Introducción
La Enfermedad de Alzheimer (en adelante EA) “es la forma más común de demencia” (Alzheimer Assosiation, s.f.), representa entre el 60% y el 70% de los casos (Huang et al., 2020, p. 1). Es un padecimiento que, comúnmente, aparece en personas adultas mayores, entre 60 y 80 años (Long et al., 2023, p. 11). La demencia en la EA se caracteriza por la pérdida progresiva e irreversible de la memoria en toda su extensión, no sólo en las ideas, sino que alcanza todas las facultades cognitivas: deterioro del lenguaje o afasia, desorden de las habilidades motoras o apraxia, pérdida de la capacidad de percepción o agnosia (Breijyeh y Karaman, 2020). De ello deriva una problemática compleja de cuidado relativo a las enfermedades crónicodegenerativas y, de forma ineludible, la EA (González González et al., 2015, p. 60), debido a que el Estado aún no ha conseguido brindar los recursos suficientes.
En México “persiste un proceso de familiarización” (Díaz Pedroza, 2022, p. 99) ante la complejidad del cuidado especializado de la EA. En la familia se asumen los costos de los cuidados informales y no remunerados, más específicamente en las mujeres. En contraste con los países de ingresos altos (Gutiérrez Robledo y Arrieta Cruz, 2014), en el sector público o privado, es creciente la formalización y mercantilización del cuidado (Grandón Valenzuela, 2021, p. 12). En el caso mexicano, las mujeres cuidadoras han alcanzado una proporción del 97%, así lo indicó el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (en adelante INEGI) en la publicación Estadísticas a propósito del día de las y los cuidadores de personas dependientes (INEGI, 2017, p. 1). En 2023, la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo mostró que eran 75%, sin que precisamente tengan preparación experiencial ni instrumental para la atención de pacientes con demencia, quienes requieren cuidado especializado desde etapas tempranas. Estas cifras no son exclusivas de nuestro país, el World Alzheimer Report publicó que, por ejemplo, las cuidadoras en Uruguay llegan al 90% (Long et al., 2023, p. 54).
Las instituciones de salud pública no han comenzado a reconvertir la atención de enfermedades virales e infecciosas a la atención de enfermedades crónico-degenerativas (González González et al., 2015). De tal manera que el Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores sólo cuenta con seis albergues, cuatro de ellos están en la Ciudad de México, uno en Guanajuato y otro en Oaxaca (Instituto Nacional de las Personas Adultas Mayores, 2023). Por otra parte, con respecto de los servicios privados, el DENUE-INEGI (2024) reporta una lista de trece instituciones que responden a la búsqueda de “Alzheimer” en el Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas (DENUE), de las que sólo cuatro ofrecen el servicio de estancia de tiempo completo con cuidados especiales.
Las personas responsables del cuidado de quien padece la EA tienen implicaciones sociales, físicas, económicas y emocionales (Pérez Trullén et al., 1996, p. 197) que se ponen en juego de manera más o menos intensa durante el padecimiento, que terminará solamente cuando el paciente fenezca. El desgaste físico de las mujeres cuidadoras se agudiza y repercute de manera particular en relación con las alteraciones alimenticias y de sueño, además de daños óseos y musculares, ya que sus pacientes supeditan su sujeción y movilidad para solventar sus necesidades más básicas, como aseo y alimentación (García Cantillo et al., 2023, p. 494). Aunado a lo anterior, hay un deterioro progresivo de la salud de la cuidadora por la falta de atención de ella misma y de quienes le rodean. La combinación de las singularidades del cuidado de la EA con el intento de la academia por acercarse a este fenómeno social (cada vez más frecuente), es una ocasión para pensar a las cuidadoras como sujetas sociales susceptibles de padecer injusticias epistémicas.
En mi experiencia de una década al cuidado de mi padre, quien padeció y murió de la EA, la demanda de atención fue intensiva y, en una gran parte del tiempo, absoluta. En los primeros años de la enfermedad, cuando nos dimos cuenta, él no era dependiente para su movilidad o la realización de sus necesidades básicas, pero sí era indispensable que estuviera acompañado y no perderlo de vista. Luego, cuando ya no podía caminar con precisión, pero sí tenía movimientos, debía estar vigilado constantemente, porque sus movimientos imprecisos le propiciaban accidentes severos, como caídas o golpes. En los últimos años, cuando mi padre ya no podía moverse, se mantenía en cama y dormía más, había que estar pendiente, durante todo el día, de su hidratación, alimentación, movimiento (intento de rehabilitación) aseo, estimulación, curación, etc.
Fuimos tres cuidadoras: mi hermana, yo, y la principal, mi madre. Ella se dedicó de tiempo completo a su atención, incluso los quehaceres de la casa se delegaron a otra persona. Mi madre dejó su negocio y también perdió su dinámica de socialización, debido a que descuidos ligeros podían tener grandes consecuencias como deshidratación, úlceras en la piel, accidentes, rozaduras, etc. Una característica sustancial en pacientes de la EA es la pérdida de la voluntad y la atribución de la toma de decisiones a sus cuidadoras y cuidadores. Lo anterior, antepone una situación crítica para las personas cuidadoras de la EA (sobre todo si las redes de apoyo son exiguas). En tanto avanza el padecimiento y las dificultades, las afectaciones se desarrollan y renuevan. Por ello, generan saberes relacionados con la higiene, alimentación, movimiento, instrumentalización e incluso el manejo de las emociones.
En términos generales, podemos afirmar que los aspectos clínicos de la EA están caracterizados en las publicaciones académicas, no así, lo relevante del cuidado en su complejidad. Una razón de ello, desde la experiencia propia, es que quienes nos asumimos como cuidadoras solemos ser familiares del paciente, lo que implica un duelo punzante y un involucramiento anímico, aunado a las cargas excesivas de trabajo y esfuerzo físico. Las mujeres cuidadoras suelen ser quienes tienen la situación más vulnerable de la familia, con menos accesos académicos, profesionales y económicos (Alvarado García et al., 2019, p. 9). Ello tiende a acentuar el aislamiento físico, social, profesional y simbólico, pues no hay apertura de canales para convertir su experiencia en saberes públicos y publicados. Su voz difícilmente resuena en ámbitos de impacto social, académico y de salud pública.
Los discursos académicos pueden llegar a aislarse, las razones responden a las dinámicas institucionales, entre ellas: las perspectivas metodológicas, epistémicas y editoriales. La apuesta de esta investigación es la autoetnografía, una metodología relativamente reciente, cuya gestación se fortaleció en la década de los ochenta (Ellis et al., 2010) y ha representado un camino alternativo para menguar el aislamiento de las personas investigadoras y sus instituciones académicas. En oposición a la autoetnografía, recientemente surgió el concepto “expertos por experiencia”, cuando un grupo académico hizo reconocimiento y dignificación de “voces autorizadas para proponer innovaciones que puedan mejorar su propia calidad de vida” (Álvarez Aguado et al., 2021) a un grupo de participantes con discapacidad intelectual. La autoetnografía busca que quien investiga, ya sea desde lo particular o en co-construcción narrativa, trabaje desde sus propias epifanías.
La relevancia de la autoetnografía no se sustrae a la forma de su proceso, alcanza a su producto (Ellis et al., 2019, p. 19) que se compromete con el uso de un discurso asequible y evocativo para todos los públicos. Las autoetnografías son una
herramienta poderosa para el autoconocimiento, lo cual puede tener un impacto muy positivo entre miembros de grupos que, por su situación de desventaja -tales como las mujeres, los grupos étnicos y religiosos minoritarios, los más pobres y personas con discapacidad- no han expresado su propia voz. (Bénard Calva, 2019, p. 10)
Es una propuesta para disminuir la brecha entre saberes académicos y saberes prácticos, y su mutua utilización. Las publicaciones académicas e institucionales se forjan desde otras voces, que no son las de las personas cuidadoras de pacientes de la EA. A su vez, estas publicaciones no llegan a quienes los requieren y, si llegaran, no se encuentra pertinencia en el abordaje del tema.
La forma de nombrar, en este caso, al “cuidador”, evidencia la lejanía de la academia con la práctica, mientras que los documentos estadísticos remiten a una mayoría de mujeres en esta tarea. El lenguaje no es un asunto menor, es articulador y estructurante, determina la existencia y legitima las realidades; lo que no se nombra se oculta. Hablar de “las cuidadoras” evidencia una realidad y una problemática con la que se tiene una deuda desde la academia.
En las publicaciones académicas, el cuidado de enfermedades crónico-degenerativas ha cobrado relevancia en múltiples sentidos: la familiarización y feminización del cuidado informal y su falta de profesionalización; la vulnerabilidad de salud de las cuidadoras y sus redes de apoyo; la insuficiencia del sistema público de salud; las afecciones psicológicas y el “síndrome de la sobrecarga las cuidadoras”3; el trato digno de pacientes de la EA; las familias como responsables del cuidado, entre otras. El cuidado es un tema que ocupa a la academia, porque, en la cotidianidad de lo privado y lo público es un problema que se acrecienta.
No obstante, por la demanda de atención intensiva y especializada en pacientes de la EA, el cuidado traspasa el ámbito de la salud física e implica la toma de decisiones. Por ello, las publicaciones al respecto no son suficientes y, por su complejidad, el tema no se agota. Este trabajo autoetnográfico llevó a la reflexión de tres perspectivas de injusticia epistémica en torno a las cuidadoras de pacientes de la EA en la literatura académica: lo extraordinario de la agudización del cuidado y su complejidad no evidenciada en los estudios publicados; la experiencia de las cuidadoras que no resuena en los discursos académicos publicados; y la masculinización del concepto “cuidador” en oposición a la feminización del cuidado.
Metodología
La metodología aquí presentada es una autoetnografía. Comenzó con una “descripción rica” (Denzin y Lincoln, 2017, p. 65) en una narrativa propia (de una de las autoras), tras la experiencia de cuidar a un paciente (padre) con la EA ya fenecido. Con ello, se identificaron aspectos relevantes en torno a la complejidad y el sentimiento de soledad como cuidadora. El trabajo escritural evidenció temáticas destacadas: la familia y las mujeres en el cuidado intensivo, la ausencia de sus narrativas, el permiso para apologizar la autoexclusión de los hombres de estas tareas, y la omisión del Estado. Éstas abrieron la posibilidad de realizar una búsqueda con base en criterios de PRISMA (2020):
Antecedentes. Una narrativa autoetnográfica arrojó temáticas que propiciaron una primera búsqueda genérica de literatura, entre sus resultados destacaron conceptos que se convirtieron en las palabras clave para la búsqueda sistematizada (realizada del 5 al 26 de octubre de 2022), tanto en español como en inglés. En español: Alzhéimer, cuidadoras, cuidadores, cuidados paliativos, síndrome del cuidador, síndrome de sobrecarga, demencia, narrativas, enfermedades crónico-degenerativas. En inglés: Alzheimer, care, caregiver, palliative care, burnout syndrome, dementia, narratives, chronic degenerative diseases. Lo anterior, con el objetivo de concentrar información con respecto de las personas cuidadoras de pacientes con la EA y articularla con el trabajo autoetnográfico.
Criterios de búsqueda. Se realizó la búsqueda en las bases de datos académicas de Ciencias Sociales y Humanidades, puestas a disposición de las y los estudiantes de posgrado y docentes la universidad a la que las autoras estamos adscritas, así como las bases de datos de acceso abierto y gratuito, entre las que se encuentran: Google Académico, Elsevier, Anual Reviews, BiblioMedia, CLACSO, Cambridge Journals, Dialnet, Latindex, Scielo, EBSCO, Wiley Online Library, Science Direct, Microsoft Academic Search, además, sitios institucionales oficiales nacionales e internacionales y reportes mundiales de Alzhéimer.
Criterios de exclusión. Por la especialidad temática: artículos relacionados con fundamentos especializados médicos neurológicos y sus derivados; artículos relativos al autocuidado de personas adultas mayores. Por la temporalidad: artículos publicados antes del año 2017 -antigüedad mayor a cinco años-, salvo artículos anteriores que plantean conceptos o definiciones vertebrales. Por la confiabilidad de las publicaciones: artículos no publicados en revistas de instituciones académicas o indexadas.
Estrategia de búsqueda. Con operadores booleanos en español: cuidadores or cuidadoras and narrativas; cuidadoras or cuidadores and Alzheimer; cuidadoras or cuidadores and demencia; cuidadores or cuidadoras and cuidados paliativos; síndrome del cuidador or síndrome de sobrecarga del cuidador and Alzhéimer and demencia; síndrome del cuidador or síndrome de sobrecarga del cuidador and narrativas; enfermedades crónico-degenerativas and cuidadores or cuidadoras. Con operadores booleanos en inglés: Alzheimer and care; Alzheimer and caregiver; palliative care and narratives; burnout syndrome and Alzheimer or dementia; narratives and chronic degenerative diseases. Para la organización de las fuentes se realizó la descarga de los artículos luego de la lectura del abstract y el título, en algunos, también la introducción, con la finalidad de identificar si el artículo se vinculaba con el hilo temático del trabajo autoetnográfico. Se determinaron tres categorías de selección: directamente vinculado, medianamente vinculado y sólo de referencia, a las que se les asignó un color: verde, amarillo y rojo, respectivamente. Se integraron 76 artículos en una tabla de tres columnas: nombre del artículo, bibliografía y resumen propio de referencia.
Se integró la información relevante de los artículos en el proceso autoetnográfico mediante una narrativa en capas, que permitió entramar la experiencia propia con la literatura encontrada, así como el decir propio y de otras, para asumir un posicionamiento subjetivo, metodológico y epistemológico. La autoetnografía explica problemáticas o procesos sociales de forma subjetiva y evocativa, no de forma estadística o conceptual. Remite las personas existentes detrás de estadísticas o argumentaciones enunciadas. Este proceso alcanza lo público con representación social. Propone la fusión entre lo privado y lo social, y que la introspección se reconozca como proceso sociológico (Ellis, 1991, p. 26). Refiere “epifanías” (Ellis et al., 2019, p. 21) cuyo impacto abre camino para escribir emociones, acciones, y reacciones que revelan cómo una persona negoció situaciones y efectos intensos.
La autoetnografía con su búsqueda de literatura, arrojó resultados preliminares: la experiencia propia durante el padecimiento de mi padre no estuvo orientada por artículos académicos útiles ni ninguna otra información institucionalizada que abordara la complejidad del cuidado asequiblemente. Además, la proporción de artículos encontrados con el concepto “cuidadora” (menor en su propia voz) es opuesto a la proporción de cuidadoras de la EA, sobresalen publicaciones que nombran “cuidador”. Ante la feminización y familiarización del cuidado, se tomó la decisión de utilizar “persona cuidadora” en lugar de “cuidador”, salvo cuando la literatura o la especificación de búsqueda lo refieran.
Se realizó el abordaje de las faltas de equidad o injusticias epistémicas, sus caras y formas de gestarse en la academia y de aparecer, o no, en las publicaciones institucionalizadas, ya sea por la proximidad a metodologías extractivistas o por la lejanía de los fenómenos que se investigan. En el atravesamiento de la EA, las personas cuidadoras generan saberes prácticos y útiles, son sujetas generadoras conocimiento, su voz existe, mas no los espacios simbólicos e institucionales para su publicación. Asumen la responsabilidad de cuidado en toda extensión, hasta la toma de decisiones, lo que diferencia a la EA de otros padecimientos.
La complejidad del cuidado de pacientes con Alzhéimer
Fui asignada para cuidar a mi padre la primera noche de hospital, después de su primera cirugía. Tomé mi turno a las diez de la noche. La vigilante del ingreso no me mandó a “piso” sino a “hemodiálisis” (me explicó que “sólo ahí había cama disponible”). El lugar era un cuadro grande con ocho camas, cuatro y cuatro, encontradas. Las primeras estaban completamente cubiertas con paredes de plástico. Al final, estaba mi padre del lado izquierdo. Lo vi, de su cabeza salían dos tubos conectados a unas bolsas a medio llenar de agua y sangre, en su pecho se le introducía una manguerita delgada que no venía de ningún lado. De entre sus piernas salía otra manguera más gruesa, su destino era la bolsa atada a la parte inferior de la cama, para la orina. La mano izquierda tenía conectada la aguja del suero y tenía ambas manos atadas a la cama.
Una enfermera vio que observaba, mientras ponía medicamento en el suero. Explicó: “tiene inflamado el cerebro, entre menos anestesia, más inquieto. Se da levantones. Lo peligroso es que se le suelten las mangueras de la cabeza, por eso lo amarramos, pero hay que detenerlo del pecho y las piernas”. Pronto, vi la fuerza del impulso. Lo sujeté del pecho con una mano y la otra la puse en sus piernas, los movimientos eran imprevistos. Así transcurrieron horas. Yo movía las piernas porque se me adormecían; me recargaba un poco en la cama para aligerarles el peso. Parecía que mis pies explotarían, sentía piquetes en las plantas, entonces, subía un pie a la cama, lo regresaba y subía el otro. Eso reducía el dolor.
Cerca de las dos de la mañana, la enfermera me dijo que tenía que darle una medicina en tabletas. Entonces, ideamos y decidimos molerlas, disolverlas en agua y ponerlas en una jeringa. Cantamos victoria. Pensamos que estaba resuelto. Yo lo sujeté y ella maniobró. Mi padre sintió el amargo y escupió justo en mi cara. Mi cuerpo y fuerzas estaban comprometidas sujetándolo, no puede atajar, sólo apreté los ojos y la boca. La enfermera miró mi cara mojada de agua, medicamento y saliva, rápidamente tomó unas gasas y me limpió el rostro de arriba hacia abajo lentamente, se bajaba mi tristeza, mi coraje repentino e, incluso, el cansancio.
Mi padre se calmó cerca de las seis de la mañana, yo me senté en mi silla asignada, bajé la cama y seguí sujetándolo. Mi reemplazo llegó una hora después y yo salí con prisa para ir a casa, bañarme y presentarme en el trabajo en punto de las ocho de la mañana.
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Un problema que se presenta al inicio de la EA es la dificultad para obtener un diagnóstico en el sistema público de salud, pues se asume que los síntomas son normales en la vejez y que no requiere tratamiento. Contrariamente, “la demencia no es normal en el envejecimiento y no afecta exclusivamente a las personas mayores” (Organización Panamericana de la Salud, 2021). Además, se observa en el discurso institucional y médico que el padecimiento suele reducirse al olvido de las ideas. Quienes hemos cuidado pacientes con la EA referimos que las afecciones alcanzan al cuerpo prácticamente en su totalidad. Sólo en el inicio es que los síntomas se confunden con depresión y olvidos simples, lo que complica pasar a la atención de un especialista que inicie un tratamiento. Pensar a la EA con sus síntomas e implicaciones de cuidado, hará posible considerar la relevancia de la persona cuidadora.
Desde el principio del diagnóstico en pacientes de la EA, las personas cercanas son susceptibles a un cambio de vida radical. Su cuidado se vuelve indispensable y complejo, va tomando formas diferentes e inesperadas por la dependencia casi absoluta. En 2019, la revista Cuidarte (Alvarado García et al., 2019, pp. 7-13) de la ciudad de Bogotá, clasificó las necesidades de pacientes de alzhéimer en tres categorías de cuidado: físico (dolor y nutrición), psicológico (signos conductuales y procesos cognitivos) y social (calidad de vida del “cuidador” y su paciente). Incluir a las personas cuidadoras únicamente en la categoría social quizá sea lo más flagrante, sin embargo, las personas cuidadores tienen efectos severos en las tres categorías.
La consideración del dolor en el cuidado de pacientes de la EA destaca porque “es un síntoma que muchas veces no es diagnosticado y tratado en primer nivel de atención” (Alvarado García et al., 2019, p. 7). Comúnmente, lo que se aborda como demanda en las publicaciones son estados de ánimo cambiantes, irascibilidad y, sobre todo, el olvido. Entre más se pierdan facultades cognitivas, es menos posible que pacientes den cuenta del dolor. La EA manifiesta síntomas neurológicos como “insomnio, desmotivación, disfagia, entre otros, que exacerban el cuadro de dolor”, sin embargo, se minimiza o ignora porque el paciente “en una etapa avanzada tiene dificultades para verbalizar las características del dolor: duración, intensidad y localización” (Alvarado García et al., 2019, pp. 7-8).
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Por la mañana, a las siete, mi padre tomaba una taza de té natural, ya sea de yerbabuena o de manzanilla; a las ocho, papilla de manzana o pera cocida; a las nueve, agua; a las diez, papilla de caldo de pollo o caldo de frijoles, pasta aplanada con verduras; a las once, nuevamente agua. A mediodía, alguna fruta rallada que no se terminaba y a la una insistíamos con el resto; a las dos nuevamente agua. A las tres de la tarde, papilla de verduras, pollo y caldo; a las cuatro, agua; a las cinco, tomaba otro té; a las seis, le dábamos un suplemento alimenticio líquido; a las siete, agua. Ya por la noche, a las ocho, caldo con verduras cocidas; a las nueve, agua o té. Procuraba darle probaditas de cosas que le gustaban, por ejemplo, una uva pelada y cortada en pedazos minúsculos, trozos pequeños de durazno ablandado o kiwi. Pelaba frijoles para darle la parte suave. Así fue su alimentación los últimos tres años de su vida, hasta el día de su muerte. Al principio con cuchara, después con jeringa.
El último año de vida de mi padre, mi hermano llegaba a la casa a las seis y media de la mañana, lo cargaba y lo sentaba en un reclinable, a esa hora, lo cubría bien y seguía durmiendo en otra posición. Durante el día, le movía las piernas, lo ponía de lado, le estiraba los dedos de las manos porque las empuñaba y se clavaba las uñas, le cortaba las uñas, lo cubría si estaba frío y lo refrescaba si hacía calor. Había que revisarle el pañal, si estaba sucio o mojado, cambiárselo. Había un fregadero a los pies de su cama, con agua caliente y fría, en su misma cama lo bañaba. Durante el día, revisaba su piel y la hidrataba con alguna crema. Cuando ya no pudo hablar, escuchaba con atención los sonidos que emitía, para adivinar si sentía dolor o alguna otra incomodidad, revisaba su temperatura, escuchaba su estómago, evaluaba sus heces, etc. Aprendí a identificar sus signos para actuar a su favor.
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Profundizar en el tema de las personas cuidadoras de pacientes de la EA, obliga a hablar de su calidad de vida. Las aproximaciones que presenta la literatura abordan algunos aspectos de la dificultad de los cuidados y sus implicaciones. Se suele afirmar que la situación de las personas cuidadoras “se vuelve compleja debido a que reduce su capacidad de crecimiento personal y profesional” (Alvarado García et al., 2019, p. 12). La exacción es mostrar sus dimensiones sociales, físicas, emocionales, psicológicas y de salud, hasta su posible colapso. Las personas cuidadoras y algunas publicaciones bordean la idea de la gratificación, y podría entenderse por la familiarización del cuidado, aunque se corre el riesgo de romantizar la práctica. No se trata de minimizar la gratificación, pero es posible que se reste el problema imperante y real. El cuidado de la EA no es posible en una sola persona.
En 2014 se publicó un estudio denominado Emotional and Behavioral Symptoms in Neurodegenerative Disease: A Model for Studyng the Neural Bases of Psychopathotogy, que plantea que el daño neurológico en la EA tiene cinco síntomas principales: apatía, desinhibición, ansiedad, euforia y disforia (Levenson et al., 2014, pp. 589-591).
La Secretaría de Salud (2021) describe los síntomas del padecimiento desde una perspectiva de cuidados en dos etapas, en la primera: olvidos de eventos recientes, problemas de lenguaje, desorientación, cambios en el estado de ánimo, alteraciones del pensamiento abstracto, pérdida de habilidades previamente adquiridas, olvido de lugares habituales, nombres de personas cercanas, vestirse por sí mismas, entre otras; en la segunda etapa, la fase terminal: dificultades al tragar, caminar, hablar e incontinencia fecal y urinaria.
Las dos referencias anteriores, son similares en lo correspondiente con las primeras fases del padecimiento, aun cuando hay siete años de diferencia entre las dos publicaciones. Tras mi experiencia del cuidado de una persona con la EA, me es posible dar cuenta de que no se pueden determinar solamente dos etapas ni, mucho menos, trazar límites precisos entre unas y otras. Cuando se consideran experiencias de otras personas cuidadoras, la idea de trazar esas dos etapas se desdibuja aún más. El proceso de la enfermedad es denso, complejo, multidimensional y tiene altibajos. Al agudizarse los síntomas, afectan al cuerpo, inhibiendo la movilidad y la posibilidad de satisfacer sus propias necesidades. El curso que toma la enfermedad es único, pues existen factores que empeoran o complican las condiciones de pacientes con la EA. Las implicaciones emocionales pueden ser causa o factor, así como el aislamiento social y la pobreza (Kane y Kane, 2000, p. 660).
La dilución de la relevancia de las personas cuidadoras: la injusticia epistémica
La injusticia epistémica tiene diversas caras, de entrada, hay dos formas relacionadas con la dirección de los saberes y cómo éstos se bloquean en su circulación: de manera descendente o ascendente. Miranda Fricker (2021, pp. 98-99) les nombra injusticia discriminatoria y distributiva, la primera consiste en negarle los espacios a las personas que generan saberes y la segunda en que los saberes gestados en la academia no llegan a quienes los requieren. Hablar de “sujeto epistémico o de conocimiento” (Fricker, 2017, p. 111), no es lo mismo que hablar de sujetos que publican saberes, es decir, hay diferencia entre las personas que saben y personas que transmiten saberes (Fricker, 2017, p. 212). La diferencia refiere injusticias que orientan formas de silencio: la cosificación epistémica, el oyente menoscaba al hablante en su capacidad de generar saberes; el testimonial anticipado, no se escucha al hablante por no creerle sujeto de conocimiento (Fricker, 2017, pp. 207-213).
Las desventajas de las cuidadoras son transversales, el origen podría encontrase en la distribución del trabajo y la falta de mecanismos sociales en el mercado laboral, lo que ha impedido la redistribución igualitaria de las tareas de cuidado (Riveros, 2018). Por lo anterior, dicha labor recae en las mujeres, pero el problema se reproduce en otros espacios. Es preciso preguntarse por la academia ¿Cuáles saberes son institucionalmente aceptados? ¿Cuáles son las condiciones de formalización? y ¿qué voces están presentes en las publicaciones académicas? En otro sentido, ¿a quiénes se dirigen las editoriales universitarias o revistas académicas con investigaciones (provenientes de presupuesto público)? ¿Quiénes reciben los saberes? ¿Cuáles saberes aceptan los públicos? ¿Qué proceso valida los saberes?
Las personas cuidadoras suelen ser mujeres -y tienen una condición de mayor vulnerabilidad: económica, laboral, académica y, en ocasiones, hasta física-, durante su tránsito en la labor de cuidado, generan prácticas funcionales que no son documentadas, dichas o publicadas por ellas mismas. El cuidado se aborda en las investigaciones, pero la participación de las cuidadoras suele remitirse a testimonios. Hay una aproximación al problema, luego los testimonios se institucionalizan y academizan, pero las publicaciones no arriban a la cotidianidad pública y social. Preguntarse por los saberes: ¿a dónde van? ¿De dónde vienen? y ¿cómo se presentan? es clave para problematizar las injusticias epistémicas.
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Dos cosas causaban gran dolor cuando me di cuenta de que mi padre padecía la EA: la irreversibilidad de la enfermedad y su avance exponencial. Busqué en libros, artículos y sitios de salud nacionales e internacionales. Encontré causas y síntomas generales, superfluos o ininteligibles. Por un lado, la pérdida de memoria y olvidos sistemáticos, los cambios de estado de ánimo, y otros generales, por el otro, las explicaciones de las causas fisiológicas. Nada logró mostrarme lo que venía, ni el dolor, ni los recursos, ni las fuerzas necesarias, ni las noches sin dormir, ni el cuidado intensivo que mi padre iba a necesitar.
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Las revistas académicas y científicas no son asequibles para la generalidad de la sociedad que requiere saber. Cuando se accede a artículos académicos de acceso abierto, el proceso para familiarizarse con el formato y la especialización del bagaje es complejo. Sucede algo similar con los libros, resultado de investigaciones científicas. El conocimiento no se agota en las instituciones académicas, aunque así pareciera con frecuencia. Quizá las personas cuidadoras no accedieron a la educación formal, ni a la lecto-escritura, sin embargo, tienen experiencia en prácticas de atención paliativa, pero, al no tener acceso a la publicación de sus saberes están “dañadas en su capacidad de sujetas epistémicas” (Fricker, 2021, p. 98).
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La casa de mi padre se fue modificando. Al principio, cuando mi padre aún tenía movilidad, seguía en su cama matrimonial ubicada en una esquina, para que lo contuviera por un lado la pared (antes estaba al centro de su habitación). En la esquina opuesta, una cama individual para quien lo cuidaba, de ahí se podía ver de frente. Yo, arrastraba la camita para pegarla a la suya, sentía seguridad, pues si se movía voluntaria o involuntariamente, por las noches, no caía al piso. Me asustaba, pues al rodarse me alertaban los golpes de sus manos.
Cuando ya no tenía movimiento, la cocina se mudó y lo que antes era el fregadero sirvió como despachador de agua fría y caliente para el aseo de mi padre, ya su cama era individual, ubicada donde antes estuvo un pequeño desayunador. De manera funcional, construimos la instrumentalización intuitiva e improvisadamente para su atención.
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Otra forma de injusticia consiste en los abordajes conceptuales y epistemológicos que no corresponden con las necesidades sociales. La falta de pertinencia de las investigaciones académicas con respecto de las problemáticas emergentes en las sociedades contemporáneas hace una brecha entre la vida cotidiana y la investigación científica. El extractivismo contribuye, las prácticas académicas se sirven de “participantes” para sus intereses (Contreras López et al., 2023, p. 569). Las y los participantes suelen conformar grupos vulnerados y pese a que otorgan gran cantidad de información, no tienen participación en la autoría y, en la mayoría de los casos, ninguna forma de retribución (Torres Carrillo, 2019, p. 81).
Las personas en desventaja geográfica, social, económica, de acceso a la cultura institucionalizada y educación formal, todas ellas atravesadas por el género, no encuentran espacios formalizados para la producción de conocimiento. En un país como México en el que sólo un 0.1% de la población tiene acceso a un doctorado (Organization for Economic Cooperation and Development, 2019), la posibilidad de poner a circular conocimiento desde la academia es para pocas personas.
Para el cuidado de la EA dentro de las familias, se suele considerar que las mujeres dejen sus trabajos, aunque sean redituables y estables. Incluso, hay familias que asumen el ingreso de la cuidadora y se le paga por ello, como si se aceptara que una mujer renuncie a sus aspiraciones sociales, laborales y familiares. En las relaciones de trabajo, la enfermería es mayoritariamente asumida por mujeres, y ahí también suelen padecer injusticias. Las organizaciones se entrometen en su vida personal, para obtener información que sirve para determinar guardias nocturnas o en días festivos (Tíscar y Fernández, 2023, pp. 1-2).
Las personas cuidadoras de pacientes de la EA no tienen el camino labrado para que su saber sea puesto en la discusión epistémica. Las mujeres ocupamos un lugar preponderante en el cuidado, por ello habremos de cuestionarnos por qué los discursos apuntalan a que las mujeres tenemos habilidades y posibilidades inherentes, ya que con ello se perpetúa un modelo asimétrico de participación social y de acceso a oportunidades.
La feminización del cuidado y la masculinización del concepto
Hablar de “cuidadores” es, hasta cierto punto, injusto porque somos las mujeres las más presentes o las cuidadoras principales, aunque eventualmente haya apoyo de otros y otras. En español se usa el masculino genérico para designar a todos los individuos de la especie, la distinción de sexos va contra el principio de economía del lenguaje y es incorrecto emplear el femenino para aludir conjuntamente a ambos sexos, aunque la cantidad de mujeres sea mayor a los hombres (Real Academia de la Lengua Española [RAE] y Asociación de Academias de la Lengua Española [AALE], 2023). La RAE explica “lo correcto” del lenguaje, aun así, indica que “la mención explícita del femenino sólo se justifica cuando la oposición de sexos es relevante en el contexto” (RAE y AALE, 2023) y, en este caso, corresponde cuestionar qué es hablar del lenguaje correcto, es decir, qué muestra y qué oculta cuando se refiere a quiénes hacen el trabajo de cuidado con implicaciones serias para su vida y la implicación de su género. El asunto justifica el nombramiento de ambos géneros. Y, en este caso, también surgen las preguntas: ¿resuelve la falta de equidad que hablemos de cuidadoras? ¿Hablar de cuidadoras otorga un espacio simbólico para que se escuche la voz de las mujeres que comprometen su salud integral? Quizá no, pero se abre la discusión del tema en lo público y lo privado, para mostrar la normalización del cuidado a cargo de las mujeres, más allá de los atributos necesarios para ello, pese a nuestras posibilidades físicas.
El “Estudio descriptivo sobre el perfil de los cuidadores de personas con demencia: la feminización del cuidado” (Lago Urbano y Alós Villanueva, 2012) aborda la situación española con respecto de los cuidados de personas con la EA y plantea que existen tres instituciones que brindan atención a los enfermos: la familia, el Estado y la iniciativa privada o el mercado. Empero, en México, aunque pudieran existir esas tres alternativas, la más constante para la recepción de los pacientes es precisamente la familia, en donde la mayoría permanece (Orozco Rocha y González González, 2021, p. 135). Las razones son diversas, la principal es que la persona con EA va manifestando síntomas de manera paulatina y en tanto eso sucede, hay un o una familiar, (mujer, mayoritariamente) que va asumiendo el encargo. La línea que determina el comienzo de la enfermedad está muy desdibujada, pero hay un momento en el que quien padece la EA requiere cuidado intensivo y la familia se introduce como “la principal fuente de apoyo de las personas con demencias, al punto que llega a suplir las lagunas del sistema sanitario” (Lago Urbano y Alós Villanueva, 2012, p. 25).
En el tránsito por la EA, se suscitan una serie de cambios impredecibles y diversos y, aunque la situación se vuelve exponencialmente más crítica, los caminos suelen ser disímiles. Ello obliga a la persona cuidadora a estar expectante y vigilante de lo que le pasa a quien padece la enfermedad. La EA cambia la vida de las familias cuyo desconocimiento de las formas de atención y los recursos existentes, determina la dinámica. Esta situación se produce en un contexto social, entre los valores que obligan a priorizar la dedicación por completo al cuidado de un familiar enfermo, dejando a un lado los intereses y necesidades particulares y personales (Lago Urbano y Alós Villanueva, 2012, p. 25).
La feminización del cuidado es recurrente en las culturas occidentales, esencialmente patriarcales, por tanto, en las mujeres se descargan las labores que corresponden a la casa, entre las que se encuentra el cuidado de los niños, enfermos y adultos mayores, mucho más si estos últimos también están enfermos (Orozco Rocha y González González, 2021, p. 119). En el caso de las personas adultas mayores con la EA, el cuidado se vuelve intensivo, de tiempo completo y en todos los aspectos del sujeto. Más de dos tercios de la población cuidadora corresponde a mujeres y son quienes tienen mayores afectaciones. “La literatura científica afirma en específico que cuidar a un familiar dependiente, especialmente si padece demencia, provoca importantes consecuencias para la salud psicológica y física de los cuidadores” (Lago Urbano y Alós Villanueva, 2012, p. 25).
Un estudio mexicano basado en narrativas del cuidado de alzhéimer refiere a una mujer con la EA, cuyo “cuidador principal”, su esposo, en el momento de recibir instrucciones se hace acompañar por su hermana (Suárez Rienda y Lemus Alcántara, 2021, pp. 306-307). El hombre no se asumió “cuidador” ante el quehacer específico, se hizo a un lado para que su hermana (quien no conocía las implicaciones) se hiciera cargo.
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Mi padre tenía en el cerebro agua acumulada por golpes añejos, por ello, tuvo tres cirugías intracraneales que consistían en realizar orificios para drenar el líquido. Eran delicadas, de todas salió grave e, incluso, en coma más o menos profundo. De la primera, fue directo a piso (de las dos siguientes, lo enviaron a terapia intensiva), por lo tanto, desde el momento de su arribo a la cama alguien debía acompañarlo durante el día y la noche. Mi mamá había permanecido en el hospital durante la operación y fue quien organizó cómo serían las guardias de cuidado. Yo llegué cerca de las 16:00 horas, le pregunté cómo había salido la cirugía y si podría pasar a verlo. Ella me respondió “sí puedes pasar a verlo, pero mejor no pases”. Pensé que quería evitarme alguna impresión por los resultados de la cirugía. No era así, dijo: “mejor vete a descansar un rato a tu casa para que regreses por la noche a quedarte”. En ese tiempo, en casa éramos dos mujeres y dos hombres, con un empleo formal con horario de oficina, yo además impartía unas clases por la tarde. Pero, uno de los hombres tenía permiso por tres días en su trabajo, entonces a la mañana siguiente podría descansar. Le cuestioné por qué no se quedaba él, que no tenía que trabajar al día siguiente. Su respuesta fue: “él no sabe, se pone nervioso y le hormiguea aquí”, mientras señalaba la nuca.
Me quedé esa primera noche. La siguiente se quedó mi hermana y la tercera y cuarta, no hubo más remedio, les tocó a los dos hombres. Pero ellos no lograron quedarse solos, consiguieron un permiso en el hospital para llevar a una acompañante, el primero llevó a su esposa y el segundo contrató a una enfermera, cubrieron la noche de cuidado acompañados por una mujer que, como calificaría mi madre, sí sabe.
Reflexiones finales
Entregué a mi padre… Así se le suele llamar al momento en el que se acompaña a la entrada del quirófano y se firma la autorización, por ser familiar. Lo llevé a las 6:30 de la mañana, acompañada de mi madre, pero yo entré con él. Alguien nos llevó una silla de ruedas al arribar porque notaron la dificultad de su movimiento, ni siquiera supe de donde vino. Entré por urgencias, empujando a mi padre, indiqué que iba a quirófano, tomaron sus datos, verificaron la programación de la operación y me pidieron entrar. Atravesé urgencias y llegué hasta un filtro donde me dijeron a dónde debía llegar. Avancé y una enfermera me recibió, me pidió esperar para tomar la ropa de mi “pacientito”. Una chamarra roja, un pantalón gris, una camisa azul claro y zapatos negros; le dejaron los calcetines un rato más, la mañana era fresca.
Cuando esperaba la ropa, llegó el neurocirujano, una cara familiar, un aliado en el reconocimiento, aceptación y acciones en favor de la salud de mi papá. Le sonreí con agradecimiento, él había manifestado su preocupación por que la cirugía fuera pronto. Antes de poder saludarlo, se acercó otro médico, mientras me preguntaba: “¿usted es la familiar?” No tuve que responder porque el neurocirujano respondió: “sí, ella es la hija de Don Chava”. El médico se presentó, era el anestesiólogo, me indicó que tenía que firmar el consentimiento, me enumeró los riesgos y las complicaciones: la edad, la tráquea que tendía a cerrarse, el daño neuronal, la apertura del cráneo, el porcentaje de sobrevivencia de menos del 50%, el neurocirujano intervino: “ella ya sabe, yo ya hablé con toda la familia”. Me miró y yo asentí. Tomé la tabla y firmé. Yo elegí la mejor opción, pese a los riegos. Ahora me cuestiono el futuro, pienso: “en una situación similar ¿habría alguien que decidiera por mí?”
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La reducción de la tasa de natalidad, el alargamiento de la esperanza de vida y el control de las enfermedades infecciosas, ofrecen un panorama crítico que requiere una reorientación de las instituciones públicas de salud para la atención de los padecimientos crónico-degenerativos, más comunes en la vejez. Este artículo apenas comienza a vislumbrar la relevancia de evidenciar la singularidad de la carga de las mujeres cuidadoras de pacientes de la EA. Asimismo, remite a la importancia de poner en la discusión pública y privada los alcances de la demencia en relación con los requerimientos de su atención. Reconocer lo anterior, posibilitará la apertura y ruptura de metodologías rigurosas que abran lugar a las cuidadoras como sujetas epistémicas, facultadas para documentar su experiencia, penetrar discursivamente la vida política y tener un efecto en las instituciones públicas de salud.
La autoetnografía permitió hacer un atravesamiento de la vivencia en un proceso trascendente, significativo y evocativo, para abrir la discusión con otras personas que viven, han vivido o vivirán la experiencia del cuidado, para pensar y repensar las formas de la distribución del trabajo y cómo hacer un ejercicio equitativo y justo en la práctica del cuidado. Esta metodología ha tomado en la academia una postura epistemológica crítica, con la posibilidad de construir en medio del abismo entre los saberes científicos y cotidianos.
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Cuando comencé esta investigación autoetnográfica con respecto de mi experiencia, no sólo de cuidar sino también de vivir el duelo por el padecimiento de mi padre, reconocí que el miedo era transversal en mi trabajo. Tengo miedo de pasar por lo mismo que pasó él, pero, más aún, sin sus condiciones familiares. Tengo miedo de no tener quien tome decisiones por mí y en mi favor. La familia que yo tendré en la vejez no será igual, ni siquiera parecida a la familia que mi padre construyó. De entrada, soy mujer, una que no tiene hijos y que, si los tuviera, tampoco querría que vivieran lo que yo viví. Mi miedo ha sido un movilizador para desear y buscar, que las condiciones del cuidado cambien.
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La EA es un desafío enorme para los sistemas de salud pública en el mundo. Si la tendencia actual continúa, la cantidad de personas con la enfermedad se incrementará “a 82 millones en 2030 y 152 millones en 2050” es decir, será “la primera causa de discapacidad en adultos mayores y la mayor causa de dependencia” (Llibre-Rodríguez et al., 2021, p. 2). Ninguno de los estudios o modelos de predicción de aumento con respecto de la EA entre 2000 y 2050 indican un incremento de menos del triple (Sloane et al., 2002, p. 223).
La labor de cuidado de la EA habrá de reconocerse y de considerarse como una experiencia llena de riquezas y útil como un referente para otras personas cuidadoras. Los saberes que se propician y generan en la cotidianidad del cuidado, prácticamente no están presentes en los documentos académicos e institucionalizados. Al no considerarse esos saberes, los decires científicos se alejan de la realidad y poco pueden aportar a quienes requieren la información por comenzar a vivir la experiencia de manera abrupta y sin aviso. Es necesario pensar a los estudios científicos desde otras perspectivas, para favorecer a la justicia epistémica y abonar a las problemáticas que imperan en la actualidad (Boulton, 2021, p. 20). La autoetnografía es un camino por andar, pues se precisa quebrantar las barreras de la disciplinariedad y generar conocimiento de manera multi y transdiciplinaria.
Es urgente apuntalar los estudios hacia el corte autoetnográfico, atravesados por la experiencia de quien investiga, con mayor proximidad social y una ruptura en el discurso academicista. Lograr la introducción de estudios autoetnográficos en la academia llevará a buen puerto la producción de trabajos evocativos que abran los accesos para públicos amplios, más allá de los espacios académicos. Es preciso contribuir para aminorar la distancia entre las cuidadoras y los discursos académicos de forma transparente y participativa, a efecto de favorecer para enfrentar el reto del cuidado de pacientes de la EA, una amenaza constante que genera sufrimiento tanto en pacientes como en sus familiares.