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Convergencia
versión On-line ISSN 2448-5799versión impresa ISSN 1405-1435
Convergencia vol.17 no.54 Toluca sep./dic. 2010
Artículos científicos
Del saber colectivo a las cualidades individuales. El debate sobre las competencias laborales
Ana Drolas
Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (CEIL-PIETTE del CONICET), Argentina/mdrolas@ceil-piette.gov.ar
Recepción: 14 de enero de 2009.
Aprobación: 21 de abril de 2010.
Abstract:
This article has as axis the discussion around the notion of labor competences and its relation with the integral forms of organization of the work. One of the objectives is to analize a concept that today is used, in academic means as in the sector industralist, without unicity of criteria. It is tried to understand what is what underlies when is spoken of the management by competences as different and until opposed from other forms of management of the force from work more ligatures from the negotiation with the union actors and the process of work. In this sense, this article has the intention to in the last contribute to a debate around this problematic putting on the rug years by industralists, unions, governments and intellectuals.
Key words: labor competences, organization of the work, management of the human resources, mobilization of the work.
Resumen:
Este artículo tiene como eje la discusión en torno a la noción de competencias laborales y su relación con las formas integrales de organización del trabajo. Uno de los objetivos es dar cuenta de un concepto que hoy es utilizado, tanto en medios académicos como en el sector empresarial, sin unicidad de criterios. Se intenta comprender, de esta manera, qué es lo que subyace cuando se habla de la gestión por competencias como diferente y hasta opuesta a otras formas de gestión de la fuerza de trabajo más ligadas a la negociación con los actores sindicales y al proceso de trabajo. En este sentido, este artículo tiene la intención de contribuir a un debate abierto en torno a esta problemática puesta sobre el tapete en los últimos años por empresarios, sindicatos, gobiernos e intelectuales.
Palabras clave: competencias laborales, organización del trabajo, gestión de los recursos humanos, movilización del trabajo.
Introducción
El trabajo no se organiza solo ni de manera espontánea. Más bien al contrario. Desde el putting out system1 y la manufactura hasta la "fábrica moderna", la posibilidad de que los tenedores de capital lograran institucionalizar y naturalizar los principios modernos de la organización del trabajo implicó grandes esfuerzos y luchas sociales interminables.
La movilización de la fuerza de trabajo hacia los espacios de trabajo para su posterior inmovilización y fijación en los puestos que componen los procesos productivos y conforman la jerarquía laboral constituyó toda una tarea que tuvo su éxito más rotundo y su punto más álgido durante los gloriosos años del Estado de bienestar, con el fortalecimiento de los institutos de amparo y encuadramiento de las relaciones laborales y las normas del trabajo, sus instituciones y el "ascenso" del trabajador a la categoría de ciudadano (Castel, 1997).
En los últimos 30 años, frente a este paradigma productivo, se multiplicaron las voces que sugieren la importancia de nuevas prácticas en los ámbitos de trabajo y la integración de los trabajadores a la producción, no sólo a través de la puesta en práctica de su fuerza laboral, sino también a través de sus capacidades y saberes no específicos, que tienen que ver con la lógica comportamental de las relaciones laborales (Mournier, 2001). Al respecto, aparece revitalizada la vinculación entre el saber hacer específico y los saberes más amplios, mediante el llamado "saber ser" (Spinosa, 2005). Esta vinculación toma cuerpo en la gestión de la fuerza de trabajo en tanto recursos humanos y la movilización de sus competencias.
El principal objetivo de este artículo es abonar a la discusión abierta en torno al concepto de competencias laborales y su relación con las formas de organizar el trabajo. Para ello dividimos el presente texto en apartados que van dando coherencia a lo que se quiere explicitar. En un primer momento nos detenemos en la descripción del paradigma taylofordista de organización de trabajo como modelo al que se opondría la gestión por competencias de la fuerza de trabajo. Luego nos adentramos en la problemática planteada, a través de precisiones conceptuales y discusiones analíticas con la noción, para terminar en un apartado final que da cuenta de los interrogantes que quedan abiertos en este debate.
Es necesario destacar que este artículo es parte de una investigación más amplia acerca de las formas organizativas al interior de los espacios de trabajo en relación con los tipos de intervención humana sobre el proceso productivo.
La hegemonía de la OCT
El paradigma de la organización del trabajo considerado hegemónico durante los 30 gloriosos años del capitalismo europeo y norteamericano es la organización científica del trabajo, la OCT; hija del emblemático Frederik Taylor, creador de la jaula de hierro weberiana en su formato de fábrica que fija las normas y condiciones de producción, con base en criterios positivos: para cada "tarea justa" una "paga justa" (Vatín, 2004).
Con la extensión del trabajo asalariado, el surgimiento de los grandes establecimientos laborales y la dificultad para inmovilizar a los trabajadores calificados (conscientes de poseer al menos dos bienes preciados: su tiempo y su oficio, y por lo tanto conscientes de su poder), la organización del trabajo se convierte en un problema o por lo menos en un tema de debate entre los cultores de las nuevas ciencias del trabajo que estaban naciendo por ese entonces. Es así que la OCT adquiere relevancia, es objeto de discusiones, y Taylor blanco de sendas críticas.
Ante la "pereza sistemática" y la "intención deliberada" de los trabajadores de "engañar a los patrones", Taylor propone una organización racional y racionalizante del trabajo. Para ello era necesario fundar las formas organizativas de la empresa en el estudio de los gestos y los movimientos de los trabajadores. Estos estudios tienen la finalidad de economizar el tiempo invertido en cada tarea, explicitar el saber de oficio del trabajador; profundizar la división técnica del trabajo para facilitar su simplificación, control y supervisión; y la construcción de las condiciones de posibilidad para acuerdos entre capital y trabajo que diriman y eviten conflictos de índole salarial y vayan abandonando la discusión acerca de otras cuestiones que hacen al transcurrir cotidiano del trabajo que queda bajo la exclusiva supervisión de la empresa.
Propone, a su vez, un cambio en la subjetividad de los trabajadores a través de prácticas de inducción para lograr un cambio en las "actitudes mentales" (Coriat, 2000; Neffa, 1998; Braverman, 1984) y el debilitamiento de las organizaciones sindicales de los trabajadores calificados.
La división social (que preclasifica inteligencias para el ingreso a un espacio laboral) y técnica del trabajo (que la clasifica y jerarquiza en su interior) se convierten en el eje de la organización del trabajo taylorista que será profundizada y radicalizada por el fordismo.
Será la cadena mecánica (en tanto idea organizadora) la que le dé al espacio de trabajo su sistema de organización de puestos y de hombres, y la que le dé a la sociedad en donde se instala ese perfil de "aparato total" del cual nos habla Marcuse (1968), que unidimensionaliza al hombre convirtiéndolo en esclavo de las "falsas necesidades" de consumo.
Como forma de producir, como manera de organizar y controlar a los hombres y como relación salarial, el fordismo tuvo la virtud de sentar las bases de una nueva sociedad y construir los medios eficientes para su reproducción, al menos en un mediano plazo. La inmovilización que implicaba el ingreso al espacio de trabajo (a través de la fijación a un puesto de trabajo) se veía recompensada por diversas formas de movilidad, que de algún modo hacían las veces de aliciente de las horas de trabajo: hacia afuera, el consumo de masas y la naciente cultura del entretenimiento y, hacia adentro, creando sistemas de promoción y ascensos a lo largo de la grilla clasificatoria, lo cual posibilitaba la proyección hacia el futuro de esa vida para, por y en el trabajo y fija al trabajador en la movilidad.
Así, el taylorismo, como forma de organizar el trabajo que acompañó una forma especial de acumulación de capital, y luego el fordismo como la concretización de una relación salarial novedosa, constituyeron formas exitosas de reclutamiento masivo de fuerza de trabajo en un mismo espacio y significaron el triunfo de la división técnica del trabajo y la parcelización de las tareas. Son formas exitosas y durables de transformar el trabajo humano en fuerza de trabajo; de transformar el hacer creativo en hacer productivo que genera plusvalía y, con ella, la reproducción a escala cada vez más ampliada del capital.
La revalorización del saber obrero y de los saberes del trabajo
En la década de 1970, a la luz de los que habían pensado décadas antes, Naville (1963) y Touraine (1955), surgen con fuerza varios esquemas teóricos y analíticos que plantean las tesis de la descalificación del trabajo como consecuencia del trabajo rutinario y repetitivo al que se veían sometidos los obreros y operarios en los procesos productivos taylorista y fordista.
Son al menos dos los escenarios a los que podemos hacer referencia en relación con la problematización de la tendencia a la descalificación de la fuerza de trabajo por el trabajo taylorizado: el escenario anglosajón, representado por Braverman (1984) y el escenario francófono representado por Freyssenet (1977) y Coriat (1976).
La tesis central de Braverman es que a lo largo del siglo XX se produjo una descalificación masiva y continua de los trabajadores por su inserción en procesos de trabajo deshumanizantes, capaces de expropiar el saber y la experticia de los trabajadores de oficio. En este sentido, Braverman asimila la parcelación de las tareas propia de la organización del trabajo y la producción taylorista-fordista, a una degradación creciente del trabajo y, entonces, a la descalificación masiva de los trabajadores. Se trataría de esta manera de una tendencia inherente al capitalismo y, por lo tanto, inevitable mientras éste sea la manera de convivir que los hombres nos damos.
Por otro lado, Michel Freyssenet (1977) tiene una idea análoga a la de la descalificación masiva pero con la diferencia de que ésta sería la contracara necesaria de la sobre calificación de una minoría. Así se habría producido una polarización de los niveles calificacionales y una desposesión progresiva de los trabajadores descalificados.
En la misma vereda, Benjamin Coriat (1976) desarrolla también la tesis de la expropiación del saber obrero y la descalificación por las formas tayloristas de organizar el trabajo y la producción. El taylorismo aparece como un instrumento del capital para destruir la autonomía y mellar la capacidad de resistencia obrera al trabajo y la explotación.
Más allá de lo que obviamente tienen en común estas tres miradas, también convergen en señalar sendos procesos de expropiación, de confiscación, de robo si se quiere, de los saberes que los trabajadores cogeneran en el trabajo, en función de la productividad.
Como contrapunto a estas miradas que ponen al trabajador en una situación de pasiva espera frente a los procesos sociales que le pasarían por delante sin poder ellos hacer nada, Pierre Rolle (1988) mira al taylorismo, no con simpatía, pero sí con mayor indulgencia. El taylorismo, para el autor, más que expropiar los saberes de los trabajadores iniciando así sendos procesos de descalificación, lo que hizo fue vulgarizar los conocimientos construidos y adquiridos, a partir de su parcelación y desespecificación: "Sin duda cambió [el taylorismo] la existencia de conocimientos específicos, pero desarrolló saberes más generales" (1988: 115).2
En cualquier caso, la reedición de los argumentos que asisten en la interpretación descalificante del taylorismo o en las consecuencias polarizantes de su organización del trabajo pone de relieve, redescubre (o inventa) la problemática del saber del trabajo, pidiéndosele que vuelva al taller en formato de competencia.
Desde la óptica de las competencias, las teorías acerca de la desvalorización y descalificación del trabajo aparecen como perimidas al lado de la promoción del individuo, de su saber social y de su saber ser. Si el taylorismo como forma organizativa ha muerto, entonces también lo han hecho sus formas de embrutecer al trabajador a través de la expropiación de su saber.
Pareciera que ser tiempo de que la historia "tome una especie de revancha [...] porque ahora es necesario hacer volver la inteligencia a los talleres" (Coriat, 1997: 52). En la empresa actual la valorización del capital y de los servicios que éste presta parecen necesitar del alma misma del trabajador y se sustenta en la creatividad potenciadora de la cooperación. Es el redescubrimiento de la capacidad cooperativa del hombre y su paradójica prescripción en el ejercicio del trabajo.
Los recursos humanos y sus competencias
Las tesis de Piore y Sabel (1984) acerca de la necesaria vuelta de la inteligencia al taller (Coriat, 1997) y al trabajo creativo que nos hablan de un trabajo que tenga sentido, sea autónomo y artesanal, vuelve patente y explícita la eterna y subyacente discusión en torno a las competencias y las calificaciones "laborales" y sus formas de gestión.
Desde el mismo concepto, fuerza de trabajo o mano de obra que va perdiendo espacio discursivo en beneficio del de recursos humanos, hasta las técnicas y dispositivos para gestionarla, pareciera que se abre un nuevo mundo en donde las viejas maneras de relacionarse capital y trabajo (y sus intermediarios), lo mismo que las palabras que las designan, quedan obsoletas.
Se abre así lo que se dio en llamar "paradigma de los recursos humanos", cuyo enfoque remite a la idea de gestión del trabajo en búsqueda de ventajas competitivas, a través de la movilización estratégica de sus recursos humanos con acento en el desarrollo de una fuerza de trabajo capacitada y comprometida; esto desplegando un conjunto coherente de "intervenciones culturales", estructurales y de prácticas de gestión del personal (Gutiérrez, 1998: 2).
Frente a este paradigma se explayan dos posturas claramente contrapuestas: una nos habla de que en realidad se trata de una reideologización del espacio de trabajo que tiende a profundizar los mecanismos de control y dominación característicos del modo de producción capitalista; pero enmascarados por nuevos dispositivos y mecanismos, a través de una nueva forma de cooperación convencida, que es aquella cooperación en el trabajo que se traduce en una mayor implicación subjetiva del trabajador con y en su trabajo (Hyman, 1994; Figari, 1995; Rojas, 1995; Durand, 1996; Mercier y Tripier, 2003; Drolas, 2004, 2005; Montes Cató, 2006).
La otra nos dice que los cambios del entorno tecnológico, económico y social generaron un particular dinamismo en los mercados que en el nivel de las empresas se expresa en términos de exigencias de flexibilidad, lo cual implica la necesidad de poner en acto al trabajador completo; esto es, en tanto que recurso humano y no únicamente en tanto factor de la producción (Piore y Sabel, 1984; Dombois y Pries, 1993; Coriat, 1997): hacerlo participar activamente de la vida de la empresa, pedirle disponibilidad. Así, parece que se ha descubierto que además de hacer cosas, los hombres que trabajan también aprenden, sistematizan conocimientos y son capaces de transmitirlos.
En este sentido, se argumenta que durante muchos años el reconocimiento a la fuerza de trabajo ha venido únicamente dada por el salario con base en la antigüedad en el empleo y el ascenso en las grillas clasificatorias. Esto implicó una especie de desperdicio de las potencialidades del trabajo, pues el reconocimiento por el salario implicó fijarlos a un puesto de trabajo y a una tarea determinada por el organigrama, con el correlato de una reducción de sus verdaderas capacidades a un mero factor más.
Esta era, según dicho argumento, no sólo la causa de los conflictos laborales sino también el fundamento de los conflictos sociales más amplios. De aquí la urgencia por promover al individuo trabajador, entendido en términos de recurso humano y de patrocinar sus "competencias", la construcción de una "buena identidad" y de un "adecuado sentido de pertenencia", para lograr el empowerment de los trabajadores, la transformación del corporativismo sindical y profesional por el cooperativismo y la participación.
Si hasta hace no mucho tiempo una de las preocupaciones centrales de la sociología del trabajo era la forma en la cual se lograba la estandarización de la clasificación jerárquica de las calificaciones y la manera en que éstas se negociaban vía convenios colectivos; últimamente somos testigos de la preocupación de muchos consultores y planificadores de políticas de recursos humanos, por las llamadas competencias y la forma de detectarlas, en la medida en que se trata de una novedad que no se negocia con el actor colectivo, sino que se detecta vía tests, entrevistas y demás herramientas de investigación y análisis o se diseña por parte de las gerencias de recursos humanos para dibujar a mano alzada el perfil del trabajador deseado en búsqueda de un "desempeño superior".
Nos dice Lucie Tanguy (2001: 121):
El ordenamiento social operado mediante el par calificación /clasificación se expresó en una jerarquía que en definitiva obedece a la de los salarios, como lo muestran los conflictos, luchas y negociaciones entre empleadores y asalariados [...] La noción de competencia remite menos inmediatamente a una jerarquía social negociada y borronea un poco los encuadres de percepción establecidos por el principio de calificación. Pero se presenta como más universal.
Por muy demodé, por muy rígidas que nos parezcan hoy las calificaciones y sus formas fijas de clasificación, se trata de una figura convencional negociada y no, como en el caso de las competencias, la imposición unilateral de criterios por los cuales los trabajadores son o no son competentes.
De aquí en más, la gestión de la fuerza de trabajo pasa a llamarse política de recursos humanos; la subordinación, autonomía; la relación capital-trabajo, relación entre colaboradores; las calificaciones, competencias; la prescripción, iniciativa.
El trabajador ya no sería movilizado hacia el espacio de trabajo teniendo en cuenta sus calificaciones técnicas únicamente, sino que a éstas se le suman otras cualidades que nos hablan ya no únicamente de la puesta en acto de la fuerza de trabajo necesaria y específica para poner en funcionamiento el proceso de trabajo, sino de formas de comportamiento aceptables y perfiles actitudinales deseados por el empleador: saber hacer específico + saber ser diseñado = trabajador perfecto.
Pero las calificaciones han sido uno de los ejes de la negociación colectiva durante muchos años y aún lo siguen siendo, especialmente en los que respecta a su inserción en grillas de clasificación. Sin estar totalmente institucionalizadas como en otros países, especialmente los europeos, en Argentina, entre otros, han constituido materia de negociación y conflicto, y han sido coautoras de identidades sindicales relativamente estables. En realidad, la materia de la negociación y del conflicto es más sobre las formas de clasificación (sobre los fundamentos a partir de los cuales clasificar) que de la calificación propiamente dicha.
Es decir, el capital ha intentado sistemática e históricamente sustituir la clasificación basada en la calificación negociada por otro tipo. En este caso, ese otro tipo es, podemos decir, más abstracto y arbitrario, dándose además su horizonte de aparición, en un plano más ideológico: cambiar la clasificación negociada por una clasificación basada en las competencias, en las aptitudes y en conocimientos particulares de cada individuo que exceden lo productivo para involucrarse con las formas de ser de los individuos (Rolle, 2003; Mounier, 2001). Como si se radicalizara aún más ese perfil de trabajador deseado por Henry Ford para que trabajara en sus fábricas: de joven, casado, consumidor, endeudado; a joven, flexible, despolitizado, responsable y de "personalidad sobresaliente".
Poniendo como excusa el hecho de que ya se ha firmado el acta de defunción de la organización del trabajo taylofordista y que sus formas de clasificación de calificaciones, centradas en los puestos de trabajo, dejaba de lado al sujeto desvalorizando sus aptitudes generales; hoy se pregona la necesidad de poner a funcionar las competencias "como concepto activo de las relaciones laborales y de las políticas de recursos humanos de las organizaciones" (Catalano et al., 2004: 37).
Ahora bien, ¿qué son las competencias?, ¿de qué están hechas? Dentro del conjunto de saberes que el hombre puede construir con otros y aprender de otros, ¿cuáles son valorables y cuáles no?
Las aproximaciones conceptuales son, si no infinitas, al menos múltiples y diversas. A pesar de ser hoy tema patente en las discusiones políticas de muchos sindicatos y de los encargados de planificar y poner en práctica políticas públicas, no existe acuerdo alguno acerca de su significado, sus potencialidades y sobre todo, acerca de las consecuencias de su aplicación para con el sistema de relaciones laborales establecido, la constitución del actor colectivo, la negociación, etcétera.
Además de no existir un acuerdo, muchas de esas definiciones son tan intrincadas que terminan ocultando más de lo que dicen. Por ejemplo, podemos mencionar:
- Santiago Agudelo (1998), en una publicación financiada por Cinterfor/OIT (organismo especialmente interesado en el tema), sostiene que competencia es la capacidad de una persona para desempeñarse en situaciones de trabajo.
- M. Angélica Ducci (1997), también desde las oficinas de Cinterfor/ OIT, nos dice que la competencia laboral es la construcción social de aprendizajes significativos y útiles para el desempeño productivo en una situación real de trabajo.
- M. Antonia Gallart y Claudia Jacinto (1997), con sendos trabajos publicados, una vez más por Cinterfor /OIT, nos hablan de las competencias como un conjunto de propiedades en permanente modificación que deben ser sometidas a prueba de la resolución de problemas concretos en situaciones de trabajo que entrañan ciertos márgenes de incertidumbre y complejidad técnica; no provienen de la aplicación de un currículum, sino de un ejercicio de aplicación de conocimientos en circunstancias críticas.
- Julián Muñoz de Priego (1998) sostiene que las competencias son aquellas cualidades personales que permiten predecir el desempeño excelente en un entorno cambiante que exige multifuncionalidad.
- Philippe Zarifian (2001) entiende por competencia tomar la iniciativa y responsabilizarse con éxito, tanto a nivel del individuo como de un grupo, ante una situación profesional.
- Sonia Roitter y Rodrigo Rabetino (1999), desde la Universidad de General Sarmiento, sostienen que las competencias aluden a las características del individuo que se relacionan e influyen en forma directa en el desempeño laboral. Es decir, el desarrollo de habilidades para aprender, comunicarse y adaptarse al cambio, que requiere la adquisición de capacidades de razonamiento más que el dominio de contenidos o de destrezas específicas.
- Ana M. Catalano, Susana Avolio de Cols y Mónica Sladogna (2004), en una publicación del Banco Interamericano de Desarrollo, nos dicen que las competencias laborales presuponen el desarrollo de competencias básicas. Constituyen una forma de evolución de las mismas, pues se apoyan en ellas para poder desenvolverse, profundizarse y especificarse como modos profesionales de acción.3
En todas y cada una de las definiciones que acabamos de transcribir, la apelación estricta al espacio de trabajo y sus requerimientos calificacionales se desvanece o se vuelve difusa haciéndose más fuerte la referencia a lo extra productivo o a otro tipo de conocimientos que hacen al hombre también en otras esferas de su existencia. Esto es, a las formas de ser, al saber estar, a la disposición a aprender.
Ya no son suficientes las habilidades técnicas o específicas, sino que se hacen necesarias también competencias "más complejas vinculadas fundamentalmente con la capacidad de aprender, de relacionarse e interactuar y de diagnosticar y resolver problemas responsablemente" (Roiter y Rabetino, 1999: 82). Si las calificaciones estaban compuestas de habilidades específicas para desarrollar tareas determinadas (más allá de las relaciones y construcciones sociales que podemos detallar alrededor del concepto) y de esta manera posibilitaban la adecuación de un trabajador a un puesto de trabajo, las competencias o la gestión por competencias de los recursos humanos lo que hace es adecuar a la persona al espacio total de trabajo más allá de la tarea que es contratada para desarrollar (Mounier, 2001).
En pocas palabras, las competencias pretenden aplicar a todos los trabajadores los criterios de clasificación aplicables en otros tiempos exclusivamente a los cuadros y mandos medios de las organizaciones laborales. Las competencias obreras de hoy parecen ser las calificaciones requeridas a los aspirantes a ocupar puestos a nivel directivo o gerencial, nivel en el cual la gestión por competencias no es nueva, desde el momento en que los puestos de responsabilidad funcionan siempre con criterios de competencia (especialmente los llamados puestos de confianza) (Bouffartigue y Gadea, 2000).
A la luz de todas estas definiciones y acercamientos, ¿quién establece a las competencias como tales? ¿Constituyen una "alternativa al taylorismo" o son el punto de partida para intensificar la individualización de las relaciones laborales y ampliar las prerrogativas empresarias?
En este último sentido, mientras que las calificaciones de los trabajadores remiten a una instancia relacional y negociada, esto es, a la estructuración de las relaciones laborales en función del actor sindical y sus mecanismos de intervención en la organización del trabajo vía los convenios colectivos, las competencias nos remiten a las formas de organizar y gestionar el trabajo unilateralmente. A partir de esto la noción de competencia tiene un claro corte managerial en el sentido de tener como finalidad mantener controlado el costo salarial más allá de la negociación colectiva (Mounier, 2001; Dietrich, 1999). Si el empleador define qué son las competencias, o más aún, son el resultado del análisis "científico y objetivo" y éstas no constituyen materia de negociación, ¿quién le pone precio a la fuerza de trabajo?4
Así, pues, en nombre de la gestión por competencias, en nombre de exigencias de cooperación y responsabilidad, justificadas con argumentos técnicos y económicos, se afirma una gestión individualizada de la fuerza de trabajo, en la medida en que las competencias resultan tan etéreas, tan sujetas a la definición que una parte de la relación laboral pueda darle, que el reconocimiento o no de tal o cual competencia en un sujeto será de forma individual y servirá para legitimar nuevos sistemas de gestión y el nuevo lenguaje productivo. En este sentido, la noción de competencias constituye un concepto organizacional más que productivo y sirve para definir formas de adaptación del hombre al trabajo (Dietrich, 1999) en un sentido más político que técnico.
La gestión de los recursos humanos constituye desde esta perspectiva un actor de intervención directa, a la vez que dispositivo fundamental en la estructuración del espacio de trabajo y en el intento de refundar nuevas reglas (no totalmente escritas) de las formas de ponerse en relación capital y trabajo.
La lógica de la gestión por competencias de los recursos humanos es, en primer lugar, una técnica de gestión de hombres que intenta sustituir las viejas reglas de convivencia capital-trabajo por otras más acordes al nuevo espíritu de los tiempos: la lógica de resultados intenta suplantar a la lógica de los puestos de trabajo; el reconocimiento al mérito y compromiso individuales a la progresión interna a partir de la antigüedad y la experiencia en el espacio de trabajo; la retribución de las competencias a la remuneración de los puestos. Todo bajo el supuesto de la valorización de un saber que estaba implícito y que ahora tampoco nadie ha explicitado.
Palabras finales
La noción de competencia comienza a conocer desde los ochenta un éxito tal que la ha llevado a los primeros planos de los debates en torno al trabajo, peleando estrellato con el problema del desempleo y la precarización laboral. El concepto es utilizado como noción superadora de la idea de calificación y como solución formativa a los problemas del empleo.
En este trabajo intentamos hacer un recorrido por la relación entre la producción y formas de organizar y gestionar la fuerza de trabajo que la dinamiza, para descubrir las cambiantes formas de movilizar a los trabajadores según sean las necesidades de los espacios de trabajo. El sendero que va de la jerarquización de las calificaciones a la homogeneización de las competencias no es un camino recto, unívoco y homogéneo, aunque sí podemos decir que ha tenido un fuerte anclaje, al menos discursivo, en el ámbito de la producción y de las políticas de empleo. Muchos ven en este derrotero la emergencia de un nuevo modelo productivo (Boyer, 1989; Boyer y Freyssenet, 2001; Freyssenet, 2003) fundado sobre el reconocimiento de las competencias y la construcción de nuevas relaciones en los espacios de trabajo. Relaciones basadas supuestamente en otra cosa distinta al mero uso de la fuerza de trabajo. Ahora bien, ¿qué impacto real tiene este tipo de gestión de la fuerza de trabajo en la cotidianidad de las relaciones laborales? Y, en el mismo sentido, ¿puede pensarse su implementación en cualquier ámbito laboral, en cualquier contexto tecnológico y sobre colectivos de trabajadores con diversas calificaciones y espacios de intervención productiva disímiles?5
La lógica impuesta por las competencias, como dijimos, lo que hace es legitimar la existencia de las calificaciones más allá de las relaciones sociales históricas que las sustentan y más allá de los procesos productivos que les dan sentido. Intenta volver estático un proceso históricamente situado (Mounier, 2001) e inmerso necesariamente en una lógica relacional. Así, las competencias naturalizan aquello que alguna vez fue objeto de negociación y conflicto, y con esto naturalizan la desigualdad de la cual se deriva la existencia de categorías laborales; consiguen una vieja reivindicación de la corporación empresaria: sacar del medio al actor colectivo volviendo universalizables las particularidades del trabajo. Pero además de la dimensión relacional, las competencias tienen otras dos funciones específicas: reorganizar el mercado de trabajo, por un lado, y determinar quién le pone el precio a la fuerza de trabajo, por el otro.
La gestión de las competencias participa de un proceso de racionalización que, al menos discursivamente, tiende a desarmar las rigideces de la organización tayloriana, pero, ¿qué hay más allá del discurso?, ¿son nuevas palabras que nos hablan de nuevas situaciones para ser miradas o únicamente son nuevas palabras que dan cuenta de lo viejo? ¿Qué sucede efectivamente en los espacios de trabajo? Quizás ésta sea la pregunta que los pensadores de las competencias debieran responderse. En cualquier caso, el uso de ciertas palabras, y no de otras, en la designación de ciertos fenómenos nos hace pensar que estar de un lado o del otro del discurso sobre el trabajo y sus transformaciones no es una mera cuestión técnica de elección de prismas a través de los cuales observar e intentar explicar una realidad, sino una cuestión profundamente política especialmente teniendo en cuenta el respaldo estatal y gubernamental que han logrado este tipo de procesos en todos los rincones del globo.
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1 Tipo de organización del trabajo industrial (previo a la generalización de los establecimientos fabriles) en el cual la producción se realizaba en el domicilio de los trabajadores que se dedicaban parcialmente a este tipo de tareas como complemento de otras actividades económicas de subsistencia.
2 "Sans doute combat-il les connaissances spécifiques, mais cest pur développer les savoirs plus généraux" [traducción propia].
3 Si las competencias laborales constituyen las competencias básicas "evolucionadas" (siendo las competencias básicas aquellas "que las personas adquieren en cuanto reglas de acción, modos de relación y de comunicación, formas de pensamiento y maneras de ser con el otro") (Catalano, Avolio de Cols y Sladogna, 2004: 39). Esta definición lo que hace es revertir fuertemente sobre el duro, controvertido y discriminador concepto de empleabilidad. En la medida en que un sujeto "adquiere" competencias básicas (según la definición, pareciera, pasivamente) y éstas "evolucionan" y se constituyen en competencias laborales, es empleable. Conseguirá un empleo aquel que, además de saber trabajar, tenga don de gentes, sepa ser un trabajador y pueda comunicarse adecuadamente con sus pares y superiores.
4 En este sentido, podemos pensar que el impacto que la gestión por competencias puede tener sobre la producción y la productividad tiene más que ver con el control del costo del salario por parte del empleador que por su injerencia real sobre el proceso de valorización de capital, en la medida en que lo que parece que está en juego es quién le pone precio a la calificación.
5 En otro trabajo (Drolas, 2008) hemos argumentado que no se puede organizar cualquier cosa de cualquier manera. Esto es, no todo proceso productivo es susceptible de ser organizado y reorganizado, según planteen las modas del management internacional. Existen límites a las nuevas formas de gestión de la fuerza de trabajo que vienen dados por la estructuración y tipo de proceso productivo del que se trate. Así, por ejemplo, en aquellos procesos productivos en los que la intervención del hombre se vuelve inevitable (sea por ausencia de innovación tecnológica o por complejidad del proceso aún con la utilización de tecnología de punta), la llamada nueva gestión por competencias de los recursos humanos se vuelve más difícil de ser puesta en práctica. Y al contrario, en aquellos procesos de trabajo en los que el hombre sólo interviene de manera ocasional, esto es, a través de actos de vigilancia de los artefactos más que de los procesos, la lógica de las funciones gana terreno en detrimento de la lógica de los puestos de trabajo como eje a partir de los cuales organizar el trabajo y gestionar a los hombres.
Información sobre el autor
Ana Drolas. Doctora en Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Investigadora asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET), con sede en el Centro de Estudios e Investigaciones Laborales, Argentina. Líneas de investigación: relaciones laborales, relación educación-trabajo. Publicaciones recientes: como compiladora junto con Lenguita y Montes Cató, Relaciones de poder y trabajo, Buenos Aires (2008); en coautoría con Montes Cató, Picchetti, "Formas de vigilancia en los espacios de trabajo: los intentos de control del individuo pacificado", en Relaciones de poder y trabajo, Bs. As. (2008); Los conflictos del trabajo. Experiencias en torno al espacio: las posibilidades del aprendizaje político en el espacio de trabajo, tesis de DEA presentada en la UCM, Informes de Investigación N° 20, CEIL-PIETTE del CONICET, Bs. As. (2008).