1. Introducción
Uno de los temas más estudiados por la teoría y análisis del discurso ha sido, ciertamente, el problema de la metáfora y su función no solo discursiva sino sobre todo (re)productora de ideología. Sus injerencias cognitivas y pragmáticas hacen que diste de ser un fenómeno meramente “retórico”, un adorno accesorio del discurso, sino que más bien la metáfora se presenta como una condición de posibilidad estructural para la elaboración y diseminación de conceptos en un entramado de formaciones ideológico-discursivas. Si bien hay muchas y excelentes obras consagradas a la metáfora desde este primer punto (cfr. Lakoff y Johnson, 1999 y 2017; Ortony, 1993; Le Guern, 1981; Villa, 2018; Di Stéfano, 2006; Kövecses, 2010), menos son los trabajos que encaran la metáfora desde una puesta-en-diálogo filosófico-discursiva. Más allá de algunos textos como los de Ricoeur (1975), Derrida (1972 y 1987) o Rorty (1979), aún no termina de efectuarse un análisis serio de la relación entre metáfora, ideología y ontología; y es que, si observamos atentamente la manera en que funciona la ideología, podemos ver que esta encuentra su “origen” en una forma histórica particular de comprender y relacionarnos con el ser.1 Un cruce híbrido (cfr. Bertorello, 2022) entre estudios del discurso, estudios cognitivos, teoría de la ideología y fenomenología hermenéutica -sobre todo heideggeriana- puede, a pesar de la aparente inverosimilitud de tal empresa, producir un enhebramiento teórico muy provechoso para profundizar en las injerencias ontológicas e ideológicas de la metáfora en la apertura y proyección de la verdad. Una vez que hayamos establecido el carácter fundamental de estas en nuestra vida fáctica cotidiana y que hayamos comprendido cómo operan en esta apertura y proyección veritativa, veremos cómo su fuerza icónica nos conduce al ámbito de las Weltanschauungen (“concepciones/imagen del mundo”), cuya crítica nos permitirá afrontar el fenómeno de las posiciones metafísicas fundamentales tal como Heidegger (2011) las expone y que serán la clave para reformular (apoyándonos también en Althusser y Van Dijk) el problema de la ideología en términos ontológicos.
2. Una cartografía metafórica. Aspectos cognitivos, estructurales, pragmáticos y veritativo-funcionales
Como bien señalan Lakoff y Johnson (2017), y contra la concepción vulgar de las metáforas -pensadas como manifestaciones de la imaginación poética y del “florecimiento retórico”, algo extraordinario y sin lo cual se puede perfectamente vivir en la normalidad cotidiana-, “la metáfora impregna nuestra vida diaria, no solo en el lenguaje sino en el pensamiento y la acción” (p. 12).2 Desarmar esta concepción vulgar y reduccionista es el primer paso esencial para avanzar en una comprensión cabal e integral de la performatividad metafórica; y no porque de hecho las metáforas no funcionen como un “adorno estilístico”, sino porque lo que se esconde en ellas es toda una constitución de nuestra esfera semántico-pragmática, todo un surgimiento de mundo -en sentido heideggeriano, esto es, como una totalidad significativa, como un plexo de referencias (Heidegger, 2014)-, la posibilidad de una realidad-otra y de la articulación efectiva de nuestros sistemas conceptuales (noción que ulteriormente deberemos revisar y ampliar).
Si bien la reflexión teórica sobre las metáforas data de hace algunos miles de años -su primer abordaje sistemático aparece en Aristóteles-, es posible hacer una reconstrucción más o menos sistemática desde varios trabajos fundamentales aparecidos en las últimas décadas. En particular, se ha puesto el foco en los aspectos cognitivos3 y conceptuales de la operatividad metafórica, más allá de su registro en la retórica clásica y contemporánea -dimensión que, por motivos de extensión y pertinencia, no vamos a desarrollar-. Deberemos ver primero cómo se conciben estas dimensiones antes de abordar a la metáfora desde un punto de vista ontológico.
En su Poética, Aristóteles define la metáfora como “transferencia del nombre de una cosa a otra” (Poet. 21, 1457b.6-7). Aun cuando en principio la metáfora afectaría “solo” al nombre -y desde ahí a la significación general del enunciado-, este carácter de la “transferencia” fue de algún modo dejado de lado al hacer la retórica clásica hincapié en la fuerza argumentativa.4 Más adelante analizaremos en profundidad este carácter transferencial; por el momento, veremos que esto de alguna manera es replanteado en trabajos contemporáneos en términos de mapping (es decir, un mapeo, un “cartografiar” terrenos/regiones conceptuales diversos).
Siguiendo a Kövecses (2010), una primera distinción a la cual debemos prestar atención es la referente a metáforas conceptuales y lingüísticas:
Desde el punto de vista cognitivo, la metáfora se define como el comprender un dominio conceptual en términos de otro dominio conceptual […]. Ejemplos de esto incluyen cuando hablamos y pensamos sobre la vida en términos de viaje, sobre teorías en términos de edificios, sobre ideas en términos de comida, sobre la organización social en términos de plantas, etc. […] Una metáfora conceptual consiste en dos dominios conceptuales,5 en el que uno es entendido en términos de otro (p. 4)
Estas metáforas conceptuales funcionan de manera diferente a las expresiones lingüísticas metafóricas, palabras u otras expresiones de diversa índole que remiten a estos dominios de manera más concreta; siguiendo su ejemplo, las diferentes expresiones que refieren a los viajes corresponden a una metáfora conceptual que puede ser sintetizada como “la vida es un viaje”.6 Las metáforas conceptuales no expresan entonces “conceptos” por medio de metáforas (o no inicialmente), sino que lo esbozado por estos autores, especialmente por Lakoff y Johnson, es que las metáforas dan cuenta de sistemas conceptuales que regulan la totalidad de nuestra comprensión y experiencia: o, para decirlo en términos de la fenomenología hermenéutica de Heidegger, las metáforas estructuran nuestra precomprensión del mundo, y en ese sentido afectan existenciariamente nuestra relación ontológica con el ser en general.7 Lakoff y Johnson detectan este carácter pragmático y no teorético de la conceptualidad:
Los conceptos que gobiernan nuestro pensamiento no solo son cuestión del intelecto. También gobiernan nuestro funcionamiento cotidiano, hasta lo detalles más mundanos. Nuestros conceptos estructuran lo que percibimos, cómo nos desenvolvemos en el mundo y cómo nos relacionamos con otras personas.8 Nuestros sistemas conceptuales juegan así un rol central en la definición de nuestras realidades cotidianas […]. Pero nuestro sistema conceptual no es algo de lo que normalmente nos percatemos (2017, p. 12).
Hay un “actuar automático”, obvio, natural en nuestra conducta óntica que solo puede ser percibido por una suerte de epojé fenomenológica en la que se manifiesta el carácter de pre-dado de ese plexo de referencias, de esa totalidad significativa llamada “mundo”. Heidegger (2014) muestra en su analítica existencial cómo la relación originaria con los entes mundanos se da como ser-a-la-mano (Zuhandensein) y cómo solo mediante un esfuerzo teórico/ontológico se relaciona uno con los entes como ser-ante-los-ojos (Vorhandensein). En un ejemplo concreto, el ser de un martillo se manifiesta primariamente de manera más “original” en tanto se lo usa, y no en tanto se lo constituye como “objeto” para una razón analítica. Ese uso, el mismo que se le puede dar, por ejemplo, a las diversas expresiones lingüísticas metafóricas, apunta al carácter significativo del mundo en el que somos arrojados. La comprensión de este mundo se ve así fundada en una serie de niveles semióticos que despliegan el carácter apriorístico de una situación hermenéutica estructurada en tres momentos: el haber-previo (Vorhabe), el ver-previo (Vorsicht) y el concebir-previo (Vorgriff) (cfr. Heidegger, 2014, pp. 168 y ss.). Como bien sintetiza Mascaró:
Estas tres dimensiones cumplen la función de horizonte desde el cual se parcializan los aspectos que incumben a la existencia que comprende. La Vorhabe nombra la disponibilidad previa de la totalidad respeccional como trasfondo para cualquier modo del comprender; la Vorsicht nombra la orientación previa desde donde se incorpora lo comprendido, un cierto punto de vista que recorta lo pre-comprendido, destacando en ello tales o cuales aspectos; la Vorgriff hace referencia al aparato conceptual, operativo de antemano por medio del cual ocurre toda apropiación interpretativa de lo comprendido. Estas tres dimensiones representan un depósito permanente y operante, un trasfondo que subyace a cualquier modalidad de la comprensión que se dirige al mundo. Esta serie de adquisiciones previas e inexplícitas, surgidas del habitual estar-en-el-mundo y del estar-con-otros (Mitsein) conforman la estructura total del horizonte de comprensibilidad. Es desde esta estructura de donde serán tomados los sentidos adecuados a través de los cuales se comprende lo que viene a la presencia (2016, p. 129).
Podríamos entonces agregar que, si estamos de acuerdo con Lakoff y Johnson, las metáforas afectan directamente nuestro “ser-en-el-mundo” en tanto toda nuestra vida fáctica y nuestra praxis se ven “re-organizadas” y concebidas por y en ellas. Ahora bien, como ya dijimos, esta “pre-comprensión” se da, en términos cognitivos y no ya ontológicos, por medio de un mapping.
Kövecses sostiene que tenemos una metáfora conceptual cuando construimos un dominio o concepto más abstracto a través de un dominio o concepto más “físico”. Siguiendo el ejemplo de la metáfora conceptual “el amor es un viaje”, observa cómo las expresiones “no estamos yendo a ningún lado”, “la relación se va a pique”, “ha sido un camino pedregoso [bumpy]”, “tomamos muchos atajos”, “estamos en una encrucijada”, etc., producen un set sistemático de correspondencias/mapeos entre los elementos constitutivos de los dominios conceptuales que imposibilitan que podamos pensar el amor de otra manera.9 Así, el dominio-fuente (el viaje, en este caso) funciona como un a priori, pues vemos que el dominio-objetivo “no tenía estos elementos antes de ser estructurado por el dominio del viaje. Fue la aplicación del dominio del viaje la que proveyó al concepto de amor de esta particular estructura. De alguna manera, fue el concepto de viaje el que ‘creó’ el concepto de amor” (Kövecses, 2010, p. 9). Este carácter apriorístico de dominios que generan y a su vez tensionan el campo discursivo-conceptual-pragmático es crucial, porque es justamente a ese tipo de fenómenos a los que debemos prestar atención para pensar de qué manera la verdad se nos da ya en una forma de pre-comprensión. Análogamente al carácter apriorístico del mundo tal como se muestra en Heidegger, el ser-previo de uno de los dominios -y, por extensión, todo el ser-previo de las metáforas- regulará completamente nuestra existencia teórico-práctica.
Volviendo a lo indicado previamente sobre el carácter “productivo” de las metáforas, debemos hacer otra aclaración: cada metáfora particular produce coherencia y realza ciertos aspectos, sustrayendo otros. Pero quizá su potencia reside en una mayor posibilidad de vinculaciones (entailments) con otras expresiones metafóricas, que a su vez remiten (de una manera bastante peirciana) a otras vinculaciones y, así, producen una network coherente cuyas reverberaciones realzan (highlight) y suprimen (suppress), por medio de las vinculaciones, aspectos específicos de los conceptos. La semejanza de este dinamismo con el propio proceso de donación/sustracción de la verdad en el sentido de alétheia (des-ocultación) tal como la piensa Heidegger es patente.10 Los mismos Lakoff y Johnson acuerdan en que “las nuevas metáforas, como las metáforas convencionales, pueden tener el poder de definir la realidad” (2017, p. 145) mediante esta vinculación aclarante/ocultante, es decir, mediante esta puesta-en-obra de la verdad: “La aceptación de la metáfora, que nos fuerza a focalizar solamente aquellos aspectos de nuestra experiencia que se realizan, nos conduce a ver estas vinculaciones como siendo verdad. Estas ‘verdades’ pueden ser, claramente, verdaderas solo relativamente a la realidad definida por la metáfora” (2017, p. 145).
Los autores revisan críticamente la manera en que tradicionalmente la filosofía tendió a ver las metáforas, como simples expresiones imaginativas o poéticas extraordinarias, despreciando su relación con la verdad. En línea con los postulados de Nietzsche,11 afirman que no hay una verdad “objetiva”, sino que la verdad “es siempre relativa a un sistema conceptual que es definido en gran parte por la metáfora” (2017, p. 147). Todo el capítulo 24 de Metaphors We Live By está dedicado a cuestiones de índole filosófica en que se muestra cómo la proyección y la producción de categorías con que concebimos -y, sobre todo, actuamos en- el mundo dependen de esta idea de verdad y de su relación con la esfera metafórica. Esto no significa, sin embargo, que el mundo de la metáfora sea puramente arbitrario y caótico: de hecho, como bien vimos, no existe metáfora sin correlación coherente entre dominios, vinculación que depende en última instancia de lo que Lakoff (1993) llama principio de invariancia y que afecta la manera en que las imágenes esquemáticas (aquellas que caracterizan los dominios-fuente) son cartografiadas (mapped) en el dominio-objetivo. La hipótesis de Lakoff reza así: “el mapeo metafórico preserva la topología cognitiva (es decir, la estructura de la imagen esquemática) del dominio-fuente, de manera consistente con la estructura inherente al dominio-objetivo” (1993, p. 215). Más adelante aclara: “la generalización sería que todas las metáforas son invariantes respecto de su topología cognitiva, es decir, cada mapeo metafórico preserva la estructura de su imagen esquemática” (1993, p. 243). Aparece así la necesidad de revisar este orden estructural, ponerlo en relación con la propia fuerza icónica de las metáforas y pensarlo en su -de facto- relación con el campo ideológico. Si la verdad se da en relación con sistemas conceptuales, debemos pensar cuál es el componente tensivo de estos, tanto desde un punto de vista “materialista” como desde otro semiótico-ontológico. Así, lo que pudo parecer una dimensión meramente teórica o lingüística posee alcances ontológicos, éticos (y políticos) insospechados. Es lo que plantearemos a continuación.
3. La fuerza icónica y el ver-como de la metáfora
La relación entre la metáfora y la imagen puede, según Ricoeur, ser rastreada incluso hasta la Retórica de Aristóteles, en donde se afirma que la metáfora “pone ante los ojos” en el sentido de “hace imagen” (cfr. Ret. III, 10, 1420b33). El filósofo francés reconoce que Aristóteles no utiliza en absoluto la palabra eikon en ese sentido post-peirciano que utilizamos actualmente, pero sostiene que ya está ahí la “idea” de que la metáfora describe lo abstracto bajo los rasgos de lo concreto -el mismo planteo desarrollado milenios más tarde por Lakoff y Johnson-. Esta forma icónica del “traer-a-la-presencia” (que podríamos interpretar en el sentido en que Heidegger repensaría un venir-a-la-presencia del ente en el esenciarse del ser como physis según la experiencia griega)12 no es, según Ricoeur, una función accesoria de la metáfora, sino “lo propio de la figura” que da a la metáfora la posibilidad de inscribirse tanto en el plano lógico de la proporcionalidad como en “el momento sensible de la figuratividad” (Ricoeur, 2001, p. 53). La metáfora tendría así el poder de visualizar las relaciones (¿entailments?) tanto entre dominios/contextos diversos como de cada aspectualización entre sí y con otras, como apuntamos anteriormente. Aparece aquí una noción de “visualización” que será preciso aclarar luego, pues será la trama articuladora entre metáfora, imagen e ideología.
Ricoeur seguirá aquí los desarrollos de Le Guern, para quien la imagen se define esencialmente por su relación negativa con la isotopía. Esta concepción negativa de la imagen deja en suspenso su iconicidad y su carácter de representación y lexema, así como su estatuto psicológico y semántico. También seguirá el desarrollo de Marcus B. Hester, quien, en un abordaje no negativo y con el foco puesto en lo activo, expone la noción del “ver-como”, definiéndolo como “el lazo positivo entre vehículo y dato” (Ricoeur, 2001, p. 269), donde el vehículo es “visto como” el dato. Así, dirá Ricoeur que este ver-como “es la relación intuitiva que mantiene unidos el sentido y la imagen. Hester tomaría esta idea de Wittgenstein (citado en Ricoeur, 2001, p. 269), para quien el ver-como es un “tener una imagen”, en el sentido de un imaginar: semi-pensamiento y semi-experiencia. Este pensar/experimentar-otro es aquel que se manifiesta eminentemente en la poesía, donde se da un picture thinking en el que el ver-como mantiene unidos el sentido y la imagen por medio de una selección que elige “dentro del aluvión cuasi-sensorial de lo imaginario […] los aspectos apropiados de este imaginario” (Hester, 1967, p. 180, citado en Ricoeur, 2001, p. 270). El ver-como será entonces tan pasivo como activo, experiencia y acto a la vez que regulará el flujo del despliegue icónico, definiendo con ello la misma semejanza, y no a la inversa. La imagen esquemática de la que habla Lakoff se relaciona con “ese papel del esquema que une el concepto vacío y la impresión ciega” (Ricoeur, 2001, p. 284) del ver-como, uniéndose lo verbal y lo no verbal “en el seno de la función creadora de imágenes propia del lenguaje” (Ricoeur, 2001, p. 284). El lenguaje será tomado aquí en su potencialidad poética, mucho más amplia que el simple “producir poemas”.13
El lenguaje poético (pero también el discurso ideológico), con su uso metafórico, produciría la “fusión del sentido con una multitud de imágenes evocadas o provocadas”, fusión que constituiría así “la verdadera ‘iconicidad del sentido’” (Ricoeur, 2001, pp. 279-280): un “juego del lenguaje” cuya finalidad es que las palabras evoquen/produzcan imágenes, abriendo sentidos novedosos por medio de un traer-delante de la figura resaltada a la vez que produce una “neutralización de la realidad natural” (p. 266).14 Lo que aflora con la metáfora es así un nuevo tipo de materialidad lingüística, una plenitud sensible que es cada vez menos signo y cada vez más ícono.
Teniendo esto presente, y en el contexto del actual tournant iconique, puede ser útil extender al campo metafórico lo desarrollado por Bredekamp respecto del acto icónico (Bildakt), en la interpretación que Bertorello (2022) hace mediante una puesta en relación de esta filosofía de la imagen con el pensamiento heideggeriano. El acto icónico tiene un alcance cosmológico en tanto no hay ámbito de lo real que no sea su portador15 (incluso los seres inanimados lo llevarían sobre sí). Bertorello (2002, p. 123) enumera los rasgos ontológicos que son fundamentales a este acto: la materialidad, la fuerza, la vida y la artificialidad. Lo esencial para nuestro estudio reside en la consideración de la fuerza causal de las imágenes de que se da cuenta; fuerza que:
[…] expresa, por un lado, una latencia, es decir, una potencialidad de sentido que se actualiza cuando las imágenes o artefactos interactúan con los hombres. Y, por otro, da cuenta de una “causalidad” que sigue el modelo de los actos de habla. La fuerza icónica […] produce efectos […] del modo en que un discurso transforma los sentimientos, el pensamiento y el obrar del receptor (Bertorello, 2002, p. 131).
De este modo, lo que antes parecía ser un tipo de actividad propia del hombre en cuanto centro originario se desplaza ahora al ámbito de lo icónico como su fuente primera, médium por el que se transforma lo real mediante una mirada (pensable desde el ver-cómo) y donde la obra se trasciende a sí misma. Bertorello relaciona este auto-rebasamiento, esta trasgresión de los límites y esta proyección fuera de sí del acto icónico con el concepto de “trascendencia” de la teoría estética de Genette, que describe el “modo de ser transitivo” de la obra de arte. Por otra parte, piensa además la transformación que se da en la producción icónica como un cambio del lugar subjetivo del “receptor” que ve, transformación analogable a la que acontece en la mirada fenomenológica; por eso es que, en relación con los actos de habla de Austin, el foco está en la fuerza perlocutiva del acto.
¿Qué nos queda de todo esto? Fundamentalmente, que la metáfora, en cuanto entidad más-que-verbal, es decir, en cuanto también acto icónico, funciona con la plena fuerza de dos regiones ontológicas diferentes, creando mundo desde lo icónico y lo sígnico. Pero este crear-mundo, este configurar estructuralmente la percepción y la experiencia semántico-pragmática de lo real no puede separarse de las tensiones históricas que sujetan toda instancia semiótica. Toda imagen (Bild) remite de modo subterráneo ontológicamente a esa figura que inaugura -según Heidegger- el pensar metafísico: se trata de la conexión esencial entre imagen y Eidos, y con ello, de la consolidación de las posiciones metafísicas fundamentales de Occidente, posiciones que, en su olvido del ser y su sujetamiento de la existencia humana, dan cuenta de una dimensión que, forzando la intertextualidad, podríamos pensar como la base de las ideologías y de toda cosmovisión.
4. La proyección del Bild metafórico en la “imagen del mundo” y las posiciones metafísicas fundamentales
Ya vimos cómo Heidegger construye toda su filosofía como una Destruktion de la metafísica occidental, pues comprende que en ella ha operado un “olvido del ser” que ha regido la totalidad de nuestras relaciones ontológicas con lo real. Como señala:
La metafísica fundamenta una era desde el momento en que, por medio de una determinada interpretación de lo ente y una determinada concepción de verdad, le procura a esta el fundamento de la forma de su esencia. Este fundamento domina por completo todos los fenómenos que caracterizan esa era, y viceversa. Quien sepa meditar puede reconocer en estos fenómenos el fundamento metafísico (Heidegger, 2012, p. 63).
Compárese el primer enunciado con lo planteado por Lakoff y Johnson en el capítulo 24 de Metaphors We Live By: detrás del más mínimo acto cotidiano se esconde una interpretación de lo real (generada, en este caso, por la vinculación entre dominios diversos que nos hacen comprender un fenómeno óntico desde regiones ónticas diferentes) así como una relación fundamental, originaria y estructural con una verdad ya no pensada como adequatio sino como “horizonte” que da la posibilidad de inteligibilidad a cada ente, horizonte que, para Heidegger (y para tantos otros autores; pensemos en el a priori histórico de Foucault), será temporal/histórico. El ser mismo realiza su propia epojé, dándose diferentemente según épocas. Esta época moderna actual puede ser definida, según Heidegger, como la “época de la imagen del mundo”.
Entre los fenómenos esenciales que caracterizan a esta época moderna, posiblemente el más relevante sea su ciencia, pensada no como el mero conjunto de teorías, técnicas y métodos científicos sino como una forma ontológica de dar el ente por medio de la representación calculadora. De manera esencialmente diferente a la episteme griega,16 el verdadero sistema de la ciencia residirá, según Heidegger, “en la síntesis del proceder anticipador y la actitud que hay que tomar en relación con la objetivación de lo ente resultante de las planificaciones correspondientes” (2012, p. 71).17 Esta síntesis, base de todo conocimiento que calcula, delimita, sujeta, dispone y constituye al ente como objeto, es la representación:
Esta objetivación de lo ente tiene lugar en una re-presentación cuya meta es colocar a todo lo ente ante sí de tal modo que el hombre que calcula pueda estar seguro de lo ente o, lo que es lo mismo, pueda tener certeza de él. La ciencia se convierte en investigación única y exclusivamente cuando la verdad se ha transformado en certeza de la representación (Heidegger, 2012, p. 72).
Esta conversión se da a nivel ontológico y no meramente epistémico, porque relocaliza el centro-fuente de toda condición de posibilidad de vida, conocimiento y praxis. El hombre se transforma en sujeto, subjectum o hypokéimenon, “fundamento” que “reúne todo sobre sí”; pero que el hombre se convierta en centro de referencia de lo ente como tal sólo es posible “si se modifica la concepción de lo ente en su totalidad” (Heidegger, 2012, p. 73). Esta “concepción” (Anschauung) corresponde a una forma de ver el mundo como algo esencialmente determinado (ver-como, una vez más). De aquí se deriva la idea de “imagen del mundo” (Weltbild), relacionada con Weltanschauung (“cosmovisión”, visión/concepción-de-mundo).18
Heidegger explica las dos palabras que componen la noción. Por un lado, “mundo” es tomado como “el ente en su totalidad”,19 lo que implica no solo la naturaleza o la historia, sino además el fundamento del mundo sea cual sea el que imaginemos. “Imagen”, por otro lado, hace pensar, según Heidegger, “en la reproducción de algo” (de ahí su relación con la re-presentación): una especie de “cuadro” de lo ente en su totalidad, que en realidad es mucho más que eso: “imagen del mundo” refiere al mundo en sí mismo “en tanto nos resulta vinculante y nos impone su medida” (Heidegger, 2012, p. 73). En alemán, la expresión wir sind über etwas im Bilde (“estamos, en cuanto a algo, en la imagen”) sugiere el carácter de proximidad y de disponibilidad del mundo en cuanto tal: la totalidad de lo real está dispuesto de manera sistemática20 para que el hombre lo tome de acuerdo con su solicitud. Así, “imagen del mundo, comprendido esencialmente, no significa por lo tanto una imagen del mundo, sino el concebir el mundo como imagen” (p. 74). 21 En la época moderna, la “época de la imagen del mundo” o del “mundo-imagen”, el hombre se pone a sí mismo como el “escenario” en el que el ente debe representarse, es decir, devenir imagen. Sin embargo, no podría decirse que esto se da de manera totalmente desligada de la tradición metafísica, sino que en verdad Heidegger (en su concepción totalizante de la metafísica concebida desde su “primer comienzo” griego, y distinta por ello de un eventual “otro comienzo” que plantearía una relación con el ser totalmente diferente) plantea que ya desde Platón, que es cuando propiamente acontece el comienzo del olvido del ser, el ser del ente es pensado desde el Eidos (“aspecto”, “visión”): este es el presupuesto oculto que condicionó los siguientes dos mil años de metafísica y por los que el mundo puede convertirse en imagen, pues el Eidos posee una correlación esencial con la Idea, “aquello que se ha visto”.
Lo que el análisis de Heidegger logra no es simplemente describir meras características accidentales de una época, sino buscar superar22 nuestra condición ontológica fundamental (la metafísica) por medio de un “cuestionamiento originario de la pregunta por el sentido” -es decir, “por el ámbito del proyecto, […] por la verdad del ser, […] por el ser de la verdad” (Heidegger, 2012, p. 81)- en una confrontación cuestionante/aclarante (Destruktion) de las posiciones metafísicas fundamentales que subyacen a estas épocas y los pensadores esenciales que en ellas emergen. El mundo no deviene imagen por mero azar historiográfico, sino que responde a la necesidad esencial de una forma determinada de relacionarse con el ser (o, más propiamente, de una forma variable que el ser tiene de relacionarse con lo humano): es esa modalidad del (des)encuentro entre ser y hombre que aparece en la consideración del fundamento; por ello las posiciones son fundamentales, pues son también fundacionales de una verdad, de un sentido del ser. En palabras del autor:
Lo esencial de una posición metafísica fundamental abarca lo siguiente: 1) el modo y la manera en que el hombre es hombre, es decir, en que es él mismo; el tipo de esencia de su mismidad, que no es en absoluto igual al de su Yo, sino que se determina como tal a partir de la relación con el ser. 2) La interpretación de la esencia del ser de lo ente. 3) El proyecto de esencia de la verdad. 4) El sentido según el cual el hombre es medida aquí y allá (Heidegger, 2012, p. 84).
Estos cuatro momentos enumerados “soportan y estructuran por adelantado” (Heidegger, 2012, p. 84), son el a priori de toda reflexión ulterior que pretenda dar cuenta del “contexto” ontológico de una época. Las posiciones metafísicas fundamentales son la estructura y el fundamento de absolutamente todas nuestras relaciones con el ente, funcionando -en términos marxistas- como una “infraestructura” ontológico-semiótica sobre la que se apoya la superestructura de la ciencia, los sistemas de creencia, las ideologías, los discursos, etc.23 No pueden ser tematizadas de cualquier manera, ya que su posibilidad de manifestación fenoménica se da únicamente, según Heidegger, en tanto uno se atiene “al pensar como el hilo conductor de la interpretación de lo ente en cuanto tal” (2011, p. 83), es decir, en tanto seguimos la pregunta fundamental por el sentido del ser. Cualquier desvío de este camino (que nunca podría ser un método en los términos pensados por él) lleva a una descripción historiográfica que no da cuenta de lo esencial que se juega en ellas. El proceder de esta meditación interrogativa es histórico, pues funda el tiempo-espacio del Dasein que en cada caso pregunta. Por eso Heidegger dirá que “en esta confrontación [con las posiciones metafísicas fundamentales] se lleva a cabo una transformación de nosotros mismos” (2011, p. 20), o mejor, que esa confrontación es el despliegue y la consecuencia de esta transformación.
Aparece aquí la deriva de una idea muy antigua de la fenomenología husserliana que Heidegger adopta: la importancia fundamental del punto de vista y de la actitud interrogativa que desarrolla la reducción (epojé). Una investigación, del tipo que sea, tiene como pre-requisito un “ver-como” diferente al de la cotidianeidad media. Si de lo que se trata es de “des-naturalizar” el mundo, como diría Roland Barthes, de desmontar sus pequeñas mitologías, esto no se logrará por un mero esfuerzo intelectual de tipo abstracto, sino que (ya que es algo que afecta íntegramente cada dimensión de la existencia histórica humana) requerirá una disposición afectiva, hermenéutica y pragmática (e incluso política) especiales. Porque además de estas consideraciones ontológicas -esenciales, por otro lado, para pensar la performatividad de la metáfora en esta constitución del mundo-imagen-, aparece en Heidegger la advertencia sobre la conflictividad que esta posición metafísica fundamental actual permite con sus “fuerzas esenciales”.
Vimos, siguiendo a Heidegger, que el fenómeno fundamental de la Modernidad es “la conquista del mundo como imagen”: imagen que mienta ahora “la configuración de la producción representadora” en la que el hombre lucha por alcanzar aquella posición que le permite dar la medida y las normas a todo lo real. Este poner-normas es, necesariamente, un acto violento, en tanto se ejerce una forma de “violencia” sobre el ente y sobre los otros por medio de la solicitud de procesos de adecuación e identidad. La posición de fundamento absoluto “se asegura, estructura y expresa como visión del mundo”, y “la moderna relación con lo ente [incluidos los otros entes humanos, podríamos aclarar] se convierte, en su despliegue decisivo, en una confrontación de diferentes visiones del mundo muy concretas” (Heidegger, 2012, p. 77). En esta “lucha entre visiones del mundo”, el hombre pone en juego todo su poder de cálculo, de control y de administración; es decir, despliega una suerte de economía ontológica que produce órdenes, estratos y roles ónticos y sociales diferentes. La Idea, contracara del Eidos, en toda su potencia creadora/reguladora/representativa, será arma y campo de lucha. Las posiciones metafísicas fundamentales, como nueva infraestructura, pueden ser ahora pensadas como condición de posibilidad y soporte estructural de las ideologías que condicionan nuestra vida teórico-práctica.
5. Ideología y ontología: el ser como relación significativa
Para ampliar esto, como adelantamos, utilizaremos los aportes de Teun Van Dijk. Su libro Ideología. Una aproximación multidisciplinaria (1998, p. 13) comienza con una aclaración irónicamente ineludible: cualquier estudio sobre la ideología suele comenzar con un comentario sobre lo vago de la noción y las confusiones metodológicas y analíticas a que da lugar; pero esto se debe a su complejidad estructural y la dificultad (o imposibilidad, más bien) de una enunciación no ideológica de la ideología, una dificultad análoga a la de la deconstrucción post-heideggeriana de la metafísica, que busca salir de la metafísica sin hablar en ese idioma metafísico. Tradicionalmente, al menos desde Marx y Engels, la ideología se tomaba como aquel corpus de ideas dominantes de una época; dominantes porque era la misma clase dominante la que las producía e instauraba como formando la “cosmovisión natural” en un grupo determinado. Luego se diluyó esta unilateralidad, siendo entonces definida como “sistemas políticos o sociales de ideas, valores o preceptos de grupos y otras colectividades” que tienen por función “organizar o legitimar las acciones del grupo” (1998, p. 16). Este último enfoque, desde el que parte Van Dijk, pone el eje en la dimensión más propiamente pragmática, pues la ideología determina un comprender-el-mundo que da lugar a un habitar/actuar-en-el-mundo particular. Entre las prácticas sociales donde se aferran las ideologías, el discurso será, naturalmente, el lugar privilegiado donde estas se expresarán, formularán y reproducirán.
Van Dijk dirá que “las ideologías se pueden definir sucintamente como la base de las representaciones sociales compartidas por los miembros de un grupo. Esto significa que las ideologías les permiten a las personas, como miembros de un grupo, organizar la multitud de creencias sociales acerca de lo que sucede, bueno o malo, correcto o incorrecto, según ellos, y actuar en consecuencia” (1998, p. 21). Ya nos puede ir resonando la noción de “representación”, desde la perspectiva previamente analizada. Van Dijk sostiene que las ideologías pueden influir también “en lo que se acepta como verdadero o falso” en la medida en que esas creencias son consideradas importantes para el grupo, marcando el acento en el carácter axiológico general de las mismas. Ahora bien, aunque las ideologías influyen efectivamente en “una comprensión particular del mundo en general”, no deberían confundirse con una “visión del mundo” de un grupo “sino más bien de los principios que forman la base24 de tales creencias” (1998, p. 21). En Ideología y análisis del discurso (2005), Van Dijk elabora una suerte de F. A. Q. en el que establece un gran número de precisiones sobre lo que las ideologías son y no son.25 La primera suposición que señala es que efectivamente son sistemas de creencia, lo que por otra parte resulta ciertamente vago en tanto no se lo conecta con un abordaje cognoscitivo. Esta sistematicidad hará que no sean cualquier tipo de creencias socialmente compartidas, sino que las hará “más fundamentales o axiomáticas” (2005, p. 2): controlarán y organizarán otras creencias, y poseerán la función cognoscitiva de proporcionar coherencia ideo(-)lógica.
Van Dijk retoma la definición de “ideología” de Stuart Hall, que reza lo siguiente:
Entiendo por ideología las estructuras mentales -los lenguajes, los conceptos, las categorías, imágenes del pensamiento y los sistemas de representación- que diferentes clases y grupos sociales despliegan para encontrarle sentido a la forma en que la sociedad funciona, explicarla y hacerla inteligible (Hall, citado en Van Dijk, 1998, p. 22).
Esta enunciación, a la que Van Dijk agrega simplemente la función de regular las prácticas sociales, es ciertamente sugerente en lo que respecta a nuestro estudio general sobre las metáforas: ¿no resulta evidente la potencial injerencialidad de la metáfora en estas “estructuras mentales” (pensemos en el mapping y las metáforas conceptuales/estructurales), su fuerza icónica capaz de evocar “imágenes del pensamiento”, la apertura de sentidos novedosos y de nuevos horizontes hermenéuticos, es decir, campos de inteligibilidad (piénsese en las nociones de “mundo” y “verdad” en Heidegger), etc.? ¿No serán las metáforas, no solo en tanto expresiones lingüísticas, sino en tanto estructuras cognoscitivas, el vehículo primario que nos permite un acceso fenomenológico privilegiado al ámbito de la producción y reproducción de ideologías -e incluso más allá: al ámbito de las posiciones metafísicas fundamentales y las cosmovisiones que ambas soportan-?
Respecto de esto último cabe hacer una precisión: Van Dijk sostiene que las ideologías “pueden influenciar sólo las estructuras del discurso contextualmente variables” (2005, p. 12), ya que las estructuras gramaticales obligatorias no pueden marcarse ideológicamente.26 Así, hay estructuras variables que son ideológicamente “más sensibles” que otras, sobre todo en el plano del significado, ya que las creencias tienden a ser formuladas como significados en el discurso. Luego dirá: “las estructuras sintácticas y las figuras retóricas27 tales como las metáforas, las hipérboles o los eufemismos se usan para dar o restar énfasis a los significados ideológicos, pero, como estructuras formales, ellos no tienen ningún significado ideológico” (2005, p. 12). En ese sentido, resulta obvio pensar que la estructura metafórica clásica “A es B” planteada en los puntos anteriores no es en sí misma ideológica; sin embargo, sí puede pensarse que esa estructura formal es condición de posibilidad de lo ideológico, no solo por su posibilidad de ser “rellenada” por contenidos significativos retóricamente pasibles de constituir ideología (es decir, las metáforas en cuanto expresiones lingüísticas), sino además porque la estructura a priori de la metáfora postula implícitamente un modelo de producción del sentido en general, sentido que en última instancia constituye la materialidad ideológica.
Por otra parte, la fuerza semiótico-icónica e imaginaria de la metáfora afecta a la misma relación (ideológica, por cierto, pero que nosotros también comprenderemos como ontológica) entre hombre y mundo. Pensemos en el desarrollo de Althusser en su emblemático texto Ideología y aparatos ideológicos del estado (1970). La tesis principal, desarrollada luego de manera positiva y negativa, reza así: “La ideología es una ‘representación’ de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia” (Althusser, 2003, p. 43). El filósofo francés se pregunta: ¿por qué los hombres “necesitan” esta transposición28 imaginaria de sus condiciones reales de existencia para “representarse” sus condiciones de existencia reales? Este pasaje por la representación, que resulta ciertamente especular -en el fondo, se trata de la representación de una representación, pues es una “concepción de mundo” (que por definición, en cuanto representación, nunca podría corresponder plena e idénticamente con lo real; toda cosmovisión es entonces una ilusión, una interpretación deformante y, por ello mismo, “formante” de lo real)- debe dar cuenta de la relación imaginaria misma, pues hay algo en ese irreal que resulta sumamente efectivo:
Toda ideología, en su deformación necesariamente imaginaria, no representa las relaciones de producción existentes (y las otras relaciones que de allí derivan) sino ante todo la relación (imaginaria) de los individuos con las relaciones de producción y las relaciones que de ella resultan. En la ideología no está representado entonces el sistema de relaciones reales que gobiernan la existencia de los individuos, sino la relación imaginaria de esos individuos con las relaciones reales en que viven (Althusser, 2003, p. 46).
Aquello a lo que el investigador debe prestar atención, lo esencial para una cabal comprensión de la sujeción ideológica29 de un grupo determinado, es esa relación irreal con la relación misma. Esa relación es la trama articuladora que distribuye, ordena y emplaza a todos los entes intramundanos y a todos los sujetos en un horizonte determinado. Se realiza materialmente en los aparatos ideológicos del Estado y en sus prácticas, pero en sí misma no se identifica con estos dispositivos o prácticas; tampoco es material, o no lo es de la misma manera. Cuando Althusser dice que la ideología “tiene una existencia material” (2003, p. 47), al mismo tiempo afirma que:
[…] la existencia material de la ideología en un aparato y sus prácticas no posee la misma modalidad que la existencia material de una baldosa o un fusil. Pero aún con riesgo de que se nos tilde de neoaristotélicos (señalemos que Marx sentía gran estima por Aristóteles) diremos que “la materia se dice en varios sentidos” o más bien que existe bajo diferentes modalidades, todas en última instancia arraigadas en la materia “física” (2003, p. 48).
De esta manera, tenemos un fenómeno relacional que impregna virtualmente todas las prácticas materiales e históricas sin confundirse con ellas, que les brinda cohesión sin ser él mismo un elemento cohesionado; no está en ningún lado, sino entre los individuos de un colectivo y sus condiciones de producción y vida en general. ¿No es esto acaso una cuasi-definición del ser entendido en términos heideggerianos? Al menos, su cercanía operativa es total. Habrá que pensar qué tipo de (no) lugar habita esta relación, pues si es pensado como horizonte habrá que realizar una meditación fronteriza entre múltiples heterogeneidades, tal como venimos lentamente haciendo. En relación con lo visto anteriormente, tenemos una experiencia de representación/reproducción del mundo que requiere una transformación del sujeto que ahí (se) representa; si recordamos que la esencia del Dasein se encuentra en su “relación significativa” consigo mismo y con los entes de un mundo, es evidente que la comprensión del ser juega un rol fundamental en cuanto relación. Así como en Heidegger son las posiciones metafísicas fundamentales -es decir, las modalidades en que un Dasein histórico abre y se relaciona con el ser- las que determinan toda conducta óntica, en Althusser (y en Van Dijk) serán las ideologías las que determinarán cómo “el individuo en cuestión se conduce de tal o cual manera, adopta tal o cual comportamiento práctico […], participa de ciertas prácticas reguladas” (Althusser, 2003, p. 48). De la misma manera en que no hay verdad del ser sin Dasein, tampoco hay aquí ideología sin sujeto:
Decimos que la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología, pero agregamos en seguida que la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología sólo en tanto toda ideología tiene por función (función que la define) la “constitución” de los individuos concretos en sujetos. El funcionamiento de toda ideología existe en ese juego de doble constitución, ya que la ideología no es nada más que su funcionamiento en las formas materiales de la existencia de ese funcionamiento (Althusser, 2003, p. 52).
De este modo, vemos que puede establecerse una relativa isotopía entre diversos registros: por un lado, entre el vínculo sujeto-ideología y Dasein-posiciones metafísicas fundamentales (con lo que estas implican desde lo mundano y veritativo); por otro, entre el orden metafórico y el orden ideológico -aun cuando ambos campos semánticos no puedan (ni deban) amalgamarse sin más -aquí, la definición de Barei del orden metafórico entendido como “orden cognitivo-ideológico que permite entender modos de comprensión de la realidad, tanto en el lenguaje y las prácticas de la vida cotidiana, como en la literatura y los medios de comunicación” (Barei y Pérez, 2005, p. 10) puede resultarnos particularmente útil-. La afección plástica dada en el nivel cognitivo-ontológico se encuentra a la base de la determinación apriorística que las formaciones ideológico-discursivas establecen en nuestra cotidianidad. Es preciso, entonces, profundizar analítica y críticamente en las diversas metáforas que pueblan nuestras representaciones del ser y su “verdad” para una mejor comprensión (y potencial transformación) de nuestras relacionales estructuras existenciales.