En el mundo contemporáneo, indudablemente, la génesis de una nueva relación de los jóvenes con la nocturnidad en Occidente comienza con el anuncio del triunfo definitivo de la luz sobre la oscuridad. La presencia del alumbrado público y eléctrico sobre la penumbra, las lámparas de gas y las velas marca un hito. Los recuentos sobre la vida nocturna en ciudades del siglo XX deben tener en cuenta el impacto de la luz artificial en las actividades nocturnas, su influencia en la transformación de éstas, la recodificación de los espacios-tiempos y la revolución de las prácticas relacionadas. Asimismo, deben tenerse en cuenta las nuevas expectativas y comportamientos de diversos grupos frente a la oscuridad.
Como algunos autores señalan, la nocturnidad (es decir, las prácticas durante la noche) debe ser considerada una manifestación cultural, una categoría de análisis y, por lo tanto, una trama entre una serie de urdimbres que han contribuido al tejido de las prácticas nocturnas e, inclusive, materialmente, han influido en la aparición de espacios de funcionamiento exclusivamente noctámbulo. Para comprender los cambios de la nocturnidad del siglo XX, en particular en la vida nocturna urbana, es necesario examinar la continuidad o ruptura de antiguas prácticas sociales en relación con una sociedad específica y la oscuridad. También deben examinarse las transformaciones en la composición poblacional, los ritmos laborales y la legislación en torno al trabajo nocturno, así como la industrialización, la migración, el crecimiento de las ciudades y la segregación social. No debemos olvidar las normativas de género y edad, que influyen en la consolidación de la juventud y en la aparición de nuevos sujetos sociales (Briseño Senosiain, 2017).
El caso mexicano -en cuanto a la especificidad del espacio-tiempo en la configuración de las prácticas nocturnas y su regulación- ha sido poco ilustrado. La Revolución mexicana y, en concreto, los diversos proyectos posrevolucionarios llevaron consigo la articulación de nuevos valores, dinámicas sociales, discursos visuales y, por supuesto, retóricas nacionalistas enmarcadas, incluso, en la planeación y el ordenamiento urbano. De acuerdo con la reflexión del politólogo Robert Williams (2008: 515), la noche constituye un espacio-tiempo de resistencia y transgresión distintivo en relación con el ordenamiento diurno. Dicha di mensión, por un lado, denota un continuum respecto a los temores sociales “primitivos” sobre la oscuridad, los cuales se reflejan a su vez en la implementación de normativas adaptadas a nuevos escenarios y actores urbanos contemporáneos. Las observaciones del historiador inglés Alan Knight contribuyen a evaluar la pertinencia de dichas reflexiones para el caso mexicano. De acuerdo con él, la aceleración de políticas sociales, educativas, higienistas y laborales propuestas durante el porfiriato (1877-1880, 1884-1911), la aparición o integración de sujetos y la efectividad en las formas de movilización y visibilidad de sectores sociales, por ejemplo, los adolescentes (Meza Huacuja, 2022) y grupos marginados anteriormente, como obreros, indígenas, mujeres y jóvenes (Knight, 1994: 393-394), contribuyeron a la recomposición del espacio nocturno en los años posteriores al conflicto armado.1
Algunas preguntas que dan pie al presente ensayo buscan ofrecer una posible respuesta a si la ingeniería social posrevolucionaria, en particular la construcción de prototipos de ciudadanía posrevolucionaria mexicanista, significó una ruptura profunda respecto a las prácticas nocturnas en la primera mitad del siglo XX. ¿La búsqueda de la modernización intervino en ello? En caso de una respuesta positiva, ¿qué elementos contribuyeron a dicha transformación?, ¿hubo algunos otros sectores en pugna? y ¿cuáles fueron sus pro -puestas o soluciones frente a la nocturnidad juvenil, muchos de ellos tradicionalistas?
¿Acaso el crecimiento demográfico, la migración, la industrialización y el engrosamiento de las clases medias en la Ciudad de México favorecieron el cambio en las prácticas de la vida nocturna? De ser cierta la afirmación de Mario Margulis, de que la colonización de la noche por las juventudes fue una característica propia del siglo XX (2005: 16), ¿cuál fue el papel del nuevo Estado mexicano o de otros grupos o instituciones en la normatividad de las actividades nocturnas sobre dicho grupo?
Vale la pena detenerse un momento para destacar una mayor visibilidad y una nueva función social de los jóvenes para algunos funcionarios del régimen posrevolucionario, tal y como queda constatado en algunas investigaciones históricas más o menos recientes (Meza Huacuja y Moreno, 2019). Esta tendencia también se observa de manera difundida en otros casos internacionales (Souto Kustrín, 2007). Al considerar la condición juvenil, es decir, las distintas formas de experimentar la juventud y ser tratados como jóvenes, tanto en un mismo espacio temporal como en lugares distantes, planteo las siguientes preguntas a las cuales ofrezco una respuesta somera, con la esperanza de profundizar en ellas en futuras investigaciones: ¿La imposición de dichas regulaciones y correctivos se basaron en la pertenencia a la clase social del o los individuos, o a la actividad e identidad sexogenérica de los sujetos? ¿Cómo y cuáles fueron las formas de control social para los jóvenes durante el tiempo y el espacio nocturno? ¿Cuáles fueron los usos de los espacios, los procesos de inclusión y exclusión socioespacial entre los jóve nes de estas distintas condiciones?
Mi punto de partida resulta un tanto impreciso debido a los antecedentes que me ha parecido pertinente presentar. Al ubicar la nocturnidad como una serie de prácticas sociales ofrezco un breve resumen sobre aquéllas ancladas en el pasado, fundamentales para entender los temores, usos y costumbres que han sobrevivido o se han transformado en sus nuevos contextos. Además de rescatar la vida nocturna decimonónica, uno de los momentos fundamentales debe centrarse en 1923, que, para Andrés García Lázaro (2015), representa el año de consolidación del alumbrado público eléctrico como parte de la cotidianidad capitalina (García Lázaro, 2016: 71-72). Por cuestiones mayormente formales, me detengo en el denominado “milagro mexicano”, basándome en la propuesta cronológica de Jaime Pensado: 1940 a 1966, definido como un periodo de prosperidad con un incremento del producto interno bruto (PIB) arriba del seis por ciento anual y, por lo tanto, un mayor estímulo al consumo masivo y al engrosamiento de las clases medias (Pensado, 2013: 19).
La propuesta de delimitar el periodo hasta 1967 surge debido a que 1968 fue considerado el zenit de la “rebelión juvenil” por algunos sectores conservadores, etiquetándolo como el “problema estudiantil” (Pensado, 2013: 2). Podría afirmarse, en palabras de Ricardo Pozas Horcasitas, que el movimiento estudiantil de 1968 y la subsiguiente masacre en Tlatelolco representan “uno de los quiebres significativos del intenso siglo XX, cuyos efectos perdurarán durante los siguientes 30 años” (Pozas Horcasitas, 2018: 113).
Debe insistirse en que la exposición del tema que desarrollaré en las siguientes páginas no se referirá únicamente a la subcategoría de estudiante (muy apegada a la noción de clase social), sino que intentará ser inclusivo con el heterogéneo grupo juvenil.2 Lo advierte Margulis al referirse a la noche como el escenario de la fiesta de los jóvenes: “Pese a este esfuerzo por desentenderse del mundo diurno, en la cultura de la noche dejan de estar presentes las formas de dominación y de legitimación vigentes en la sociedad. Predomina la dinámica de la distinción de la exclusión, de las jerarquías” (2005: 17).
Como he sostenido antes, no se pueden pasar por alto otros fenómenos que se conjugan en la transformación de la nocturnidad citadina, como la revolución sexual, que se manifiesta con mayor fuerza desde finales de los sesenta (González Romero, 2021). Este hecho justifica el corte propuesto debido a la asociación entre la noche, la fiesta, la transgresión y la ruptura con los valores tradicionales de la generación adulta. En otras palabras, la nueva izquierda, la movilización estudiantil, el problema juvenil en la primera, y la revolución sexual y cultural contribuirán a consolidar la nocturnidad como un espacio juvenil por excelencia.
Como los lectores pueden observar, mi interés se centra en este periodo “transicional” entre el triunfo lumínico de la ciudad y la presencia dominante del espacio nocturno festivo de los jóvenes. Justifico la selección del espacio geográfico capitalino al consolidarse como el centro de llegada de un mayor número de migrantes del campo a la ciudad, por el atractivo que representó para los estudiantes del interior del país continuar con su educación superior y disfrutar de la oferta cultural (Pozas Horcasitas, 2018: 122) y lúdica. Además, la Ciudad de México se convirtió en uno de los mayores centros lumínicos del país.
Finalmente, considero conveniente alertar a los lectores de que el presente texto es un primer acercamiento a un periodo de transición y recodificación de la colonización nocturna de las juventudes en la Ciudad de México. Hasta el momento, son escasas las investigaciones históricas que abordan el tema para el periodo que propongo. Entre los valiosos esfuerzos por recrear el proceso de iluminación de las ciudades mexicanas pueden verse los trabajos de Lillian Briseño Senosiain sobre las prácticas nocturnas en el siglo XIX; los discursos y actores de los centros nocturnos durante las décadas de 1940 y 1950, de Gabriela Pulido (2018), y la criminalización juvenil de Sara Luna en los cincuenta (Luna Elizarrarás, 2018; 2022). En el transcurso de la investigación, se revisaron archivos históricos y hemerotecas con pocos resultados, no por esto menos sustantivos.3 En ellos pude observar que la condición juvenil de sus actores fue asumida gradualmente hasta la década de 1960, lo que explica que las narraciones sobre los eventos fueran poco detalladas. Mi punto de partida ha sido recurrir a las numerosas representaciones sobre los jóvenes en la noche, en mayor medida a partir de filmes mexicanos en los cuales los sujetos juveniles y el tiempo-espacio nocturnos son elementos centrales en las historias.
Para el análisis de los sujetos juveniles y la nocturnidad tomo como base la célebre película Los Caifanes (1967), del director Juan Ibáñez,4 que sirve como columna vertebral para realizar un análisis retrospectivo. Me parece acertado insistir en que el examen de dicho filme deberá realizarse teniendo en cuenta distintas perspectivas u observaciones -del director, escritores, del púbico de su época y de nosotros como observadores contemporáneos-, incluyendo las influencias culturales y políticas que las subyacen, como tan oportunamente propone Alfonso Mendiola (2005). Y, sobre todo, es pertinente recordar que parto del aná lisis de las imágenes y los diálogos, no como un reflejo intrínseco de la realidad, sino como una interpretación.
Mi base teórica, además de las formulaciones de la historia cultural, parte de las propuestas de los sociólogos Erving Goffman (1981) y Norbert Elias (1989). El primero me resulta útil en relación con la performatividad de la persona a partir de su interacción con distintos “públicos” y espacios diversos. En otras palabras, Goffman aborda la multiplicidad de formas de “actuación” de un individuo, que varían de acuerdo con las normas y códigos de comportamiento socialmente conferidos en un espacio específico y con respecto a un grupo en particular. Sin adelantarme a la exposición, los jóvenes de los distintos sectores socioeconómicos de la Ciudad de México se distinguieron y diferenciaron sus acciones a partir de la interacción con la otredad, esto es, con sus contrapartes y con otros grupos etarios, lo cual se volvió más complejo por un escenario nocturno. Es decir, significado y prácticas en algunos de estos espacios se transformaron, fueron resignificados o “transgredidos” por algunos actores juveniles en el ejercicio de apropiación y transgresión de las normativas diurnas adultas. En ese sentido, la noche, en su dimensión temporal, puede ser discutida a partir del ensayo Sobre el tiempo de Norbert Elias (1989) quien, dentro de su ya definido interés por el estudio de la regulación social, observaba el reloj: aque llos intentos por materializar, leer y organizar los tiempos, como una forma de control social. Esta última premisa nos lleva a repensar a aquellos individuos o comunidades que quebrantan dichas normativas y, en el caso que aquí compete, a los jóvenes como agentes y colonizadores de la nocturnidad.
El texto ha sido dividido en tres partes, todas ellas provenientes de escenas que he considerado destacadas de la película Los Caifanes. En la primera parte realizo un breve acercamiento sobre las juventudes, cuya presencia suministró aún más recelo a la obscuridad y la noche. Las juventudes y la noche fueron concebidas, por su naturaleza, como elementos fácilmente corruptibles. Mi interés es acercar a los lectores a la transformación y las razones que me llevan a esta conclusión en el caso mexicano.
La segunda parte es un intento por recrear el significado del tiempo-espacio nocturno juvenil, en particular en un momento que parece ser primigenio o de conquista, más que de ocupación, como visiblemente fue desde la década de los setenta. En las consideraciones finales, mi objetivo fue integrar a los dos protagonistas del artículo, rescatar aspectos esenciales de Los Caifanes (el filme en sí, tanto en producción, historia y proyección, ha sido objeto de muchas investigaciones y resulta un parteaguas en la producción cinematográfica) y amarrar los posibles cabos sueltos de la investigación que ofrecen una primera respuesta a los cuestionamientos presentados anteriormente.
Por último, me gustaría justificar que Los Caifanes fue seleccionada de entre una serie de películas que trataban, en ciertos momentos, la conjunción entre jóvenes y noche. Sin embargo, en esta abundante filmografía, el papel de la noche era circunstancial y, con respecto a la presencia juvenil, se utilizaba para presagiar una catástrofe. Es decir, salir en la noche era recurrentemente presentado como una lección moralizadora para los jóvenes.
Juventudes nocturnas: un acercamiento a los colonizadores de la noche
La primera secuencia con los créditos de la película Los Caifanes, escrita por Carlos Fuentes y Juan Ibáñez, nos acerca a los contrastes y contradicciones que los espectadores observarán durante todo el filme. La toma enfoca los rostros tristes y resignados de prostitutas y bailarinas de un cabaret “de mala muerte” que, aunque no son jóvenes, han perdido, si es que alguna vez la experimentaron, la alegría de la juventud. La siguiente escena, de manera contrastante, muestra una reunión en la que jóvenes de sectores acomodados vestidos elegantemente beben, bailan y platican al son de un danzón, el mismo que cubre la toma anterior y que proporciona conexión en tiempo y espacio entre ambos grupos. Mientras tanto, un mesero de la misma edad reparte bocadillos.
Entretanto, los coprotagonistas de la película, Paloma (Julissa) y Javier (Enrique Álvarez Félix), se reúnen en torno a un joven con una grabadora, quien se encarga de realizar una entrevista que será guardada para la posteridad. La pregunta en la que se centra la conversación, evidentemente existencialista -filosofía en boga entre algunos sectores en ese momento- se refiere al sentido de la vida. Sin saber qué contestar, Paloma cede la palabra a un joven que responde con una frase fundamental para entender el desarrollo de la historia: “La vida es la metáfora del hastío”. Paloma replica, “Bueno, todos creemos que se debe vivir intensamente”, a lo que su novio ironiza sobre el lugar común de su respuesta, mientras que el entrevis tador plantea una nueva pregunta: ¿Qué es vivir intensamente?
Esta primera escena introduce elementos cruciales para analizar y reconstruir la representación de los jóvenes y la vida nocturna, tanto por separado como en su interacción. Pueden identificarse continuidades con ciertas prácticas nocturnas en México a mediados del siglo XIX, descritas por Briseño Senosiain (2017: 122-123). Estas prácticas incluían reuniones nocturnas o tertulias en hogares de sectores acomodados, sin importar la edad de los participantes. Sin embargo, a diferencia de aquel periodo, para la década de 1960 ya estaba definida la asistencia etaria en estas “veladas”, espacios de encuentro juvenil identificados por edad y posición socioeconómica. En este contexto, es importante entender la construcción de la edad como un concepto social y cultural. Una premisa inicial sugiere que esta clasificación generacional estuvo estrechamente ligada a los esfuerzos de medición propios de la revolución científica, en su sentido amplio de dividir, distribuir y razonar. Además, el capitalismo, el crecimiento poblacional, la industrialización, el desarrollo urbano y el surgimiento de las clases medias contribuyeron a expandir las divisiones por edades, el ocio y la diversificación laboral, facilitando así la ampliación de espacios y grupos de socialización.5
Así pues, la historiadora Sandra Souto Kustrín (2007: 171) señala que la presencia de jóvenes como grupo etario definido y visible en Europa puede situarse entre finales del siglo XVIII y los albores del XIX. No obstante, la redefinición de la adolescencia, prácticamente a principios del XX -considerada por la mayoría de los especialistas como la primera etapa de la juventud- en el mundo angloamericano, contribuyó a intensificar los temores sobre la falta de control emocional y “conductual” en las generaciones jóvenes, inquietudes reforzadas por el auge de la psicología ex perimental (Meza Huacuja, 2022). Esta tendencia se replicaría en México y coincidiría, además, con la reconstrucción de la retórica posrevolucionaria para la construcción de un nuevo y moderno ciudadano mexicano.
No está de más afirmar que esta visibilidad de la adolescencia y la juventud fue consecuencia del aumento demográfico en general (es decir, junto con el de otros grupos etarios) y, sólo en el caso de Estados Unidos, de un incremento “real” de dicho grupo de edad con respecto a otros (Kett, 1977). En México, dicha transición demográfica llegaría más tarde. Pese a que en 1936 el gobierno mexicano promulgó la Ley General de Población, con la cual se impulsó el crecimiento poblacional, el aumento de población adolescente y juvenil fue evidente hasta la década de 1970 (Magaña Fajardo, 2014: 22-23).6 Es decir, al igual que el caso de la adolescencia hasta la década de 1930, la atención que distintos sectores adultos prestaron a los jóvenes en México no se debió a un aumento demográfico de dicho grupo de edad en el país, sino, más bien, a una tendencia masiva e internacional en otras regiones como Estados Unidos y Europa (Meza Huacuja, 2022: 85).
El fenómeno biológico, fisiológico y psicológico de la adolescencia, además de la masificación/globalización de ser adolescente en el siglo XX, justificó la elaboración de políticas educativas, reformas al código legal, la formación de instituciones formativas enfocadas en dicho grupo de edad y la construcción de un nuevo sujeto consumidor mediante la conformación de un mercado de masas enfocado en las y los adolescentes (Meza Huacuja, 2022). En suma, el resurgimiento de la adolescencia acrecentaba la condición inconclusa de los jóvenes, reforzando la autolegitimación de la autoridad adulta sobre dichos individuos que no eran niños, pero tampoco adultos (Morin, 1969: 765). De he -cho, esto justificaría el empalme o cuasisinonimia entre adolescente y joven y, por supuesto, los temores y expectativas sobre ellos.
Un ejemplo del aumento de la visibilidad, del utilitarismo e incluso del temor de/sobre las juventudes puede observarse radicalizada en el viejo continente en la Alemania nazi (Pine, 2017, 82).7 Alrededor de 1934, las bases organizativas de algunas agrupaciones juveniles tradicionales europeas sirvieron como modelo para el establecimiento de asociaciones etarias. A diferencia del voluntarismo de las primeras, las nuevas apelaron, además, a la cooptación obligatoria de jóvenes para la defensa ideológica de su régimen, pero también surgieron otras de libre afiliación a partidos políticos, organizaciones obreras y agrupa ciones religiosas (Souto Kustrín, 2007: 177). La convivencia en el espacio educativo, la ya tradicional identificación como grupo estudiantil y la formación de culturas y otras organizaciones juveniles, con po sibilidades de ser rastreadas hacia atrás (Morin, 1969; Pine, 2017; Graterol Acevedo, Meza Huacuja y Moreno Juárez, 2022), se conjugarían para reforzar la retórica y construcción de la idea del peligro potencial que representaban los adolescentes y jóvenes como sujetos problemáticos para la estabilidad social. Algunas redadas policiales y el peso de las referencias sobre la criminalidad juvenil se dirigían, sobre todo, a los sectores humildes, lo que inclusive traspasaba fronteras nacionales. Pero, en el caso mexicano pueden encontrarse algunos testimonios sobre los pánicos morales contra los jóvenes de clase media en la década de los años cincuenta y sesenta (Luna Elizarrarás, 2022). Dicha criminalización de los jóvenes fue difundida por los medios de comunicación masiva, los periódicos, la radio y el cine (Escalante, 2018).
A pesar de la retórica oficialista, que en México tendía a ser predominantemente homogeneizadora, el trato inicial hacia los adolescentes de clases medias y bajas, así como aquellos provenientes de sectores rurales, indígenas, e incluso mujeres, fue diferencial (Meza Huacuja, 2022). A partir de la década de 1930, los esfuerzos por democratizar, al menos a nivel discursivo, resultaron en una segregación social por clase y la codificación de espacios, incluyendo los nocturnos. Algunos barrios o colonias populares carecían de servicios públicos y eran considerados focos de delincuencia (Luna Elizarrarás, 2022: 312), mientras que el crecimiento de la clase media contribuyó a la construcción y modernización de unidades habitacionales financiadas por el Estado, así como a la expansión y población de nuevas colonias (García Peralta, 2010). Esta situación se hizo más patente y se intensificó con el crecimiento de los sectores medios, marcado por el “milagro mexicano” a partir de 1940, un momento clave que propició una mayor movilidad social y un aumento significativo en la población estudiantil de clase media. Sin embargo, es importante insistir en que dicho grupo social era todavía pequeño, así como aún eran elevados los sectores poco beneficiados por el boom económico mexicano.8
De acuerdo con los censos de población de la Ciudad de México, reportados por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), en 1950 sólo 16 por ciento de los adolescentes jóvenes entre 13 y 24 años asistían a algún centro educativo, mientras que en 1960 este porcentaje se incrementó notablemente, y llegó a 32 por ciento (INEGI, 1953 y 1963). En paralelo, Ricardo Pozas señala que, en 1950, la matrícula universitaria registraba 32 143 alumnos; para 1960, esta cifra se duplicó, alcanzando los 75 434 estudiantes y, al cierre de la década, la población estudiantil ascendió a 208 944 (Pozas Horcasitas, 2018: 121). Resulta des tacable la inauguración de Ciudad Universitaria en 1951, un espacio que a todas luces albergaría a una población juvenil aún más extensa.9
En 1960, 79 por ciento de los estudiantes universitarios de todo el país se encontraban en la Ciudad de México, 50 por ciento de ellos en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y 34 por ciento en el Instituto Politécnico Nacional (IPN) (Escalante, 2014: 17), lo que consolidaba el espacio universitario como un epicentro de transmisión de nuevas ideas, costum bres y prácticas entre el estudiantado de clase media y aquellos jóvenes que aspiraban a integrarse a este grupo. Además, la Ciudad de México era líder en cuanto a la población que realizaba estudios superiores en 1960, y representaba 32 por ciento del estudiantado nacional (INEGI, 1963). Este fenómeno podría estar vinculado, en gran medida, con el bajo índice de alfabetismo, posiblemente exacerbado por la llegada de jóvenes procedentes de otros estados.
Como exploraremos en la siguiente sección, el ámbito cultural y las prácticas sociales no quedaron al margen de las transformaciones y tendencias internacionales. La migración significativa de trabajadores mexicanos hacia Estados Unidos, el intercambio constante de movimientos humanos y la expansión de las relaciones comerciales con el norte contribuyeron a la introducción de personajes juveniles transculturales, como el pachuco (el “papá grande” del caifán) y el “rebelde sin causa”. Además, se gestó la llegada a México de nuevas modas juveniles internacionales, entre las que destacan géneros musicales como el swing y el rock and roll (Pérez Montfort, 2015: 34).
Sin embargo, más allá de las influencias musicales, esta apertura generó cuestionamientos profundos entre algunos jóvenes respecto a la retórica nacionalista y a las estructuras tradicionales, tanto familiares como morales, e incluso agitó los cimientos del mundo del arte entre los nuevos creadores como la llamada Generación de la Ruptura (Pérez Montfort, 2015: 43-44; González Romero, 2021: 10).
Si retomamos el hilo de los acontecimientos en Los Caifanes, podemos observar con claridad la aparición y el contraste entre dos sectores juveniles mexicanos divididos por clases sociales. Por un lado, tenemos a Paloma y Javier, representantes de la clase alta capitalina (los profesionistas) y, por el otro, a los Caifanes, un grupo de jóvenes trabajadores originarios de una colonia popular en la Ciudad de México. Una de las características distintivas de estos últimos es que algunos de ellos trabajaban como mecánicos en Querétaro y estaban de vacaciones en su ciudad natal para disfrutar de la oferta lúdica nocturna de la peculiar Ciudad de México.
La trama se desenvuelve en la oscuridad neblinosa de una noche mágica que sirve de telón de fondo para los eventos que se desencadenan. La lluvia intensa, que marca el comienzo de la narrativa, parece disolver la distancia social entre ambos grupos. Paloma y Javier, resguardados en un antiguo automóvil que encuentran “abandonado” durante un paseo nocturno en busca de un taxi libre, se topan con cuatro jóvenes autodenominados Caifanes: El Azteca (Ernesto Gómez Cruz), El Mazacote (Eduardo López Rojas) y El Estilos (Óscar Chávez), liderados por El Capitán Gato (Sergio Jiménez), propietario del vehículo.
Javier y El Capitán se enzarzan en una pequeña guerra de palabras, donde se enfrentan los matices del lenguaje culto contra el caló de la “barriada”. No obstante, la reacción pacífica de ambos y la curiosidad de Paloma facilitan su “integración” en la noche de fiesta, marcada por la transgresión de normas de género, clase y comportamiento. La escena revela un contraste entre los mundos aparentemente opuestos de Paloma y Javier, representantes de la elite, y los Caifanes, quienes desafían y desdibujan las barreras sociales preestablecidas, creando así una dinámi ca intrigante y llena de posibilidades para el desarrollo de la trama.
El tiempo-espacio nocturno y sus colonizadores juveniles
Según diversos historiadores, las prácticas nocturnas han experimentado transformaciones a lo largo de la historia. De una noche dedicada sobre todo al descanso, con un intervalo de actividad nocturna en la Europa premoderna, la complejidad social de la modernidad y la creciente demanda de servicios contribuyeron a la transformación gradual de las actividades nocturnas. Boticarios, médicos, parteras, conductores de carrozas y posteriormente automóviles, comerciantes, médicos y meseros extendieron sus horarios laborales para satisfacer las demandas de las ciudades en proceso de industrialización (Koslofsky, 2011: 11; Briseño Senosiain, 2017: 31).
A pesar de que el agotamiento por las faenas diarias llevó a que la noche fuera el momento más anhelado para descansar, según Briseño Senosiain (2017), en la Ciudad de México desde la segunda mitad del siglo XIX no era raro encontrar actividad en las altas horas de la noche. Esto ocurría sobre todo en zonas iluminadas de manera artificial y rudimentaria, entre semana, por lo general los miércoles, y los fines de semana para los sectores acomodados con energía y solvencia económica suficiente para costearlas junto con los elegantes atavíos que los acompañaban. Aunque los obreros, militares, tenientes y colegiales también eran partícipes de esta organización nocturna, las clases bajas se unían al placer de la fiesta organizando bailes familiares y de vecindad (Dallal, 1982: 72).
No obstante la llegada de la luz eléctrica y la democratización del ocio y la diversión a otros sectores sociales, la codificación socioespacial y la concepción de las nociones de diversión, disfrute y relajo variaron entre grupos sociales, incluso entre los jóvenes que poco a poco colonizaron el espacio y la fiesta nocturna, un fenómeno que fue gradual pero evidente, en especial a partir del siglo XX. Sin embargo, de acuerdo con Alberto Dallal, en el cambio de siglo las zarzuelas y otras diversiones musicales aderezadas con bailes mexicanos eran en su mayoría visitadas por jóvenes que con frecuencia se involucraban en algún escándalo con alguna tiple (Dallal, 1982: 74-75). Según este autor, el llamado género chico, y la relajación de las costumbres que despertó, trascendió las fronteras de clase y género, acaparando, en no pocas ocasiones, los titulares en los diarios del país (Dallal, 1982: 78-79).
Fue hasta 1920 cuando el famoso Salón México fue inaugurado al unísono de la aparente renovación del ambiente político posrevolucionario. La nueva burguesía comenzaba un ejercicio de renovación social y de internacionalización de los gustos y costumbres al alcance de la “nueva” clase media. Entre 1928 y 1934, precisa Dallal:
En las ciudades mexicanas, principalmente en la de México, surgen antros, centros, tablados, espacios que deben contener las “diversiones” y “placeres” de los nuevos habitantes. Son gente que trae consigo una profunda, arraigada tradición cultural difícil de romper. Los ofrecimientos se multiplican, son productos fantasiosos que ofrecen poco, aunque parezca mucho: música grabada, pistas inadecuadas, alcohol, prostitución, desmadre. La avalancha de clientes entusiasma a los nuevos “empresarios” que en mucho surgen también de las mismas huestes de desplazados [Dallal, 1982: 108].
Gabriela Pulido, señala que los espacios de la vida nocturna, calificada como pecaminosa por la prensa de las décadas de 1940 y 1950 (consideradas por Carlos Monsiváis como sus años de oro), coincidieron con los de colonias y barrios donde décadas atrás se asentaron salones de baile, teatros y cabarés (Pulido, 2018: 39). Es decir, pervivía una codificación de tipo de diversión, virtuosismo (o decadencia), modernidad o tradición, respecto a la clase socioeconómica. Aunque dichos espacios no eran únicamente para deleite de los sectores bajos, su asistencia nocturna era un sinónimo de transgresión, tanto de clase como de normativas diurnas. Por último, es justo afirmar que no poseo datos de que se tratara de un espacio predominantemente juvenil, aunque Pulido ha encontrado que, por ejemplo, la edad de los músicos “pachucos” en los cabarets casi nunca pasaba los 25 años (Pulido, 2018: 354).
En la noche sesentera, trazada en el recorrido festivo de los Caifanes, pueden identificarse algunos imaginarios heredados de la tradición nocturna de la Ciudad de México. La asociación de la oscuridad o penumbra con apariciones, monstruos, ladrones y prostitutas (Briseño Senosiain, 2017), además del anonimato que proporciona la falta de luz, configuraba el escenario ideal para la transgresión que promueve el relajo.10 En el caso de Los Caifanes, los personajes nocturnos de lugares de esparcimiento como cabareteras, meretrices, amantes, empleados funerarios e incluso un Santa Claus alcoholizado forman parte del escenario decadente de la fiesta nocturna. A diferencia de la vida nocturna de los jóvenes acomodados, la de los Caifanes era más íntima, donde valores como la camaradería eran fundamentales.
No es sorprendente que a los antiguos temores nocturnos se sumara el peligro que representaban los adolescentes y jóvenes “modernos”. Temores que, ya señalé, se ampliaron con las movilizaciones estudiantiles, la expansión e influencia de la cultura juvenil, en especial a través de la cultura de masas estadounidense (música, cinematografía, revistas y programas televisivos), el quiebre con las normas morales sexuales y los movimientos contraculturales de los años cincuenta y sesenta (Zolov, 1999; Luna Elizarrarás, 2022).11
El periplo nocturno de Los Caifanes nos evoca el mundo etéreo de Comala de la novela Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo. Al adentrarnos en la descripción formal de la película, se destaca que la mayoría de las locaciones eran reales y contrastaban con los espacios de entretenimiento nocturno para los sectores medios y altos, tal como era representado por la industria fílmica comercial mexicana, incluyendo cafeterías y centros de baile (más tarde discotecas), lugares que servían como escenario para la actuación de actores juveniles populares como Enrique Guzmán, César Costa, Alberto Vázquez, Angélica María y Fernando Luján, por mencionar algunos. Estos espacios, evidentemente, transmitían un mensaje moralista a sus espectadores adolescentes.
En el caso que nos atañe, la diversión de los Caifanes se veía limitada por su bajo nivel de ingresos, y sus destinos eran aquellos lugares con una rica tradición nocturna en la ciudad, aunque difícilmente accesibles para una joven como Paloma. Uno de estos lugares era el cabaré Géminis, de dudosa reputación y también un homenaje del director de la película a Federico Fellini. Según Carlos Bonfil, este cabaret era una metáfora de Ibáñez sobre el inframundo (Bonfil, 2016: 279; Ríos Gascón, 2017). Es relevante señalar la contradicción constante en la representación de las juventudes: la defensa simultánea del tradicionalismo (al cual las clases populares han sido relegadas) y la modernidad (en especial extranjera y de fácil acceso para aquellos que pueden consumirla). En esa época, dicha contradicción se expresaba en términos de danzón/rock and roll y cabaret/discoteca.12 La velada en el Géminis culminó en un altercado provocado por los Caifanes. Después se dirigieron a otros lugares de diversión, incluyendo el icónico símbolo de la Ciudad de México, la Diana Cazadora, que fue escalada y besada por El Azteca y adornada con un sostén y minifalda en un acto de apropiación y colonización. ¿Cuál fue el antecedente de dicha conquista? Una vez instalada la escultura en la esquina de Reforma y Lieja en 1944, algunos sectores conservadores de la sociedad capitalina, representados por la entonces primera dama Ana Soledad Orozco de Ávila Camacho, se escandalizaron por la desnudez de la estatua y mandaron cubrirla con un taparrabo (Ramírez Gómez, 1990: 54). Esta censura finalizó en 1967, año del estreno de la película. La acción de El Azteca caricaturizó aún más la vieja moral y el autoritarismo de la generación de sus padres y abuelos. En la vida real, a los pocos minutos de la acción, la policía de la ciudad, bajo la temida regencia de Ernesto Uruchurtu, llegó intentando, sin éxito, detener al equipo de filmación.
La película concluye con la liberación total de Paloma, quien, además de desafiar desde el inicio la moral procastidad prematrimonial de la época, al admitir sus encuentros sexuales con Javier, rompe de nuevo las normas sociales y de clase al involucrarse con El Estilos sin enfrentar consecuencias negativas, algo poco común en las películas juveniles de la época. La aventura llega a su fin con la entrada de un nuevo día, marcando la separación de Paloma y Javier de sus amigos, los Caifanes, y la liberación sexual de Paloma. Esta última escena es muy significativa, no sólo porque delimita la noche como un tiempo-espacio juvenil donde se difuminan algunas diferencias de clase y género, sino también por la metáfora del amanecer como un cambio de época para las juventudes. Esta metáfora, que puede interpretarse como una premonición, sugiere un cambio de perspectiva sobre las juventudes mexicanas después de la masacre de Tlatelolco en 1968. Como mencioné antes, para Ricardo Pozas Horcasitas, el 68 mexicano representó un punto de quiebre en el México contemporáneo, y desencadenó protestas juveniles masivas de inconformidad contra el gobierno, las viejas costumbres y la autoridad social (2018: 113).
Atando cabos: reflexiones finales
Los Caifanes quizá representa la película mexicana más auténtica y reveladora sobre la juventud y la vida nocturna de la década de 1960. Innovadora para su tiempo y pionera en el cine de aliento, se diferencia de otras películas juveniles mexicanas de la época -como Con quién andan nuestras hijas (Emilio González Muriel, 1956), Twist. Locuras de juventud (Miguel M. Delgado, 1962) y Juventud sin ley (Gilberto Martínez Solares, 1966)- al explorar las desigualdades sociales y revalorar la noche como espacio de libertad juvenil. Los Caifanes desafía el tono moralizador y aleccionador de las “películas para adolescentes” que servían como catalizador social hacia los temores de una aparente juventud desbocada (Luna Elizarrarás, 2022). La película encarna a la perfección la relación que Margulis encuentra entre el espacio-tiempo nocturno y las juventudes argentinas: “La noche aparece para los jóvenes como ilusión liberadora. La noche comienza cada vez más tarde, procurando el máximo distanciamiento con el tiempo diurno, el tiempo “reglamentado”, la mayor separación entre el tiempo de trabajo y el tiempo del ocio” (Margulis, 2005: 15).
Los Caifanes, por sí misma, como la iniciadora del cine de aliento en México, contribuyó a la ruptura con el propagandismo y moralismo del cine nacional. Para sorpresa de sus directores, actores y productores, constituyó un éxito en la taquilla y se mantuvo siete semanas en cartelera, lo que ya indica afinidad entre la historia y su audiencia, pero también un esfuerzo de sus productores por conseguir espacios de proyección (Vidal Bonifaz, 2017: 32-33).
A manera de conclusión, es importante destacar que, durante el “milagro mexicano”, las juventudes continuaron siendo objeto de temores, fortalecidos por la ascensión del adolescente como nuevo sujeto social en el siglo XX. En la década de 1950, los sectores políticos y religiosos rivalizaban por el dominio de la juventud, y buscaban incorporarlos al discurso nacionalista y reforzar las bases sociales e ideológicas de cada uno de sus grupos.
Pese a los esfuerzos de cooptación y control, como la creación gubernamental del Instituto Nacional de la Juventud Mexicana (INJM) en 1950 y las campañas en contra de la música rock durante la presidencia de Gustavo Díaz Ordaz, la transgresión y contestación juvenil siguió siendo objeto de preocupación para el gobierno, la Iglesia católica y los padres de familia. Según José Agustín, muchos jóvenes de los crecientes sectores medios y altos adoptaron con gran entusiasmo algunos elementos de la cultura de consumo juvenil estadounidense (Agustín, 1990: 146-147), que se extendía, para entonces, con mayor fuerza en México y la esfera occidental capitalista, en forma de películas, modas y revistas, tras el triunfo de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial y la delimitación de su área de influencia durante la Guerra Fría.
De acuerdo con la nueva reconfiguración del concepto de modernización exportado por intelectuales y políticos estadounidenses, y adaptado por sus contrapartes mexicanas, el consumo de lo nuevo y lo importado, así como la formación profesional, fueron características clave de los nuevos sectores medios en México, marcando diferencias de clase y niveles de progreso. Según Soledad Loaeza, durante el “milagro mexicano”, las clases medias definieron su participación política y su contribución al proyecto modernizador del Estado mediante su incorporación a la administración pública y la inversión privada (Loaeza, 1988: 120).
En Los Caifanes, esta jerarquización social es observable desde el inicio en la fiesta nocturna de Paloma y Javier, donde se escuchan conversaciones en inglés y francés. Estos detalles introducen a los espectadores, especialmente de la época, al contexto social de los jóvenes protagonistas, quienes provienen de familias acaudaladas. Dicha escena anticipa la intensa transgresión social y cultural que experimentarán esos personajes durante la noche.
El aumento de la población juvenil a finales de la década de 1960 y, sobre todo, en los setenta, fue un reflejo del baby boom, es decir, del auge de nacimientos en las décadas de 1940 y 1950, resultado de la confianza de las familias occidentales en un futuro próspero tras el final de la Segunda Guerra Mundial. A pesar de la retórica pro natalista gubernamental, que puede rastrearse incluso desde la década de 1920 (Buck, 2001), las influencias internacionales y los cambios políticos mundiales que llegaron a México contribuyeron a que algunos jóvenes cuestionaran la vigencia de los roles y valores tradicionales (como el culto a la maternidad, la virginidad y la subordinación a los padres) y, en la medida en que ya era tipificado como parte de la rebeldía adolescente, desafiaran a figuras adultas de autoridad (Zolov, 1999: 5-6). Ante el aparente desbocamiento juvenil, funcionarios como el regente del Distrito Federal, Ernesto Uruchurtu, intentaron regular la presencia de los jóvenes en la noche citadina, lo que evidenció una diferenciación clara entre sectores medios y populares en el uso de vocabulario y procedimientos jurídicos.
La aventura de los Caifanes toma un matiz heroico de cara a estos antecedentes. La adolescencia “moderna” en México generó distanciamiento socioespacial, e intensificó la brecha cultural y económica entre clases sociales. Juan Ibáñez y Carlos Fuentes, a pesar de las dificultades para filmar Los Caifanes, crearon una obra maestra que captura la esencia de la juventud y la noche en la década de 1960, resistiendo a las adversidades sindicales del gremio.
En conclusión, Los Caifanes es un testimonio invaluable del cine sobre jóvenes, que destaca la importancia y el interés de este grupo etario en la sociedad mexicana. Este interés se reflejaba ya como género en la producción cinematográfica internacional y del país (Ayala Blanco, 1985: 176-192; Driscoll, 2011). Con el auge del cine independiente y, en particular, del cine de aliento, cineastas y escritores recuperaron espectadores y revitalizaron algunos aspectos del cine de oro mexicano en decadencia.
El cine de aliento, y en concreto Los Caifanes, no sólo delataron el malestar social subyacente en la sociedad, en especial entre algunos sectores juveniles en México, sino que también contribuyeron a denunciar y exponer la realidad social que el cine convencional había ignorado.
Evidentemente, la noche puede ser definida por su bidimensionalidad tiempo-espacio, pero es crucial resaltar su significación cultural, es decir, las representaciones y prácticas nocturnas están mediadas por la complejidad del amplio espectro social y la experiencia de los grupos o sujetos sociales que la habitan. Por lo tanto, los espacios nocturnos no pueden considerarse homogéneos; incluso la aplicación de normas varía según la condición juvenil. Como lo expresa Margulis, esto es aplicable no sólo al caso contemporáneo argentino, sino también al mexicano desde la década de los cincuenta hasta la actualidad: “En la cultura de la noche, hay elecciones, pero también restricciones: según la condición social, se puede o no acceder a ciertos lugares. Se es elegido para ingresar o para ser excluido. Se puede elegir, pero dentro de una cierta gama. La cultura de la noche es etnocéntrica, clasista y hasta, podríamos decir, racista” (Margulis, 2005: 17).