Siempre fuimos modernos
Como toda historia que se propone a la vez breve y rigurosa, la de Miguel Saralegui es una empresa difícil. En palabras del autor, su idea es abordar el pensamiento político moderno como un “objeto completo” (2002, p. 28) y subsanar así la “falta de ambición” (p. 28) que pesa sobre la academia de habla castellana, incapaz de adoptar una “mirada general” (p. 27). Saralegui comienza con un minucioso apartado que explora la interacción entre palabra y política, y su dimensión histórica (pp. 10-12). A continuación, revela los ejes de la “perspectiva” (p. 22) escogida para el análisis. Tres son los “principios formales” que caracterizarían al pensamiento político moderno: “transparencia entre pensamiento y realidad, anulación de lo dado y conceptualización rígida” (p. 17). Este eje formal pone el foco en la excesiva abstracción de los sistemas intelectuales modernos y en la confianza de sus figuras patrocinadoras en la capacidad transformadora de la teoría. Puntualmente, el principio de la transparencia concierne a la traducibilidad “íntegra” (p. 18) del conocimiento filosófico en la realidad. Las consideraciones prudenciales asociadas con la “ciencia práctica aristotélica” son desplazadas en favor de “programas ideales” (p. 18). Según Saralegui, el principio de la negación de lo dado excede la revitalización del género de la utopía y se extiende a pensadores tradicionalmente considerados “realista[s]”, como Hobbes, para quien ningún ejercicio de soberanía conocido hasta el momento se adecúa a los postulados de su Leviatán (p. 18). Por último, la rigidez en la conceptualización es entendida como una aspiración cientificista de los intelectuales modernos que refuerza la desatención a las “anomalías” factuales (p. 98). Esta apreciación habilita al autor a ensayar un contraste entre Maquiavelo, quien conservaría una preocupación premoderna por la “dimensión psicológica del poder”, y Hobbes, quien propugnaría un enfoque “abstracto” y “despersonalizado” de lo político, donde priman las estructuras institucionales (pp. 30-31). A esta axiomática formal se suma un principio “material” que consiste en la negativa a justificar la desigualdad política sobre la base de la desigualdad natural.
Sobre la base de este punto de vista -el autor resiste el término “método” (p. 22)- la Breve historia ofrece, primero, un acercamiento a un elenco de filósofos considerados “acríticamente” “canónicos” (p. 22): Maquiavelo, Moro, Vitoria, Ribadeneyra, Hobbes, Locke, Hume, Montesquieu, Rousseau, Kant y Hegel. Un tópico recurrente en este recorrido por la Modernidad, que Saralegui identifica por primera vez en Maquiavelo, es la idea de un “mundo roto”, atravesado por la “complejidad óntica”, la pluralidad de valores, y la incompatibilidad posible entre “verdad política y verdad moral” (pp. 42-43). Es a la luz de ese diagnóstico señero, sugiere el autor, que podemos iluminar las intervenciones de los filósofos posteriores (cfr. pp. 48, 65, 71-72, 90, 98, 112-14, 155-58, 184-87 y 207).
En una segunda parte, el texto recorre las llamadas “ideologías”, a saber, “ideas compartidas por un grupo de pensadores” de forma “intensa” (p. 20) y dirigidas hacia un “futuro” perfecto “que jerarquiza y da sentido tanto al presente como al pasado” (p. 21). Este tramo versa sobre “los reaccionarios”, el liberalismo, el marxismo, el anarquismo, el totalitarismo y el feminismo, “la última fiesta sagrada de la ideología” (p. 263) o la “última de las religiones seculares” (p. 264). Según Saralegui, los criterios de lectura formales elegidos para navegar la Modernidad se aplican de modo “extremo” a este “objeto de estudio único” (p. 20) que son las ideologías. La obra cierra con un capítulo relativo al desdibujamiento del liberalismo, doctrina y “sistema” de poder, en el contexto de la crisis desencadenada por el coronavirus en 2020. En lo que sigue, esta reseña buscará trazar algunos puntos críticos.
El contorno fuera de quicio
Para dar forma a su enfoque historiográfico, Saralegui rehúye al enciclopedismo convencional, entendido como el resumen de la estructura interna de las distintas posiciones filosóficas. Asimismo, alega que la literatura en español sobre el pensamiento político ha dedicado una atención excesiva al aspecto contextual en lugar de animarse a pensar “las ideas en español” (p. 26). Consciente del rango menor, no canonizable, de la mirada “autóctona” (p. 25), la historiografía hispanófona ha privilegiado el contorno en detrimento del núcleo de sus autores. Este contextualismo, menos meditado que reflejo, ha resultado en una metodología “inane” (p. 26) por dos razones principales. Primero, porque cultivó una actitud timorata en los investigadores, quienes se han mostrado reticentes a ensayar un diálogo sub specie universalis (hoy diríamos “global”) entre ideas marginales (en español) y centrales, tan provinciales las unas como las otras. Segundo, y de modo más estructural, porque exige la reconstrucción de una cartografía de ideas que nunca será suficientemente exhaustiva. Aunque consagremos ingentes cantidades de energía a una meticulosa historia del ambiente intelectual, siempre habrá que tomar una decisión filosófica sobre el material que resulta “interesante” (p. 27) en términos de pensamiento político.
Habida cuenta de la empresa general que el autor se ha planteado, es decir, una introducción al pensamiento político moderno, es dable aceptar que el trazado del ambiente intelectual que condicionó a cada autor no es el método más apropiado. No obstante, la desatención al contexto y la ausencia de un esquema interpretativo más preciso comportarán una serie de desafíos que detallaré a continuación.
En principio, existe una marcada disparidad entre el objeto de análisis de la primera parte de la obra, a saber, las ideas políticas de ciertos individuos sobresalientes, y el de la segunda, las ideologías. El propio Saralegui reconoce la “especificidad” de las ideologías como “objeto histórico único” (p. 20). Se trata de un género de ideas con una dimensión gregaria y un vínculo más vivaz con la práctica política. Esta asimetría no implica un inconveniente en sí misma. El problema es que, según el autor, los principios formales de lectura planteados en la Introducción aplican a ellas por antonomasia. La afirmación sugiere un reverso menos admisible: que dichos marcos conceptuales son poco adecuados para abordar a los pensadores modernos individuales. A objetos de estudio distintos deberían corresponder pautas interpretativas distintas. En efecto, podríamos preguntarnos en qué sentido es relevante utilizar la categoría de “transparencia entre pensamiento y realidad” para evaluar en un mismo plano la teoría de Hume y el feminismo. Es manifiesto que el impacto al que aspira un movimiento político-ideológico de porte global no es conmensurable con el que atañe a un secretario escocés de la embajada británica en París. Por el contrario, no es evidente que la “negación de lo dado” que anima al feminismo cuando busca transformar una realidad patriarcal pueda tener algún punto de contacto con el proyecto humeano. Si abjura de un estado de cosas, lo hace porque lo considera inaceptable y porque propone un nuevo orden que se erigirá sobre el anterior. En el caso de Hume, su intención es desmontar las falacias de los pensadores contractualistas revelando cuál es el verdadero fundamento de las relaciones de obligación política: la costumbre (p. 120). En estos términos, podríamos calificar su empresa como una recuperación de lo dado en tanto una vuelta al origen de nuestras percepciones morales.
A la heterogeneidad entre objetos se añade la considerable distancia temporal. Bajo la rúbrica de “modernidad” (p. 13) se comprenden vertientes de ideas políticas que van de la Edad Moderna a la Edad Contemporánea. De nuevo, aunque pueda haber razones válidas para esta elección, es deseable que se ofrezca una justificación más elaborada. Incluso dentro de esta segunda especie, sería preciso explicitar cuál es el elemento común que permite reunir a corrientes como el liberalismo, el marxismo o el anarquismo con el totalitarismo que, en boca del autor, debe estudiarse como una “experiencia histórica” (p. 260) por carecer de una densidad conceptual comparable. Se trata de una ideología sin pensadores, que “se burla del prestigio concedido a la teoría como configuradora de la práctica” (p. 259). Para decirlo de modo más conciso, de una ideología carente de forma ideológica.
Ulteriores cuestionamientos pueden dirigirse al principio formal que atribuye a la Modernidad una confianza absoluta en la capacidad de lo abstracto de influir sobre lo concreto. La premisa es irrebatiblemente cierta si la juzgamos como un desdoblamiento analítico de la naturaleza propia de la filosofía política y a fortiori de las ideologías. Toda doctrina que promueva un “modelo organizativo de la sociedad” (p. 278) opera sobre la convicción de que la teoría es traducible en praxis. No obstante, cabe preguntarse qué es lo específicamente moderno de la esperanza de filósofos e ideólogos de influir en el mundo. ¿Acaso Thomas Hobbes (2012, p. 574) no establece una línea de continuidad con Platón en este sentido, “pues también él [Platón] es de la opinión de que los desórdenes del Estado no terminarán […] hasta que los soberanos sean filósofos”?
Igualmente disputable es la premisa de la “anulación de lo dado” como llave de entrada a los autores tratados. Solo aplanando el contexto podemos argumentar que Hobbes prescinde de lo fáctico para la elaboración de su filosofía política. En realidad, como ha evidenciado Quentin Skinner (2018, p. 208), sus intervenciones originales acerca del concepto de la representación se insertan en un debate vivo, que acabaría teniendo efectos dramáticamente tangibles para quien ocupara la sede abstracta del poder. Un comentario análogo podría hacerse respecto de Montesquieu, autor puntillosamente atento a las condiciones concretas que posibilitan la puesta en marcha de un régimen político (Saralegui, 2022, p. 136). Lo mismo con Rousseau, quien incluso en sus disquisiciones más abstractas sobre la república reserva un espacio para la figura del legislador, cuyo “papel intermedio” (p. 148) radica en ajustar las leyes a las costumbres realmente existentes. El caso más paradigmático de la inversión del postulado de Saralegui se manifiesta en la discusión en torno al desastre de Lisboa de 1766, cuya sombra se proyecta hasta fines del siglo dieciocho. Pensadores como Voltaire y Rousseau se involucran apasionadamente en el análisis de este fenómeno (p. 138) y reformulan sus teorías en consecuencia. En definitiva, podemos comprobar cómo lo real dicta sus normas y límites al razonamiento filosófico. Hacia el final del texto, el autor refiere a la crisis del coronavirus en los términos de una venganza de “lo dado” contra “el escaso lugar que se le conced[ió]” (p. 282) en el pasado reciente. A fuerza de negarlo, lo real ha regresado en forma de pandemia. Pero lo que es plausible afirmar respecto de nuestra vida postmoderna no parece ser extensible a autores modernos como Hobbes, Locke o Kant. En su libro The Revenge of the Real, Benjamin Bratton (2021, p. 30) introduce la categoría de la “política performativa”, un subtipo “populista” de ejercicio de gobierno que descansa sobre el rol mistificador de la palabra. Según Bratton, fake news, teorías conspirativas y la negación del cambio climático serían todos componentes de una misma discursividad que pretende subordinar la realidad al antojo de las narrativas. La pandemia habría quebrado esa dinámica imponiendo un emergente de lo real inexorable a las redescripciones. “El mundo, después de todo, no es un texto” (Bratton, 2021, p. 30). La propuesta de Saralegui, en cambio, presupone una continuidad entre Modernidad y Postmodernidad en este plano. Por lo tanto, se vería obligada a atribuir las pautas del giro lingüístico a sistemas de pensamiento realistas, comprometidos con el conocimiento científico del mundo material y social, como el empirismo inglés, el marxismo o el positivismo decimonónico.
¿Qué he sacado con quererte?
El tono general de la Breve historia está impregnado de una “nostalgia” (Saralegui, 2022, p. 281) que adopta dos expresiones. En primer lugar, hay en Saralegui un anhelo por recuperar la inocencia perdida a la hora de enfrentar textos filosóficos. El autor aboga por una “aproximación directa” (p. 23), contraria a la “hiperespecialización” (p. 27) escolar y acorde a “nuestra tradición académica” (p. 28). El llamado, empero, es tan deseable como impracticable. Aun optando de forma deliberada por no atiborrar el texto de citas (p. 293), la interpretación propuesta por un académico de trayectoria como Saralegui estará necesariamente intervenida por esquemas conceptuales preexistentes. La especialización continúa tramando en segundo plano. Curiosamente, es el relegado contextualismo quien podría venir a nuestro auxilio. En sus cursos del Collège de France sobre Marcel Proust de 1913, Antoine Compagnon (2013) ensaya un ejercicio similar al sugerido por Saralegui: volver a una lectura cándida de En busca del tiempo perdido, recuperando los elementos que dejaron perplejos a sus primeros lectores. Eso implica un trabajo contextual muy preciso. Ante un clásico, como bien señalaba Jorge Luis Borges (1975, p. 164), “la primera vez es ya la segunda, puesto que los emprendemos sabiéndolos”. La única manera de recobrar la inocencia es poniendo el foco en el contorno inmediato del texto, es decir, en sus inestabilidades, en el momento diamantino en que los senderos se bifurcan y lo que hoy es definitivo, era susceptible de adoptar itinerarios divergentes. De hecho, uno de los objetivos centrales de los historiadores contextualistas es el de desacralizar el lugar de los grandes pensadores y resituarlos en un mundo de individuos que debaten ideas. Algunas de ellas acabarán siendo calificadas de geniales por la posteridad. Otras necesitarán de la exhumación del historiador de ideas. Paradójicamente, la aproximación directa requiere de mucha mediación contextual.
La segunda faceta nostálgica del texto se advierte en la evocación de un pasado dominado por una intensa lucha ideológica en contraste con un presente liberal anodino que recurre al “maquillaje” (Saralegui, 2022, p. 281) de la comunicación política para ordenar sus ideas. Tras una Guerra Fría que se libró en tierra, mar y espacio exterior, terminamos gozando de la libertad exangüe de pasearnos “en un centro comercial” (279). El liberalismo que emergió triunfador del colapso del bloque socialista es demasiado poca cosa, un “tibio fin de la historia” (p. 279). Al igual que Violeta Parra, Saralegui se lamenta: “¿qué he sacado con los nombres, estampados en el muro?”.
Ahora bien, si el tono general es de melancolía por el liberalismo pretérito, menos claro es el motivo de preocupación por su signo presente: ¿el problema es la mala calidad del “sistema liberal” realmente existente, irreconocible para sus fautores ideológicos del siglo XIX (p. 216)? ¿O lo que más inquieta es la falta de debate filosófico en su seno? En el último capítulo, Saralegui destaca que el coronavirus vino a invertir el rumbo del pensamiento político moderno: de “minusvalora[r]” “lo dado” pasó a dejarse conducir “pasivamente” por la pandemia (p. 282). El liberalismo se habría propuesto una tarea imposible: capturar lo extraordinario desde la “lógica liberal” aplicando “masivas intervenciones en la libertad individual” (p. 285). Se puede objetar, sin embargo, que no hay nada nuevo en ese reflejo y que, de hecho, es el modo habitual en que ha operado el anhelado liberalismo de la Guerra Fría. Samuel Moyn (2023, p. 4) expuso recientemente cómo cada vez que el liberalismo se sintió amenazado durante el siglo XX, apeló a un reciclaje de sus notas más defensivas (“la preservación de la libertad existente en un valle de lágrimas”) y abandonó su tradicional compromiso con la autorrealización y la creatividad o lo que Saralegui (2022, p. 210) llama el “genio” de la “individualidad”. Vista desde las cercanías de 2024, la pandemia perdió algo de su carácter excepcional. El mundo volvió a estriarse en Großräume debido a crisis más predecibles, pero no menos dramáticas, esto es, las guerras en Eurasia y Medio Oriente, y los desplazamientos migratorios. Mientras que las restricciones antiliberales relacionadas con el virus desaparecieron, resurgió la visibilidad de las que nunca se fueron: la administración arbitraria del control de fronteras y la deliberada denegación de estatus legal a millones de seres humanos que sudan la frente en el primer mundo. Quizás la discusión teórica sobre la “baja calidad racional” (p. 286) de la intervención estatal deba buscarse en estas prácticas más persistentes del liberalismo realmente existente.
La enumeración de estos puntos de desacuerdo, de más está decirlo, no vulnera la valía del texto de Saralegui como introducción al pensamiento político en lengua castellana. El lector interesado en una primera aproximación a las filosofías e ideologías tratadas en la Breve historia encontrará un recorrido interesante, con una mirada de conjunto y un estilo de escritura accesible al público general. Hallará, además, un texto que intenta pensar en la emergencia, el gaje más exigente de nuestro oficio. En el cuento “Face Time” de Lorrie Moore (2020), la narradora, confinada aun por las restricciones ligadas al COVID, se pregunta si un pensamiento surgido en ese contexto puede devenir “en una idea sin instrucción”. Demasiado pronto para saberlo, pero he aquí un ensayo en esa dirección.