The butter wouldn’t melt so I put it in the pie…
Me parecía que, otra vez, iba a llover. Estaba yo comiendo y conversando plácidamente, sentado a una de las orillas del monumento a la fundación1, pues me había propuesto visitar el club o plantón de pachecoides que se había ahí acomodado, según me dijeron, desde hacía ya varios meses, a fin de resolver una que otra inusitada pregunta sobre el uso de la mota para aliviar el mal de amores, y ya me andaban convenciendo de comprarles un sobrecito de cincuenta pesos, que disque de inigualable tono y calidad, cuando una camioneta gris —por cuyo brillo y dimensiones me pareció el colmo de la machuchonería tripulada— se detuvo en seco frente a nosotros y alguien de dentro, que iba atrás, bajó la ventanilla y me dijo gritando:
—¡Socratitos!, ¡ven!, ¡súbete!
Yo, sorprendido, me paré de brinco y, al apenas reconocer el rostro de aquel personaje que me convocaba, no tuve ocasión más que de disculparme con tan risueños camaradas, así que, dejando a uno de ellos la tlayuda a medio terminar, caminé de prisa hacia la puerta que ya tenía abierta un cortés guardaespaldas y subí al vehículo. Se trataba no de otro sino del mismo Arturo Zaldívar, ministro de la Suprema Corte y no menos que su presidente, con quien no dialogaba desde mucho antes de la pandemia, pero del que últimamente había estado escuchando por doquier, a causa de la polémica resolución de un litigio que tenía que ver con el nacionalismo eléctrico2. Quería presentarme su oficina presidencial, puesto que yo sólo conocía, me dijo, aquella que le procuraron cuando era un simple ministro. Así que fuimos al lugar donde despachaba y, una vez ahí, sentado él tras su escritorio y yo en un sofá contiguo, le confesé de entrada que, al igual que la oficina anterior, me parecía una congeladora; pero queriendo, pues, aprovechar un encuentro tan peregrino y que el tiempo parecía algo suelto, me dispuse a interrogarlo para conocer la verdad acerca de ese asunto del que poco sabía3 pero que mucho me inquietaba y, entonces, le dije:
—Aclárame una cosa, Arturo, sobre ese asunto de la votación de ocho, pero que en realidad era de siete o al revés. Hazlo, sin que esta vez te enojes o te ruborices, amigo mío, pues bien lo sé que muchos son y no de poca monta los que ansían desacreditarte tan públicamente, pero mejor lo sabes que yo no me cuento entre ellos. Yo solo anhelo la verdad y esas personas, seguramente, ni te han entendido o se hacen los que no te entienden.
—Creo que es eso último, Socratitos. Se hacen los que no me entienden, me respondió. Conocen de sobra la metodología acostumbrada y, te lo aseguro, este caso honró la costumbre. Mas para nada me irritan tales muestras de diatribas, pues no es a mí a quien ofenden, sino a los demás ministros y ministras, a quienes los que las dicen asumen ya sin inteligencia, ya sin carácter, para defender que había ocho votos en lugar de siete.
Le confesé —pobre amigo tendría él si no me atreviera a hacerlo— que, cuando al ocuparse de este enredo en su reciente conferencia4, exclamó que no era niñera de nadie, refiriéndose a sus pares, y preguntaba, retóricamente, si los ministros y ministras estaban en la baba, había rayado en lo escandaloso.
—Dudaba si debía reírme de eso, aunque sí lo hice un poco —le revelé—, desde luego, no sin algo de remordimiento. Pero explícame —proseguí—, anda ya, que no temo más a cómo habrás de responder, pues antes me aseguré de no ser fustigado: ¿acaso no incurriste en un estereotipo de género al decir que no eras “niñera”, cuando pudiste bien decir “niñero”, pues no eres mujer sino un varón y de los más recios?
—¿Es en serio?, me reprochó.
—¡En absoluto!, respondí sobresaltado y le expliqué que solo quería destensar, con un tonto chiste, el ambiente. Pero al no reírse él ni tantito, ni decirme ya nada, pensé que solo había conseguido apresurar mi despedida. Siendo, pues, menester hacer que se olvidara pronto del incidente, retomé lo más serio que pude el verdadero hilo de la cuestión y, todo nervioso, le aclaré:
—Quería preguntarte ¡qué otra cosa! sino ¿cuál es, pues, esa metodología que siempre siguen los más altos juristas al servicio público para emitir los divinos productos a los que los mortales llaman sentencias y, a veces, fallos o veredictos, y que, tú aseguras, también se siguió en la controversia de marras? Entiendo que, interrúmpeme si por algo invento, en este caso hubo dos artículos, llamémosles aquí: I y II, pues su verdadera entidad y lo que dicen nos importan ahora ni mucho ni poco. I y II fueron votados dos veces para saber, en una, si eran violatorios de “A” y, en otra, si eran violatorios de “B”, principios, ambos, que tampoco nos importan ni mucho ni poco ya5. Un ministro, tú —le enfaticé— y dos ministras más, o sea tres, votaron por que los artículos no violaban ni “A” ni “B”, y otros seis ministros y ministras, por que violaban tanto “A” como “B”. Pero hubo dos ministros que votaron diferenciadamente. El ministro más joven, y no por ello el menos sabio, consideró que no violaban “A”, pero que sí violaban “B” y el ministro más viejo, y no por ello el más sabio, votó al contrario. De este modo, hubo siete votos por considerar que esos preceptos violaban “A” y siete votos por considerar que violaban “B”. La polémica radica en que, si sumáramos los votos por la inconstitucionalidad: los seis consecuentes (por violar tanto “A” como “B”), más el del ministro más viejo al inicio (por violar solo “A”), más el del ministro más joven después (por violar solo “B”), se reunirían los ocho votos que, según me cuentan, serían suficientes para invalidar los artículos I y II. ¿Me concedes todo esto?6
—Creo que yo ya había explicado el caso con menos palabras y, sobre todo, más claramente, me refutó. Pero, en cuanto al planteamiento en sí, sin importar la forma, no tengo nada que reprocharte. En un apartado —comenzó a explicarme— se estudió la violación de “A” y, en otro, la de “B”. Siempre votamos los proyectos por apartados y cada apartado se refiere a uno o a determinados conceptos de invalidez de la demanda. Esta ha sido la metodología, al menos desde que soy ministro. ¿Antes?, no lo sé, pues solo hablo de lo que me consta. En este caso, ningún apartado en lo individual obtuvo la mayoría de ocho votos, dado que había dos votos contradictorios, tal como lo explicaste. Así de simple.
Yo, entonces, elucubrando, añadí:
—Supongo que, según la costumbre no antes disputada, si todos los argumentos contra un mismo artículo se respondieran en un solo apartado, cada voto por la invalidez del artículo se sumaría, aunque se apoyara en una violación diferente, pues se vota el apartado no la violación. Siendo cierto lo que acabo de sugerir, se revelaría como la causa de este escándalo tan solo el estilo peculiar de estudiar un mismo artículo en dos distintos apartados, cada uno acerca de una violación diferente. Esto impidió que se sumaran los votos por la invalidez, como hubiera sucedido, naturalmente, de haberse estudiado artículo por apartado, en lugar de violación por apartado. Aunque el resultado pareciera distinto que en casos similares, la metodología siempre fue la misma.
—Creo que ahora terminaste por justificar el resultado mejor que yo, manifestó. Nada mal para alguien que solo se la pasa preguntando. Te faltaría sólo agregar que, normalmente, el Pleno se ajusta al estilo del o de la ponente que, en este caso, fue ese singular estilo que mencionas. Debido a esto, los académicos que me critican quieren ver una falsa realidad al aseverar que no sé sumar o que hago alquimia constitucional, como si, por vaporosa reacción o imprecado maleficio, hubiese conseguido la transmutación de los votos. No son más que unos mediocres. Simplemente, nos atuvimos a las consecuencias de adoptar la metodología normal, conforme al singular estilo que nos fue planteado en el proyecto.
Le manifesté coincidir en que quien enseña mentiras porta el símbolo del ser mediocre, pues si ese del que hablamos, a propósito, no enseña la verdad, como si fuese el faro al cual se guía una cándida y ansiosa tripulación, es porque se ha resignado a ya no buscarla jamás, siendo, pues, ésta, la verdad, el más hermoso y codiciado designio de las personas que no encuentran, más allá del conocimiento objetivo y del correcto razonar, ningún otro modo de vida. Pero yo ya estaba dispuesto a ir más a fondo, así que le dije preguntando:
—¿Quién conoce acaso la verdad para enseñarla? Es esto lo que, sin ser cosa de ahorita, me he propuesto buscar y bien parece que no es otro sino tú el que la presume tan autorizadamente en este caso. Por eso, quítame esta duda y hazme predicar entre la gente de hoy en adelante, mi amigo, que, cuando escuchan al Ministro Arturo Zaldívar, escuchan a la razón.
—Puedes preguntarme lo que quieras, me indicó, mientras se servía una lata de Coca-Cola light.
—No hace mucho que resolvieron en el tribunal otro asunto, del mismo tipo, en el que la invalidez de un artículo, al parecer, se votó también por apartados y, aun así, se sumaron los votos.
Esperé su reacción y, al no percibir expresión alguna, ni de incredulidad ni de desagrado, sino más bien de una curiosidad espontánea, me dispuse a continuar con la misma confianza que se da a quien se le solicita un favor. Así que le expliqué:
—En aquel caso, cuyo número recordaba antes de quererlo decir, se impugnaba que la orientación en educación sexual para los indígenas de algún alejado estado solo fuera en español y en lengua maya. Había unanimidad por la invalidez de la norma, pero, curiosamente, tú, solo por falta de consulta a esos pueblos y, los demás, solo por discriminación a otras lenguas indígenas o por ambas cosas. Tantos votos en un apartado y tantos votos en el otro; uno trataba la violación que se llama formal, el otro, la violación que sustantiva la nombraron; tú votaste por la primera y dijiste que la segunda ya ni te incumbía, pero que, obviamente, todo sería sumado y así fue. Ahora te digo el número del caso, si no, mañana te lo traigo en un papelito.7
—Parece que te dispones más a reclamar, como lo hizo la prensa, que a dialogar como un amigo. Poco me importa si te acuerdas hoy o mañana del número de la acción, pues nadie llega a presidir la Corte olvidándose de los precedentes ¿o sí?, mencionó todo esto con las cejas tan fijamente levantadas que se me figuró al Batman de Adam West. Conozco perfectamente el caso que tú dices, continuó, pero de ninguna manera has conseguido arrinconarme, evidenciando una incongruencia. En el asunto de las lenguas indígenas, todos los ministros claramente votamos por la invalidez. Pero, en este caso, el de la ley eléctrica, yo pregunté siete veces, ¿escuchaste bien?, ¡siete veces! a los Ministros que tenían el voto contradictorio, y les aclaré: sin-a-par-ta-dos, y el Ministro González Alcántara, ni tan viejo, ultimadamente, votó por la validez, y el Ministro Gutiérrez, ni tan joven, me replicó, por la invalidez. De modo que, al final del día, no había votos qué sumar para invalidar ningún artículo. Yo, el ministro González Alcántara y otras dos ministras, o sea, cuatro, votamos por la validez. Once menos cuatro son siete, no ocho, siete, como las veces que les pregunté.
—No sé si tengas a la mano la versión taquigráfica —sabrá el perro por qué le siguen llamando así, pues siempre que la leo lo hago en cristiano— de aquél día de la discusión, ya que quiero que me digas, ahora mismo, en qué momento preguntaste, con ese énfasis, a aquellos dos ministros. Tal vez, aproveches para regañar al bobo que no asentó esas palabras tuyas: “sin apartados”, que eran, aparentemente, de lo más esencial.
Ya sintiéndolo un poco menos cordial conmigo, me alegó:
—A ver, Socratitos, no has entendido nada. No es que les haya dicho exactamente eso. Lo que quise decir es que, como ya habíamos terminado de votar los dos apartados, las siete veces que pregunté a los ministros González Alcántara y Gutiérrez era para que dieran su voto definitivo, es decir, que, sin tomar en cuenta que estaban en contra de un apartado y no de otro, nos dijeran, le dijeran al Pleno, si estaban a favor de la validez o de la invalidez de los preceptos impugnados, sin más. Lo que sí les pedí expresamente fue: “que nos aclaren cómo computar su voto”.
—¿Y qué es lo que te respondieron?
—Respondieron, en resumen, lo que ya te dije: el Ministro González Alcántara votó por la validez, y el Ministro Gutiérrez, por la invalidez8. ¿Qué acaso viste a medias la sesión o has leído, pensando en deudas, la versión taquigráfica?
—¡Desde luego que no, Arturo!, afirmé como un ruego. Pero ojalá podamos ver de una vez si es verdad o no que eso que acabas de decir tampoco cupo en el documento ni aparece en el video que, te lo agradezco, subes sin anuncios que por bien latosos tengo. Las siete veces que tú dices que les preguntaste son las mismas siete veces que ambos ministros te respondieron: “en este apartado por la validez y en este otro por la invalidez” o, simplemente, “aquí por la invalidez” o “aquí por la validez”, cuando se referían solo al último apartado. Si ambos te respondieron prácticamente lo mismo, ¿de dónde te vino tal potencia interpretativa que te facultó a concluir que, en definitiva, éste votó por la validez y aquél por la invalidez y no al revés? Estoy sumamente sorprendido ya que, sin titubear, los interpretaste al parecer tan verdaderamente, puesto que ni ellos ni nadie te reclamó después.
—Yo, humildemente, dije: “si no tienen inconveniente, parece que no hay ocho votos”, y todo el Pleno aceptó que no había habido ocho votos. Pasamos a los puntos resolutivos donde se desestima la acción. Ahí algún ministro o ministra, especialmente, el Ministro González Alcántara, pudo aclarar que había ocho votos, contando el suyo. Los resolutivos, sin embargo, se aprobaron por unanimidad.
—Lo que sí me consta que ocurrió —dije— fue que dos o tres ministros, entre ellos una ministra, expresaron rotundamente que había suficientes votos para invalidar9.
—Sí, pero debes poner más atención al orden de las cosas. Después de las siete veces que pregunté, parece que todos entendimos, puesto que más quejas no hubo, que había siete votos en lugar de ocho10. Eso que tú me dices fue mucho antes.
—¡Venga, Arturo!, exclamé con suspicacia, puesto que no hay necesidad de armar todo un caso similar para obtener una respuesta que te haga caer en contradicción, esta vez objetaré directamente a lo que dices. Si de pronto predicaras que seis más dos es igual a siete, y nadie de tu auditorio lo refuta, ¿significa que ese resultado es correcto y verdadero y que decir que aquella suma nos da ocho es incorrecto y falso?
—En absoluto, Socratitos, no tardó en reconocer. Algo no puede ser verdadero solo porque nadie lo refute como falso. Pero estás sacando, como siempre, las cosas de su contexto. Tuve un maestro que decía: “no me cambies los ejemplos”. La justicia constitucional no es un asunto abstracto como si solo de matemáticas se tratara, y para conocer la verdad de lo que ocurrió en este caso en particular, debemos partir, ya me he fatigado de repetirlo, de que el estudio se planteó por-a-par-ta-dos y ningún apartado obtuvo la votación calificada de ocho votos.
—Pues me parece que ya habíamos descartado la hipótesis del estudio por apartados cuando mencioné el precedente en el que los votos se sumaron, pese a que se dieron en apartados diferentes; de esto resulta que también podemos descartar la última hipótesis que arrojaste, ya que no aduces otro motivo, sino ese mismo, para sustentar tu operación matemática. Lo que me llama la atención, Arturo, me sinceré, es que pareces sostener, básicamente, dos hipótesis justificativas de lo ocurrido que parten de supuestos contradictorios: en la primera, tu teoría de los apartados, no niegas que, si sumáramos los votos por apartados, las cuentas nos dan ocho votos y, en la segunda, tu teoría de la interpretación definitiva de los votos, dices que, en realidad, no hubo ocho votos, sino siete, porque nadie te lo refutó. ¿Se trata, tal vez, del viejo truco de que si no pega una, pega la otra? Pero aquí creo que ninguna pegó del todo bien. Aclárame, pues, tú, ahora, mi amigo, sin necesidad de preguntártelo siete veces, cuál es la verdad: ¿fueron siete u ocho los votos por la invalidez?
— ¿Pero qué es lo que dices? Tampoco soy un mago. Yo no hago trucos, ni nuevos ni viejos, aseveró. Ahora tú también pretendes que me responsabilice de los votos de mis compañeros, cuando solo soy el responsable de mis propios votos. Preguntas por la verdad. Aquí la única verdad que encontrarás es la verdad procesal, la que consta en el acta y que dice que fueron siete y no ocho los votos. Una verdad que puede no gustarte o convenirte quién sabe para qué, pero que está apoyada por unanimidad. No encontrarás hoy, ni mañana, ni nunca esa verdad abstracta que persiguen tú y, seguramente, tus amigos, los marihuanos esos que acampan afuera todo el tiempo, cual villanos al asedio de un castillo. ¿Crees que me contradije? Pues no lo hice. Precisamente porque el estudio se planteó de forma sui generis es que yo consulté. No está en mi derecho el imponer, pues, ante todo, tengo el deber de consultar, y así lo hice. Respóndeme tú, y veamos ahora si eres tan bueno para responder como lo eres preguntando: suponiendo, sin conceder, que sí debían sumarse los votos provenientes de distintos apartados, según el precedente, ¿la respuesta vacilante del ministro González Alcántara te revelaría su intención de votar, en definitiva, por la invalidez? Es una creencia razonable, además de fundada en una costumbre, que, al pronosticar que su voto podía definir el resultado de invalidar con efectos generales las normas, el ministro González Alcántara reculara11.
—¡Por la Virgen!, repuse. No es que alegue según me guste o me convenga algún resultado. Yo no busco la verdad que, para mí, resulte agradable o conveniente. A veces, como hoy, por ejemplo, no me gusta ni me conviene que llueva, pero no podré refutarte si dices que está lloviendo cuando veo todas esas gotas escurrir tras la ventana. Tampoco busco la verdad procesal, pues no hallaré más que el triste aval de un sello. Mucho menos hay necesidad de andar marihuano, como esos que has llamado mis amigos, aunque todavía no lo son, para preguntarte solo por la verdad en este caso. La respuesta del ministro González Alcántara fue: en el primer apartado por la invalidez; en el segundo, por la validez, y de eso nadie lo sacó12. Además yo, con toda franqueza, no culpo al ministro González Alcántara si titubeó13, pues aquello que le pediste hacer, una especie de consolidación de sus votos, no me parece cosa humana. Es como si te dijera: me gustan algunas composiciones de Saint-Saëns y no me gustan otras composiciones de Saint-Saëns, y luego te empecinaras en que me decidiera, en definitiva, si me gusta o no Camille Saint-Saëns. Tal vez te contestaré de la manera en que lo hizo el ministro: algunas composiciones sí y otras no, pero responderte así, tan directamente, como: sí me gusta Saint-Saëns, o como: no me gusta Saint-Saëns, no es algo que yo sea capaz de hacer14. También tengo otro ejemplo con la mayonesa, pero creo que he dejado claro mi punto. No debías, pues, aunque sin respaldo ciertamente no te quedaste15, hacer esta pregunta, porque la respuesta era imposible de producirse16. Mas no solo por eso, sino también porque el mismo hecho de hacerla de cierto modo implicaba aceptar como bueno o válido algo que contradice lo que tú, Arturo, antes considerabas como obvio17.
—A ver, por favor, dime, ¿en qué otra cosa, según tú crees, he caído en contradicción?, me preguntó, dando el último trago a su refresco. Pero apresúrate ya, pues has de saber que el ministro presidente de la Suprema Corte no tiene tiempo para extender más un diálogo que, de inicio, resultaba inútil e intrascendente. No es ofensa lo que te digo —tal vez me tuvo lástima—, pero es verdad que esto que aquí sugeriste debatir ya es cosa juzgada y no puede alterarse.
—Esto último lo sé, le dije, a punto de que el aire acondicionado, tan salvajemente dispuesto, me hiciera un hielo. Aunque el problema de la verdad, como siempre ha sido, se halla lejos de resolverse gracias a la claridad de una mayoría o a la suerte de un consenso, aunque venga de autoridad. Eso que tú mismo aceptabas es que no puede quedar a capricho de las ministras y los ministros si sus votos se suman o se restan al final para dar lugar o no a una invalidez, pues dabas por bien obvia esa suma. Respóndeme, ¿acaso la ley da por bueno que un ministro o una ministra afirme: “estoy por la inconstitucionalidad de la norma pero en contra de que se declare su invalidez”?18 Si estás de acuerdo en que la respuesta es absolutamente negativa, entonces ¿qué hacías indagando si el voto del ministro González Alcántara se computaba como invalidez o como validez, cuando claramente él ya se había pronunciado por la inconstitucionalidad de los artículos? Voy a adelantarme a tu respuesta, pues comprendo que llevas prisa. Vas a decirme que no le preguntaste si se sumaba o no su voto, sino cuál era el sentido verdadero de su voto19, pero esto, ya lo advertimos, era imposible de contestarse. Él estuvo por la invalidez en un apartado y por la validez en el otro, de modo que me sigue quedando la duda de si ese voto por la invalidez debía contar o no.20
Arturo se puso de pie —de inmediato hice lo propio—, tomó la lata de refresco y la dejó caer en el botecito que estaba a un costado de su escritorio. Comenzó a acercarse hacia mí y, con el brazo medio levantado, me invitó amistosamente a acercarme también hacia él. Ya encontrados, posó su mano con cariño en mi espalda y me encaminó a la puerta de su oficina, pidiéndome con misteriosa serenidad que escuchara de nuevo la conferencia y releyera el acta, pues, me aseguró, ahí estaba la verdad y que llevaba su conciencia en santa paz. Así que, sin solventar mi duda, con el cuerpo frío pero las ideas acaloradas, y un tanto cuanto desconcertado, partí de ahí, al cabo que, para mi buena suerte, ya apenas chispeaba, mas no sin antes pedirle al Ministro prestados cincuenta pesos, por si me animaba a comprar enseguida un sobrecito de hierbajos, a lo cual accedió muy gratamente.