Introducción: concepciones lacandonas sobre las enfermedades
Los lacandones de Chiapas se autodenominan hach winik, “los hombres verdaderos”, quienes hablan una variante del maya yucateco que llaman hach tan, “la lengua auténtica”. El término “lacandón” deriva del topónimo Lacam Tum, que en lengua ch’ol significa “Gran Peñón”, y que, durante la época colonial, designaba una isla del lago Miramar, donde radicaba un grupo de indígenas que opuso una fiera resistencia a los conquistadores (Villa Rojas, 1995: 246). Esos nativos se volvieron célebres por su incansable oposición al régimen colonial y por las sangrientas incursiones que efectuaban en los pueblos pacificados, matando a numerosos misioneros y soldados enemigos (Moscoso Pastrana, 1966: 38).
Se empezó, entonces, a emplear el término lacandón para designar una pluralidad de grupos étnicos que destacaban por su actitud rebelde. A pesar de la resistencia, durante el siglo XVII, estos lacandones sucumbieron ante el ejército español y fueron diezmados por enfermedades contagiosas. Se piensa que grupos de fugitivos pertenecientes a diferentes etnias lograron escapar de la masacre, refugiándose en la Selva Lacandona tras haber migrado del Petén guatemalteco y del área maya peninsular (De Vos, 1980: 228). La región que éstos ocuparon fue también llamada “el lacandón”. Así, el término se convirtió en un topónimo que indicaba una vasta región de selva en la que moraban los últimos gentiles que habían logrado sobrevivir a la reducción (Thompson, 2006: 55). Es probable que los ancestros de los lacandones actuales se encontraran entre ellos (Boremanse, 2007: 115-117).
En la actualidad, se estima que la población total de los hombres verdaderos apenas rebasa los mil in tegrantes, que se distribuyen en tres comunidades principales: los lacandones del sur en Lacanjá Chan Sayab, ubicada en las cercanías de las ruinas de Bonampak, y los del norte en Najá y Metzabok, situadas a 50 km del sitio arqueológico de Palenque. Los antropólogos suelen tratar a estos dos subgrupos como realidades étnicas distintas, pues presentan diferencias en el idioma, el vestuario y la cosmogonía (Boremanse, 2020: 2-3).
Este texto surge de varias inquietudes que me he ido planteando en el transcurso de doce años de convivencia con los hach winik y, en particular, de las situaciones desencadenadas tras la difusión de la pandemia de COVID-19. En ese contexto, salieron a relucir las concepciones lacandonas respecto a las enfermedades exógenas y su contraste con las autóctonas. Marion Singer afirma que, a propósito de otros pueblos mayas, abundan los estudios referentes a su terapéutica, mientras que, en el caso de los lacandones, “aunque frecuentemente visitados por toda clase de especialistas a lo largo de los últimos años, no han sido objeto de un estudio detallado en cuanto a la terapéutica que practican, por lo que aún queda mucho por hacer en este campo” (1999: 404).
Diversos autores que han estudiado la cultura lacandona mencionan en sus obras las prácticas de curación tradicionales y proporcionan información valiosa sobre ellas y sobre la forma de entender la enfermedad. Entre ellos, destaca un ensayo de Boremanse (1991), quien analiza las nociones relativas a las enfermedades y algunos métodos tera péuticos.
Los problemas de salud ocupaban un lugar tan importante en la religión de los lacandones del siglo pasado que Davis llegó a afirmar que ésta se basaba enteramente en evitar las enfermedades y prevenir la muerte: “Todas las ceremonias se realizan para suplicar a los dioses la cura de una enfermedad, o como retribución por una cura que éstos ya habían realizado” (Davis, 1978: 36; traducción propia). Por su parte, Mary y Phillip Baer, quienes convivieron con los hach winik durante varios años, explicaron que la mayoría de las actividades rituales se llevaban a cabo para pedirles a los dioses que intervinieran en los problemas de salud o, bien, para retribuirlos cuando éstos habían propiciado la curación de un enfermo (Baer y Baer, 1950: 133). Encontramos la misma constatación en Alfred M. Tozzer, quien, al analizar el complejo ritual lacandón, sostuvo que el objetivo principal de los ritos era “el ruego por la vida y la salud, y las oraciones que se usan, sin excepción, son ruegos y súplicas a los dioses para que los guarden de los peligros y las enfermedades” (1907: 103).
La centralidad de los problemas de salud y el miedo a la muerte se explican por la condición de precariedad de la vida en la selva, lugar hostil para el ser humano, donde los infortunios, los accidentes, los ataques de serpientes o de insectos ponzoñosos son acontecimientos frecuentes. Aunado a ello, es preciso señalar los factores de origen histórico y social. Hasta finales del siglo XIX, la Selva Lacandona era un área incontaminada y deshabitada (De Vos, 1980: 261) y los hach winik podían desplazarse libremente en búsqueda de recursos naturales; vivían en pequeñas aldeas aisladas, a menudo compuestas por un único núcleo familiar. No obstante, en 1884 comenzó el proceso de deforestación y extracción de madera por parte de empresas extranjeras, cuando se propuso abrir la Selva Lacandona a la explotación de los recursos forestales (Duby, 1944: 93).
A partir de entonces, los nativos entraron en contacto con los buscadores de cedro y caoba empleados en los latifundios de Bunels y Romano, y años después con los chicleros. Como lo señala Villa Rojas, el encuentro con esta nueva alteridad, portadora de infecciones contagiosas, afectó de manera profunda a las comunidades lacandonas: “de tal riqueza extraída, no quedó a los lacandones sino los múltiples perjuicios y enfermedades que ocasionaron las legiones de cortadores de madera que se internaron a la selva y formaron allí sus campamentos” (1995: 352-353). A mediados de los cuarenta, enfermedades, hambre y las precarias condiciones de vida habían diezmado al grupo lacandón (Villa Rojas, 1995: 349).
En este proceso de reducción poblacional también fue decisiva la Ley de Reforma Agraria, con la cual el gobierno mexicano decretó que las tierras de la Selva Lacandona estaban disponibles para la colonización. Así, a partir de la segunda mitad del siglo XX, comienza la era que los historiadores definen como “la segunda conquista de la Selva Lacandona”: una multitud de campesinos desterrados, procedentes de los Altos de Chiapas, fueron reubicados en la selva por el gobierno (De Vos, 1988) y, como lo documenta Boremanse, 500 lacandones fueron rodeados por 200 000 colonos tzeltales, choles, tojolabales y mestizos (2007: 117). Los montes boscosos fueron destruidos para ceder el paso a extensos poblados, milpas y potreros, mientras que las empresas madereras con capital extranjero procedían con el saqueo de los recursos naturales. Los lacandones, sitiados, tuvieron que abandonar el nomadismo y se establecieron de modo permanente en los pueblos que hoy ocupan.
Queda claro que todo esto acentuó la precariedad de las condiciones de salud y de vida de los lacandones, quienes tuvieron que lidiar con la pérdida de sus territorios y recursos naturales. La alta tasa de mortalidad aunada a la baja fertilidad fueron determinantes en la reducción poblacional de los últimos 100 años (Villa Rojas, 1995). A esta situación, como se mencionó, se agregaron las enfermedades exógenas, para las cuales los hombres verdaderos no poseían defensas orgánicas. Tampoco podían curarlas por medio de métodos tradicionales, recurriendo a su sistema ritual, puesto que eran padecimientos ajenos a su cultura, carecían de contexto mitológico y, por lo tanto, no podían ser explicados ni tratados (Duby y Blom, 1969: 277; Davis, 1978: 37).
No obstante, las nociones lacandonas inherentes a las enfermedades y las terapias no pueden explicarse únicamente desde el punto de vista empírico, sino que es necesario analizarlas en el marco de una cosmogo -nía específica. Por lo anterior, me enfocaré en el tema de los problemas de salud con base en el contexto de la religión lacandona. Presentaré información etnográfica inédita, recabada en el transcurso de dos años de contingencia sanitaria (2020-2022) que viví en las comunidades de Nahá y Metzabok.
Nosología lacandona: enfermedades de la selva y enfermedades extranjeras
Algunos estudiosos de la medicina tradicional sostienen que, en el pensamiento indígena, las enfermedades se dividen en aquellas que el mundo occidental considera de origen “natural”, definidas por Aguirre Beltrán como “empíricas” (1994 [1955]: 152), y las que son resultado de la acción de un poder superior sobre el organismo humano. A la primera categoría pertenecen malestares de varias clases, como los problemas gastrointestinales, cardiacos o nerviosos. La segunda se integra por aquellas enfermedades que, desde nuestra perspectiva, se asocian con el mundo “sobrenatural”, cuyo origen pueden ser vientos, “aires” malignos o entidades dotadas del poder de perjudicar a las personas (Villa Rojas, 1995: 306; Gubler, 2007: 55; Hirose López, 2015: 153-154; Guiteras, 1992: 218).
Sin embargo, esta separación no se encuentra en la etiología lacandona. Por lo general, los estudiosos de dicha cultura documentan que enfermedades, lesiones e infortunios se consideran siempre de origen divino, como la materialización del castigo de alguna deidad ofendida por transgresiones cometidas por los seres humanos (Davis, 1978: 36-40; Baer y Baer, 1950: 123-124; Boremanse, 1991: 281).
Aguirre Beltrán apunta: “En las comunidades indígenas [...] el castigo a las violaciones de normas de conducta se deja en mano de lo sobrenatural, que responde inexcusablemente provocando enfermedades y miseria” (1994: 155). A las enfermedades con esta causa él las llama “preternaturales”; volveré a este tema más adelante, cuando aborde las interpretaciones que los lacandones elaboraron alrededor de la pandemia. Primero es necesario aclarar los términos que se emplean en la nosología lacandona.
En maya lacandón, el término yah’il (de yah, “dolor”) indica una vasta gama de malestares físicos y lesiones, pero también alude a alteraciones del estado de ánimo.1 De este modo, un lacandón dirá que una gripe o un dolor de estómago son yah’il (enfermedades), pero también que la tristeza o un duelo provocaron “la enfermedad de su corazón” (tu päyah u yah’il in pixan).
Por consiguiente, la nosología lacandona contem pla dos clases principales de enfermedades y cada una presenta un origen específico y le corresponde una terapia propia. A la primera clase pertenecen los malestares enviados por los dioses lacandones, los cuales toman el nombre de “verdaderas enfermedades” (hach yah’il) y fueron creados por el dios principal de los hombres verdaderos, Hach Ak Yum (“Nuestro Verdadero Padre”), quien las soltó en la selva (Boremanse, 1991: 281). Este mismo dios otorgó a los hombres los remedios para contrarrestarlas: el rito de adivinación, los incensarios sagrados que fungen como intermediarios entre el paciente y las entidades superiores, las plegarias y los conjuros terapéuticos.
A la segunda categoría nosológica corresponden las infecciones contagiosas de origen externo, que fueron creadas por Ah Kyantó, el dios de los ladinos y los extranjeros y quien también creó el conjunto de herramientas y remedios para que “sus hijos” pudieran atender su salud: la medicina alópata, las clínicas, los hospitales y los médicos especializados (Marion Singer, 1999: 430).
De acuerdo con los lacandones, las enfermedades respiratorias (se’em: catarro, gripe, bronquitis, neumonía) y las epidemias (viruela, sarampión, fiebre amarilla) son transmitidas por pequeños ladinos invisibles que trabajan como emisarios del dios de los extranjeros y disparan flechas a sus víctimas. Estas enfermedades sólo pueden curarse por medio de las medicinas que Ah Kyantó proporcionó a sus criaturas (Boremanse, 1991: 281). Es decir, los dioses de los lacandones no tienen poder sobre estas afecciones porque, según ellos, la sanación puede ser llevada a cabo exclusivamente por el mismo dios que la envió, quien retira el castigo/enfermedad. Un consultante de Metzabok explica esta diferencia, que será fundamental para entender las nociones elaboradas alrededor del virus SARS-CoV-2:
Se dice que todas las enfermedades [contagiosas] llegan de la ciudad. Todas. Si te enfermaste de una “verdadera enfermedad”, si tienes diarrea, te encantan con el conjuro y te sanas, pero cuando [el paciente] “no escucha el conjuro” [es decir, cuando el conjuro no funciona], puede que sea una “enfermedad de los ladinos”. Las verdaderas enfermedades se curan con los conjuros. Es como si el Kisin te flechara,2 te apuñala, pero se sana, cuando no es una enfermedad de los ladinos. […] Por ejemplo, si te duele una muela, te cantan el conjuro y se quita el dolor, pero cuando es una enfermedad de los ladinos, aunque te canten el conjuro, nunca se sana [comunicación personal, Kayum, Metzabok, 23 de marzo de 2022].
Como puede observarse en el cuadro 1, de acuerdo con la etiología lacandona, el origen de una enfermedad se atribuye siempre a un castigo divino emitido por alguna infracción al orden religioso o social:
en virtud de que la enfermedad siempre es considerada como el resultado de una infracción a las normas que rigen las relaciones hombres-divinidades y hombre-naturaleza; de tal forma que siempre se trata de favorecer la clemencia de las divinidades, asegurar su benevolencia y, frecuentemente, poder calmar su irritación [Marion Singer, 1999: 429].
De hecho, en lacandón se dice que los dioses “hacen descender o envían” las enfermedades (k’uh u yensik a yah’il), lo que indica un movimiento de los malestares desde el plano sagrado al terrenal. Los hach winik conciben dos tipos de faltas que constituyen la culpa o “pecado” (si’ipil, en su idioma) que ofende a las entidades divinas y provoca la enfermedad. A la primera clase corresponden las faltas de carácter religioso o ritual: los dioses castigan a los que quiebran un tabú de su religión -llevar a una mujer a los lugares sagrados, elaborar ofrendas ceremoniales sin haber respetado el periodo de ayuno o la abstinencia sexual, no cumplir con una promesa hecha a las deidades (Boremanse, 2020: 129). La segunda categoría se conforma por aquellas faltas de carácter social, como los incestos, los robos o los adulterios (datos obtenidos en campo).
Clase de enfermedad | Causa | Terapia |
Hach yah’il, “verdaderas enfermedades”. Se originan por el enojo de alguna deidad. | Castigo divino. El dador de la enfermedad es desconocido. | Rito de adivinación, plegarias y ofrendas a los dioses. Se realiza en la morada de las deidades: el templo o las cuevas. Son los dioses los que curan. |
U yah’il kah, “las enfermedades de los ladinos”. Enfermedades empíricas de origen extranjero. | Castigo divino. Contacto con extranjeros. | Medicina alópata. Los terapeutas son los médicos occidentales. |
Puesto que la terapia se adecua a cada dolencia, la cura para un malestar de origen divino requiere métodos que los antropólogos han definido como “místicos” o “sobrenaturales” (Baer y Baer, 1950: 37; Boremanse, 1991) o, utilizando una expresión que juzgo más pertinente, una “curación de tipo ritual y simbólico” (Hirose López, 2015: 154). Si la enfermedad o la lesión se piensan como un castigo divino, el proceso terapéutico consiste en convencer a los dioses de que el enfermo es inocente o bien de que está arrepentido, y se les ruega para que revoquen la punición.
Por consiguiente, en términos lacandones, la finalización de la cura y la sanación corresponden a la derogación del castigo. Cuando un lacandón se enfermaba o sufría algún accidente era necesario averiguar cuál era la deidad ofendida que había enviado el castigo; este proceso se llevaba a cabo en el templo (la “casa de los dioses”) por medio de un rito de adivinación llamado k’in yah -de k’in, “profecía”, y yah, “dolor”, “padecimiento”: “adivinar el [origen] del dolor”- (Baer y Baer, 1950: 123-124; Tozzer, 1907: 100-101), que Boremanse describe de manera detallada en su último libro (2020: 109-116).
La respuesta de los dioses, que eran nombrados uno a uno por el celebrante del rito, se manifestaba en la posición de los dedos de sus manos: si la respuesta era negativa y la deidad nombrada no era responsable del castigo, los dedos se deslizaban; en caso de que la respuesta fuera afirmativa, éstos permanecían en su posición original. Por medio de esa técnica se debía identificar también, a las deidades que aceptaban intervenir como mediadores para aplacar la ira del dios ofendido (Boremanse, 2020: 125-126).
Finalmente, con otro rito, se realizaba el pago ceremonial a las deidades a través de los incensarios sagrados (Davis, 1978: 263, 274-280). Las ofrendas incluían alimentos, en particular los tamales ceremoniales llamados nahwah (“tamales sagrados”), ba’alché (la bebida alcohólica ritual) y resina de copal. Una mujer de Nahá explica cómo su padre realizaba este proceso:
Cuando llega a rezar, hace la adivinación con sus uñas; mi padre se va solito a la selva para ver qué pasó, por qué no se cura la enfermedad; no sirvió el doctor, no sirvieron las medicinas; hizo pozol para que le salvaran la vida, hizo los tamales ceremoniales, formaron los tamales ceremoniales, el chur ja’:3 “Encántame, encántame [Cúrame, cúrame], ¡eh!” Entonces se curaba, agarraban su humo. Siempre es dios quien manda las enfermedades; siempre es dios quien te cura [comunicación personal, Chanuk, Nahá, 9 de noviembre de 2022].
Los oficiantes de los ritos de adivinación y curación eran los sabios lacandones, los to’o’hil, palabra que se deriva de t’o’h, “venerable, sabio, poderoso”. De acuerdo con Bruce, el término designa a la única autoridad tradicional de los lacandones, “el venerable, el gran señor” (Bruce, Robles U. y Ramos Chao, 1971: 98). Ellos eran los intermediarios entre las entidades divinas y los seres humanos; cada uno poseía un tem plo y una colección de incensarios efigie; éstos son llamados ‘u lak’il k’uh’ (“los braseros de los dioses”), son considerados la personificación de las deidades y se les administran las ofrendas directamente en sus bocas.
En el templo, el oficiante decidía cuáles incensarios bajar de la repisa; es decir, cuáles deidades invocar, de acuerdo con la finalidad del ritual que se llevaría a cabo.4 Cabe mencionar que las ceremonias no sólo se realizaban en los templos, sino también en determinadas cuevas en la selva y en las orillas de los lagos. De hecho, para los hach winik algunas cavidades naturales eran lugares de culto, puesto que fueron utilizadas como osarios y depósitos rituales por los grupos mayas que los antecedieron en la Selva Lacandona (Palka, 2005). Tras haber hallado esos santuarios, los lacandones empezaron a considerarlos como la morada de sus dioses terrenales (Boremanse, 2020: 50). La importancia de las cuevas en las ceremonias que se hacían para atender los problemas de salud es reiterada por los consultantes:
Antes, mi padre y mi abuelo no iban con el doctor, sólo se hacían ofrendas en las cuevas; no tomaban medicinas, hacían ofrendas de tamales, ¡las entregaban en las cuevas y listo! [comunicación personal, Kayum, Metzabok, 9 de noviembre de 2019].
Allí están los dioses, es su casa, escucha lo que te digo: allí antes le pedías a los dioses para que llegara la lluvia; les pedías si alguien de tu familia estaba enfermo; allí quemabas copal y dios te escuchaba [comunicación personal, Nuk, Nahá, 11 de septiembre de 2019].
Las plegarias dirigidas a las entidades sagradas tenían la finalidad de pedir la revocación del castigo/enfermedad; en muchos casos, se les recordaba que los hombres no tenían culpa, como se especifica en un fragmento de una antigua plegaria registrada por Tozzer, en la cual el oficiante se disocia de “sus compañeros”, quienes se supone que han provocado el enojo de los dioses: “Mi más excelente Padre, no permitas que se oculte el supremo fuego. Sal, calor, te pagaré (con una ofrenda), excelente Padre. Sal, calor, pobre, veo al dios perseguido. En nada he errado. No me asocio con nadie, oh Padre, no me asocio con mis compañeros, oh Padre” (Tozzer, 1907: 195). Encontraremos la misma concepción en los datos etnográficos que expondré en el siguiente apartado.
Interpretaciones sobre la pandemia desde la cosmogonía lacandona
Gracias a la convivencia con los hach winik durante los años de contingencia sanitaria (2020-2022) pude registrar las interpretaciones que los habitantes de Nahá y Metzabok elaboraron para explicar la difusión del coronavirus. Me percaté de que, en un inicio, ellos no se preocuparon por entender las modalidades de transmisión del nuevo virus, sino por su etiología, que en términos lacandones se traduce en la identificación de la deidad que envió el castigo y de los sujetos que habían provocado su ira:
Siempre son los dioses [los] que envían las enfermedades. Son un castigo. Cuando nos comportamos mal, los dioses “hacen caer” (u yensik) las enfermedades aquí. Este COVID viene del mar, lo trajo Cristo, porque no es una enfermedad de la selva. Lo dicen los pastores: que Cristo “bajó” esta enfermedad para su gente, los ladinos, los blancos, y llegó aquí para que nosotros escuchemos la palabra de Cristo. Creo que a Cristo no le gustó lo que hacen sus hijos. Sólo ellos tienen la medicina [la vacuna]. Es lo mismo con nuestros dioses: cuando antes no había hospitales, se rezaba en las cuevas, a los incensarios, y ellos te sanaban [comunicación personal, Bor, Metzabok, 26 de enero de 2021].
El virus es para castigar a los chinos. Yo escuché que comen cosas como murciélagos, ratas, perros, gatos, y de allí les llegó la enfermedad. Ésos comen de todo, no se puede, está mal. Cristo es dios de ellos.5 Creo [que] no le gustó lo que vio, lo que hacía su gente, y como los extranjeros aquí llegan, llegan de turistas, también en México llegó su enfermedad. ¿Pero qué culpa tenemos? [comunicación personal, Chan K’in, Nahá, 27 de enero de 2021].
Ese COVID es una enfermedad de Ah Kyanto’. Yo creo no le gustó lo que hicieron sus hijos [u meyah, “sus criaturas”]. Si antes llegaba algo así, como cuando llegó la viruela, no se podía curar en el templo, no había manera. Pero cuando había “verdaderas enfermedades”, mi padre y mi suegro iban a rezar al templo, en las cuevas, y los dioses te escuchaban y sanabas. Así, no te miento, nadie tomaba medicinas, no había, sólo se hablaba con los dioses [comunicación personal, Kayum, Nahá, 9 de marzo de 2022].
Antes de desglosar la información contenida en los testimonios, cabe aclarar que en Nahá y Metzabok operan diversas iglesias cristianas protestantes: la adventista del séptimo día (sabática), la Iglesia gracia abundante (bautista) y la Iglesia evangélica pentecostal.6 Cada una de estas confesiones religiosas pre senta un particular sistema dogmático y posturas diferentes con respecto a las otras, a pesar de que se basan en el mismo fundamento teológico: la Biblia. No ahondaré en esta temática, pero juzgué necesario evidenciar el impacto que las predicaciones cristianas tuvieron sobre las nociones lacandonas acerca de la pandemia.
Lo que nos interesa en este contexto es el punto de vista de los hach winik que, como veremos, no comparten los misioneros ni los tzeltales que ahora profesan las doctrinas cristianas. Asimismo, los testimonios que seleccioné nos dan una clara idea sobre la manera en la que los lacandones interpretaron la difusión del virus.
Para empezar, se aprecia la diferencia entre los primeros dos testimonios, proporcionados por personas que se acercaron a las predicaciones evangélicas, y el tercero, que expresa el punto de vista de un hombre que sigue creyendo en los dioses ancestrales. En todo caso, los tres consultantes se preocupan por identi ficar qué deidad envió el castigo y quién desató su ira, provocando así el estallido de la pandemia.
En el primer testimonio y en el segundo vemos que las predicaciones evangélicas y la información procedente de los medios de comunicación no se asu mieron de forma pasiva, sino que se interpretaron a partir de la cosmogonía lacandona: la deidad que envió el castigo es Cristo, quien fue ofendido por el mal comportamiento de sus hijos, los “no-lacandones”. En particular, el segundo informante explica el castigo divino vinculándolo con la supuesta alimentación repulsiva de “los chinos”, en cuya tierra se originó la pandemia. Así, los lacandones reiteran que en este proceso no tienen ninguna responsabilidad (“¿qué culpa tenemos?”), están pagando por pecados ajenos.
Al entrevistar a las mujeres tzeltales que viven en los ejidos lacandones7 se registra una concepción diferente sobre el origen del coronavirus. Por ejemplo, una mujer que pertenece a la Iglesia sabática afirmó que los lacandones “no entendieron nada del mensaje de la Biblia [...] no comprenden las enseñanzas de los pastores”, y explicó: “Así como hay pandemia, así dice la Biblia, que de por sí va a venir, pero tampoco Dios las manda para que te enfermes. Dios es mero amor, es bueno […] La pandemia tiene que pasar, no más está escrito en la Biblia” (comunicación personal, doña M., Metzabok, 23 de marzo de 2022).
Como lo aclaré, no se trata de una malinterpretación de los lacandones, sino de una concepción que ellos elaboraron desde su cosmogonía, según sus propias pautas religiosas. Más adelante explicaré por qué la idea de un “dios de amor” difícilmente se inserta en las lógicas lacandonas, mientras que la de un “dios que enferma” encaja a la perfección en las características de las entidades sagradas tradicionales.
El tercer informante, que no se adhirió a ningún culto cristiano, sigue atribuyendo el origen del mal al dios Ah Kyantó. Asimismo, reitera que los métodos terapéuticos tradicionales, que funcionan en el caso de las enfermedades autóctonas, son vanos cuando se trata de infecciones contagiosas que proceden del mundo exterior. Eso se debe al hecho de que los dioses que se invocaban en el templo y en las cuevas desconocen esas enfermedades y no poseen los remedios necesarios para restablecer la salud de los enfermos.
Con respecto al tema de la terapia, los lacandones conversos saben que “la cura se halla en la fuente de la enfermedad”; por esta razón, para enfrentarse a la COVID es necesario aceptar los métodos terapéuticos de los extranjeros, tanto los empíricos -la vacuna, el uso de cubrebocas, el distanciamiento social- como los simbólicos -en términos de los entrevistados, “escuchar la palabra de Dios”. Vamos a ahondar en la etnografía y en la revisión bibliográfica para aclarar este punto fundamental.
Acercarse a una nueva religión en tiempos de crisis sanitaria se vuelve una forma de obtener remedios que los lacandones y sus deidades ignoran. Se trata de una situación recurrente en las comunidades lacandonas: los misioneros que convivieron con los hach winik, que se dedicaron al estudio de su cosmogonía y de su idioma, entendieron el poder que el miedo a las enfermedades ejercía sobre la gente y la centralidad de los problemas de salud en su religión. De este modo, lograron penetrar en las comunidades ofreciendo nue -vas curas para aquellas epidemias que los mismos extranjeros habían traído y que estaban diezmando a la población lacandona (Villa Rojas, 1995: 349). Templos cristianos y clínicas se construían al mismo tiempo y el suministro de vacunas y medicamentos se acompañaba con predicaciones evangélicas. Por ejemplo, en 1944, Philip Baer, del Instituto Lingüístico de Verano, pidió permiso a las autoridades locales para instalarse con su familia en Nahá:
El permiso fue otorgado alegremente, bajo la asunción [de] que él continuaría administrando medicamentos y proporcionaría servicios de transporte en las avionetas del Ala de Socorro, la organización al servicio del Instituto Lingüístico de Verano, cada vez que un miembro de la comunidad se enfermaba [...] Cuando un lacandón pedía y recibía medicinas para su niño enfermo, sus regalos no eran aceptados. Simplemente, se le preguntaba: “He’ wah a na’ksik a wol ti’ Hesuklisto?” (“¿Ahora, elevarás tu espíritu a Jesucristo?) [Perera y Bruce, 1934: 20-21, traducción propia].
Una situación análoga se verificó en los años setenta, cuando la Iglesia adventista del séptimo día se instaló en Metzabok: en aquel entonces, muchas familias habían perdido a sus niños por una epidemia de influenza; los lacandones se convencieron de que “sus dioses los habían abandonado” y adoptaron la nueva religión (Boremanse, 2020: 218). Los pastores construyeron una clínica comunitaria y un templo y llegó un nuevo dios capaz de atender, por medio de sus representantes y sus medicamentos, aquellas en fermedades ajenas al mundo de la selva que las deidades lacandonas se demostraron incapaces de sanar.
Durante mi trabajo de campo tuve la oportunidad de escuchar las predicaciones dirigidas a los lacandones y me percaté de que en ellas se insiste sobre el poder curativo de Jesucristo, a quien los pastores definen como “el curandero más poderoso”, “el primer y único médico”. Si lo reflexionamos bien, esta facultad que se le atribuye y las parábolas que narran cómo el Hijo de Dios pudo sanar a algunos enfermos, no tienen una mayor relevancia en nuestra sociedad, con respecto a los demás episodios narrados en los evangelios. En cambio, en las predicaciones dirigidas a los lacandones se volvió el atributo primario de Jesucristo, especialmente en tiempos de pandemia. A propósito de esto, Marion Singer, al observar que los lacandones estaban perdiendo interés en los métodos terapéuticos tradicionales, afirmó:
No se equivocaban esos mensajeros de “la palabra de Dios” cuando descubrieron que la llave que les abriría las puertas de la credibilidad indígena se encontraba en los antibióticos y en los antipalúdicos. Es por esta vía que intentaron penetrar y luego destruir el aparato conceptual de los lacandones [...] Las prácticas medicinales de Occidente fueron en efecto presentadas por los mensajeros bíblicos como la prueba innegable de la superioridad de su ideología y del dios que se encontraba en su centro [Marion Singer, 1999: 405].
Sería imposible, en un texto tan breve, dar cuenta de todas las diferencias que se hallan entre las deidades lacandonas y el dios de las doctrinas cristianas; sin embargo, acentuaré unos puntos esenciales. En primer lugar, la religión lacandona se basa en el mantenimiento de buenas relaciones entre los hombres y las entidades sagradas, quienes están mutuamente vinculados por un principio de reciprocidad (Palka, 2018: 301). Los hombres fueron creados para venerar y alimentar a las deidades; tienen que pedir su licencia para poder emplear los recursos naturales -cazar, pescar, talar árboles- y, al respetar estos preceptos, obtienen protección de las calamidades naturales, lluvias y buenas cosechas.
Este equilibrio es frágil y precario: a la mínima infracción de los códigos de conducta (religiosos y sociales), el lacandón será castigado por medio de una enfermedad o la muerte. Al describir a los dioses, se emplea siempre la expresión ‘ne tz’ik a k’uh’ (“los dioses son bravos”) para indicar que son irascibles y despiadados, por lo que “los hombres tenían que recordarles constantemente que no hicieron nada malo, para que los dioses no los lastimaran” (Boremanse, 1998: 71).
Otra característica fundamental que se les atribuye, como lo mencioné, es esa dualidad que los vuelve, a la vez, dadores de enfermedades y la “fuente de la cura”: “U yensik yah’il k’uh, u yojer kun’yah k’uh” (“los dioses bajan las enfermedades, los dioses las saben curar”). Esto explica por qué algunos lacandones conversos no logran considerar a Cristo como “un dios de amor”, pero sí se asume como un ser supremo, dotado del poder de enfermar y curar. Si para las doctrinas cristianas el castigo por no haber respetado los mandamientos es post mortem (el infierno), los lacandones se sienten constantemente amenazados por deidades volubles e iracundas que pueden ofenderse con gran facilidad y enviar los castigos/enfermedades en todo momento.
Otro concepto ausente en la mentalidad lacandona es el de la fe, que los misioneros intentaron inculcarles sin resultados. Los dioses ancestrales no curan las enfermedades porque el lacandón “confía ciegamente en su poder” o porque “se siente amado por ellos”, sino porque pagan por sus servicios: trabajan para ellos, entregan ofrendas, ofician rituales. La ofrenda, en maya lacandón, es llamada “precio” (u bor’ir), y la actitud que mantiene un dios depende exclusivamente del comportamiento humano: ayudarán a aquellos que les proporcionen ofrendas y cumplan con sus deberes rituales; aniquilarán a los que se desvinculen de este sistema. Veamos la respuesta de un hombre de Metzabok cuando le pregunté por qué no entraba al templo sabático:
Porque antes, si estabas enfermo, quemabas copal. Pero, aunque vaya [al templo], puedo hablar bien con dios, pero no me cura, porque no tengo fe. ¿Qué es eso? Yo no lo sé. Lo que los antiguos lacandones… ellos sí. Los antiguos en verdad hablaban con los dioses. Los dioses estaban aquí mismo [en la selva] y te curaban, los dioses vivos [comunicación personal, Kayum, Metzabok, 23 de marzo de 2022].
Don Kayum hace referencia a sus dioses definiéndolos como ‘kuxa’an k’uh’, “los dioses vivos/poderosos”, aludiendo al hecho de que tenían en sus manos el destino de los hombres (curar y enfermar). El hombre afirma no poderse curar rezándole a Jesucristo, porque no tiene fe, algo que los pastores le dijeron que era necesario para ser sanado, pero que el informante desconoce. En un segundo momento, agregó:
Hach Ak Yum, tú lo sabes que… pues, es de aquí, es del mundo, pero ese k’uh, Cristo, está en el cielo, dicen. Cristo está en el sol que se ve. A kuxa’an k’uh ti’ Yaan ich k’ax way. Ne kuxa’an, ku tzak’ech [Los dioses vivos están aquí en la selva. Son muy poderosos. Te curan].
Me parece importante esta distinción: Cristo se percibe como una deidad remota y lejana, inaccesible para los lacandones. Reitero que los hach winik necesitaban de intermediarios y enseres rituales para comunicarse con las deidades sagradas -los incensarios, la resina y los muñecos de copal que se quemaban en las ceremonias-, pues éstos formaban un vínculo entre los planos terrenal y sagrado de manera visible y tangible. Los “dioses vivos” podían ser contactados directamente en caso de necesidad, al ir a sus santuarios (templos y cuevas), donde se llevaba a cabo el proceso ritual que describí con anterioridad: pedir, ofrendar, agradecer. Por el momento, en la religión lacandona, el concepto de fe no encuentra fundamento. A modo de comparación, reporto las palabras de una mujer tzeltal que estaba presente el día de la entrevista a don K’ayum; de hecho, los dos se pusieron a debatir en lo que yo registraba sus opiniones. La mujer entiende el concepto de fe y criticó el uso de los incensarios sagrados: “Lo que siempre nos llaman a la atención la Iglesia donde voy es que no es bueno entrar a esas cosas, así como de brujería; los que curan sólo eso dicen, que hay que tener fe, porque la vida nosotros no la tenemos: Dios sabe cuándo vamos a morir”. Con respecto a la COVID, agregó: “Hay que tener fe, porque sólo Dios sabe lo que está pasando” (comunicación personal, doña M., Metzabok, 23 de marzo de 2022).
La respuesta de los lacandones no conversos ante la COVID-19
En la comunidad de Nahá se encuentra el último templo lacandón, llamado U Yatoch K’uh, “la Casa de los Dioses”, administrado por don Antonio Chan K’in, quien puede considerarse como el último legítimo to’o’hil de los hombres verdaderos. El hombre tiene 100 años y se rehusó a abandonar a sus dioses a pesar de que fue criticado con dureza tanto por los pastores como por sus compañeros conversos.
A lo largo de los años de convivencia con los lacandones pude presenciar numerosos rituales que él celebró para atender diferentes necesidades: agra decer por las primeras cosechas, pedir lluvias, sanar a personas enfermas y evitar el fin del mundo (cuando se verificaron eclipses). Traduje varias plegarias que el oficiante dirigió a los dioses en esos diferentes contextos; sin embargo, sea cual fuere el propósito principal del ritual, siempre se les recuerda a los dioses que los hach winik no son numerosos, que están amenazados con desaparecer y que, por consiguiente, las enfermedades podrían aniquilarlos de manera definitiva.
Don Chan K’in ofició varios rituales para pedirle a sus dioses que intercedieran para que la pandemia no llegara hasta la selva, en particular el rito que se celebró el 12 de abril de 2020, el to’o’hil hizo ba’alche’, que se considera una de las ofrendas más importantes, lo cual indica que la difusión de la pandemia se creyó un problema serio.
Transcribo el fragmento de una de las plegarias que don Chan K’in dirigió a los dioses lacandones durante la pandemia; más adelante lo interpretaré.
1. Yleh, ne tsoy u yereh! Teche’ Ah Kyantó, Känank’ax, lá jera pom, ma’a ti’ u tar ti’ u yah’il, tarak tú tar bé
1. Mira, ¡qué bonito arde! Oh, Ah Kyantó, oh, Känank’ax (Señor de la Selva), éste es copal para que no lleguen en fermedades, aunque estén por llegar.
2. Läh b’inih in sukunó, läh b’inih in nunquiró bé.
Mo’ ne henseh a yah’il.
La’ hera Känank’ax, b’inih Känank’ax xuri xu’ Xocrá nah. Otzil, nahkeh in t’aan, Ak Yum’e, u kurik tú k’aanil, ma’ ne lisik u t’aanil, eh.
2. Todos mis abuelos se fueron, todos mis ancestros se fueron.
Que no bajen muchas enfermedades.
Este [copal] es para Känank’ax. Känank’ax se fue a Yaxchilán [lit. “En la boca del Usumacinta”]. Ten piedad. Sube mis palabras.
Dónde está Nuestro Señor, que se sienta en el cielo, para que no dé la orden [de bajar enfermedades].
3. Otzil’en ma’a takanón. Lahe’, Ah Kyantó u kurik k’ak nah eh, Ah Kyantó, lá tech Ah Kyantó, otzil bé, ma’a lisik u t’aanil u me’eyah Ah Kyantó, tarak u kuchul way bé.
3. Pobres de nosotros, no nos ataquen. Ah Kyantó, que se sienta en el mar, Ah Kyantó, éste es para ti, pobres, que no dé la orden para sus hijos [para que bajen enfermedades sobre sus hijos], aunque se estén acercando aquí.
4. Yuum, u purik tú ka’anil, ne tsoy u yor u Yum’il Ka’an. Ma’a lisik u t’aanil. Otzil mó piimenó way u yaram k’ax, eh. Läh b’inih in nunquió be’, b’inih in tetó bé.
4. Mi señor, el humo [del copal] elevo al cielo, está feliz el ánimo del Señor del Cielo. Que no dé la orden. Pobres de nosotros, no somos muchos aquí abajo, en la selva. Todos mis ancestros se fueron, se fueron mis padres.
5. Lati’ teche, Ah Kyantó, mäne a wok, ma’a ka’ lisik u t’aanil.
[...] Otzil, ma’a na tzak tenó way be’, läh binih in nunquiró be’, yaan a kunyah teche, yaan kunyah, yaan uchich ten in suku’unó, läh binih behe’, läh b’inih in nunquiró bé.
5. Éste es para ti, Ah Kyantó. Ven, no vuelvas a dar la orden [para las enfermedades].
Pobres de nosotros, no tenemos medicinas aquí, todos mis ancestros se fueron, ustedes saben curar [“tienen los encantamientos”], tienen los conjuros, antes los conocían mis ancestros, [pero] ahora se fueron todos, todos mis ancestros se fueron.
1. El oficiante del rito está quemando copal en los incensarios sagrados, que representan a los dioses en el plano terrenal. Se dirige a Ah Kyantó, el dios de los “no-lacandones” y quien creó las infecciones contagiosas y, al mismo tiempo, posee los remedios para curarlas. El dios es invocado repetidas veces a lo largo de la plegaria, puesto que los lacandones no conversos lo consideran el creador del coronavirus, que “está por llegar” a la selva. A propósito de esto, Marion Singer observó:
una enfermedad considerada como exógena, es decir, propia de los blancos, no puede, bajo ninguna circunstan -cia, ser curada con los remedios empíricos de los lacandones, aunque una ceremonia expiatoria puede imponerse cuando el mal se vuelve más delicado y tenaz. En dicha ceremonia, se invocará a Ah Kyanto a lado de Hach Ak Yum, el protector de los Verdaderos Hombres [Marion Singer, 1999: 430].
Otra deidad invocada en la plegaria es Känank’ax, cuyo nombre significa “el que cuida la selva”: prote -ge los montes, los lagos, a los animales silvestres y la vegetación. Se trata de un dios importante porque los lacandones saben que si las enfermedades acabaran con su existencia y la selva quedara deshabitada, ésta sería invadida por gente extranjera y ese espacio sagrado, junto con la cultura lacandona, desaparecería para siempre. De hecho, la selva no sólo proporciona a los hombres el espacio habitable, cultivable y el alimento, sino que se concibe, en su totalidad, como una extensión sagrada, un hogar de espíritus y deidades terrenales que mantienen, con los seres humanos, relaciones constantes, imprescindibles para la supervivencia del grupo y el orden cósmico.
2. El oficiante menciona, repetidas veces, que todos sus ancestros fallecieron, una expresión que indica que la cultura lacandona está en peligro de desaparecer. Don Chan K’in no tuvo aprendices, ninguno de los jóvenes de Nahá quiso aprender las plegarias, por lo que nadie heredará la colección de incensarios sagrados. Es decir, al morir el último sabio, la comunicación entre los hach winik y las entidades sagradas será interrumpida. Al final de la oración, el to’o’hil conversó conmigo y dijo: “Antes no había medicinas, sólo hablábamos con los dioses. Ahora dicen que mis incensarios son demonios; eso me dijeron mis compañeros. Cuando muera yo, esto se va a acabar”.
En este fragmento se menciona que las deidades se trasladaron a los templos de Yaxchilán, pero al mismo tiempo se encuentran en el plano celeste y el humo del copal sube hasta su morada como ofrenda para que “no den la orden” de que desciendan enfermedades.
3. El oficiante vuelve a dirigirse a Ah Kyantó, cuya morada se encuentra “en la orilla del mar”. Para los lacandones, el mar es el espacio que idealmente sepa -ra la selva -que de manera etnocéntrica ellos conciben como el mundo- y el reino de la deidad extranjera y sus hijos. Don Chan K’in ruega por la salud de éstos, porque sabe que al enfermarse pueden difundir el virus y llevarlo hasta el hogar de los lacandones.
4. En este fragmento, don Chan K’in se dirige a su dios principal, Hach Ak Yum (“Nuestro Verdadero Padre”), pero empleando uno de sus epítetos rituales: U Yum’il K’aan (“El Señor del Cielo”). Se le recuerda que quedan pocos lacandones y que todos los sabios fallecieron. “Su ánimo es feliz”, porque está recibiendo una ofrenda de copal. Cuando dice “que no dé la orden”, creo que se está refiriendo a Ah Kyantó; supongo que, en este contexto, el padre de los lacandones funge como intermediario entre quien avanza la plegaria y el dios de los extranjeros.
5. La oración se vuelve a dirigir al dios de los extranjeros para aclararle que los lacandones no poseen los remedios para atender las enfermedades que él creó (“no tenemos medicinas”) y, de manera casi nostálgica, el oficiante recuerda que en el pasado todos los hombres podían curar las “enfermedades de la selva” porque conocían los conjuros terapéuticos (kun yah), mientras que en la actualidad muy pocos los conocen y los emplean.
En el texto completo, se invocan otras deidades, como la diosa lunar, Ak Na’ (“Nuestra Madre”); un dios de los montes que no logré identificar llamado K’aan’i Witz’;8 a Yahaw Na’, protector de los bosques y de la fauna, e Itzam Nah, ayudante de Hach Ak Yum (Bruce, 1965: 96, 101; Bruce, Robles U. y Ramos Chao, 1971: 12, 81). Es probable que ellos, junto con Känank’ax, el dios de la selva, y Hach Ak Yum, el protector de los lacandones, sean invocados para fungir como intermediarios para persuadir a Ah Kyantó a que retire el castigo divino que envió con la forma del nuevo virus. De hecho, como lo subraya Boremanse, el concepto de mediación es fundamental en la religión lacandona, puesto que un hombre nunca se dirigiría directamente a la deidad ofendida y airada: necesita por fuerza de un intermediario (2020: 125-126). En este contexto particular, las deidades de la selva pueden limitarse a desempeñar esta labor de mediadores, ya que desconocen el virus y sus remedios.
Conclusiones
Al describir la situación de la religión lacandona en el tiempo de sus investigaciones, Marion Singer observó:
Las formas de adivinación se hicieron obsoletas, pues el origen de los males se concentró, ahora, en un solo dios omnipotente, mientras que la interpretación de las características sintomáticas dio lugar a un uso restrictivo y específico de ciertos remedios. Todo lo anterior quedó a cargo del misionero, que se convirtió en el intermediario obligatorio entre los hombres y el nuevo dios, considerado, a partir de ese momento, como el único responsable del bienestar de los hombres. Ah Kyantó dejó de ser el respon sable de la creación de los medicamentos y Hach Ak Yum de los males que sufren los Verdaderos Hombres y, por extensión, de los remedios adecuados para combatir sus efectos [Marion Singer, 1999: 438].
Por un lado, es cierto que las antiguas formas de adivinación y terapia cayeron en desuso y que queda sólo un hombre que desempeña la función de autoridad tradicional -el to’o’hil Chan K’in, de Nahá-; sin embargo, no estoy de acuerdo con una afirmación tan tajante. Las nociones relativas a la salud y la enfermedad se modifican con el paso del tiempo, pero las creencias ancestrales siguen vivas y se registran fenómenos de resistencia ante la dominación de las nuevas religiones.
En la actualidad, la religión lacandona está en una fase de reestructuración y la información procedente de los sistemas dogmáticos cristianos no se está absorbiendo de manera pasiva o uniforme, por lo que aún no es posible registrar concepciones universalmente compartidas. Asimismo, sería un grave error etnográfico afirmar que los hach winik se volvieron monoteístas.
En el transcurso de mi investigación, pregunté a los miembros de las comunidades cosas como: “¿Dónde se encuentra Cristo? ¿Coexiste con los dioses lacandones o ya no crees en ellos?” Las respuestas que obtuve fueron diversas y evidenciaron cierta confusión en los informantes.
De acuerdo con algunos, Cristo se identifica con el hijo menor de Hach Ak Yum, llamado T’uup; otros sostienen que sustituyó a los dioses lacandones, quienes siguen existiendo pero se desplazaron a los templos de Yaxchilán; otros afirman que Cristo y Hach Ak Yum son la misma deidad, en cuanto aprendieron de los pastores que “hay un solo dios”; no obstante, al preguntarles si aún creen en las deidades terrenales -como el dios del fuego, el dios de los lagos, el de la selva-, ningún informante niega su existencia, sólo se limitan a decir que ya no se veneran.
Todos, sin excepción, siguen creyendo que la selva está habitada por una multitud de espíritus y dioses que cuidan los espacios sagrados, además de que se siguen respetando las normas religiosas que se imponen en ellos. Los dioses celestes lacandones, como Hach Ak Yum, Ak Na’ o Ah K’in Ch’ob no desapa recieron, sino que “se alejaron” de sus hijos y se mudaron a Yaxchilán, lo que indica que se les sigue temiendo y respetando. Es obvio que se trata de una fase transitoria; con el paso del tiempo, se tendrá que profundizar la investigación para averiguar si las enseñanzas y las nociones de los pastores y de la Biblia se integrarán de forma estable a la religión lacandona, aunque yo lo dude por varias razones.
Vimos que, para el caso de la cultura lacandona, no es posible separar la religión de las nociones relativas a las enfermedades y la salud (Baer y Baer, 1950; Marion Singer, 1999; Boremanse, 2020). Se trata de dos elementos estrechamente vinculados, puesto que el origen de todo malestar es concebido como un castigo divino, provocado por alguna infracción a las normas religiosas o sociales. En particular, se piensa que las enfermedades son la ruptura momentánea del equilibrio cósmico, cuyo pilar es la relación de reciprocidad que vincula al hombre con las instancias sagradas.
La llegada de la COVID-19 y la intensificación de la actividad de los misioneros y pastores protestantes que la pandemia desató obligaron a los lacandones a elaborar interpretaciones para explicarse la nueva enfermedad. La diversidad de teorías que surgieron alrededor de la pandemia, las cuales registré en campo, evidencia cómo las nuevas pautas siempre se in terpretan desde la cosmogonía local: no se trata de respuestas uniformes o universalmente compartidas, por el contrario, éstas ponen en relieve que los lacandones están viviendo una fase de incertidumbre.
A diferencia de lo que pasó en el resto del mundo y en México, en Nahá y Metzabok la pandemia no provocó víctimas y no afectó a la población local;9 esto se debe a que los lacandones se aislaron en sus ejidos, impidiendo la entrada de toda persona ajena a las comunidades.10 Además, la selva formó una sólida barrera entre ellos y las ciudades, como Palenque, donde la incidencia del virus fue sin lugar a dudas mayor y hubo numerosas víctimas. A pesar de ello, la idea de la difusión de la pandemia, las noticias que procedían de los medios de comunicación, las múltiples fake news que ellos aprendían de las redes sociales y los mensajes apocalípticos difundidos por los pastores sacudieron a la población lacandona, que, inevitablemente, se preocupó por elaborar razones y conjeturas que explicaran el origen de la nueva enfermedad, además de decidir qué remedios adoptar para enfrentarla.
Para mí, en cuanto antropóloga, fue una oportuni dad para observar cómo los hombres verdaderos inscribieron el virus, esta entidad extraña que procedía “del otro lado del mar”, en su sistema de creencias. Pude registrar diferentes puntos de vista y preocupaciones que tocaban varios campos de la religión local; la gente volvió a preguntarse si sus dioses ancestrales aún tienen poder o si Cristo los sustituyó por completo; para los lacandones no conversos se volvió un momento para volver al templo sagrado, participar en rituales comunitarios y comunicarse con sus deida des. Asimismo, emergieron interesantes nociones sobre las “nuevas alteridades” (“los chinos”) y las conocidas (“los blancos, los hijos de Ah Kyantó”) y su papel en el origen y la difusión del virus.