Este artículo es una primera sistematización de un conjunto de ideas basadas en observaciones alrededor de una esfera multidimensional: la nocturnidad en cuanto objeto de estudio sociocultural. Nos acercamos a dos escenas musicales contemporáneas que tienen lugar en la ciudad de Xalapa, Veracruz: la tocada de rock, por un lado, y, por otro, la fiesta comunitaria del fandango y su sonoridad particular: el son jarocho.1 Se trata de manifestaciones musicales que sustancian formas de nocturnidad, relacio nadas además con la historicidad de la luz eléctrica que, a lo largo del siglo XX y hasta el presente, ha ampliado las posibilidades de producir la noche: una noche compleja, diversa, construida simbólica y prácticamente por diferentes personas y comunidades, que se expresa de distintas formas, cuya existencia enriquece la diversidad de un entorno urbano caracterizado como lugar de crisol cultural reciente. La ciudad de Xalapa y sus eventos socioculturales componen un rico y variado tejido de relaciones, procesos, constructos: un espacio-tiempo-forma donde suceden fenómenos que generan sentidos de identidad y disponen de posibilidades de ser y hacer colectivos.
Exploramos las implicaciones de hablar de esa noche tecnomoderna a partir de la iluminación masiva, que en la práctica remite a una noche casi globalmente iluminada. De una red de electrificación que ha permitido ciertas expresiones culturales, algunas emergentes, simbolizadas por juventudes o bien como juveniles, entre ellas el rock; algunas otras donde la electrificación también ha posibilitado la recreación de expresiones históricas, tradicionales, y vigentes, como las de la fiesta del fandango jarocho en entornos urbanos y rurales. Pues incluso mucho de lo rural hoy está electrificado.
Nuestro acercamiento a las nocturnidades producidas en distintas escenas musicales se relaciona, en ciertos puntos, con los universos nocturnos explorados por Ernesto Licona Valencia, quien plantea que la nocturnidad urbana
puede observarse a través de universos nocturnos definidos por actores sociales específicos (jóvenes, empleados, obreros, turistas, etcétera), figuras socioespaciales (antro, café, table dance, cantina, bar, unidades habitacionales, moteles, etcétera) y prácticas sociales (diversión, ligue, ingestión de bebidas alcohólicas, baile, comercio, vigilancia, etcétera). Todo ello estaría conformando territorios nocturnos de la ciudad y, con ello, “mundos sociales” particulares (2021: 9).
Aunque por el momento no profundizaremos en espacios específicos -debido en parte a los constantes cambios en los lugares ocupados por los dos fenómenos bajo consideración-, nuestra elección del rock y del son jarocho como escenas musicales de estudio proviene de su demostrada continuidad en cuanto mundos sociales y su centralidad dentro de las opciones observables en la noche xalapeña actual. Tanto las tocadas de rock como los fandangos son eventos que se repiten con regularidad en la ciudad, y son parte del paisaje sonoro y cultural xalapeño. La creciente dispo nibilidad de instrumentos y otros insumos por medio de redes, además de la posibilidad de anunciar eventos, compartir grabaciones, investigar, estudiar y enta blar conexiones interpersonales utilizando los medios digitales de hoy en día han alimentado estos fenómenos y contribuido a su permanencia y reproducción.2
Es evidente que la elección de ambas escenas implica no incluir por ahora otras expresiones musicales que también habitan la noche, por ejemplo, las de jazz, salsa o reguetón, que cuentan con sus propios públicos y lugares de consumo y realización. Con todo, nuestro objetivo no es elaborar una taxonomía de las formas en que la población urbana local experimenta la música en cuanto actividad nocturna, sino entender cómo tales experiencias producen nocturnidad de manera diferenciada. Por eso, consideramos que es útil concentrarnos en estos dos casos que, a pesar de ocurrir de modo simultáneo en el mismo entorno urbano, presentan particularidades que merecen exploración. La comparación entre ellos, por lo tanto, nos obliga a evitar generalizaciones o sobredeterminaciones -generacionales, tecnológicas o regionales- y, en cambio, a buscar las posibilidades de autonomía que muestran las prácticas culturales y sus sujetos, públicos o comunidades en el ejercicio multifacético de procesos específicos.
Dos escenas musicales: semblanzas
Las prácticas roqueras en la ciudad comenzaron a asentarse entre finales de los años cincuenta y los primeros años sesenta del siglo pasado. Es decir, llegaron en su versión del estilo rocanrol, muy difundido entonces por las industrias culturales de la época: radio, disco, cine, televisión. En Xalapa, puede trazarse una trayectoria de grupos, espacios y públicos locales que iría desde 1960, con la emergencia de agrupaciones como Chicos Malos, Jetters, Strangers, Golden Kings, Zippers o Los Beckets, pasando por la conformación de la cultura rock y sus bandas xalapeñas, como Los João, Papa’s New Band, Savage Beats, Soles Brass o La Semilla del Amor, hasta ver desfilar una larga lista de bandas y estilos roqueros desde los años setenta hasta la fecha (Ávila Landa, 2001). Todas esas agrupaciones encontraron o generaron espacios propios para presentar su música, contaron con seguidores y constituyen parte de una comunidad roquera local compuesta por generaciones, estilos y prácticas culturales, a veces compartidas, entre las cuales la tocada de rock es fundamental.
Por su parte, la escena del fandango y del son jarocho -expresiones culturales asociadas anteriormente con ámbitos rurales- comienzan a asentarse de manera protagónica entre la diversidad musical de la ciudad hacia mediados de los años noventa del siglo XX, en el marco del proceso de revitalización cultural denominado movimiento jaranero, a su vez nacido hacia finales de los setenta en diferentes puntos del sur del estado y en la capital del país (Ávila Landa, 2008). El parteaguas en este sentido fue un festival de grupos de son jarocho realizado con apoyo institucional en el céntrico Patio Muñoz, en el que participaron grupos y músicos avecindados en Xalapa, así como otros visitantes de las diferentes localidades de la región Sotavento, de donde es originaria esa manifestación.
Ese arribo cultural tuvo que ver en gran medida con la inmigración -temporal y definitiva en algunos casos- de jóvenes provenientes del sur de Veracruz, quienes han recreado su cultura sotaventina o jarocha, la que además difunden mediante talleres donde se enseñan la música, el baile del zapateado, la construcción de instrumentos del género (una variedad de jaranas) y la celebración de fandangos. En este enraizamiento local fue relevante el grupo Son de Madera y sus miembros: Ramón Gutiérrez Hernández, Laura Rebolloso, Tereso Vega y la bailadora Rubí Oseguera Rueda, entre otros. Al mismo tiempo, ha sido importante el flujo migratorio constante que trae a la ciudad a jóvenes sotaventinos que retoman la estafeta dejada por esos precursores del asentamiento jarocho. Todas ellas y ellos han sido fundamentales para el sostenimiento en el tiempo y para la actual vigencia de esa escena jarocha, durante algo más de treinta años.
Panorama de la electrificación en Veracruz
El primer interrogante sobre el tema tiene que ver con la temporalidad de ambas escenas musicales. Si el rock nace como hijo de la edad eléctrica, como veremos más adelante, el fandango y el son jarocho tienen una historia que no sólo antecede la infraestructura eléctrica en la entidad, sino que remite a los siglos de la Colonia, al surgir en un mundo que todavía era primordialmente rural. Durante ese tiempo, los fandangos en Veracruz se convocaban por invitación verbal y, al arranque del evento, se lanzaban cohetes para anunciarlo y guiar a las personas en zonas colindantes o a las que se encontraban en camino, para localizar el sitio de la fiesta.3
Iluminada por ceras, faroles y fogatas que contrastaban con la oscuridad del entorno fuera del espacio festivo, la comunidad celebrante se juntaba alrededor de la tarima para escuchar a los músicos y versadores, observar en el baile a las mujeres y parejas mixtas (dependiendo del son tocado), intercambiar papeles con ellos, platicar, comer, tomar bebidas embriagantes y realizar otras actividades festivas hasta la madrugada del día siguiente. Tal como ahora, en el fandango destacaban las voces fuertes, el rasgueo y requinteo de los instrumentos de cuerda, los golpes del zapateo que no requerían ninguna amplificación para ser escuchados y entendidos. El conjunto funcionó para delimitar un espacio y un tiempo humanos dentro de la noche oscura, propiedad en otros momentos de entes como animales depredadores, nahuales, chaneques y espíritus del monte.4
La introducción de la luz eléctrica, junto con otras tecnologías imbricadas en el amplio concepto de modernización y modernidad promovido en México durante el porfiriato, lleva consigo complejidades culturales que, como señala Diana Montaño (2021), apenas recientemente se han vuelto objeto de estudio académico. En su investigación sobre la electrificación de la Ciudad de México, Montaño argumenta que este fenómeno “se entrelaza con otras historias de la ciudad, en las elecciones que los capitalinos hicieron en la transformación de sus espacios, y en los flujos trasnacionales de capital, maquinaria y técnicos” (2021).5 De manera similar, Edna Hernández se enfoca en las repercusiones sociales y culturales de la introducción de la luz eléctrica en la ciudad de Puebla entre 1888 y 1910, y nota que, en ese periodo,
el alumbrado eléctrico es observado como un avance técnico sin precedentes que implica una nueva organización y gestión del servicio al interior de la municipalidad y en segundo lugar que dicho servicio contribuye también a la configuración de nuevas prácticas sociales, de actividades nocturnas, así como una deambulación nocturna y una intensificación de práctica del espacio urbano durante la noche (Hernández, 2015: pár. 3).
Estas apreciaciones también son relevantes para la ciudad de Xalapa, centro urbano regional que creció en el siglo XIX en torno a actividades mercantiles e industriales, así como políticas y administrativas, al fungir como capital estatal. Como a otras entidades de la república mexicana, en los inicios, la electricidad llega a este estado de manera parcial y dispareja. Primero a las zonas industriales, como Orizaba, que en consecuencia iba a conocer antes que otros lugares los entretenimientos que la luz eléctrica facilita, por ejemplo, el cine. En el siglo XX, el alumbramiento se encontraba instaurado en la vía pública de Xalapa; una placa en la calle de Lucio, esquina Enríquez (la primera cuadra del centro histórico), alude a su instalación en 1926 como un proyecto del ayuntamiento y la población del centro, y sabemos del papel fundamental que figuras como el empresario William Boone o el gobernador Heriberto Jara tuvieron en la modernización de la ciudad a través de esta transformación tecnológica.6 Aunque en un principio el suministro de luz tenía horarios limitados, con el tiempo se fue extendiendo hasta constituir un cambio esencial en cómo se vive la noche urbana.
A inicios de la década de los sesenta, el teórico canadiense Marshall McLuhan habló de la luz eléctrica como “información pura”, un “medio sin contenido” en sí, aunque puede servir como plataforma para posibilitar otro medio, como el cine o la radio (1996: 30). Su argumento era que, si bien la luz se utiliza para iluminar una intervención quirúrgica o un partido de beisbol (ejemplos suyos), una cena o un concierto (ejemplos nuestros), su impacto va más allá de estas actividades. Desde la iluminación de avenidas y jardines, la instalación de nuevos sistemas de transportación y comunicación, hasta la extensión de los sentidos -otro concepto macluhaniano- mediante la ampliación sonora y la proyección de imágenes, la red eléctrica transforma nuestras experiencias del tiempo y el espacio de manera mucho más amplia.
Por supuesto, la necesidad de alumbramiento en la noche surge con la industrialización y la urbanización, para ampliar los horarios laborales y permitir una división espaciotemporal que rompa con los ciclos agrícolas y naturales, incluso con los calendarios rituales y religiosos, ya que se reduce la duración de las festividades tradicionales para acomodar la jornada y la semana laboral capitalista. Pero, complementario a este esquema expandido, ejemplificado por la fábrica con sus múltiples turnos y sus relojes checadores, también se desarrollaron espacios específicos de consumo, diferentes de los del trabajo, aunque dichos espacios también requieren la labor de varias categorías de personas, por ejemplo, quienes preparan y sirven alimentos y bebidas, quienes entretienen con música y espectáculo, el trabajo sexual, del transporte y de limpieza, entre otras. Nuestro interés aquí, sin embargo, es la división del tiempo, que fractura el calendario en semanas que, dentro del tiempo lineal del pensamiento moderno occidental, recuperan una especie de ciclo, siendo el tiempo cíclico el que está íntimamente relacionado con lo ritual. De hecho, es la ritualidad de las prácticas del rock y del fandango lo que las convierte en objetos de estudio comparables y medibles en términos de su relación con la noche, como veremos en breve.
El orden temporal y la vida nocturna
La sucesión del día y de la noche, de días segmentados en 24 horas, es un tiempo cronometrado, de carácter social y cultural. Allí se representan diferentes formas, sustancias, fenomenologías: relaciones, acciones, interacciones, estructuras dinámicas y cambiantes, actores y prácticas colectivas. Cabe plantear que la construcción del orden temporal en ciclos -milenios, siglos, años, meses, semanas, días, horas, además de quincenas, vacaciones o temporadas especiales, como la navideña o de Todos Santos- se debe en gran medida a la posibilidad de alumbrar la noche, que da paso a la vida nocturna, a las variadas y complejas nocturnidades. Socioculturalmente, no es lo mismo si hablamos de las nocturnidades de los lunes o de los viernes y sábados, donde estos últimos son los preferidos en el presente urbano local para la realización de las prácticas bajo consideración.
A partir de una antropología de la noche, es posible agrupar las noches -a modo de una tipología hermenéutica-, según conjuntos de noches frías, templadas y calientes. Al conjunto domingo-lunes-martes lo denominamos un orden de nocturnidad frío, en el que, haciendo una generalización, predominan actividades de reparación o descanso, o cuando menos un imaginario de una estructura para el reposo. El conjunto miércoles-jueves lo denominamos de orden de nocturnidad templado, pues, durante ese periodo, vemos el inicio de una mayor cantidad de actividades nocturnas de orden social o de sociabilidad moderada: diversión, recreación, e incluso de planeación del “fin de semana”, que es cuando crece la oferta sociocultural urbana xalapeña. En cambio, el conjunto viernes-sábado presenta un orden de nocturnidad caliente, marcado por una actividad social notoriamente configurada en torno a acciones festivas, de sociabilidad “intensa”, de mayor gasto de energías: eléctrica, económica, anímica, performática, y favorecedor del gregarismo urbano, en el que las modernas identidades colectivas se renuevan.7
Esto no es un régimen de división total o definitivo, sino apenas una propuesta para pensar en ciertas actividades colectivas de la nocturnidad urbana. Desde luego, hay dinámicas socioculturales existentes du rante todas las noches de la semana (mes, año, etcétera), como las orientadas a la vigilancia, la atención médica, el traslado laboral, las actividades mercantiles. Todas ellas componen campos simbólicos, de producción de sentidos, valores, normas y acciones de carácter cultural y social. No obstante, aquí nos enfocamos en el orden que llamamos caliente, por ser el propicio para acercarnos a la producción de nocturnidades marca damente culturales, identitarias y, a su manera, juveniles.
En este orden, la noche rock y la noche fandango son formas particulares de ser y de recrearse. Coinciden en ser manifestaciones a todas luces juveniles en Xalapa, aunque, al haber tenido presencia durante varias décadas, hoy se configuran como eventos multi- e intergeneracionales que revelan su constante actualización. Ambas también han sido fuente de encuentro de la nocturnidad xalapeña, y de cultivo de identificaciones que generan pertenencias a comunidades en incesante recreación de sus prácticas sustantivas -la tocada roquera y el fandango jarocho-, articuladas con y como culturas musicales mediante acciones/formas también distinguibles. Aunque es posible encontrar ejemplos de acercamiento en lo musical entre el rock y el fandango, no componen escenas ni dinámicas colectivas integradas ni en permanente contacto, sino que se presentan apenas como búsquedas, experimentos sonoros que no han trascendido en el sentido de desarrollarse como líneas identificables dentro del mundo musical local ni en el externo a Xalapa.
Establecido esto a grandes rasgos, aterrizamos sobre dos formas de experimentar y producir la nocturnidad: roquear y fandanguear. A pesar de que, de inicio, localizamos los orígenes de estas formas en épocas diferentes -una a mediados del siglo XX, la otra a lo largo de los siglos correspondientes a la presencia europea y africana en tierras veracruzanas-, su asentamiento en Xalapa tiene otros puntos de origen, y el fandango jarocho es el elemento más reciente, como ya se ha señalado. Es decir, pese a que lo jarocho ha sido acogido por autoridades e instituciones locales como elemento de una presunta “tradición” regional o estatal, en términos temporales, su adopción como fenómeno xalapeño es en realidad menos arraigada que el rock. Al mismo tiempo, es posible identificar momentos específicos en que uno u otro fenómenos han gozado de mayor vigencia en cuanto los espacios, los públicos y la difusión.
Como sea, resulta interesante la coexistencia de las dos escenas en décadas recientes en cuanto po sibilidades recreativas e identitarias, en una ciudad caracterizada por el constante impacto de la llegada de personas e influencias externas, así como la vocación estudiantil, musical y cultural predominante, al menos en cierto imaginario y cierta práctica social. Apuntaremos unas breves líneas sobre cómo se presentan a nuestra observación las fenomenologías roquera y fandanguera. Por ello, proponemos abonar a dimensiones tales como sus performances, espacialidades, sensorialidades e imaginarios/idearios, con el fin de dibujar trazos de esos dos modos de producir nocturnidad.8
El rock quema la noche
La canción “Bienvenidos”, escrita e interpretada por el español Miguel Ríos en 1982,9 se ofrece como una articulación poética de algunos de los elementos de la nocturnidad roquera que la distingue de otras.
Buenas noches bienvenidos
hijos del rock ‘n’ roll
los saludan los aliados de la noche
Bienvenidos al concierto
gracias por estar aquí
vuestro impulso nos hará seres eléctricos
En esta letra, se plantea la existencia de una comunidad imaginada explícitamente en relación con la noche y la luz eléctrica, interpelando a quien la escucha como integrante de esta comunidad, por procedencia (hijo del rock ‘n’ roll), afinidad (aliado de la noche) y, además, como coconstructor de la condición ontológica del performer, cuyo cuerpo es susceptible a ser electrificado por la energía transmitida a través de una colectividad. Esto se explicita en otros versos de la canción, por ejemplo,
Ayúdanos a conectar
sólo por ti el rock existirá
[…]
Necesitamos muchas manos,
pero un solo corazón
para poder intentar el exorcismo
Abrir vuestras mentes,
llenaros con un soplo de rock
que desalojen los fantasmas cotidianos
La intención ritual es clara en las propuestas de hacer un exorcismo y de desalojar fantasmas; además, es algo que se hace en colectivo: la unión haciendo la fuerza, una fuerza cohesionadora que en este caso es explícitamente eléctrica. Ríos, ya para ese entonces un avezado roquero, logró difundir una especie de himno que sonó mucho en la radio, que animó bares, discotheques (discotecas) y otros espacios de consumo cultural juvenil.
Cabe situar “Bienvenidos” en el contexto del rock en español, en particular la ola del rock en México de los años ochenta, la década de su reemergencia después de lustros de haber permanecido subterráneo, periodo durante el cual la asociación rock-juventud fue valorada socialmente como algo negativo que debía prohibirse. Recordemos que, a partir del festival de Avándaro en el Estado de México en 1971, se experimentó una especie de ostracismo cultural al que fue empujada la expresión juvenil y roquera. Tal condición estaba asociada con la criminalización de las juventudes en la represión de las resistencias del largo 68, aunque también con el purismo de la izquierda que rechazaba las huellas del imperialismo que percibía en la comercialización del rock internacional y, más aún, en su “nacionalización” (cantarlo en español, lo que significaba su apropiación con sello mexicano).
Al regenerarse con nuevos bríos, para convocar a nuevas generaciones de participantes en potencia, el rock presenta entre sus canciones ésa que destaca por su asociación noche-electricidad-colectividad. “Bienvenidos” tiene la fuerza de representar y refundar la afinidad juvenil mexicana del momento con el rock, ahora declaradamente cantado en español. En la visión de Ríos, el rock ofrece pertenencia, comunidad, hermandad (que luego capitalizará Caifanes de modo sui generis);10 además, creará al roquero como un ser intenso, encendido, iluminado e iluminante: un ser eléctrico, una experiencia que en su electrificación anima y une a la comunidad roquera.
El rock no sólo abarca la luz eléctrica para cons truir el escenario o para amplificar, sino que el sonido es en sí eléctrico: se usan cuerdas metálicas, se emplean efectos como el feedback o rebote, la distorsión, etcétera.11 El micrófono hace posible cantar de un modo que acorta distancias entre boca-emisor y oídos-receptores: los susurros al estilo de Jim Morrison, o el tono plano de Nico con Velvet Underground, por ejemplo. Como muchas otras músicas, hay una diferenciación espacial y creativa entre los músicos y el público; sin embargo, esta barrera puede transgredirse. Hay una activación sensorial del cuerpo del performer y el cuerpo de quien asiste, el primero individualizado y el segundo colectivizado, vuelto masa. Cobran relevancia elementos más allá de lo musical, como el sudor, la oscuridad con luz selectiva, el olor a alcohol y a humo (cigarro, mota), ahora prohibido en los espacios nocturnos, pero antes omnipresente. Se aprecia un volumen más alto que lo necesario que hace vibrar los cuerpos, no sólo los oídos.
No es novedoso, pero sí trascendente, señalar cierta semejanza con un rito religioso con sacerdote y feligreses, en contraste con el fandango donde los papeles son relativamente intercambiables, dentro de una normatividad establecida. A diferencia de las músicas consideradas bailables, la pareja heteronormativa no es el enfoque simbólico del evento, aunque bien puede haber tanto baile como ligue; empero, la energía sexual converge con la eléctrica en los cuerpos que son receptores de las ondas electromagnéticas. Por eso el baile roquero es amorfo, sea que ocurra o no en cualquier parte del espacio, mientras en el fandango el baile, junto con la música, activan la tarima como centro espacial-conceptual de la experiencia.
Estas descripciones generales deben ser matizadas por un registro más puntual de aspectos particulares como la dimensionalidad, ya que el evento roquero asume diversas dimensiones. Puede ser recreado por grupos pequeños, en espacios caseros o antros de tamaño modesto como los que proliferan en Xalapa, pero también puede llegar hasta conciertos masivos que llenan estadios con cuerpos y efectos tecnológi cos amplificados al máximo. En términos sensoriales, proponemos que el rock quema la noche a través de la velocidad y la intensidad, el volumen, la saturación y la extenuación corporal; hay un uso y un desgaste rápido de la energía, la rendición rápida de la emoción a la experiencia roquera.
Quizá es paradójico reconocer el nivel del control implementado en los conciertos desde hace tiempo, debido a que la potencia del rock para desencadenar una libertad anárquica se ha manifestado en ocasiones con resultados destructores, llegando incluso a la muerte.12Performáticamente, el cuerpo se intensifica de modo individual y colectivo al mismo tiempo. El ambiente eléctrico, volviendo a McLuhan, posibilita la experiencia independiente de los contenidos musicales, aunque éstos pueden ser más o menos virtuosos o ruidosos. El efecto es de catarsis, y si bien el resto de la noche después del concierto puede ocuparse en actividades sociales de consumo en pequeños grupos, parejas, incluso en solitario, lo probable es que el día llegará a poner fin al encanto, abriendo paso al agotamiento del cuerpo después de la internalización de la noche caliente, una vez incinerados temporalmente con el rock sus estímulos y sus intensidades.
El fandango arrulla la noche
El fandango, fiesta comunitaria vinculada con el género musical llamado son jarocho, es la expresión musical y bailable propia de la región cultural Sotavento, misma que hoy en día se extiende por el sur del estado de Veracruz y por municipios vecinos de los estados de Oaxaca y Tabasco. Su historia, como hemos indicado en páginas anteriores, abarca más de tres siglos; sin embargo, desde finales de los años setenta del siglo XX ha vivido una suerte de renacimiento debido al trabajo de promoción y gestión por parte de actores individuales y colectivos, de la sociedad civil y de instituciones públicas de la cultura, que lo han llevado más allá de las localidades y subregiones que conforman el Sotavento, para enraizarlo en diferentes ciudades del propio estado de Veracruz, así como en otras ciudades del país y del extranjero (Ávila Landa, 2008; García Díaz, 2022).
El son jarocho es parte de la gran familia de sones de México, pero entre sus características está el tocarse, no sólo, pero sí principalmente, con los instrumentos de cuerda llamados jaranas.13 Sobre bases musicales por lo general sencillas, cada son tiene su letra tradicional y su propia forma de cantar y tocar, a la vez que se abre, en algunos casos, a variaciones, incluyendo la improvisación. Cabe subrayar que la recuperación del son jarocho, desde su inicio, ocurrió junto con la del fandango. Esta fiesta se desarrolla alrededor de una tarima que, al tiempo que se tocan los sones, se percute mediante el baile del zapateado que se integra a la sonoridad general como un sonido y un instrumento más en la música del fandango. Los bailes de zapateado son de dos tipos: de montón (bailado por mujeres) y de pareja (mixtos). En esa represen tación, los sones duran un tiempo indeterminado y los versos que se van cantando corresponden al son que se ejecute, a la vez que en ellos cabe también la improvisación por parte de las y los versadores (cantantes). La duración de cada son depende, por lo tanto, de la creatividad, entusiasmo y energía de las y los participantes.
Unas páginas atrás hablamos de los orígenes rurales del fandango, anterior a la luz eléctrica. En aquel contexto, el alumbramiento era mínimo y la música no requería amplificación para ser escuchada por toda la gente presente e incluso percibida desde distancias más o menos largas, por la tranquilidad de la noche no interrumpida por los ruidos del tráfico y otros propios de la urbe. En la ciudad, el fandango es otro, pues, en lugar de arraigarse en espacios de organización social como la ranchería, el solar familiar, la hacienda, el atrio de la iglesia, etcétera, se realiza en sitios que se convocan mediante redes de afinidad, es decir, de una comunidad fandanguera que procura este tipo de eventos como una forma de recreación y sociabilidad.
En términos de su nocturnidad, sin embargo, el fandango urbano se adapta a las circunstancias ci tadinas, pero no cambia demasiado su manera de vivir la noche. Abre con el tradicional son del Siquisirí y dura el tiempo que permita el sitio de su realización, ya que suelen imponerse los horarios del espacio urba no.14 Es notorio que prescinde de la luz eléctrica como componente sustancial de su configuración. Aunque a veces el motivo que lo organiza es un concierto de algún grupo sonero de renombre dentro del movimiento jaranero, hay que destacar que, cuando termina ese evento formal para pasar a la celebración del fandango, se deja la electricidad, el uso de sistemas de microfoneo, amplificación y ecualización. Allí la luz es sobre todo para alumbrar el espacio donde ocurre el evento del canto, la música y el zapateado; por lo que ocurre una especie de deselectrificación relativa del fandango.
Este fandango urbano, de igual modo que los rurales de antes, no quema sino arrulla la noche. No se intensifica con el paso de las horas, para llegar a la catarsis, como hemos visto en el rock. En cambio, la energía colectiva se administra bajo la lógica de la distribución de la participación entre las y los integrantes del público fandanguero. Aunque hay un núcleo de músicos que sirven de guía para encauzar el fandango, suelen tomar ese rol las diferentes personas que asisten: mientras algunas se retiran momentáneamente, otras asumen la continuidad del evento. Y esto ocurre con los demás elementos que conforman el fenómeno: el zapateado y el canto. A lo largo de su desarrollo, hay pausas, así como un constante intercambio de papeles entre participantes, ya que las mismas personas pueden tocar instrumentos, cantar, bailar, recitar décimas o bien descansar y acompañar como público. También hay intercambio de comida y bebida, ya que la comensalidad es relevante en la construcción del sentido comunitario. Este manejo energético es lo que permite el alargamiento de esta fiesta, a diferencia de la tocada roquera.
Por cierto, el entorno xalapeño fuera del lugar del fandango ya presenta otros peligros, como la policía y la amenaza delincuencial, y habría que preguntar cuáles son las modalidades de cuidado, si existen, que hayan surgido entre las y los asistentes tanto del fandango como del rock, sobre todo ante una nueva conciencia social en torno a las violencias de género.15 Por otra parte, el fandango actual integra nuevas tecnologías y formas de comunicación como la convocatoria por redes sociales, la grabación y transmisión en vivo del evento con celulares, el uso de afinadores eléctricos en los instrumentos, etcétera. No obstante, la finalidad sigue siendo la recreación de una comunidad imaginada vinculada con “la tradición” y una nocturnidad que apela a los ciclos naturales y a las posibilidades de convivencia no regida por intercambio monetario -aunque hay compra y venta en el lugar y con antelación, por ejemplo, instrumentos, zapatos, ropa típica, discos, clases y talleres. Además, a veces hay cobro de entrada para quienes llegan como espectadores y no suelen participar en la producción de música o baile.16
Volviendo a la tipología que nos interesa desarrollar de los fenómenos, podemos distinguir que, en términos de su dimensionalidad, el fandango es de alcance pequeño y medio, nunca masivo: lo cual detona preguntas como, ¿cuál es el mínimo de participantes para constituir un fandango?, ¿cuáles son los máximos conocidos? Por lo común, oscilan entre treinta y cien personas, aunque puede haberlos con más de esta cantidad. El tamaño de la tarima o las tarimas es variable y delimita la participación bailadora, ya que el número de parejas que bailan al mismo tiempo será en función de ese espacio; y es de suponer que el número de personas tocando instrumentos no va a exceder en demasía la franja radial en torno de éste.
En cuanto la sensorialidad, podemos destacar la prevalencia del oído; debido a la duración -usualmente larga- de los sones, hay amplia oportunidad de experimentarlos en sus diversas dimensiones: musical, lírica, bailable y vocal. También hay un aspecto visual importante, asociado sobre todo con el baile, y hasta cierto punto con la indumentaria folclorizada o regional.17 Además, hay algo de potenciación de la experiencia activada por los consumos; cabe destacar la institucionalización de los toritos artesanales como bebida de preferencia, y los tamales, pambazos y otros antojitos como la comida que por lo general se pone a la venta. A diferencia de la tocada, el fandango recrea, actualiza y continúa la práctica de la convivencialidad dada o posibilitada por la implicación de los sentidos en una inmersión sensorial integral de nocturnidad.
En cuanto al performance, es evidente que no recae sobre un actor o grupo de actores en particular, sino que se genera ritualmente, desde el cuerpo colectivo de las y los participantes, en la instrumentación, la acústica, la lírica y la tonalidad de las voces cantantes, la participación por parejas bailadoras en número “controlado”. Quizá lo más interesante es el imaginario o ideario fandanguero, que gira en torno a una idea de tradición recuperada, derivada de la ruralidad; una práctica que se autoconstruye como comunitaria -aun cuando se realiza entre gente en gran parte desconocida entre sí-, que se entiende como oposición frente a la cultura dominante de consumo basada en productos de manufactura masiva, sean musicales -la industria discográfica comercial recién migrada a las plataformas de streaming- o bebibles, comestibles, ropa, etcétera.18
Reflexiones finales
De cierto modo, este rechazo de patrones culturales dominantes emparenta el fandango con el rock, que desde los años sesenta también se perfila como esce na oposicional, no en la reconstrucción de prácticas o comunidades tradicionales, sino en la articulación de discursos de ruptura y rebeldía que sostienen otra formación comunitaria que podemos denominar, siguiendo a Miguel Ríos, aliados (aliadas, aliades) de la noche. Porque, como hemos procurado mostrar, es en la nocturnidad producida como evento espaciotemporal que se reúnen los elementos que dan identidad a la experiencia roquera.
Lo paradójico es que, hoy en día, ambas prácticas, por muy distintas que puedan ser, son parte del varia do panorama cultural de la ciudad. Cada escena, con su propia lógica, es al mismo tiempo parte de la lógica capitalista de construir escenarios “culturales” de ocio y consumo -definidos en oposición al escenario laboral- y habilitada, en parte, por la infraestructura eléctrica. Así que ambas participan en la nocturnidad general urbana y están rodeadas por los mismos peligros en potencia: inseguridad, violencia, represión policiaca, entre otras. También, para algunas personas, los consumos de alcohol y drogas las igualan. La prevalencia del llamado omnivorismo cultural, sin embargo, no impide que el rock y el fandango sostengan sus propios perfiles y dinámicas con respecto al espacio y el tiempo, los cuerpos y el desenvolvimiento de las noches, experimentadas desde o enfrente de un escenario electrificado, desde o alrededor de una tarima.
A su vez, el acercamiento aquí propuesto parte de la noción de la nocturnidad que se diversifica de varias formas, incluyendo una división de la semana citadina en conjuntos de noches frías, templadas y calientes. Las actividades roqueras y fandangueras no pertenecen a la noche como un constructo espaciotemporal absoluto, sino que ocurren mayoritariamente en lo que hemos nombrado el orden de nocturnidad caliente, donde hay una intensificación de prácticas relacionadas con lo festivo y la sociabilidad. El dato es significativo en particular cuando consideramos la recreación del fandango en el contexto urbano actual, ya que su apego a los ritmos de la sociedad local-global representa una divergencia importante de la práctica antigua y rural que pretende recrear. Al mismo tiempo, ubicar ambas escenas en el orden temporal caliente permite visibilizar sus distintas maneras de administrar energías humanas y no humanas, sea arrullando o bien quemando la noche.
Si, como dijo McLuhan, los medios nos rodean de forma invisible mientras nos enfocamos erróneamente en sus contenidos o mensajes explícitos, los estudios de la noche y de las nocturnidades nos permiten ampliar la mirada para abarcar la multidimensionalidad del ámbito nocturno y las múltiples maneras de “performar” y ejercitar sociabilidades musicalizadas en la ciudad.