I. Introducción
El concepto de justicia educativa parece ocupar un espacio cada vez más significativo en los discursos de la transición del siglo XX al XXI en diversos puntos del planeta (Bolívar, 2012; Murillo y Hernández, 2011; Ayers, Quinn y Stoval, 2009; Clark, 2006); pero dicho concepto no es nuevo, tiene raíces que datan de mediados del siglo XX, al menos en México, como se demuestra en el presente trabajo.
En este sentido, los discursos sobre la justicia educativa forman parte de una vertiente cada vez más importante de la educación no sólo mexicana, sino Iberoamericana; es decir, hay un movimiento expansivo al respecto (Aguilar-Nery, 2015; Heredia y Martínez, 2014; Veleda, Rivas y Mezzadra, 2011). Los planteamientos, ante todo, de Pablo Latapí y algunos de sus discípulos del Centro de Estudios Educativos (CEE), desde mediados de los años sesenta del siglo XX hasta entrado el siglo XXI, son parte de la emergencia, el desarrollo y la consolidación de esta tradición original en el continente, aunque con rupturas, fricciones y olvidos que vale la pena reconocer y discutir.
Para dar cuenta del trayecto bosquejado, en primer término, se describe en el artículo de manera sucinta el emplazamiento teórico-metodológico y los materiales utilizados; en segundo lugar, se aborda la emergencia, el desarrollo, el momentáneo abandono y la re-emergencia y sedimentación del concepto en la tradición mexicana. El trabajo se concluye con algunas consideraciones del itinerario realizado.
II. Método
Las herramientas teórico-metodológicas utilizadas provienen de tradiciones algo distintas, pero no necesariamente incompatibles. Por una parte, los aportes de la vertiente alemana de la historia conceptual, encabezada por Koselleck (1993), y por otra, algunos elementos derivados del enfoque de la educación comparada de Schriewer (2002), así como del análisis conceptual de los discursos educativos (ACD) de Granja (2003).
La vertiente de la historia conceptual (Begriffsgeschichte) de Koselleck (1993) aporta elementos para pensar y reconstruir las huellas que van dejando los conceptos en ámbitos específicos. De entrada, se retoma la diferenciación entre concepto y palabra: una palabra se convierte en concepto cuando “la totalidad de un contexto de experiencia y significado sociopolítico, en el que se usa y para el que se usa una palabra, pasa a formar parte globalmente de esa única palabra” (p. 117). Es decir, todo concepto es una palabra, pero no toda palabra es un concepto, éste se define porque siempre reúne una multiplicidad de significados, cierta densidad semántica, donde los significados sirven como instrumentos o indicadores de acciones políticas o sociales.
En este estudio destaco dos conceptos claves del enfoque citado: campo de experiencia y horizonte de expectativas, los cuales remiten a que cada concepto es una concreción de ciertas experiencias, pero al mismo tiempo apela a intervenir en el futuro. En palabras de Koselleck (1993) “los conceptos no sirven solamente para concebir los hechos de tal o cual manera, sino que se proyectan hacia el futuro” (p. 111). De este modo, los conceptos que interesan a la historia conceptual son aquellos que consiguen revestir cierto contenido de experiencias, pero que a menudo pueden disminuirlo y aumentar proporcionalmente la pretensión de realización futura. En ambos casos, los conceptos se conciben como unidades que han orientado y orientan a la acción, incluso a la de movimientos sociales o políticos. En el caso que nos ocupa, la hipótesis busca mostrar que el concepto de justicia educativa, en efecto, ha sido un elemento que captó y capta cierta experiencia descriptiva del fenómeno educativo, pero también -y quizá más relevante- establece un horizonte de expectativas en pro de la justicia social.
Otra ruta para explorar los cambios más importantes del concepto de interés es la teoría de la externalización de Schriewer (2002), debido a que se trata de una noción que permite explicar algunos cambios discursivos e incluso muchos afanes reformistas, porque suele haber una alusión a discursos externos para justificar la opción de cambios en los discursos locales que van hibridando y abriendo un campo de disputa conceptual. En tal sentido, apuntamos junto con Koselleck (1993):
Una clarificación histórica de los conceptos que se usan en cada momento tiene que recurrir no sólo a la historia de la lengua, sino también a datos de la historia social, pues cualquier semántica tiene que ver, como tal, con contenidos extralingüísticos (p. 112)
Finalmente, al igual que con lo previo, algunas herramientas del acd permiten explorar los cambios en las formaciones conceptuales (Granja, 2003). En este caso, recupero la noción de configuración, derivada del trabajo de Norbert Elias. Con ella sigo una pauta de análisis para rastrear movimientos en las formaciones conceptuales, las cuales se entienden de modo interdependiente, en tanto fenómenos epistémicos, al mismo tiempo que como fenómenos sociales. Dicho concepto se desagrega en nociones más específicas, pero no lineales, como son emergencia (en el sentido que daba Foucault, no como origen único o esencia), desplazamiento (como acomodo o movimiento que modifica en algún grado la caracterización del concepto) y sedimentación (ubicación de elementos procedentes que en cierto momento parecen estable, y sirven de antecedente a nuevos planteamientos).
En resumen, las herramientas del ACD permiten situar las lógicas y mediaciones para entender dónde y cómo se formaron los componentes y los sentidos de la justicia educativa en México, asimismo, sirven para engarzar las correspondencias con los discursos externos. A esta lectura, organizadora del corpus documental y de este texto, se sobrepuso otra más general, más teórica, en coordenadas de la historia conceptual, que ubica el concepto de interés en términos de campo de experiencia y horizonte de expectativas.
Este trabajo se inscribe en la corriente interpretativa y documental, cuya intención es rastrear los movimientos de cambio en torno a la justicia educativa, buscando esclarecer qué tipo de problematizaciones y representaciones fueron tomando forma en las discursividades propias de un espacio nacional y una época determinada.
El corpus documental del estudio fue recopilado en los principales acervos del país: UNAM, COLMEX, CINVESTAV, UPN, CEE, UIA, UAM, SEP, INEE, así como en acervos internacionales, UNESCO, ERIC, EBSCO, Scielo, Jstor y Google, bajo el significante justicia educativa o escolar. El arco temporal de los documentos abarca de 1964 a 2014, sumando un total de 14; de los que cito la mayoría, aunque sólo partes de los que considero más significativos.
III. El concepto de Justicia Educativa
La noción de justicia educativa o escolar en México tiene antecedentes importantes. Latapí, pionero de la investigación educativa nacional, echa mano de dicho término para establecer la derivación de las desigualdades educativas de las económicas, aunque no la define específicamente; la información fue publicada en el diario Excélsior poco después de su regreso a México, época en la que fundó el primer centro de investigación educativa de carácter particular y de orientación multidisciplinaria: el Centro de Estudios Educativos (CEE) (Latapí,1964).
La emergencia de la conceptualización sobre la justicia educativa está relacionada con el estudio, en principio descriptivo, de las desigualdades educativas en México y como una crítica de las “cifras felices” que anualmente proporcionaban los informes gubernamentales. Esto se presentó como parte de un movimiento teórico y discursivo más general, como respuesta a las corrientes de corte filosófico y psicológico de la época, es decir, mediante la irrupción de disciplinas como la economía de la educación y la sociología de corte empirista, que instrumentaron nuevas formas de construir el conocimiento en torno a la educación y nuevas formas de legitimidad académica y de intervención política (Aguilar-Nery, 2011, p. 14-15).
En ese documento seminal, Latapí (1964a) observa lo determinante del nivel económico de las familias, pues mientras éste sea el “criterio que determine el grado de educación de cada ciudadano (…) no habrá ni podrá haber ‘justicia social’. En otras pala bras, la justicia social es más causa que efecto de la justicia educativa” (p. 6).
Latapí reconocía un primer esfuerzo gubernamental por “hacer que la justicia social fuese más efecto que causa de la justicia educativa” al establecer la gratuidad de la enseñanza elemental, pero se requería restar peso al bagaje social de los estudiantes o, de manera más precisa, que en la escuela sólo tuviera peso el “inteligen te aprovechamiento de todos los talentos para el bien común”, ya que consideraba que éste era “el orden social más ‘justo’ que conocemos.” Por lo tanto, sugería que México debería orienta r su sistema educativo para “asegurar a los alumnos una preparación profesional que corresponda a sus habilidades reales y no a la riqueza de sus padres”. De este modo, el autor consideraba de forma optimista que “la escuela es un órgano de justicia distributi va y, como tal, opera la justicia social al regular equitativamente las oportunidades sociales y las responsabilidades respecto al bien común de todos los ciudadanos” (Latapí, 1964a, p. 6).
En este sentido, subrayo el optimismo sobre la educación en relación con los cambios que serían necesarios, deseables, e incluso posibles en la movilidad social como catapulta para la justicia social; tal corriente estaba acorde con los planteamientos teóricos de la época en otros puntos del planeta, cuando campeaba el funcionalismo en las Ciencias Sociales (Martínez Rizo, 2012).
Respecto a la externalización del discurso sobre la justicia educativa destacaría, además de las teorías en boga, el uso de la comparación de las estadísticas entre países, herramienta muy utilizada en los trabajos del equipo de Latapí. Con la idea de mirar “hacia los lados” se echaba mano de las crecientes estadísticas de la UNESCO y de la OCDE, en especial de países de América Latina o de otros con similar nivel de desarrollo. De tal manera, el equipo de Latapí elaboró varias escalas comparativas, y un ranking que permitió ubicar a México en una posición regional media en algunos indicadores de enseñanza primaria, y entre los últimos para los demás niveles. Según los datos de la UNESCO, dicho ranking estaba encabezado por Argentina, Uruguay, Chile, Cuba y Costa Rica (Latapí, 1964b). Como se sabe, el uso de las estadísticas y su estandarización mundial fue impulsado por la UNESCO a finales de los años cincuenta y su uso se generalizó en el marco del Proyecto Principal de Educación para América Latina (UNESCO, 1962, p. 181).
3.1 Desplazamiento del concepto
A principios de los años setenta se encuentran otras referencias a la justicia educativa en trabajos encabezados por Latapí (1973a), ahora con una perspectiva más crítica del “progreso” educativo difundido por el gobierno en turno, ahí se advierte que la carga sobre la experiencia es mayor que la expectativa futura. Por ejemplo, en torno a una discusión sobre el “mito de la igualdad” educativa, Latapí arremete contra la (limitada) igualdad jurídica, que no se traducía en igualdad de oportunidades sociales y escolares; más aún, reconoce que los gobiernos no dejaban ver qué entendían en la práctica por dicha igualdad (p. 21). En ese sentido, el investigador reconoce cinco criterios de “igualdad”: 1) ofrecimiento de oportunidades, 2) de acceso, 3) de perseverancia, 4) de rendimiento y 5) de reconocimiento de la escolaridad en el mundo del trabajo. Señalando que éstos eran componentes de la justicia educativa, pero en México ni siquiera el primer criterio se cumplía en las diferentes regiones del país. De hecho, el estudio concluía lacónicamente: “La política educativa seguida en este sexenio fue no sólo lamentablemente conservadora sino positivamente contraria a la tendencia igualitaria que se viene proclamando” (p. 21).
Subrayo la etapa de transición entre los años sesenta y setenta, de una perspectiva meramente descriptiva a una explicativa de la justicia en el campo educativo. Más precisamente, habiendo esbozado una definición del concepto de desigualdad educativa, Latapí (s.f.) vuelve a utilizar el concepto de justicia educativa para reseñar un informe sobre 19 países de la OCDE de 1971 (Equal Educational Opportunity), que subrayaba el peso del origen socioeconómico del estudiantado sobre las disparidades educativas (p. 3). De este modo, el autor explicaba la desigualdad educativa a partir de tres grupos de teorías: 1) énfasis en la influencia de factores directamente educativos, tales como experiencia docente, métodos pedagógicos, edificio escolar, entre otros; 2) a partir de los valores culturales, principalmente el lenguaje de las familias; 3) debido a los condicionamientos estructurales externos a las escuelas. Latapí se inclina, siguiendo las evidencias, especialmente las internacionales (con ello se observa otro momento de externalización de su discurso), hacia los últimos dos enfoques, pero reconoce que “los tres son necesariamente complementarios” (p. 3).
En otro texto de circulación internacional, desde una postura crítica Latapí (1973b) habla no de justicia, sino de “injusticia educativa”, para señalar una serie de objeciones y omisiones del “Informe de la Comisión Internacional de Educación: Aprender a ser”. Con ello, destacó el peso sobre la vertiente descriptiva del concepto, esto es, como “campo de experiencia” y menos como horizonte de expectativas. Entre otras críticas, el autor anota el sesgo “primer mundista” del informe, que no busca “una explicación teórica de la injusticia internacional, dentro de la cual se haga inteligible la injusticia educativa” (p. 366).
En la misma tónica crítica Latapí alude a la justicia educativa en un par de artículos publicados en la revista Proceso. En uno describe una “educación alternativa”, sobre todo para adultos y jóvenes de clases populares, que a la larga sugeriría “reformas importantes al sistema educativo nacional. Por lo pronto significaría un pequeño paso adelante en la justicia educativa” (1976); en el otro comenta el programa gubernamental en curso: “Educación para todos”, como parte de “un compromiso muy serio” de la SEP que pretendía responder “a las elementales exigencias de la justicia educativa” (1979). Cabe señalar que para 1978 Latapí se había incorporado como asesor de Fernando Solana, secretario de la SEP, y con ello parte de sus ideas empezaron a transitar hacia las políticas públicas, al menos en el papel.
3.2 Abandono momentáneo del concepto
Durante la década de 1980 parece haber un abandono del término justicia educativa en el ámbito académico, incluso en el trabajo de Latapí, debido -entre otras razones- al desencanto sobre las expectativas de cambio, así como al agotamiento de las explicaciones sobre las desigualdades escolares y al reconocimiento de la redundancia y límites de los estudios tipo “caja negra” (Martínez Rizo, 1983).1 En este sentido Latapí (1995) señalaba “la ambigüedad del proyecto político oficial que proclama la justicia social como imperativo fundamental y subordina en la práctica las modalidades del desarrollo a la estabilidad política y al control social, la educación ha jugado un papel asimismo ambiguo” (p. 29).
Otra explicación sobre el silencio del concepto durante los años ochenta es el auge de otros, como “educación popular o alternativa”, “educación para la democratización”, “educación modernizadora” o “educación para la justicia”. Este último intentaba desplazar al concepto de “educación liberadora” (introducido por Freire), sobre todo dentro de los planteamientos de la iglesia católica a fines de los años sesenta, que tuvo cierta repercusión en el continente.2
El silencio académico se vio sustituido por un importante registro oficial: el Programa Nacional de Educación, Cultura, Recreación y Deporte 1984-1988 (Poder Ejecutivo Federal [PEF], 1984) donde se anotó: “Con un criterio de justicia social y educativa, se ha optado por ofrecer un año de preescolar al mayor número posible de niños de cinco años de edad, dando prioridad a las zonas rurales y marginadas” (pp. 51-52). Y a continuación: “Con un propósito de justicia social y educativa se pondrá en marcha un programa de becas para apoyar el acceso de los grupos menos favorecidos a los distintos tipos y niveles de educación, tomando en consideración los resultados académicos” (p. 52).
Si bien se reconoce la inconsistencia en el discurso oficial, debido a que no se encuentran otras menciones al multicitado concepto en el mismo documento, ni en los resultados del sexenio, lo cierto es que las desigualdades sociales y económicas continuaban prevaleciendo y seguían siendo reforzadas por las educativas, según los especialistas (Martínez Rizo, 1983; Latapí, 1985), entre otras razones, debido a la crisis económica agudizada en 1982 por la baja en los precios del petróleo, el alto endeudamiento gubernamental, la devaluación del peso y la corrupción en el aparato burocrático.
3.3 Re-emergencia de la justicia eductiva
Entrada la década de los noventa se observa la re-emergencia del concepto justicia educativa en el ámbito académico, forjada al calor de las políticas neoliberales, de los discursos de organismos internacionales relacionados con el “ajuste estructural”, luego de las recurrentes crisis económicas, así como una serie de políticas para establecer al mercado como motor de lo social, que tuvieron entre sus consecuencias en el campo educativo la concreción de políticas compensatorias, el protagonismo de conceptos como calidad, eficacia, gestión y equidad, la promulgación de la Ley General de Educación (1993), un aumento poco planificado de la matrícula escolar y la llegada de sistemas estandarizados de examinación que mostraron bajos resultados de ciertos aprendizajes escolares.
También en el discurso oficial se observó su uso. El Programa de Desarrollo Educativo 1995-2000 anotaba en sus consideraciones preliminares:
En los Foros de Consulta Popular se abordaron los temas de justicia educativa, educación básica, educación media superior y superior, organización del sistema educativo, participación social, formación de maestros, educación para adultos vinculada con las necesidades sociales y productivas, y educación y sociedad. (SEP, 1996, p. 2)
Pero será otra vez Latapí (1993) quien encabece el avivamiento del debate sobre el multicitado concepto. En Reflexiones sobre la justicia en la educación” analiza los problemas conceptuales implícitos en la distribución de la educación y elabora una propuesta concreta de política educativa para México.3 En el texto, considerado su trabajo más sistemático, despliega una concepción filosófica y sociológica sobre la justicia educativa (Martínez Rizo, 2001). Revisa diversos enfoques filosóficos sobre la justicia, desde los clásicos griegos, los pensadores de la Ilustración y los utilitaristas, hasta detenerse en las tesis de John Rawls. Retomando las críticas de otro pionero de las investigaciones sobre desigualdades educativas (el estadounidense James Coleman, autor del informe de 1966 que lleva su apellido) Latapí critica las insuficiencias filosóficas del principio de “igualdad de oportunidades educativas”. Aquí se manifiesta el diálogo que mantiene con los discursos externos, tanto clásicos como contemporáneos, para hacer una propuesta propia.
Latapí (1993) plantea dos clases de principios para definir la justicia educativa: los teóricos y los normativos, entendiendo dicha justicia en términos distributivos. Su propuesta, claramente orientada por vertientes de pensamiento “externas”, pero congruente con sus indagaciones y experiencias, anota que está en contraposición al utilitarismo y al contractualismo (comandado por Rawls), entonces propone el principio de “proporcionalidad solidaria”, al que define como “la magnitud de la apropiación particular de un bien fundamental debe guardar proporción con la distribución existente de ese bien en esa sociedad determinada” (p. 34); dicho principio pretende regular la “extrema penuria”, así como “la opulencia excesiva”, de ese modo se regularían “los límites de la apropiación diferencial (justificada por el talento, el esfuerzo y, en parte, la herencia) por referencia al disfrute colectivo de ese bien.” Asimismo, tal principio permitiría justificar las diferencias y regular las compensaciones; sin embargo, advierte:
No nos ofrece reglas precisas de distribución de cada bien a distribuir; eso corresponderá al derecho positivo. Pero es un principio de distribución, derivado de una concepción ontológica de la justicia, que mantiene la vigencia ética de la solidaridad hacia una colectividad concreta, y cuya fuerza es a la vez racional y moral. (p. 34)
En relación con los principios normativos apuntaba cinco pasos acumulativos, bajo la racionalidad de la proporcionalidad solidaria: 1) Igualdad de acceso y permanencia a la educación básica; 2) Igualdad de insumos, en cantidad y calidad: maestros, apoyos pedagógicos, servicios, etc.; 3) Compensación de insumos, donde el Estado asigne insumos mejores a los establecimientos escolares de las zonas más retrasadas y pobres del país; 4) Mínimo de resultados, medidos por el aprovechamiento en exámenes nacionales; 5) Regular la escolaridad post-básica y su calidad, no dejándola al juego de las fuerzas del mercado y adecuándola a las necesidades sociales y productivas del país (Latapí, 1993, pp. 35-39).
No obstante el avance en la comprensión, en la introducción a su recopilación Educación y justicia, Latapí (1995) reconocía la pluralidad y complejidad que implica la justicia en el campo educativo, incluyendo las diversas denominaciones que se fueron acumulando de modo más o menos equivalente, pero de hecho en disputa con dicho concepto, sobre todo el de equidad, llevado a primer plano especialmente en los años noventa, incluso se ubicó como un acápite en la Ley General de Educación (1993). En un tono desencantado, el investigador reconocía que a pesar de los debates teóricos y las diversas acciones, dentro y fuera del sistema escolar los resultados han sido magros o, peor aún, se han incrementado las asimetrías, dejando sólo “máscaras de la justicia”:
Las injusticias de las sociedades latinoamericanas no son un destino fatal, sus causas -políticas, económicas y culturales- podrían superarse en relativamente poco tiempo si se conjuntaran acciones políticas decididas, reclamos populares organizados y procesos sociales -como el de la educación- impulsados con energía. Nunca la justicia ha sido un don, sino una conquista. (…) los hechos, a lo largo de las décadas, patentizan la ineficacia de los esfuerzos por disminuir sustancialmente las desigualdades; en los últimos años, inclusive, comprueban su incremento; ellos permiten calificar de “máscaras de la justicia” las soluciones hasta ahora intentadas (Latapí, 1995, p. 3)
En lo que va de la primera década del siglo XXI otros investigadores, generalmente vinculados con los planteamientos de Latapí (entre ellos Martínez Rizo, 2001; Silva-Laya, 2012 y Jusidman, 2012) se han sumado al desarrollo del concepto de justicia educativa enfatizando su aspecto normativo, es decir, un horizonte de expectativas. Asimismo, en el discurso oficial se observa también el impacto del trabajo del investigador, especialmente en el “Programa Nacional de Educación 2001-2006” (SEP, 2001), donde se cita el concepto tanto en los propósitos generales como en los objetivos. Cito un par de ejemplos: En la visión de la educción nacional para el siglo XXI se dice que “la justicia educativa y la equidad en el acceso, en el proceso y en el logro educativo son propósitos y compromisos principales del Gobierno Federal en materia de educación básica” (p. 105). De hecho, hay sendos apartados que apuntan como primer objetivo estratégico: “Justicia educativa y equidad”, objetivo que busca “Garantizar el derecho a la educación expresado como la igualdad de oportunidades para el acceso, la permanencia y el logro educativo de todos los niños y jóvenes del país en la educación básica.”4 (p.130, en cursivas en el original). Otro ejemplo alude al gasto público, señalando que “no ha sido un instrumento para la búsqueda de la igualdad o la justicia educativas” (p. 113). Desafortunadamente los resultados derivados de dichos planteos no fueron los esperados: si bien aumentó el acceso en todos los niveles, la permanencia y los resultados de los aprendizajes fueron magros, e incluso en algunos casos empeoraron, por lo que la justicia escolar mantuvo la inercia de décadas pasadas, como apuntan estudios recientes (Silva-Laya, 2012; Schmelkes, 2011).
En el ámbito académico el mejor ejemplo de la continuidad del concepto justicia educativa es Schmelkes, discípula de Latapí en el CEE hasta los años ochenta, quien lo aborda en su participación en el XI Congreso Nacional de Investigación Educativa, definiéndolo como “el cumplimiento del derecho a la educación de calidad para toda la población”, para luego pasar revista a las perspectivas teóricas que la han abordado y realizar un diagnóstico de las “grandes injusticias” del sistema escolar (Schmelkes, 2011).
En el texto, Schmelkes (2011) se observa nuevamente el énfasis en la dimensión “campo de experiencia” en detrimento de las expectativas futuras; y enumera siete grandes injusticias educativas del sistema educativo mexicano de modo casi telegráfico: 1) No se invierte más en los que más necesitan (también las llama “injusticias sistémicas”); 2) La irrelevancia del aprendizaje; 3) Las injusticias con el magisterio; 4) Las injusticias pedagógicas, que se dan en el día a día de las aulas y las escuelas; 5) Las injusticias de la gestión en la escuela; 6) Las injusticias de gestión del sistema; 7) Las que impiden que los efectos que se sabe tiene la educación no se den, o no lo hagan con todo su potencial, en el contexto nacional. La investigadora define las “injusticias educativas” como una serie de “inacciones”, es decir:
Quienes pueden hacerlo, no hacen nada para evitar que las características socioeconómicas de las personas y los grupos humanos expliquen el diferencial en el acceso, la permanencia, en tránsito y, sobre todo, el aprendizaje escolar. (…) es cuando quienes pueden hacerlo no hacen nada para que lo que ya se ha demostrado que ocurre como consecuencia de la educación (…) efectivamente ocurra (p.39)
IV. Reflexiones finales
La descripción del itinerario del concepto de justicia educativa en México ha venido marcado por su emergencia, desarrollo, abandono y re-emergencia, un arco temporal de más de cuatro décadas. El trabajo de Latapí ha sido el más significativo en este recorrido, teniendo un impacto no sólo en los discursos académicos sino también en los oficiales, sobre todo en las últimas dos décadas, cuando observamos su sedimentación. Aquí cabe hacer una precisión, ya que si bien se habla regularmente de lo “educativo”, los textos y estudios se restringen al ámbito escolar, por lo que en estricto sentido debería hablarse de “justicia escolar”.
Asimismo, surgen cuestiones acerca de la traducción del concepto a las propuestas de acciones, programas y políticas públicas (de Estado y de gobierno), sobre todo desde al año 2000, pues a pesar de cierta solidez teórica del plan nacional de educación derivado del cambio de partido en el gobierno federal, no se tradujo en resultados significativos, asunto que merece profundizarse en sus consecuencias, sobre todo para responder: ¿Por qué persisten desigualdades o injusticias identificadas desde hace 50 años? y ¿cómo construir un sistema escolar y educativo más justo en un país con las dimensiones, diferencias y desigualdades de México?
A través del corpus analizado se mostró que el concepto de justicia educativa es un elemento que ha articulado la construcción de conocimiento referido a cierta realidad, generalmente de modo crítico y desde instituciones no públicas, buscado movilizar cambios sobre la distribución de la escolarización, sus recursos y, en últimas fechas, aprendizajes (de calidad) a través de políticas, pero también invocando a grupos sociales considerados “desiguales” o presas de “injusticias”. Se observa cómo, en términos de su historia, el concepto referido ha oscilado entre una carga, digamos, descriptiva e incluso de búsqueda de explicaciones (en el momento emergente y en el más reciente esto parece más claro), hacia otra cargada de expectativas futuras, tal como se observa a mediados de los años setenta y los noventa.
Asimismo, anoté la fragua del concepto mediante la apelación a discursos externos, mediante préstamos, datos, discusiones y adaptaciones diversas, provenientes tanto de organismos internacionales como de discursos académicos que han hibridado los planteamientos locales, dando como consecuencia una configuración que renueva una tradición que resulta pertinente para nuestro tiempo. Las dimensiones de la (re)distribución y el reconocimiento, y a menudo la de participación democrática, se conjugan desde los años noventa en la definición de justicia educativa en México, como sucede en otras latitudes en el arranque del nuevo siglo (Veleda, Rivas y Mezzadra, 2011; Bolívar, 2012). Dicha conceptualización ha estado envuelta en condiciones de posibilidad marcadas por su complejidad, su heterogeneidad y por dificultades para revertir un estado de cosas descrito como de creciente desigualdad, fragmentación y precariedad, elementos relacionados especialmente con las políticas neoliberales de las últimas dos décadas en el país.
La conclusión que surge del recorrido realizado es que el concepto estudiado ha sido por momentos un intento de renovar las creencias optimistas sobre el poder de la escuela (aunque de forma moderada) y ha sido (con mayor énfasis) una herramienta para diagnosticar las “injusticias” del sistema escolar. En ambos sentidos ha sido una ruta para sugerir cambios, procurando construir relaciones, instituciones y sociedades más justas; de ello se infiere una disputa conceptual, en fechas recientes, con conceptos como equidad e igualdad, que seguramente modificará la configuración no sólo del campo educativo sino de las distintas vertientes que lo cruzan.
Seguir el itinerario del concepto de justicia educativa ha sido una vía, apenas inicial, para reconstruir su historia conceptual, comprender su configuración y papel en el país, tanto en el ámbito académico como gubernamental, y sus posibles enlaces con otros puntos de la región latinoamericana e iberoamericana, camino que está por andarse.