1. Violencia estructural
El año 2000 inauguró un nuevo milenio, y una nueva era en la realidad política de México. Después de casi siete décadas en el poder, el partido gobernante, Partido Revolucionario Institucional (PRI), fue vencido por el Partido Acción Nacional (PAN), encabezado por Vicente Fox (2000-2006), quien enarboló la bandera de la defensa de derechos humanos como uno de los aspectos más relevantes en las promesas de su campaña. Esta iniciativa venía acompañada por la búsqueda, al menos en discurso, de justicia. Para ello, el nuevo gobierno creo una Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (Femospp), que se encargó de investigar uno de los periodos más “oscuros” de la historia contemporánea mexicana: la “guerra sucia”. Para ello, tuvo acceso a documentos oficiales, y se rescataron 800 casos de desaparición forzada, de los cuáles 600 ocurrieron en Guerrero.
Este periodo de conflicto en la historia reciente de México abarca desde los años 1960 hasta los 1980. Durante esas dos décadas, podemos mencionar dos masacres de estudiantes, perpetradas por agentes paralelos al Estado: la masacre de Tlatelolco en 1968 y el denominado “halconazo” en 1971, además de operaciones de represión indiscriminada con cientos de desaparecidos, torturados y encarcelados injustificadamente. Un comportamiento propio de periodos dictatoriales, a pesar de que México tenía una democracia consolidada para esa época. Aunque los dos hechos antes mencionados son los más recordados en la actualidad, es importante destacar que forman parte de un periodo de violencia de Estado, en un contexto de guerra fría -lucha contra la “amenaza comunista”-.
El Estado mexicano quería evitar por todos los medios el crecimiento de movilizaciones sociales, que demandaban solución a las paupérrimas condiciones socioeconómicas de buena parte de la población. Ya para esos años, las diferencias entre la capital y el resto del país eran evidentes. Las brechas crecían aún más cuando se trataba de los contextos urbano y rural, siendo Guerrero uno de los estados más castigados por el abandono estatal. Según el informe de la Comisión de la Verdad (2014),1 en 1960 ese estado era el más pobre del país, situación que no ha variado mucho en la actualidad, con una población rural de casi 75% y con un acceso a servicios limitado a los básicos -más del 80% de las viviendas no contaban con agua ni con electricidad-. Estas condiciones desataron movilizaciones, primero estudiantiles, que evolucionaron hacia exigencias políticas:
En 1968 Genaro Vázquez Rojas transformó la ACG (Asociación Cívica Guerrerense), en Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR), esta vez enarbolando la lucha armada, que a principios de los 70 reclamaba la falta de libertades políticas, el cansancio del pueblo por la miseria, el hambre y la injusticia causada por los gobiernos caciquiles de “la oligarquía representada por el PRI” al que consideraba “con perfiles antinacionales cada vez más claros.2
La respuesta del Estado fue la represión y, como se mencionó antes, los excesos en los que cayó cobraron centenares de víctimas, que hasta el día de hoy no han encontrado justicia. La década de años sesenta fue especialmente violenta, con dos masacres en la capital -1968 y 1971-, pero también en Guerrero la fuerza del Estado se cobró decenas de víctimas. En 1960 desaparecieron los poderes,3 porque durante una manifestación de estudiantes en pro de la autonomía de la Universidad de Guerrero, las fuerzas de seguridad dispararon contra los manifestantes, asesinando a 20 personas. En 1962, un mitin en Iguala organizado por la Asociación Cívica Guerrerense (ACG) fue atacado, registrándose siete muertos. Al año siguiente, un grupo de policías y pistoleros tomaron represalias contra pobladores de la Costa Chica por haber apoyado en los comicios a candidatos opositores. En 1967, 27 campesinos fueron asesinados por pistoleros que trataban de controlar el negocio de la copra. Además, tuvo lugar la persecución y asesinato de Genaro Vázquez (1972) y de Lucio Cabañas (1974), líderes de los movimientos armados organizados en el estado. La meta ya no era sólo la represión para contener el avance de la amenaza comunista, sino la desaparición de cualquier manifestación o movilización social.
El Estado mexicano por su parte ciertamente derrotó a los movimientos armados, pero recurrió para ello tanto a métodos legales como ilegales y francamente criminales […] En Guerrero la guerrilla, la “guerra sucia” e incluso la apertura política lejos de afectar el círculo de la violencia que ha dominado al estado, lo arraigaron más. Esto crearía las bases de una violencia más cruel como la observada en lo que va del siglo xxi y que conduciría hasta la tragedia en Iguala en septiembre de 2014.4
Desde los años 1990, a las tradicionales formas de violencia se sumaría una nueva figura. El narcotráfico empezaba a cobrar fuerza en nuestro país, debido a una reorganización de los cárteles colombianos. El crimen organizado se convirtió en un nuevo actor que ponía en riesgo la endeble democracia mexicana y las relaciones con otros países. En particular con Estados Unidos, país que facilitó el crecimiento económico mexicano y que a su vez permitió el establecimiento de políticas públicas a nivel social, político y económico. Recordemos que, en el contexto de guerra fría, Washington quería reducir los riesgos de una posible invasión comunista. La vecindad con ese país puso a México en ventaja durante las primeras décadas del enfrentamiento bipolar. Sin embargo, cuando la balanza se inclinaba claramente hacia el bloque norteamericano, México dejó de ser prioritario para Washington, lo que contribuyó, junto con su descomposición social y política, a “enfriar” la relación.
I.I Evolución de la política exterior y migratoria norteamericana
A partir de los años 80 el gobierno de Estados Unidos empezó a poner en duda la relación “especial” que tenía con México. La URSS estaba debilitada y México ya no era tan importante para equilibrar las tensiones bipolares de la guerra fría. Mientras, crecía la fuerte crisis de seguridad ocasionada por el incremento del crimen organizado. Aunado a ello, la operación Cóndor5 iniciada en los setenta empezó a perder efectividad, y México se convertía de nuevo en el principal proveedor de mariguana y heroína a su vecino del norte.6 Esta situación tensó las relaciones entre ambos países, a lo que se sumó el affaire Camarena en 1985.7 La reacción del gobierno norteamericano fue suspender por “seguridad” la emisión de visas a ciudadanos mexicanos entre abril y agosto de 1986.8 El pretexto era evitar la entrada de posibles miembros del crimen organizado, pero realmente era un reflejo del deterioro de la relación entre ambos países y una forma de presionar a México para alinearse con la política antinarcóticos norteamericana.9
En ese periodo la percepción de la población estadounidense sobre México era la de un país marcado por falta de gobernabilidad económica y una tolerancia abierta por parte de sus gobiernos hacia el tráfico de drogas y la emigración irregular. A su vez, los norteamericanos percibían que su propio gobierno no reaccionaba con eficiencia frente a los problemas que la ingobernabilidad mexicana proyectaba hacia su país.10 De ahí que Washington respondiera con el lema “seamos duros con los mexicanos”, que se tradujo en una nueva ordenanza de migración, la Ley Simpson-Rodino, que intentaba detener la “invasión silenciosa de los mexicanos”.
Lo anterior suscitó discusiones en el Congreso acerca de la posibilidad de militarizar la frontera de Estados Unidos con México, previendo un costo de 250 millones de dólares y el aumento de personal fronterizo. Entre la población norteamericana México empezaba a ser considerado una amenaza a su seguridad, que afectaba también su acceso al empleo e inclusive a sus manifestaciones culturales. Según un sondeo realizado por Time Magazine,11 el 69% de los encuestados opinaba que México tenía un gobierno débil, el 60% consideraba que México contribuía al abuso de drogas y casi el 80% veía en la inmigración irregular un grave problema. Además, la mitad de quienes emitieron opinión no estaba de acuerdo en que se otorgaran ayudas económicas a México y, de otorgarse, el apoyo debería estar condicionado por ciertas garantías.
La Ley Simpson-Rodino dio respuestas a dos aspectos que preocupaban al gobierno estadounidense: el terrorismo y el narcotráfico.12 Este último tema comenzaba a ser un punto de tensión en las relaciones entre los dos países, debido al incremento en la producción de mariguana y heroína y su comercialización hacia el vecino del norte.13 Nuevamente Washington decidía de manera unilateral14 sobre un aspecto que afectaba a los dos países, lo cual produjo diversas críticas en México, pero también al norte de la frontera. De poco sirvieron éstas, pues la ley se aprobó el 6 de noviembre de 1986, y con ella surgió el riesgo del empeoramiento económico de México, que para la época ya era preocupante, tal como veremos a continuación.
En México se tenía miedo al incremento de deportaciones a raíz de la ley y a la disminución de remesas -que ya para entonces constituían un ingreso de divisas importante-. Además, había cierta preocupación por el deterioro de las condiciones de los trabajadores irregulares residentes en Estados Unidos y los abusos que podrían enfrentar. Con la aprobación de la Ley Simpson-Rodino15 quedaron claras las intenciones político-económicas del gobierno de Ronald Reagan: presionar a México para flexibilizar su postura ante el ingreso de capitales extranjeros, mayoritariamente norteamericanos, que invertirían en maquilas. De nuevo el tema migratorio era un pretexto sobre cuestiones económicas y políticas, las que preocupaban en verdad a Washington.
Para complementar la nueva ley migratoria, Estados Unidos vio la necesidad de generar una Ley Antidrogas apoyada por un brazo ejecutor, en este caso la DEA (Drug Enforcement Administration). El papel primordial de esta agencia sería entonces la intercepción de cargamentos de narcóticos provenientes de México.16 El gobierno norteamericano decidió blindar la frontera aumentando vigilancia militar, policiaca y los controles fronterizos y aduanales. Inclusive algunos sectores vinculaban la migración indocumentada mexicana con el transporte de droga -por ser parte de las bandas criminales o porque cruzaban así la frontera, podrían ser forzados a servir como “mulas”-.17 La vigilancia quedaba en manos de las fuerzas militares que, junto con la Patrulla Fronteriza (Border Patrol), recorrían la línea divisoria para evitar el paso de estupefacientes. Involucrar a la Patrulla Fronteriza en el arresto de presuntos narcotraficantes dio pie a la idea de que el ingreso de mexicanos sin documentos a Estados Unidos estaba relacionado con el narcotráfico.18
Para generar aún más presión, Washington instauró procesos de certificación19 para México y otros países, relacionados con su lucha contra el narcotráfico y otros temas como terrorismo o seguridad nuclear. Esto sirvió para que la relación entre ambos países fuera menos tensa, pues se argumentaba la buena disposición de México en el combate al narcotráfico.20 Las certificaciones a nuestro país fueron siempre positivas -a diferencia de otras naciones como Colombia-, incluso cuando no había razones objetivas para ello -recordemos que en 1997 el zar antidrogas mexicano, Jesús Gutiérrez Rebollo, fue vinculado a redes de narcotráfico-. Es posible que la vecindad y los intereses económicos de ambos países, reflejados en la firma del Tratado de Libre Comercio durante el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, evitaran certificaciones negativas por parte de Estados Unidos. En todo caso, el narcotráfico y el crimen organizado como actor abonaron al contexto de violencia política y social del periodo de la guerra sucia.
I.2 Violencia y crimen organizado
El tráfico de drogas en México no es tema nuevo. Desde mediados del siglo pasado se observa gran actividad en este comercio y sus manifestaciones violentas. En Sinaloa, la cooptación de la población civil y enfrentamientos entre bandas eran la cotidianidad en los cincuenta, y mientras más se afianzó el comercio de cocaína, la violencia se tornó sistemática. Hasta los ochenta, los enfrentamientos eran entre bandas rivales, pero a partir de esa década, los oficiales y agentes del orden empezaron a estar en la mira -incluidos los norteamericanos, como el caso Camarena de 1985-. Desde los noventa la violencia fue abierta: en 1993 fue asesinado el cardenal Juan Jesús Posadas, e inclusive se especuló que la muerte del candidato presidencial Colosio en 1994 tenía relación con el crimen organizado. Así, se puede observar que este tipo de violencia ha estado presente desde hace décadas en México, y quizá los contextos han cambiado, pero la actuación criminal no tanto.
A partir de 1980 México asumió un papel protagónico en el comercio de estupefacientes en América. Con las restricciones impuestas por Washington, los cárteles colombianos tuvieron que buscar nuevas rutas de envío de cocaína, y México fue una de ellas. A pesar de que la red criminal estaba tejida, lo que podría facilitar los envíos, lo cierto es que estas organizaciones eran muy celosas y no estaban dispuestas a ceder terreno. Así, los colombianos tuvieron que contactar con mexicanos como intermediarios de los envíos, y con frecuencia los pagos se hacían en especie. Poco a poco, los mexicanos no únicamente arriesgaban con los envíos, poniéndose en la mira de los norteamericanos y quitando peso a los colombianos, sino que también con los pagos en especie iban ganando terreno en la venta en el país del norte. A esto le siguieron enfrentamientos por mantener el mercado ganado, y así la violencia se hizo presente en la cotidianidad del país.21
El mayor periodo de incremento de criminalidad en México se sitúa entre 1994 y 1997, que subió un 64% en promedio a nivel nacional. A esto le acompañó un acusado deterioro de las condiciones socioeconómicas: el Banco Mundial (BM) estimó en 1998 que el 40% de la población en México vivía con menos de dos dólares diarios, y el 15% con menos de un dólar al día. En el 2000, el BM actualizó las cifras al alza: el primer grupo pasó a 42.5% y el segundo a 18%. “En 1999, el 40% de su población de más bajos ingresos apenas percibía 11% de los ingresos totales mientras que el 20% de la capa superior obtenía 58% del ingreso total”.22 Ya entonces se identificaba al tráfico de drogas como una de las amenazas más importantes para la seguridad, no sólo por el volumen de recursos, sino por su penetración en los cuerpos de seguridad. Aunado a ello, la guerra entre los distintos cárteles de la droga por el control de los mercados influyó en el deterioro de la seguridad en el país.
La lucha por el dominio de núcleos urbanos trajo enfrentamientos sangrientos en la zona norte del país. En estas disputas, el cártel del Golfo -con Osiel Cárdenas Guillén a la cabeza- le dio un giro a la milicia utilizada hasta entonces, contratando a exmilitares mexicanos -conocidos como los “gafes”- e integrando una guardia personal que luego se convertiría en el brazo armado de la organización, para después separarse: los Zetas. Los enfrentamientos entre los cárteles tradicionales y los Zetas dieron otro nivel a la violencia que hasta inicios del presente siglo se había vivido en México.
Con el cambio del partido en el poder, también vinieron transformaciones en la política de lucha contra las drogas. Los gobiernos panistas, tanto de Vicente Fox como -con mayor fuerza- de Felipe Calderón (2006-2012), empezaron una persecución sin tregua a los criminales. Obviamente, con un gobierno decidido a erradicar a los narcos, los índices de violencia por enfrentamientos de ambos bandos fueron en aumento. “La impunidad constituye el principal problema de seguridad en México. De cada 100 delitos denunciados: 50 alcanzan a ser investigados, en 8 se inicia procedimiento en contra de algún posible responsable y sólo en 3 se llega a sancionar a algún responsable. Por tanto, el índice de impunidad es de 97% con respecto a los delitos denunciados”.23 Durante el periodo de Fox, la garantía del respecto de los derechos humanos no se cumplió -a pesar de haber sido promesa de campaña-, lo que generó insatisfacción y desconfianza entre la población. Se hizo un cuestionamiento por el uso del ejército en asuntos de seguridad interior, pues contraviene los estándares y acuerdos internacionales en materia de derechos humanos. Los miembros de este cuerpo de seguridad no han sido enjuiciados por denuncias de violaciones de derechos -con pretexto de la lucha contra el narco-. El impacto en la migración en tránsito se visibilizó con la matanza de migrantes de San Fernando en 2010. Esto puso en evidencia que la iniciativa de lucha contra el narcotráfico no afectaba en exclusiva a la población nacional, sino que ponía en mayor vulnerabilidad a los migrantes irregulares.
2. México, país de tránsito
Históricamente, la migración centroamericana a México había sido temporal, intrarregional y sólo en ocasiones permanente, ligada siempre a la frontera entre Guatemala y Chiapas. Estos movimientos dependían de la demanda laboral de la región: los guatemaltecos entraban a México desde el siglo xix para la cosecha del café en la zona del Soconusco. Sin embargo, las guerras civiles fueron las que generaron mayor migración, sobre todo de El Salvador y Guatemala, más que la pobreza y falta de oportunidades. Esa población, que en 1970 sumaba cien mil habitantes en Estados Unidos, pasó a 300 mil en 1980 y cerca de un millón en 1990. Cuando se comenzaron a firmar los tratados de paz a inicios de los 1990 (1992 para El Salvador y 1996 para Guatemala), no se tradujeron en la reducción de la emigración o en el retorno de los migrantes. La violencia únicamente cambió, de estar centralizada en lo político a ser una violencia difusa, involucrando a varias redes criminales desarrolladas por grupos paramilitares que participaron en la represión y en la violación de los derechos humanos durante los 1980, y que continúan ejerciendo violencia con impunidad.
Los acuerdos de paz no trajeron mejoras sociales y económicas, ni una mayor redistribución del bienestar. La crisis del desempleo no mejoró, porque seguía creciendo la población en busca de ocupación, pero no pasaba lo mismo con las ofertas laborales. Aunado a ello, la mujer empezó a integrarse al mercado de trabajo y la migración del campo a la ciudad saturó el mercado laboral que no podía ofrecer suficientes puestos. En las áreas urbanas centroamericanas el desempleo superaba el 15%, con excepción de Costa Rica. Este índice puede ser superior porque no se tomaban en cuenta los trabajos precarios que ofrece la economía sumergida. “This growing unemployement, combined with the demographic tendencies and the Migration networks created by the war, will be a driving force for increased Migration”.24 Además, los desastres naturales, la excesiva oferta de mano de obra, las maquilas y las pocas posibilidades laborales para un sector de la población, obligaron a nicaragüenses, salvadoreños, hondureños y guatemaltecos a abandonar sus tierras a fin de emprender camino hacia Estados Unidos. Sobre todo se dirigían a Los Ángeles, Chicago, Houston, Miami, Nueva Orleáns, Washington, Nueva York y Nueva Jersey.25
Por tradición, la migración latina se establecía sobre todo en California, particularmente en Los Ángeles, y era en su mayoría de origen mexicano, aunque esto ha ido cambiando poco a poco. Los centroamericanos también se hicieron un espacio en esa ciudad, aunque hasta principios del siglo XXI los mexicanos habían dominado el mapa migratorio, con sus consecuentes fiestas y productos. Pero en 2000, las conmemoraciones cívicas de los centroamericanos dieron cuenta de que su presencia era cada vez más importante. En 1980 los centroamericanos instalados en Estados Unidos, sobre todo de Guatemala y El Salvador, sumaban 354 mil, mientras que para el año 2000 eran ya dos millones 26 mil. Un crecimiento exponencial que se mantuvo a partir del presente siglo, llegando a tres millones 385 mil centroamericanos, del llamado Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras) en 2015.26 Lo mismo ocurrió con las remesas: si antes eran realizadas mayoritariamente por mexicanos, los centroamericanos han ido ganando un espacio.
A partir de 2005 el gobierno mexicano empezó a intentar gestionar el tránsito centroamericano que atravesaba México con el objetivo puesto en Estados Unidos. El Instituto Nacional de Migración (INM) propuso una Política Migratoria Integral en la Frontera Sur, en la que planteaba -de manera formal- la actuación positiva que garantizara el paso seguro por México a los migrantes de esa región. Sin embargo, la vulneración de los derechos de las personas en tránsito es una constante en la actuación del INM. Además, es cuestionable el hecho de que este instituto mida las entradas al territorio mexicano por medio de los aseguramientos que realiza. Esto demuestra el tremendo descontrol que hay en la frontera sur, y a lo largo de todo el territorio. Más fiables resultan los registros realizados por los albergues o comedores que están instalados a lo largo del paso migratorio, la mayoría gestionados por la Iglesia católica.
Al pasar por México, esta población históricamente ha sufrido abusos, extorsiones, robos y explotación. “The Mexican government can make this already perilous passage [the transit] more difficult through a variety of actions. The behavior of officials and agencies of the Mexican state is shaped by cues from de United States as part of a series of understandings they developed along with de North American Free Trade Agreement (NAFTA) and were elaborated in other bilateral and multilateral meetings”.27 Por desgracia no es sólo el Estado mexicano el que dificulta el paso de los centroamericanos, también encuentran a bandas criminales que han visto una veta muy lucrativa en su tránsito. Además, las autoridades infringen los derechos humanos, con el argumento de que la entrada y paso de los centroamericanos a México es ilegal y por tanto debe ser frenada. Estos abusos son también sufridos por población mexicana de origen indígena.
México ha jugado el papel de gatekeeper dentro del proceso migratorio centroamericano -y de otros colectivos-. Para Washington, la migración es cuestión de seguridad y por tanto considera necesario que los demás países actúen para frenarla y castigarla. Esta situación empeoró con los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, cuando la migración indocumentada pasó a ser un problema de seguridad nacional que transformó la estructura administrativa del gobierno estadounidense. Además, el entonces presidente Fox firmó con su homólogo Bush la Alianza entre México y Estados Unidos sobre Fronteras Seguras, con el objetivo de desmantelar las redes de tráfico ilegal de migrantes. Dentro de estos acuerdos, la guerra contra el terrorismo ocupó un lugar importante, y por ello se reforzó la seguridad en la frontera con México. La lucha contra el terrorismo, que contempla la migración indocumentada como uno de los enemigos a vencer, ha generado violaciones sistemáticas a los derechos humanos, haciendo todavía más peligroso y costoso el paso de los migrantes -centroamericanos o mexicanos- hacia Estados Unidos.
La CNDH ha reportado miles de abusos contra los migrantes, que en su mayoría son perpetrados en territorio mexicano. Los migrantes utilizan diferentes rutas para alcanzar el norte. Pueden subirse al tren de carga que circula por el sudeste de México, atravesando la costa chiapaneca, el istmo de Tehuantepec hasta llegar el golfo de México, y de allí a la Ciudad de México. O pueden ir por la frontera con Belice e iniciar el viaje desde Quintana Roo, en vehículos adaptados para ocultar a los migrantes en un falso fondo, donde tienen escasa ventilación y la temperatura sube a más de 30º C. También cruzan por Tabasco, para evitar la frontera de Chiapas que tiene mayor vigilancia, y seguir la ruta por Veracruz o desviar para irse por el Pacífico, atravesando el desierto de Altar, en Sonora (este tramo es peligroso por las condiciones climáticas y porque hay pocas redes de apoyo en el camino). A su paso sufren abusos y extorsiones de las autoridades mexicanas: policías federal, estatal y municipal, ejército y agentes de migración, así como del crimen organizado.
Finalmente, cabe destacar que hasta 2008 en México se penalizaba la entrada irregular con un máximo de dos años de prisión y una multa de cinco mil pesos. La sanción era mayor si el inmigrante era reincidente, y podría llegar a diez años. Sin embargo, el gobierno de Felipe Calderón realizó modificaciones a estas disposiciones. La Ley de 2010 pretendía respetar y hacer respetar los derechos humanos de migrantes nacionales y extranjeros, además planteaba la atención a grupos vulnerables (menores, mujeres, indígenas), la entrada sin papeles constituye desde entonces una falta administrativa, y no un delito. Con todo, este proyecto mantiene un discurso de control fronterizo, basta observar que el INM pertenece a Gobernación, secretaría dedicada a la seguridad interna del país, “hecho que deja un amplio margen de discrecionalidad en el Poder Ejecutivo, y en general en las atribuciones dadas a las diversas autoridades para la realización de acciones inconstitucionales que en la práctica, limitan y anulan los derechos de las personas migrantes y ponen en riesgo su vida e integridad física”.28 Además, la normativa tardó en implementarse, permitiendo la constante violación de derechos. Uno de los más vulnerados era (y continúa siendo), el derecho al debido proceso que limita el uso arbitrario del poder en contra de nacionales o extranjeros, así como los procedimientos de expulsiones o deportaciones que no cumplen con la garantía de derecho a audiencia. Por tanto, el derecho a asilo también es quebrantado.
Hasta ahora se puede observar una constante: la violación de derechos por parte de las autoridades mexicanas, tanto a extranjeros como nacionales. En un contexto estructural de violencia no debería sorprendernos que, además de la migración “tradicional”, se establezcan procesos de movilidad involuntaria. En este sentido, estaríamos frente a un fenómeno que impacta en toda la zona: Centroamérica y México.
3. Huir o morir: desplazamiento interno y migración forzada
A la fecha existen en el mundo cerca de 69 millones de desplazados forzados, la mayoría son internos, unos 40 millones, mientras que sólo un pequeño número logra obtener el refugio. En estas cifras, proporcionadas por la Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), no se contemplan aquellos que, huyendo de situaciones adversas, cruzan fronteras, se convierten en migrantes (forzados) y engrosan las estadísticas de movilidad voluntaria. Tampoco se contempla en esta movilidad el nivel de voluntariedad e involuntariedad, solamente la urgencia de la salida. En este sentido, los debates en torno a la movilidad están preguntando sobre el grado de voluntariedad preexistente. ¿Las movilizaciones impulsadas por factores económicos se podrían considerar voluntarias, o se trata de una situación precaria la que empuja a población de algunas zonas del mundo a salir? Si aceptamos este argumento, entonces de hecho cualquier movilización humana sería involuntaria, precipitada por factores externos que precarizan el acceso a derechos básicos o situaciones de extrema violencia que ponen en peligro la integridad física de un grupo de personas o individuos. En este sentido, tendríamos que considerar movilizaciones mixtas, pues la complejidad de las migraciones actuales exige una visión amplia, que incluya en una misma trayectoria varios factores “expulsores”. Recordemos que la migración es un proceso continuo, con distintos momentos y contextos que dificultan la identificación del grado de voluntariedad o involuntariedad del proceso en conjunto. Cada momento debe ser estudiado con precisión para su correcta caracterización y tipificación.
La definición más clásica de la migración forzada está concentrada en los factores que impulsan la movilización. La decisión de salir es un imperativo, una manera de preservar la vida, no es un proceso lineal -no inmiscuye únicamente un origen y destino, sino varias etapas-; por lo general parte de una movilización interna (desplazamiento forzado), que puede convertirse en internacional o transfronteriza. Tampoco se trata de una salida para mejora económica de la unidad familiar, por lo que las remesas no están contempladas, al menos no en el proyecto inicial. Todo ello es producto y puede generar además la vulneración de derechos básicos, que no pueden ser garantizados por el Estado, y que en gran medida es él mismo el que los viola.29
En México los desplazamientos que se han visibilizado han sido los que se dieron por el conflicto zapatista -unas 8 000 personas desplazadas- y también por disputas de tipo religioso o territorial entre comunidades, sobre todo en Oaxaca y Guerrero. Sin embargo, en el último sexenio panista, el del presidente Calderón se inició un enfrentamiento con la delincuencia organizada -en crecimiento y reorganización constante-, que ha dado origen a poblaciones desplazadas. El recrudecimiento de la violencia, a partir de 2010, ha resultado en enfrentamientos entre autoridades y bandas delincuenciales que deja a la población civil en fuego cruzado. El Instituto de Monitoreo del Desplazamiento Interno (idmc, su sigla en inglés) reportó 345 mil desplazados en México, 20 mil nuevas movilizaciones para 2017. La mayor cantidad de episodios se registraron en Guerrero (7), Sinaloa (5), Chihuahua, Chiapas y Oaxaca (3 cada uno). Sin embargo, en números totales Chiapas encabezaría la lista, con más de seis mil desplazados, seguido de Guerrero con casi seis mil, y muy de lejos Sinaloa con cerca de tres mil. Estos tres estados concentran el 74% de los desplazamientos en México para el año 2017.30 Del total de desplazados en 2017, la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH) estimó que hubo un retorno de cerca de cinco mil personas, un 24%, aproximadamente. El resto continúa en situación de desplazamiento. Por desgracia, al no haber una dependencia que documente estos casos, poco se sabe sobre el paradero y las condiciones de vida de dicha población.
Es importante determinar las causas del desplazamiento. Si bien pueden estar relacionadas con la violencia, es necesario diferenciar entre el crimen organizado, violencia como forma de presión para obtener tierras -cultivo extensivo, ganadería o para recibir agua-, o presión gubernamental -como en Guerrero- para que la población abandone zonas ricas en minerales o en recursos naturales. Es importante determinar el tipo de población, porque esto influye luego en la adaptación en la zona receptora. En el caso mexicano, al menos lo que se ha podido documentar, la más afectada es la población indígena de Chiapas, el abandono de sus tierras afecta entre muchas cuestiones a su identidad y desarticula su tejido social.
Se entiende por migración forzada una movilización permanente de la zona de origen, suscitada por situaciones violentas, que por necesidad transforma las condiciones de vida de los afectados. La distancia entre origen y destino, geográfica y social, es grande debido al desarraigo y la fractura del tejido social que desemboca en la ruptura con el lugar de origen. De ahí la necesidad de construir marcos teóricos que expliquen de manera general este evento, aunque necesariamente recaen en ejemplos específicos. Pero una pregunta general podría ser si existe relación entre la pobreza como causa de las condiciones violentas que su vez explique el desplazamiento. Reducir la explicación del desplazamiento a la pobreza sería limitado, pero tampoco se puede ignorar que las precarias condiciones de algunas poblaciones y zonas son determinantes en la generación de violencia y otros fenómenos que se desprenden de ella.31
En las Gráficas 1 y 2 se pretende identificar las causas más frecuentes del desplazamiento en México: desastres naturales y conflicto, que puede incluir enfrentamientos entre crimen organizado y Estado, o persecución política. En todo caso, se puede observar que entre 2009 y 2017, el año con mayor índice de desplazamiento fue el 2010, mientras que en el concentrado de 2014 a 2017, es este último año el que más desplazamientos registró. El año 2010, a dos años de terminar el sexenio calderonista, se registraron índices de violencia que hasta entonces no se habían visto, no sólo por el número de víctimas sino también por el recrudecimiento de la violencia. Los enfrentamientos de los cárteles de Sinaloa y Juárez, sumados a la ruptura de los Zetas con el cártel del Golfo, causaron un nivel de violencia sin precedentes. Estallaron coches bomba, se utilizaron artefactos de uso exclusivo del ejército (armas, granadas), además, fue el inicio de un fenómeno que hasta el día de hoy no se ha resuelto ni mejorado: el descubrimiento de fosas clandestinas. El 2017 no fue distinto, también calificado como el más violento, no solamente por el índice de homicidios dolosos, sino también por la diversidad de acciones de las bandas del crimen organizado. Ya no nada más se disputaban plazas, sino también controlar el comercio de productos estrella, como el aguacate en Michoacán, y el robo de combustible (los denominados “huachicoleros”). La sensación de inseguridad permeó diversas zonas del país, que ya no sólo enfrentaban las acciones del crimen relacionado con el narcotráfico, sino de la delincuencia común. Los índices de secuestro, robo y asalto también aumentaron, como se observa en la Gráfica 3.

Fuente: Internal Displacement Monitoring Center.
Gráfica 1 Desplazamiento anual por conflicto y desastres México 2009-2017

Fuente: Internal Displacement Monitoring Center.
Gráfica 2 Desplazamiento anual por conflicto y desastres México 2014-2017

Nota: Tasas por cada 100 mil habitantes.
Fuente: SESNSP.
Gráfica 3 Tasa de homicidios dolosos, tasa de secuestros y tasa de extorsión en México 1997-2017
En este contexto generalizado de indiferencia gubernamental, en el que ya no importa el origen de las víctimas, la pregunta que surge es: ¿En qué situación se encuentran los derechos humanos? Más aún cuando los debates en torno a la movilidad (voluntaria o involuntaria) plantean que los derechos humanos podrían ser una respuesta a las nuevas movilizaciones. Según la normativa vigente, la regularidad no constituye una exigencia para el respeto de los derechos básicos de los migrantes; éstos se benefician de las mismas condiciones que los mexicanos. Pero, ¿de qué condiciones hablamos? y, por otro lado, ¿realmente hay un respeto de los derechos en este contexto de violencia estructural?
4. Violencia y derechos humanos
Para empezar, es importante definir lo que se entiende por derechos humanos: “Los derechos humanos son aquellas prerrogativas que, entre otros objetivos, tienen como función proteger a todas las personas frente a abusos de poder estatal”.32 En México, la violación de derechos ha sido una constante a lo largo de su historia. Si bien es cierto que la potestad del uso de la fuerza la tiene el Estado, pues se asume que éste velará por el bienestar común, en el caso mexicano esto queda en duda. Como se ha mencionado antes, la historia contemporánea de este país ha estado plagada de abusos de autoridad, impunidad y nulo derecho a la justicia, con violaciones repetidas y variadas de los derechos. México es de los países que, en la forma, se compromete a respetar los derechos tanto de nacionales como de extranjeros; inclusive modificó su normativa migratoria para garantizar derechos a los migrantes irregulares. Sin embargo, también tiene una larga tradición de escaso respeto a los acuerdos firmados y de una torpe implementación de normativas, de manera que las víctimas se contabilizan por miles. Más aún, en un contexto de lucha contra el crimen organizado, que creció en el gobierno de Felipe Calderón, sobrevino un periodo de crecimiento constante de la violencia estatal y del crimen organizado, que repercutió en el empeoramiento de los DDHH. Con todo, sería muy reduccionista pensar que la situación actual es resultado de las acciones tomadas en un sexenio. Si observamos la Gráfica 4, es clara la evolución del número de homicidios a partir del régimen de Vicente Fox. Es innegable que a partir de 2009 la tasa de homicidios crece continuamente hasta el final del periodo calderonista. Lo que se pretende con estas gráficas es retratar una situación de constante incremento en los índices de violencia en el país. Basta con observar la Gráfica 5, que retrata altos índices de homicidios desde 1990.

Fuente: INEGI, Estadísticas de mortalidad. Defunciones por homicidios. Disponible en: <https://www.inegi.org.mx/programas/mortalidad/>.
Gráfica 4 Tasa de homicidios en México de 2000-2017

Fuente: INEGI, Estadísticas de mortalidad. Defunciones por homicidios. Disponible en: <https://www.inegi.org.mx/programas/mortalidad/>.
Gráfica 5 Tasa de homicidios en México de 1990-2015
Es importante recordar que si bien el presidente Ernesto Zedillo (PRI, 1994-2000) fue en muchos sentidos el facilitador de una transición política, los conflictos que enfrentó marcaron la línea de actuación estatal con respecto a seguridad, conflictos sociales y derechos humanos. Fue en ese sexenio cuando se modernizaron las Fuerzas Armadas: se creó el Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (GAFE) con el objetivo de combatir los levantamientos sociales en Chiapas, que inauguraron el periodo zedillista en el poder. Además, se inició un lapso de colaboración militar con Estados Unidos, a fin de contar con entrenamiento militar en inteligencia y contrainsurgencia.33 Lo innegable es que en el sexenio de Calderón se consolidó la política de seguridad interna, identificando como principal enemigo al crimen organizado, en particular el narcotráfico. En este periodo aumentó el gasto en defensa y seguridad. El gobierno de Fox contaba con un presupuesto de 43 242 millones de pesos para el rubro de seguridad. Cuando Calderón tomó el poder el presupuesto alcanzaba 54 020 millones, y al finalizar su mandato llegó a 130 732 millones, un aumento de más del 100%.34 Sin embargo, la situación central -la seguridad- no mejoró. Aún más, no se asumió una responsabilidad por las víctimas que se sumaron en esta afrenta abierta contra el crimen organizado.
Al final de su sexenio, Calderón vetó la Ley de Protección de Víctimas de Delito, que había sido aprobada en 2011 para reparar los daños ocasionados por la militarización del país.35 Con el argumento de garantizar la seguridad física de la población, el Estado justificó la violación de derechos. Esta combinación de factores -violencia criminal y de Estado-, junto a índices altos de pobreza y desigualdad, es un caldo de cultivo adecuado para nuevas movilizaciones de población dentro y fuera del país, que se suma a la migración en tránsito por México. Ante esta situación, Washington reaccionó con más control y uso de la fuerza para evitar el acceso de migrantes irregulares por su frontera sur, lo que se tradujo en la constante violación de derechos de los migrantes.
Según se ha señalado, los ataques terroristas del 2001 en Nueva York marcaron el inicio de una nueva etapa represiva que se tradujo en aumento de vigilancia, deportaciones, persecución y estigmatización de los migrantes -mexicanos y centroamericanos- ya fueran residentes o de reciente llegada a Estados Unidos. Washington temía que entre los migrantes irregulares también ingresaran terroristas, miembros de las bandas criminales relacionadas con el tráfico de estupefacientes o pandillas juveniles provenientes de Centroamérica. El incremento de la violencia en la zona de México y el Triángulo Norte centroamericano acrecentó la desconfianza del gobierno norteamericano hacia la población proveniente de esa zona. Además, el miedo al “terrorista” se convirtió en un pretexto para empeorar las condiciones de entrada y justificar abusos de la patrulla fronteriza norteamericana. Washington extendió el presupuesto de ésta y del Servicio de Inmigración y Naturalización (INS, su sigla en inglés), se aumentaron las horas de vigilancia en la línea y se lanzaron varias operaciones -Bloqueo, El Paso, Guardián San Diego- que reforzaban la seguridad fronteriza. Para la primera década del siglo XXI las horas de vigilancia crecieron un 74%, el presupuesto en 52% y las deportaciones en 32%. El aumento de éstas superó los peores años antiinmigrantes (1930, cuando se contabilizaron 139 mil deportaciones, frente a las 500 mil por año de la era Obama).36 Por tanto, la frontera se convirtió en un campo de batalla, en el que Estados Unidos ejercía su poder castrense para cuidar la seguridad interna. Así se dio un cambio en las rutas de paso y el alza de los costos y riesgos del cruce.
El endurecimiento de la política migratoria estadounidense ha cambiado los patrones migratorios de quienes antes realizaban movilizaciones circulares. Se trataba de trabajadores temporeros, de origen mexicano en general, que ante esta política restrictiva comenzaron a establecerse en su destino con sus familias. La criminalización y persecución a la que se sometió a la población migrante les obligó a disminuir sus movimientos y se redujeron las tasas de retorno.37 Además, estas políticas han aumentado los riesgos del paso, no únicamente por los obstáculos naturales, sino por el peligro que constituye cruzar rutas controladas por el crimen organizado. Todo esto sin mencionar la negligencia de las fuerzas policiacas, que toleran o son parte de la vulneración tanto de migrantes extranjeros como mexicanos.
En cuanto al ingreso a México, existía -y se mantiene hasta la actualidad- tolerancia con trabajadores guatemaltecos de la zona fronteriza sur. Otros colectivos, como el salvadoreño, necesitaban un visado, aunque los controles no eran tan exhaustivos como en la actualidad. A partir de 2001 cambió por completo el panorama de seguridad fronteriza en México, no sólo por el incremento de deportaciones, sino porque Estados Unidos le exigió reforzar los controles en su frontera sur. De ahí que el gobierno mexicano intentara contener los flujos de centroamericanos en su territorio, sobre todo aquellos que se dirigían a la Unión Americana.38
Como respuesta a estos controles, los transmigrantes establecieron nuevas rutas y dinámicas diversas para llegar con éxito a la meta. Es innegable que el endurecimiento de las políticas migratorias tanto de Estados Unidos como de México ha repercutido en las condiciones de seguridad y respeto de los derechos de los migrantes. Al fijarse vías alejadas de los controles migratorios, los transmigrantes se cruzaron con rutas del crimen organizado -narcotráfico, trata y contrabando- que rápidamente vieron en esa población una veta para aumentar sus ingresos.39 El origen de las víctimas no es relevante, pues sin importar si son ciudadanos mexicanos o no, los ataques a esta población han ido en aumento.
Si bien es cierto que los migrantes irregulares sufren una vulnerabilidad mayor, en el contexto actual también los mexicanos que se han visto en la necesidad de abandonar su residencia están en condiciones precarias. El número de víctimas de desplazamiento en México pone en evidencia que a una porción importante de la población se le quebrantan sus derechos básicos, y ella se ha integrado a la ruta migratoria que transita por México hacia Estados Unidos. En el camino, la impunidad es una constante, y ésta no diferencia entre nacionales o extranjeros. La Gráfica 6 muestra la evolución de este fenómeno, coincidiendo con los picos de mayor índice de violencia en el país: los años 2010 y 2011.

Fuente: Luz María Salazar Cruz y José Antonio Álvarez Lobato, Desplazamiento interno forzado. Regiones y violencia en México: 2006-2013.
Gráfica 6 Desplazamiento forzado total nacional anual 2007-2013
Hay tres tipos de violación de Derechos Humanos en conflictos políticos: desplazamiento forzado, detención arbitraria y desaparición forzada. Las tres están reconocidas por la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, así como delitos contra los DDHH. Por desgracia, las acciones violatorias de éstos, perpetradas por actores no estatales o mixtos, no quedan claras en dicha Convención. Mucho menos la figura del migrante como blanco de la violencia. y por tanto de la violación de los DDHH, característica también del conflicto mexicano. Esto se ha visto reflejado en el aumento de solicitudes de asilo a Canadá y Estados Unidos. En la lista de emisores de refugiados, México pasó del lugar 21 en 2004 al 7 en 2007, solamente detrás de Irak, Rusia, China, Serbia, Pakistán y Somalia, sin ser un país con un régimen sin tapujos autoritario o en guerra civil (Estévez, 2012). Y estas cifras no han mejorado en la actualidad: Canadá ha superado el número de solicitudes como país de destino desde que Trump está en la Casa Blanca. Según el Pew Research Center, en 2017 las peticiones de refugio duplicaron las de 2016, pasando de 23 930 a 50 420. En el caso mexicano, en 2017 se registraron 1 459 solicitudes, frente a 250 de 2016. Es el número más alto desde que se creó la Comisión de Inmigración y Refugio de Canadá (IRBC, su sigla en inglés) en 1989. Por su parte, México también ha visto crecer el número de solicitudes de refugio o asilo, lo que ha empeorado el proceso de revisión de expedientes. Según la acnur, las solicitudes de refugio pasaron de mil 296 en 2013, a 14 mil 596 en 2017. En el último reporte de la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (COMAR) (2017), de las 14 mil solicitudes de asilo, más de siete mil estaban sin resolución. La Gráfica 7 deja muy claro no solamente el crecimiento inusitado en estos cuatro años, sino también la disparidad entre las solicitudes y las resoluciones.
Además, el procedimiento que debería ser resuelto en 45 días toma al menos un año, aunque por lo general supera los 12 meses, obligando a muchos a regresar a sus países de origen, poniendo en riesgo su vida. La Gráfica 8 muestra datos más detallados de lo que sucede cuando el procedimiento en la Comar se vuelve lento y en ocasiones ineficiente. A pesar de que, en el pasado, el asilo político y humanitario en México tenía una tradición, actualmente esto no es así.
Finalmente, es importante destacar que el desplazamiento y/o migración forzados en el contexto actual de crisis regional, muestra que además de la violencia como factor detonante, existe un crítico contexto socioeconómico y político, agravado por estrategias que derivan del nuevo orden mundial. El desplazamiento fronterizo se convierte en un factor internacional que debe ser abordado como asunto prioritario en cuanto a integración regional.40 En este sentido, las movilizaciones actuales revelan una serie de exclusiones y vulnerabilidades, que requieren de una mirada renovada, con el propósito de que la explicación contribuya a su inclusión en una agenda de acción de política regional.
Apuntes finales
A lo largo del texto se ha retratado una situación de violencia estructural que se vive en México, al menos, desde la década de los sesenta del siglo pasado. La evolución de esta violencia es clara, tanto como los cambios en el contexto, dependiendo de las décadas. Sin embargo, la constante es un Estado negligente, cuyo nivel de corporativización le impide identificar las necesidades de su población, de sus ciudadanos. A pesar de la alternancia en el poder, los diferentes gobiernos no han logrado mejorar las condiciones de seguridad. No sólo esto, sino que, además, se han concentrado en la seguridad física, sin darle importancia a aquella que debe garantizar el acceso a derechos básicos: salud, alimentación, trabajo, vivienda, educación. En este sentido, se han invertido fuertes cantidades de recursos, económicos y humanos, para garantizar la seguridad interior, buscando enemigos a contener, controlar y, en ocasiones, eliminar, con pobres resultados. Mientras, la situación general de la población es cada vez de mayor vulnerabilidad; según el Informe anual sobre la situación de pobreza y rezago social (2018), 53 418 151 personas están en pobreza, mientras que 44 042 570 lo están en pobreza extrema. Los servicios básicos más vulnerados son: acceso a la salud, ingreso, alimentación, calidad de espacios y vivienda y seguridad social.41 Estos datos, aportados por el gobierno, deberían ser suficientes para replantear las acciones en favor de la seguridad, pero no ha sido así.
Si durante el periodo de guerra sucia el enemigo era el comunismo, a partir de los noventa es el narcotráfico y ahora es el migrante, a quien se le vincula con redes del crimen organizado, e inclusive del terrorismo internacional. De esta manera, la seguridad se ha convertido en un argumento que justifica el uso indiscriminado de la fuerza pública en contra de quien se considere “enemigo” del Estado. De ahí que la propuesta de vincular los DDHH a procesos de movilidad, voluntaria o involuntaria, no parece posible.
La movilidad involuntaria, en forma de desplazamiento interno o migración transfronteriza o internacional, es una consecuencia de la violencia estructural que aqueja a toda la zona -México y Centroamérica-. Las cifras presentadas van de la mano con los índices de violencia, y coinciden con los momentos más críticos de inseguridad, sea por las acciones del crimen organizado o del Estado. Es innegable que en periodos de violencia álgidos hay desplazamiento de población, pero lo es también que un contexto de escaso acceso a derechos básicos constituye un caldo de cultivo para altos índices de vulnerabilidad. En cualquier caso, las víctimas son siempre las mismas, sin importar su origen. Los sectores más vulnerables son los que sufren las mayores vejaciones, por su reducida capacidad de acceso a la justicia. Todo ello nos hace preguntarnos quién es, en esta segunda década del siglo XXI, el enemigo del Estado. Los datos nos hacen pensar que sus propios ciudadanos, y por supuesto los extranjeros.