“Peur toujours, peur partout”, afirmaba Lucien Febvre cuando posaba su mirada crítica sobre los siglos pasados. El miedo es una emoción universal humana que aparece cuando se vislumbra un peligro inminente. En torno a esta conceptualización estaban Aristóteles o Kant, si bien el filósofo griego poetizaba al definirlo como la expectación de un mal futuro. El estudio del miedo es un tema que no ha dejado indiferentes a grandes pensadores, como el historiador Jean Delumeau, quien, en su obra El miedo en Occidente, anotaba que individuos, colectividades, incluso civilizaciones, vivían atrapados en un diálogo constante con el miedo, generando sociedades traumatizadas. Si bien su extenso análisis aborda el periodo renacentista, no quedan lejos sus retazos e ideas de lo que podemos vivir en nuestros días, donde la inseguridad y la incertidumbre condicionan y rigen los destinos de la humanidad. También Ulrich Beck exploraba, en la Sociedad del riesgo, el miedo germinado en un siglo XX capaz de generar una increíble tecnología que, además de conseguir unos avances inimaginables hasta el momento, del mismo modo era capaz de una destrucción sin precedentes en la cruz de la misma moneda. A partir de este punto de partida, Ulrich reflexionó sobre la politización de esos riesgos y del enfrentamiento entre ciudadanías y élites. Y no iba desencaminado. El miedo posmoderno, líquido en la fenomenología baunmaniana, necesita reinventarse para seguir generando esa expectación aristotélica. Y los gobiernos y los medios de comunicación lo saben, hasta el punto de acuñar una conceptualización tan perversa como el reloj del apocalipsis.
La política del miedo es una estrategia utilizada en el ámbito político en la cual se busca influir en la opinión pública a través de la generación y manipulación del miedo. Esta estrategia se basa en aprovechar los temores y preocupaciones de las personas para obtener beneficios políticos. Se puede sembrar miedo a través de diversas técnicas:
— Exageración de amenazas: Se magnifican los peligros o se presentan de manera alarmante, creando una sensación de inseguridad en la población.
— Manipulación emocional: Se apela a las emociones primarias, como el miedo, la angustia o el odio, para influir en la toma de decisiones de los votantes.
— Simplificación de problemas: Se presentan soluciones simples y directas a problemas complejos, sin ofrecer un análisis detallado ni considerar las implicaciones a largo plazo.
— Creación de chivos expiatorios: Se señala a ciertos grupos de personas como responsables de los problemas y se utilizan como blancos para desviar la atención de otras cuestiones.
— Difusión de información sesgada: Se seleccionan y presentan datos o hechos de manera parcial, omitiendo información relevante que pueda contradecir la narrativa del miedo.
La política del miedo puede ser utilizada por diferentes actores políticos, tanto gobiernos como grupos de interés, con el objetivo de obtener apoyo, justificar políticas o acciones, o desacreditar a oponentes. Sin embargo, también ha sido objeto de críticas, ya que puede erosionar la confianza en las instituciones democráticas y fomentar la polarización social. Es importante que la ciudadanía esté informada, sea crítica y busque fuentes confiables de información para no sucumbir a la manipulación del miedo y tomar decisiones informadas y racionales.
El sociólogo Santiago Cambero Rivero retoma el estudio de la influencia del miedo en el comportamiento de masas en Rebeldía (inteligente) contra la panicofilia. El texto parte del punto de inflexión que sacudió el planeta en 2020 y que llevó a la humanidad en su conjunto a enfrentarse a un miedo desconocido hasta entonces para una ciudadanía cada vez más empoderada y sumida en una vorágine de idas y venidas en la aldea global mcluhaniana. La pandemia por coronavirus y las posteriores medidas sanitarias conllevaron una serie de restricciones sociales y cesión de derechos, tanto individuales como colectivos, en nombre del bien común. Los poderes políticos escucharon el mensaje de la ciencia y determinaron que un confinamiento era la mejor solución para paralizar el avance del virus; un virus que actuaba con unos patrones ciertamente extraños pero cuyos efectos sanitarios fueron innegables. Millones de personas perdieron la vida como consecuencia directa del agente patógeno más popular en lo que va del siglo. Pero además del mensaje sanitario, los gobiernos entendieron también una premisa que filósofos y otros agentes de las ciencias sociales habían preconizado desde siglos atrás: el miedo amansa a las masas. Hace dos décadas la activista y periodista canadiense Naomi Klein describió la doctrina del shock, que venía a confirmar que tras un hecho o una noticia impactante o traumática aceptamos una pérdida de privilegios o derechos consolidados. Así, tras el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York aceptamos de buen grado el tratamiento humillante que los aeropuertos dan a sus clientes en nombre de la seguridad. Tras una crisis económica, aceptamos con más facilidad la pérdida de derechos laborales o incluso aceptamos con resiliencia
Santiago Cambero analiza el efecto perverso del miedo insuflado de manera vertical para la pérdida de derechos y privilegios sociales. Instituciones políticas y medios de comunicación son sabedores de este comportamiento y alimentan un discurso de miedo permanente. Por miedo aceptamos una serie de medidas y retrocesos en las libertades individuales. Por miedo a lo diferente aceptamos un discurso de odio que nace en los escaños parlamentarios y que se retroalimenta en el escenario mediático. El mensaje repetido constantemente cala en una sociedad que vive en un estado de miedo permanente. Un estado que hace que el ciudadano se someta con más facilidad a los dictados del poder. Pero un miedo sutil, infiltrado poco a poco desde todos los resquicios del sistema y que lleva a convertirse en una droga de la que necesitamos una dosis regular. Una vez que conocemos el miedo nos alimentamos de él. Quien lo ejerce porque se siente poderoso. Quien lo padece porque asume una posición cómoda en la cual los gobiernos aparecen como salvadores de las tinieblas y la oscuridad. Y es precisamente esa necesidad de la ración diaria de miedo a lo que el autor denomina panicofilia. Identifica el autor las crisis como uno de estos alimentos del miedo, ya que genera negatividad y mina la línea de flotación del optimismo colectivo sumiendo la opinión pública en una tensión sostenida que se resuelve aceptando pérdida de derechos. La complejidad de las sociedades, incomprensible para el ciudadano medio, acostumbrado a un ecosistema social de interacciones más sencillas.
Esa complejidad hace que la ciudadanía sea incapaz de comprender en ocasiones los entresijos de los sistemas. Esa situación genera incertidumbre y miedo. Miedo al cambio y miedo al desconocimiento de cómo funciona el mundo que nos rodea. Entroncando ese desconocimiento de cómo funcionan las sociedades complejas podemos llegar al desconocimiento de cómo funciona nuestra propia naturaleza. Términos como efecto invernadero o calentamiento global también llevan a la ciudadanía al pánico ante la posibilidad de enfrentarse a una degradación del entorno que ponga en peligro la propia existencia de la especie. El reloj del fin del mundo es un icono para quienes aceptan el final catastrofista. Quienes defienden que la protección de la naturaleza es innecesaria se apoyan en que para salir del círculo de pobreza es necesario consumir incesantemente recursos naturales. Esa pobreza es también generador de miedo, de incertidumbre. Una pobreza a veces real, a veces percibida mirándose en el espejo del consumo exacerbado de Occidente y sobre todo de Estados Unidos.
La democracia es quizás un escenario en el que sea más sencillo, o debería serlo, escapar del miedo ante lo desconocido o ante la represión por diversos motivos; sin embargo, desde dentro del sistema democrático, y sobre uno de sus pilares básicos como es el derecho a la libertad de expresión surge uno de sus males. Las fake news, noticias falsas, relatos e historias ponzoñadas, son capaces de generar miedo y pánico social ante lo diferente y hacia el otro. Ese miedo es capaz de acabar o al menos medrar y menoscabar las raíces democráticas llamadas a solucionar el mismo problema que han creado.
En definitiva, el autor acuña el término panicofilia como la necesidad del miedo para sobrevivir. El ser humano, desprovisto de un espíritu crítico, puede caer en la necesidad de esta dosis de miedo cotidiano para mantenerse aferrado a los dictámenes facinerosos de las cloacas del poder. Y centra el autor como ejemplo el marco de los sistemas de control impuestos en la pandemia y cómo a partir de ella se hace necesaria una educación crítica para la rebeldía, una solidaridad intergeneracional, y concluye su obra con una serie de criterios éticos para enfrentarse a este mundo complejo con valentía y desterrando ese miedo infundado e impuesto verticalmente.