Es difícil leer Chicas muertas (2014) de Selva Almada, y es más difícil escribir sobre Chicas muertas, particularmente siendo mujer. Leer a Selva Almada es decidirte a ponerte en frente lo que todas sabemos y más nos atemoriza: a las mujeres nos están matando; ser una mujer viva en Latinoamérica es una especie de suerte.
Para esta reseña, escojo seguir el ejemplo de Selva Almada al no borrarse de su crónica. Soy una mujer viva que lee y escribe. Y la forma en la que me relaciono con ésta y todas las historias que consumo influye sobre mí y aquellas quienes me leen. Resistir como mujer es posible a través de la influencia de otras mujeres y el reconocimiento de que nuestras experiencias se concatenan.
Así es como comienza Selva Almada su relato: habla sobre ella y la forma en la que las historias de otras mujeres, las historias de violencia de otras mujeres, están conectadas. Selva Almada nos hace, una vez más, caer en cuenta de que las historias de mujeres están todas marcadas por violencia -algunas violencias más cotidianas como que te llamen señorita mientras a tu compañero le llaman doctor, y otras más graves como lo son los feminicidios-. En su crónica, la autora nos presenta su paso por la investigación de tres feminicidios, y es a estas tres mujeres a quienes dedica su libro: “A la memoria de Andrea, María Luisa y Sarita”. El primer feminicidio que la atraviesa profundamente es el de Andrea Danne, del cual escucha en la radio a los 13 años de edad mientras cocina con su papá. Así, la muerte de otras mujeres interrumpe y se entrelaza con su cotidianidad (y las nuestras).
Sin embargo, los feminicidios no son el único tipo de violencia de género presente en la crónica de Almada, que deja muy claro que los hombres de nuestra casa, que nos quieren y nos cuidan, también pueden violentarnos, como se muestra en el siguiente pasaje: “entonces mi padre levantó una de sus manos, amagándole una cachetada. Y mi madre, ni lerda ni perezosa, le clavó un tenedor” (p. 53). El acto del padre es un acto de violencia; la violencia con la que responde la madre es, en cambio, un acto de resistencia que, por suerte (dado que no sucede así en todos los casos), funcionó: “mi padre nunca más se hizo el guapo” (p. 53). Esta anécdota de la argentina Selva Almada ejemplifica cómo, para sobrevivir, las mujeres tienen que encontrar formas de responder a las violencias que se ejercen contra ellas. La madre de Almada respondió clavando el tenedor, pero a lo largo de la crónica se nos presentan muchas maneras de resistir, una de las más constantes es el dejar de guardar silencio.
Mientras releía Chicas muertas para escribir esta reseña, salieron las películas premiadas en los Ariel. Entre ellas se encuentra La caída (2022), dirigida por Lucía Puenzo, que, inspirada en una historia real, presenta las historias de abuso que dos mujeres clavadistas reciben de su entrenador. En La caída, la ruptura del silencio es lo único que consigue liberar a la protagonista. Por esos días vi también Ellas hablan (2022), dirigida por Sarah Polley, también inspirada en una historia real. En esta película, un grupo de mujeres de una comunidad menonita habla durante días de cómo ponerse finalmente a salvo de la violencia que se ha ejercido contra ellas durante años en la que, si bien son hombres exteriores a su comunidad quienes las violan y drogan, los hombres de su comunidad no hacen nada por protegerlas, escucharlas, creerles, y esperan que perdonen -utilizando la Biblia como guía- a sus agresores, además de violentarlas de otras formas, principalmente silenciándolas. Para ellas, hablar durante días de sus vivencias y posibilidades es también el primer paso para escapar de esta violencia. En Chicas muertas, “nadie dice nada” (p. 59) cuando la empleada doméstica se encuentra con el marido de su patrona; los niños “[siguen] jugando como si nada” (p. 58) mientras su ex compañera de juegos tiene que prostituirse; el silencio es uno de los elementos que permite la violencia que se ejerce contra nosotras. A los hombres les gusta llamarnos chismosas, habladoras, decir que nos metemos en lo que no nos importa, pero como se muestra en estos tres productos culturales, el silencio es cómplice de la violencia que se ejerce contra nosotras, y el alzar la voz, el ser capaz de nombrar lo que nos está sucediendo, el contarnos nuestras historias y las de otras mujeres, es tan sólo el primer paso para liberarnos y encontrar formas de resistir contra la violencia machista que nos oprime y asesina. Se necesita usar la voz para romper las estructuras que nos violentan, sobre todo porque, en lo inescapable de la cultura machista, a nosotras también pueden parecernos “naturales”.
La crónica de Almada sucede en Argentina, pero podría estar escrita en cualquier parte de Latinoamérica, por eso es tan fácil relacionarla con otros productos culturales contemporáneos creados por mujeres: porque a todas nos están violentando y estamos cansadas de ser parte del pacto de silencio que funciona como cómplice de estas violencias. Esta obra de no-ficción ocurre en los años ochenta en Argentina, pero se lee con la certeza de que sigue sucediendo ahora, de que todavía no estamos seguras, de que a Andrea, María Luisa y Sarita se les han unido también Mariela Vanessa, Debanhi Escobar, Liliana Rivera Garza. Todavía no estamos seguras en nuestras casas, en nuestras escuelas, en nuestras calles ni en nuestros trabajos. Y cada vez son más los nombres de aquellas a las que hemos perdido.
En esta reseña, al igual que en la crónica, no se ofrece ninguna verdadera resolución. Lo que quiero es resaltar todas las certezas que me deja la obra de Selva: todas las violencias están conectadas y se hacen posibles unas a las otras; no te exime de la violencia de género ni el espacio geográfico que habites, ni tu clase social, ni tu nivel de marginación (si bien, esto no quiere decir que las violencias se produzcan de la misma forma o al mismo nivel en estos distintos contextos); que aquellos hombres cercanos a ti no sólo no están exentos de ser capaces de violentarte, sino que la mayoría de estas violencias son ejercidas por alguien cercano a ti; que a las que perdimos hay que nombrarlas -ni perdón, ni olvido-; y finalmente, que como mujer, ser violentada parece ser la norma, y seguir viva una especie de suerte.