Introducción1
¿Qué es lo que hace que el universo sea uno, es decir, que todas las cosas que forman parte de él precisamente formen parte de él y conformen un inmenso conjunto total de cosas?; ¿cuál es el vínculo que las une en un solo universo? ¿El universo en el que vivimos es único o es posible que haya otros universos? ¿Es posible que existan cosas que estén fuera de este universo o que no pertenezcan a él? ¿A qué se debe la condición tridimensional del espacio de nuestro universo? ¿Es posible que haya espacios diferentes o de distintas dimensiones?; ¿tales espacios y las cosas que en ellos se hallen se encontrarían en algún lugar, punto o dimensión de nuestro universo, o conformarían otros universos aparte? ¿Habría alguna manera de saber de la posibilidad o de la imposibilidad de la existencia de otros espacios o de otros universos distintos al nuestro? ¿Podemos responder a este tipo de preguntas? ¿Con qué recursos epistémicos contamos para ello? Estas y otras varias interrogantes son el objeto de las reflexiones que Immanuel Kant presenta en el “preámbulo metafísico” -tal y como él llama a la primera de las tres partes- de sus Pensamientos sobre la verdadera estimación de las fuerzas vivas y crítica de las demostraciones de las que Leibniz y otros mecánicos se han servido en este litigio, junto con algunas consideraciones previas que conciernen a las fuerzas de los cuerpos en general,2 trabajo con el que ilusamente, a la edad de veintidós años, el neófito filósofo pretendía dar por terminada una discusión que creía que había permanecido insoluble durante todo el medio siglo anterior: la controversia entre cartesianos y leibnizianos en torno a la correcta medición de las llamadas “fuerzas vivas”.3
El pasaje que acabo de referir, como otros varios del período convencionalmente llamado “precrítico” o pertenecientes al corpus philosophiae naturalis kantiano dedicado a la ciencia natural, ha recibido hasta ahora muy poca atención (Lefèbre y Wunderlich, 2002, p. 268). El propósito de este trabajo es presentar algunos de los desarrollos de la cosmología o filosofía de la naturaleza y, particularmente, de la metafísica del espacio de aquel emocionante episodio inicial del pensamiento kantiano. La distancia en el tiempo con respecto al giro crítico trascendental y la variación en las estrategias y conclusiones de esos primerizos desarrollos hacen que, aunque pueda detectarse en ellos una sugerente presunción idealista, con todo, no sea fácil ver estos desarrollos como antecedentes, inclusive remotos, de la tesis de la idealidad trascendental del espacio. El plan de este trabajo se despliega a lo largo de las siguientes cuatro ideas: (1) es posible que exista más de un universo; (2) la condición para que pueda haber más de un universo es que haya espacios de distinta naturaleza o de diferente dimensionalidad; (3) el fundamento último de la naturaleza tridimensional del espacio radica en la ley mecánica conforme a la cual las substancias interactúan entre sí, ley que es arbitraria en sí misma; finalmente, (4) a esos otros posibles espacios distintos al nuestro -esto es: espacios de más de tres dimensiones- correspondería una hipergeometría que sería abordable por una mente capaz de representarse dichos espacios.
1. Sobre la posibilidad de que exista más de un universo
Uno de los puntos más llamativos -y a la vez desconcertantes- del pensamiento global de Kant se halla contenido en su noción de “espacio”. Se trata de una de las nociones más populares, por así decir, dentro de los círculos filosóficos, aunque, ciertamente, no siempre una de las mejor comprendidas; hay razones de esto atribuibles a los sujetos que transmiten o reciben inadecuadamente la noticia acerca del espacio kantiano, pero hay también razones relacionadas con la sutileza, complejidad y variabilidad con la que el mismo Kant presentó esta noción en los diversos episodios de su obra. Me parece que de este último tipo de razones por las que se torna difícil comprender correctamente la noción kantiana de “espacio” pueden distinguirse al menos dos: por una parte, no se trata de una noción o concepto simple cuyo significado se halle enunciado en una suerte de definición definitiva, sino que su significado se encuentra desarrollado en una muy compleja tesis: la de la idealidad trascendental del espacio; por otra parte, esta tesis no fue formulada de manera repentina y espontánea, sino que es el producto de una muy prolongada reflexión filosófica que descansa sobre muchos supuestos y antecedentes procedentes tanto de las tradiciones que albergaron al espíritu filosófico en formación de Kant como del propio fondo de su genio e inventiva. Estos antecedentes fueron discutiéndose, contrastándose, modificándose, replanteándose e integrándose hasta la formulación de la tesis de la idealidad trascendental por vez primera en la Dissertatio de 1770.4 Y aun cuando esta formulación seguiría depurándose en el posterior pensamiento de Kant, lo que a los cometidos de este trabajo importa más es que los inicios de esa prolongada y variopinta reflexión se remontan hasta el comienzo mismo de la producción bibliográfica del filósofo de Königsberg, cuando, al término de su formación filosófica en la Universidad Albertina de Königsberg, escribe sus Fuerzas vivas.
Como se registra en esta obra, en términos generales, la más remota concepción kantiana del espacio5 refleja una filiación respecto de la noción relacionista de corte leibniziano,6 y esta filiación da pie en las Fuerzas vivas a unos de los pasajes más interesantes de esta obra. En los §§ 7 y 8 de las Fuerzas vivas, Kant aplica algunos principios metafísicos de simiente aristotélico-leibniziana a su noción relacionista de “espacio” e infiere tres cosas: (1) la posibilidad de que exista alguna cosa que no esté en ningún lugar del universo, (2) la corrección metafísica de la idea de que es posible que exista más de un universo, y (3) la posibilidad de que existan espacios de más de tres dimensiones. No obstante su raigambre leibniziana, Kant mantiene una clara diferencia respecto de la ontología monadológica de Leibniz, quien no admitía el influjo causal entre las substancias, es decir, que la actividad de las mónadas se dirigiera hacia fuera de ellas o que fuera transeúnte;7 para Kant, por lo contrario, la fuerza esencial de la substancia es una tal que “está determinada a actuar fuera de sí (esto es, a modificar el estado interno de otras substancias)” (§ 4, p. 30/Ak I: 19.5-6). A partir del § 7 de las Fuerzas vivas, Kant pone de manifiesto algunas implicaciones que trae consigo este concepto de fuerza y llega a la primera de las inferencias ya mencionadas, a aquélla en torno a la posibilidad de que exista alguna cosa que no esté presente en ningún lugar. Tal inferencia puede esquematizarse de la siguiente manera:
(1). “Una substancia, o está enlazada y unida con otra exterior a ella, o no lo está” (§ 7, p. 33/Ak I: 21.35-36).
(2). Ahora, perfectamente puede suceder lo segundo, puesto que como “cada ser autónomo [esto es, una substancia en uno de los sentidos clásicos de raigambre aristotélica] contiene dentro de sí la fuente completa de todas sus determinaciones [en un sentido típicamente leibniziano], no es necesario a su existencia que esté enlazado a otras cosas” (§ 7, p. 33/Ak I: 21.36-22.3).
(3). Pero se había establecido (en § 6, p. 30/Ak I: 21.2-3) que el lugar existe en virtud de las interacciones mutuas de las substancias, y “no puede haber ningún lugar sin conexiones externas, posiciones y relaciones” (§ 7, p. 33/ Ak I: 22.5-7).
(4). En consecuencia, “es bien posible que exista realmente una cosa, a pesar de no estar presente en ninguna parte del universo” (§ 7, p. 33/Ak I: 22.7-8).
La conclusión de que sea posible que exista una cosa sin que esté espacialmente presente en lugar alguno tiene su punto de partida en la interpretación leibniziana del concepto aristotélico de substancia como ser autónomo y que, al contener en sí la fuente de todas sus determinaciones, no necesita de ninguna otra substancia para existir. De esto se infiere que la existencia de una substancia por sí sola no implica necesariamente su relación con otras substancias, esto es, no implica su coexistencia, puesto que, para existir, una substancia, en cuanto ser autónomo, no requiere más que la fuente completa de todas sus determinaciones, la cual no se halla fuera, sino dentro de ella misma. Ahora bien, esto podría generar una dificultad con la consideración que ha venido desarrollando Kant en las Fuerzas vivas de que la fuerza activa, esto es, la fuerza con que las substancias actúan fuera de sí es una fuerza esencial. En efecto, por lo que se refiere a la premisa (2), si la fuerza activa es una fuerza esencial, ¿cómo es que ella misma podría ser no necesaria para la existencia de una substancia? Ahora bien, si todo enlace y relación procede de las variadas acciones que ejercen recíprocamente las fuerzas de las substancias (§ 7, p. 33/Ak I: 21.30-34), pero si, según la conclusión anterior que ha inferido Kant, es posible que haya substancias que no cuenten con enlace alguno, ¿es posible que haya substancias carentes de fuerza activa, es decir, carentes de fuerza determinada a actuar fuera de sí y por medio de la cual puedan establecer enlaces o relaciones con otras substancias?
Cabe hacer notar que el argumento de Kant sobre la posibilidad de que una substancia exista sin que tenga relación o enlace alguno con otras substancias no se compromete con la afirmación de que existan substancias carentes de fuerza activa en virtud de la cual sean capaces de establecer dichos enlaces; con su argumento Kant simplemente está comprometiéndose con la posibilidad de que existan substancias carentes de cualquier enlace, pero no carentes de la fuerza activa que las haría capaces de tenerlo. Kant no afirma que la fuerza activa de una substancia no le sea necesaria para su existencia -pues, si así lo fuera, no podría ser una fuerza esencial-, sino que lo que es no necesario para su existencia es el estar efectivamente enlazada con otras substancias, es decir, el efecto o el resultado de esa fuerza esencial cuando logra ser aplicada a otras substancias.8 Que una substancia esté carente “de toda relación de exterioridad con respecto a otras, o sea, sin ningún enlace real con ellas” (§ 7, p. 33/Ak I: 22.4-5) no implica que no tenga dentro de sí, como formando parte de la fuente completa de sus determinaciones, la fuerza activa o esencial para actuar fuera de sí. En todo caso, sea por la razón que fuere, al carecer de toda relación o conexión, una substancia carecería, si no de fuerza activa, sí de espacio o lugar.
Ahora bien, en medio del frenesí del esfuerzo por estirar la anterior línea argumentativa hasta el límite de sus posibilidades, Kant advierte: “Pero aún se deducen de la misma fuente otras proposiciones no menos extraordinarias y que se imponen al entendimiento, por así decir, contra su voluntad” (§ 7, p. 33/Ak I: 22.11-13). Así, con este ánimo, Kant presenta el siguiente argumento para derivar que la idea de la posibilidad de que exista más de un universo es una idea metafísicamente correcta:
(5). “[…] no se puede decir que algo sea parte de un todo si no está enlazado de algún modo con las partes restantes” (§ 8, p. 33/Ak I: 22.15-17).
(6). El universo es un todo realmente compuesto (cfr. § 8, pp. 33-34/Ak I: 22.19-20).
(7). “[…] una substancia que no esté vinculada con ninguna cosa en todo el universo tampoco pertenecerá al universo, […] es decir, no formará parte del mismo” (§ 8, p. 34/Ak I: 22.20-23).
(8). “De haber muchos seres semejantes, que no estén conectados con ninguna cosa del universo, pero que tengan entre sí una relación mutua, originarían un todo muy peculiar, [es decir,] integrarían un universo peculiar” (§ 8, p. 34/Ak I: 22.24-27).
(9). “Es posible en realidad, incluso en un sentido metafísicamente correcto, que Dios haya creado muchos millones de universos” (§ 8, p. 34/Ak I: 22.29-31).
Si se tiene en cuenta lo establecido en la conclusión (4), que es posible que exista una cosa que no esté conectada con ninguna otra, esto es, que no esté espacialmente presente en ese universo, se puede avanzar un poco más y lograr el paso de la premisa (7) a la (8), esto es, que sea posible también que una cosa exista sin que esté espacialmente presente en un universo dado, esto es, sin que esté presente en él bajo sus condiciones espaciales, pero pudiendo estar, si acaso llegase a conectarse con otro conjunto de cosas ajenas a tal universo dado, en otro universo. Finalmente, Kant aclara que la conclusión (9) a la que ha llegado abarca solo la idea de la posibilidad de que exista más de un universo, “de modo que queda por decidir si además existen realmente o no” (§ 8, p. 34/Ak I: 22.31-32).
Aunque medio siglo antes Leibniz había insertado en el léxico filosófico la expresión “mundos posibles”, particularmente en los ámbitos de su metafísica modal y de su teología filosófica o teodicea, como hemos visto, Kant ha llegado a la idea de la posibilidad de “muchos millones de universos” por una vía distinta de aquel, quien, en repuesta a la tesis spinozista de la existencia de todas las cosas posibles (cfr. Parkinson, 1995, pp. 202-203 y 212), la había derivado de la asunción de la contingencia del mundo y del carácter infinitamente racional del entendimiento divino.9 Contrariamente, el joven Kant parte de la consideración ontológica de que las substancias individuales, en virtud de sus fuerzas activas esenciales, pueden estar o no conectadas realmente con otras substancias, dando lugar, a través del posible conjunto total de tales conexiones, a un posible universo particular. Ahora bien, el último paso del argumento de Kant, que sostiene la posibilidad de que “Dios haya creado muchos millones de universos”, se aparta en cierto sentido del pensamiento leibniziano que en su teodicea añade una restricción para que un mundo meramente posible pueda llegar a la existencia: Dios, por su libre voluntad, elige, en conformidad con el principio de lo mejor -que, en esencia, es el principio de razón suficiente-, llevar a la existencia solamente al mejor de todos los mundos posibles.10 A diferencia de los mundos meramente posibles, el mundo actual -que, por supuesto, no deja de ser posible- está constituido por el conjunto de cosas que Dios ha llevado a la existencia en conformidad con su divina bondad y perfección -que hacen que Él solo pueda elegir lo mejor-, de tal manera que:
[…] si no existiera el mejor (optimum) entre todos los mundos posibles, Dios no habría producido ninguno. Llamo mundo a toda la serie y a la colección completa de todas las cosas existentes, para que no se diga que podrían existir muchos mundos en tiempos y lugares diferentes; porque sería necesario contarlos todos a la vez como un mundo, o si se quiere, como un Universo. Y aunque se llenaran todos los tiempos y todos los lugares, sería siempre verdadero que habría podido llenárselos de infinidad de maneras, y que hay una infinidad de mundos posibles, de los que es necesario que Dios haya elegido el mejor, porque no hace nada sin actuar conforme a la suprema razón (Teodicea, I, § 8, p. 100).
Prescindiendo de esta restricción impuesta por el optimismo leibniziano, Kant concluye que, dadas las condiciones ontológicas suficientes, esto es, que las substancias cuenten esencialmente con la fuerza para actuar fuera de sí y establecer vínculos reales entre ellas, y que todos los posibles conjuntos totales de estas cosas realmente vinculadas conformarían universos aparte, nada más se requeriría para que fuera posible que Dios creara muchos millones de universos simultáneos pero inconexos entre sí. De este modo, Kant termina por argüir a favor de una posibilidad real de los mundos posibles, mientras que la posiblidad de los mundos posibles de Leibniz se mantiene en una posiblidad de tipo ideal.
Según Kant, esta conclusión tiene la forma de una paradoja nunca antes advertida por alguien más, “aunque es una consecuencia, y muy fácil por cierto, de las verdades más patentes” (§ 7, p. 33/Ak I: 22.9-10). Pero la supuesta facilidad con la Kant que llega a esta consecuencia se debe a que la ruta argumentativa que él toma, por así decir, “desde abajo” -partiendo de las substancias individuales para elevarse, mediante el entretejido de una red de interacciones, a la conformación de un universo- es inversa a la ruta argumentativa que anteriormente Leibniz había seguido “desde arriba” -partiendo del acto creador de Dios, que además de crear a las substancias, las disponía en un consenso o armonía universal- (cfr. Arana Cañedo-Argüelles, 1988b, p. 340). En todo caso, la aclaración que Kant añade a su conclusión (9), la de “que queda por decidir si además [esos otros posibles universos] existen realmente o no” (§ 8, p. 34/Ak I: 22.31-32), hace preguntarse si, a la larga, la posibilidad real que aduce Kant presenta una diferencia significativamente relevante ante la posibilidad ideal que sostiene Leibniz.
2. Sobre el requirimiento de espacios de más de tres dimensiones
Otra diferencia radical del planteamiento kantiano con la filosofía leibniziana se encuentra en el ámbito de la misma cosmología: mientras que el Sabio de Leipzig mantiene una noción fundamentalmente ontológica de “universo” -basada en una consideración de la sola existencia de las cosas-, el joven filósofo de Königsberg se inclina por una noción relacional: en efecto, mientras Leibniz llama “mundo a toda la serie y a la colección completa de todas las cosas existentes, para que no se diga que podrían existir muchos mundos en tiempos y lugares diferentes; porque sería necesario contarlos todos a la vez como un mundo, o si se quiere, como un Universo” (Teodicea, I, § 8, p. 100), Kant arguye que la fuente del error en el que incurrían los foros filosóficos que en aquel entonces, inspirados en Leibniz, enseñaban que, en un sentido metafísico, no puede existir más que un universo se halla en que “no se ha prestado atención precisa a la especificación de universo”, pues su definición11 “sólo incluye […] lo que está realmente enlazado con las demás cosas, mientras que el teorema olvida esta limitación y habla de todas las cosas existentes en general” (§ 8, p. 34/Ak I: 22.33-23.3).
Más adelante, hacia el § 11, Kant establece lo que, a su parecer, es la única condición necesaria para que sea posible que existan realmente muchos universos: que existan espacios de naturaleza diferente al nuestro, esto es, espacios que no sean tridimensionales o euclidianos. “Espacios de esta clase no podrían en modo alguno estar relacionados con los que son de una naturaleza completamente diferente; por eso tales espacios no pertenecerían en absoluto a nuestro universo, sino que tendrían que constituir universos propios” (§ 11, p. 36/Ak I: 25.8-12). Esto se sigue naturalmente del hecho de que la noción de “universo” que Kant está asumiendo está basada en una concepto relacional ―el universo se constituye por la serie de todas las cosas contingentes, simultáneas y sucesivas, conectadas entre sí―, y del supuesto de que el espacio mismo surge de las relaciones entre las substancias. En este sentido, basta con una relación espacial, por ejemplo, aquella manifestada por la mera distancia, para que una cosa o un conjunto de cosas formen parte del mismo universo. Pero esta relación manifestada por la distancia solamente puede darse si el espacio surgido entre los dos términos de la relación es homogéneo, guarda las mismas condiciones o es de la misma naturaleza o dimensionalidad.
Así, de no ser posible más que el espacio tridimensional, los supuestamente otros universos estarían en definitiva relacionados con el nuestro precisamente a través del espacio, el cual sería de la misma clase y, en consecuencia, no permitiría que fueran, estrictamente hablando, otros universos, pues al estar espacialmente relacionados, en el entendido de que la distancia manifiesta una relación o conexión espacial, serían en realidad partes distantes de un mismo universo. Por lo contrario, para que dos o más universos pudieran darse, no debería haber en absoluto relación o conexión alguna entre ellos, y para que la relación manifestada por la distancia no rompiera esta condición estableciendo una conexión espacial, debería estar suprimida o ser imposible debido a que los dos o más universos se hallan en espacios distintos y heterogénos. Atendiendo al argumento de Kant, el único modo en que esta relación manifestada por la distancia pudiera suprimirse es que las condiciones espaciales en que se encontraran los al menos dos universos o conjuntos de cosas interrelacionados fueran, respectivamente, de distinta condición o naturaleza. Finalmente, desde este punto de vista, y asumiendo la corrección en un sentido metafísico de la idea de que es posible que Dios haya creado muchos millones de universos ―según lo establecido en la conclusión (9)―, queda totalmente claro que Kant admita la idea de que sean posibles otras clases de espacio distintas a nuestro espacio tridimensional.
3. Sobre el fundamento de la naturaleza tridimensional del espacio
Kant sigue preguntándose ya no por la posibilidad de estos espacios no tridimensionales, sino por la razón por la cual el espacio que ocupamos y conocemos es tridimensional. ¿Qué prueba o a qué se debe la naturaleza tridimensional del espacio que percibimos? Kant inicia el diseño de un argumento refiriéndose a una prueba que Leibniz había presentado en sus Ensayos de teodicea,12 pero a la cual hace el cargo de círculo vicioso:
Como he percibido un círculo vicioso en la demostración extraída por Leibniz en alguna parte de la Teodicea del número de rectas que se pueden trazar perpendicularmente por un punto, he pensado probar la tridimensionalidad del espacio a partir de lo que se percibe en las potencias de los números (§ 9, p. 34/Ak I: 23.13-19).
Kant no se detiene a explicar el cargo de círculo vicioso que hace a la prueba que presenta Leibniz, posiblemente porque considera que es bastante claro: lo que se quiere probar es la tridimensionalidad del espacio, y esta está supuesta en la propiedad geométrica por la cual desde un mismo punto espacial pueden salir o cortarse perpendicularmente -esto es: la relación en razón de 90 grados- un máximo de tres líneas. En geometría analítica, que los ejes x, y y z sean tres y no más ni menos de tres se debe a que el espacio es tridimensional, y, a los ojos de Kant, se incurre en círculo vicioso querer demostrar esta tridimensionalidad a partir de la posibilidad de trazar no más que los ejes x, y y z. Ante esto, el joven filósofo aventura un argumento propio que busca demostrar la tridimensionalidad del espacio, argumento que atraviesa por dos intentos: uno a partir de la propiedad aritmética de las potencias de los números y otro a partir de la propiedad mecánica de las fuerzas con que interactúan los cuerpos.
Primer intento:
(1). Las tres primeras potencias de los números son simples y no se dejan reducir a ninguna otra (cfr. § 9, p. 34/Ak I: 23.19-21).
(2). Pero “la cuarta, en cuanto cuadrado del cuadrado, no es más que una repetición de la segunda potencia” (§ 9, pp. 34-35/Ak I: 23.21-22).
(3). “Pero, por buena que me pareciese esta propiedad de los números para explicar la tridimensionalidad del espacio, no resulta válida en la práctica” (§ 9, p. 35/Ak I: 23.22-24); porque en geometría, si se establecieran más dimensiones, no habría más que hacer “como si se repitieran las anteriores (al igual que pasa con las potencias de los números)” (§ 9, p. 35/Ak I: 23.30-31); pero “[n]o se puede multiplicar en la geometría un cuadrado por sí mismo” (§ 9, p. 35/Ak I: 23.26-27).
(4). En todo caso, “la cuarta potencia es, en todo lo que nos podemos representar del espacio con la imaginación, un absurdo” (§ 9, p. 35/Ak I: 23.22-26).
(5). Por tanto, la necesidad de la tridimensionalidad no descansa en esta propiedad aritmética, “sino más bien en otro tipo de necesidad, que [añade Kant] no estoy en situación de explicar” (§ 9, p. 35/Ak I: 23.31-33).
El fracaso de este primer intento deja al descubierto, además de la obvia enseñanza de que la propiedad de la tridimensionalidad del espacio no tiene su fundamento en la propiedad aritmética de las potencias de los números, en todo caso, también que no hay un perfecto isomorfismo entre la aritmética y la geometría, o bien, que este isomorfismo se cumple únicamente en las potencias irreductibles de los números, que, según Kant, serían solo las tres primeras -dejando de lado que todas las potencias de los números primos también son irreductibles-, y que se corresponderían a las tres dimensiones, igualmente irreductibles, que, en el espacio euclidiano aritmetizado por Descartes, servirían para determinar la posición o la disposición espacial de los cuerpos.13 Pero en este intento hay un elemento más interesante, que aparece en (4) y que refleja, en todo caso, el intuicionismo geométrico del joven Kant. La razón que aquí se ofrece estrictamente no forma parte del intento de hacer descansar la tridimensionalidad del espacio en la propiedad de las potencias de los números por vía del isomorfismo entre aritmética y geometría; es más bien una razón de índole gnoseológica, que habla de la capacidad de representarnos con la imaginación lo que expresamos con la geometría e, incluso, con la aritmética.
No obstante lo sugerente que pueda resultar, no olvidemos que este primer intento aparece en el capítulo que Kant mismo ha denominado “preámbulo metafísico [metaphysische Vorbereitung]” (§ 15, p. 39/Ak I: 28.2), y, en consecuencia, pudo haber tenido la función de mostrar ad hoc que la matemática no puede ofrecer por sí sola el fundamento de una propiedad como la tridimensionalidad del espacio, porque dicha propiedad pertenece a otro orden: al de la metafísica. Y si, además de este intento, consideramos también el cargo de círculo vicioso que Kant hace al argumento leibniziano de fundamentar la tridimensionalidad del espacio en la geometría misma, podemos especular que, al menos en este momento, el joven filósofo, detrás de su escepticismo respecto de que la aritmética o la geometría puedan ofrecer el fundamento a esta propiedad del espacio, esconde la desconfianza de que dicha propiedad pueda ser probada a partir de un proceder meramente lógico-matemático. Quizás esta razón haya tenido algo que ver con que Kant ensayara un segundo intento, pero ahora por una vía que parte claramente de la ontología leibniziana.
[Ahora bien,] como todo lo que figura entre las propiedades de una cosa tiene que poder ser derivado de lo que contiene la razón completa de la cosa misma, también se fundarán las propiedades de la extensión, y por tanto su tridimensionalidad, en las propiedades de la fuerza que poseen las substancias con respecto a las cosas con que están ligadas (§ 10, p. 35/Ak I: 24.2-9).
Segundo intento:
(1). “La fuerza con que actúa una substancia al asociarse con otras no puede concebirse sin una ley que se manifieste en la forma de su acción” (§ 10, p. 35/Ak I: 24.9-12).
(2). Esta “ley con arreglo a la cual interactúan las substancias ha de determinar asimismo el modo de asociación y composición de muchas de ellas” (§ 10, p. 35/Ak I: 24.12-14).
(3). La asociación de un conjunto de estas substancias conforma un espacio (cfr. § 10, p. 35/Ak I: 24.15-16).
(4). La ley con la cual se puede medir este espacio, “o las dimensiones de la extensión, provendrán de las leyes con que tratan de agruparse las sustancias, en virtud de sus fuerzas esenciales” (§ 10, p. 35/Ak I: 24.16-18).
Antes de iniciar este nuevo intento, Kant invoca el principio leibniziano de la notio o ratio completa: “todo lo que figura entre las propiedades de una cosa tiene que poder ser derivado de lo que contiene la razón completa de la cosa misma”,14 y lo aplica inmediatamente al problema que le interesa: la tridimensionalidad del espacio.15 De esta suerte, la tridimensionalidad, en tanto que es una de sus propiedades, tiene que poder ser derivada de lo que contiene la razón completa del espacio. Kant establece que lo que contiene la razón completa del espacio y de sus propiedades son las fuerzas de las substancias interactuantes que lo originan. De este modo, el segundo intento por probar la tridimensionalidad del espacio termina sosteniendo que la naturaleza tridimensional del espacio y las leyes geométricas que se derivan de ella están basadas en la manera en la que interactúan las fuerzas de las substancias que, en su totalidad, conforman el universo. ¿Pero cuál es esta manera en la que interactúan esas substancias? Kant responde a esta pregunta limitándose a enunciar -a manera de recapitulación y al lado de otras tres (supuestas) inferencias- una ley mecánica de inspiración newtoniana, la cual habría ganado ya seguramente una total preponderancia para ese entonces: las substancias actúan según la proporción inversa al cuadrado de las distancias.16
Por ello infiero: primero, que las substancias en el universo existente del cual formamos parte tienen fuerzas esenciales, de forma que sus acciones se propagan en asociación recíproca en proporción inversa al cuadrado de las distancias; segundo, que el todo resultante tiene en virtud de esta ley la propiedad de la tridimensionalidad; tercero, que esta ley es arbitraria y que Dios hubiera podido elegir otra, por ejemplo, la proporción inversa del cubo de las distancias; cuarto, por último, que de otra ley se habría derivado una extensión de otras propiedades y dimensiones (§ 10, p. 35/Ak I: 24.19-30).
De este conjunto de supuestas inferencias, la primera y la tercera resultan sumamente problemáticas. Por un lado, Kant supone primeramente que las formas en que actúan las fuerzas esenciales de las substancias se hayan expresadas en una ley, y que, en el caso de las fuerzas de las substancias interactuantes, esta ley -Kant sigue suponiendo, pero ahora sin probar en modo alguno (cfr. Buroker, 1981, pp. 57-58)- se identifica con la ley newtoniana que señala que estas fuerzas actúan en proporción inversa al cuadrado de las distancias. Por otro lado, como fácilmente puede percibirse, la tercera “inferencia” no es tampoco una inferencia estrictamente hablando, o al menos no una en un sentido lógico: de nada de lo que previamente ha establecido Kant se puede derivar que la ley conforme a la cual actúan las fuerzas de las substancias sea arbitraria ni que se deba a una elección divina. No obstante, no deja de tener un cierto valor esta arbitraria intromisión que hace Kant: con ella, toma parte, aunque sea de un plumazo, de la herencia filosófico-teológica de los siglos XVII y XVIII que trató con el problema de hacer compatible la libertad del acto creador de Dios con la necesidad -expresada en las leyes- de su creación. En la gama de soluciones a este problema encontramos dos extremos: por un lado, a quienes identificaban la libertad creadora de Dios con una necesidad absoluta, como Spinoza, y, por otro lado, a quienes suponían que las leyes de la naturaleza dependían de la voluntad divina y, en consecuencia, eran totalmente arbitrarias, como Descartes y el teólogo calvinista Pierre Poiret, según testimonia Leibniz en el § 46 de su Monadología:
Sin embargo, en ningún caso cabe imaginar, como hacen algunos, que las verdades eternas, al depender de Dios, son arbitrarias y dependen de su voluntad, tal como parece que Descartes, y luego Poiret, han supuesto. Esto no es cierto más que respecto de las verdades contingentes, cuyo principio es la conveniencia o la elección de lo mejor; las verdades necesarias, por su parte, dependen únicamente de su entendimiento, y constituyen su objeto interno (Teodicea, §§ 180-184, 185, 355, 351, 380) (Monadología, § 46, p. 334) (Monadología, § 46, p. 334).
Respecto de las leyes de las que dependen las propiedades del espacio, Kant se inclina ciertamente por la tesis de su necesidad,17 aunque, por lo que la tercera inferencia de su segundo intento por fundamentar su tridimensionalidad nos indica, no lo hace de un modo intransigente o absoluto: aunque las leyes de la naturaleza, una vez establecidas por el entendimiento divino, ciertamente no pueden tener sino un carácter necesario, Kant deja asomar la posibilidad de que la libre voluntad divina pudiera haber establecido otras leyes. Esto da lugar a una distinción que no debe desdeñarse: estas leyes, en cuanto relacionadas con la naturaleza a la que regulan, son necesarias, es decir, no es posible que la naturaleza actúe en contra o de manera diversa a lo que estas leyes dictan; por otro lado, las leyes en cuanto tales no son necesarias, en cuanto que están sujetas a la libre elección divina, la cual, en tanto auténticamente libre, no está obligada ni determinada a formular o establecer tales o cuales leyes. A menos que no se distingan estos respectos, de ningún modo puede hacerse el cargo de contingentismo nomológico al Kant temprano, aunque, ciertamente, cabe señalar que su compromiso con la necesidad de las leyes de la naturaleza en general y de la geometría en particular se haya enmarcado en un cuadro arbitrarista.
En todo caso, con esta serie de inferencias queda claro que una de las principales implicaciones ontológicas de la presunción de Kant es que la estructura tridimensional del espacio no es un propiedad que pertenezca a un objeto real e independiente de cualquier otra cosa, sino que es el resultado de las leyes que gobiernan el movimiento de los cuerpos, las cuales podrían haber sido distintas ―así como, en consecuencia, podría haber sido distinta la estructura del espacio― si Dios hubiera elegido crear una materia sujeta a otras leyes. Puesto que el espacio depende de los cuerpos que interactúan, y su estructura de las leyes que dictan el modo en que ellos interactúan, claramente para Kant las leyes geométricas -que expresan la naturaleza del espacio- se derivan de o están basadas en las leyes mecánicas -que expresan la naturaleza de las fuerzas por las cuales interactúan y se vinculan las substancias que conforman el universo-. El espacio y sus propiedades, en definitiva, son dependientes, y (no solo eso:) podrían haber sido diferentes en caso de que la fuerza con la que las substancias actúan entre sí hubiese sido de una clase o naturaleza distinta -esto es: que dicha fuerza se efectuara en una proporción diferente a aquella inversa al cuadrado de la distancia-.
4. La hipótesis de la hipergeometría y la capacidad de representarse el espacio
Regresando al tema particular de las leyes de la geometría, pero siguiendo las posibilidades de que la libre elección de “Dios hubiera podido elegir otra [ley], por ejemplo, la proporción inversa del cubo de las distancias” (§ 10, p. 35/Ak I: 24.27-28) y de “que de otra ley se habría derivado una extensión de otras propiedades y dimensiones” (§ 10, p. 35/Ak I: 24.29-30), Kant presenta un corolario sumamente interesante al último conjunto de supuestas inferencias (§ 10, p. 35/Ak I: 24.19-30) que hemos analizado:
Una ciencia de todas estas posibles clases de espacio sería con toda seguridad la más alta geometría abordable por un entendimiento finito. La imposibilidad que percibimos en nosotros mismos para figurarnos un espacio de más de tres dimensiones, me parece estribar en que nuestra alma recibe igualmente las impresiones externas según la ley de la doble [sic] relación inversa de las distancias, y que en su naturaleza misma está hecha de modo que no sólo sufre, sino que actúa fuera de sí de esta manera (§ 10, p. 35-36/Ak I: 24.31-25.2).
Varios pensadores han visto en este corolario un claro destello de la genialidad del filósofo primerizo de Königsberg18. Sin negar el asombro que este pasaje puede causar, sobre todo si se lo considera a la sombra de la posterior tesis de la idealidad trascendental del espacio, típica de la filosofía crítica, es preciso antes considerar este pasaje como lo que en realidad es: un corolario de la argumentación precedente; y quizás solo después de analizarlo y poner de manifiesto algunas de sus implicaciones podrá verse en qué sentido puede relacionarse o no este pasaje con la tesis mencionada.
Como puede apreciarse en el corolario anterior, el arbitrarismo de las leyes conforme a las cuales interactúan las substancias y, por ende, el de las leyes que se derivan de estas interacciones, en particular las geométricas, abren no solo la posibilidad de espacios de n dimensiones, sino también la posibilidad de una hipergeometría que estudie y establezca los principios, las estructuras y las leyes de tales espacios. Podría decirse que el arbitrarismo de las leyes de la naturaleza que Kant asume en este momento19 conduce a abrir, además de la posibilidad metafísica de espacios de distinta naturaleza o dimensionalidad, también la posibilidad lógica de una hipergeometría que sea correspondiente a tales posibles espacios. Pero no solo eso: Kant añade que dicha geometría sería abordable por un entendimiento finito (ein endlicher Verstand). Pero ¿en qué descansa esta nueva posibilidad de que un entendimiento finito sea capaz de abordar esa “más alta geometría” (höchste Geometrie) y que esta no quede reservada exclusivamente para un entendimiento infinito? Kant hace descansar esta posibilidad en una estrategia doble, que estriba en el origen de las leyes lógico-psicológicas que permitirían al entendimiento abordar dicha hipergeometría: tales leyes lógico-psicológicas surgen, por un lado, de la impresión que los cuerpos interactuantes causan en el alma, y, por otro, de la naturaleza misma del alma o de la forma como ella está hecha; el primer aspecto revela un tinte empirista, mientras que el segundo uno más bien de índole esencialista.
Por una parte, el origen empírico de las leyes que habilitarían al entendimiento a figurarse un espacio de determinada naturaleza supone que el alma es afectada por cuerpos, y que, como consecuencia, sus leyes son determinadas por las leyes mecánicas con las que estos cuerpos interactúan, inclusive con ella. En este sentido, las leyes lógico-psicológicas que permitirían al alma pensar o figurarse un espacio y, en consecuencia, tener representaciones espaciales de determinado tipo, dependen del tipo de impresiones que ella experimenta a causa de los cuerpos que la afectan. Por otra parte, el aspecto esencialista de la estrategia kantiana se refiere a que estas leyes lógico-psicológicas que habilitan al entendimiento a tener representaciones espaciales de determinado tipo son una capacidad intrínseca, natural y esencial del alma. Estas leyes lógico-psicológicas que le permiten al alma figurarse un espacio de tales o cuales dimensiones y características hablan de su propia naturaleza esencial, puesto que ellas están determinadas, según Kant, por el alma, que “en su naturaleza misma está hecha de modo que no sólo sufre, sino que actúa fuera de sí de esta manera” (§ 10, p. 36/Ak I: 25.1-2). Así, el alma humana está predispuesta a representarse y figurarse el espacio no solo por las impresiones que le causan los objetos que interactúan conforme a una determinada ley mecánica, sino, además, dice Kant, porque su naturaleza misma está hecha de modo tal que no solo en su capacidad receptora padece o recibe acciones externas, sino que, en su potencia activa, ella misma actúa fuera de sí según la ley newtoniana de la proporción inversa al cuadrado de las distancias.
Llama particularmente la atención el nuevo vínculo armónico que se establece entre las leyes geométricas que expresan la naturaleza de un determinado espacio y las leyes lógico-psicológicas que permiten a un entendimiento finito abordar dichas leyes geométricas, un vínculo que, “en definitiva, no significa más que un retorno disimulado a la doctrina de la armonía preestablecida en lo que atañe a las relaciones entre los entes físicos reales y la sensibilidad humana” (Arana Cañedo-Argüelles, 1988b, p. 345). Dicho vínculo se basa en el reconocimiento de que las leyes lógico-psicológicas de un tal entendimiento finito se derivan de la misma fuente de la que se derivan las leyes de una tal geometría: a partir de las leyes mecánicas conforme a las cuales interactúan las substancias corporales. Estas leyes mecánicas, arbitrarias en sí mismas, imprimen una suerte de necesidad lógico-psicológica en el alma a través de los cuerpos que, al interactuar conforme a lo que dichas leyes determinan, causan impresiones en ella; esto provoca que el alma humana piense o se figure el espacio en conformidad o acuerdo con las leyes geométricas, las cuales, por lo demás, también se derivaron de tales leyes mecánicas. La “imposibilidad para figurarnos” otro tipo de espacio descansa, a partir de lo que Kant ha establecido, precisamente en la vigencia de este vínculo armónico entre las leyes lógico-psicológicas de nuestro entendimiento y las leyes geométricas del espacio, vínculo basado en la procedencia común de ambas leyes a partir de las leyes mecánicas de la naturaleza que determinan el modo en que interactúan los cuerpos. En consecuencia, según el corolario de Kant, de recibir impresiones de cuerpos que actuaran conforme otro tipo de leyes mecánicas -por ejemplo, la proporción inversa al cubo de las distancias-, seguramente nuestro entendimiento tendría no solo la capacidad de representarse un espacio de distinta clase -por ejemplo, de más de tres dimensiones-, sino que estaría determinado a pensar ese espacio en conformidad con sus respectivas leyes geométricas; de otro modo, es decir, sin esta conformidad con sus respectivas leyes geométricas, dicho espacio simplemente nos resultaría impensable.
Consideraciones finales
Aunque el pasaje que he analizado puede considerarse como un preludio -ciertamente muy prematuro- de la posterior tesis de la idealidad trascendental del espacio,20 conviene poner atención en las diferencias que no le permiten a este pasaje ocupar un lugar indiscutiblemente precursor de dicha tesis: primero, las leyes que determinan al entendimiento para hacerlo capaz de abordar una cierta geometría son a posteriori: dependen de la impresión que los cuerpos interactuantes causan en el alma; segundo, las leyes de la naturaleza, particularmente las leyes mecánicas que dictan cómo interactúan los cuerpos, son las que determinan a las leyes del entendimiento para que este pueda tener representaciones espaciales determinadas, y no viceversa; tercero: las leyes geométricas, en tanto expresiones de los principios y naturaleza del espacio, son entendidas en un sentido dogmático, realista e independiente del alma humana; cuarto: hay una especie de acuerdo o concordancia entre las leyes geométricas del espacio y las leyes lógico-psicológicas del entendimiento que le permiten a este abordar dichas geometrías, lo cual, además de evocar disimuladamente la armonía preestablecida leibniziana, recuerda también la largamente discutida objeción de la “troisième possibilité” (Chenet, 1993, pp. 149-150) o de la “tercera alternativa descuidada” (Cabrera Villoro, 1994, pp. 144-145 y n. 3).
Por un lado, aunque ya hay visos de la concepción idealista del espacio que caracterizará a la filosofía crítica trascendental kantiana, ella se halla aún en ciernes.21 Ciertamente, es más o menos claro que en este temprano momento del pensamiento de Kant el espacio, debido a la indiscutible herencia leibniziana, no es algo en sí absolutamente independiente, sino que él resulta de la ley arbitraria con arreglo a la cual interactúan las substancias en virtud de sus fuerzas; esto hace que la idealidad del espacio no tenga en este momento más que la forma de una presunción; aún está muy lejos la consideración subjetivista del espacio tan característica de la filosofía kantiana madura. Por otro lado, esta ley arbitraria de la que depende la tridimensionalidad del espacio es dictada en este momento por Dios:22 aún es patente en la obra del joven filósofo la costumbre todavía habitual en el pensamiento alemán de aquel entonces de tratar teológicamente los asuntos científicos que presentaban algún problema límite. Sin embargo, es de notar que, stricto sensu, Kant no emplea este recurso teológico en la argumentación propiamente dicha; en la inferencia del § 10 de las Fuerzas vivas, la voluntad divina es solo aludida cuando se habla de la arbitrariedad de la ley según la cual las substancias se asocian recíprocamente en una proporción inversa al cuadrado de la distancia. La ley es arbitraria, para Kant, simplemente porque es de tal manera y no parece haber nada que explique por qué es de tal manera, pudiendo ser de tal otra, si Dios lo hubiera querido. Esta mera alusión, quizá, sugiere la percepción kantiana del agotamiento en que había comenzado a caer el estilo de argumentación que recurría a la teología.
Por el momento, no contando ni siquiera con la fortuna de llegar a tiempo a la controversia de la que buscaba no solo tomar parte sino, más aún, ponerle término, las Fuerzas vivas estuvieron muy lejos de ser el éxito científico o siquiera editorial que su joven autor, aunque lúcido y con evidentes atisbos de genialidad, esperaba. Aún ajeno a un espíritu capaz de distanciarse significativamente de las consideraciones más convencionales de su tiempo, sobre todo aquellas de impronta leibniziana, el texto de las Fuerzas vivas constituye en todo caso un acceso de inigualable transparencia al estado de la cuestión, poniendo de manifiesto la capacidad del joven filósofo para establecer un diálogo abierto con los problemas de su tiempo. Asimismo, esta obra es una muestra clara de los esforzados afanes de un joven que con disciplina23 busca -además de conquistar de una sola vez el prestigio científico y académico- hacer un acopio, lo más completo y exhaustivo posible, de los principios y conocimientos disponibles en la época acerca del mundo físico y sus determinaciones. Y aun cuando la visión del mundo que reflejan las Fuerzas vivas está muy apegada a los hallazgos científicos de su tiempo, ella establece un presupuesto para poder realizar lo que verdaderamente interesa a Kant en su primer proyecto filosófico -y que, aunque ya puede entreverse en el pasaje que ha sido analizado, tal interés quedará totalmente manifiesto en las posteriores disertaciones neolatinas Nova dilucidatio24 y Monadologia physica25-: dilucidar los principios metafísicos subyacentes al conocimiento del mundo natural.