1995, p. 347). Es esta pervivencia a través de los procesos de pro-creación y nacimiento, esta permanencia en el género por medio de los niños, lo que Fink llama “el modo terreno de inmortalidad de los mortales” (p. 347). En la experiencia íntima de esta necesidad de inmortalización, que se trasunta en el eros, el hombre testimonia que existe en un “asomo de comprensión [verstehende Ahnung]” (p. 347) de, y ya siempre en relación con, el fundamento infinito de la vida.
Así comprendido, el fenómeno fundamental del eros está estrechamente ligado al de la muerte y no deben ser contemplados por separado. El amor implica la experiencia pánica del fundamento originario, omniabarcante e imperecedero de la vida, esto es, implica la experiencia de la presencia en mí del acontecer del mundo como impulso vital de generación y renovación de ser y vida más allá de la desaparición de sus figuras finitas. Por ello mismo y por ser el modo en que los mortales la atraviesan, el eros está esencialmente referido a la muerte. Esta no significa la nada absoluta, sino la desaparición de las figuras individuales finitas de la vida y, con ello, su retorno al fundamento originario, “de cuyo atisbo el amor saca sus más elevados arrobamientos” (Fink, 1995, p. 347).
El eros -nos dice Fink- es aquel fenómeno fundamental en el cual nos mantenemos abiertos para la “inmortalidad en la mortalidad”. Con esta fórmula, el autor quiere expresar que el amor, cuando consuma su entero potencial, no se agota ni en un mero apareamiento biológico, ni en cierta afinidad psicológica, ni en el mutuo embeleso de dos individualidades finitas. El eros es, por excelencia, “apertura para la eterna fuente originaria de la vida una y toda, que se renueva constantemente, diversificándose en figuras y recogiéndose de nuevo desde ellas” (Fink, 1987, p. 165). Por ello mismo, un análisis integral del fenómeno debe considerar que él, además de sus aspectos biológicos y psicológicos, implica, también y esencialmente, desde el punto de vista ontológico y cosmológico, la entrega conjunta de los amantes al inagotable manar de la fuente de la vida. Como seres que, impregnados por el eros, dan testimonio de su ansia de inmortalidad en la mortalidad, los humanos existen ya siempre en relación con una potencia sagrada que los trasciende pero también determina, impulsándolos a vivir y pervivir. A esta potencia sagrada, a este fundamento pánico de la vida que a todo hace ser y a todo traspasa, bien podríamos llamarlo lo divino.
2. La significación del eros en el pensamiento de Eugen Fink
2.1. La significación religiosa del eros
Antonius Greiner observa que, desde un punto de vista objetivo, bien puede decirse que “Fink ni presenta una filosofía de la religión ni en alguna de sus lecciones o publicaciones se encarga de ella” (2008, p. 302). Pero, inmediatamente, agrega: “Concluir de ello que la religión no jugaría ningún rol en su obra sería falso. Fink no le ha otorgado a la religión […] el estatus de un fenómeno fundamental. Sin embargo, su rol en su pensamiento es difícil de pasar por alto” (p. 302). Y ello porque, como atinadamente observa Greiner, “Fink adjudica a la religión la capacidad de ser una meditación sobre el sentido integral de la existencia” (p. 302). Para decirlo en los términos del propio filósofo, ella “representa un modo fundamental de reflexión sobre la vida del existente humano” (Fink, 1992, p. 47).
¿Pero en qué aspecto, concretamente, la reflexión sobre el conjunto de la vida humana nos conduce al fenómeno religioso? Greiner, a pesar de analizar la importancia que el autor le concede a la religión en sus planes pedagógicos, no va más allá de señalar que la significación fundamental de lo religioso en el pensamiento finkeano radicaría en ser un factor originante de las comunidades humanas. Para ello, Greiner (2008, pp. 302-303) cita un extenso pasaje de Existenz und Coexistenz en el que Fink, de modo explícito, adjudica a los dioses haber transmitido a los hombres la enseñanza del matrimonio,15 de la vida en familia y de las costumbres y usanzas tradicionales. De esta suerte, concretamente a través de la pareja y de los modos de coexistencia que desde ella se originan y por medio de los cuales el género humano pervive, quedaría vinculado el eros a la religión, concebida, aquí, no como institución normativa de carácter confesional, sino como relación con lo divino.
Greiner no continúa avanzando sobre este camino, pero Virgilio Cesarone explicita el significado religioso del pensamiento finkeano apelando de nuevo al vínculo entre la existencia humana y lo divino que se perfila en el análisis que el filósofo hace del eros. Cesarone comienza reconociendo que “los temas teológicos han sido dejados de lado en la cosmología de Fink” (2011, p. 316). Un ejemplo de ello lo encontramos en sus análisis de los fenómenos fundamentales de la existencia humana, en los que el autor concibe una antropología contrapuesta a la analítica existenciaria heideggeriana. Dicha antropología se halla anclada, metodológicamente, en la relación con el mundo y en la determinación cosmológica de la existencia por ese mismo mundo. Consecuentemente, acentúa la finitud mundana de la existencia del hombre, cuya muerte representa la desaparición completa de la persona individual como figura particular del mundo y su disolución impersonal en este.
En un marco tal, pareciera no tener cabida ninguna referencia a la religión o a la divinidad. Sin embargo, observa Cesarone, en uno de esos fenómenos fundamentales, a saber, “en el amor, Fink remite a la imprescindibilidad de un ámbito de infinito, por tanto, de lo divino, para esclarecer los puntos cardinales que dejan comprender la humanidad del hombre” (2011, p. 316). ¿En qué medida? Para Fink, el eros, en cuanto impulsor de la relación generativa, es ya siempre “amor a los niños”. Como vimos, tal amor no significa el deseo expreso y voluntario de los amantes de objetivar su pasión en un descendiente. Antes y como condición de ello, el filósofo ve en el eros, concebido como “amor a los niños”, una tendencia a pervivir y, consecuentemente, un hallarse ya siempre el ser humano en relación con y concernido por algo infinito: el constantemente renovado e inagotable impulso vital profundo que atraviesa el mundo todo. He aquí, pues, la buscada dimensión religiosa del eros. Una dimensión tal no remite, por supuesto, ni a ninguna revelación positiva ni a ninguna promesa de inmortalidad personal. En el caso del amor, por el contrario, lo religioso radicaría en la relación del hombre con algo divino, toda vez que en el eros “está en juego el anhelo de [religarse con] el todo, con lo pleno, con el todo-uno de la vida” (Cesarone, 2011, pp. 317-318). Cesarone encuentra en “el énfasis constante y acentuado de este anhelo de unidad, de unión de aquello que aparece disperso en la facticidad, un signo evidente del trascender de una dimensión, que Fink, aunque lo intenta, solo puede asir de modo finito y parcial” (2011, p. 318). Un signo evidente, pues, de que su pensamiento remite a una “apertura al sentido auténtico de la vida, que no reside en lo meramente ocasional de la cotidianidad” (p. 318). Un signo evidente, resumiría yo, de que en el eros se atisba una relación humana con lo divino en la que se consuma el sentido de la existencia humana.
No deja de ser cierto que una re-velación (esto es, un volver a dejar al descubierto una dimensión divina del mundo) tal iría en contra de la revelación positiva en el mundo de un Dios personal, concebido substancial y metafísicamente como aquel ente primero en el que el mundo mismo se funda. Sin embargo, no estaría en contradicción “con una divinidad que adviene a sí misma en la aparición intramundana y en la relación intramundana a los mortales” (Cesarone, 2011, p. 318). Dicho de otro modo, en el eros se trataría no de una revelación positiva de Dios en el mundo, sino de una revelación de lo divino a través del mundo mismo, concretamente, a través del modo en que el cosmos nos determina eróticamente a pervivir.
Yo suscribiría las convicciones de Cesarone y, por mi parte, precisaría cuatro sentidos por los cuales el eros adquiere un significado religioso, entendiendo por tal una re-ligazón o un volver a vincularse con la potencia vital del todo del mundo, de la cual el hombre mismo como ser genérico ha manado. En primer lugar, en el impulso erótico padecemos una suerte de llamamiento o atingencia por una fuerza trascendente, en el preciso sentido de que nos concierne desde fuera de nosotros mismos. En efecto, en cuanto el amor me ocurre o sobreviene, lo padezco, como vimos, desde fuera de mí. Aunque puedo renegar de él, no puedo negar esta fuerza que se apodera de mí y me rapta de mí mismo. En cuanto tal, el sobrevenirme del eros implica el ser concernido por una potencia que me trasciende, que no es fruto de mi libertad, sino que im-pone en mí una determinación ineludible, a partir de la cual puedo ejercer esa libertad. En segundo lugar, y, consecuentemente, bien puede decirse que esta fuerza trascendente se manifiesta como suprapotente, es decir, como un poder que se ejerce en mí antes y más allá de todo poder mío. El eros resulta suprapotente no porque deba rendirme ante él ni porque entre en competencia con los propios poderes de mi libertad, sino por dos motivos. El primer motivo mienta el hecho de que no puedo no padecerlo. Ante él no puedo poder. El llamado de eros se juega más allá del alcance y rango del poder individual. Puedo renegar de mi amor, convertirlo en rencor, sustraerme a mi deseo, pervertirlo, pero ninguno de mis poderes puede evitar que el impulso erótico forme parte de mi existencia. El otro motivo radica en que él puede lo que mis poderes como existencia individual no pueden: llevarme, a través de la generación, a ser más allá de mi propia muerte.
El tercer sentido por el cual el eros adquiere un significado religioso alude a que esta fuerza trascendente y suprapotente se revela, también, como origen mismo de la vida humana, en cuanto constituye aquel impulso desde el cual surge toda vida. Finalmente, en cuarto lugar, en el eros se advierte la presencia de una fuerza originante de vida, que, además de ser trascendente y suprapotente, resulta, a la vez, indeterminable y determinante. En efecto, la fuente de la que mana el impulso erótico no puede ser identificada con un ente finito determinado, no puede ser reducida a ningún confín, ni, en última instancia, puede explicarse ni identificarse por medios humanos el porqué del ímpetu de pervivencia que ya siempre está presente en nosotros por obra del eros y que atraviesa todo lo vivo. Sin embargo, eso indeterminado nos determina como seres genéricos y sexuados que viven con el oculto anhelo de hacer que la vida perviva. En cuanto la consumación de la pasión erótica nos pone en relación con una fuerza originaria, trascendente, suprapotente e indeterminable pero determinante de nuestro ser, ella nos abre a lo divino. Por eso puede afirmar Fink que, en el amor, los mortales (aquellos que se saben signados por la muerte y que saben que solo la fecundidad de la pasión amorosa la atraviesa) “pueden experimentar, atisbar en la experiencia [ahnend empfinden] lo que la divinidad es” (Fink, 1987, p. 223). El eros, en última instancia, sería el llamado de lo divino inmortal a per-vivir, retumbando en mi corazón y llegando hasta mis entrañas.
En conclusión, para el pensamiento finkeano, el erótico es aquel fenómeno fundamental de la existencia que nos vuelve a ligar con la fuente trascendente, originaria, suprapotente e indeterminable-determinante desde donde fluye la vida. Él nos abre a aquel movimiento o conatus generativo que atraviesa el universo todo y a nosotros mismos, en cuanto hace posible nuestra propia existencia. Así comprendido, bien puede decirse que el eros nos religa a lo divino. Lo divino no es el universo como sumatoria de las cosas que hay en él. No hay aquí ninguna cosificación idolátrica de la divinidad. Lo divino es el ímpetu vital que todo lo atraviesa y que, a la vez, nos trasciende y determina. Ese ímpetu infinito se hace presente en nosotros en la experiencia erótica, haciéndonos formar parte de la infinición de la vida misma. Precisamente el hecho de que lo haga como una fuerza trascendente, suprapotente, originaria e indeterminable, pero que nos determina a ser vida que da vida, indica que la vida, por provenir de una fuerza tal, es sagrada. Si se acepta ello, si el hombre asume que en el eros se liga con algo que lo excede, como así también lo excede aquello a lo que se ve por él movido, bien puede condensarse todo este parágrafo afirmando que el significado religioso último que el eros comporta es el de la experiencia de la sacralidad de la vida.
2.2 La significación ética del eros
Como observamos a lo largo de todo este trabajo, Fink formula su concepción del fenómeno fundamental del eros a partir de una perspectiva cosmológica en la que juega un rol central el acto de generación de la vida, en cuanto él consuma la inmersión de la existencia humana en el movimiento ontogénico que el mundo es. El fenómeno psicológico del amor y el análisis tanto de las polifacéticas emociones que este despierta como de sus múltiples modos de expresión queda fuera del foco de su pensamiento. Según Wirth, “una interpretación cosmológico-especulativa del amor de esta naturaleza hoy ya no es actual” (1995, p. 144). Agrega el comentarista: “En este sentido, las reflexiones de Fink para una época orientada a e interesada principalmente por las formas y expresiones psicofísicas del amor pueden parecer extrañas a primera vista” (p. 144).
No puedo juzgar si a nuestra época le resulta o no extraña la concepción cosmológica del eros. Sí se me permitirá, en cambio, mantener una opinión divergente en lo que respecta a su actualidad, si por actualidad se entiende no el estar de moda la difusión de un estilo de pensamiento, sino su significación para la problemática de nuestro tiempo. A mi modo de ver, tal significación del análisis de Fink del eros es de naturaleza ética. Por tal no entiendo la formulación de una moral sexual ni de normas acerca de lo que es correcto o no en la vida y opciones sexuales de cualquier persona, sino que el término “ética”, en este contexto, refiere al ethos fundamental desde el cual la existencia humana encara el sentido de su sexualidad. Dicho de otro modo, su significación ética radica en una puesta en cuestión, implícita en el análisis finkeano, de las actitudes fundamentales que dominan el comportamiento adoptado por nuestra sociedad occidental contemporánea respecto de la sexualidad humana. Esa puesta en cuestión puede resumirse en dos aspectos que caracterizan a la comprensión hoy día dominante del eros y que entrañan un serio riesgo.
El primero de esos aspectos se refiere al origen de la pasión erótica y a la determinación de la sexualidad humana. En una época en que domina la idea de que todo está, en principio, bajo el poder del sujeto y, consecuentemente, domina también la actitud según la cual él puede determinarse por completo a sí mismo en función de su voluntad e intereses; en una época en la que, además, esta convicción es particularmente preeminente en lo que a la sexualidad respecta, Fink plantea y fundamenta un punto de vista diametralmente opuesto: el existente humano es, en esencia, pasivo respecto del eros. No es el humano quien elige su pasión, sino que ella le sobreviene desde el mundo que lo constituye y que, a través de ese sobrevenirle, lo sumerge en la corriente vital que atraviesa el ser todo. El eros no es, entonces, originariamente y en su fundamento último, aunque sí pueda serlo en el modo en que se ejerce, un ámbito de despliegue del poder y la libertad humana, sino que es un símbolo (en el sentido etimológico de “fragmento”) que testimonia nuestro estar determinados por potencialidades cósmicas que nos trascienden. A diferencia de la idea moderna, cuya formulación ejemplar Fink (1987, pp. 142-149) encuentra y analiza en Kant, para la cual, en última instancia, la relación erótica entre dos personas consistiría en un contrato libre para el disfrute recíproco de los cuerpos, el filósofo de Konstanz muestra que el origen primero del eros radica en una convergencia o complementación, surgida del hecho de que el mundo mismo ha generado a aquellos a los que les sobreviene la pasión como seres en algún sentido complementarios; y que dicha complementación es requerida para que, a través de su unión, se consume un destello de sentido, un instante de plenitud del ser. A la idea de que mi sexualidad y mi identidad son cuestión mía y sólo mía y de que yo elijo a quién amo y determino por mí mismo, a gusto mío, mi sexualidad y su sentido; en una palabra, frente a la idea del empoderamiento ilimitado en el ámbito erótico y a la pérdida de significado de su carácter extático, Fink contrapone el análisis de la esencia excéntrica del eros, que vuelve manifiesto un límite al poder y la autodeterminación del existente humano.
A mi modo de ver, la concepción finkeana del eros, que no resulta de una posición confesional particular, sino de un análisis ontológico del existente como ser ya siempre en relación con el mundo, constituye una interpelación absolutamente actual y vigente cara a los dogmas y opiniones crecientemente dominantes. Se trata de cuestionar si en el eros cada una de las libertades involucradas solo debe, por separado, responderse a sí misma y responder a la otra libertad con la que se relaciona por el curso y sentido de la relación, o de si ambas en conjunto responden (o no) a una requisitoria y un llamamiento que los trasciende, precede, excede y constituye. Se trata, en última instancia, de cuestionar si una relación que ha perdido todo carácter extático y excéntrico y que se origina en la libertad y termina en la satisfacción de intereses individuales merece o no llamarse amor.
El segundo aspecto se refiere al sentido último de la pasión erótica. Esta, como vimos, representa, para Fink, un vínculo con lo divino que se revela a través del mundo. Dicho vínculo no es otro que abrirse a, dejarse traspasar por y, así, volverse uno con la creatividad o fuerza creativa inasible y con el consecuente ímpetu de generación y renovación de ser y de vida que atraviesan a todos los seres. A la idea actual de que el sentido último del amor es constituir un ámbito privilegiado de realización individual o, simplemente, un modo de satisfacción del propio deseo, Fink contrapone la convicción de que dicho sentido radica en la generación de vida y fundación de las comunidades humanas originarias que transmiten la vida y sus figuras a lo largo de las generaciones. De tal suerte, él coloca el sentido último del fenómeno más allá de la satisfacción personal y egocéntrica de los amantes, a saber, en una participación en o, mejor aún, en una comunión con la obra divina y milagrosa de generación y renovación de vida.
Múltiples culturas y religiones, desde las formas originarias del paganismo hasta las diversas religiones monoteístas, han vinculado el amor con la divinidad y le han dado un carácter sacramental. Fink se empeña por mostrar el fundamento cosmológico último de estas convicciones religiosas y culturales. Considero que este empeño constituye también una interpelación, absolutamente actual y vigente, a la actitud contemporánea, que pretende reducir el sentido del eros a la satisfacción individual conjunta o recíproca o a meras afinidades fisiológicas o psicológicas. Se trata, en última instancia, de cuestionar si, en el caso del amor, nos encontramos ante un asunto absolutamente profano, que comienza y termina en el individuo y sus intereses, o si, por el contrario, a través del eros, en su sentido más alto, los amantes son puestos en relación con algo sagrado: el engendrarse y renovarse de la vida misma.
Los cuestionamientos radicales que la filosofía finkeana del eros realiza a algunas de las convicciones cada vez más extendidas en nuestra civilización occidental merecen ser pensadas en profundidad. Igualmente debe atenderse al riesgo que estos cuestionamientos implícitamente señalan. No son riesgos materiales, económicos y cuantificables (como quedarnos sin población o con una envejecida) que parecieran ser los únicos que hoy día tenemos en cuenta. Se trata de un riesgo menos evidente pero mucho más profundo: el riesgo de bloquear para nosotros mismos la vía que nos es más accesible, independientemente de nuestro credo, para poder experimentar nuestro vínculo con lo divino y la presencia de lo sagrado en nuestras vidas. A lo largo de miles de años, los más diversos pueblos y culturas han experimentado en el eros una dimensión sacra de la existencia y atisbado en él un profundo nexo entre el hombre y la divinidad. El riesgo al que se enfrenta el hombre contemporáneo, que subestima el significado cosmológico del amor, es el de una existencia sin nada sagrado, sin relación alguna con algo divino: una existencia solipsista y profana, en la que, para el individuo, encerrado en su propia identidad, todo comienza y termina en sí. Una existencia sin ningún sentido trascendente, distinto de nuestra ansia de poder y empoderamiento. Si la relación con el mundo y la consecuente apertura a lo divino que lo traspasa son una de las posibilidades que definen nuestra humanidad, quizás el riesgo más profundo con el que nos confronta el pensamiento de Fink no sea otro que el de dejar de ser humanos.