INTRODUCCIÓN
La cárcel moderna ha situado a la educación desde sus inicios como elemento central para corregir o enderezar conductas. Sin embargo, esas pretensiones se toparon, rápidamente, con distintas formas de concebir y gestionar el encierro. En la realidad carcelaria argentina se mixturan dos modelos: el correccional y el incapacitante (Sozzo, 2009), y allí la trama de relaciones entre prisión y educación no dejan de reinventarse. Por tal motivo, hacer una lectura situada de las prácticas educativas como táctica de gubernamentalidad, de conducción de las conductas de los otros (Foucault, 2014), a través del cristal de sus agentes penitenciarios, es una forma de comprender su polisemia en el entramado penal contemporáneo. Todo, en el marco de una agencia penal estatal que, a pesar de sus aperturas, porosidades y negociaciones, sigue disponiendo -y ejerciendo- de la discrecionalidad (Liebling et al., 1999) como elemento constitutivo de su arte de gobernar.
En ese sentido, este trabajo se propone indagar sobre los sentidos construidos por las autoridades carcelarias en torno a las prácticas socioeducativas implementadas por instituciones y organizaciones que conforman el dispositivo educativo en prisión. Desde espacios institucionalizados y formalizados como la enseñanza primaria y secundaria hasta múltiples experiencias organizadas por actores universitarios, pasando por prácticas educativas calificadas como no-formales -históricamente nombradas en calidad de “talleres”-, el dispositivo educativo se despliega en la prisión cual si fuera un palimpsesto (Chiponi y Manchado, 2018), y lo hace bajo la permanente tensión de aportar a los designios formales de una institución que todavía pretende corregir y, al mismo tiempo, neutralizar, o entre la exigencia legal de generar las garantías de acceso a los espacios educativos y, a la vez, reducir los márgenes de conflictividad.
La relación entre prisión, educación y construcción del orden carcelario ha sido escasamente abordada desde las ciencias sociales. Las principales producciones en esta área han sido las de Galán y Gil (2016), y Valderrama (2016), que problematizaron el rol de la educación social penitenciaria en los módulos de respeto en España -espacios diferenciados del resto de los pabellones con normas de convivencia específicas-; las de Grossi (2020a, 2020b), que indagan la incidencia de las prácticas educativas en el desarrollo de modelos “alternativos” de prisión, como la Asociación de Protección y Asistencia al Condenado en Brasil, y las de Pérez (2021), que analizó experiencias educativas impulsadas por las personas privadas de su libertad como disputas a las estrategias de regulación del servicio penitenciario sobre los espacios formativos. Sumado a eso, y dado el crecimiento exponencial en la última década de proyectos y programas universitarios en Argentina, una serie de autores analizaron cómo esa expansión modificó las formas de transitar, pensar y gobernar la prisión (Basile et al., 2012; Ceballos, 2022). Asimismo, otras investigaciones, más enfocadas en pensar las modalidades y dimensiones del acceso a los derechos educativos por parte de los prisioneros, incorporaron, indefectible y tangencialmente, la problemática de la construcción del orden carcelario, pero no como parte del núcleo central de sus problematizaciones (Gutiérrez, 2012; Scarfó y Zapata, 2013; Ghiberto y Sozzo, 2014; Parchuc, 2015; Di Prospero, 2019; Routier, 2020; Tejerina, 2021).
En ese andamiaje de dilemas y tensiones, las definiciones que directores de las prisiones construyen sobre las prácticas educativas en contextos de encierro, estableciendo diferenciaciones, jerarquizaciones y valoraciones, son parte de la trama punitiva y pedagógica de la prisión. Para ello, tomaremos como corpus general de análisis un trabajo de campo realizado durante más de cinco años en cinco unidades penitenciarias (UP) del sur de la provincia de Santa Fe y, en particular, del concretado en tres de esas prisiones (UP Sub-2, 6 y 11), con perfiles institucionales y poblacionales disímiles (una prisión de mujeres y dos de hombres), que nos exigen preguntarnos sobre las singularidades de cómo el dispositivo educativo contribuye, o no, al fortalecimiento de la prisión legal -aquella que debe garantizar derechos y asegurar la progresividad de quienes secuestra temporalmente- o a la de una prisión quieta que, con base en la proliferación de actividades educativas, proyecta su cotidianidad “sin novedades”, es decir, sin conflictividades.
Partiendo de la hipótesis de que tales dimensiones se mixturan en las prisiones contemporáneas del sistema penitenciario de la provincia de Santa Fe, caso en estudio, intentaremos reconocer tal carácter a través de los sentidos que los directores de tres cárceles del sur provincial construyen sobre las prácticas educativas -sus grados de formalización, organización-, los actores que las desarrollan -relaciones con el servicio penitenciario, inscripciones institucionales- y las respectivas integraciones a las dinámicas cotidianas de la prisión. Estos análisis se enmarcan en el proyecto de investigación y desarrollo “Prácticas socioeducativas en el encierro: entre la corrección, la incapacitación, y la posibilidad. Disputas, tensiones y efectos en las configuraciones subjetivas de personas privadas de su libertad en cárceles del sur de la provincia de Santa Fe” (2018-2022), de la Facultad de Ciencia Política y RRII de la Universidad Nacional de Rosario.
METODOLOGÍA
Con base en un paradigma interpretativo para indagar las concepciones, acciones e intenciones de los sujetos que conforman el entramado institucional de la prisión, en relación con las prácticas educativas, este trabajo es el resultante de dos instancias metodológicas bien delimitadas. Una primera de orden cuantitativo, realizada durante 2017 y 2021, cuando nos propusimos relevar -a partir de una encuesta en las cinco cárceles del sur provincial- la situación socioeducativa de las personas privadas de su libertad (Manchado et. al., 2019; Alberdi et. al., 2020; Manchado y Routier, 2023), y una segunda de orden cualitativo, en la que incorporamos la perspectiva de los participantes con entrevistas en profundidad a directores de prisiones, profesionales y personas privadas de su libertad que habitan una cárcel de mujeres (UP Sub 2), y dos de varones, una de máxima (UP 11) y otra de mediana seguridad (UP 6).
La UP Sub 2 fue inaugurada en julio de 2018 en el Complejo Penitenciario 5, ubicado en la periferia oeste de la ciudad de Rosario, luego de haber funcionado durante cuarenta años en una vieja casona del macrocentro, donde las deficiencias materiales ya se habían tornado insostenibles. En la actualidad, la cárcel cuenta con cuatro pabellones de alojamiento en la que habitan 237 mujeres y disidencias sexuales. Esta UP cuenta con escuela primaria y secundaria, oferta educativa universitaria y una decena de espacios culturales coordinados por organizaciones sociales. Por otra parte, la UP 11 es la anteúltima cárcel de varones construida en territorio santafesino. Inaugurada en 2006, su perfil institucional es de una cárcel de máxima seguridad situada en la localidad rural de Piñero, a 25 kilómetros de la ciudad de Rosario, y con una población encarcelada actual de 2,153 presos. Su diseño arquitectónico consiste en una diagramación de seis minipenales (definidos como módulos que van de la letra A a la F), con cuatro pabellones de 40 celdas cada uno, algunas construidas para alojamiento unicelular, es decir, un detenido por celda, que luego se (re)convirtieron en espacio para dos presos, y otras ya planificadas para que los espacios de confinamiento sean ocupados por tres personas. Cuenta con escuela primaria y secundaria, propuestas educativas universitarias, y escasas propuestas de organizaciones sociales.
Finalmente, la UP 6 Rosario fue inaugurada en octubre de 2014 y respondió a una doble urgencia. Por una parte, a desmontar una estructura atravesada por la violencia y la corrupción policial, ya que esa construcción en la zona periurbana de Rosario funcionaba como alcaidía y pertenecía a la Jefatura Regional de Policía 2. Por otra, a la incipiente necesidad del servicio penitenciario de descomprimir el resto de las cárceles bajo su órbita. En la actualidad, cuenta con una población encarcelada de 513 varones, y es una de las pocas cárceles provinciales que no registra sobrepoblación, en un sistema penitenciario con un índice de sobrepoblación del 29.6% (Observatorio de Seguridad Pública, 2022). En ella hay escuela primaria y secundaria, con propuestas formativas de educación superior y siete propuestas culturales de organizaciones sociales.
La selección de tres cárceles remite a la factibilidad para concretar las entrevistas -dadas por las relaciones previas con los actores del servicio penitenciario- y a la representatividad, ya que estas comparten características similares con las dos que no fueron incorporadas en la etapa cualitativa (UP 3 y 16, ambas de varones, de mediana seguridad y con prácticas educativas formales y no formales).
Este artículo resulta de esa etapa cualitativa de la investigación, y se centra en el análisis de las entrevistas en profundidad con directores de las tres cárceles referenciadas. Estas tienen, entre sí, características y perfiles disímiles que nos permiten, por un lado, una lectura integral del servicio penitenciario santafesino (SPS): heterogéneo en lo referido al diseño, composición y gestión de sus once cárceles, y por el otro, un mirada situada sobre las singularidades que asumen cada una de ellas. Un SPS que posee seis cárceles ubicadas en el sur provincial y cinco en el centro-norte, donde habitan 9,350 personas encarceladas (Observatorio de Seguridad, 2022).
Las entrevistas fueron realizadas en la modalidad virtual durante julio y septiembre de 2021, dadas las restricciones de acceso a las prisiones ocasionadas por la pandemia de la COVID-19, y se concretaron luego de los contactos previos con los distintos actores, a quienes conocíamos por nuestra labor en proyectos de investigación, extensión y docencia en las cárceles del sur de la provincia de Santa Fe, tanto en el marco de organismos científicos (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas) como en tareas desempeñadas desde la Universidad Nacional de Rosario. Antes de la concreción de los encuentros, confeccionamos, con todo el equipo de investigación, un instrumento de recolección de datos -entrevista semiestructurada- orientado a los directores de las tres cárceles con el objetivo de reconocer las percepciones, apreciaciones y valoraciones sobre las prácticas socioeducativas -los actores que las realizan, las instituciones a las que pertenecen, los abordajes implementados, los vínculos con el SPS, entre otras-, y cómo estas se inscribían en la planificación diaria de sus tareas o en la proyección estratégica del gobierno de las prisiones que conducen. Las entrevistas tuvieron una extensión promedio de una hora con treinta minutos y fueron grabadas; los entrevistados se encontraban solos en sus respectivos despachos.
En lo referido a las principales dificultades, pueden reconocerse de dos órdenes: una de carácter técnico generado por algunas fallas en la conectividad (baja intensidad de la señal de internet en las cárceles) que nos exigió rehacer algunas preguntas, y otra de carácter metodológico. Esta última refiere, principalmente, a los múltiples roles -como equipo de trabajo- ocupados en las prisiones analizadas. Por una parte, somos integrantes de proyectos de investigación y desarrollo de la Universidad Nacional de Rosario y, por el otro, coordinadores y realizadores de tareas de docencia y extensión universitaria en las cárceles del sur provincial. La imbricación y diferenciación de esas tareas es una potencialidad para una lectura más precisa de la cotidianidad carcelaria, pero puede convertirse en una dificultad dada la proximidad y diversidad de las vinculaciones con los actores entrevistados. Aquí reconocemos que los dichos de los entrevistados pueden estar condicionados al responder preguntas que tienen que ver con la tarea de la Universidad en la cárcel, pero no así en relación con el resto de las instituciones y organizaciones intervinientes.
Si bien nuestro trabajo concentrará sus referencias empíricas en las entrevistas en profundidad con los directivos, los análisis y las conclusiones esbozadas se inscriben en un trabajo de campo más amplio -referenciado en párrafos precedentes- que busca comprender las complejas y diferenciales dinámicas que asumen las prácticas socioeducativas en contextos de encierro.
Una generación casi homogénea. Sobre los perfiles penitenciarios de los directores carcelarios
En América Latina, la prisión ha sido observada y analizada desde múltiples perspectivas, aunque de forma desbalanceada. Mientras muchos estudios trataron de comprenderla desde la visión de las personas privadas de su libertad (Neuman, 1994; Segato, 2003; Daroqui, 2006; Mugnolo, 2009; Ojeda, 2013; Manchado, 2015; Gual, 2015; Del Olmo, 2001), pocos son los que se han ocupado de hacerlo desde la mirada de los agentes penitenciarios. En torno a esos actores, podríamos establecer, además, una infraclasificación que distingue un reducido número de trabajos orientados a reflexiones sobre las prácticas, valores, moralidades, estrategias y resistencias de los guardia-cárceles (Kalinsky, 2007; Mouzo, 2010; Claus, 2012, 2015; Galvani, 2013; Ojeda, 2016; Quintero et al., 2017; Gasparín, 2017; Herrera, 2018; Manchado, 2020; Clemente et al., 2015; Useche et al., 2019), y una significativa vacancia en lo referido al análisis de las miradas y acciones de quienes ocupan los puestos de plana mayor o dirección de UP. Sobre este último conjunto de actores, centraremos nuestra atención.
En ese sentido, una primera variable a destacar es que el SPS transita, hace una década, un proceso de modificaciones internas que originó renovaciones en la cúpula directiva de sus prisiones. Esto se tradujo en el reemplazo de directores con extensa trayectoria laboral en el SPS por una generación de jóvenes penitenciarios cuyos ingresos datan entre 2005 y 2008. Con experiencias formativas similares, los actuales directores de tres cárceles del sur santafesino (una de mujeres y dos de varones) egresaron de la Escuela Penitenciaria, ubicada en Santa Fe, cuando esta todavía tenía, como propuesta formativa, un plan educativo de dos años, de los cuales uno era de internamiento. Diseñada por las autoridades penitenciarias de la última dictadura cívico-militar en Argentina, definía entre sus objetivos generales “propender a la capacitación integral y perfeccionamiento del personal superior de la Institución […] procurando despertar e incentivar la verdadera conciencia funcional y la vocación de servicio, a través de una adecuada formación de carácter, disciplina y espíritu de cuerpo” (decreto 2438, 1977). Sumado a eso, el artículo 6º indica que la escuela tendría como asiento de sus actividades el Instituto Correccional Modelo de Coronda para el personal masculino y el Instituto de Recuperación de Mujeres de Santa Fe para el personal femenino, y que su duración sería de dos años (artículo 41). Actualmente, la Escuela Penitenciaria se encuentra en las dependencias de la UP 2 (ciudad de Santa Fe).
El tránsito por esa instancia formativa es destacado por los tres directivos como un capital cultural (Bourdieu, 2014), diferenciado del construido por las actuales generaciones penitenciarias. Estos últimos son egresados en el contexto de la emergencia en seguridad pública sancionada el 1 de noviembre de 2012 con base en la ley 13297 (prorrogada luego por los decretos 1861/2014 y la ley 13524/2015), que permite al Poder Ejecutivo, a través del Ministerio de Seguridad, “en forma gradual y ordenada y sin afectar derechos reconocidos en la legislación vigente”, estar “autorizado para reajustar los recursos y disponer todo lo conducente para reestructurar los mismos con el objetivo de organizar” las fuerzas de seguridad provinciales -policía y servicio penitenciario-, lo que impactó en la organización del cuerpo general del SPS. Así, muchos agentes penitenciarios experimentaron periodos cortos de formación (algunos no superaron los dos meses), y fueron asignados a tareas de trato directo con las personas encarceladas. Por el contrario, los directores entrevistados reconocen una formación más completa y una trayectoria laboral que comprende distintos puestos y estamentos del SPS hasta ser ascendidos a sus cargos de directores.
En lo referido a las variables para pensar los procesos de ascenso, hay dos que, conjugadas, explican los movimientos: la administrativa y la política. Respecto a la primera, se distingue el inicio de procesos de jubilación de los agentes penitenciarios de alta jerarquía con 25 años de servicio, que iniciaban sus procesos de retiro del SPS. En términos estrictos, suele reconocerse un circuito informal por el cual, algunos años antes de acceder a la jubilación, quienes están a cargo de tareas de dirección en las UP pasan a ocupar roles de gestión en la Dirección General del Servicio Penitenciario. Esto opera casi como un “reconocimiento” a la larga trayectoria, y a la posibilidad de pasar los últimos años de carrera laboral en condiciones de mayor “tranquilidad”. La segunda variable refiere a lo que los propios entrevistados manifestaron como cambio rotundo en sus trayectorias laborales: al no existir un ingreso significativo de oficiales -a diferencia de la cantidad suboficiales que se incorporan al SPS-, las vacantes iban en aumento. Sin embargo, para lograr un ascenso en la estructura jerárquica del SPS, era necesario permanecer en cada jerarquía, dependiendo de esta, entre dos, tres o cuatros años. Mientras, se debían realizar cursos de formación ofrecidos por la propia Dirección de Capacitación de la Dirección General del Servicio Penitenciario, con o sin articulaciones con otras instituciones educativas públicas o privadas:
Antes, un oficial con quince años de servicio no estaba ni cerca de ser director. Recién a los veinte años, con suerte, por ahí tenía una posibilidad. También el servicio era mucho más chico, menos internos, menos cárceles. Pero también la experiencia que uno tomaba era bastante mayor a la que uno hoy tiene cuando se hace cargo de la función (director UP 6, comunicación personal, 2020).
Sin embargo, estas dimensiones administrativas, y la velocidad de los ascensos, no pueden ser comprendidas sin considerar las dimensiones políticas, es decir, las definiciones que cada gestión de gobierno imprime como modo específico de dirigir las instituciones penitenciarias:
En los últimos años, en el gobierno socialista -Frente Progresista Cívico y Social, cuya gestión de gobierno comprendió el periodo 2007-2019- la práctica que hubo fue no tener más falta de vacantes […]. Eso con el socialismo se dejó de hacer y nos convino mucho porque verdaderamente vos estás apto […] y por una cuestión administrativa, o de fondos o lo que sea, quedabas un año retrasado en tu carrera por una decisión ajena cuando vos estabas reuniendo los requisitos que tenías que tener. Y tenías que esperar un año más. Eso no pasó con esta gestión que volvió a venir el año pasado tampoco -en referencia al partido justicialista que gobierna la provincia desde 2019 a la actualidad-, se mantuvo (director UP 6, comunicación personal, julio de 2021).
En cierto modo, los procesos de ascenso de los actuales directores de las UP 11, 6 y Sub-2 son similares. Sin embargo, las diferentes trayectorias laborales le imprimen un modo singular de organización y gestión sobre las prisiones que dirigen: entre quienes estuvieron ligados a tareas de trato cotidiano con las personas privadas de su libertad -jefes de guardia, correccionales, entre otros- y quienes incurrieron en espacios más vinculados a la lógica securitaria (traslados, grupo de operaciones especiales). Los primeros concibiendo a las prácticas educativas, primordialmente, en su rol tratamental (UP 6 y Sub-2) , y los segundos como herramienta singular para la reducción de conflictos (UP 11).
Por tanto, a pesar de que los directores actuales comparten condiciones etarias y trayectorias de ascenso similares, son sus trayectorias penitenciarias las que nos habilitan algunas claves de lectura para pensar el lugar que le otorgan a las prácticas educativas y culturales en las cárceles que gestionan.
La educación es progreso, y el progreso seguridad. Sobre las concepciones de las prácticas educativas y su relación con la gestión integral de la prisión
El debate en torno a cuáles son los modelos de encierro que imperan en la realidad carcelaria argentina ha sido ampliamente saldado aunque no cerrado. Varios trabajos permiten comprender cómo las fauces correccionalistas que pretenden encauzar las conductas, y las lógicas incapacitantes que conciben la prisión como meros “vertedores humanos” (Bauman, 2008), gobernando la excedencia (Di Giorgi, 2006) o el descarte (Fassin, 2019), conviven desde el nacimiento de la prisión moderna en Argentina (Caimari, 2004). En ese sentido, la educación como elemento nodal del modelo correccional (Sozzo, 2009) sigue inscribiéndose en el centro de la escena al pensar las rutinas cotidianas de la prisión. De lunes a viernes, tanto en horario matutino como vespertino funcionan en las tres UP analizadas actividades de educación formal de los tres niveles (primario, secundario y terciario), y distintas instancias de educación no formal. Asumiremos aquí la clasificación de prácticas educativas “formales” y “no formales” para reconocer las categorías nativas utilizadas por los entrevistados. Si bien dichas ofertas y funcionamientos son dispares en lo referido a la brecha entre cantidad de personas encarceladas en condiciones de acceder a los distintos niveles educativos y las propuestas educativas existentes (Alberdi et al., 2020), desde 2021 las tres cárceles cuentan con los espacios educativos referenciados.
Así, los escenarios punitivos no están desligados de los pedagógicos, sino que, por el contrario, suelen ser promovidos, o no, por quienes dirigen las distintas UP. La pregunta es en qué concepciones de la educación, con qué sentidos y en relación con qué objetivos de la prisión:
Si uno tiene intenciones de trabajar de lo que se capacite, el día de mañana cuando salga en libertad es una oportunidad. Y segundo, que te parás de otra forma frente a la vida. Es la realidad. No es lo mismo una persona analfabeta que una persona que sale de acá sabiendo leer y escribir. Una persona que sale terminando la escuela primaria, secundaria. O que inició un estudio universitario (director UP 11, comunicación personal, agosto de 2021).
Son los conocimientos, actividades y experiencias que se prescriben a cada persona para poder aprender algo. O sea la escuela primaria, secundaria, algún taller. Algo que le sirva a cada uno para poder desarrollarse bien; para tener después alguna salida laboral o algún otro conocimiento (directora UP 5, comunicación personal, septiembre de 2021).
“Desarrollarse bien” mientras transita el encierro y proyectarse con las intenciones de no volver a cometer un delito son los principales sentidos que el detenido debería asignarle a las prácticas educativas. Concepción tradicional de educación que, en los orígenes de la escuela moderna, liga a la pedagogía con el acto de educar a los niños. La modernidad es, quizá, la época en que “diversos sectores de la sociedad se van ‘pedagogizando’: hay que cuidar a estas personas, decirles lo que tienen que hacer, en lo posible encerrarlos en instituciones educativas […] y darles reglas más precisas” (Dussel y Caruso, 1999, pp. 16-17).
Si consideramos que quiénes dirigen una prisión tienen entre sus funciones las de custodiar la vida, disponer los medios para hacer comprender la ley y brindar herramientas de reintegración social, entonces dispondrán, como tarea paternal, las actividades para una transformación nominal y moral de la persona encarcelada. La pedagogía del castigo opera aquí como una serie de técnicas y herramientas disponibles que inscriben en el cuerpo de los condenados -cual si fuera rastra kafkiana- no solo el recordatorio de la ley infringida, sino, fundamentalmente, una disposición moral que exige la necesidad de transitar lo bajo para alcanzar lo alto, de concebir la educación como un elemento para la redención. De un modo similar a lo promovido por el dispositivo religioso en las cotidianidades carcelarias (Manchado, 2022), el educativo será concebido por los directivos como elemento nodal de la pedagogía del castigo.
Si bien existe una distinción entre cómo la educación formal y no formal operan en esa pedagogía, a partir del diálogo interinstitucional, interministerial o intraestatal, esta deviene tanto de lineamientos políticos generales como de perfiles institucionales específicos. Por ello, resulta importante distinguir las apreciaciones entre un director de una cárcel de mediana seguridad que posee siete de sus once pabellones bajo la modalidad de “iglesias” o “cristianos” (Manchado, 2022) en una zona periurbana de la ciudad de Rosario, la de una cárcel de mujeres donde la población ha crecido exponencialmente en los últimos dos años (de 80 detenidas en 2019 a 230 en 2022) con una alta tasa de conflictividad por las modificaciones de los perfiles de las mujeres encarceladas (denominadas por el SPS como de alto perfil o causas federales), y una cárcel de máxima seguridad con una población que alcanza ya a las 2,200 personas, y una composición única en lo referido a los delitos alojados (pabellones y módulos de alto perfil, fuerzas de seguridad y delitos sexuales).
Mientras que el primero decide apostar de manera explícita al fortalecimiento de las instancias de educación formal (primaria, secundaria y universitaria), porque la cárcel que dirige recibe una importante cantidad de propuestas educativas, lo que le permite seleccionar o priorizar algunas sobre otras, los otros disponen de condiciones institucionales que les exigen pensar la educación más allá de su carácter tratamental. Allí se pone casi en un mismo registro valorativo el sentido utilitario del progreso individual y el bienestar institucional, es decir, las dimensiones correctivas que las prácticas educativas aportan, pero también las securitarias. La concepción de educación como progreso, también ligada a los orígenes de la escolaridad moderna, se mixtura con la operacionalidad de disputar la ociosidad como factor de riesgo. Que los detenidos estén ocupados, en la escuela o participando en alguna práctica socioeducativa, garantiza, al menos parcialmente, que la falta de actividades no sea un elemento desencadenante de novedades en la prisión.
Las quiet prisons son un modelo de gestión prisional que, inversamente a lo que indica su concepto, no implica prisiones que no se mueven; por el contrario, se mueven mucho para no moverse demasiado; allí, las prácticas correccionales no tienen la pretensión de enderezar conductas, sino más bien controlarlas (Sozzo, 2009; Ojeda, 2016). Entramado paradójico en el cual el dispositivo educativo emerge como táctica de gubernamentalidad, de conducción de las conductas de los otros (Foucault, 2014), cuyas variaciones estarán signadas por las instituciones -externas- intervinientes, los grados de formalidad de la práctica, los actores que las despliegan, y los espacios disponibles.
Foucault sostiene que la gubernamentalidad es el ejercicio de un poder que intenta “gobernar a alguien” a partir de “la utilización de una serie de tácticas”, con las cuales se puede “determinar su conducta en función de estrategias”. Por lo tanto, la gubernamentalidad debe ser entendida como “el conjunto de relaciones de poder y las técnicas que permiten el ejercicio de estas” (Foucault, 2014, pp. 255-256) en su doble condicionamiento (Foucault, 2008). Las tácticas son entonces “focos locales” de poder en “una serie de encadenamientos sucesivos, en una estrategia de conjunto”. Así, la estrategia de castigar del dispositivo penal es posible por el despliegue de un conjunto de tácticas, “de intervenciones, a menudo sutiles” (Foucault, 2014, p. 256) que permiten el gobierno de la población. Ahí, el dispositivo educativo es una de ellas y actúa en un doble plano: en el pedagógico, como regulador de las definiciones espaciales, temporales y vinculares del espacio del aula, y en el securitario, cuando lo acontecido en las aulas aporta a la gestión de la cotidianidad de la prisión:
Cuando yo entré, el interno estaba todo el día encerrado, el nivel de conflictividad que tenían era alto. O sea que está claro que cuando nosotros le damos oportunidades, le damos herramientas, la mayoría -siempre hay excepciones, como en todos lados- la aprovechan y la usan en beneficio para ellos. Y para nosotros también porque sumamos tranquilidad, menos problemas, menos conflictos, menos tensiones; el interno está más tranquilo, el empleado trabaja más relajado (director UP 6, comunicación personal, julio de 2021).
Ellas se mantienen ocupadas, realizan actividades, como que se incentivan también en talleres que hay. Les sirve para pensar en otra cosa, para estar fuera del pabellón. Muchas piden entrar al taller para estar fuera del pabellón un rato, como vivir otro momento (directora de UP Sub 2, septiembre de 2021).
Poblar de actores externos una prisión es gobernarla, sobre todo si allí se despliega un ejercicio pedagógico que, desde la perspectiva de sus autoridades, oficia entre progresar-encauzar y no ociosidad-seguridad. Esta concepción de la educación como herramienta, en cuanto elemento constitutivo del modelo correccional, materializa el ejercicio del tratamiento penitenciario, en su sentido positivista más primigenio: progreso o rehabilitación del sujeto que podrá así retornar a la vida en libertad ambulatoria, y comprender el sentido de la ley. Esto, combinado con la posibilidad, no de delegar, pero sí articular la tarea securitaria con actores que lejos están de esa pretensión. Sin embargo, para los directivos existe una clara jerarquización de las prácticas para habilitar o fortalecer lo que denominamos “legitimación del gobierno carcelario” a manos de los actores educativos.
Tal jerarquización está dada por la escisión entre prácticas educativas formales y no formales. En ambos casos, las modalidades no se distinguen por sus modos de trabajo ni por el posicionamiento ante la institución carcelaria y los sujetos en prisión, sino por los grados de institucionalización que poseen las trayectorias educativas propuestas. De este modo, la gestión penitenciaria materializará la valorización diferenciada, en una mayor frecuencia de las interacciones, en otorgar más atención para que los estudiantes lleguen a las aulas, que las actividades programadas puedan realizarse con normalidad, o en aumentar la disponibilidad para encontrar espacios físicos, entre las principales. Propuestas educativas del nivel primario, secundario y universitario adquieren prioridad, aunque no de forma unánime, en los procesos de legitimación del gobierno carcelario. Un ejercicio que, es imperioso distinguir, no significa una legitimación de sus formas de castigar, aun cuando, en ciertas ocasiones e indirectamente, terminen contribuyendo a ello.
El peso de las instituciones. Valoraciones positivas sobre la educación formal, y ambivalentes sobre la no formal
La figura del Estado siempre fue y es ambivalente. Abrams señala que hemos quedado atrapados, sobre todo desde el campo de la investigación, en una “cosificación” que debería exigirnos pensar al estado siempre en minúsculas, es decir, en el conjunto de prácticas, órdenes y discursos que lo constituyen, corporizados en agentes heterogéneos que contribuyen a una pretensiosa homogeneidad del estado:
El estado, entonces […] es ante todo un ejercicio de legitimación; y es de suponer que lo que se legitima es algo que, si se pudiera ver directamente y tal como es, sería ilegitimo, una dominación inaceptable […] En suma, el estado es un intento para lograr sustento para, o tolerancia de, lo indefendible y lo intolerable, presentándolos como algo distinto de lo que son, es decir, dominación legitima, desinteresada (Abrams, 2015, p. 53).
Podemos enlazar la afirmación de Abrams con la mirada que los directores de prisiones tienen sobre la educación formal, es decir, la perteneciente al Estado bajo la triple condición de institucionalidad, legalidad y legitimidad. A pesar de que luego necesitemos profundizar sobre las distinciones ante esa afirmación general, la mirada compartida de promover las instancias educativas formales es una regularidad discursiva de los actores analizados. Así, las prácticas de educación formal tienden a ser más valorizadas porque se les liga a características como lo estructurado, organizado, controlado y, sobre todo, programado, lo que da menor lugar a la improvisación, al azar y la casualidad. Por el contrario, las prácticas de educación no formal, si bien son destacadas para el desarrollo humano de las personas privadas de su libertad, posa sobre ellas un halo de sospecha ligadas a sus menores grados de institucionalización o, en otros términos, de estatalidad:
Yo creo, como hablábamos hoy, que la diferencia más marcada es en la educación formal y en la no. La educación formal tiene como objetivo implementar de acuerdo al año o al grado que sea; establecer conocimientos de acuerdo al plan anual del año que tengan que cursar. Y, por ahí, el actor externo que viene con un taller de alfabetización, como por ejemplo ahora hay, lo que ellos apuntan es a que aprendan a escribir de la manera que puedan, cuando puedan y si pueden y si quieren. No ponen un objetivo marcado de que sí o sí tengan que llegar a algo para poder pasar a otra cosa... (director UP 6, comunicación personal, julio de 2021).
Tal distinción emerge con distintas fuerzas y pesos según la cárcel que analicemos. En la UP 6 y la Sub-2 se reconoce una jerarquización de las prácticas formales y no formales: “La educación primaria, secundaria, terciaria para mí es súper importante. (directora UP Sub-2, comunicación personal, septiembre de 2021). Sin embargo, la misma directora de la UP Sub-2 argumenta que para una detenida suele ser importante transitar la educación primaria o secundaria, pero también lo es incorporar un saber práctico que le permita construir alguna salida laboral extramuros. Si bien la valorización de la directora de la cárcel de mujeres parece poner casi en sintonía la formalidad con la informalidad -más por necesidad que por convicción-, más significativa es dicha concordancia en la UP 11, cárcel de máxima seguridad con la mayor brecha en lo referido a la demanda educativa del sur provincial (Alberdi et al., 2020).
Sirvent (1996) interpreta la demanda educativa como demanda social ligada a la posición de clase y a las relaciones frente al Estado, y diferencia entre demanda potencial y efectiva. Esta última alude a las aspiraciones que se expresan a través de la matriculación en instituciones educativas de jóvenes y adultos, mientras que la demanda potencial se refiere a las necesidades educativas objetivas de distintos conjuntos sociales a partir de la edad estipulada. Tal conceptualización nos permite problematizar, describir y abrir distintas aristas explicativas respecto de la brecha entre la oferta educativa al interior de las UP santafesinas y el número de personas privadas de su libertad que estarían en condiciones de demandar su participación en los espacios educativos (Alberdi et al, 2020). En ese sentido, la suma de actividades, y su correspondiente autorización, es leída por el director de la cárcel de Piñero como la potenciación de espacios que contribuyen a la no ociosidad -por tanto, a una mayor seguridad-, y a una suerte de legitimación débil de la gestión del gobierno carcelario: “Con todos los actores: llámese educación formal o informal. En la medida de lo posible -y atendiendo a la billetera, como quien dice-, porque tenemos una partida limitada, todo lo que se pueda hacer para consolidar lo que hay y ampliarlo, bienvenido sea” (director UP 11, comunicación personal, agosto de 2021).
Los procesos de legitimación de las prácticas sociales, y sobre todo de las que revisten ciertos grados de violencia, implican siempre una disputa (Garriga, 2015; Cozzi, 2022). El concepto de legitimidad es ampliamente discutido en el campo de las ciencias sociales (López, 2009), y aquí adquiere relevancia por la estrecha vinculación con el concepto de autoridad. ¿Cómo desplegar un ejercicio del poder, como autoridad, fundado en la coerción y la generación de dolor e intentar que sea considerado legítimo? Si entendemos que la Autoridad -con mayúsculas en el original- es “la posibilidad que tiene un agente de actuar sobre los demás (o sobre otro), sin que esos otros reaccionen contra él, siendo totalmente capaces de hacerlo” (Kojeve, 2006, p. 36), y que todo poder político es “legítimo”; en la medida en que el poder “encarne una Autoridad” (Kojeve, 2006, p. 39), podremos comprender cómo se inscriben las prácticas educativas en el entramado punitivo de la prisión. Estas son valoradas en forma positiva por las autoridades en tanto contribuyen al orden carcelario, ante todo porque lo hacen a través de mecanismos alternativos a la represión directa.
Lo anterior ayuda a que el despliegue de otras prácticas violentas o lesivas, a pesar de que en muchos casos pueda revestir un carácter de ilegalidad, sean consideradas necesarias -y hasta aceptadas por quienes las sufren- para la gestión del encierro carcelario. Así, una acción “legítima” puede ser también una acción “autoritaria” y, para que lo sea, “basta con que se renuncie (libre y conscientemente) a la actualización de las ‘reacciones’ posibles” (Kojeve, 2006, p. 38): “Yo me quiero pedir un traslado a la Unidad 6 de Rosario [en ese momento habita la UP 3], pero estoy pidiendo que ese traslado sea sin perder todo lo que tengo y que no me descuenten puntos de la conducta. Porque si me trasladan tengo el riesgo de perder el destino laboral, la tarjeta, el estudio” (Pedro, egresado de 7° grado, UP 3, registro de campo diciembre de 2022).
La condición de debilidad de estos procesos de legitimación estará dada por la ambivalente regulación que los tres directivos tienen sobre las actividades educativas, a pesar de que existe, en términos similares, una valorización diferenciada sobre el lugar que deben ocupar las de educación formal por sobre las no formales. Esto refleja que un modo de reducir la debilidad de esa legitimación radica en el diálogo sostenido con las instituciones estatales. Ya hemos dicho que existe sobre ellas una apreciación positiva que las liga no solo a la posibilidad de contribuir a la seguridad, sino también a la progresividad de los detenidos, a su progreso y proyección individual. También sostuvimos que el diálogo interinstitucional adquiere relevancia por encima de los espacios no institucionalizados o pertenecientes a organizaciones sociales, no tanto por sus posicionamientos políticos -es decir, respecto a qué hacen en los espacios educativos-, sino por las dificultades de interactuar sin referencias jerárquicas claras y, ante todo, sin responsables con quienes co-organizar las tareas cotidianas.
En esa línea explicativa y argumentativa se inscribe el conjunto de reciprocidades que los directores de las cárceles -y podríamos sumar también aquí a los jefes correccionales- construyen con los responsables de las instancias educativas formales en términos de transacciones intracarcelarias (Miguez, 2007; Brardinelli y Algranti, 2013), en las que “los vínculos en la comunidad carcelaria no se estructuran exclusivamente por una estructuración jerárquica, burocráticamente establecida”, sino que operan con “complejos mecanismos de reciprocidad que generan alternancia entre sus formas positivas -en las que todas las partes involucradas en la transacción reciben un beneficio- y sus formas negativas -en las que la parte dominante impone sus intereses a cambio de no gestar un perjuicio mayor a los dominados” (Miguez, 2007, p. 31).
A partir de lo anterior, podemos distinguir algunos pedidos que los directores hacen a los responsables educativos: desde incorporar detenidos que no asisten a ninguna actividad -suelen provenir de los equipos de acompañamiento para la reintegración social, compuestos por psicólogos, terapistas ocupacionales, trabajadores sociales y abogados- hasta la necesidad de abrir aulas y espacios específicos para el trabajo con presos que no acceden, por cuestiones de convivencia interna, a los espacios educativos colectivos ofrecidos en el penal: presos de “alto perfil”, delitos sexuales y fuerzas de seguridad. Por definiciones del SPS, los detenidos asociados a esas causas no pueden compartir espacios con los denominados “presos comunes”. De los tres grupos, los de “alto perfil” responden a una clasificación ad hoc del SPS (resolución 001, 2018) fundamentada en la pertenencia de los detenidos a grupos criminales o la repercusión mediática de sus casos; los otros por rechazo de la población encarcelada:
El director de la UP n° 11 consulta a principios de año a la Universidad si es posible abrir una sala universitaria en el pabellón de delitos sexuales porque allí no están pudiendo realizar ninguna actividad. La Universidad plantea que antes de avanzar con la apertura de dicha sala, sería importante generar la sala universitaria en el módulo A, que se viene pidiendo hace tiempo ante las dificultades de traslado de estudiantes del módulo A al módulo E, donde funcionaba hasta entonces la única sala universitaria (registro de campo, UP 11, abril de 2022).
Intensas en el sentido de eso [se refiere a algunos actores/as externos que realizan prácticas de educación no formal], de decir bueno, yo te planteo qué hay y qué se puede del otro lado “pero por qué, por qué y por qué”. Damos lo que se puede y hasta donde llegamos […] la seguridad es una base superimportante acá, ese es el tema (directora UP Sub-2, comunicación personal, septiembre de 2021).
Este es el conjunto de acuerdos, negociaciones y transacciones entabladas con todos los actores externos que realizan prácticas educativas y culturales, pero que encuentran en la interinstitucionalidad un diálogo más constante y fluido. De este modo, la legitimación débil del gobierno carcelario debe ser pensada también con base en este conjunto de transacciones que operan en la gestión cotidiana del encierro. El hecho de que esos intercambios sean móviles, fluidos y no permanentes provoca que, en ciertos momentos, los actores educativos sean considerados centrales para la construcción del orden interno, y en otros, un obstáculo para su desarrollo. La apreciación de promover u obturar lo solicitado por el SPS incluye tanto a la educación no formal como formal, aunque sobre esta última se despliega un mayor nivel de exigibilidad por entender que existe allí una convivencia -y necesaria connivencia- entre diferentes niveles de estatalidad.
“No lo entienden”: prácticas penitenciarias y procesos de legitimación de las prácticas educativas en prisión
Una última dimensión para seguir describiendo la debilidad de los procesos de legitimación de las prácticas educativas en relación con la gestión del encierro es cómo los directivos problematizan las dificultades para el normal desarrollo de dichas prácticas. En ese sentido, se destacan dos elementos que interactúan entre sí: la escasez de espacios físicos disponibles -argumento coincidente entre los directores- y el trabajo mal realizado o falta de personal.
Sobre el primer argumento, hay un consenso pleno entre los tres directores que refiere la imposibilidad de contar con espacios disponibles para seguir ampliando las ofertas educativas o fortalecer las existentes. Si bien cada director recuperó distintos motivos, todos parecen coincidir en que la educación carcelaria no fue lo suficientemente planificada (Manchado y Routier, 2023): “Muchas buenas propuestas, buenas ideas, gente que se quiere sumar y se ve dificultado por el hecho del espacio físico. La seguridad misma que nosotros tenemos que garantizar hace también que necesitemos más lugares porque tenemos que diferenciarlos por días” (director UP 6, comunicación personal, julio de 2021).
Sobre el argumento referido al desempeño de los agentes penitenciarios del cuerpo general, son disimiles: uno sostiene que se debe al desconocimiento que tienen de la práctica educativa -y en definitiva, la importancia para la gestión integral de la cárcel-; otro, a la falta de voluntad de realizar un trabajo que implique el esfuerzo de trasladar detenidos de un espacio a otro del penal; y otro, a la superposición de actividades y escasez de personal para cumplir en forma adecuada con todos los movimientos internos:
Pasa diariamente, es una lucha constante que nosotros tenemos. Verdaderamente, lo que yo necesito que hagan los jefes […] es que instruyan a su personal que está las 24 horas a cargo del pabellón de que verdaderamente las actividades necesitamos garantizarlas y tienen un “por qué”, un “para qué” y una finalidad. Y que sepan que el interno va a un lugar por un motivo específico y necesario […] Porque, lamentablemente, por ahí nos vemos sujetos a la impronta de cada uno (director UP 6, comunicación personal, julio de 2021).
Las reglas, las normas, las directivas de cómo, cuándo y dónde mover un interno son claras. Entonces, si yo tomo las medidas que tengo que tomar y muevo el interno donde lo tengo que mover no hay ningún tipo de inconveniente. Radica en el no querer hacer, más que otra cosa (director de la UP 11, comunicación personal, agosto de 2021).
Es una combinación, entonces, de ciertas incertidumbres de los agentes que no imprimen celeridad a sus tareas por desconocer de qué se trata, pero, en otras, por la escasez de personal existente: “Si nos vamos del pabellón y acá pasa algo, después la responsabilidad recae sobre nosotros” (registro de campo, guardias pab. 5 y 7, UP 6, noviembre de 2019). Incertidumbre de las tareas cotidianas, y desazón de los directivos que reciben, permanentemente, la demanda de los actores educativos para agilizar los movimientos y salidas de los estudiantes.
Por tanto, la combinación de falta de espacios, personal e indisposiciones de los guardias penitenciarios para efectuar los traslados de los pabellones a las aulas donde se realizan las prácticas educativas provoca una continua crítica y malestares diversos entre los actores externos; esto genera la permanente necesidad de rediscutir, con los directores de cárceles, las condiciones posibles para un correcto funcionamiento de las propuestas pedagógicas, lo que provoca, a fin de cuentas, que la legitimidad otorgada por el dispositivo educativo a la gestión cotidiana del encierro carcelario sea débil por tener que fluctuar siempre entre mecanismos de adaptación y resistencia (Crewe, 2007), de aceptación y rechazo, acuerdos y desacuerdos. Estos revisten, a la prisión contemporánea, de un alto grado de imprevisibilidad que exige continuos reacomodamientos con los que se logrará, en algunos casos, consolidar ciertas prácticas educativas y en otros, una progresiva desaparición. Del mismo modo, para los directores de las prisiones, la emergencia, crecimiento o retiro de actores educativos de la trama cotidiana exige una continua redefinición de sus tácticas de gubernamentalidad.
CONCLUSIONES
La construcción del orden en las prisiones contemporáneas, su análisis, exige dos preguntas bien diferenciadas. Por una parte, a qué nos referimos cuando hablamos de orden y, por otro, de qué modo se construye y garantiza. Sobre la primera, debe ser respondida atendiendo a los múltiples actores que intervienen en la prisión, entre ellos quienes la dirigen. A partir del análisis de sus percepciones, apreciaciones y valoraciones, reconocimos que el orden carcelario, lejos de organizarse con base en el exclusivo precepto de la represión o la absoluta exclusión (Sykes, 2017), se inscribe en la habilitación o promoción de prácticas que brindan herramientas para la reintegración social -bajo la anticuada intención de corregir a los criminales-, o la de ocupar espacios ociosos que eviten “rutinas de aburrimiento” (Goffman, 2001) y, en consecuencia, conflictividad.
Los directores de tres cárceles provinciales reconocen la necesaria convivencia y mixtura de prácticas educativas que sean nombradas como parte de la corrección y la no ociosidad/conflictividad, con mayor o menor prevalencia, de acuerdo con la orientación otorgada a sus gestiones. Así, la noción de orden adquiere un sentido tan ambivalente como el expresado sobre las prácticas educativas. Acerca de ellas tampoco hay un consenso semántico ni argumental de por qué son importantes para quienes están privados de su libertad -en algunos casos, para mejorar las condiciones de encierro; en otros, para proyectar escenarios diferenciales en el afuera-, pero sí una coincidencia de que sus existencias contribuyen a la construcción de un orden posible.
De este modo, al desandar el interrogante sobre el cómo, lejos de encontrar razones que sustentan una contraposición entre castigar y educar, nos devuelve una mirada sobre la cárcel -y los procesos educativos que en ella se inscriben- que nos permite entenderla no solo como administradora del dolor a través del dolor, sino también como gestora del dolor mediante prácticas de mitigación. La educación se ha convertido, al menos para quienes se encargan de dirigir las instituciones penitenciarias, en una de esas que, además de habilitar procesos de mitigación, permiten sobrellevar el complejo y heteróclito arte de conducir las conductas de los otros.
Los resultados alcanzados permiten reflexionar sobre cómo la prisión legal y la real (Sozzo, 2009) todavía conviven, se mixturan, entrecruzan, dialogan, bajo la aceptación de las deficiencias estructurales y la necesaria aceptación de propuestas educativas que, antaño, hubiesen sido cuanto menos cuestionadas, sino rechazadas. Ya no se trata entonces de fortalecer el enunciado sobre la importancia de adquirir herramientas para el pasaje de un delincuente a un no-delincuente; ahora se sincera la pretendida operatividad que las prácticas educativas aportan en la construcción del orden carcelario. Todo en el marco de un conjunto de reciprocidades, consensos y legitimidades que habilitan a un director de prisión no solo apoyarse en la promoción de las prácticas existentes, sino el ingreso de unas nuevas. Lejos del ostracismo y el silencio carcelario de las prisiones de finales del siglo XX (Del Olmo, 2001), la prisión real contemporánea se nutre de una apertura diferencial, regulada, y orientada por el sentido estratégico que asumen múltiples intervenciones, entre ellas las educativas, para la gobernabilidad de sus poblaciones.
Así, los perfiles institucionales, las trayectorias laborales de los directivos, y los sentidos construidos sobre las prácticas educativas diseñarán criterios de habilitación u obturación de los procesos pedagógicos. Estas apreciaciones nos permitirán una lectura de estos en términos de gubernamentalidad y legitimidades, que sostienen el ejercicio de la autoridad lejos de una lógica de represión directa y cerca del despliegue de sutiles dispositivos de control. La triada educación-gubernamentalidad-orden carcelario se mueve en un constante equilibrio pendular entre argumentos correccionalistas y securitarios; entre asegurar las condiciones mínimas de realización o discutir los fundamentos de su implementación; entre la valorización diferencial de su formalidad o el desregulado accionar del personal. Todas son dimensiones constitutivas para la producción de rutinas seguras de la vida en prisión.
Quedarán entonces pendientes indagaciones que se interroguen sobre cómo estas apreciaciones, y sus consecuentes aplicaciones, se ponen en diálogo con otros conjuntos de actores que fueron nombrados, pero no abordados en este artículo, y que resultan centrales para pensar las dinámicas de las prácticas educativas en contextos de encierro. Por un lado, los profesionales que integran los equipos de acompañamiento para la reintegración social, ya que se ubican en el entramado institucional con la permanente tensión de ser un engranaje central del tratamiento penal y, al mismo tiempo, mediación directa -y a veces la única- con el encarcelado; y por el otro, será indispensable analizar las modalidades de organización, funcionamiento y dinámicas implementadas por las instituciones formativas, que indagan en los sentidos y las prácticas que despliegan y construyen los actores y actoras educativas.
Con estos análisis pretendemos abonar lecturas institucionales sobre la prisión que, aunque incompletas, sean fundantes para reconocer la racionalidad que sostiene o expulsa un proyecto educativo en prisión, y también situar su aceptación en términos de herramienta de negociación. Aunque lejos estamos aquí de argumentar que las prácticas educativas son renovadas formas de castigar, tampoco estamos dispuestos a negar que bajo los sutiles preceptos de enseñar se puedan encontrar las más refinadas tácticas de gobernar.