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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.34 no.68 Ciudad de México jul./dic. 2024  Epub 31-Oct-2024

https://doi.org/10.24275/hwgp6289 

Investigación antropológica

Entre la expulsión y las redes. Memorias de niñas trabajadoras migrantes en Ecuador

Between expulsion and networks Memories of migrant working girls in Ecuador

1Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, Ecuador. La Pradera E7-174 y Av. Diego de Almagro, Quito, Pichincha 170518 <cbveravega@gmail.com>.


Resumen.

A partir de testimonios sobre experiencias laborales migratorias, de parentesco y de organización de mujeres kichwas de Cotacachi, Ecuador, examino los procesos sociales que facilitaron la expulsión de niñas para el trabajo doméstico y el establecimiento de redes de contención. Me baso en las memorias infantiles de estas mujeres, que durante las reformas agrarias de 1964 y 1973 tenían entre 8 y 14 años. Los hallazgos demuestran cómo se organizaron las experiencias de migración de estas mujeres hacia Quito, marcadas no sólo por la dominación y desigualdad del trabajo infantil doméstico, sino también por redes horizontales de cuidado centradas en el trabajo y la amistad. El valor de este texto radica en que nos acerca a la experiencia migratoria desde diversas realidades de la infancia trabajadora, en contextos de dominación caracterizados por desigualdades de raza, generación y clase, pero también en situaciones de alianzas y cuidados.

Palabras clave: experiencias migratorias; trabajo doméstico; desigualdad; cuidados

Abstract.

Drawing on testimonies about migratory labor, kinship, and organization experiences of Kichwa women from Cotacachi, Ecuador, I examine the social processes that facilitated the expulsion of girls for domestic work and the establishment of support networks. I rely on the childhood memories of these women, who were between 8 and 14 years old during the agrarian reforms of 1964 and 1973. The findings demonstrate how these women’s migration experiences to Quito were organized, marked not only by the domination and inequality of child domestic labor but also by horizontal care networks centered on work and friendship. The value of this text lies in its approach to the migratory experience from various realities of working childhood, in contexts of domination marked by racial, generational, and class inequalities, but also in situations of alliances and care.

Keywords: migratory experiences; domestic work; inequality; care

Introducción

A finales de los años sesenta, la comunicación entre Quito, la capital de Ecuador, y las poblaciones kichwas de Cotacachi,1 ciudad ubicada al norte del país, era un desafío considerable. La correspondencia escrita no era habitual entre las familias kichwas de las comunidades y quienes trabajaban en Quito, debido principalmente a la falta de alfabetización. Fue hasta 1972 que la empresa pública de telefonía extendió sus servicios a Cotacachi, lo que permitió que cada poblado tuviera un receptor para recibir llamadas, un servicio gestionado por el presidente de la localidad. Además, las familias utilizaban los locutorios públicos de esta empresa, ubicados en el centro de la ciudad, para realizar llamadas directas a las casas particulares donde se encontraban sus hijas o hermanas trabajadoras. Otra forma de comunicación empleada era el envío de mensajes verbales a los miembros de la comunidad que residían en Quito, se les pedía que “den avisando” o “den dejando”2 algún grano o encargo.

Con esta breve descripción de las formas de comunicación predominantes entre Quito y Cotacachi en ese periodo destaco algunas particularidades del proceso migratorio y de los intercambios entre la ciudad y las comunidades. Además, presento el objetivo central de este artículo: analizar los procesos sociales que hicieron posible tanto la expulsión de niñas para el trabajo doméstico, como las redes afectivas de contención. Específicamente me pregunto qué vínculos hicieron posible que el trabajo doméstico infantil se desarrollara, teniendo en cuenta tanto las relaciones sociales jerárquicas y violentas como los lazos sociales horizontales.

Para realizar el estudio parto de las memorias infantiles de mujeres que vivieron estos procesos de expulsión en su niñez, cuando tenían entre ocho y catorce años, durante las reformas agrarias de 1964 y 1973. El trabajo de campo se desarrolló de enero a agosto de 2019 como parte de mi investigación doctoral en Antropología. Para la investigación conté con el respaldo del Comité Central de Mujeres de la Unión de Organizaciones Campesinas Indígenas de Cotacachi (Unorcac), quienes colaboraron en la identificación de mujeres que desempeñaron labores domésticas en su niñez durante el periodo de las reformas agrarias y que migraron hacia la ciudad de Quito. Aunque el res -paldo de la Unorcac fue invaluable, también convercé con mujeres que no estuvieran afiliadas a ninguna estructura institucional.

Mis colaboradoras principales son oriundas de las comunidades de Tunibamba y La Calera en Cotacachi. Junto a ellas, nos adentramos en narraciones retrospectivas de sus experiencias infantiles relacionadas con el trabajo doméstico y la migración. Gracias a esta yuxtaposición fue factible identificar sus vivencias en los procesos de reforma agraria que, con la desintegración de las haciendas en Cotacachi, dieron inicio a un proceso de expulsión de niñas y mujeres kichwas. Estos procesos se anidaron con problemas estructurales como el alcoholismo, la falta de alimentos y la división de tierra familiar que favorecía a los parientes masculinos. Así, este momento puede caracterizarse como una época de migración forzada. Una vez en las ciudades, gracias a la dinámica laboral, estas niñas entraron en contacto con compañeras, paisanas, madrinas, comadres, ahijadas, amigas y empleadoras, lo que les permitió construir vínculos sociales tanto horizontales como verticales.

Aunque la experiencia infantil quedó atrás hace ya varios años, lo que no ha cambiado es la ocupación: nuestras protagonistas comenzaron su vida laboral en el servicio doméstico y continúan en él a pesar de tener más de sesenta años. Estas experiencias, que reflejan una historia marcada por la servidumbre y el trabajo, no terminaron al concluir la infancia; en muchos casos, han persistido a lo largo de toda la vida. Esto nos permite argumentar, siguiendo a Aura Cumes, que el trabajo doméstico es más una condición social histórica, influenciada por factores como el género, la raza, la clase y la edad, que simplemente una ocupación laboral (Cumes, 2014).

El uso de narrativas retrospectivas de experiencias infantiles resulta fundamental en este trabajo, pues nos permite conectar lo estructural con lo subjetivo. Es decir, nos posibilita integrar la vida individual en una historia colectiva (Scott, 1986). Sin embargo, este proceso no se entiende como algo estático; conlleva comprender cómo los sujetos actualizan, viven, sienten y transforman los procesos pasados (Sosenski y Osorio, 2012).

Para desarrollar este escrito, en el primer apartado del artículo realizo una breve discusión sobre la definición de trabajo infantil en el ámbito doméstico y el contexto relacional que hace posible que este fenómeno se realice. Después, analizo las redes verticales que se construyeron y que llevaron a padres kichwas a entregar a sus hijas a sus compadres mestizos para que laboraran en los hogares de estos últimos. Más adelante tomo en cuenta las formas de organización que estas mujeres desplegaron desde su llegada a la ciudad, en las que se incluye a niñas y jóvenes trabajadoras. Para finalizar, concluyo con algunas reflexiones sobre la manera en que las mujeres trabajadoras migrantes de diferentes edades tienen modos específicos e históricos de dar forma a lo social, a partir de experiencias que atraviesan y configuran diversas violencias, territorialidades y temporalidades.

Trabajo doméstico infantil, administración privada de poblaciones y parentescos

A finales del siglo XIX el Estado ecuatoriano ejerció su autoridad en el territorio a través de lo que el historiador Andrés Guerrero identificó como formas de administración privada de poblaciones. Esto implicó que diversos actores, como hacendados, miembros de la Iglesia e instituciones locales de gobierno, asumieran la gestión de comunidades que, en ese contexto, no eran reconocidas como ciudadanas, es decir, estaban catalogadas como “indios” en los padrones y censos republicanos (Guerrero, 2010: 115). En Cotacachi, las poblaciones que fueron denominadas como indias, pero que desde hace décadas se autodenominan kichwas, fueron uno de los grupos subordinados a los poderes de los hacendados locales.

En 1961, Cotacachi se encontraba rodeada de haciendas, y alrededor de 60 por ciento de su población dependía directa o indirectamente de estas estructuras económicas. Las regulaciones de la época facilitaron diversas formas de dominación por parte de estos poderes periféricos, destacándose el trabajo doméstico infantil. Niñas kichwas, desde los ocho años de edad, eran colocadas en hogares de familias mestizas en la ciudad de Cotacachi, donde los acuerdos sobre alimentación, vestimenta y, en ocasiones, salario, se ne gociaban con sus padres. Para comprender la magnitud de este fenómeno, el censo poblacional de 1950 indicó que había 63 949 niñas y niños sirvientes y huéspedes ocasionales entre 12 y 14 años, de un total de 3 202 157 de personas en Ecuador en ese momento.

Entre 1964 y 1973 Ecuador experimentó un periodo de reformas agrarias. Estos procesos tuvieron repercusiones diferentes según el tamaño del territorio de las haciendas y la correlación de fuerzas en cada región ecuatoriana. Fue un periodo de transición en el que se intensificó la desintegración y modernización de estas unidades productivas, la expulsión de comunidades indígenas y la perpetuación del control de tierras por parte de los grandes latifundistas.

En Cotacachi, la tenencia de tierras por parte de los hacendados en la zona andina se caracterizó por propiedades medianas que oscilaban entre 50 y 200 hectáreas, lo que las excluyó del enfoque de la intervención estatal. No obstante, la reforma cumplió un propósito significativo “al dinamizar el mercado de tierras como un estímulo para que los hacendados se deshicieran de las tierras marginales y evitaran conflictos con las comunidades” (Ramón, 2016: 66). Según Galo Ramón, podría argumentarse que en Cotacachi no se llevó a cabo una reforma agraria, ya que apenas afectó 3.5 por ciento de las tierras. Las grandes haciendas fueron vendidas o divididas territorialmente entre los herederos del propietario original para evitar ceder tierras a los comuneros, como lo establecía la ley.

Como consecuencia inmediata de esta transición, se produjo la expulsión violenta de numerosos miembros de las unidades domésticas campesinas. Para Vega, Marega y Saltzmann (2019) las más perjudicadas en esas dinámicas fueron las mujeres, que debieron enfrentar procesos de discriminación y exclusión en el mercado laboral urbano, asistiendo a un quiebre de los lazos sociales con sus comunidades de origen. La vía más directa de incorporación de las mujeres fue el trabajo doméstico o el trabajo autónomo desprotegido. A partir de esta estructuración no es extraño encontrar que el trabajo infantil del hogar continuó, pero esta vez en grandes ciudades como Quito.

El trabajo infantil doméstico puede definirse como toda actividad “que realizan niñas, niños y adolescentes en hogares de terceros, por el cual reciben una remuneración en dinero o en especie” (Pusineri, 2009, s. p. ). Por esta actividad las y los menores son deslocalizados entre casas de diferentes personas. Debe precisarse que el trabajo de las infancias en el ámbito doméstico puede desarrollarse mediante dos formas. La primera conocida como circulación infantil doméstica horizontal, que se genera entre redes familiares, comunitarias o vecinales (Brites y Fonseca, 2014). La segunda puede ser vertical: niñas y jóvenes trabajadoras llegan a círculos de empleadores que por lo general pertenecen a una clase social más privilegiada y su construcción étnico-racial es diferente de la de la niña trabajadora.

Una de las normativas fundamentales para el desa rrollo del trabajo infantil doméstico ha sido la construcción de redes de parentesco, campo de análisis de las teorías antropológicas clásicas por excelencia. Para estas teorías, el parentesco representa una expresión por medio de la cual se fundan las relaciones sociales ya sea a través de la filiación, como sostenía Radcliffe Brown, o de las alianzas, como aducía Lévi-Strauss (Dobrée, 2018: 20). Estas teorías, si bien han sido de gran utilidad en la antropología, fueron fuertemente criticadas por la antropología de género, las teorías feministas, los feminismos negros y los estudios de etni cidad, por argumentar que la construcción de relaciones sociales tiene como antecedente hechos naturales como la procreación. Las críticas han argumentado que las “acciones y relaciones de parentesco nacen de toda una gama de dominios culturales que incluyen la religión, nacionalidad, género, etnicidad, racismo, clase social, los conceptos de persona y la prestación laboral” (Rubin, 1975; Collier y Yanagisako, 1987; Leyra, 2009; Arnold, 2014; Weismantel, 2014; Dobrée, 2018). En esta investigación me adhiero a las críticas antes mencionadas, ya que constituyen contribuciones útiles para comprender cómo se desarrolla esta forma de trabajo infantil.

Fuentes: Unorcac y Cristina Vera.

Figura 1 Cantón Cotacachi y fotografías de las comunidades donde se realizó el trabajo de campo 

Para los estudios andinos, el parentesco se aleja de la conservadora política sexual de los estudios tradicionales que separan biología y cultura, lo que suprime categorías como parentesco real o ficticio. Este enfoque no se concentra en el hecho sexual de engendrar “sino en relaciones físicas y sociales que tanto hombres como mujeres pueden generar con los niños; en este caso, entre las comunidades andinas para las tareas parentales se utiliza el verbo kichwa wiñachina: hacer crecer” (Weismantel, 2014: 93). Un ejemplo de este descentramiento es el sentido alrededor del dar de comer que tienen algunas comunidades andinas, esto se convierte en un medio común para facilitar relaciones y crear parientes (Arnold, 2014).

Por otra parte, desde una lectura de los cuidados, una de las características del parentesco es que “se encuentra atravesada por fuertes dictámenes morales que establecen una serie de derechos y obligaciones ordenados según criterios como el género y la edad” (Dobrée, 2018: 23). Los feminismos negros, por su parte, consideran que para definir los parentescos debe tenerse en cuenta que las fronteras de los hogares son flexibles y ningún modelo de hogar, como la familia nuclear, la familia extensa o la familia matrifocal, sirve como norma (Stack, 2012: 196).

Asimismo, Mercedes Jabardo reconoce que los aportes de feministas negras permitieron cuestionar la universalidad del parentesco y agregaron al análisis las variables de poder y dominación. “¿Qué ocurre [...] si grupos enteros de hombres y mujeres están situados juntos, fuera de la institución del parentesco, pero relacionados con la institución del parentesco de un grupo dominante?” (Jabardo, 2012: 34).

Me parece importante resaltar cómo las redes de parentesco, en muchos contextos, fueron fluidas y extensas, asimismo fueron estrategias ante las condicio nes de existencia externa. Estas redes no sólo incluían redes de parientes, vecinos y compañeros de trabajo, redes que a veces se extendían fuera de la ciudad. Las familias en crisis también se dirigían a sus empleadores, patronos y parientes rituales (compadres), con mayores medios y recursos sociales (Blum, 2009: XXXI).

Con el pasar de los años, estas formas de parentesco han sido cada vez más cuestionadas por las legislacio nes de los nuevos Estados, con la instauración de la familia nuclear como modelo estatal a inicios del siglo XX. Así, estrategias de unidades domésticas, muchas veces encabezadas por mujeres, que buscaban mante ner cohesión y satisfacer sus necesidades económicas, fueron vistas como patológicas por los nacientes Estados (Blum, 2009; Stack, 2012).

De esta manera, para desarrollar este escrito, que se dedica a las infancias diversas y al trabajo domés tico, reviso cómo el parentesco se conecta con el trabajo infantil, en contextos donde existen procesos de dominación marcados por desigualdades de raza, ge -neración y clase. Como menciona Blum, estas configuraciones, más que estrategias de supervivencia familiar, adquieren significados a veces contradictorios y se convierten en la base de complejas relaciones e identidades (Blum, 2009: XXXI).

Los padrinos mestizos de la ciudad

En 1967, el proceso de industrialización en Ecuador empleaba apenas a tres por ciento de la población económicamente activa (PEA).3 Según Lucas Achig, el punto de partida de la urbanización en este país no obedece a causas relacionadas con la industrialización, sino, de manera indirecta, a la Ley de Reforma Agraria de 1972. “El boom de las ciudades en Ecuador tiene su punto álgido en la década de los ochenta, como resultado de la modernización capitalista que se acelera con la producción y exportación petrolera” (Achig, 1983: 24). En esta época, comienza de modo acelerado el crecimiento de Quito. En ese periodo, miles de familias de clase media migraron de las provincias hacia la capital del país para educar a sus hijos.

El proceso de urbanización de Quito se profundizó por el crecimiento de una clase media urbana en el que hombres y mujeres comenzaron a insertarse en el empleo formal en ámbitos estatales, privados y dentro de la milicia. Para cubrir los trabajos de reproducción y de cuidados, emplearon a migrantes internas, entre ellas a mujeres kichwas. Después de los migrantes de Cotopaxi, las personas provenientes de Imbabura, la provincia a la que pertenece Cotacachi “ocuparon un buen número de plazas y se dedicaron a la construcción, a labores en el hogar y se desempeñaron en la administración pública” (Jácome, 2014).

Para llegar a Quito, las niñas y jóvenes kichwas que vivían en las comunidades rurales de Cotacachi debían caminar desde sus hogares entre cuarenta minutos y dos horas para llegar al centro de la ciudad. El servicio de transporte era dado por la Cooperativa “Flota Imbabura” que salía del centro de Cotacachi a las 5 a. m. para llegar a Quito a las 7 a. m. Ya en la capital, la terminal de buses se localizó a pocas cuadras del parque El Ejido, uno de los puntos de encuentro más populares para la población trabajadora en el centro de Quito. En esa época (1971), Esther T., ex trabajadora del hogar, de 60 años, llegó a Quito. Su primer viaje no lo realizó sola, lo hizo junto a su padre, quien la llevó a trabajar con sus compadres en Quito, bajo la moda lidad de puertas adentro.

Viví por la ciudadela Kennedy. Siempre trabajé puertas adentro, no puertas afuera, mi papá ¡Uy! una y otra vez dejaba advirtiendo a la señora que no me suelte. No salía hasta que mi papá me iba a ver, cuando iba a cobrar el mensual. De ahí mi patrona cuando salíamos me hizo conocer, saber los números: unos, dos, así letritas, escribir siquiera mi nombre, ahí ya me mandaba nomás, entonces ándate para tres días me mandaba la señora. Ya salía a la calle 10 de agosto a coger bus que diga Otavalo pensaba yo. Cogía ese carro y venía yo a visitar a mi mamá y a mi papá. Venía a los dos o tres meses, mi papá ya no subía a Quito [entrevista a Esther T., ex trabajadora del hogar, Cotacachi, junio de 2019].

Como el testimonio de Esther nos demuestra, ella llegó al trabajo en casa por intermediación de su propio padre, quien la vinculó a la familia empleadora. Como no existía una intermediación previa, las niñas y jóvenes llegaban a trabajar bajo la modalidad de puertas adentro (de planta) sin ningún periodo previo de adaptación en la ciudad. En el caso de Esther su movi lidad fue limitada, ya que al principio sólo dependía del padre para poder salir del hogar empleador.

Esta experiencia de entrega también la vivió Dolores M., trabajadora del hogar, de 56 años de edad, que llegó a vivir a la casa de sus padrinos de bautizo, des pués de la muerte de su madre.

Cuando se murió mi mamá, lo que vi es que bajamos una calle como ladera, después se me borró la cinta. Después, me acuerdo de que mi papá estaba en el cementerio, sentado y llorando. De ahí no sé qué pasó, si fue en ese mismo día que fue a dejarme donde mis padrinos o al otro día. Entré [...] y salió una señora (madrina) que me metió adentro y me ofreció café. Como andaba con hambre fui cuando me dio cafecito y ahí quedé. Cuando iba a salir ya no estaba mi papá [entrevista a Dolores M., trabajadora del hogar, Cotacachi, junio de 2017].

Dolores y Esther no llegaron a hogares desconocidos, sino a lugares con una relación previa, por lo general de compadrazgo vertical, que se cimenta en un ritual religioso institucionalizado que se practica en la cotidianidad y crea vínculos de parentesco ritual (Montes, 1989). Los protagonistas principales de este ritual fueron dos varones, un hombre catalogado como kichwa y otro como mestizo, quienes, aunque comparten su condición de hombres, se encuentran desigualmente posicionados por procesos de racialidad y clase, entre otras variables. Como menciona Aura Cumes, la configuración del patriarca colonial no tie ne nada que ver con la del patriarca indígena (Aguilar Gil, 2021: 18). El centro de su alianza será la entrega para el trabajo de una de las hijas de los protagonistas. Aunque a lo largo de la historia nos han hecho creer que los varones indígenas han entregado a sus mujeres para generar alianzas con los conquistadores o hombres mejor posicionados, estas entregas no han sido voluntarias, han sido imposiciones dadas, entre otros motivos, por los despojos que han experimentado es tas poblaciones.

En este sentido, Aura Cumes se pregunta si puede hablarse de alguna especie de pactos entre hombres colonizadores y colonizados, o si puede seguirse sosteniendo el discurso de que los pueblos indígenas han entregado históricamente a sus mujeres. Para Cumes “no hubo sencillamente una ‘entrega’ de mujeres en condiciones de igualdad para hacer pactos entre hom bres. El patriarcado, el colonialismo y el capitalismo se han juntado para que el despojo de nuestros pueblos pueda ser más extremo” (Aguilar Gil, 2021: 18). Este argumento nos permite poner en evidencia, en primera instancia, el carácter diferenciado de los patriarcados constituidos desde épocas coloniales y cómo las posiciones sociales de los hombres no son las mismas. Así, unos han sido los patriarcas obligados a entregar a sus mujeres, otros han sido los que se aprovecharon de ese intercambio desigual.

De este modo, las entregas se desarrollaron en contextos violentos de despojo, legitimadas por figuras como el compadrazgo, que se constituye como una “institución estructurada cuyos términos o elementos establecen relaciones sociales caracterizadas por el intercambio de derechos y obligaciones en forma de prestaciones de bienes y servicios, que tiene su origen en un contexto ritual cristiano y público” (Montes, 1989: 231). Como veremos a continuación, lo que ha primado en la relación entre familias kichwas y mestizas es un compadrazgo de tipo vertical.

Para las familias mestizas, los vínculos de compadrazgo se han desarrollado dentro de un margen de acción amplio, en el que se han generado formas de relacionamiento horizontal y vertical. Para el caso del compadrazgo horizontal se eligieron como padrinos para sus hijos a miembros de su familia y de su círculo cercano. Este tipo de alianzas horizontales estaban des tinadas a mantener su posición, por lo que puede afirmarse que sus elecciones no han dependido de factores de necesidad externa.

En el caso del compadrazgo vertical, los patriarcas mestizos, al estar mejor posicionados, tenían la capa pacidad de elegir a quién escoger como su pariente ritual. Con estas relaciones, los padrinos mestizos continuaron aprovechándose de su condición privilegiada. Primero, por el prestigio que generaba a nivel social ser una persona con un alto número de compadres y ahijados, lo que era visto como una señal de estatus social y abundancia económica. Segundo, estos vínculos significaron para el compadre de la ciudad contar con regalos recurrentes (animales o productos de la cosecha) de compadres provenientes de comunidades rurales. Los regalos e intercambios en esta relación comenzaban desde el “pedido”, como menciona Marco P., profesor jubilado oriundo de Cotacachi: “cuando el padre del niño venía a pedirte como padrino llegaba con dos gallinas y una lavacara llena de granos y cuyes” (entrevista a Marco P., profesor jubilado, Cotacachi, junio de 2019). Tercero, el padrino mestizo se aseguraba de contar con trabajo y regalos no sólo de sus compadres, sino de sus ahijados, que les deben una completa sumisión por el resto de sus vidas. “Se consolida una forma de trabajo gratuito y de carácter asimétrico” (Montes, 1989: 286).

Por su parte, las familias kichwas también desarrollaron formas de parentesco ritual horizontal y vertical. El parentesco ritual horizontal se generó entre parientes sanguíneos y vecinos, estos últimos miembros de la comunidad de origen de familias kichwas. La elección de un familiar muchas veces se dio en contextos de aprecio. En el caso de las elecciones de los vecinos o paisanos se desarrollaron por vínculos de estima y reciprocidad, otra de las coincidencias se da en que varios de estos personajes migraron entre las ciudades de Cotacachi y Quito.

Para el caso del compadrazgo vertical, y el que nos interesa en el sentido de que ha sido el catalizador de relaciones entre kichwas y mestizos y la instancia que propició la entrega de niñas para el trabajo, la elec ción de compadres mestizos, muchos de ellos comercian tes, profesores y empleadores, también se generó por distintos motivos. Sin dejar de lado que este tipo de parentesco tiene que ver con procesos violentos de despojo que han configurado esta relación vertical. Esta forma de compadrazgo, vista como una forma vertical de vinculación, pudo significar contar con un aliado estratégico, que podía garantizar entre otras cosas hospedaje en el caso de alguna diligencia en la ciudad. Como recuerda Dolores “cuando mi papá bajaba a Cotacachi por su trabajo me visitaban y muchas veces se quedaba a dormir” (entrevista a Dolores M., trabajadora del hogar, Cotacachi, junio de 2017).

El compadrazgo y padrinazgo entre empleadores y trabajadoras se mantiene hasta la actualidad, de hecho, es a través de estas relaciones que el trabajo del hogar infantil se sigue desarrollando, aunque en un contexto de prohibición. En este análisis no se busca esencializar las prácticas y actitudes de cada grupo. Es importante preguntarnos ¿por qué las familias kichwas continúan generando esos vínculos con las familias mestizas, a pesar de que estas últimas no cumplen con las expectativas de compadrazgo? Como menciona Ángel Montes, lo que estas familias consiguen es rentabilizar estos intercambios a costa de someterse a relaciones de dependencia, sumisión y explotación (Montes, 1989: 286). Nuevamente, los procesos de despojo, racismo y explotación siguen colocando a muchas familias kichwas como sujetos subalternos, por lo que el vínculo se desarrolla en intercambios bajo relaciones de poder.

Redes horizontales entre amigas de la ciudad

Para las niñas y jóvenes de Cotacachi que debieron migrar bajo las relaciones mencionadas, la llegada a Quito no fue un proceso armónico, y aun así las mujeres kichwas desplegaron diferentes formas de organización colectiva a su llegada a la ciudad. La particularidad de estas formas de organización reside en que las kichwas han construido estas acciones a lo largo de los años, con una clara influencia de lo que vivieron en sus lugares de origen (Tzul Tzul, 2020), en la que no pueden desconocerse los procesos de despojo y violencia que han marcado su existencia y con la que se han adaptado a las circunstancias de vida de los sitios de destino (Quiroga y Gago, 2019). Estas formas de organización se han estructurado con mujeres de distintas generaciones e incluyen a niñas y jóvenes trabajadoras (Vera y Marega, 2022).

Uno de los primeros factores que deben considerarse es que el proceso de migración de niñas y jóvenes trabajadoras a Quito se dio de manera dispersa entre la población kichwa de Cotacachi. Dominga P. recuerda que su experiencia en la década de los años sesenta en Quito fue solitaria. “Yo quería encontrar paisanos y no había, me entretenía con mi primo que estaba en Quito. Salí a la calle a buscar algún paisano, y nada” (entrevista a Dominga P., trabajadora del hogar, Cotacachi, junio de 2017).

Aunque en esa época ya había niñas y jóvenes de Cotacachi en Quito, vivían y trabajaban bajo la modalidad de puertas adentro. Los días de descanso eran cada 15 días, momento en que familiares varones aprovechaban para ir a cobrar el sueldo, muchas veces sólo se les entregaba ropa o comida como parte de pago. En esos días, los familiares llevaban a las trabajadoras a pasear por la mañana y volvían al hogar empleador por la noche.

En la década de los setenta, cuando aumentó la presencia de trabajadoras kichwas en Quito, el lugar de reunión era el parque El Ejido, siempre y cuando el empleador lo permitiera. La ubicación estratégica de este parque, por encontrarse en el centro de la ciudad y cerca de las cooperativas de transporte que prestaban su servicio al norte del país, lo convirtieron en una de las zonas favoritas de encuentro de las trabajadoras kichwas de Cotacachi. Desde mediados del siglo XX, el parque El Ejido ha sido el lugar tradicional de esparcimiento para los trabajadores migrantes. Dominga, de 70 años, Esther de 60 y Dolores de 56 coinciden en la importancia que tuvo el parque para sus encuentros. “Cada domingo, desde hace muchas décadas, marcan su presencia muchas empleadas indígenas, al igual que jóvenes trabajadores: zapateros, albañiles y ambulantes mestizos populares” (Carlos Ríos, 2011: 42). El parque fue el lugar para pasear con amigas los fines de semana. Dolores, quien vivió a pocas cuadras de El Ejido, recuerda:

Los domingos cuando la empleadora se iba a Cotacachi y no me obligaba acompañarle, salía con las amigas, íbamos a comer salchipapa. Me acuerdo de que le pedí a la empleadora que ya no me compre más anacos,4 comencé a usar jean y copete [entrevista a Dolores M., trabajadora del hogar, Cotacachi, junio de 2017].

A pesar de que los parques se consolidaron como sitios de encuentro y de construcción de redes para las generaciones de mujeres, no debemos pasar por alto que han operado formas de discriminación para aquellas que frecuentaban estos lugares. Dolores tuvo que dejar la ropa kichwa para encajar en los espacios públicos de la ciudad. Como nos recuerda Adela Díaz, aunque se dio la apropiación del parque El Ejido por parte de trabajadores migrantes internos, estos espacios se construyen como espacios para los “diferentes”, por ello, con diversos mecanismos, se estigmatiza estos lugares y a los paseantes (Díaz, 2008).

La construcción de redes de paisanos y de amistad crean dinámicas complejas que van desde el apoyo, el cuidado, hasta la discriminación, a la vez que son alternativas para generar estrategias de subsistencia. Las conexiones que se construyen en esos lugares “conocidos” están lejos de convertir a las infancias trabajadoras en sujetos exentos de todo tipo de peligroso (Leyra, 2009: 55). Con la construcción de redes cotidianas y la toma de los espacios públicos se producen procesos de contención.

El parque El Ejido se ha constituido en un lugar con sentido e identidad. Para las jóvenes trabajadoras del hogar, que cuando comenzaron a asistir a él tenían en promedio 14 o 15 años, el parque se constituyó en un espacio de libertad, donde no había tantas restricciones, a diferencia de lo que vivían en la casa empleadora. En ese espacio conocieron a jóvenes trabajadoras como ellas, paisanas o no, que luego se convirtieron en amigas y con las que también se construyó una red laboral y posteriormente de vivienda.

Éste fue el caso de Dolores y Margarita que, al no tener comunicación con paisanas en la ciudad, comenzaron a construir redes con mujeres que conocieron en el parque o en lugares en la ciudad.

Estos contactos los establecieron, sobre todo, a través del lugar de trabajo, en escuelas nocturnas o institutos de belleza a los que asistieron. En el caso de Dolores, la red de apoyo comenzó a funcionar cuando fue expulsada del hogar empleador en la década de los noventa. Por no llegar a casa en el horario esperado, el empleador consideró una conducta inaceptable para alguien que vivía en su casa. Dolores, con 17 años, salió de este hogar sin dinero, ni ahorros, ni indemnización.

Fuentes: Municipio de Quito y Cristina Vera.

Figura 2 División del Distrito Metropolitano de Quito y lugares donde reside población kichwa de Cotacachi 

El hogar empleador nunca pagó un sueldo fijo a Dolores, quien recibió dinero exacto para sus gastos, y cuando necesitaba algo, era la empleadora quien lo compraba. En esas circunstancias, lo primero que se le ocurrió fue llamar a amigas del colegio nocturno al que asistió desde los 13 años y a sus conocidas del instituto de belleza, al que se inscribió por idea de su empleadora. Una de sus amigas decidió apoyar a Dolores. La llevó al hogar en el que vivía con su pareja, la apoyó hasta que Dolores consiguió trabajo en un restaurante. “Mis amistades salieron del curso de belleza sin pensar, cogieron y me tendieron la mano” (Dolores M., trabajadora del hogar, Quito, junio 2016).

Algo parecido pasó con Margarita, quien llegó a trabajar a Quito por la intermediación de una amiga de la comunidad.

Antes de terminar la escuela esta señora me llevó. No le dije a mi mamá ni a nadie. Me escapé de la casa y nos fuimos a Quito. Mi hermano se había enojado con la mamá de la chica que me llevó y le había amenazado para que me traiga de vuelta, de ahí ya vine. Al terminar la escuela fuimos a visitar a mi hermana que estaba trabajando en Quito. Ella le preguntó a mi mamá si ya acabé el colegio, dijo sí, y justo estaba buscando [trabajo] y me quedé. Ya mi mamá tuvo que volver sola. Llorando, llorando me quedé, no era fácil separarse de la mamá a los 12 años [entrevista Margarita S., ex trabajadora del hogar, Cotacachi, julio de 2019].

En este caso, aunque fue la hermana de Margarita quien la llevó a su segundo trabajo, la comunicación entre hermanas no era constante, ya que su hermana vivía en una zona lejana a la ciudad. “En esos trabajos sí se sufría, en cada trabajo no sé por qué, querían abusar sexualmente de mí. Como me trataban mal me salí, así pasé de casa en casa hasta que aprendí a movilizarme” (entrevista Margarita S., ex trabajadora del hogar, Cotacachi, julio de 2019).

A sus 15 años, Margarita consiguió un nuevo trabajo, y allí su empleadora decidió que tenía que hacer la primera comunión, “en el catecismo conocí a una chica empleada como yo y nos hicimos amigas”. Por la cercanía, Margarita conversó con su nueva amiga acerca de lo que había vivido. Su amiga, que tenía mayor experiencia en el trabajo doméstico, le aconsejó “si te tratan mal no tienes porqué aguantar, espera a que te paguen y luego te vas. Si necesitas conseguir trabajo revisa el periódico, en la calle alquilas un teléfono, anotas la dirección y vas”.

Con el pasar del tiempo el grupo se amplió, y juntas decidieron estudiar belleza para tener más posibilidades. Margarita menciona que en esa época comenzaron a salir. Fueron ellas quienes le enseñaron a “vestirse”. “Yo usaba sólo mi anaco, pero ellas me prestaban pantalón y zapatos, me enseñaban a combinar”. Para Margarita, sus amigas fueron muy importantes en los primeros años en la ciudad, “ellas me aconsejaban que compre mis cositas, que ahorre para mi colchón y mi cama para cuando me case”.

Tanto Dolores como Margarita contaron con una red de amistades que las apoyaron en momentos difíciles. Para Dolores, esta red fue fundamental cuando fue expulsada del hogar de acogida. Margarita, por su parte, enfrentó la ciudad en solitario y fue víctima de maltratos en algunos de los lugares donde trabajó, pero nunca se dio por vencida. Con el tiempo, las amistades que estableció en la ciudad le brindaron consejos sobre la dinámica del trabajo, cómo sobrevivir en la ciudad y la forma de ahorrar dinero. La práctica organizativa demostrada aquí busca proporcionar apoyo económico y ofrecer formas de contención emocional, con el objetivo de desafiar las violencias estructurales y combatir la opresión en diversas formas (Chavarría, 2008; Díaz, 2008; Chirix, 2012).

La construcción de redes en el proyecto migratorio crea vínculos entre diversos grupos, con la partici pación de actores internos, externos e intermediarios. Las categorías de raza, género, clase, edad y procedencia influyen en cómo se constituyen estas redes. La manera en que estas redes se presentan no sólo refleja respuestas inmediatas a formas de coerción, sino que también reconoce la recuperación histórica de la agencia de los individuos para restaurar los lazos so ciales y hacer la vida cotidiana más habitable (Nahuelpán, 2013).

Conclusiones

La explicación ofrecida en este artículo acerca de las redes verticales y horizontales se fundamenta en las violencias y despojos que moldean las condiciones de vida en las que estas mujeres desenvuelven su cotidianidad. Sin embargo, estas formas de relacionamiento también representan espacios de cuidado, amistad y solidaridad, así como de conflicto, negociación, subordinación y desigualdades de género y edad, que no necesariamente responden a contextos o mundos separados (González de la Rocha, 2018: 57).

Desde el inicio del proceso de movilidad, se han documentado casos de abusos, donde algunas mujeres fueron llevadas a la ciudad en contra de su voluntad o sin el permiso de sus padres cuando aún eran niñas. En muchos de estos casos, la familia biológica se convirtió en un espacio de jerarquía, poder y violencia. Además, algunas de ellas migraron solas a la ciudad, lo que las dejó vulnerables a posibles abusos.

Al vincular las redes de parentesco con el trabajo infantil doméstico fue necesario desarrollar un análisis que tomara en cuenta factores como la reproducción social y las diversas realidades de la infancia, en contextos de dominación marcados por desigualdades de raza, generación y clase, pero también de alianzas y cuidados. Desde esta perspectiva, en este artículo se examinó la construcción de redes tanto verticales como horizontales. Las primeras caracterizadas por formas de compadrazgo entre empleadores y padres kichwas, consolidando un compadrazgo vertical. El núcleo de esta alianza implicó la entrega de una de las hijas de los protagonistas para el trabajo. Asimismo, las segundas se forman en contextos de precariedad, donde las redes de trabajo y amistad constituyen una organización centrada en los cuidados, que abarca no sólo el trabajo remunerado, sino también la contención emocional de personas, familias y comunidades (Kofman, 2016: 38).

Las mujeres migrantes que trabajan en el hogar, al margen de su edad, moldean lo social de manera específica e histórica a través de las experiencias que viven, las cuales se configuran en distintas territorialidades y temporalidades. En este proceso, se despliegan dinámicas contradictorias y constantemente en disputa para garantizar la sostenibilidad de la vida, dinámicas que se sustentan en la formación de redes y vínculos. Estas prácticas y tradiciones se originan en las comunidades de origen y se adaptan en las ciudades de destino, enfrentando y reconfigurando prácticas de apoyo y cooperación, aunque en ocasiones también incrementando las desigualdades y las violencias.

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1 Santa Ana de Cotacachi es un cantón de la provincia de Imbabura en el norte del Ecuador. Su cabecera cantonal es la ciudad de Cotacachi. En su interior existen 45 comunidades kichwas que se distribuyen en el ámbito rural y urbano. en el norte del Ecuador. Su cabecera cantonal es la ciudad de . En su interior existen 45 comunidades kichwas que se distribuyen en el ámbito rural y urbano.

2 Forma verbal en español kichwizado que significa “avisar” o “dejar”.

3 Comprende a todas las personas de 12 años y más que realizaron algún tipo de actividad económica (población ocupada), o que buscaron activamente hacerlo (población desocupada abierta), en un periodo de referencia.

4 Parte de la ropa tradicional que usan las mujeres kichwas.

Recibido: 30 de Noviembre de 2023; Aprobado: 20 de Marzo de 2024

Las reflexiones de este trabajo forman parte de mi tesis doctoral en Antropología, realizada en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Ciudad de México.

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