La tecnología llega para suplantar, no para potenciar nuestro ingenio.
A mayor inteligencia de los programas informáticos, menor es la requerida para su operación.
El autor
Introducción
El pensamiento dominante equipara el progreso con la disponibilidad de tecnologías cada vez más «poderosas»: a mayor desarrollo tecnológico, mayor progreso. Así, en la percepción mayoritaria la tecnología es la solución, actual o futura, de los problemas acuciantes de la humanidad. Este ensayo, enfocado en el ejercicio de la medicina, cuestiona ese tecno-fetichismo1 en varios puntos:
- La tecnología tiene potencialidades cuya realización depende del tipo de acción humana; así, un mal uso puede malograr lo pretendido.
- Es «ciego» respecto al móvil del desarrollo tecnológico actual en todos los campos de actividad, que no es el progreso de la condición humana, sino el lucro sin límites y la ganancia a toda costa; de ahí que la obsolescencia programada de las innovaciones, en conjunción de una publicidad avasallante, alienten un consumismo alienante sostén de una economía que devasta el planeta y profundiza las desigualdades.
- Ignora que los desarrollos tecnológicos prioritarios son, con mucho, los que potencian el control social de mentes y cuerpos para mantener el statu quo: militar, espacial, cibernético, informático o de la salud.
Medicina y tecnología
En el campo de la medicina, los «conversos» al tecno-fetichismo integran legiones de médicos obnubilados por la «omnipotente tecnología», cada vez más dependientes de los recursos tecnológicos al realizar sus actividades que, según esto, las hace más efectivas en la resolución de los problemas de salud. Este tecno-fetichismo irreflexivo -una redundancia-, que se despierta desde etapas formativas tempranas, disminuye el interés por aprender «el arte de la clínica» y desarrollar habilidades clínicas meticulosas, cuidadosas y refinadas que derivan en juicios clínicos certeros y en decisiones diagnóstico-terapéuticas bien sustentadas y pertinentes; es decir, se socavan los basamentos del ejercicio médico cabal base del progreso en medicina2.
El tecno-fetichismo en general, y médico en particular, no es el destino inexorable de los avances tecnológicos, sino la consecuencia del predominio de los intereses de lucro cuya punta de lanza es la tecnologización de las actividades sociales, donde las personas son cada vez más dependientes de la tecnología. Ahora bien, la tecnologización de la vida humana no explica per se el tecno-fetichismo, requiere de la ingente propaganda sobre la omnipotencia tecnológica que captura y manipula conciencias donde arraiga el tecno-fetichismo en aras de un creciente mercado de consumidores ávidos de las novedades y de no ser «excluidos del progreso».
Respecto a la práctica médica, se propone distinguir tecnificación de tecnologización, con significados contrastantes. La primera alude al uso de tecnologías que, por un lado, potencian el alcance de las destrezas clínicas, y por el otro facilitan la confirmación o el descarte de diagnósticos bajo sospecha; o sea, la tecnificación -de larga data- es el uso selectivo e individualizado de tecnologías guiado por el criterio clínico del problema en cuestión. La segunda implica un proceder inverso, donde la utilización de tecnologías se antepone a la reflexión diagnóstica, lo que tiende a debilitar las destrezas clínicas y favorecer un uso indiscriminado y equívoco de la tecnología; tal proceder desvirtúa el ejercicio clínico, lo desplaza de su centralidad en el quehacer médico y, lejos de significar progreso de la práctica médica, contribuye a su degradación. Detrás de la tecnologización está la propaganda de la industria de la salud en la conformación de profesionales «deslumbrados» por la tecnología y la consecución de pingües ganancias.
Ese predominio de la tecnologización sobre la tecnificación se revela incluso en la conformación de los inmuebles de atención a la salud actuales, donde los espacios destinados a equipamientos tecnológicos son prioritarios, contrastando con lo exiguo de los dedicados al trabajo reflexivo de los miembros de un servicio clínico para discutir problemas diagnósticos y terapéuticos complejos, tomar decisiones colegiadas pertinentes y oportunas, o reconocer las principales limitaciones e insuficiencias del servicio, en especial el debilitamiento del arte de la clínica como condición para revertirlo. En otros términos, hasta los inmuebles «emblemas de modernidad y progreso», lejos de considerar en su edificación espacios apropiados para que los integrantes del servicio desarrollen hábitos de pensamiento crítico, cuestionador, inquisitivo, deliberativo o propositivo, clave en la superación de su quehacer, los ignora o relega al dar primacía a lo tecnológico.
La medicalización de la vida social
A medida que la tecnologización va reconfigurando la práctica médica, el tecno-fetichismo gana adeptos en las nuevas generaciones de médicos que van perdiendo interés por la clínica, debilitando su proceder y acrecentando su dependencia tecnológica; o sea, se va fortaleciendo la tendencia a una práctica médica caracterizada por una relación médico-paciente superficial, despersonalizada, y un ejercicio clínico tosco enmarcado por el uso excesivo, indiscriminado y oneroso de la tecnología disponible. En tales circunstancias, los pacientes, víctimas de esa práctica degradada -disfrazada de científica-, aprenden a sobrevalorar la tecnología y restar importancia al proceder clínico del que son objeto, hasta el punto de convertirse en promotores del uso excesivo de las tecnologías. Así, el binomio tecnologización/tecno-fetichismo va configurando el ethos de los profesionales de la salud en los tiempos que corren* y va convirtiendo al gran público, con sus deseos vehementes de progreso†, en ávido consumidor de tecnologías médicas.
Designamos «medicalización»3 a esas formas de vivir de la población que, en su anhelo de una vida mejor, va incorporando como eje de sus usos y costumbres procederes propios de los profesionales de la salud que, lejos de aproximarla a vivencias satisfactorias, gratificantes o serenas, suele suscitarle (con infinidad de matices) obsesiones «enfermizas» por la salud a toda costa, dispuestos a someterse a toda clase de privaciones y sacrificios con tal de preservarla, y una aversión a las enfermedades que polariza sus vidas y los lleva por senderos de angustia, incertidumbre, soledad o desasosiego perennes, aislados de la comunidad, lo que refuerza su individualismo4 -principal rasgo degradante de la cultura actual- y, lo más trascendente: a) desinteresados por entender el mundo que habitamos regido por fuerzas degradantes que provocan desigualdades extremas, perpetradoras de guerras perpetuas y la devastación planetaria que a todos atañe y afecta; y b) sustraídos de la participación en organizaciones que, en diversos frentes, denuncian, resisten y se oponen a esas fuerzas degradantes, dispuestos a afrontar los mayúsculos problemas que nos aquejan como humanidad -lo que conferiría hondo sentido a sus vidas-, y representan las esperanzas de un mundo dignificante donde florezca la convivencia fraterna entre los pueblos. Se trataría de robustecer una fuerza vital garante del respeto y el cuidado del ecosistema planetario, nuestra irremplazable morada común. Se comprende así que la medicalización opera como dispositivo de control social al configurar conciencias ensimismadas y desentendidas del colapso civilizatorio en curso4.
Los argumentos en defensa de una vida medicalizada son sus «bases científicas incuestionables», que comprenden dos tipos de saberes: a) lo fisiológico, fisiopatológico y epidemiológico de las enfermedades; b) el que cristaliza en innovaciones y desarrollos tecnológicos relativos a la erradicación, la prevención, el diagnóstico, el tratamiento y la rehabilitación de diversas enfermedades. Al respecto, son pertinentes varias consideraciones:
- En primer término, pensar que la medicalización es una consecuencia obligada de la incorporación de las nuevas verdades científicas a la vida diaria, y una expresión particularizada de «las sociedades del conocimiento», revela cierta ingenuidad porque la medicalización es un efecto histórico particularizado de la dominación de los intereses de lucro, y de ahí su razón de ser como dispositivo de control de conciencias orquestado por los medios masivos de persuasión y desinformación, que hacen prevalecer ciertas ideas y formas de pensar por su mayor contribución a tal dominación, en este caso, de la boyante «industria de la salud» (en palabras de Malcolm X: si no estás prevenido ante los medios de comunicación, te harán amar al opresor y odiar al oprimido). Se trata entonces de una situación histórica configurada por esa industria cuya finalidad suprema, muy por encima de cualquier otra consideración, es la obtención de altas ganancias que logra al manipular el mercado con publicidad avasallante que inocula a las inermes víctimas con altas dosis de fantasías engañosas, seguridades ilusorias, necesidades inducidas o expectativas infundadas, que subyacen a patrones de consumo compulsivo de lo que es «bueno para estar sano», y distanciarse lo más posible de la enfermedad (la salud como obsesión y mercancía de costo creciente).
- La limitación del saber científico actual para aportar al bienestar genuino de la población, dado que sus indagaciones están constreñidas por la poderosa industria de la salud, que condiciona el tipo de problemas a investigar y la tecnología requerida para su realización basándose en su rentabilidad potencial. Así, las fuentes de financiamiento priorizan proyectos que responden a esos intereses (proyectos por encargo), en especial los que derivan en innovaciones y patentes muy lucrativas, y se investigan problemas de salud (reales o creaciones de la medicalización) cuyo diagnóstico y tratamiento asegure grandes ganancias, no necesariamente los más acuciantes, de alta incidencia, de tratamiento más efectivo, menos agresivo o de mayor beneficio potencial5; es decir, los buenos negocios son incompatibles con tratamientos realmente curativos porque colapsarían el mercado al disminuir drásticamente el número de consumidores.
- Otra objeción son las limitaciones de las ideas científicas respecto al organismo, en su pretensión de regir las formas de vivir de las «personas civilizadas» que aspiran al bien vivir, específicamente el mecanicismo que equipara al organismo con una máquina. Se habla de una «máquina perfecta» para aludir al cuerpo humano en plenitud, y de una «máquina averiada» para referirse al organismo enfermo que «amerita reparaciones». La máquina, una tosca metáfora de la vida, dista de desentrañar su naturaleza, ya que ignora que cada organismo es único (no una máquina de rendimiento promedio), que el proceso vital es la interacción perpetua del organismo con su entorno y es cambio incesante; esto se ignora en los montajes experimentales que comparan conjuntos de sucesos -no individualidades- en situaciones controladas y en ambientes simplificados y estandarizados6. Tal idea reduccionista de «máquina» en la mente de los profesionales, susceptible de «ajustes o reparaciones», subyace a muchos de los fracasos de la atención atribuibles a pacientes que no se comportan como máquinas: falta de apego al tratamiento, irresponsabilidad o indisciplina a las recomendaciones. Tal limitación también está presente en la práctica especializada, donde cada especialista centra su atención y acción en un fragmento o función del organismo para «repararlo o regresarlo al patrón de normalidad», aunque tal logro pueda provocar perjuicio en otra función, un desequilibrio para el organismo en su conjunto o una desventaja para la vida de relación del paciente.
- Finalmente, la medicalización explica que aconteceres como el parto -atendido desde los albores en la intimidad- ahora se consideren de atención institucional obligada; también que incidentes comunes y poco trascendentes que antaño se resolvían solos sean hoy motivo de preocupación inducida que lleva a sus portadores a buscar consulta profesional y a someterse a estudios diagnósticos exhaustivos que con frecuencia derivan en sobrediagnósticos y tratamientos innecesarios7, o que ciertos riesgos de enfermar exacerbados por la modernidad se conviertan en nuevas patologías; es decir, en etiquetas intimidatorias aplicadas a los que, en otros tiempos, eran considerados «raros, pero normales», que ameritan intervenciones expertas. La medicalización se revela en las exigencias higiénico-dietéticas y de actividad física que no consideran cada individualidad y pueden ser contrarias a sus hábitos inveterados, inviables en sus circunstancias y resultar contraproducentes8. Aquí lo destacable es que tales recomendaciones, que ahora son obligadas, revelan cómo la medicalización se ha interiorizado en los profesionales y en la población al grado de que hasta en sus formas de ser las personas sean conminadas a cambiar cual si se tratara de cuestiones de voluntad o disciplina.
La inteligencia
La palabra «inteligencia», en su acepción científica, alude a los resultados obtenidos en una batería de pruebas que conforman el cociente intelectual, el cual es motivo tanto de elogio -«cocientes geniales»- como de descrédito que, aun en tiempos recientes, justifica racismos y discriminación; al respecto, «la falsa medida del hombre» es una crítica penetrante9. En la búsqueda de un concepto de inteligencia menos restrictivo y dotado de cierta objetividad, el punto de partida es considerarla como atributo humano integral no un rasgo solo intelectual manifiesto en las formas de ser, pensar y proceder de las personas ante situaciones problemáticas inherentes al diario vivir, al ejercer una profesión u oficio, realizar obras de diverso tipo o relacionarse con los demás. Esta inteligencia implica la afectividad, la fuerza vital para sobreponerse a las adversidades y lograr los propósitos buscados; sin afectividad positiva (placer, satisfacción, entusiasmo) no habría vitalidad para superar obstáculos, perseverar en el perfeccionamiento de labores de alta exigencia o dominar actividades de interés que se resisten. Además, el auténtico desarrollo de la inteligencia requiere del pensamiento crítico (PC) que confiere penetración al entendimiento de los problemas, alcance a las acciones y orientación de la «chispa creativa» hacia superiores realizaciones.
Se infiere de lo previo que el desarrollo de la inteligencia como potencia cognoscitiva polifacética es propio del estado de madurez y se manifiesta en modos de proceder de crecientes agudeza, prestancia, pertinencia o creatividad. Además, el PC, al hacernos conscientes de lo limitativo de circunscribir nuestra búsqueda de esclarecimiento al propio microcosmos, nos impulsa a descifrar el macrocosmos -el mundo que habitamos- trasfondo de los microcosmos; así, la inteligencia guiada por el PC puede sobreponerse al control social de los medios de manipulación, captar las razones profundas de las desigualdades sociales, de la degradación humana y de la devastación del ecosistema planetario, y reconocer el papel de las organizaciones militantes que buscan un mejor mundo.
Antes de proseguir, ante tal concepto de inteligencia, ¿qué puede significar o representar el cociente intelectual construido a base de pruebas estandarizadas aplicadas a infantes y jóvenes distantes de la madurez, que no aluden a sus experiencias vitales, que dan ventaja a los familiarizados con ellas y que suelen suscitar afectividad negativa (recelo, desaliento, temor o rechazo) ante posibles estigmatizaciones por los bajos puntajes? El amable lector tiene la palabra.
La inteligencia se ha manifestado a lo largo del tiempo de manera fragmentaria y parcial, tanto en sentido positivo como negativo. El primero, minoritario, se refiere aquí a un proceder que apunta a la dignificación10 de la vida humana y planetaria: relaciones fraternas, solidarias y constructivas entre congéneres, gestiones en beneficio de la comunidad o movilizaciones en pro del cuidado del ecosistema que designamos como bien vivir. El sentido negativo está en las estrategias de control y despojo de las mayorías oprimidas; es decir, en nuestro mundo, donde el ejercicio de la inteligencia ahonda las desigualdades, el mal vivir es predominante.
En contra de lo que se piensa, en la escuela -con raras excepciones- surgen los «primordios» del ejercicio negativo de la inteligencia: su enseñanza fragmentaria del currículo que obstaculiza una visión comprehensiva de los acontecimientos; su asepsia valorativa indistinta de la mayor o menor relevancia formativa de las materias según el momento etario de los educandos; su papel reproductor del individualismo y la competitividad, y su indiferencia ante la degradación en curso.
En las relaciones laborales se revela la ambivalencia entre el sentido positivo y el negativo del ejercicio de la inteligencia debido a los intereses antagónicos entre patrones y trabajadores. Veamos: cuando en el ambiente laboral imperan el autoritarismo, la rutina, la insatisfacción, las jornadas agobiantes, las situaciones riesgosas o los salarios castigados -adverso al bien vivir de los trabajadores-, la inteligencia se aguza en sentido negativo para los intereses de lucro del patrón, multiplicándose las simulaciones disfrazadas, las evasiones subrepticias o los ausentismos «justificados» que, al mitigar presiones, abusos, malestares y ¡preservar el trabajo!, representan un ejercicio positivo de la inteligencia porque atenúan los efectos de sus condiciones laborales adversas. Es decir, el sentido positivo y el negativo del ejercicio de la inteligencia son relativos en un mundo donde impera la desigualdad en todos los órdenes y coexisten como binomio: lo que es positivo para la causa de un lado, es negativo para la otra, y viceversa. Esta ambivalencia del ejercicio de la inteligencia es inherente a una condición humana donde imperan los etnocentrismos excluyentes de todo tipo y el abuso de los fuertes sobre los débiles.
Ahora, prosiguiendo con la intención de dar cierta objetividad al concepto de inteligencia, se plantea que sus antecedentes remotos -respecto al bien vivir- se encuentran en la biodiversidad del proceso vital planetario, específicamente los comportamientos de poblaciones diversas e interdependientes en incesante renovación, que persistieron, variaron y evolucionaron a lo largo de miríadas de millones de años y constituyeron una entidad global de una complejidad apenas imaginable: Gaia11. ¡Qué más evidencia del «bien vivir» de esa biodiversidad sinérgica de portentosa creatividad! Esa complejidad es un entretejido de comportamientos diversos en varios niveles: a) los implicados en la consumación de sus actividades vitales básicas (preservación de su integridad y vitalidad, alimentación, reproducción que hizo posible la renovación incesante de cada población); b) los vinculantes con otras poblaciones en interdependencia; y c) los sinérgicos que formaron redes alimentarias y comunidades ecológicas. La integración de tal diversidad de poblaciones dio forma a un concierto armónico infinitamente biodiverso12. Dicho de otra manera, si la armonía entre especies es la cualidad distintiva de la vida a escala planetaria, se justifica considerarla el antecedente del bien vivir e inferir «una inteligencia subyacente» a tal armonía ejercida en sentido positivo como condición de persistencia y evolución de la vida. Aquí se afirma -en contra de las ideas imperantes- que la inteligencia no es un fulgor inédito en la historia de la vida privativo de los humanos; sus preludios están en esa «sabiduría ancestral» de la biodiversidad simbiótica13,14 integrada en un concierto armónico que hizo posible la permanencia de la vida y ¡la existencia humana! Además, creó y recreó incesantemente las condiciones macro- y microambientales necesarias para su evolución15. Lo anterior, en marcado contraste con la experiencia humana, donde los etnocentrismos dominantes «convencidos de su superioridad» han operado como obstáculo y hasta imposibilidad del bien vivir de las mayorías oprimidas.
En el mundo humano, la inteligencia también se manifiesta primariamente en la consumación de actividades vitales básicas, pero a diferencia del natural, la conciencia es central, por lo que su proceder no ocurre bajo el orden biológico propio del concierto armónico, sino del orden cultural que nos hizo humanos16. Desde el alba, con los Homo sapiens, su lenguaje y su conciencia de sí mismos, de su contexto, de su pertenencia grupal y de la inexorabilidad de la muerte, aparecieron el ego y el etnocentrismo primigenios* que confirieron cualidades inéditas a los vínculos con los objetos significativos implicados en esas consumaciones, donde las redes sinérgicas propias del orden biológico fueron remplazadas por las de vínculos subjetivos propios del orden cultural que, progresivamente, supeditó al biológico como razón principal de las variaciones humanas. Así, en las consumaciones prevalecieron las formas culturales de los vínculos: preferencias, conveniencias, interés, valoración utilitaria, jerarquías o simbolismos; también al elegir el lugar de caza, de recolección o de residencia, para protegerse, alimentarse, convivencia, ocio, recreación, cultivo del espíritu, del arte, rituales de identidad, iniciación o pertenencia; y en relación con otros grupos, en virtud de los etnocentrismos, primaron las relaciones ventajosas, de rivalidad con sus deseos de dominio, de hostilidad, de apropiación de territorios con sus rencillas y enfrentamientos perpetuos. El orden cultural ha variado según la sucesión de los intereses predominantes de cada momento histórico, donde la consumación de las actividades vitales básicas ha exhibido no solo marcadas diferencias entre minorías privilegiadas y mayorías en desventaja, sino cortapisas y hasta imposibilidades. En nuestro tiempo, los intereses de lucro perpetúan y ahondan las desigualdades que condenan a las mayorías, en particular de los países secularmente agraviados y saqueados, al desempleo, subempleo o exclusión, y a la precariedad, la marginación, la indigencia, la delincuencia, la insalubridad, el hambre, la desnutrición, el analfabetismo y la muerte prematura. En tales condiciones y circunstancias, la consumación de las actividades vitales básicas, aun lo más primario (preservación de la integridad y la vitalidad), tiene escasa viabilidad. En otras palabras, el orden cultural imperante, al perpetuar las guerras, acentuar las relaciones de dominación y sometimiento, amplificar las desigualdades, despojar a los pueblos originarios de sus territorios, provocar el calentamiento global irreversible y devastar el ecosistema planetario, es el polo opuesto del orden biológico basado en relaciones sinérgicas, simbióticas entre poblaciones diversas, que integran una complejidad apenas imaginable que da forma al concierto armónico biodiverso, preludio y emblema del bien vivir.
El lucro sin límites constituido en valor supremo ha configurado el ethos de la «civilización actual» (el entrecomillado realza que, lejos de civilizar, es una fuerza destructiva sin precedentes históricos), donde destacan los siguientes rasgos degradantes:
- El individualismo de «cada quien lo suyo y sálvese quien pueda», insensible a los problemas colectivos, indiferente a lo comunitario, a lo solidario y fraterno.
- La especialización reduccionista y excluyente: forma predominante de la división del trabajo que propicia una visión fragmentaria e inconexa de los aconteceres, indiferente a perspectivas comprensivas y esclarecedoras del mundo que habitamos.
- La pasividad ante el conocimiento (educación pasiva) y los abusos de poder en forma de docilidad o apatía, debido al desinterés por asuntos que se juzgan «ajenos» (reduccionismo) o por insensibilidad ante problemas colectivos (individualismo).
- La competitividad: forma predominante de las relaciones escolares, laborales y sociales, impuestas por el capitalismo, opuesta al compañerismo, la fraternidad, la solidaridad y las reivindicaciones colectivas.
- Consumismo real o imaginario como relación alienante con las mercancías azuzada por una publicidad avasallante, «carné de identidad universal» y soporte de una economía predadora que devasta el planeta.
- Alta vulnerabilidad a la manipulación mediática -favorecida por la visión parcial y fragmentaria de miríadas de especialistas- que inocula a sus víctimas mentiras, desinformación y pensamiento único sobre el acontecer del mundo que les impide captar las razones de fondo de situaciones perturbadoras que les afectan y les genera desapego ante asuntos que «no son de mi incumbencia».
En síntesis, los rasgos degradantes no solo revelan que el sentido negativo del ejercicio de la inteligencia ha predominado, sino un diagnóstico ineludible: el mundo humano inmerso en una degradación omnímoda es evidencia del agotamiento y la ruina civilizatoria de la cultura dominante que, bajo el dominio implacable de los intereses de lucro sin límites, ha convertido en mercancía lo más vil y sublime de la condición humana, y en rentables las peores atrocidades y la devastación planetaria.
Con lo anterior puede entenderse por qué, bajo el orden cultural eurocéntrico, con su antropocentrismo predador de la naturaleza, sus etnocentrismos belicosos y excluyentes, y sus egocentrismos individualistas que desdeñan lo comunitario y colectivo, la inteligencia se piense como potencia puramente intelectual y, por lo tanto, aséptica -no debe «contaminarse» de afectividad que la distorsiona-, moralmente neutra -el bien y el mal son «harina de otro costal»-, irresponsable de las consecuencias de sus productos-¡la bomba atómica!-, y equiparable al cociente intelectual que, por un lado, ensalza y sobrestima a los «altos», y por el otro descalifica y estigmatiza a los «bajos». También esa idea de inteligencia se considera el sustrato de una «vida exitosa»-en los negocios-, donde el bien vivir es irrelevante.
El pensamiento crítico
Antes de entrar en materia, cabe reconocer que el pensamiento crítico (PC) está de moda en el discurso escolar -mas no en los sucesos del aula-; se ha convertido en eslogan para marcar diferencias entre las escuelas de «avanzada» y «las otras», que constituye más un señuelo que una realidad educativa, porque las instituciones educativas, casi sin excepción, tienen una visión banalizada del PC al equiparar recuerdo de información con conocimiento y privilegiar la memoria como principal «facultad cognoscitiva», lo que hace inviable el desarrollo del PC.
Aquí se sostiene que el conocimiento no deriva del consumo de información, sino que es elaboración propia del educando al ejercer el PC. En un mundo inmerso en «analfabetismo crítico», el PC requiere ser incitado por los docentes y, para tal efecto, la clave es que los asuntos estudiados -blanco de la crítica- sean sintónicos con el momento etario y las circunstancias de los educandos, condición necesaria para suscitarles vivo interés por penetrar problemáticas cargadas de sentido para su experiencia vital. Así, la mejor evidencia de que el PC se ejerce en el proceso educativo está en las actitudes cuestionadoras, inquisitivas y autocríticas de los educandos, respecto a temas o ideas que les atañen. Es obvio que el proceder de la escuela es adverso al ejercicio del PC porque, insistamos, el conocimiento no es lo que se recuerda (evaluación), sino que es producto de elaboraciones de creciente profundidad y alcance acerca de asuntos que nos incumben e interesan.
El PC lo consideramos el componente clave de la inteligencia porque encauza la afectividad (la fuerza vital) para sobreponerse a las adversidades y guía el perfeccionamiento de las realizaciones. Nuestro concepto de PC (distante de la idea centrada en la censura o la descalificación) supone una redefinición del proceso de cognición entendido así: forma de pensar metódica, cuestionadora, inquisitiva y propositiva que convierte a quien lo ejerce en protagonista de su propia aventura de esclarecimiento de sí mismo y su contexto, y en partícipe avispado de las luchas colectivas cuyo lejano horizonte es la dignificación de la vida humana y planetaria.
Esta redefinición de la cognición propia del concepto de PC que aquí se propone implica:
- Reconocer la afectividad (pasión, inclinación, curiosidad) como la fuerza motriz necesaria de todo esfuerzo cognoscitivo vigoroso y perseverante.
- Destacar el papel decisivo de la autocrítica en el desarrollo del PC.
- Dar prioridad a la complejidad como perspectiva de aproximación al conocimiento de los objetos, por su mayor potencial esclarecedor.
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- Replantear los extremos del proceso de cognición, el alfa y el omega -que no aluden a un orden cronológico de desarrollo, sino lógico y metodológico-:
El alfa representa el basamento de toda crítica fecunda cuyos componentes son la predisposición a ponerlo «todo en cuestión» (convicciones, creencias o modas diversas que impone la cultura dominante), la duda metódica de lo «comprobado o definitivo» y la determinación de hallar la raíz de lo que se considera «natural y evidente». Este paso inicial -ignorado por las ideas en boga de la crítica- es, empero, el más problemático para ejercerse y desarrollarse porque implica poner en tela de juicio lo que se da por sentado en un campo del saber, que no obedece a una supuesta superioridad sobre otras ideas, sino a su sintonía con los intereses dominantes del momento histórico (en nuestro tiempo los del lucro sin límites).
El omega -también desestimado por las ideas imperantes- alude a lo propositivo y constructivo de la crítica como disposición anímica para la ideación de alternativas que superen los objetos criticados (su potencial heurístico) y actuar en consecuencia.
Entre el alfa y el omega, el PC delibera, enjuicia, argumenta, debate, confronta, se posiciona por lo más revelador o esclarecedor, y decide un curso de acción consecuente.
El exiguo desarrollo del PC, y su ejercicio parcelado y especializado cuando tiene lugar, son reveladores de su parquedad a lo largo de la historia y, sobre todo, de los obstáculos para su florecimiento representados por dogmas y creencias incuestionables del momento histórico. Así, bajo el orden cultural antropocéntrico, cualquier atisbo de crítica a los dogmas establecidos ha sido silenciado, prohibido o perseguido, en particular los de las religiones monoteístas que «revelaron de una vez y para siempre» el lugar de nuestro planeta como centro del cosmos, el origen de la vida en su infinidad de especies, el lugar privilegiado de la humanidad en la naturaleza y el sentido de la vida humana. Lo anterior explica por qué las ciencias físicas y químicas fueron las primeras en florecer; su desarrollo no encontró mayores obstáculos porque no transgredían los dogmas imperantes, contrastando con las ciencias biológicas, las médicas y sobre todo las humanas, que apenas pudieron desarrollarse después de un muy dilatado proceso de gestación y que, aún en nuestro tiempo, están supeditadas a las «ciencias duras» y son objeto de imposiciones metodológicas y procedimentales que las desvirtúan, y de descalificaciones por parte de los fanatismos en turno (antítesis del PC).
La inteligencia artificial
La llamada «inteligencia artificial» (IA) se ha vuelto la cara más visible del desarrollo tecnológico. La difusión de sus «asombrosas posibilidades» -entre la fantasía, la ingenuidad, el tecno-fetichismo y la especulación desbocada- para remplazar a los humanos en toda clase de tareas17 inunda los medios masivos que operan como dispositivos de manipulación y control de conciencias al servicio de la dominación de los intereses de lucro. Para el discurso dominante, la IA no es mera metáfora de esa facultad humana; se piensa como «cualidad tecnológica» que no solo es equiparable a la humana, sino que tiende a superarla en ciertos aspectos conforme la innovación genere prototipos «con logros pasmosos» y, sobre todo, con pretendidas ventajas. Esa ofuscación por la IA que le atribuye «habilidades intelectuales portentosas» y hasta afectividad, olvida que todo depende del programa informático «diseñado por humanos», que requiere equipos con gran capacidad de almacenamiento, big data para procesar inmensos volúmenes de datos diversos con resultados casi instantáneos y nuevos tipos de algoritmos, en particular los que «pretenden reproducir, con la mayor fidelidad posible, el funcionamiento del cerebro», a fin de que la máquina aprenda y manifieste afectividad ¡como lo haría una persona! Esta pretensión revela hasta dónde puede llegar el tecno-fetichismo depositado en la IA, convencido de que las máquinas poseen inteligencia equiparable a la humana, sin percatarse de que por «más inteligentes» que sean los programas informáticos de las máquinas, estas solo pueden simular o semejar -no reproducir- lo genuinamente humano en cuanto a afectividad y pensar críticamente. Solo en actividades donde ese sentir y razonar son accesorios, como las rutinarias, las «automáticas», las impersonales o las administrativas, la incorporación de «tecnologías inteligentes» de índole instrumental o procedimental puede significar ventajas en eficiencia; de ahí que los recientes desarrollos de robótica «androide» constituya una amenaza latente y creciente de desempleo para el personal encargado de tal tipo de actividades (porque lo importante no es la superación humana, sino el negocio).
Según nuestro concepto de inteligencia, donde la afectividad es la fuerza vital de todo proceder para lograr sus propósitos y sobreponerse a las adversidades cuyo perfeccionamiento requiere del PC, la IA no pasa de ser una metáfora de «habilidades intelectuales asépticas y descontextualizadas» que simplifican lo principal de la inteligencia: su complejidad apenas imaginable como atributo del ser humano como un todo, dotada de afectividad y PC que se manifiesta en las formas de ser, pensar y proceder de las personas en sus circunstancias vitales.
La fascinación por la IA representa la versión actualizada del tecno-fetichismo, cuyos portadores, convencidos de que el progreso depende de las nuevas tecnologías, pierden de vista que la inteligencia humana -banalizada por las ideas imperantes- es imposible reproducirla y menos aún superarla, y que detrás de tal convicción están los prejuicios ideológicos sobre el progreso inducidos por la propaganda de los medios masivos. Tales prejuicios que subyacen a la certidumbre de que los programas informáticos reproducen fielmente la inteligencia es de especial relevancia respecto a los prototipos «parlantes» en los que se deposita objetividad discursiva sin advertir que «los programas informáticos están preñados de los sesgos ideológicos de sus creadores que afloran en el discurso de las máquinas». Así, los innovadores, convencidos de que la inteligencia es un atributo tecnológico clave en el progreso, ignoran que al suplantar a los humanos favorecen su involución intelectual y su deshumanización, y que detrás del financiamiento de sus inventos están los intereses de lucro. Los programadores que adecúan los programas buscando cristalizar los «avances prometidos» renuevan el deslumbramiento de los «adictos». Los operadores muestran sus ventajas y promueven el consumo compulsivo de las novedades, todo en detrimento de la inteligencia humana.
En el plano social se revela otra faceta degradante de las aplicaciones «inteligentes» que benefician a minorías en perjuicio de mayorías oprimidas; por ejemplo, en ámbitos laborales rutinarios y tediosos de corte instrumental o procedimental, la incorporación de la robótica -«inmune» a tales circunstancias- va remplazando a los trabajadores, convertidos en «personal obsoleto», condenado al desempleo y la exclusión; en contraste, las empresas incrementan sus utilidades al elevarse la productividad y, además, se desentienden de los conflictos obreros-patronales.
Ahora cabe reconocer la procedencia de la IA: la industria militar, fuente originaria de las innovaciones tecnológicas en forma de armas, blindados, bombas, misiles, drones y dispositivos de vigilancia, espionaje y guerra mediática cada vez «más inteligentes»; todo en función de manipular, intimidar, someter o eliminar al enemigo en turno. De estos desarrollos derivan las innovaciones de la «industria civil», donde la tecnología se maquilla como «emblema de progreso» que permea los espacios sociales y recluta miríadas de consumidores soporte de una economía ecocida, sin dejar de lado los crecientes llamados de alarma ante los peligros de un «empleo inescrupuloso» de la IA -una constante del uso tecnológico en nuestro tiempo-.
Retomando la diferenciación entre tecnificación y tecnologización en la práctica médica, la primera donde la tecnología potencia el alcance de las destrezas clínicas en la búsqueda de señales que confirmen o descarten hipótesis diagnósticas, y la segunda donde el uso de la tecnología se antepone al ejercicio clínico que lejos de potenciarse se empobrece, ahora cabe reconocer que ciertos desarrollos de IA podrían implicar progresos potenciales, en particular respecto a actividades analítico-sintéticas, instrumentales o procedimentales, por sus grandes bases de datos, la rapidez de sus operaciones que comparan o condensan miríadas de informaciones que facilitarían, por ejemplo, seleccionar y priorizar ciertas pruebas diagnósticas por su mayor validez para confirmar o descartar determinada enfermedad, interpretar con más elementos de juicio hallazgos de laboratorio y gabinete, elegir con más confiabilidad el «mejor fármaco» para una enfermedad, conferir mayor efectividad a ciertos tratamientos quirúrgicos al disponer de tecnologías más precisas o posibilitar rehabilitaciones hasta entonces irrealizables. No obstante, como son tiempos de tecnologización, la IA, lejos de potenciar el ingenio de los médicos, los suplanta degradándolos; asimismo, incorporar la IA para remplazar al personal de salud en el ejercicio de sus habilidades o en la interacción médico-paciente -donde, se afirma, la IA puede mostrar empatía y compasión- representa la falsificación de un vínculo irremplazable y la deshumanización del ejercicio de la medicina.
En suma, la IA, lejos de representar progreso en medicina, al suplantar el ingenio de los profesionales de la salud (ver epígrafe) degrada el quehacer médico haciendo inviables formas de organización del trabajo que inciten el ejercicio de su inteligencia como condición necesaria de superación de los integrantes de un servicio clínico. El basamento de tales formas organizativas es el hábito reflexivo de las experiencias significativas del diario acontecer que, por medio del pensamiento crítico, lleve a los participantes a analizar, cuestionar, inquirir, deliberar y proponer respecto a problemas diagnósticos y terapéuticos complejos, a tomar decisiones colegiadas adecuadas y oportunas, a indagar e identificar las principales limitaciones del servicio (autocrítica) y actuar en consecuencia.
Lo anterior significa configurar el espacio laboral a manera de «aula privilegiada de aprendizaje», donde cada integrante avance en su conocimiento a través del PC, auténtica vía de superación de su quehacer, que incluye el desarrollo de:
- Habilidades clínicas meticulosas, cuidadosas y refinadas.
- Acciones terapéuticas de alcance creciente. (c) Minimización de la iatropatogenia (los perjuicios ocasionados a los pacientes que son inherentes a las instituciones de salud), en particular la atribuida a negligencia.
- La lectura crítica de la información a fin de seleccionar lo más sólido y apropiado para sustentar decisiones oportunas y pertinentes.
- Interacciones entre las diversas jerarquías, donde prive el respeto, la empatía, el estímulo y el acompañamiento, todo en función de una formación de alto nivel de alcance creciente en sus beneficios a los pacientes.
Esta idea del progreso basada en un quehacer reflexivo y crítico no alude a una meta por alcanzar, sino a un perfeccionamiento humano donde lo rutinario se transforma en reflexivo.
Es obvio que bajo la tecnologización ese progreso encuentra grandes obstáculos, como la tendencia a la rutina o el individualismo que desdeña lo colectivo. Su viabilidad estaría en el surgimiento de grupos organizados en un quehacer colectivo colaborativo y cuestionador, donde florezca la crítica y la autocrítica al reconocer su papel insustituible en todo anhelo de superación del propio quehacer.
La consolidación de tales espacios supone conciencias esclarecidas de los efectos deletéreos del tecno-fetichismo en el quehacer médico, cuyo trasfondo son sociedades individualistas, consumistas, anestesiadas ante la extrema degradación de la cultura imperante bajo el dominio de los intereses de lucro sin límites que controla conciencias y cuerpos por medio de una publicidad avasallante y engañosa que explica por qué la tecnologización, con su vanguardia la IA, se nos presentan como la quintaesencia del progreso en medicina.
Epílogo
Este ensayo cuestiona la idea de progreso basado en el desarrollo tecnológico y lo centra en las personas, no en las cosas, lo cual, en el caso de la salud, alude a formas de organización propicias para el despliegue de aptitudes inquisitivas y críticas en forma de hábitos que recapitulen lo relevante de la experiencia, reconozcan alcances y limitaciones de las acciones, analicen críticamente la información consultada, deliberen decisiones y acciones en problemas complejos, investiguen problemas diagnósticos y terapéuticos, e inciten procederes de efectividad creciente en beneficio de los pacientes. Estos hábitos, donde lo rutinario se transforma en objeto de crítica, implican una revalorización del humanismo médico en sus aspiraciones; sin embargo, tales procederes no pueden consolidarse sin una conciencia gremial que los vincule con otros grupos que compartan aspiraciones y den lugar a organismos que protagonicen la configuración de sus propios espacios y formas de trabajo hacia la superación permanente, logren mayor alcance de sus acciones y, más aún, reconozcan interdependencias con otros en su pretensión de mayor influencia social, cuyo horizonte es el progreso humano en lo espiritual, intelectual, moral y convivencial. Sin tal desiderátum que oriente los esfuerzos de superación, su permanencia tendría escasa viabilidad a largo plazo.
Un ejemplo de interdependencia es la relación médico-paciente, donde el progreso médico requiere el contrapeso representado por los intereses de los pacientes, a fin de contrarrestar la inercia «natural» de los médicos hacia sus intereses inmediatos o a responder a las exigencias burocráticas en detrimento de relaciones empáticas, profesionales, cálidas, cuidadosas y eficaces con los pacientes. De igual manera, otorgar primacía a la calidad de vida de los pacientes y a minimizar la iatropatogenia en sus procederes de cuidado de la salud significaría dar pasos firmes hacia ese progreso centrado en el beneficio de los pacientes, y revelaría la influencia creciente de los intereses de estos en el quehacer médico18.
Se critica el cociente intelectual como medida de la inteligencia al definirla como facultad cognoscitiva polifacética vigorizada por la afectividad y perfeccionada por el PC, manifiesta en formas de proceder de alcance creciente para los propósitos buscados. Esta facultad, constreñida secularmente, se ha expresado tanto en sentido positivo como negativo. El primero alusivo al bien vivir, cuyo desiderátum es la dignificación de la vida, tiene sus antecedentes en el «concierto armónico biodiverso» que ha perdurado ¡por miles de millones de años! El sentido negativo, predominante bajo el orden cultural, se expresa en las desigualdades, las guerras perpetuas y la devastación planetaria: ¡una disarmonía extrema!
Ahora cabe reconocer, en contra de la idea de un mundo fragmentario, que todo está interconectado y que sucesos perturbadores, por lejanos que parezcan, nos atañen en tanto que «síntomas» del estado de la condición humana, cuyo diagnóstico de «agotamiento y ruina de la cultura imperante» -antes anotado- se expresa a nivel global en la casi imposibilidad de convivencias armoniosas entre etnias o culturas. Esa degradación es el mayor obstáculo hacia el progreso humano. Aquí nos circunscribimos al progreso en medicina como organización hacia la superación permanente; lo anterior, sin desestimar infinidad de organizaciones que, en frentes diversos, se ocupan de los más desfavorecidos, defienden los derechos humanos y sociales, o se afanan por la preservación del ecosistema.
Conclusión
Para concluir, apelamos al progreso dignificante4, que representa una utopía, un horizonte hacia donde caminar en la búsqueda interminable del progreso en todos los órdenes que son interdependientes, incluida la práctica médica, definido así: florecimiento social de los valores implicados en la sublimación espiritual, intelectual, moral y convivencial de las colectividades en armonía con el ecosistema planetario. A su vez, aproximarse a tal progreso supone priorizar en la formación de las nuevas generaciones, lo que designamos conocimiento liberador, cuyo desiderátum es entendernos como humanidad fraterna y encontrar nuestro lugar en armonía con el concierto infinitamente diverso del mundo viviente.