Introducción
Finalizando el verano de 2012, cuando en Argentina brotaban, como cada año, una diversidad de propuestas conmemorativas de la última dictadura cívico-militar acaecida el 24 de marzo de 1976, en El Bolsón, una pequeña localidad de la cordillera patagónica, tuvo lugar un evento absolutamente novedoso en su historia reciente. Por la ordenanza municipal 011/2012, un sector de la vereda del Banco Nación era designado “Plazoleta Julio César Schwartz”, para habilitar a “familiares y amigos” a “emplazar una placa conmemorativa y una escultura en [su] memoria”. Si bien Julio, trabajador bancario, no se había desempeñado en esta sucursal, el reconocimiento oficial de su desaparición le otorgaba visibilidad pública luego de más de tres décadas de silenciamiento en el pueblo donde había sido secuestrado el 1 de abril de 1978.
Impulsado por activistas sociales, y organizado por el gobierno local, en el acto hicieron uso de la palabra las autoridades municipales, el hijo y la hija de Schwartz, dirigentes de organizaciones sociales y una delegada de Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora. Aun cuando se realizara en un contexto de reivindicación de la militancia política setentista, así como de la concurrencia de numerosos juicios de lesa humanidad en todo el país, los discursos gubernamentales se centraron en los valores morales de Schwartz como padre y vecino conocido, callando a la vez su condición de militante político, las circunstancias en que se produjo el secuestro y las responsabilidades locales que permitieron su invisibilización posterior. Tampoco brindaron información ni propiciaron la reflexión sobre lo acontecido en El Bolsón durante el período dictatorial y su tramitación por parte de la comunidad en los años siguientes.
Entre 1976 y 1983, el país fue sometido a la mayor tragedia de su historia por parte de las Fuerzas Armadas, con la anuencia de sectores económicos, civiles y eclesiásticos que acompañaron la cruzada “antisubversiva” en nombre de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN) pergeñada en los Estados Unidos. La violencia política que ya venía teniendo lugar desde hacía décadas en el país, se vio exacerbada de manera estremecedora al implementar la detención clandestina, la tortura y la desaparición de personas como política de Estado, objetivando la decisión del exterminio como finalidad última. Asimismo, esa clandestinidad que caracterizó las estrategias y prácticas represivas desde el propio Estado, fue la particularidad que distinguió la experiencia dictatorial argentina de las que en aquellos años se establecieron en el resto del Cono Sur (Crenzel, 2008, p. 27). Por su parte, la tramitación judicial y memorial que dicha experiencia supuso tras la recuperación democrática fue otra de las aristas fundamentales que Argentina desplegó de manera original a nivel mundial. Sin embargo, las modalidades heterogéneas que tal proceso fue asumiendo en los distintos rincones del país necesitan de profundizar el análisis reduciendo la escala de observación y poniendo de manifiesto su complejidad inherente, que al día de hoy continúa modelando la conflictiva elaboración de ese “pasado que no pasa”.
En El Bolsón, tanto la desaparición de Schwartz como otras múltiples formas de la represión política, se mantuvieron silenciadas e incluso negadas por la narrativa hegemónica, que supone que esta localidad estuvo ajena a la experiencia dictatorial. Así, dichas prácticas, con sus anclajes y efectos, fueron invisibilizadas en la memoria colectiva local, obturando la posibilidad de revisión crítica de ese pasado y reproduciendo las relaciones de poder existentes. Algo recurrente a lo largo y ancho del país que merece mayor detenimiento analítico para una comprensión más acabada del presente y su proyección a futuro.
Sabemos con Halbwachs ([1925] 2004) que, en tanto resultado de procesos sociales, las memorias tienen carácter plural y es en el marco de los diversos grupos, desde intereses y valores del presente, que se procesan los recuerdos, silencios y olvidos colectivos. A diferencia de los abordajes tradicionales, esta perspectiva revela la heterogeneidad de experiencias que se subsumen a las narrativas hegemónicas, tanto desde el cuestionamiento explícito como los silencios mediante los que se manifiestan “las otras historias”. Su narración evidencia significados diversos del mismo acontecimiento, recogiendo una multiplicidad de experiencias que de otro modo permanecen subterráneas. Por ello, señala Pollak (2006), el testimonio como fuente historiográfica permite no solo contrastar documentos producidos por instancias de poder o suplir la ausencia de documentación escrita, sino fundamentalmente reivindicar las voces de los oprimidos, reinterpretando así los relatos sobre pasados traumáticos.
En nuestro país, este campo de estudios se ha consolidado en torno a la violencia política y la última dictadura, cobrando particular relevancia la figura del desaparecido como símbolo del terrorismo de Estado (Calveiro, 1998; Da Silva, 2001; Crenzel, 2008; entre otros). Desde una perspectiva nacional, la mayoría de estos trabajos han recogido las experiencias vividas por sectores medios en los grandes conglomerados urbanos, advirtiendo el carácter profundamente político que atraviesa las disputas de sentido sobre el pasado reciente. No obstante, todavía existen problemas por profundizar, tales como conocimientos y actitudes sociales a escala micro, y su relación con el silencio en tramas locales.
Como señalan Del Pino & Jelin (2003), el análisis a escala local permite complejizar la reflexión al abordar entramados y expectativas sociales propias de cada comunidad así como sus vinculaciones con el poder central, constituyendo marcos interpretativos específicos desde los que se significa lo que se recuerda o silencia. El siglo XXI viene aportando valiosas contribuciones que alimentan la reflexión sobre procesos memoriales y responsabilidades civiles en la concreción del terrorismo de Estado en escenarios locales (Crenzel, 2001; Águila, 2008; Lvovich, 2009; Rodríguez, 2009; Jensen, 2010; Canelo, 2015; Scocco, 2021). Específicamente en Patagonia, los principales estudios se han centrado en el Alto Valle (Mombello, 2003; Scatizza, 2016), demostrando el carácter sistemático del aparato represivo que no descuidaba regiones, aun cuando no fueran consideradas como “zonas calientes”. Para el área cordillerana contamos con los valiosos aportes desde el campo audiovisual sobre las desapariciones de Juan Herman y Julio Schwartz, en Bariloche y El Bolsón, respectivamente (Echeverría, 1987; Marangoni, 2014). No obstante, la memorialización de ese pasado, su elaboración crítica, así como sus aspectos silenciados, aún despiertan interrogantes que es necesario profundizar desde el análisis históricamente situado.
Este artículo se propone aportar elementos en esa línea. El mismo surge del trabajo de investigación realizado para mi tesis doctoral (Mereb, 2017), que atendió a la reflexión sobre los procesos históricos y memoriales de la represión política en El Bolsón, Río Negro, desde la década de 1970 a la actualidad, y desde una perspectiva microhistórica. Entiendo con Levi (1996) que, lejos de “ejemplificar” procesos ya explicados, la reducción de la escala de análisis habilita nuevas claves para resignificar fenómenos e ilumina aspectos poco explorados para hacer foco en la pluralidad de interpretaciones posibles del mundo simbólico y las luchas realmente existentes. En este sentido, la estrategia metodológica, de corte cualitativo, se basó en la triangulación de diversas fuentes que abarcaron desde archivos oficiales de distintos estamentos gubernamentales hasta reservorios de organizaciones sociales e incluso privados que gentilmente las personas involucradas han compartido conmigo. Asimismo, tal revisión documental fue puesta en diálogo permanente con una importante cantidad de entrevistas semiestructuradas realizadas en el marco de la investigación, lo que resultó en un complejo entramado artesanal que, si bien no agota las circunstancias retratadas, sí pone de manifiesto la veracidad de los hechos señalados, trascendiendo el ocultamiento del que fueron objeto durante décadas.
A partir de tales consideraciones, abordaremos aquí la historia de Julio César Schwartz, secuestrado y desaparecido el 1 de abril de 1978 en dicho valle cordillerano. Frente a la imagen bucólica promovida por el mercado turístico que impulsa la economía local desde entonces, buscaré dar cuenta del entramado en el que la desaparición tuvo lugar con un doble propósito: para demostrar los alcances de la dinámica represiva inclusive en aquellos rincones que se han pretendido ajenos por su aislamiento relativo; y apuntalar la tesis de que la reducción de la escala de análisis ilumina la complejidad y heterogeneidad de los procesos memoriales sobre pasados traumáticos, basados no solo en la experiencia directa con el horror, sino también en los modos en que esas experiencias se han ido conceptualizando socialmente conforme las circunstancias históricas particulares que atraviesa cada comunidad.
El Bolsón, ¿mágico y natural?
Para entender el contexto en el que ocurrieron los hechos es importante comprender la naturaleza de la historia local como campo de poder. Como señalan Roselli et al. (2001), en sociedades locales el conocimiento del pasado es motivo de disputa ya que supone la posibilidad de develar u ocultar conflictos y aspectos poco gratos de las comunidades, así como fundamentar o legitimar acciones en el presente. Incluso, demuestra Elias (1994), las narrativas existentes tienen carácter performativo y la estigmatización social resulta eficaz para mantener el control en comunidades pequeñas. Ergo, frente al relato hegemónico compuesto por anécdotas y personajes tradicionales, que no refleja relaciones de poder ni establece vinculaciones con la realidad extralocal, propongo una relectura que ponga de relieve las tensiones constitutivas mediante la reposición de las experiencias represivas suscitadas en la localidad, omitidas en el discurso público.
Según registros oficiales, El Bolsón pasó de tener 2678 habitantes en 1970, a 5001 en 1980. La población prácticamente se duplicaba, pero con la característica, según indicaba el informe del Censo Nacional de Población de 1980, de que en vez de hombres solos que se trasladaban a trabajar a la frontera, esta vez lo hacían junto a sus familias para asentarse en una provincia en pleno desarrollo. Si bien seguía siendo un pequeño pueblo de montaña, el impacto en términos cualitativos fue enorme. La diversidad de sus nuevos habitantes provenientes de las grandes urbes del país no pasó desapercibida para quienes se habían radicado cuatro décadas atrás, cuando el gobernador del Territorio Nacional de Río Negro, Adalberto T. Pagano (1932-1943), había dado impulso urbanístico a la Comisión de Fomento fundada en 1926. Durante su mandato fueron construidos los principales edificios e infraestructuras que dieron vida institucional y comercial al pueblo. Se conformaron entonces las “fuerzas vivas”: cámaras empresariales, clubes sociales, organizaciones intermedias vinculadas al comercio, el transporte, y la vida social, con las que se articularían los gobiernos de turno, ocupando sus integrantes, a su vez, los principales cargos políticos y jerárquicos locales.
Fueron estos sectores los que concentraron las mayores superficies de tierras, pasando de las producciones agropecuarias de antaño a loteos urbanos, producción de lúpulo y forestaciones con especies exóticas de rápido crecimiento, como el pino, previa deforestación del bosque nativo. La mano de obra para las tareas del obraje y demás labores agropecuarias, así como el servicio doméstico en áreas urbanas, estaba conformada por los sectores empobrecidos, en muchos casos de origen mapuche, ocupantes tradicionales del territorio aunque no reconocidos en términos de propiedad privada. En este sentido, es importante destacar el trabajo de Tozzini & Crespo (2016) en relación con las memorias mapuche frente a las narrativas oficiales de la historia local, toda vez que la campaña militar de avanzada del Estado nacional argentino sobre la Patagonia en 1880, conocida como Conquista del Desierto, mientras es justificada u omitida en los relatos oficiales, en las narrativas mapuche es resaltada “como el origen de los conflictos vividos y marco desde el cual narrar injusticias, silenciamientos, persecuciones y atropellos impuestos por los sectores hegemónicos” (p.176). De este modo, continúan,
las comunidades desmitifican aquellos supuestos orígenes gloriosos, se reconocen como originarios en tanto parte del pueblo mapuche y recurren a aquel evento para explicar los motivos del borramiento de los indígenas como ocupantes previos del espacio, los avasallamientos y ausencia de respuestas a sus demandas y algunas discontinuidades en la transmisión de ciertas prácticas culturales al interior de sus familias como lo son la lengua, las rogativas, etc. (Tozzini & Crespo, 2016, p. 176).
Por todo esto sufrirían el despojo a manos del Estado nacional y provincial, quedando relegados a los márgenes de la incipiente ciudad, habitando en condiciones de extrema pobreza y siendo objeto de explotación laboral, agravada por la falta de sindicatos y regulaciones al respecto.
Durante la autoproclamada “Revolución Argentina”, desde el gobierno dictatorial del general Roberto Vicente Requeijo en Río Negro (1969-1972) y en connivencia con las “fuerzas vivas” locales, se planteó la necesidad de dar impulso a la zona como destino turístico. Desde entonces, pasando por el breve y controvertido periodo constitucional hasta la última dictadura y la recuperación democrática posterior, El Bolsón fue promocionado extralocalmente a partir de sus bellezas naturales y la armonía supuesta de su comunidad, cual paraíso terrenal alejado de las vicisitudes urbanas.
No obstante, también fue escenario de la persecución en el país, cuando en nombre de la “depuración ideológica” que reclamaba la DSN y era atendida por los sectores más reaccionarios del gobierno peronista constitucional (1973-1976), se apuntó contra el personal de salud pública (Mereb, 2020), se produjeron hostigamientos y allanamientos arbitrarios orquestados por la policía provincial, Gendarmería Nacional y Policía Federal, basados incluso en la delación por parte de civiles. “En defensa de la moral y las buenas costumbres” se realizó inteligencia sobre grupos “sospechosos” de jóvenes urbanos que migraban al sur en busca de una nueva filosofía de vida vinculada a la naturaleza, la autosuficiencia y la no violencia. El pronto establecimiento de lazos de solidaridad mutuos e inéditos con los sectores más postergados colaboró en lo disruptivo de su llegada, por lo que las controversias con los NyC -nacidos y criados en la zona; eran hijos e hijas de la burguesía local que se había conformado durante la “década infame” de 1930- no tardaron en aparecer; se les catalogó de “hippies”, “extremistas” o “marxistas”, por lo disímil de su estilo de vida en relación con los usos y costumbres de la zona (Mereb, 2018a).
El golpe del 24 de marzo de 1976 en El Bolsón estuvo a cargo del Escuadrón 35 de Gendarmería Nacional, que llevó adelante las tareas de control y vigilancia junto a la policía y las sucesivas intendencias de facto. Aumentaron los hostigamientos contra la disidencia y se reforzó la aplicación de mecanismos de disciplinamiento sobre el personal municipal, de salud y de educación, para lo que la ley de prescindibilidad laboral fue uno de los instrumentos más utilizados.1 Se instrumentaron además casos de prisión política y detenciones arbitrarias por abuso de autoridad (Mereb, 2019). En un clima de sospecha y macartismo permanente, el silencio y el emblemático “Algo habrá hecho” funcionarían eficazmente en un pueblo donde la autoridad de las fuerzas no era cuestionada y sus abusos contra la población empobrecida eran naturalizados por los mismos lugareños.
En 1978, al iniciar la gestión municipal del ingeniero civil Miguel Cola (1978-1983), desde las instancias superiores se impulsó una propuesta de desarrollo turístico fervientemente apoyada por las “fuerzas vivas” locales.2 Consecuente con las recomendaciones allí esgrimidas, Cola estableció un fuerte criterio urbanístico profesional que encuadró el desarrollo de la obra pública en un plan de fomento del sector turístico, buscando generar una ciudad más amable con la población local y visitantes. Paralelamente, su gobierno se sostuvo en el ejercicio pleno de un entramado de inteligencia civil y militar que articulaba mecanismos de control social y político en el marco de la DSN y el rol preponderante asignado a municipios e intendentes desde la propia Junta Militar (Mereb, 2018b).
Realidad invisibilizada e incluso negada desde el relato oficial, a ese pueblo arribaría la familia Schwartz, en íntima relación con el proyecto turístico en auge. Cuando “el paraíso” se coloreaba de otoño, el 1 de abril de 1978 Julio César Schwartz fue secuestrado en la vía pública por un grupo de tareas y nunca más se volvió a saber de él. Su esposa e hijos volvieron a Buenos Aires, desde donde activaron su búsqueda desesperada. El pueblo, por su parte, silenció su desaparición. Su memoria recién pudo comenzar a elaborarse públicamente avanzado el siglo XXI, cuando su hija e hijo ya adultos pudieron tomar la palabra y hacer de su causa personal, una causa política. La historia fue recogida por el realizador audiovisual Gustavo Marangoni (2014), quien junto a un equipo comprometido, acompañó y registró el proceso de apertura de la familia, luego de décadas de convivir con el silencio público y privado respecto de la suerte corrida por el padre. La película invita a preguntarnos sobre la dificultad para hablar del horror frente a la imagen bucólica incorporada al imaginario local. Diversos testimonios ensayan posibles respuestas. Mi intención aquí es considerar no tanto el silencio posterior como el entramado previo en el que Julio efectivamente participó, se involucró en la cotidianeidad local e incluso llegó a constituirse en un referente reconocido por las autoridades y empresarios turísticos de la región. En definitiva, indagar en la trama local en la que la desaparición tuvo lugar, trascendiendo los límites del secuestro para instalarse como (des)memoria colectiva del horror en este pretendido paraíso.
“Acá estamos a salvo”. La familia Schwartz y el insilio al sur
Julio se estableció en El Bolsón con su esposa Ana María y sus hijos Adriana y Germán, de 10 y 9 años, respectivamente, al inicio de 1977. El motivo era concreto: la posibilidad de gerenciar un hotel que abría sus puertas esa temporada. Al reconstruir con ellos la historia me entero, sin embargo, que el punto de inflexión ocurrió dos años antes en Banfield, provincia de Buenos Aires, cuando en su ausencia fueron alertados por “un movimiento extraño” de gente armada en la casa. En su entorno cercano ya habían sufrido los apremios de la Triple A y las comunicaciones cotidianas estaban atravesadas por la desconfianza. Julio no dudó entonces en atribuir el operativo a su militancia, de la que Ana tenía solo una muy vaga idea.
El Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP) lo contaba entre sus filas desde su fundación en 1970. Nacido en La Plata en 1939, en una familia socialista y “gorila”, Julio se había incorporado al Centro de Estudiantes de la Facultad de Ciencias Naturales de La Plata, donde estudiaba geología. En ese tiempo conoció a Ana María, formaron pareja y fueron incluso compañeros de trabajo en el Banco Nación. Durante la conscripción, Julio conoció a Daniel Hopen, entonces miembro del Partido Comunista (PC) y uno de los fundadores del PRT en 1965. Tras los debates en torno a la viabilidad o no de la lucha armada, la fracción liderada por Mario Roberto Santucho comenzó a desarrollar esta vía fundando en 1970 el ERP, que Hopen integró. Por su intermedio ingresó Schwartz, en medio del fervor político obrero y estudiantil que signó la época junto al crecimiento de las izquierdas marxista y peronista y sus expresiones revolucionarias.3
Tras una intensa actividad guerrillera, en 1973 se produjeron nuevas escisiones. Por un lado, el PRT “Fracción Roja”, vinculada al trotskismo. Por el otro, ante la inminente apertura electoral y el auge del peronismo, se conformó el ERP 22 de Agosto, del que Hopen era uno de sus impulsores junto con otros dirigentes relevantes como Oscar “Cacho” Ventricci. Weisz (2005) ha analizado esta experiencia surgida en una etapa de preponderancia de la actividad militar por sobre la lucha política y la organización de base, con sus principales líderes exiliados en Cuba tras la Masacre de Trelew, el 22 de agosto de 1972. Ex dirigente de la Juventud Peronista, activista sindical y miembro del Comité Central del PRT-ERP, Ventricci fue destinado a la Regional Buenos Aires, donde reorganizó los Comités de Base (CdB), parte de la estrategia trazada dos años atrás, que se encontraban a la deriva y sin orientación política. La vida de los CdB fue reactivada y enriquecida, pero la falta de reuniones del Comité Central impidió socializar estas experiencias. Se sumaban además diferencias en torno a la burocratización de la dirección partidaria y la preparación de los operativos militares. Finalmente, el ERP 22 de Agosto realizó su congreso fundacional en enero de 1973. Las diferencias con Santucho respecto del llamado a elecciones en el marco del denominado Gran Acuerdo Nacional -que propiciaba la vuelta a las urnas, aunque ponía como condición que el líder peronista no presentara su candidatura- eran manifiestas: mientras el primero consideraba proponer candidatos propios, los dirigentes del 22, con la experiencia de los CdB a cuestas, no dudaban en acompañar a las masas en su fervor por la vuelta de Perón, convocando al voto masivo en favor del Frente Justicialista de Liberación (Frejuli), con Héctor Cámpora a la cabeza, y la unidad de acción con otras organizaciones como Montoneros y Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR).
A esta fracción pertenecía Julio Schwartz, aunque Ana María lo supo mucho tiempo después. A pesar de que compartían la vida desde hacía una década, ella desconocía la actividad y el grado de responsabilidad que tenía él en la organización, algo de lo cual pudo conocer a través del propio Ventricci, quien le contó sobre la militancia de Julio en el PRT-ERP, y luego en el buró político del ERP 22. Fue convincente para Ana cuando pudo asociar ese dato con que “si se toman el trabajo de ir a buscarlo al Bolsón, es porque era un ‘cabecilla’ de la organización, tenía un rol importante […]”.4
Tras la “primavera camporista”, que supuso la reivindicación de la juventud y los ideales de la “tercera posición” en un mundo bipolar, y ante el avance de la derecha peronista, que desde el propio partido no comulgaba con esta concepción, a pesar de los intentos por fortalecer las articulaciones con las demás organizaciones armadas, la muerte de Juan Domingo Perón en julio de 1974 terminó por minar la posibilidad de un frente común y el “22” finalmente implosionó. En ese contexto de desmembramiento partidario y altísimos niveles de represión parapolicial, se produjo el allanamiento en el domicilio de la familia Schwartz. Entonces Julio y Ana María consideraron seriamente la posibilidad de alejarse de Buenos Aires. Ante la falta de contactos en el exterior, decidieron insiliarse en el sur, específicamente en Bariloche, ciudad que ya conocían y donde una tía de Julio podía alojarlos hasta que consiguieran alquiler. Entonces él pidió traslado a la sucursal cordillerana del Banco Nación y se dispusieron a comenzar una nueva etapa en la vida familiar. “Para mí era, bueno, acá estamos totalmente a salvo. Esa es la sensación que tuve”, rememora Ana.
Entre agosto de 1975 y fines de 1976, él fue empleado bancario y ella ama de casa, interactuaron básicamente con el entorno familiar y durante algunos meses llevaron adelante un pequeño restorán en alquiler junto a otro matrimonio del banco. Tras algunos desacuerdos, la sociedad se terminó; fue entonces que apareció, a través de un cliente del primo de Julio, la oferta de gerenciar un hotel que se inauguraría en El Bolsón. Ana María recuerda que la propuesta los llenó de entusiasmo, porque a pesar de no tener experiencia en el rubro, querían dejar el banco e irse de Bariloche. Se trataba de un emprendimiento con instalaciones adecuadas para todo el año al que se adosaban un restaurante y una confitería. Su dueño, Alberto Pozas, era un industrial forestal que contaba con la liquidez financiera que esa actividad supuso durante el periodo desarrollista que primó entre fines de los sesenta y principios de los setenta, y el mercado turístico propuesto desde ese modelo para esta región se presentaba como una buena inversión. Con capacidad para albergar un cuarto de las plazas en la localidad, el residencial Los Arrayanes se sumaba así a la limitada oferta hotelera hasta entonces concentrada en unas pocas familias que, además de incidir fuertemente en la vida política, social y económica local desde los años treinta, usufructuaban el escaso turismo que arribaba en aquellos años de relativo aislamiento.
La familia Schwartz llegó a El Bolsón en diciembre de 1976 para poner a punto las instalaciones y comenzar a funcionar esa temporada. Los Arrayanes contaba con 32 habitaciones distribuidas en dos pisos amplios y alquilaba además el espacio junto con el servicio de cocina para eventos sociales. Descontando sueldos de personal y gastos corrientes de gastronomía, el 40% de lo que ingresaba era para Schwartz y el 60% para Pozas. Recuerda Ana que la gente se acercaba a pedir trabajo y que el empresariado local “negreaba bastante”, aprovechándose de la ausencia de organizaciones gremiales en el pueblo. En ese contexto, el recuerdo de quienes allí trabajaron es entrañable respecto de la relación de complicidad que propiciaba Julio, contrario al patrón que buscaba imponer su voluntad. Otros testimonios que ejemplifican los vínculos de vecindad establecidos coinciden en señalarlo como un hombre cordial, afectuoso y muy querido. En líneas generales, las relaciones se circunscribieron a la actividad de la administración del hotel y la educación de los niños, quienes asistieron a la histórica Escuela de Frontera N° 5, emplazada en el centro del pueblo, e incluso participaron de las prácticas de esquí infantil impulsadas por el tradicional Club Andino Piltriquitrón.
Julio Schwartz y el desarrollo turístico de El Bolsón
Lejos quedarían las conversaciones políticas de tiempos militantes; nadie sospecharía siquiera del pasado que la familia traía consigo. La actividad del hotel supondría en cambio un estrecho vínculo con las cámaras empresariales locales y Julio integraría la Cámara Regional de Turismo (CaReTur) ocupando incluso el cargo de tesorero en su directorio. Con una destacada actitud proactiva, trabajaría incansablemente en generar eventos para sostener y proyectar la economía familiar, e impactar positivamente en la economía local. Desde allí articularía con “fuerzas vivas”, autoridades y organismos oficiales en pos del anhelado desarrollo turístico. Así, además de habitar los recuerdos de diversas personas, muchas pertenecientes a los sectores más influyentes, el nombre de Julio Schwartz ha quedado inscrito en notas de prensa y registros oficiales provinciales y municipales, dejando constancia del reconocimiento explícito por parte del gobierno de facto como un hombre relevante en el esquema económico de la región, junto con otros de larga trayectoria y apellidos de renombre.
Uno de los testimonios más ricos al respecto es una grabación de octubre de 1977 para la familia de Buenos Aires, en donde quedaron registrados los proyectos en marcha y las expectativas a menos de un año de residencia. Así, de la propia voz de Julio podemos conocer su postura sobre el desarrollo turístico local, contraria a megaemprendimientos poco sustentables; su participación activa como miembro de la CaReTur junto con la Cámara Forestal en la organización de las Primeras Jornadas Forestales Andino Patagónicas que se desarrollarían en el hotel que gerenciaba; e incluso en la sociedad anónima Cerros del Bolsón, formada para impulsar un centro de deportes invernales en el cerro Perito Moreno, en la que ocuparía un lugar relevante. Todo ello acompañado por los comentarios familiares y los proyectos de la casa propia en el sur.
Las Jornadas Forestales tuvieron lugar en noviembre de 1977 y sus actas registran tanto las ponencias como el proceso de organización previo, lo que refleja la trascendencia del evento. El emblema sintetizaba la articulación entre turismo e industria al considerar al bosque como “recurso productor, protector y escénico”.5 Promocionadas por medios nacionales y publicaciones técnicas, fueron declaradas de interés provincial por el gobernador de facto, el contralmirante Aldo Luis Bachmann (1976-1978).6 El evento no pasó desapercibido para las autoridades dictatoriales, que tuvieron un conocimiento cabal de lo que se estaba gestando en El Bolsón así como de sus promotores. En términos turísticos, se insistiría en la necesidad de desarrollar el potencial local con eficiencia empresarial, a fin de distinguirse de destinos “enlatados” y manteniendo el equilibrio ecológico necesario para hacer sustentable la actividad. A esta línea de desarrollo se dedicaban los esfuerzos de Schwartz desde su rol como gerente de Los Arrayanes, tesorero de la CaReTur, tesorero de la comisión organizadora de las Jornadas Forestales y luego vocal entre sus autoridades definitivas. En este marco no es casual su nombramiento para integrar la Comisión Municipal de Turismo, creada según directivas del propio gobernador.7
Con ganancias satisfactorias en el hotel, Julio y Ana comenzaban a buscar el sitio adecuado para formar su propio hogar, decididos a quedarse y seguir desarrollando la actividad turística en El Bolsón. El matrimonio Schwartz elegía así reconstruir su vida familiar en un pueblo cuya potencialidad descansaba en la imagen pintoresca, amable y armónica impulsada desde organismos oficiales y entidades intermedias, posicionándolo a nivel nacional e internacional. Mientras tanto, el país se ensombrecía cada día más y Ana María recuerda estar atenta a los diarios que, aun tarde por las distancias, llegaban a sus manos. Al día de hoy tiene muy presentes las reservas que se había autoimpuesto por el temor que le causaba la realidad nacional. También recuerda que la actitud de Julio era diferente, “no se daba cuenta, o no se quería dar cuenta”, señalando cierta negligencia junto con la repetida exposición en los medios, solo atribuible a la convicción de que “aquí estaban a salvo” y no había nada que temer lejos de la ciudad.
Dos temporadas funcionó Los Arrayanes bajo el gerenciamiento de los Schwartz. Catorce meses consecutivos alojando turistas, viajeros y funcionarios, así como disponiendo el uso del salón para reuniones de trascendencia regional y eventos sociales, incluso para las más variadas muestras de artistas plásticos, fotógrafos y ceramistas de la zona. Su nombre resonó en medios de prensa nacionales, comenzando a posicionarse como el alojamiento de renombre que aspiraba a ser. Con todo, en marzo de 1978 el contrato con Pozas no fue renovado y todas las ilusiones que venían alimentando con entusiasmo y dedicación se vieron abruptamente abortadas, dejando el futuro del emprendimiento en manos de sus dueños, aunque no tuvo el éxito esperado. Sin planes certeros pero con la firme convicción de quedarse en El Bolsón, la familia Schwartz encaró la mudanza a la casa recién adquirida en Villa Turismo, un barrio en la ladera del cerro Piltriquitrón. En el terreno colindante vivía Jorge Gogna, presidente de la CaReTur, y su familia, con quienes habían establecido amistad. La mudanza fue realizada con su ayuda, tanto para el cuidado de los niños como para realizar los últimos ajustes en las instalaciones del nuevo hogar. Mientras Ana María ordenaba, Julio y Jorge bajaron al pueblo a comprar unos repuestos. “Entonces -rememora ella- volvió Jorge solo y me dijo que a Julio lo habían secuestrado”.
“Con vos no es la cosa”. Secuestro, desaparición y después
Julio César Schwartz fue secuestrado la tarde del 1 de abril de 1978 por un grupo de tareas que lo interceptó en la subida Los Maitenes, camino a su nuevo hogar en Villa Turismo de El Bolsón. El único testigo directo, su vecino y amigo Jorge Gogna, falleció hace ya varios años, pero su testimonio quedó asentado ante la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CoNaDeP) en junio de 1984.8 Allí describe detalladamente las diligencias por las que tuvieron que trasladarse en su vehículo al pueblo y el trayecto recorrido, en el que tuvo lugar un encuentro aparentemente fortuito con Julio Traverso, abogado que había intervenido en la baja del contrato del hotel y tenía vínculos estrechos con los gobiernos dictatoriales de turno. Específicamente sobre el secuestro, Gogna ha descrito las circunstancias por las que se detuvieron en el camino de regreso ante un vehículo Ford Falcon que aparentaba tener algún desperfecto, creyendo que se trataba de turistas que necesitaban ayuda. Entonces fueron sorprendidos por sus ocupantes, armados y amenazantes, que obligaron a Julio a subir al Falcon mientras advertían a Gogna que se quedara tranquilo porque “Con vos no es la cosa”, que ellos pertenecían a la Policía Federal y que a su esposa le dijera que si quería volver a verlo, se dirigiera al Cuartel Central en Buenos Aires. El testimonio demuestra la violencia con la que actuaron en plena vía pública, a la luz del día, contra dos personas reconocidas en un pueblo que no acostumbraba a presenciar este tipo de episodios.
Pocos minutos antes, Ana María había recibido en la casa a tres hombres que se habían presentado como compañeros del secundario “del Gordo” -como era apodado Julio afectuosamente-, que estaban paseando y pasaban a saludarlo. Ella les había explicado que Julio había salido y los había invitado a esperarlo, aunque le dijeron que volverían más tarde. Pero quien volvió fue Gogna solo. Ana María recuerda que su primera reacción fue de incredulidad. “¿Justo ahora?”, pensó, “Justo ahora que vamos a vivir tranquilos. Porque habíamos trabajado tanto en el hotel que no teníamos tiempo ni de relacionarnos entre nosotros […]”. Los niños jugaban en la casa vecina, y Jorge y Ana María se dirigieron a la comisaría local, en donde “No sabían nada, no entendían nada, me dijeron ‘No, bueno, señora, vaya a gendarmería’.” Fueron entonces al Escuadrón 35, donde el comandante les transmitió tranquilidad diciéndoles que ordenaría bloquear las salidas del pueblo, tanto hacia el norte, camino a Bariloche, como hacia el sur, rumbo a Esquel. A la distancia, Ana reconoce el engaño, toda vez que como luego pudo confirmar, la zona en realidad estaba liberada.
Según se indica en el legajo abierto en la Secretaría de Derechos Humanos de Río Negro “el secuestro fue realizado por un Grupo de Tareas de la Policía Federal (sede Bariloche) con la complicidad del Ejército de Bariloche (Escuela de Instrucción Andina) y Gendarmería Nacional (Escuadrón 35)”.9 En ese entonces el jefe de la Escuela de Instrucción Andina y, por tanto, jefe del Área 524, según la subdivisión del territorio nacional establecido por las Fuerzas Armadas, era el coronel Julio Cayetano Mario Pelagatti, quien, desde fines de 1977 y durante 1978, había relevado en ese rol al coronel Néstor Castelli, promovido a segundo comandante de la VI Brigada de Infantería de Montaña en la ciudad de Neuquén, cabecera de subzona 52. Desconocemos, y sería importante reconstruir, quiénes eran las autoridades locales de la Policía Federal y Gendarmería Nacional, así como debe considerarse también la evidente complicidad de la Policía rionegrina para liberar la zona, cuyo jefe a nivel provincial en ese momento era el coronel Severo A. Ramos.
Además de la denuncia ante las fuerzas de seguridad, Ana María recuerda que intentó movilizar las redes sociales disponibles, aunque siempre con la cautela propia de quien conocía que la motivación podía estar vinculada a su militancia y no podía ventilarlo. Esa noche durmió sola en la casa, y los niños con la familia Gogna. Al día siguiente, muy temprano, Jorge los llevaría a Bariloche, en donde sus parientes habían conseguido los pasajes para volar a Buenos Aires. Fue en ese trayecto que Ana María hablaría por primera vez de la militancia de Julio con alguien de El Bolsón. Recuerda que Jorge mostró cierta sorpresa, aunque eso no modificó su disposición a ayudarla.
A Buenos Aires llegaron de noche, el hermano de Julio los fue a buscar a Aeroparque y de ahí se fueron con sus suegros. Si bien la situación era angustiante, ella recuerda que no tenía conciencia de que no se trataba de una detención a la que seguiría la prisión política, sino de un secuestro en el marco de una desaparición forzada. Allí comenzarían la búsqueda y allí se quedarían a vivir. En los registros de la escuela a la que asistieron Germán y Adriana quedaron consignadas las “inasistencias justificadas” durante abril de 1978 y el “cambio de domicilio” en mayo de ese año,10 dando cuenta de que la institución se comunicó con la familia, tomando conocimiento del caso.
La víspera de la Navidad de 1983, Otilia, la madre de Julio, envió una carta a la CONADEP en la que describía el recorrido realizado, con nulos resultados.11 Según su relato, tras la denuncia efectuada por su nuera y Gogna en el Escuadrón 35 de Gendarmería, ya en Buenos Aires las mujeres se presentaron ante el Ministerio del Interior -entonces a cargo del general Harguindeguy-, donde se inició un expediente, y presentaron habeas corpus, que fue denegado. También se presentó la denuncia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos en su visita al país en 1979. Reclamaron en el Departamento Central de la Policía Federal y la policía bonaerense, sin novedades,12 e incluso hubo algún rastreo infructuoso desde la policía rionegrina, bajo la jefatura del coronel Severo Ramos.13 Acudieron asimismo al Consejo Episcopal Argentino, donde las atendió el cardenal Raúl Primatesta, y también vieron a monseñor Graciani en el Ministerio de Guerra, pero solo obtuvieron desprecio.
A fines de 1978, alguien llamó por teléfono diciendo que había estado con Julio en el centro clandestino de detención y tortura CCDyT “El Banco”, ubicado en La Matanza, provincia de Buenos Aires. Aún sin poder obtener mayores detalles, esa fue la primera vez que supieron de su cautiverio. En el mismo sentido, en el informe elaborado para Amnesty International por Oscar González y Horacio Cid de la Paz, ex detenidos desaparecidos, se menciona a un hombre con las características de Julio apodado “El Gerente”, que habría ingresado a “El Banco” el 1 de abril de 1978, permaneciendo allí hasta su traslado con destino desconocido en junio de ese año.14
De lo dicho se infiere que el operativo no hizo escala en ninguno de los CCDyT “locales” que funcionaron en las cabeceras de la organización militar establecida, es decir, ni en la Escuela de Instrucción Andina en Bariloche (Área 524), ni en La Escuelita de Neuquén (Subzona 52) ni en La Escuelita de Bahía Blanca (Zona 5). Schwartz fue secuestrado en un Falcon en El Bolsón y trasladado directamente en avión desde Bariloche a Buenos Aires, ingresando al CCDyT ese mismo día. Como señalan dirigentes destacados del movimiento de derechos humanos regional, su secuestro responde a la lógica utilizada por el Batallón 601, cuyos grupos de tareas actuaban por encima de los Destacamentos de Inteligencia del territorio, trasladándose “con total impunidad y sin ninguna dificultad”.15
Secreto a voces en El Bolsón
Sobre el conocimiento que la sociedad argentina tenía sobre las desapariciones mientras estas ocurrían, advierte Crenzel (2008, pp. 38-39) que ignorar y conocer son dos extremos entre los cuales se despliega una diversidad de matices. La cualidad distintiva de la desaparición, “el ejercicio clandestino de una voluntad estatal de exterminio”, supone heterogeneidad en el reconocimiento de la responsabilidad de las Fuerzas Armadas, por lo que, afirma el autor, ni se desconocía por completo -en general hubo testigos y además las personas desaparecían en las redes cotidianas-, ni se conocía plenamente, debido a que en las distintas experiencias intervinieron mecanismos tales como la negación, la evasión y la incredulidad frente a la violencia extrema, así como la resignación, la complicidad, el apoyo e incluso la adhesión de amplios segmentos de esas mismas sociedades. Tales mecanismos se dieron en El Bolsón, como demuestran los testimonios recogidos casi cuatro décadas más tarde en una comunidad que no ha podido o no ha querido incorporar a su historia oficial lo sucedido.
He conversado con diferentes personas que residían en El Bolsón y habían tenido algún tipo de relación con Schwartz. Aunque con matices, todos coinciden en que la noticia no pasó desapercibida. Los testigos hablaron, el pueblo lo supo inmediatamente y los hechos tuvieron lugar entre los comentarios cotidianos. Sin embargo, no hubo manifestaciones públicas, ni de las autoridades ni de la sociedad civil organizada; el secuestro no fue registrado en ningún medio de prensa, ni regional ni local. Tampoco suscitó ninguna declaración por parte de “las fuerzas vivas” que tenían en Julio uno de sus más activos integrantes. Solo conservamos recuerdos acerca de una etapa que recién está comenzando a ser procesada en una localidad que silenció lo sucedido durante décadas. Necesariamente, los testimonios se van moldeando al calor de la posibilidad de ser escuchados, así como de la introspección subjetiva en relación con la propia actitud asumida ante el horror.
Una de las interpretaciones más difundidas entre los sectores más influyentes insiste en que la suerte corrida por Schwartz se vincula a su condición de “foráneo”, lo que habría impedido que “adquiriera los códigos NyC” para insertarse en la comunidad.16 Tal argumento ha vertebrado el relato oficial, mismo que sostiene el intendente Cola, que no reaccionó ni se comunicó con la familia. En el otro extremo, el recuerdo de vecinas y vecinos comunes, que no integraban las “fuerzas vivas” ni tenían demasiado vínculo con los Schwartz, evidencia que, a pesar de la inacción oficial, el comentario estuvo presente en las conversaciones cotidianas, produjo perplejidad en un pueblo cuyo relativo aislamiento limitaba las posibilidades de informarse para gran parte de la población, lo que alimentaba la versión de que “acá no se sintió tanto” y “en algo andaría”.
Pocos testimonios reflejan haberse interesado en conocer quién había sido Julio y por qué lo habrían venido a buscar, una preocupación más explícita entre quienes habían sufrido en primera persona los hostigamientos del terrorismo de Estado, principalmente personal de salud pública. No obstante, otros vecinos llegados en ese entonces también me han manifestado la actitud opuesta: “Un egoísmo de preservación animal”, como me señalara un ex militante del PC, que tuvo asidero en gran parte de la población con algún tipo de inquietud política, logrando el efecto disciplinador buscado. Algo que en El Bolsón atravesó las experiencias de quienes arribaban, con nula relación con Julio y cuya desaparición silenciada por sus principales allegados se convirtió en un hecho lamentable ante el cual nada podía hacerse.
En definitiva, “Todo el mundo sabía, pero no se hablaba”, y como la familia partió enseguida, hay cierto acuerdo tácito acerca de lo inevitable de su invisibilización. Aun cuando la familia volvió varias veces de vacaciones a la zona, no tuvo contacto con la población local, lo que da cuenta de una doble relación de extrañamiento construida entre ambas partes: de bolsoneras y bolsoneros con el afuerino, y de la familia Schwartz con respecto a un pueblo que ignoraba su dolor y le daba la espalda ante su tragedia. En algún sentido, y dado que no habían forjado amistades profundas durante el tiempo que habían vivido en la localidad, puede que efectivamente esto tenga asidero. Sin embargo, nada puede suplir ni explicar acabadamente el silencio general de “las fuerzas vivas” en torno a un caso que, además de afectar directamente a uno de sus integrantes más proactivos, tuvo al mismísimo presidente de la CaReTur como testigo único y principal. Jorge Gogna, de hecho, se terminó yendo a vivir a Villa Gesell al poco tiempo al sentir, recuerda Ana, que la gente lo señalaba como “el amigo del secuestrado”, lo acosaba con preguntas como “Si eras amigo, ¿no sabías en qué estaba?”, y que “Ya no toleraba la vida en El Bolsón, por las presiones, por el aparte que le estaban haciendo”.
Los años siguientes estuvieron signados por un gobierno de facto en manos de un civil con fluidos vínculos con el gobierno provincial y amplia capacidad de gestión para realizar obras necesarias para un pueblo que se proyectaba en franco crecimiento. El Bolsón había logrado posicionarse como “ese lugar en el mundo” cuya tranquilidad no sería alterada por experiencias “ajenas a la armonía local”.
Reflexiones finales
El 1 de abril de 1978 un grupo de tareas irrumpió en la vía pública en El Bolsón y a plena luz del día perpetró el secuestro de Julio César Schwartz, quien continúa desaparecido al día de hoy. Schwartz había arribado a la localidad junto con su familia un año y medio atrás, tras renunciar al Banco Nación en el que trabajaba, haciéndose cargo de la gerencia de uno de los hoteles más importantes de la zona, e integrando activamente la Cámara Regional de Turismo como su tesorero. Aun cuando fuera divulgado entre la población local, convirtiéndose rápidamente en un secreto a voces, el hecho quedó invisibilizado e incluso fue negado por la historia oficial de El Bolsón, un “paraíso mágico y natural”, en el que, se afirma, “la dictadura no se sintió”.
Treinta y cuatro años más tarde, el 30 de marzo de 2012, la comunidad pudo comenzar a resarcir el destierro mediante la colocación de una referencia material explícita en el espacio público. El camino que llevó a la concreción de semejante hito estuvo signado por una constelación de eventos que fueron confluyendo en distintos momentos históricos y desde distintas latitudes, voluntades y experiencias. Así, el trabajo de la Comisión por la Memoria del Banco Nación para evitar el olvido de sus compañeras y compañeros desaparecidos, colaboró para la apertura de un proceso familiar obturado por el dolor y lo traumático de la experiencia; el pedido explícito desde instancias judiciales a la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) local para la reconstrucción del caso en el marco de los Juicios por la Verdad, derivó en la constatación de que los hermanos Schwartz vivían en la región cordillerana, y de allí al surgimiento de hijos Bariloche no mediaron más que un par de años.
La reivindicación del espacio militante como contención afectiva y política fue la condición de posibilidad para que Germán y Adriana pudieran volver a El Bolsón y concretar “la deuda que teníamos con el viejo de traerlo de vuelta a la comarca”, con la muestra “Banco Nación les dice Presente” en 2009, abriendo así nuevas e inimaginadas ventanas para reconstruir la propia identidad, personal, familiar y también comunitaria. Desde entonces, su nombre fue incorporado a las banderas locales del movimiento de derechos humanos, para derivar en el homenaje oficial comentado al principio de este artículo, un logro de la militancia organizada. La historia continúa desandándose con claroscuros de distinta índole, como la película de Marangoni (2014), su estreno y proyección en diversas ocasiones y escenarios incluso extralocales, o la sentencia judicial en 2018 que, a pesar de contarlo entre las víctimas del circuito juzgado -conocido como circuito ABO, por los CCDyT Atlético-Banco-Olimpo-, no pudo dar por probado su cautiverio, dejando más preguntas abiertas y la necesidad de seguir buscando.
Desde la mirada microhistórica, es posible constatar que el proceso de reconstrucción de la memoria se asemeja a una trama infinita compuesta por tantos hilos como vivencias se quieran y puedan aportar y, por ende, con posibilidades de adquirir una densidad, volumen y profundidad formidables. No hay un evento ni un sujeto precisos que determinen por sí solos la ocurrencia del fenómeno, sino que más bien este surge de la confluencia de diversas trayectorias en una misma coordenada espacio-temporal, lo que habilita las condiciones necesarias para que el acontecimiento pueda suceder. Los testimonios sobre las variadas situaciones que confluyeron ponen de manifiesto la densidad que hace falta para contener un proceso tan complejo como lo es la reactivación de la memoria familiar y pública sobre un desaparecido, que a su vez supone múltiples e impensadas derivaciones.
Asimismo, importa destacar que la representación del desaparecido ha virado desde su consideración como “víctima inocente” en los años ochenta, dentro de la narrativa humanitaria apoyada en la teoría de los dos demonios, hasta una variedad de formas que dan cuenta de un pasado que permanece abierto, una justicia todavía en proceso, e innumerables duelos truncos por el carácter incierto de la pérdida. Si bien el desaparecido se ha convertido en símbolo del terrorismo de Estado en Argentina, la noción de víctimas es más amplia y permite visualizar los múltiples efectos que tuvo la represión, no solo en dictadura, sino en las generaciones subsiguientes.
Desde esta óptica, vale preguntarnos por la eficacia de consignas tan extendidas que apelan a “recordar el pasado para no repetirlo”, sin más. Como ha señalado Crenzel (2001) en relación al voto que se dio al ex dictador Antonio Bussi, esa mera invocación abstracta se apoya sobre el falso presupuesto de suponer que el pasado es unívocamente interpretado, cuando en realidad se trata de procesos colectivos, intersubjetivos, complejos en términos políticos, y posibles en la medida en que existan transmisores y receptores de esos sucesos. La posibilidad de interpretar críticamente ese pasado está sujeta a las características concretas del espacio social del que se trate, su historia social y cultural, condicionando los modos en que ese pasado es rememorado.
El caso que nos convoca ayuda a pensar temas y problemas que persisten sobre las desapariciones y la escala micro permite abordar. Desde la dimensión de un pueblo que hacía imposible desconocer el hecho, así como el lugar que ocupaba la víctima en la sociedad local, aun cuando no fuera NyC. El silencio sobre lo ocurrido no fue forjado en el anonimato de una gran ciudad, o en torno a una persona con pocas relaciones sociales, sino sobre un referente de una actividad económica central en la zona. Así, fue posible identificar aquellos procesos locales que habilitaron la inscripción social de la existencia de un desaparecido, ya no como un mero reflejo del acontecer nacional, sino en función de la propia historia local y sus tensiones y alianzas constitutivas.
En la reedición de su libro Los trabajos de la memoria, Elizabeth Jelin (2021, p. 14) se pregunta “¿qué recordar del pasado para construir qué tipo de régimen o qué tipo de institucionalidad democrática? ¿Cuál es el rol que cumplen las políticas de reconocimiento simbólico en la construcción de una ciudadanía activa?”. En esta línea podemos pensar que, lejos de limitarse a conocer “lo que sucedió”, el estudio de pasados traumáticos recientes se propone abrevar en la concientización colectiva acerca de que “eso que sucedió” atravesó íntimamente las relaciones sociales dejando marcas evidentes en todo el tejido y trascendiendo en el tiempo. Mediante la reposición de las voces y experiencias silenciadas, hacer inteligible la trayectoria que asumió la memoria social local y cómo este pasado interpela cuarenta años más tarde a la comunidad “mágica y natural”, pone en cuestión la pretendida ajenidad respecto de los horrores suscitados y nos obliga a asumir que en la medida en que no revisemos las actitudes que como comunidad establecemos frente a las injusticias, estaremos condenados a seguir repitiendo la historia, aun en democracia.