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Isonomía

versión impresa ISSN 1405-0218

Isonomía  no.32 México abr. 2010

 

Artículos

 

Magia, cultura y derecho

 

Ricardo A. Guibourg*

 

* Universidad de Buenos Aires, Argentina.

 

Recepción: 01/06/2009;
Aceptación: 05/11/2009.

 

Resumen

En este trabajo el autor advierte de los problemas que entraña el pensamiento mágico, ese que cuando lo analizamos y confrontamos con los hechos solemos rechazar, pero que en nuestra vida cotidiana, envuelto en discursos estéticos, solemos dejar pasar inadvertido. Este pensamiento mágico permea al derecho, y pese a los intentos de algunos positivistas (Kelsen, Hart, Ross) de eliminarlo, vuelve hoy al servicio de ideas como los derechos humanos y la autonomía individual. La incorporación de enunciados valorativos (principios) en textos constitucionales, declaraciones, etc., parece orientarnos a la solución correcta de los conflictos. Pero con ello privamos al derecho de su único mérito, brindar un mínimo de certeza normativa, y corremos en pos de la Justicia con la ilusión de que siempre contaremos con jueces políticamente correctos y que nuestras convicciones liberales y democráticas han alcanzado el fin de la historia.

Palabras clave: pensamiento mágico, cultura, derecho, argumentación jurídica, metodología jurídica.

 

Abstract

In this paper the author warns of the problems involved in magical thinking, one that we tend to reject once we confront it with facts, but also one that, wrapped in aesthetic discourses, passes unnoticeably through our daily lives. This magical thinking permeates the law, and despite attempts made by some positivists (Kelsen, Hart, Ross) to eliminate it, returns today to service ideas like human rights and individual autonomy. The incorporation of evaluative statements (principles) in constitutional texts, declarations, etc., seems to lead to the correct solution of conflicts. But the Law thereby is deprived of its only merit, which consists in providing a minimum of normative certainty, and then we run in pursuit of Justice in the hope that judges will be politically correct and that our liberal and democratic convictions will have reached the end of history.

Keywords: magical thinking, culture, law, legal argumentation, legal methodology.

 

1. La ideal inocencia de los niños

En 1897 una niña angustiada por lograr una interpretación confiable del Universo escribió al diario Sun de Nueva York la siguiente carta:

"Querido Editor: Tengo 8 años. Algunos de mis amiguitos dicen que Papá Noel no existe. Mi papá dice: 'Si aparece en el Sun, tiene que ser así'. Por favor, dígame la verdad: ¿existe Papá Noel? Virginia O'Hanlon".

La respuesta del diario ha sido reproducida muchas veces desde entonces1. En lo principal, decía:

Virginia: tus amiguitos se equivocan. Han sido afectados por el escepticismo de una época escéptica. Sólo creen lo que ven. (...) En este gran universo nuestro, el hombre, en su intelecto, es un mero insecto, una hormiga, comparado con el mundo ilimitado que lo rodea, medido con la inteligencia capaz de abarcar la verdad toda y el conocimiento.

Sí, Virginia, Papá Noel existe. Es tan cierto que existe como que existen el amor, la generosidad, y la devoción y tu sabes que éstos abundan y que dan a tu vida su mayor belleza y alegría. ¡Ah, qué triste sería el mundo sin Papá Noel! Tan triste como un mundo sin Virginias. No existirían la fe ingenua, ni la poesía, ni las fantasías que vuelven tolerable nuestra existencia.

(...)

Las cosas más reales en el mundo son aquellas que ni los niños ni los hombres pueden ver. ¿Has visto alguna vez a las hadas bailando en el parque? Por supuesto que no, pero eso no prueba que no estén allí (...). Podrá uno desarmar el sonajero de un bebé y ver qué es lo que hace ruido; pero hay un velo cubriendo el mundo invisible que no pueden rasgar ni el hombre más fuerte ni aun la fuerza combinada de los hombres más fuertes que hayan existido. Sólo la fe, la imaginación, la poesía, el amor, la fantasía pueden correr la cortina y así presenciar la belleza y la magnificencia sobrenaturales que se encuentran detrás. ¿Qué si todo esto es real? ¡Ah, Virginia, no hay nada más real y duradero en todo el mundo! ¿Qué Papá Noel no existe? Gracias a Dios, Papá Noel existe y existirá siempre. Dentro de mil años, Virginia, es más: dentro de diez mil años multiplicados por diez, Papá Noel seguirá alegrando los corazones de los niños".

Muchas personas adultas se enternecen al leer este intercambio de ideas. Ese sentimiento de ternura es el mismo que tradicionalmente ha buscado preservar en los niños la inocencia2 que nos parece el mejor adorno de su edad. Hay en ello, probablemente, mucho de condescendiente y divertido paternalismo destinado a durar poco tiempo: ningún padre trataría de convencer a su hijo de treinta años de que Papá Noel y las hadas existen (y ningún director de periódico se atrevería a intentarlo en su lugar). Sin embargo, la protección que los adultos creen ejercer benévolamente sobre las fantasías infantiles permanece en las mentes de sus destinatarios mucho tiempo después de que ellos dejaron de escribir cartas a Santa Claus o a los Reyes Magos: la disposición mental al pensamiento mágico está presente incluso en los propios adultos que de aquel modo obran y los efectos de tal disposición se extienden a diversos segmentos de sus creencias y actitudes respecto de la vida cotidiana, de la estructura social y, claro está, del derecho. En este trabajo intentaré mostrar los presupuestos de esa forma de pensar, el modo como ellos se perpetúan y se transmiten y sus manifestaciones, no siempre fácilmente advertidas, en el pensamiento moral y en el discurso jurídico.

 

2. Magia y causalidad

En algunos lugares bailaban la danza de la lluvia para buscar remedio a la sequía; en otros, hacían sacrificios a Démeter para obtener buenas cosechas. Muchos temen pasar por debajo de una escalera o derramar la sal; algunos individuos son considerados fuentes de la mala fortuna3, de tal manera que acercarse a ellos o siquiera nombrarlos entraña imprevisibles peligros para quien se atreve a desafiar ese poder.

Cada una de estas supersticiones tiene una explicación racional, aunque no un fundamento plausible. Puesto que algunos fenómenos naturales (la lluvia, la fertilidad) sucedían o faltaban sin que el hombre pudiese controlarlos, los interesados suponían que alguien más debía ejercer poder sobre ellos; y ese alguien habría de ser un espíritu o dios invisible, puesto que de hecho no estaba a la vista. Así como a veces podemos convencer a nuestros vecinos de que hagan algo por nosotros si se lo pedimos por favor, nos congraciamos con ellos o les damos algo a cambio, no parece tan mala idea ofrecer danzas al espíritu de la lluvia o entregar a los dioses (mediante sacrificios rituales) algo que ellos deben apreciar porque los hombres también lo aprecian, como un cordero, cien bueyes (hecatombe) o el primer sorbo de vino (libación). En épocas en que la sal era un producto tan valioso que hasta se usaba como moneda, derramar la sal era un acontecimiento en sí mismo desgraciado. Cuando se observa que una persona se halla presente en diversas oportunidades en las que otros han sufrido infortunios, no es difícil conjeturar que su presencia pudo atraer la mala suerte.

Analizadas en esta perspectiva, las supersticiones exhiben una estructura perfectamente racional en la medida en la que son manifestaciones del razonamiento analógico, el mismo que ha servido para construir las ciencias empíricas de las que la humanidad se siente orgullosa. Si algunas veces llovió horas, o días, o semanas después de la danza ritual, el hecho bien pudo interpretarse como una confirmación inmediata o tardía de la relación entre los fenómenos. Si la danza, en cambio, fue inocultablemente infructuosa, el fracaso puede atribuirse a la interferencia de algún otro factor desconocido (por ejemplo, que el espíritu está enfadado por una ofensa que -a falta de un mapa preciso de la psiquis de la deidad- siempre es fácil identificar conjeturalmente. Hasta aquí, el pensamiento mágico se muestra tan sólidamente fundado en la teoría causalista como las ciencias empíricas. Es cierto que acepta presupuestos supraempíricos. Es cierto también que no sigue un método riguroso en el control de sus observaciones. Pero tachar de supersticioso todo pensamiento que incurra en estas prácticas conduciría a excluir del Olimpo del pensamiento civilizado más ideas y razonamientos que los que estamos dispuestos a desterrar. Después de todo, la propia interpretación causal de la naturaleza se funda en un presupuesto de regularidad que no puede deducirse de la observación ni puede tampoco inducirse de ella a menos que se presuponga esa misma regularidad4. ¿No implica esto interpretar las observaciones de acuerdo con un presupuesto supraempírico? Después de todo, también, ¿cuántas observaciones han de llevarse a cabo para adquirir la certeza científica de una relación causal determinada? Y ¿cuántas veces el fracaso de una predicción conduce a suponer -a menudo con buen éxito- que otro factor causal desconocido interfirió en el experimento? La semejanza aún se agiganta cuando nos remitimos a la vida cotidiana. En efecto, a cada momento adoptamos creencias (que tal vez llueva esta tarde, que tenemos buenas perspectivas de obtener un aumento de sueldo, que cierta persona es la mujer -o el hombre- que nos hará felices) y también actitudes (llevar paraguas, pedir el aumento, casarnos) que se fundan en observaciones insuficientes, fragmentarias e interpretadas sin rigor metódico alguno. ¿Qué diferencia hay, pues, entre el pensamiento mágico y nuestro razonamiento sensato de todos los días?

Es posible aducir que nuestras creencias y decisiones cotidianas acaban por cotejarse con la observación, que hasta cierto punto demuestra si ellas fueron acertadas o erradas, en tanto el pensamiento mágico no ofrece ese flanco: el fracaso del rito puede atribuirse a que no lo hemos cumplido con suficiente fe, o a que no nos hemos purificado de alguna culpa olvidada, o a que la conjunción astral no fue propicia a nuestro propósito. Esta diferencia sirve, no sin debates y controversias5, para trazar la demarcación entre superstición y ciencia y, en el ámbito privado, para distinguir entre el análisis racional de la realidad y la simple corazonada. También influye en la distinción el alcance que pretendemos dar a nuestras afirmaciones: para nuestro uso individual, en el que sólo nos hacemos responsables frente a nosotros mismos, nos sentimos libres de seguir nuestros impulsos; en cambio, cuando se trata de fundar en ellos consecuencias que afecten a terceros, aceptamos límites fundados en la plausibilidad intersubjetiva de los métodos a emplear para fundar aquellas creencias o actitudes.

Hasta aquí, y aun con todas sus dificultades teóricas, el planteo no exhibe aristas demasiado inconvenientes: apenas sugiere la conveniencia de tolerar que el comensal a nuestro lado se niegue a tomar el salero de nuestra mano y exija que lo dejemos sobre el mantel, sin necesidad de compartir por eso sus temores supersticiosos. Los problemas serios aparecen cuando liberamos el pensamiento mágico de toda atadura empírica, al identificar parcialmente la realidad con nuestros deseos; cuando tomamos la tradición (a menudo de contenido mítico) como una fuente de conocimiento; cuando identificamos nuestras más caras aspiraciones con un trasfondo inevitable y trascendente de la realidad y proyectamos esta manera de pensar a ciertos segmentos del discurso que influyen en nuestras reglas de convivencia. En otras palabras, cuando el pensamiento mágico se interna en el campo de la argumentación jurídica.

 

3. Los juristas entre las hadas

El hombre, cualquiera sea el grado de cultura que haya alcanzado, está sometido a un bombardeo de ideas cargadas de magia. Ese bombardeo influye tempranamente en su manera de pensar y acaba por determinar ciertos límites del "pensamiento correcto". Se trata de ideas que no gozan de gran credibilidad consciente, pero se hallan de tal modo integradas a la civilización que de todos modos tienden a moldear opiniones y actitudes.

Así, pues, el crimen no paga, en tanto la virtud es siempre recompensada más tarde o más temprano; el menor acto de benevolencia que tengamos hacia los demás será probablemente recordado un día y tenido en cuenta a nuestro favor; nuestros padres siempre han sido sabios a su manera, aunque nosotros no supiéramos apreciar su sabiduría; lo más valioso del ser humano son sus sentimientos, que nos conducen a adoptar las decisiones correctas con mayor seguridad que los conocimientos o el razonamiento; la voluntad todo lo puede: cada quien es artífice de su propio destino y, si realmente se lo propone, es capaz de vencer cualquier obstáculo. Sin embargo, debe esforzarse por conocer la misión trascendente que le ha sido encomendada, para llevarla fielmente a cabo y no vivir una vida equivocada. De todos modos, en este tema podemos confiar en el destino, que -si sabemos descifrarlo- sabrá guiarnos hacia la suerte que nos ha sido reservada. En este aspecto los videntes y adivinos no son confiables, pero en sus predicciones, aun en las de los más obvios charlatanes, suele esconderse una verdad insospechada. La muerte es irreparable, pero no es absoluta: nuestros seres queridos nos miran con cariño desde el más allá y en ciertos casos nos protegen, especialmente si se lo pedimos. Las circunstancias desgraciadas que "nos toca vivir" (expresión que indica alguna forma de reparto trascendente) son, bien miradas, otras tantas oportunidades de buscar la felicidad de modo alternativo o, al menos, de retemplar nuestro carácter. La vida es el mayor de los valores sobre la tierra, de manera tal que una sola vida vale más que todas las riquezas del mundo; el honor, sin embargo, vale más que la vida, y lo mismo puede decirse de la libertad. En consecuencia no debemos quitar la vida a nadie, porque se trata de un don sagrado; pero quien usa mal su libertad, llegado el caso, puede perder su vida a nuestras manos o a las del verdugo, porque cada quien debe hacerse responsable de sus actos (especialmente de sus culpas) y el derecho de defensa se extiende a nuestra vida, a nuestro honor, a nuestra seguridad y, en ciertos casos, a nuestra propiedad. Si somos contrarios a la pena de muerte, podemos sin embargo aprobar la de prisión, porque en estos casos la libertad es un bien inferior a la vida. El ideal de la perfección es la solidaridad con todos los seres humanos, más allá de razas, religiones, culturas o condiciones sociales; pero la caridad bien entendida empieza por casa y nuestro primer deber es asegurar a nuestros hijos la educación y el nivel de vida mejores que podamos alcanzar para ellos: la pobreza de los otros, después de todo, es una condición históricamente natural y, desde cierto punto de vista, un don del cielo cuando cada uno sabe mantener su lugar. Nuestra felicidad, si la tenemos, es seguramente un premio por nuestro buen corazón, ya que -de paso- esta viscera es el centro de los sentimientos más elevados y, en especial, del amor. El amor tiene distintos grados: el más sublime es el de una madre por su hijo, en tanto el de un hombre y una mujer sólo alcanza la perfección si va más allá de la torpe atracción sexual y se manifiesta en una relación eternamente fiel y monogámica, en la que ambos participantes sean estrictamente iguales pero la mujer sepa cocinar y esté siempre atenta a las preferencias de su marido. Los avances científicos y tecnológicos son deseables, pero perfectamente prescindibles: la naturaleza contiene en sí misma la perfección y la armonía; la humilde sencillez de la ignorancia trae a menudo más felicidad que el estudio, cuyo exceso, además, puede alejarnos de la verdadera sabiduría.

La manera que postulamos para que el derecho trate a las personas está presidida por la idea, ya mencionada, de que la voluntad todo lo puede (lo que permite responsabilizar a un individuo de sus actos, cualesquiera sean las circunstancias en las que haya transcurrido su vida). Quien comete un acto dañoso bajo amenaza de muerte no hace mal, porque la vida es lo más valioso; pero quien entrega su vida para no cometer el acto es un héroe, porque ha dispuesto de su propia existencia por una buena causa, sin que esta aprobación alcance tan claramente a los suicidas. Una fuerte constricción inmediata (como una amenaza de muerte) nos releva de responsabilidad por lo que hagamos bajo su influjo; pero una constricción más remota (como el tipo de educación que tuvimos o el mal ejemplo recibido de nuestros mayores) goza de poca credibilidad como eximente de culpa, aunque se insista cotidianamente en su influencia genérica.

Los seres humanos pueden cometer actos buenos o malos indistinta y sucesivamente, pero los personajes del mundo mágico tienen caracteres permanentes: los ogros comen carne humana, las hadas son benévolas, las brujas son malignas. De manera semejante, nuestros usos lingüísticos acogen esta peculiaridad acríticamente (al menos, para la mayoría de las personas) y las trasladan al campo del derecho y al de la política, por medio de ciertos presupuestos recónditos de la moral.

Para empezar, la calificación de las acciones se transfiere a sus autores como si eso definiese a las personas. Quien comete un acto de corrupción es un corrupto. Quien comete un delito es un delincuente. Quien dice una mentira es un mentiroso. Quien hace lo que aprobamos, en cambio, es bueno, generoso, altruista6. Y a partir de esa generalización del acto al autor, inducimos (al menos salvo prueba en contrario) las características de cualquier otro acto de los mismos autores7. Por eso nos parece tan absurdo oír cómo los torturadores, luego de una larga jornada de trabajo con picana, parrilla y submarino, llegan a su casa, besan a su mujer y juegan amorosamente con sus hijos: nos parecería más "lógico" que se entretuviesen pinchando los ojos de su bebé recién nacido.

Por otra parte, se supone que los jueces hacen justicia. El sistema judicial suele llamarse administración de justicia, lo que indica que la justicia es un bien o un servicio y que sus fieles administradores lo distribuyen entre los ciudadanos como los panes y los peces del relato evangélico. Pero también se encuentran sujetos a la ley, y por eso se les exige que juren aplicarla. La ley es vaga y la Justicia es materia de apreciación subjetiva, pero es obvio que, desde el punto de vista de un mismo observador, la aplicación de la ley puede no ser justa. La tradición ha elevado esta perspectiva a la categoría de adagio: summum ius, summa iniuria. Y ha supuesto la existencia de un valor auxiliar, la equidad, que no sólo suaviza los excesos de la ley, sino incluso los de la Justicia. La equidad se define a menudo como la Justicia del caso particular, lo que no deja de ser curioso ya que todos los casos concretos son particulares y, si la equidad fuera sí/justicia, la Justicia "general" carecería de campo de aplicación8. Pero la tradición elige no prestar atención a las contradicciones que ella misma señala: seguramente supone que los jueces, junto con su tarea que suele calificarse de augusta9, reciben alguna clase de poder mágico que los habilita para satisfacer a la vez su conciencia (que, contra toda verificación, suponemos siempre certera), la Justicia (que no depende de ella) y la ley (que el juez ha jurado aplicar). Así como la magia de los prestidigitadores consiste en la habilidad de los movimientos unida a la capacidad de distraer al público con sus palabras y gestos para ocultar el truco, la magia que permite a los jueces cumplir a la vez esas dispares exigencias opera mediante la vaguedad de las palabras, la persistente ambigüedad de la epistemología que se emplea para reconocer el derecho, la realidad que se supone livianamente detrás de cada vocablo, la verdad que se atribuye a ciertos juicios de valor y la mayor o menor habilidad literaria que permite construir argumentos convincentes con términos de definición subjetiva y difusa.

La mayoría de estos elementos arguméntales, poco fundados en la observación empírica, sirven un esquema ideológico en el que cualquiera puede hallar fundamentos para sus pretensiones y quienes tienen mayor poder de hecho pueden justificar las propias con mayor contundencia, a partir de sus más amplios recursos para la comunicación colectiva. Pero puede parecer curioso que tantas personas, incluso aquellas que menos gozan de los beneficios del poder, adhieran de modo tan entusiasta como subconsciente a algunas o a muchas de aquellas ideas, así como que lo hagan tantos individuos dotados de un elevado nivel de cultura.

Es que precisamente en la cultura se ha enquistado el pensamiento mágico; en especial en la parte de la cultura que disfruta de las palabras y se conmueve ante las imágenes. El blindaje que recubre ese quiste es la belleza, por lo que convendrá examinar por un momento el funcionamiento de la emoción estética.

 

4. Arte y comunicación

El lenguaje (hablado o escrito) sirve para transmitir ideas. Pero reconocer este hecho es por sí solo insuficiente. "Transmitir" una idea importa transportarla de un cerebro a otro, así como un metal transmite el calor o un cable transmite corriente eléctrica o mensajes telefónicos. Pero esto, aunque se admita respecto de los objetos, los fluidos o las palabras, no sucede estrictamente con las ideas. La idea del emisor se codifica en palabras y el mensaje, una vez transmitido, no hace otra cosa que suscitar una idea en la mente del interlocutor. El lenguaje tiene la capacidad para suscitar ese fenómeno, pero la perfección de esta supuesta "transmisión" depende de la coincidencia de códigos (otro tanto pasa con el teléfono o el fax: a diferencia de la carta, que sí se transporta físicamente, sólo generan cambios en elementos que ya formaban el entorno del receptor: papel, tinta, aparato, aire. Y, además, el mensaje está en el medio pero no es el medio (pese a la aguda metáfora de McLuhan): su lectura correcta depende del código del receptor y de su coincidencia con el del emisor.

El mensaje, pues, depende siempre de algo que ya se encuentra instalado en el receptor. Pero hay grandes diferencias acerca de cuánto dependa de elementos de esa clase.

En la comunicación que pudiéramos llamar "perfecta", emisor y receptor tienen conciencia clara y explícita de todas las coincidencias necesarias. En esas condiciones, el mensaje recibido coincide previsiblemente con el emitido de manera completa. Pero hay que reconocer que aquella perfección rara vez se da en la práctica, salvo cuando se emplean códigos artificiales, de signos unívocos y perfectamente definidos; la lengua materna se aprende por imitación temprana, de modo que aun sus palabras más precisas adquieren para cada hablante matices sutiles, diversos y a menudo ignotos que provienen de las circunstancias en las que el vocablo fue oído durante su infancia.

En la mayoría de los casos, sin embargo, las divergencias entre el código del emisor y el del receptor no son demasiado graves: no superan el umbral práctico que habilite su identificación como problema10 y, en consecuencia, permanecen ignorados.

Semejante situación es peligrosa porque, aun por debajo del umbral de percepción del problema, las divergencias de código influyen en la comprensión de los mensajes. Y, como a mayor vaguedad de una palabra más alto es aquel umbral, los interlocutores pueden creer que se entienden cuando sus oraciones, aparentemente coincidentes, están en verdad concebidas en diferentes idiomas.

El caso clásico de este fenómeno es la metáfora, donde el emisor tira una botella al mar con la esperanza de que el receptor la pesque con su propia red11. Pero también sucede que el emisor pretenda ante todo expresarse en su metáfora y encomiende implícitamente al receptor hacer con ella lo que quiera, pueda o sepa12.

El colmo de la metáfora es la música13. En ella, la comunicación rara vez contiene ideas, pero despierta sentimientos según códigos sumamente imprecisos que están en la cultura compartida: marcha, vals, tango, blues, la Gran Pascua Rusa, Wagner, Chopin significan cosas distintas, pero esas cosas no son ideas, o al menos no son ideas claras. En cada caso se trata de sentimientos, de climas mentales, de recuerdos personales vagamente agrupados junto con alguna emoción. Suponemos que existe algún grado de correspondencia entre los sentimientos del compositor y los que la pieza suscita en el oyente, pero no hay manera de verificar ni de medir ese grado de correspondencia, que queda librado a su suerte con el resguardo de que la música nunca causa daño. En ciertos casos, el sentimiento que se intenta expresar o transmitir es puramente estético y depende de códigos musicales aún más sutiles: ahí puede advertirse la diferencia entre Bach y Beethoven.

Ahora bien, es un hecho inquietante que fenómenos de la metáfora cercanos a la música seducen la mente del receptor (lo quiera o no el emisor, que de todos modos rara vez es reacio a ello) con independencia de los contenidos. Hay oradores que seducen a su auditorio con la música de sus palabras de tal suerte que el mérito que resida en su significado se vuelve pragmáticamente secundario. Hay estilos que, cualquiera sea el pensamiento que con ellos se exprese, tienden a encantar al público y conducen a sus oyentes o lectores a repetir y admirar sus manifestaciones14.

Claro está que ese fenómeno depende de una inconsciente valoración de la forma por encima del contenido o, tal vez con mayor propiedad, de la confusión entre forma y contenido, en consonancia con un código aproximadamente mágico. La cultura que absorbemos desde nuestro nacimiento identifica e impone algunos códigos: el idioma, sobre todo. Pero impone muchos otros códigos que no identifica, como la filosofía que subyace a la estructura lingüística y los principios y valores implícitos en los cuentos de hadas. La mente poco dada al análisis da todos los códigos por sentados y supone que otros no son posibles: éste es el primer y decisivo paso para adoptar una actitud conformista de credulidad. El pensamiento mágico es beneficiario de esta tendencia.

Los fundamentos del pensamiento mágico (la confusión entre deseo, tradición, fantasía y realidad, el valor argumental que se concede a la metáfora por sí sola) no son fáciles de aceptar: de hecho, son habitualmente rechazados cuando se los juzga explícitamente a la luz de los hechos. Pero, en la desprevenida rutina cotidiana, las personas los aceptan con cierta levedad gracias a la literatura y a la belleza. Y encuentran para ello la coartada ontológica de todo un "mundo espiritual", algunos de cuyos segmentos se hallan protegidos por la fe religiosa, propia o ajena.

Sería exagerado, sin embargo, culpar a la religión por nuestras dificultades metodológicas. Todo el pensamiento mágico, incluso la superstición, goza de una amplia cobertura cultural que no está hecha de fe, sino de belleza: desde la mitología griega hasta Tolkien, pasando por Andersen, Perrault y los hermanos Grimm, nos han habituado a un modo de pensar que tiene sus propias reglas, ajenas en parte a las del mundo real, y que dispone nuestras emociones para que, en las circunstancias apropiadas, tiendan un velo capaz de disimular sus inconsistencias y sus mecanismos inverificables. Entiéndase bien, no se trata de ocultar tales defectos, que siempre serán reconocidos por nosotros como algo obvio: lo que hacemos es no prestarles atención cuando vienen envueltos en la coartada de la estética.

El proceso no es consciente: sanamente acostumbrados a leer la ficción sin pretender su veracidad y a comprender la fantasía según las reglas que ella misma se impone, pero también impulsados por una inveterada ontología a conceder cierta forma ideal de realidad a cualquier creación de la mente, vemos desdibujarse en nuestro criterio la frontera entre lo que verificamos, lo que creemos, lo que nos gustaría creer, lo que preferimos que otros crean, lo que algunos han creído en el pasado y lo que simplemente juzgamos hermoso aunque nadie lo haya creído jamás. Esta suave confusión tiende a liberar la metáfora de su necesario anclaje en el mundo de lo concreto y, por vía de imágenes osadas, vagos sobreentendidos, sutiles toques en las emociones subconscientes y el poder musical del lenguaje, nos conduce a menudo a aceptar la magia fuera de la literatura y a no ejercer un alto nivel de rigor metodológico para valorar las palabras con las que sostenemos u oímos sostener la realidad de aquello que deseamos.

 

5. Las dificultades prácticas en la teoría del derecho

El discurso jurídico es especialmente lábil al mecanismo descripto. En primer lugar, porque una de sus funciones (la principal o acaso la única, para muchos especialistas) consiste en persuadir al otro, en debilitar subjetivamente sus defensas arguméntales, en aparentar que el ejercicio del poder, tal como se lo sufre, es el reflejo de una voluntad trascendente o, por lo menos, la única consecuencia posible de circunstancias que debemos aprobar como moralmente deseables o reconocer como objetivamente inevitables. En segundo lugar porque, consecuentemente, no se intenta distinguir con certeza nuestros deseos de la realidad y las iniciativas que han intentado hacerlo (como el positivismo metodológico) son corrientemente denostadas como inútiles y aun como contrarias a la dignidad del hombre. En el tercero, cabe señalar que todo lo referente a las aspiraciones e intereses del hombre se halla recubierto desde la antigüedad por una densa capa de sacralización que supone imposible penetrar su realidad trascendente, somete las prácticas a ritos (como los del juicio oral, especialmente si se decide por jurados) y convierte a jueces y abogados en sacerdotes de un culto aproximadamente laico.

En estas condiciones, algunas opiniones más o menos recibidas abonan el terreno para que crezca sin trabas la rama dorada que sirviera de símbolo a Frazer15. Una de ellas sostiene que, dado que el hombre es libre para adoptar sus decisiones y las condiciones en las que lo hace son únicas e irrepetibles, es vano en última instancia todo intento de apresar su diversidad mediante prohibiciones u obligaciones generales. Otra, que la sabiduría de los antiguos es insuperable y apenas puede complementarse con actualizaciones que respeten su espíritu. Una tercera, que los procedimientos exactos y los avances tecnológicos sólo deben incorporarse con precaución y parsimonia, pues pueden ser inapropiados para contener, expresar o transmitir lojusto, y que, por cierto, cualquier intento por medir la Justicia es ridículo; no porque ella no pueda ser suficientemente apreciada sino porque su naturaleza no es mensurable mediante unidad alguna. Una cuarta, relacionada con ésta, indica que el derecho que se halla en juego en cada caso está a la vista de todos y puede ser mejor advertido por las mentes sencillas que por los estudiosos intoxicados de saber libresco16.

La incertidumbre que se predica como característica inevitable y aun deseable de las normas generales contrasta con la certidumbre atribuida a las soluciones concretas. El legislador debe resignarse a regir a los individuos desde lejos, sin seguridad alguna de que su voluntad ha de llegar al caso concreto. El juez, en cambio, tiene a la vista todas las circunstancias del caso17 y, con ese conocimiento, está en condiciones de extraer del derecho (del que la ley es una manifestación menor) la solución adecuada, para lo que a la Justicia ha de agregar la equidad.

El paquete mágico, de esa manera, queda bastante bien atado. Cada caso tiene una solución, en cuya búsqueda la ley aporta apenas una guía. la Justicia, fuente última de esa solución, está a la vista pero, dado que su percepción puede hallarse sujeta a distorsiones, su determinación queda a cargo del juez, dotado de cierto poder trascendente para decidir con equidad. El magistrado puede equivocarse, pero no es fácil advertirlo porque cada caso tiene infinitas características y, por lo tanto, podría requerir una solución particular. De todos modos, queda abierta a los especialistas la posibilidad de discutir la decisión cuando ella vulnere alguno de los principios que, por ser fundamentales, pueden extraerse fácilmente de la naturaleza del hombre, de su dignidad y de las necesidades de una convivencia social decente.

Argumentos de este tipo han sido esgrimidos a lo largo de la historia con cambiantes objetivos, ya sea a favor del poder teocrático medieval, del humanismo renacentista, de la revolución fallidamente igualitaria que surgió del lluminismo, de las persecuciones stalinistas, de la política sangrienta del Tercer Reich, de la defensa del estado democrático o de las diversas tesis que hoy se contraponen entre sí en materia de bioética. La corriente positivista, representada con distintos matices por Kelsen, Hart y Ross, hizo lo posible para advertir las falencias epistemológicas de un pensamiento semejante, pero no propuso en su lugar un catecismo interpretativo. Hoy, cuando las tiranías políticas se hallan en retirada y el mundo tiende a discutir planes sociales, preferencias aduaneras y regímenes de apoyo a la producción, el discurso jurídico enraizado en el pensamiento mágico vuelve por sus fueros para servir de base al desarrollo de los derechos humanos, a la autonomía individual y al respeto de la diversidad18. Y lo hace montado sobre cierto consenso, ahora liberal y democrático.

El panorama es políticamente alentador, pero desde el punto de vista metodológico adolece de las mismas fallas de siempre: no logra estructurar un pensamiento jurídico consistente a menos que se presuponga cierto puñado de ideales y, aun en ese caso, no provee un medio confiable para dirimir las controversias.

La diferencia consiste acaso en que, una vez debilitados los presupuestos más fuertemente metafísicos, se hace más fácil señalar las dificultades pragmáticas del pensamiento mágico-jurídico. Hoy, cuando ya no vale la pena ser iusnaturalista porque el debate acerca del contenido de los principios de justicia se ha convertido en parte de la interpretación constitucional, los ojos de los demócratas están puestos en los derechos fundamentales con la misma fascinación con la que los ojos de los poderosos de otrora se fijaban en la doctrina de la Iglesia. Hemos redescubierto el Bien, porque logramos, hasta cierto punto, que el espejo de la Justicia reflejase nuestras más caras aspiraciones. Y, convencidos de esto, encontramos la verdad jurídica en el análisis valorativo de enunciados bien intencionados pero sumamente vagos, sacralizados ahora por los textos de constituciones, declaraciones y convenios internacionales. Esos textos enuncian principios; y la aplicación ponderada de esos principios generales, aun por encima de la ley misma, marca el camino de la solución jurídicamente correcta de los conflictos19.

El esquema descrito precedentemente permite imaginar un ejemplo demostrativo. Supóngase una constitución - o un modelo de constituciones apropiado para cualquier país - que tuviese el siguiente texto:

Artículo 1o. Todos los habitantes de la Nación están obligados a obrar con justicia y, en su caso, con equidad, en cualquier circunstancia en la que se hallen en juego derechos o intereses de terceros.

Artículo 2o. El que no obrare de acuerdo con las normas precedentes será responsabilizado o reprimido de modo acorde a la persona del infractor y proporcional a la gravedad del hecho cometido, habida cuenta de la importancia de los derechos afectados.

Artículo 3o. Deróganse todas las demás normas generales vigentes hasta el momento.

Es claro que un sistema semejante sería inaceptable. No porque las normas que lo componen fuesen injustas, sino por su extrema vaguedad. Cada uno, aun de buena fe, quedaría habilitado para conjeturar el tipo de conducta que en un caso concreto es jurídicamente exigible, o la clase de reacción que merece quien no la cumple. Sin embargo, o tal vez por eso mismo, sería difícil encontrar un solo individuo que se mostrase disconforme con el sentido de la ley, y no faltarían quienes la ensalzasen como la recepción más completa del principio universal de la Justicia.

En la medida en la que asignamos preeminencia casi excluyente al logro de los objetivos que juzgamos justos y recurrimos crecientemente al uso de principios morales para atribuir contenidos al derecho, a la vez que menospreciamos las ventajas colectivas de lo formal, nos dirigimos en la práctica hacia un estado de cosas semejante al representado por la breve constitución del ejemplo propuesto. Privamos al derecho de lo que es acaso su único mérito, brindar un mínimo de certeza normativa, y corremos en pos de la Justicia con la ilusión de que siempre contaremos con jueces políticamente correctos y que nuestras convicciones liberales y democráticas han alcanzado el fin de la historia y prevalecerán para siempre.

Pero, si nos atrevemos a despejar por un instante la bruma del pensamiento mágico, podremos examinar la situación a la luz de la conveniencia práctica. Veremos entonces que, ahora como en el pasado, la pretensión de justicia a ultranza para el caso individual tiende a dispersar los criterios de decisión y a disminuir las garantías que emanan del sistema fundado en normas generales, al que hemos dado el nombre de estado de derecho. Advertiremos que vivir en un estado de derecho impone ciertos sacrificios, aun en términos de justicia, a cambio de algunas seguridades permanentes y colectivas. Y no esperaremos que Papá Noel, revestido de la toga judicial, deshaga todos los entuertos mientras contemplamos cómo los principios, bajo la forma de hadas encantadoras y generosas, danzan en el parque del Derecho.

 

Notas

1 Los textos han sido tomados del diario Página 12, Buenos Aires, 26/12/04.

2 Según el Diccionario de la Real Academia Española, "inocente" significa, en su primera acepción, "libre de culpa"; en la tercera, "candido, sin malicia, fácil de engañar" y, en la quinta, "dicho de un niño: Que no ha llegado a la edad de discreción". Es posible conjeturar que la ternura (calidad de "afectuoso, cariñoso y amable", según el mismo Diccionario) que sentimos ante este último significado tiene relación con la aplicación de la carga emotiva de la primera acepción al contenido descriptivo de la tercera, toda vez que la quinta parece poco menos que analítica.

3 Este fenómeno, llamado yeta en la Argentina y ¡ella o iettatura en Italia, que en España vale a su portador el calificativo de gafe, no atribuye necesariamente a esta persona una naturaleza maligna, sino la calidad de inocente catalizador de la mala suerte que será sufrida por su entorno y no por él mismo.

4 Cfr. Hospers, John, Introducción al análisis filosófico, Madrid, Alianza, 1976, tomo I, pp. 384 y ss.         [ Links ]

5 Puede observarse que esta introducción hipotética de circunstancias determinantes de la excepción es semejante a la enunciada precedentemente acerca de la suposición de factores causales desconocidos. A la vez, cabe responder que estos factores desconocidos se postulan, al menos, como entidades susceptibles de verificación ulterior.

6 Esta generalización, cuando se ejerce a partir de actos distintos, puede llevar a calificaciones curiosamente contradictorias, como la del buen ladrón, la del homicida clemente o la del amable estafador.

7 La doctrina penal, desde la óptica liberal de las garantías y de los derechos humanos, reacciona fuertemente contra el llamado delito de autor. Sin embargo, la gente común tiende a la estigmatización del delincuente antes que a la confianza en su redención, readaptación o reeducación. Pero aun estos últimos tres benevolentes vocablos, a su vez, dan por supuesto que la comisión de un delito implica que en el autor hay algo intrínsecamente perverso (irredento, inadaptado, mal educado) que ha de conducirlo a reincidir a menos que se haga algo para corregir esa falla.

8 La relación y la diferencia entre los más que vagos conceptos mencionados con las palabras "justicia" y "equidad" provienen de un malentendido tradicional (Cfr. Guibourg, Ricardo A., El fenómeno normativo, Buenos Aires, Astrea, 1987, pp. 118 y ss).         [ Links ]

9 En latín, augusto significa, ante todo, santo, consagrado (cfr. Diccionario Vox, Barcelona, Bibliograf, 1983).         [ Links ] En castellano, el Diccionario de la Real Academia le atribuye el sentido de "que infunde o merece gran respeto y veneración por su majestad y excelencia".

10 Si se analiza mediante algún ejercicio de introspección el uso que damos a la idea de problema, puede advertirse que esa calificación requiere, al menos, las siguientes circunstancias: 1) un modelo descriptivo de cierto segmento de la realidad, que abarca ciertas características que juzgamos relevantes; 2) un modelo prescriptivo (deseable) del mismo segmento, trazado a partir de juicios de relevancia semejantes que permitan la comparación; 3) una divergencia entre los dos modelos y 4) que la magnitud de esa divergencia supere cierto umbral de tolerancia subjetivamente determinado.

11 Ésta es una metáfora deliberada. Su significado llano puede traducirse así: el emisor expresa su idea mediante una comparación implícita y seguramente susceptible de varias interpretaciones, con la esperanza de que el receptor, desde su propio sistema de pensamiento y afectado por sus propias emociones, asigne a las palabras que oye el mismo significado que el emisor quiso darles.

12 Un ejemplo dentro de la filosofía del derecho: "Poner la mirada no en el contenido puramente lógico, o en el juego de categorías racionales presentes en el diálogo, no en la red conceptual que criba los discursos del amor para obtener el resultado final de la contemplación de las Ideas ganadas a partir de los sucesos del amor. Desinteresarse del enlace entre Eros y Eidos, romper el proceso de producción de las formas y las más altas verdades; apartar la red que se arroja sobre los placeres del vino y del amor para ubicar a éstos en el cuadriculado del Saber y el conocimiento. Desarticular los montajes formados para que el Filósofo pueda en la cúspide celebrar al Eros-Verdad, he aquí todo lo que se propone el nuevo régimen de lectura de Hans Kelsen" (Mari, Enrique E., "Hans Kelsen. La doctrina del eros platónico", en Mari, Enrique E. y otros, Materiales para una teoría crítica del derecho, Buenos Aires, Abeledo-Perrot, 1991, pp. 29-30).         [ Links ]

13 Cfr. Carnap, Rudolf, La superación de la metafísica por medio del análisis lógico del lenguaje, México, UNAM, Cuaderno 10, 1961, p. 33.         [ Links ]

14 Es un lugar común en la Argentina la cita de un político que era considerado un gran orador: "El que camina el camino de su tiempo argentino no llegará nunca, pero llegará siempre".

15 Cfr. Frazer, James George, La rama dorada, México, FCE, 1969.         [ Links ]

16 En El mercader de Venecia, de Shakespeare, Porcia, dama discreta pero lega, hace justicia en el caso mediante un argumento más que dudoso y en un contexto discriminatorio que hoy se juzgaría políticamente incorrecto. El inculto pero sensato Sancho Panza expide soluciones certeras en la ínsula Barataría. Nótese que ambos personajes hacen el papel de jueces y no el de legisladores, lo que tiende a traducir la idea de que toda justicia es individual.

17 La relevancia y la imprevisibilidad de las circunstancias del caso es una idea ciertamente mítica. Si bien cada caso -como cada objeto- tiene infinitas características, son muy contadas las que exhiben algún valor como variables jurídicas del caso. El culto de la incertidumbre encubre aquí la perspectiva de aplicar discrecionalmente diversas normas en casos sucesivos. Se trata del mecanismo identificado como laguna axiológica, cfr Alchourrón, Carlos E., y Bulygin, Eugenio, Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y sociales, Buenos Aires, Astrea, 1974, pp. 157 y ss.         [ Links ]).

18 Los objetivos alguna vez perseguidos, incluidos las persecuciones medievales y el nazismo, siguen presentes en ciertos segmentos de la sociedad: los nuevos ideales, al superarlos históricamente, sólo los tapan como capas geológicas posteriores.

19 Cfr. Dworkin, Ronald, Los derechos en serio, Barcelona, Planeta-Agostini, 1993.         [ Links ]

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