Introducción
La mayor parte de los artículos que se proponen reflexionar a Foucault lo hacen a partir de un acento en sus investigaciones acerca del poder, la biopolítica, el cuerpo o la sexualidad. Sin embargo, en este espacio buscamos recuperar una de sus temáticas de investigación más desatendidas: el nacimiento de la mirada moderna.
La importancia de recuperar un análisis sobre la mirada moderna se debe a que gracias a ella es que históricamente aparece el hombre como objeto de saber. Hubiera sido imposible una expansión de los dispositivos modernos sobre el cuerpo, las vidas o la sexualidad si antes no se hubiera dado este acontecimiento de saber en el que el hombre emerge convertido en objeto de reflexión para los saberes científicos. Es a partir de que el hombre aparece en este nuevo régimen de visibilidad que los saberes comenzarán múltiples estrategias para transparentar sus vidas, sus deseos, sus hábitos, sus prácticas, sus miedos, etc. En este nuevo régimen de visibilidad, el hombre se convierte en un signo a descifrar.
Algunos de los autores que han dedicado tiempo de su escritura a la reflexión sobre este fenómeno son Martin Jay, Gary Shapiro y Jonathan Crary, sólo por mencionar algunos de los más significativos. Todos ellos convienen en que la modernidad marca una discontinuidad de los estratos históricos anteriores, y que se define por el establecimiento de un régimen escópico que funciona por un predominio de la mirada. La temporalidad que reconocen como inaugural de la mirada moderna es a partir del siglo XVIII y XIX.
El objetivo de este artículo es defender la hipótesis de que no se puede hablar de una discontinuidad total que inicie súbitamente en el siglo XVIII.1 Por el contrario, nosotros defendemos que esta mirada moderna sólo puede ser entendida como un montaje histórico2 que recupera múltiples discontinuidades, acontecimientos y temporalidades. Más allá de pensar a la discontinuidad como algo intempestivo que trastoca las prácticas y los saberes, optamos por pensarla como un proceso disperso en el tiempo.
Para ello, establecemos tres acontecimientos de distintas temporalidades, pero que forman parte de un proceso cuyo propósito no es otro más que transparentar a los hombres y volver sus vidas, sus cuerpos y sus prácticas, en algo que sea descifrable y leíble. Para ello, pondremos a dialogar ciertos conceptos clave de Foucault junto a algunos otros de Michel De Certeau. Este último generó reflexiones importantes sobre la forma en que la modernidad erige nuevas maneras de ver. Asimismo, detectó que en esas maneras de ver el más transparentado era el hombre mismo, pues en estas nuevas miradas se hacía viable la aparición del hombre como objeto de saber.
Los tres momentos históricos que identificamos como paradigmáticos (aunque no por ello nos cerramos a que otros más puedan ser también correlacionados) son: 1. Una nueva experiencia sobre la locura que nace en el siglo XIX; específicamente la manera en que ésta fue supeditada a un proceso que buscó positivar sus orígenes y causas, y cómo, en un gesto colateral, se hizo posible la historización de los hombres y su aparición como objetos de los saberes científicos. 2. Una alteración en los saberes médicos, igualmente en el siglo XIX. Sobre este punto lo que nos interesará destacar será la manera en que, a partir de la experiencia de la finitud, la mirada tiene un encuentro por primera vez con el cuerpo y con la vida de los hombres. 3. La crisis de credibilidad de la institución eclesiástica y sus dispositivos contra las religiosidades populares, especialmente el misticismo.
Cada uno de estos tres acontecimientos abonó para la emergencia de una nueva epistemología moderna en la que ha de aparecer el hombre como objeto de saber. Esta nueva epistemología de la transparencia y de la mirada que busca desnudar a los hombres, según Foucault, nace en el momento que éstos se ven arrojados a enfrentar su propia finitud. Sin embargo, el diálogo con De Certeau nos ofrecerá la alternativa de que esta epistemología moderna, en la que aparece el hombre como objeto de saber, muy seguramente tiene una herencia religiosa cuyas implicaciones lejos de agotarse con el análisis de este artículo, quedarán como una veta de investigación a desarrollar en el futuro.
Transparentar a los hombres mediante la locura
En el internamiento clásico la sin-razón estaba arrojada a los rincones del silencio. Era una exclusión definitiva a través de la cual se expulsaba a aquello que era considerado como un otro radical. Una venda del silencio que amordazaba al loco porque su condición era la expresión del error; la locura era la no-razón, y por tanto el error mismo.3 Sin embargo, en el trayecto del siglo XVIII y XIX la situación va a tomar un matiz totalmente diferente. Al loco ya no se le exige o se le inflige el gesto del silencio. Por el contrario, se le va a pedir que hable todo lo que pueda. Sucede lo impensable, la locura va a ser invitada a un parloteo constante para que sus observadores puedan definir las características positivas que la vuelven posible y que le dan coherencia.
Cabbanis, por ejemplo, llega a la curiosa idea, una de las más ilustradoras de su momento, de llevar un “diario de asilo”. El uso de este nuevo instrumento iba a significar que ahora la locura podía salir del olvido y del mutismo. En cambio, el loco ahora tenía una nueva exigencia; sentarse ante un banquillo inquisidor en el que todas las miradas y todos los oídos tenían que estar atentos a cada una de sus señales. La locura por primera vez se ve enfrentada a la obligación de hablar su verdad.4
Con lo anterior se derrumba una de las más falsas interpretaciones alrededor de los aportes de Foucault, especialmente sobre sus trabajos que atañen a la locura. El mérito de Foucault nunca estuvo basado en la comprensión de cómo la locura y la sin-razón son excluidas en aras de la propia formación de la razón. Es decir, un gesto de exclusión en el que se define la identidad de la razón misma. Por el contrario, el aporte de Historia de la locura es dar muestra de cómo la locura se desplaza de la exclusión a la productividad; específicamente a un parloteo inagotable del cual se busca extraer una verdad. Verdad que no es exclusivamente la verdad de la locura, sino también la verdad de los hombres.
Muestra de cómo la locura se convierte en el camino para la exposición detallada de los hombres es algo demostrable en la cada vez más íntima relación que se concreta entre historia y locura.5 El diario de asilo de Cabbanis es únicamente una muestra entre varios instrumentos, técnicas y prácticas que se impulsarán cada vez más, con el objetivo de desenterrar los más íntimos secretos de los hombres. El objetivo de este escrutinio sobre la vida de los hombres se debía a la confianza que existía en poder encontrar una causa para la locura a partir de los propios acontecimientos de vida, las pasiones, los deseos, los hábitos y hasta la moral personal. De una forma impensada, el parloteo de la locura, y el esfuerzo por descubrir su verdad, abre el suelo epistemológico para un abanico de saberes que van a descubrir un nuevo objeto de observación: el hombre.
No es que la mirada hacia el hombre como objeto de saber haya aparecido como algo totalmente inaudito dentro del estrato de la historia moderna de los siglos XVIII y XIX, pero tampoco significa que la mirada circule entre los diferentes estratos históricos manteniéndose siempre intacta ante los acontecimientos.6 Cada estrato histórico y las diferentes relaciones que le dan cuerpo tienden a codificar un régimen perceptivo y sensible, que guía el uso y las implicaciones que ha de tener la mirada.7 Justo como insistió Foucault, e incluso antes que él Lucien Febvre; cada marco histórico se ve imposibilitado para verlo todo. Los hombres que habitan en un particular estrato histórico únicamente pueden percibir y sentir aquello que su propio tiempo les autoriza.8 Más específicamente, aquello que las relaciones singulares de su tiempo posibilitan.
Así pues, la relación que se forja entre la mirada y la locura va a sufrir un trastocamiento. Dicha relación, a lo largo de la época clásica, estaba definida por el ofrecimiento de un espectáculo que ponía ante los ojos externos una escenificación de la animalidad humana. Era una mirada atravesada por el desconcierto, pues los hombres que se atrevían a mirar ahondaban en una bestialidad que era también la suya.
Por el contrario, en la mirada que se desbloquea en los siglos XVIII y XIX la propuesta es dirigirse hacia la locura, pero vista ya como un objeto. Un objeto atravesado por un discurso de verdad, y que, si algo tiene que ver con los individuos o si guarda algún valor, es en la medida en que aporta un saber del hombre.9 La locura, pues, pasa de ser muda y ciega a ser parlante, visible y escuchable. Más aún, se va a convertir en un rico campo en el que han de florecer las verdades más íntimas de los hombres.10 Misma razón por la que se establece la tarea inagotable de siempre interrogarla más. Esta conversión mediante la cual la locura va a girar hacia una existencia como objeto, es de lo más crucial para entender la aparición del hombre como objeto de saber. Ya no se trata más de un objeto de temor; tampoco de un objeto de fascinación que deslumbra con imágenes de asombro, tal como en la época clásica lo fue la marcha de los locos. La locura tiene una estructura objetual de dos dimensiones. Por un lado, una posibilidad de ser objetivada, esto en el sentido de que hay la posibilidad de extraer una verdad sobre ella. Pero, en un gesto colateral, se convierte en una experiencia objetivante, pues en ella, y gracias a ella, el hombre también se vuelve objeto para su propio saber. En virtud de esta nueva mirada sobre la locura, el hombre se sumerge en un nuevo terreno de relaciones que le autorizará rodar su mirada hacia su propio interior y descubrirse él mismo como un objeto más de saber.
Así pues, la locura pierde ese estatuto que la conectaba con un saber metafísico, en el que se descubrían las verdades más hondas que no podían ser atrapadas por la razón.11 La locura deja de ser ese lenguaje misterioso en el que se filtraban saberes divinos. La locura pasa a convertirse en un objeto de saber en el que se deben de desentrañar las causas cotidianas y morales de su aparición. En ese propósito de darle un saber positivo y causal a la locura, el hombre queda expuesto ante una mirada científica que lo hace objeto de sus propias interrogaciones. Se debe de transparentar lo que hay de más íntimo en los hombres, y sólo así se podrá objetivar y dar un carácter positivo a la locura. Es decir, en este carácter objetual doble que mencionamos, el hombre ayuda a darle un entendimiento causal a la locura, es decir, la historiza. Pero, al mismo tiempo, el definir un conocimiento positivo e histórico de la locura implicó una historización del hombre en la que los saberes deben volverlo visible en su vida cotidiana.
Por dichos motivos, Foucault menciona lo siguiente sobre esta nueva experiencia de la locura en el siglo XVIII y XIX:
Convertida ahora en cosa para el conocimiento -al mismo tiempo lo que hay de más interior en el hombre y de más expuesto a su mirada-, juega como la gran estructura de transparencia: lo que no quiere decir que por el trabajo del conocimiento se haya vuelto enteramente clara al saber: sino que, a partir de ella y del estatuto de objeto que el hombre toma en ella, teóricamente al menos, él debe poder volverse en su totalidad transparente al conocimiento objetivo.12
Es en esta objetivación de la locura y, por ende, del hombre mismo, que se ha de formar una posibilidad epistemológica de la que han de surgir las ciencias positivas del hombre. De las cuales, la psiquiatría será la primera en reclamar su dominio sobre la locura y sobre el hombre como objeto de saber. Sin embargo, para que esto pasara fue necesario primero una nueva experiencia de la locura dentro de la cual se posibilitó una nueva mirada que descubriera al hombre como objeto de saber. No obstante, hay otra experiencia limítrofe que abona a la aparición del hombre y de su vida cotidiana como objetos de interés científico: nos referimos a la muerte.13
La muerte y la obertura de la mirada sobre el cuerpo y el individuo
El nacimiento de esta mirada moderna, en la que el hombre se vuelve objeto de su propia reflexión, y preso de unos saberes que buscan transparentarlo cada vez más en aras de la extracción de la verdad, no sólo es resultado del anudamiento de relaciones que se dan alrededor de una nueva experiencia de la locura, misma que ya detallamos. La irrupción de una nueva experiencia de la muerte también cobra sus efectos en una ampliación mayor de este régimen ocular que torna objeto de saber a los hombres. Más aún, como dijimos al final del último apartado, es gracias a la locura, y ahora también a la muerte, que se hará accesible y posible la formulación de una historización de los hombres. Estamos así ante la emergencia de un campo de saberes que hará de su interés la visibilidad de su tiempo cotidiano, sus prácticas, sus pensamientos, etc. El hombre como una materialidad que debe ser cada vez más transparente.
El texto que más claridad ofrece en este aspecto de la muerte y la aparición del hombre como objeto de saber es el de El nacimiento de la clínica. En el apartado introductorio de dicho texto, Foucault nos invita a la lectura con una sentencia que tiende a bien sintetizar todo el propósito de dicho libro: “Este libro trata del espacio, del lenguaje y de la muerte: trata de la mirada”.14 El orden que Foucault impone a estos factores, que él mismo menciona son la columna vertebral del texto, no es arbitrario y tampoco azaroso. La mirada es la parte conclusiva de un nuevo régimen de relaciones entre el lenguaje, el espacio y la muerte. Pero no cualquier mirada, sino la mirada médica que descubrió al individuo y a su cuerpo en el momento que se puso de frente a una nueva experiencia de la muerte.
Este apartado tiene por propósito el centrarse en esta nueva experiencia de la muerte, la cual inaugura todo un nuevo campo de apariciones en donde ha de surgir el cuerpo y el individuo como materialidades prestadas a la percepción, al saber y a la individualización. Procesos que tienen vasos comunicantes con todo lo que ya anteriormente dijimos sobre la locura, y la forma en la que ésta vuelve transparente a los hombres y a sus vidas.
Sin embargo, para ilustrar la discontinuidad que inaugura a la mirada médica moderna habría que comentar primero algunas cuestiones sobre la enfermedad medieval, y cómo ésta se encontraba situada en un campo de no-percepción. Dicho en otras palabras, la mirada medieval no llevaba a las miradas médicas a emplazar sus retinas en el organismo o en los cuerpos con la finalidad de encontrar las causas que generaban el desarrollo de la enfermedad. Entre el enfermo, la muerte y la mirada no existía ningún sistema que los hilvanara. Así como la locura era ciega, la enfermedad también lo era. La explicación de la enfermedad no necesitaba de una inspección perceptiva, pues sus orígenes no eran externos u orgánicos, sino del espíritu.
Como actualmente menciona Rawcliffe, la medicina durante la Edad Media no se caracterizaba, como hoy día, por un diagnóstico y por un tratamiento, sino por la enunciación de una prognosis y, sobre todo, por la atención a las consecuencias espirituales que pudieron llevar o suceder a la enfermedad.15 Foucault, por su parte, menciona que la enfermedad estuvo imbuida durante toda la Edad Media y la etapa clásica por lo que él nombra una “metafísica del mal”.16 Una concepción más que adecuada para un fenómeno -nos referimos a la enfermedad- que aún estaba capturado por las visiones teológicas del cristianismo. Es a partir de este registro religioso y mágico que la enfermedad era leída, tratada y curada. A un lado de estas curaciones religiosas también convivían otro tipo de estrategias, por ejemplo, políticas; el libro más emblemático en este caso sería el de M. Bloch, Los reyes taumaturgos.17
Experiencias como la peste eran explicables a partir de los pecados que había cometido la sociedad. La muerte y la enfermedad eran considerados castigos divinos o productos de deficiencias espirituales que había que corregir mediante la oración o bien actos de caridad cristiana.18 En este estrato histórico medieval era imposible activar un régimen de percepción que se valiera de la mirada y el cuerpo para así ubicar los motivos y los orígenes de la enfermedad. Más aún, existían muchas penalizaciones, criminalizaciones y castigos para todos aquéllos que quisieran abrir un cuerpo para estudiarlo, pues había varios principios religiosos que se quebrantaban en dicho gesto. Este encuentro entre cuerpo, lenguaje, muerte y mirada no va a suceder hasta algunos siglos después.19
En el siglo XVIII el diagrama de relaciones dará un giro hacia otra composición histórica que le abre la puerta a la mirada moderna. Los gremios médicos convienen en que no era posible conocer la enfermedad y la muerte sin al mismo tiempo aventurarse a comprender el funcionamiento de lo vivo. De esa manera, la medicina comienza a poner el acento de su práctica y de la generación de saber en la anatomía patológica.20 La enfermedad, pues, adquiere una positividad; sus orígenes ya no provienen de fuerzas metafísicas, sino de algo más próximo: el cuerpo. En ese momento la mirada médica establece que la evolución y la existencia de los síntomas es un fenómeno en relación con el daño del tejido orgánico. Por dicha razón, el cuerpo y la mirada tienen un primer encaramiento, el cual es constitutivo para el nacimiento del hombre moderno.
Lo anterior es una ruptura epistemológica decisiva; no sólo es una experiencia de la muerte, aunada a la de la locura, que hace aparecer al hombre frente a las lentillas de los saberes modernos. La activación de esta mirada moderna tuvo impactos en la formulación del saber; ya no era posible confiar en un saber teológico y religioso que pretendía explicar las causas de la enfermedad y de la muerte. A partir de la experiencia moderna de la medicina, que tiene su punto epítome con Bichat, en donde nace esta nueva mirada, todo elemento de saber puede ya sólo ser justificado y legitimado si de por medio está la visibilidad o materialidad cuantificable. Todo saber tiene que ser visto, y en función de ello, medido y comprobado. Más aún, el saber cumple sus procesos y sus operaciones en tanto que hace ver.21
La discontinuidad se hace notable en el hecho de que, entre el siglo XVIII y XIX, se establece un nuevo diagrama de relaciones que hace visible un nuevo espacio: (el cuerpo). En este nuevo espacio la mirada descubre en sus entrañas el depósito y el campo de operación de la enfermedad, al igual que el de la muerte.22 Derivado de esa percepción que se ofrece a la mirada, los saberes de la medicina moderna serán fieles a la obsesión moderna de hacer legible al cuerpo. Es decir, de volverlo leíble. Se generan, entonces, nuevos discursos (lenguajes) alrededor de esa muerte y de esa enfermedad. Un nuevo lenguaje que se enclava en la carne; en la vida. Cuando el cuerpo se hace visible, producido y enlazado por los saberes modernos, comienzan a orbitar alrededor de él infinidad de escrituras que buscan transparentarlo, enunciar su verdad: hacerlo objeto de saber.
Se entiende mejor con todo lo anterior aquella sentencia que apertura el libro de El nacimiento de la clínica, misma que recuperábamos al principio de este apartado: “Este libro trata del espacio, el lenguaje y la muerte: trata de la mirada”. Así pues, esta posibilidad de combinaciones que conjuga todo un nuevo abanico de apariciones (cuerpo), de saberes (lenguaje) y de técnicas (mirada), únicamente se logró en la medida que el hombre occidental se vio enfrentado a su propia finitud.23 Es el descubrimiento de su finitud lo que hace posible el registro moderno, mismo en el que el hombre va a encontrarse a sí mismo como objeto de su propio saber. Foucault menciona que:
Fue sin duda decisivo para nuestra cultura que el primer discurso científico tenido por ella sobre el individuo haya debido pasar por este momento de la muerte. Es que el hombre occidental no ha podido constituirse a sus propios ojos como objeto de ciencia, no se ha tomado en el interior de su lenguaje y no se ha dado, en él y por él, una existencia discursiva sino en la apertura de su propia supresión: de la experiencia de la sinrazón han nacido todas las psicologías y la posibilidad misma de la psicología; de la integración de la muerte en el pensamiento médico, ha nacido una medicina que será como ciencia del individuo.24
En efecto, la sinrazón, al igual que la muerte, es decir la finitud, no es sólo una parte constitutiva de esta nueva experiencia moderna en la que el hombre se descubre como objeto de su propio saber. Más aún, estas experiencias limítrofes pueden ser leídas como el basamento ontológico25 moderno del que nacen las ciencias del hombre, pues es gracias a ellas que los hombres se toparán con estrategias que buscan concretar la positividad del cuerpo y del humano como objetos de saber. Es decir, a partir de la muerte y la locura, se montarán estrategias que tengan por propósito volver legible el cuerpo y la vida. Así como para extraer un saber continuo de las entrañas de éstos: procedimientos que encuentran su punto de posibilidad en el surgimiento de una mirada que se desea cada vez más omnipotente, y tiene por finalidad hacerlo ver todo.
Una mirada omnipotente con raíces religiosas
Es poco viable pensar que existe algo así como una discontinuidad absoluta en la que se ven alteradas la totalidad de las prácticas, las técnicas o los saberes. El mismo Foucault, en Arqueología del saber, deja claro que en los diferentes estratos históricos jamás se trata de una discontinuidad total, sino de diferentes tiempos y grados de discontinuidades. Es decir, las discontinuidades son múltiples y les son inherentes distintas temporalidades y geografías.
De la misma manera, la mirada moderna que hemos detallado anteriormente no irrumpe intempestivamente de un momento a otro. Preferimos pensar su articulación desde un montaje heterogéneo al que le corresponden diferentes procedencias y temporalidades, al igual que diferentes acontecimientos. La obra de Michel De Certeau es ilustrativa porque nos auxilia en el esfuerzo por completar una pieza más del rompecabezas que es la construcción de esta mirada moderna y su afán de tornar todo visible, principalmente a los hombres. La herencia particular que en este apartado proponemos es la de los místicos, y los dispositivos eclesiales que se impusieron para frenar la diseminación de lenguaje que implicaba el hablar del misticismo.
El misticismo proviene de una larga tradición religiosa de la que podemos encontrar registros desde la antigüedad clásica europea. No obstante, es durante el siglo XIV y en vísperas del XVI que se va a poder observar una proliferación del fenómeno místico. Acompañada de esta multiplicación del sentir religioso del misticismo, se puede identificar una serie de estrategias eclesiales para neutralizar sus efectos, pues sus prácticas y sus modos de habla significaban una herejía ante el cuerpo institucional de la cristiandad.
Esta proliferación del misticismo entre el siglo XIV y XVI no es gratuita o azarosa. El siglo XIV marca un severo agrietamiento de la fortaleza que había construido el cristianismo durante toda la Edad Media, mismo que queda evidenciado con el conocido Cisma de Aviñón. La crisis de la cristiandad, abierta desde dicho proceso, va a terminar de resquebrajarse en el siglo XVI con la aparición de los movimientos de Reforma.
No es fortuito que diferentes autores opten por ubicar el final de la Edad Media y el principio de la modernidad no durante el siglo XVI, sino desde el siglo XIV. Sólo por mencionar un ejemplo, el sociólogo e historiador Immanuel Wallerstein propone la hipótesis de que el siglo XIV marca la crisis sistémica de la Edad Media, y que las estrategias del capitalismo fueron la opción más viable para salir de ese atolladero sistémico y construir la nueva economía-mundo capitalista.26 Sin embargo, Wallerstein nunca emparenta la crisis económica y material con la simultánea crisis espiritual e institucional (i.e: en la iglesia católica) que vive el mismo siglo XIV. Michel De Certeau, en cambio, sí conecta ambos fenómenos, cuando asegura que sería mejor pensar el nacimiento de la modernidad a partir del siglo XIV, pues hay diferentes señales que nos permiten pensarlo de esa manera.27 Una de ellas es la diseminación de sentidos y discursos que operan a través de los nuevos lenguajes y prácticas del misticismo.
Para el siglo XVI, ya existe un nuevo clima social, político y de creencias, que se vuelve notorio a partir de la emergencia de los movimientos de la Reforma protestante y de la emergencia de los Estados. La cristiandad y la institución eclesial tuvieron durante gran parte de la Edad Media un dominio insoslayable sobre la producción de sentido. Sin embargo, a partir de esta brecha de crisis sistémica, inaugurada en el siglo XIV y explotada en el siglo XVI, comenzó un resquebrajamiento en todo su horizonte de referencias. Todo parece indicar que el lenguaje y el sentido producido comenzó a caer en desuso, y a ser fuertemente impugnado.28
Como señala De Certeau, las instituciones eclesiásticas durante todo este periodo enfrentan un evidente proceso de pérdida de autoridad; ese lenguaje y esa palabra dominante que anteriormente era ley, a partir de la crisis sistémica, cae deshecha y ya no genera credibilidad universal. En su lugar, como una manera de remplazar lo perdido, comienzan a brotar nuevos tipos de racionalidades que buscan reconstruir ese dominio de sentido y monopolio de la palabra a partir de las ruinas de los cánones eclesiásticos.
Nuestro autor destaca dos tipos de movimientos en ese sentido. Por un lado, una racionalidad política que busca una transfiguración de las instituciones y el establecimiento de un nuevo orden; el Estado se busca colocar como nueva empresa de totalización y unificación de sentido.29 Del otro lado, la proliferación de grupos religiosos que tienen por objetivo fundar los lugares necesarios en los que se pueda recuperar el cuerpo y la “Palabra divina que ya no se oye en las instituciones corruptas”.30 Estos grupos religiosos se caracterizan por una erótica del duelo que se funda en la búsqueda de un cuerpo perdido. Esta sensación de pérdida se correlaciona con la diseminación de los lenguajes generadores de sentido y la desfiguración del monopolio eclesial. Nuevos lugares, instituciones, sentidos, órdenes y formas de hablar que buscan montarse sobre las cenizas del orden pasado.
El misticismo, pues, tendría que ubicarse dentro de dichos movimientos religiosos que afloran a partir del derrumbamiento del antiguo régimen de sentido. Sin embargo, ¿por qué el misticismo fue combatido por el cristianismo? Y ¿de qué manera coadyuvó a la formación del nacimiento de la mirada moderna?
A partir del siglo XVI el adjetivo de “místico” hace alusión a todo y a todos aquéllos que han escapado de la institución. Más específicamente, de la institución eclesial. Los místicos, a partir de la misión erótica de buscar el cuerpo perdido de Cristo,31 mismo que hace sentir su ausencia en esta nueva babel donde la crisis hizo a los lenguajes inestables y heteróclitos, construyen una operación que De Certeau calificará como una nueva “manera de hablar”.32 Las otras maneras de hablar que activa el misticismo buscan posibilitar una nueva epistemología33 que cambia su estatuto en relación con la Palabra. No es el intento de forjar un nuevo saber, sino todo lo contrario: es un lenguaje herido que busca generar nuevos sentidos para retornar a lo Uno, lo sagrado, cuyo tratamiento dentro de la institución católica no encuentra ya credibilidad.
El misticismo, ahí donde se han desfigurado las jerarquías y totalizaciones de sentido, busca reconectar los puentes de comunicación, pero bajo una ingeniería totalmente diferente. El místico ya no va a pretender apegarse a una ontología que busque la enunciación de la verdad; de la misma forma rehuirá del contrato que se establecía entre las palabras y las cosas. El místico cumple su propósito no en lo que se dice, sino en el cómo. Su operación se elabora a partir de una política de la enunciación que no está preocupada por la precisión ni por la literalidad, y abre por tanto un nuevo campo de laxitud en la interpretación, una hermenéutica de lo inexacto. La táctica de sentido que caracteriza al misticismo se apega a una iterabilidad y a una “apología de lo imperfecto y de la desemejanza”.34
Los místicos no generan necesariamente un nuevo lenguaje, sino que retoman el viejo lenguaje y lo engranan en un nuevo campo de relaciones que autorizan una política de la enunciación diferente. Una transfiguración de la palabra que le niega reducirse a una totalización o unicidad de sentido. Por el contrario, el lenguaje del místico se pierde en las posibilidades oceánicas de lo indefinido y de lo desemejante35. Más que una hermenéutica formal, emplea una retórica y una metaforización que se abre a la posibilidad de lo otro. Mientras el dispositivo eclesiástico apostaba por la lectura y la escritura como técnicas de saber, los místicos se inclinan por la escucha y por el habla. Una epistemología de la diferencia que recurre a una formalización distinta de técnicas, mismas que se orientan a una escucha del Otro.
Así pues, el hablar místico en su violencia al lenguaje y al sentido, agrede al saber de la institución eclesiástica, a sus procesos, sus mecanismos de generación de orden y discurso. Además de ser una amenaza para la institución misma, pues su lugar de enunciación es la interioridad, y se desvincula de una autoridad externa. El hablar místico, por otra parte, es la proliferación de las tácticas lingüísticas de lo popular, mismas que ya no se dejan sintetizar a la totalización del sentido que imponía el antiguo sistema eclesiástico de creencias.
Por su parte, la iglesia católica, ante la sintomatología inesquivable de su desmoronamiento de autoridad y, por tanto, de su capacidad para hacer creer, tiene que poner en ejecución estrategias que permitan la recuperación de todos esos saberes populares y “heréticos” que se diseminan a partir de las grietas de sentido ocasionadas en un saber herido que se encuentra en crisis.36 Ya desde 1215 se proclama la encíclica Lateranense IV, “una pastoral sacramental que tiende hacia la reconquista de los creyentes”.37 Así pues, observamos una discontinuidad en las estrategias de poder efectuadas por la iglesia; transformación que se hace necesaria ante el brote de hablares populares, heréticos y místicos que se caracterizan por eludir la transparencia del signo.
La predicación y la práctica sacramental serán las estrategias ocupadas para lograr la recuperación de los creyentes y alejarlos todo lo posible de los lenguajes heterónomos que nacen en los espacios populares. Ante estas nuevas diseminaciones de sentido, los clérigos se vieron más preocupados que nunca por hacer llegar los discursos y las escrituras en un lenguaje “vulgar”, que intentara imantar de nuevo a los fieles que, de forma cada vez más constante, se escurrían por las grietas de autoridad y se plegaban a las “maneras de hablar” de lo popular y del misticismo. La estrategia medular era el integrar todo tipo de dialogo herético de vuelta a los mandatos y al sentido del dispositivo eclesiástico.
La iglesia, pues, comenzó una cruzada contra estas nuevas voces, pero también contra la religiosidad experimentada y vivida en lo privado. Una cacería que se explica por la inquietud ante el hecho de que el lugar de enunciación o configuración de sentido comienza a fijarse en la interioridad, y ya no en la autoridad institucional de la iglesia. Al mismo tiempo que la iglesia pierde su monopolio de sentido, pierde el monopolio sobre el Verbo y la Palabra. Los lenguajes místicos proponen una escucha hacia la Palabra y el Verbo que se vale de la interioridad, ya no de la mediación institucional, pues ésta ha quedado en un estado de corrupción en el que ya no es posible escuchar esa Voz divina, perdida y buscada.
Ante ello, una de las estrategias de recaptura de fieles más importantes por parte de la iglesia fue la visibilidad. Para recuperar poder de convencimiento y credibilidad se apeló a la retórica de las imágenes y de los exempla. De lo que se trataba era de hacer ver para hacer creer.38 Ante la sensación social de que existe una disociación entre la institución y la Palabra, el cuerpo y la voz, (pues el desprestigio de la iglesia la llevó a ser pensada como lejana e imposibilitada para la escucha y el reencuentro de esa Voz y Cuerpo perdidos), la institución tuvo que valerse de la estrategia de la visibilidad.39 Hacer visible el cuerpo perdido mediante el cuerpo sacramental, y en esa operación de visibilidad ofrecer la legitimidad de su autoridad.40 Intercambio de un cuerpo perdido por un cuerpo que debe ser visible ante los creyentes como mecanismo de poder y de recuperación de la fe.
Sin embargo, la estrategia por parte del dispositivo eclesiástico no sólo consistirá en hacer visible al cuerpo perdido como señal de poder y como forma de recuperar la credibilidad: la institución actuará también en un sentido complementario, el cual consistirá en hacer visible lo interior de los fieles. Así pues, el intento de neutralizar a los lenguajes heréticos, populares y místicos, conlleva la aparición de nuevas modalidades de lo visible. Por un lado, el hacer la institución cada vez más corpórea y tangible; que su poder esté al alcance de los ojos de los fieles. Del otro lado, un énfasis en tornar visible lo oculto o lo privado de las almas. Un proyecto que se elabora debido a las religiosidades de la alteridad que articulan como lugar de enunciación de la fe a la interioridad. Por dicho motivo, la iglesia se lanza a la misión de entender mejor a sus fieles, transparentando sus almas, asi como los lenguajes y sentidos a los que se apegan.41
Lo interior y lo privado, cuando escapan a la vista de la institución, se significan como experiencias riesgosas en las que la iglesia y sus saberes se ven amenazados. Para conjurarlas, se empleará una novedad técnica que marcará la emergencia de una tecnología clave para la objetivación de los hombres y volverlos objetos de saber; nos referimos al confesionario.42 En la práctica confesional, la institución ambiciona obtener la revelación de los secretos de la vida privada.43 Una vez obtenidos, escrutarlos e indagar sus sentidos, para al final exorcizarlos y conducirlos nuevamente hacia los márgenes lingüísticos que ordena la institución. Debido a que el misticismo es un estado de volo que se opera en la interioridad, la autoridad eclesial se empecinará en hacer brotar en el exterior esa vida interior. Hacer que el alma y los lenguajes íntimos sean visibles, y, por lo tanto, leíbles.
La confesión es probablemente la primera tecnología propiamente moderna que se propone el transparentar las minucias de la vida cotidiana de los hombres y de esa manera hacer accesibles todos esos escapismos, secretos y deseos que son sintetizados bajo la figura de los “pecados”.44 En la tecnología auricular del confesionario se teje tímidamente la condición de posibilidad que después ha de secularizarse y terminar en la formación de los saberes científicos que interrogan al hombre para arrancar de él una verdad y un saber.45
Bajo esta nueva tecnología, los hombres quedan totalmente entregados a una estrategia de visibilidad que se esfuerza en transparentar su vida interna y restaurar cualquier desviación de sentido que pudiera ser ubicada. Mientras más transparentes se vuelven los hombres, la institución más información posee sobre las vidas populares y sus tácticas de resistencia. El volver al hombre una materialidad escudriñable posibilita que la institución tenga una mejor gestión, control y administración de sus deseos. Al mismo tiempo, puede ubicar tempranamente cualquier tipo de herejía de sentido que pretenda agrietar los saberes establecidos.
De Certeau, menciona al respecto:
A la ley que impone a los fieles “decirlo todo” al ministro de la Iglesia (todo, no es sino lo que queda ocultado por la institución), responde la ley que exige al sacerdote que haga “verlo todo” (“todo”, es lo que queda oculto por la institución). Por ambos lados, la pastoral trata de conducir los misterios de la institución y los secretos de la vida secular hacia un espacio de visibilidad, teatro recapitulador que sería finalmente como un mapa de la concentración visual y enciclopédica de la Iglesia. La utopía que sostiene ya desde entonces esta movilización al servicio de la transparencia es la que tomará, en el siglo XVII, la figura (epistemológica) de la “representación”.46
En este sentido, recuperar las palabras de Michel De Certeau nos permite ilustrar de manera más clara la consolidación de esta visibilidad moderna en donde la mayor estrategia es hacerlo ver todo; pues es contra las resistencias religiosas donde se ha de coronar la tecnología ocular-centrista que impone una mirada omnipotente en la que los hombres cada vez quedan más desnudos.
Lo salvaje del cuerpo y de la vida bajo el ojo de lo científico
Nuestro interés hasta el momento se ha conducido en demostrar que la aparición de la mirada moderna y uno de sus efectos más particulares, a saber, la aparición del hombre como objeto de saber, se articula en una dispersión de procesos y de temporalidades que no pueden ser reducidas a un corte abrupto. Como anotó Michel Foucault, consideramos que la discontinuidad es un proceso complejo que hay que observar a partir de sus dispersiones y de las ramificaciones que implica. Por dicha razón, hilvanamos esta discontinuidad en tres procesos diferenciables, pero a la vez sujetos de interconectarse en un montaje histórico que reconstruye el advenimiento de una epistemología moderna que tendrá por consecuencia la inspección y la transparencia de los hombres en tanto que éstos se vuelven objetos de saber.
El puente entre estos fenómenos es aún nebuloso. Como todo proceso, contamos únicamente con fragmentos que tienen que ser trabajados a partir de nuestros modelos teóricos y, posteriormente, reconstruidos en hipótesis de trabajo que intenten salvar la pérdida absoluta de ese pasado. Sin embargo, hay conexiones entre el propio trabajo de De Certeau y de Foucault que nos posibilitan ofrecer algunas conexiones entre estos procesos distantes.
En el caso de De Certeau, a lo largo del libro La fábula mística, deja ver que los diversos dispositivos eclesiásticos, que se ensamblaron para anular y reconducir a los lenguajes místicos y populares que se escabullían de la institución, fueron adentrándose, a medida que se orquestaba un proceso de secularización, en formalidades científicas. Esto es, lo que anteriormente se dirigía contra el misticismo, posteriormente va a tomar la forma de ciencia y se va a conducir ahora contra las manifestaciones de locura. Por dicho motivo, De Certeau menciona: “en el lugar ocupado por la mística no quedaron sino depósitos de fenómenos psíquicos o somáticos que pronto fueron dominados por la psicología o la patología”.
Como se observa, entre la locura y la guerra contra las religiosidades populares y místicas, a pesar de la distancia, existen puentes que nos indican que son parte de un mismo proceso. A saber, de un transcurso histórico y epistemológico en el que se descubre al hombre como objeto de introspección. Primero por mecanismos eclesiásticos, tales como la confesión. Segundo, por saberes científicos, los cuales comparten el idéntico proceso técnico de origen religioso que es la confesión y el examen.47
No obstante, esta construcción dispersa y discontinua en la que los hombres son desnudados y convertidos en objetos de saber, tambien puede ser analizada a partir de la pulsión occidental por exorcizar al otro, al salvaje. Un gesto que continuamente está al acecho de las resistencias, disidencias y de las desviaciones de sentido. En el caso de los místicos, un dispositivo que se valió para anular a toda alteridad que pudiera implantarse en la conciencia y alma de los creyentes. Pues, como menciona De Certeau, el místico era quien alteraba la institución en el momento que escapaba de ella, pero al mismo tiempo era un practicante que caminaba para perderse.48 Si estos mecanismos de transparencia, que describimos en el anterior apartado, se volvieron imperantes, se debe a que fue urgente visibilizar dichas alteridades y a partir de dicho gesto expulsarlas. De esta manera se creaba un poder pastoral sobre los fieles que velaba porque no se desviaran del sentido institucional.
Esta epistemología de la visibilidad en la que se descubre al hombre como objeto de saber va a ser engullida por las formalidades científicas y de saber del siglo XVIII y XIX. Estas formalidades ya no obedecen a los procesos religiosos que buscaban anular las alteridades de las religiosidades populares. La absorción o la recepción que hacen de esta epistemología de la transparencia se sitúa ahora en el medio de procesos seculares y económicos como la revolución industrial, la emergencia de la burguesía y la formación de una nueva racionalidad que ya no es religiosa, sino política. Mas no hay que dejar de lado que esta nueva racionalidad política se vuelve operante en tanto que absorbe varias técnicas, instrumentos y dispositivos de origen religioso. Algunas de estas técnicas son la confesión y el examen, únicamente que ya colocados en una nueva formalidad discursiva que es el saber científico del hombre.49
Tornar a los hombres objeto de saber, y colocar sus vidas y sus cuerpos bajo un espacio de visibilidad permanente, sirvió para “normalizar” sus comportamientos, hábitos y prácticas. La visibilidad que se les dio mediante los saberes científicos del hombre funcionó para modelar y producir sujetos y corporalidades plegadas a la moral burguesa, al igual que al sistema productivo capitalista que arrancaba su nueva faceta industrial. Como menciona Canguilhem, a partir del siglo XIX los saberes médicos fueron el instrumento para imponer una exigencia a las vidas y a los cuerpos; introyectar en ellos los comportamientos necesarios para cumplir las expectativas de una moral burguesa y de un régimen de producción.50 Hacer visibles sus cuerpos y sus vidas sirvió para seguir de cerca y modificar esos impulsos salvajes e irreductibles que no se ajustaban a las necesidades históricas, sociales y políticas de ese momento. Contra los procesos religiosos se había logrado erigir dispositivos que permitieran una gubernamentalidad de la conciencia y del alma; con la nueva visibilidad científica se buscaba seguir de cerca los hábitos de vida y del cuerpo e imponer una forma de vida. Se había llegado a la visibilidad omnipotente de la disciplina interna: una mirada que sigue de cerca y que corrige.
Conclusiones
El propósito de este escrito fue establecer el espacio para un diálogo entre Michel Foucault y Michel De Certeau. Un intercambio de propuestas que se orientó hacia el detalle historiográfico de una de las tantas problemáticas comunes que ambos decidieron abordar en su obra, nos referimos al nacimiento de la mirada moderna, y cómo ésta abrió un nuevo régimen de visibilidad en el que surgieron nuevos objetos de saber, entre los que destaca uno que resultó especialmente significativo para la formación de nuevos órdenes sociales: el hombre.
El interés de este diálogo fue abrir el flujo de ideas hacia un nuevo ángulo de las teorías sobre la mirada que ambos filósofos aportaron. Diversos autores han continuado la veta abierta por Michel Foucault y han decidido indagar en las implicaciones, la historia y las discontinuidades que ha sufrido esta mirada moderna. Incluso se ha generado alrededor de dicho tema un nuevo campo de reflexiones que se ha denominado “cultura visual”. Otro terreno de estudio que también toma a la mirada como centro de sus preocupaciones ha sido el de los conocidos “surveillance studies”. El interés que éstos han puesto en las estrategias ocular-centristas de la modernidad se debe a la condición ocular que inaugura el panoptismo. Lo que tienen en común todos estos estudios es la aceptación de que en el siglo XVIII y XIX hay una discontinuidad que marca la obertura para la emergencia del régimen de visibilidad y vigilancia moderno. Muestra de ello son, por ejemplo, los trabajos de Martin Jay o de Jonathan Crary.
El objetivo de nuestro artículo, en cambio, es plantearse la posibilidad de que esta emergencia de la mirada moderna no haya encontrado su tiempo de formación en el siglo XVIII y XIX, sino en el montaje de diferentes procesos que inician desde el período medieval, y que no se pueden reducir a una caracterización temporal exacta. Hemos optado por un análisis que permita leer a la mirada moderna como un fenómeno que se volvió operable a partir de diferentes acontecimientos. Esto tendría una implicación metodológica decisiva, pues no optamos por creer que existen discontinuidades totales, sino múltiples discontinuidades. De esta manera, los procesos no pueden ser entendidos a partir de cambios abruptos que hacen posible su existencia, sino a partir de múltiples contingencias de la alteridad dispersas en el tiempo, resultado de múltiples acontecimientos que pueden ser mapeados en diversas formas
Así pues, consideramos que la mirada moderna y la aparición del hombre como objeto de saber se esclarece a partir de tres acontecimientos que, a pesar de la distancia temporal, no dejan de estar en relación. En primer lugar, la estrategia de una visibilidad total en la que los hombres deben transparentar su interior y su vida cotidiana fue un movimiento que se efectuó para prevenir y anular los riesgos del misticismo. La institución eclesial vivió una pérdida de autoridad que la obligó a construir mecanismos de inspección de conciencia por medio de los cuales los hombres debían transparentarse ante nuevas tecnologías de examen interno: especialmente el confesionario. Mediante esta transparencia se hacía una inspección que aseguraba que los hombres se mantuvieran plegados al sentido marcado por la institución, y no se desviaran en el océano de metáforas y de sentidos místicos que no paraban de herir la fracturada enunciación de sentido de la iglesia católica
En segundo lugar, la aparición de la locura como una experiencia ya no negativa, sino positiva. Esto implicó que la locura sólo podía ser detallada si se ponía en relación con quien la sufría. De esta manera, explicar los orígenes de la locura significó enlazarla con la vida de los hombres: sus prácticas, hábitos, moral, etc. En el momento que la locura se vuelve un objeto de saber positivo, colateralmente aparece el hombre como un objeto de saber. Como dijimos, el hombre ayuda a historizar el desarrollo de la locura, pero al mismo tiempo la locura historiza al hombre y lo transparenta como individuo.
En tercer y último lugar, una nueva experiencia de la muerte, situada al igual que la positividad de la locura en el siglo XVIII y XIX. Esta nueva experiencia de la enfermedad y de la muerte se deslinda de la medicina medieval que consideraba al padecimiento no como una causa orgánica, sino como un malestar del alma. Cuando el cuerpo, la mirada y la muerte se encuentran, es debido a que la mirada ya sufre un nuevo giro que ha de dar pauta a la continuación de la mirada moderna: la individualización de los sujetos. En ese momento, sus cuerpos y sus vidas serán entregados al examen moderno en el que se define lo “normal” y lo “anormal”, tipificaciones que van a servir para la modelación del hombre burgués.51
El aporte de esto no solamente se limita a establecer la posibilidad de un montaje histórico en el que la mirada moderna proceda en parte de los tres acontecimientos revisados. También resulta relevante proponer que la aparición del hombre como objeto de saber no sea un producto solamente resultado de la confrontación de su propia finitud. Es muy probable que la formación del hombre como objeto de conocimiento tenga raíces religiosas que aún no terminamos de agotar en análisis. Aquí se mostró, por ejemplo, que esta aparición objetual respondió también a una necesidad de frenar las resistencias y los sentidos emancipados originados por el misticismo. Bajo el propósito de recuperar a los fieles se construyeron tecnologías de transparencia en las que surgió el hombre como un objeto de inspección. No como cualquier objeto, no obstante, como uno sumamente individualizado que debe entregar los secretos de su conciencia, de su alma y de su vida diaria. Esa formación histórica del individuo, entonces, no puede desentenderse de los conflictos religiosos que van del siglo XIV al XVI.
De Certeau, en el mismo libro de La fábula mística, permite dimensionar las posibles conexiones que existen entre los dispositivos eclesiásticos dirigidos contra el misticismo y las posteriores estrategias de los saberes psiquiátricos. El autor menciona: “Estos procedimientos proseguirán su trabajo en otros campos. En el lugar ocupado por la mística no quedaron sino depósitos de fenómenos psíquicos o somáticos que pronto fueron dominados por la psicología o la patología”. Es decir, el exorcismo de las desviaciones de sentido encontró una nueva funcionalidad en las prácticas psiquiátricas y patológicas de la modernidad. Lo que indica otro tema de investigación pendiente: todo parece indicar que las tecnologías religiosas contra los movimientos “heréticos” se secularizaron, y al momento de hacerlo se inscribieron en una nueva racionalidad que hizo mudar dichas tecnologías ahora depositadas en los saberes científicos. Sin embargo, en ese desplazamiento ya iba a medio construir52 una nueva epistemología de la transparencia en la que el hombre aparecerá como objeto de saber y que sólo terminará de construirse hasta el siglo XIX con la emergencia de las ciencias del hombre.