1. Los recuerdos de otros
Desde finales de la década de los noventa, un nuevo concepto vino a enriquecer el prolífico vocabulario del ahora extenso campo de los estudios de la memoria —los llamados Memory Studies, según la denominación anglosajona (en adelante MS). La new entry es la posmemoria, noción muy exitosa, aunque, como trataré de demostrarlo, no siempre definida con claridad y cuyos límites son con frecuencia difusos. Esta relativa imprecisión de los conceptos utilizados no es una novedad en los MS y no se refiere sólo a la noción de posmemoria.1 En efecto, en esta disciplina se utilizan de modo recurrente expresiones alusivas y metafóricas más eficaces por su halo evocador que por una definición precisa; expresiones que rara vez son interdefinidas en relación con otros conceptos preexistentes. La naturaleza esencialmente elusiva de la memoria, en vez de conducir a una mayor precisión, pareciera casi justificar el carácter aproximativo y genérico de la conceptualización.
La posmemoria nos confronta pues a un ejemplo, entre varios otros, del uso extremadamente generalizado de un término surgido en torno a una referencia que en principio fue mucho más específica y restringida. En este artículo, dedicado al tema de la posmemoria, me propongo volver precisamente sobre las bases teóricas e históricas del concepto a partir de su génesis, en un intento por definir mejor sus ámbitos de utilización y aplicación. Advierto de inmediato que mi perspectiva está situada en la disciplina que practico, la semiótica; una disciplina que se interesa sobre todo en las formas discursivas en las cuales los fenómenos se manifiestan o, para ser más precisa, en los fenómenos en tanto formas discursivas. Al final de este breve análisis veremos cómo este plano de pertinencia nos permite operar algunas distinciones entre las diversas formas de la memoria, no ya sobre la base de su presunta ontología sino a partir de los diferentes regímenes discursivos que ellas implican.
Como se sabe, la noción de posmemoria fue empleada por primera vez por Marianne Hirsch en dos artículos de principios de la década de los noventa (Hirsch, 1992-1993; 1996), pero se volvió popular y ampliamente utilizada a finales de dicha década, sobre todo a partir de dos libros de Hirsch (1997; 2012). En palabras de esta autora, la posmemoria designa
la relación que la generación sucesiva (generation after) mantiene con el trauma personal, colectivo y cultural de la generación precedente y con experiencias que puede “recordar” sólo por medio de las historias, imágenes y comportamientos entre los cuales creció. Pero estas experiencias fueron transmitidas de un modo tan profundo y emotivo que parecen constituirse con todo derecho en parte de la propia memoria […] Crecer con memorias opresivas heredadas, ser dominados por relatos que preceden la propia historia y la propia consciencia significa correr el riesgo de que nuestra propia vida se vea “desarticulada” e incluso vaciada por la de nuestros predecesores. La historia personal se construye pues, aunque de manera indirecta, a partir de los fragmentos traumáticos de acontecimientos que siguen desafiando la reconstrucción narrativa y exceden la comprensión (http://www.postmemory.net).
Me parece importante subrayar desde ya los dos rasgos fundamentales que caracterizan la definición de posmemoria propuesta por Hirsch: en primer lugar, la relación directa entre las generaciones involucradas. Hirsch piensa sobre todo en los hijos e hijas de los miembros de la generación diezmada por el Holocausto (“entre quienes creció”). Como sabemos por su biografía, cuando Hirsch habla de posmemoria está hablando de su historia, de su propia experiencia de vida: hija de padres judíos sobrevivientes de la Shoah, exiliados en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.
Más adelante veremos cómo, en otros contextos históricos y geográficos, la relación generacional se extiende incluso a la tercera generación (la de los nietos), desplazando de alguna manera los límites temporales, entre otros, de aquello que se puede definir como posmemoria. En todo caso, es el fuerte vínculo familiar directo, de primer o segundo nivel, lo que, según Hirsch, delimita el ámbito de la posmemoria: la pregnancia de una historia familiar con frecuencia oculta o secreta, y por eso mismo destinada a convertirse en un espacio de proyecciones, fantasías, investimientos simbólicos e identificaciones muchas veces inconscientes, rasgos todos estos considerados como definitorios de la posmemoria.
La segunda característica es que se trata exclusivamente de memorias traumáticas: no son memorias cualesquiera las que se transmiten de este modo de padres a hijos ni tampoco meros recuerdos de familia, sino memorias de traumas, individuales y colectivos. La referencia directa y específica es la Shoah; son los recuerdos “irrepresentables”, indecibles, “inadmisibles” de la Shoah, esos souvenirs des autres, como los llama Hirsch (2016), los que forman el sustrato vivo y doloroso de la posmemoria.
A primera vista, hablar de recuerdos de otros puede parecer paradójico: ¿cómo podemos tener recuerdos que no nos pertenecen y que son, propiamente, de alguien más? En principio, resulta imposible. En realidad, la afirmación no es en absoluto paradójico, y tiene un alcance general que va bastante más allá del caso circunscripto de la posmemoria traumática. Como trataré de mostrarlo, los recuerdos ajenos forman siempre parte constitutiva de todos nuestros recuerdos, y no sólo de aquellos relativos a la posmemoria. Pero antes de profundizar en esta cuestión que, como veremos, nos permitirá definir mejor el marco teórico de la posmemoria, su validez y sus posibles malentendidos, volvamos por un momento al marco general definido por Hirsch, cuyos límites están identificados con cierta precisión: por una parte, el discurso relativo a las víctimas de la Shoah; por otra, el contexto estrictamente familiar. Estamos entonces hablando de casos muy delimitados y reducidos: memorias, con frecuencia extirpadas, de traumas que la generación de los padres y madres vivió en primera persona y que los hijos e hijas heredan a veces sin saberlo, sin desearlo.
La naturaleza implícita o, más precisamente, inconsciente, de esta transmisión, se conoce desde hace tiempo en el ámbito del psicoanálisis, disciplina que se ocupó de este fenómeno mucho antes de los MS. Ya Freud había observado que nada puede ser verdaderamente abolido sin emerger como enigma en las generaciones sucesivas; en su ensayo sobre el narcisismo, de 1914, se afirma una suerte de doble existencia de todo individuo, que por un lado es un fin en sí mismo y por otro está sujeto a una cadena de la cual forma parte sin quererlo, o incluso contra su voluntad. En años más recientes, los trabajos acerca de las memorias “heredadas” que se transmiten entre generaciones, se multiplicaron (Abraham & Török (1978), Kaes (1986), Yehuda (2015; 2016), Ancelin Schützenberg (1998), Tisseron (2019), Langlois & Langlois (2005), Anaut (2003), Balas-Aubignat (2011)).
2. La memoria transgeneracional
Hoy en día se suele distinguir entre dos tipos de transmisión psíquica: primero, la transmisión intergeneracional, cuando las vivencias traumáticas pasadas fueron elaboradas y transmitidas a las generaciones sucesivas de modo que, a su vez, pueden ser elaboradas y asimiladas por estas últimas; segundo, la transmisión transgeneracional, que se refiere a un pasaje no lineal y mucho más dramático. De hecho, la transmisión transgeneracional de los traumas es una transmisión no explícita, no elaborada, basada en lo no dicho, silenciada y con frecuencia escondida puesto que vergonzante. El trauma no fue elaborado de modo alguno: impensable y no simbolizable, pesa como un secreto del cual no se puede hallar la clave ni reconstruir el sentido, puesto que la vía de acceso está bloqueada y los intentos por abrirla pueden generar culpa y angustia. Se produce así en la generación de las hijas e hijos aquello que Nicolas Abraham y Maria Török (1978) definieron como el injerto de un fantasma producido por el silencio de los padres.
Semióticamente, el estatuto modal de este fantasma es particularmente complejo: no se trata de un simple no saber, sino más bien de una conjunción problemática entre el saber y el no saber al mismo tiempo, un “saber-no sabido”, algo que se sabe sin poder ser nombrado, traducido en palabras, y por lo tanto objetivado, comprendido, elaborado. Un saber, pues, no lingüístico, cuya imposibilidad para ser verbalizado deriva de una imposibilidad más profunda, del orden del pensamiento y la simbolización. Sin embargo, algo se transmite, y por lo tanto resulta necesario preguntarse sobre los registros semióticos que presidieron esa transmisión tan particular de contenidos inconscientes de una generación a otra.
Desde un punto de vista clínico, lo que interesa sobre todo es la transmisión transgeneracional de la memoria en tanto estos casos requieren un trabajo terapéutico importante para restaurar un proceso de significación interrumpido, y en tanto es preciso devolver la palabra y la imagen a lo no dicho; en otros términos, semiotizar lo vivido. Un proceso que no difiere mucho del de la elaboración de un trauma experimentado directamente en primera persona y que, si no se elabora, corre el riesgo de fijarse en el mecanismo inconsciente de la compulsión de repetición del síntoma.
Recientemente, incluso especialistas en neurociencias como Rachel Yehuda (2015; 2016), identificaron en la transmisión transgeneracional transformaciones activas no sólo en el nivel del aparato psíquico individual, sino también en el nivel epigenético, es decir, el conjunto de reglas que determinan el modo en que un genoma es expresado y transformado por el ambiente. En suma, el genoma sufriría transformaciones no inscriptas genéticamente en el ADN, sino que son de orden contextual, abriendo así un nexo posible entre experiencia vivida y transformaciones culturales y ambientales. Recordemos por cierto que, para estos científicos, la transformación transgeneracional no remite sólo a grandes traumas históricos y colectivos, contrariamente a lo que ocurre en el caso de la posmemoria a la que se refiere Hirsch, para quien el trauma por excelencia es el Holocausto. Los psicólogos y psicoanalistas se ocupan con más frecuencia de los traumas familiares ocultos, tales como lutos mantenidos en secreto, incestos, orígenes familiares no lineales, traiciones, adopciones secretas, embarazos extraconyugales, etcétera.
Abraham & Török (1978) recurren a una metáfora interesante para describir situaciones de este tipo: en sus términos, el no decir de los padres se convierte en el niño en un “muerto sin sepultura”. Para quien conoce los traumas de las dictaduras militares en América Latina, la expresión hace pensar inevitablemente en los desaparecidos de aquellos países y en el drama de sus hijas e hijos. Los desaparecidos son, literalmente, muertos sin sepultura, y este estado de incertidumbre, de falta de ritualización, de suspensión, produce un vacío imposible de colmar. En el fondo, aquí también nos encontramos con un “saber y no-saber”, aunque de índole diferente.
No obstante, en esos países el fantasma del muerto sin sepultura produjo, en la posmemoria de la generación siguiente, algo muy distinto del fantôme del cual hablan los psicoanalistas: no permaneció confinado sin voz en el inconsciente de los hijos e hijas, sino que fue asumido y asimilado por una colectividad entera transformándose en palabra y acción política de toda una sociedad. Al salir del ámbito de la familia, se convirtió en un hecho social colectivo capaz de conducir a la invención de prácticas diversas y socialmente compartidas para la elaboración del duelo frente a la imposibilidad de los rituales funerarios habituales (Violi, 2017). Volveré sobre este punto directamente relacionado con la cuestión de los regímenes discursivos que caracterizan las variadas formas de posmemoria. Pero antes, es necesario comprender mejor de qué estamos hablando cuando nos referimos a la posmemoria.
3. Memoria y posmemoria: ¿dos fenómenos diferentes?
En un principio, el concepto de posmemoria fue formulado para describir un fenómeno muy preciso y sustancialmente afín al de la transgeneracionalidad —un trauma silenciado que reemerge en la generación inmediatamente posterior a la que lo vivió. Si releemos la formulación que ofrece Hirsch, observamos que la posmemoria así entendida se circunscribe a una sola generación (the generation after), basándose sobre todo en el surgimiento de recuerdos traumáticos de los padres, relativos a eventos históricos terribles. Quizás la única diferencia relativamente importante respecto a la memoria transgeneracional sea la focalización en los traumas colectivos, en particular el Holocausto, en relación a la gama más amplia de eventos traumáticos estrechamente vinculados con las historias familiares que caracteriza lo transgeneracional.
A partir de esta acepción más restringida y delimitada, la posmemoria fue extendiéndose hasta coincidir con la memoria de todas las generaciones sucesivas a aquella que vivió ciertos acontecimientos, incluso independientemente de los vínculos estrictamente familiares; generaciones que conocieron tales eventos sólo de modo indirecto, a través de relatos, representaciones y descripciones, no necesariamente limitadas a la familia. Esta extensión afecta al mismo tiempo a los dos ejes estructurales, el de la diacronía y el de la sincronía, generando no pocos problemas.
En el plano diacrónico, se utiliza el término para hablar de las memorias de las generaciones posteriores a la primera, e incluso a la segunda. Pero, al perderse el vínculo directo con la generación inmediatamente posterior, no queda claro hasta qué punto se puede seguir hablando de posmemoria. ¿Hasta la generación de los nietos? ¿Hasta las tres generaciones que evoca Jan Assmann (1992) y que remiten al texto bíblico? ¿Más allá? Según esta acepción amplia, toda la memoria es post, de modo que la especificidad de la posmemoria parece, en verdad, perderse.
En la sincronía, el problema principal se presenta en relación a la naturaleza del vínculo: para Hirsch, y con mayor razón en el caso de la memoria transgeneracional, el fenómeno está circunscripto al ámbito familiar, donde su razón de ser es evidente. Pero si se sale de este marco para considerar a todos aquellos que pertenecen a la generación posterior al acontecimiento, e incluso a las generaciones sucesivas, la posmemoria termina por perder, también en este caso, toda especificidad, fundiéndose simplemente en la memoria.
En realidad, un examen más atento permite entender que el concepto de posmemoria parece basarse en un equívoco teórico de fondo. ¿Cuál sería la diferencia entre la memoria familiar de la primera generación y aquella de las generaciones siguientes? Evidentemente, el criterio implícito que subyace es el de una experiencia primigenia directa, que constituiría una carencia para aquellos que no han sido testigos participantes de un acontecimiento dado. La posmemoria parece así avalar una oposición subyacente, cualitativamente relevante, entre la memoria de una experiencia en presencia, fenomenológicamente incorporada, y la de una experiencia mediada —documentada, podríamos decir— a través de textos, narraciones, imágenes, etcétera. Por supuesto, existe una diferencia, pero ¿se trata de una diferencia pertinente desde una perspectiva teórica?
En primer lugar, esta distinción no es en absoluto exclusiva de las memorias traumáticas a las cuales el concepto de posmemoria hacía referencia. Cada memoria, de cualquier tipo y naturaleza, puede basarse en una experiencia directa o, por el contrario, mediata; frente a esta evidencia, la mencionada distinción resulta menos significativa de lo que podría parecer a primera vista. Ello es así porque también la experiencia directa, anclada en una fenomenología en presencia, nunca es meramente tal, sino que siempre se encuentra inserta en un contexto más amplio, que incluye no sólo otras experiencias, sino también, y sobre todo, las experiencias de los otros, ya sea bajo la forma de narraciones, textos, voces referidas o imágenes. Ni siquiera la memoria de una experiencia sensorial es puramente tal, sino que siempre está atravesada por lo que sabemos o lo que esperamos respecto a esa sensación particular, así como por lo que otros nos contaron haber experimentado; es decir, por los discursos que constituyen nuestra enciclopedia de esa experiencia.
Sin este fondo de saberes compartidos, tal vez no estaríamos en condiciones de memorizar la experiencia sensible en cuanto tal, de categorizarla y finalmente de recordarla como dato experiencial preciso. Puede también ocurrir que la experiencia fenomenológica directa no sea tan pregnante como para transformarse inmediatamente en memoria, y que sólo sea posible reconstruirla a posteriori, como recuerdo, recurriendo a otros elementos semióticos, a otros textos, podríamos decir, que la vuelven significativa y le dan valor, construyéndola como memorable.
Más aún, si el aspecto fenomenológico de la experiencia está siempre entrelazado con el aspecto documental, este mismo puede convertirse, en alguna medida, en experiencia fenomenológica, inscribiéndose en la psiquis individual. Piénsese en las falsas memorias, como en el famoso caso de Binjamin Wilkomirski, autor de Fragments,2 o en el caso más reciente de Enric Marco, quien durante más de cuarenta años se hizo pasar por veterano de la Guerra Civil Española, relato que fue magistralmente narrado por Javier Cerca en El impostor. Si bien, desde un punto de vista factual, Wilkomirski y Marco mentían, en sus historias emerge otra verdad que nos hace reflexionar acerca de la fragilidad de la frontera entre realidad y ficción, entre experiencia directa y experiencia mediada. El pasado que Wilkomirski y Marco conocieron únicamente a través de la palabra y los recuerdos ajenos fue asumido como propio mediante una transmisión memorial imaginaria, pero para ellos probablemente tan real como la memoria que proviene de la experiencia directa.
Tal vez no sea casualidad que Israel Gutman, director de Yad Vashem y ex interno en Auschwitz, haya defendido el libro de Wilkomirski afirmando que lo que realmente importa no es que la narración sea falsa, sino el hecho de que el dolor que en ella resuena sea auténtico y provenga de alguien que vivió intensa y profundamente esa historia en su alma.
Volvamos ahora a interrogarnos acerca del problemático concepto de experiencia directa. ¿Qué significa exactamente? ¿Es directa únicamente la experiencia de quien está presente y padece en su propio cuerpo (de manera encarnada, embodied podría decirse) un evento, o también puede serlo la experiencia de quien, compartiendo la misma temporalidad, accede sin embargo de forma mediata al acontecimiento? En otras palabras, ¿resulta más importante la experiencia directa fenomenológica, o bien la contemporaneidad del evento? La respuesta no es simple, sobre todo si consideramos que hoy en día la mediación ya no es sólo la que se encuentra documentada en textos tradicionales, sino la que remite a lo mediático en todas sus formas. Piénsese en el caso de las Torres Gemelas en Nueva York. La memoria de los sobrevivientes es claramente directa, pero también lo es la memoria de quienes se encontraban en las cercanías de las torres; y ¿qué decir de todos los habitantes de Nueva York que siguieron en directo el terrible evento y que en el mismo periodo participaron en los sucesos ulteriores?
La contemporaneidad y el hecho de compartir el mismo espacio parecieran anular, o mejor dicho dilatar, la inscripción de la experiencia directa en nuestra memoria. Pero aún hay más: en el caso de los atentados del 11 de septiembre, millones, o tal vez miles de millones de espectadores en todo el mundo siguieron, como yo, la transmisión televisiva del acontecimiento en directo, en el momento preciso en que estaba ocurriendo, sin encontrarse en el lugar mismo de las torres.
Nuestra memoria del derrumbe de estos edificios es directa o, dicho literalmente, en directo, si bien se trata de una memoria mediada, justamente, por un medio, ya que no percibimos fenomenológicamente el humo, el ruido, el miedo de quienes se encontraban efectivamente en las calles aledañas a las torres. Mi memoria es contemporánea pero documental, en este caso mediada por las imágenes televisivas. Por lo tanto, el concepto de experiencia directa es más complejo de lo que pareciera en primera instancia, y existen muchas maneras de experimentar directamente un acontecimiento. En efecto, mirar una pantalla televisiva tiene un componente fenomenológico evidente, ya que involucra los sentidos, la percepción corpórea y las emociones, produciendo además reacciones psicofísicas.
La posmemoria ha sido definida como memoria de recuerdos ajenos, pero nuestra memoria individual está siempre entrelazada con memorias ajenas, porque todos estamos hechos también de recuerdos de otros que nos llegaron a través de sus palabras, sus narraciones, sus textos y documentos.
Una intersubjetividad inevitable atraviesa no sólo nuestra palabra sino también nuestra memoria, volviendo muy problemática la distinción entre memoria individual y memoria colectiva, entre una memoria en primera persona, necesariamente subjetiva, y una posmemoria más difusa y generalizada.
Además, cada memoria, sea que se origine en una experiencia subjetiva directa, o que derive de otras memorias, se basa en una ausencia primordial: incluso la memoria de quien vivió en primera persona un acontecimiento se funda en la ausencia de este último, en una distancia constitutiva entre el evento y su memorización.
Si recuerdo algo, es porque el objeto de mi recuerdo no está aquí, no está presente; es decir que sólo puedo recordar porque el objeto ya no está. De otro modo, no estaría recordando sino viviendo una experiencia.
Toda la memoria es memoria de una ausencia, siempre memoria de lo que ya no es y por lo tanto destinada a trabajar sobre el vacío, transformando y reinterpretando los acontecimientos de los cuales surgió. Si la posmemoria es la memoria de las generaciones sucesivas a aquella que engloba los testimonios directos, podría decirse quizás que esta distancia se duplica, construyéndose a partir de una doble ausencia. Pero bien mirado, este aspecto meta-memorial en realidad atraviesa todas nuestras memorias, las cuales son incesantemente objeto de reinscripciones, incluso cuando nos aparecen como memorias originarias. Desde este punto de vista, la posmemoria no es más que la forma general de la memoria; dicho de otro modo, toda memoria, tanto de los individuos como de las colectividades, es, en definitiva, sólo una forma de posmemoria, en tanto ninguna memoria originaria permanece inalterada.
Existe un trabajo de la memoria del cual no somos siempre conscientes y que con el paso del tiempo transforma nuestros recuerdos, los altera, los modifica, unas veces embelleciéndolos y otras volviéndolos más dolorosos, pero en todo caso nunca dejándolos inmutables. Es difícil, consecuentemente, pensar en una memoria primera fijada de una vez por todas: la inevitable ausencia del objeto que se encuentra en la base de la memoria atraviesa todos los recuerdos, ya sea que pertenezcan a los testigos directos o que hayan sido adquiridos por la generación siguiente.
4. La transmisión de las memorias
Si la distinción entre memoria y posmemoria tiende a desvanecerse hasta desaparecer, ¿todavía tiene sentido distinguir la transmisión transgeneracional —aquella de la que se ocupan psicoanalistas y psicólogos— de la posmemoria —según la trama de los diversos usos, y quizás abusos, a los que refiere hoy el término en el ámbito de los MS? Más allá de las evidentes diferencias vinculadas a las finalidades de cada ámbito disciplinario —terapéutica en el caso del psicoanálisis, descriptiva y analítica para los estudiosos de la memoria—, ¿se trata de formas memoriales distintas, o de un mismo y único fenómeno?
En la perspectiva disciplinar que decidí adoptar, el problema no se plantea en términos esencialistas: no se trata tanto de definir la naturaleza del fenómeno, como de analizar sus modos de manifestación. Y estos últimos, como trataré de mostrarlo, conducen a resultados discursivos muy diferentes: son precisamente las formas semióticas de estos resultados lo que nos permitirá elaborar una hipótesis de lectura más articulada.
Tomaré como punto de partida el concepto mismo de transmisión, que se sitúa aparentemente en la base de los dos fenómenos, pero que gracias a un análisis más atento revela modos diferentes de funcionamiento semiótico que se ven reflejados en distintas formas discursivas.
Si leemos las definiciones del diccionario, observamos que la transmisión (de transmitir: transferir, hacer tener) designa el pasaje o la transferencia de un objeto por parte de un primer sujeto a un segundo sujeto, transferencia durante la cual el objeto transmitido no sufre transformaciones.
Transmisión: determinación de varios modos de paso, principalmente atribuibles a la idea de transferencia (t. de un título nobiliario, de una herencia), o a la idea de propagación desde el punto de vista patológico o genético (t. de enfermedades infecciosas; t. de caracteres hereditarios; t. sexual) [Trasmissione: Determinazione di varie modalità di passaggio, per lo più riconducibili alla idea del trasferimento (t. di un titolo nobiliare, di un'eredità ) o a quella della propagazione dal punto di vista patologico o genetico (t. di malattie infettive ; t. di caratteri ereditari; malattie a t. sessuale)] (Zingarelli, 1986).
En realidad, en esta definición coexisten dos acepciones diferentes, aunque con frecuencia superpuestas o confundidas. Por un lado, se habla de transferencia de un bien, material o inmaterial, bajo la forma del don o del intercambio; por otro, de una propagación patológica, genética, física (virus, genes, ondas de varios tipos), es decir, de un proceso de contagio.
Aunque en ambos casos nos encontramos frente a un modelo que contiene las mismas figuras actanciales —un Destinador, un Destinatario, un Objeto—, sus roles y configuraciones modales son muy diversas. En el caso de la transferencia, Destinador y Destinatario son sujetos caracterizados por una modalidad plena: quieren, pueden y saben realizar la acción de transferencia de un Objeto. Por el contrario, en el modelo de la propagación la transferencia, desconocida para quienes en ella participan, no es asumida en forma activa. Destinador y Destinatario son figuras caracterizadas por una presencia débil, ni siquiera conscientes del acto de transmisión.
Si volvemos sobre las definiciones que los psicoanalistas han dado de los dos tipos de transmisión entre generaciones —la intergeneracional y la transgeneracional—, observamos una extraordinaria afinidad de fondo con estos dos modos de transmisión. En el primer caso, la transferencia implica y prevé una elaboración, mientras que en el segundo se realiza de manera implícita, no sabida, no elaborada ni elaborable. Pero, en ambos casos, el Objeto (es decir, el contenido de la memoria) se transforma durante el proceso de transmisión, dado que toda forma de memoria reinterpreta siempre sus contenidos, hasta el punto de llevarnos a cuestionar el uso del término transmisión.
En realidad, la posmemoria radicaliza un rasgo característico de la memoria en general, la cual no puede ser transmitida sino reconstruida, transformada, elaborada de muy distintas maneras.
En efecto, la memoria no reside de manera sustancial en los textos de diversa naturaleza en los que está inscripta (en las memorias entendidas como textos objeto), por lo que no puede simplemente transmitirse, permaneciendo inmutable. Más que un archivo estático, la memoria es siempre un sistema dinámico que incluye un conjunto de textos y prácticas; prácticas de producción e interpretación, prácticas que reescriben y redefinen continuamente la memoria misma.
Cada forma de memoria, y por ende de posmemoria, debe, pues, concebirse como una semiosis en acto en la cual la idea de una transmisión lineal no es válida porque el Objeto memorial que se supone transferido —contenidos cognitivos, valores, narraciones, afectos y actitudes pasionales— no permanece idéntico e invariable en el paso de una generación a otra, sino que sufre continuas transformaciones y reformulaciones. Las prácticas enunciativas e interpretativas que determinan la significación memorial cambian con el tiempo, y cada generación aporta nuevas significaciones y propone nuevas lecturas de los “mismos” eventos, los cuales para entonces ya no son los mismos sino que han adquirido otro sentido. Así pues, más que ser transmitida, la posmemoria es continuamente rescrita y reinterpretada o, más precisamente, traducida. Por lo tanto, debe analizarse no ya según un modelo transmisivo sino según un modelo traductivo en el que cada traducción, si bien mantiene algo del texto original, lo modifica en parte, reescribiéndolo a partir de otros puntos de vista, perspectivas, sistemas de valores, actitudes pasionales.
En este proceso sucede algo muy particular: cada nueva enunciación memorial se añade a las precedentes, convirtiéndose en un componente estructural del acontecimiento mismo, estratificando su sentido y resignificando aquello que, según una ingenua linealidad, debería haber sido transmitido. En otros términos, cada re-enunciación transforma el objeto mismo de la posmemoria, no sólo alterando sus formas de transmisión, sino superponiendo además su nueva narración a las precedentes y, por lo tanto, transformando el objeto mismo de la supuesta transmisión.
Lejos de limitarse a explotar y realizar los sistemas de contenido que están disponibles en el archivo de los depósitos culturales, la enunciación contribuye a remodelarlos y dinamizarlos. Existe también una historia de los usos —enunciativos y memoriales— asumidos por una comunidad y fijados en la memoria: en alguna medida, el uso reconfigura la estructura cerrada de la historia. La transmisión se resuelve entonces en una cadena de progresivas enunciaciones que se escriben las unas sobre las otras. Eso es lo que ocurre precisamente en la posmemoria: las generaciones sucesivas se reapropian las memorias de los padres y las madres, las reinterpretan, las transforman, las retraducen en otras formas. La discursividad de la posmemoria es una discursividad transformadora y, en muchos casos, como ha ocurrido en América Latina, fuertemente creativa e innovadora.
Comenzaron los hijos y las hijas de los desaparecidos y las desaparecidas constituyéndose en grupos de movilización civil y acción política. Hijos e hijas dieron vida a formas innovadoras de intervención en la realidad social, tales como los escraches, acciones de denuncia y desenmascaramiento de los militares responsables de crímenes de lesa humanidad que viven incógnitos y en la impunidad (Violi, 2014).
En tiempos muy recientes, también los hijos e hijas de los victimarios comenzaron a tomar la palabra para denunciar los actos cometidos por sus padres, distanciarse de ellos y abrir un espacio de confrontación y diálogo con quienes fueron víctimas de estos últimos. El colectivo Historias desobedientes. Hijas, hijos y familiares de genocidas por la memoria, la verdad y la justicia, como se llamó este grupo, es, a mi parecer, uno de los fenómenos políticos, sociales y éticos más interesantes del actual panorama de América Latina.
Pero la posmemoria de la generación de hijos e hijas no se ha limitado a las prácticas políticas, sino que ha dado lugar a una producción cultural extremadamente prolífica de textos, películas, espectáculos teatrales, performances. En muchos de estos textos, desde la célebre película de Albertina Carri, Los Rubios, hasta la subversiva novela de Félix Bruzzone, Los Topos, o las obras teatrales de Lola Arias como Mi vida después o El año en que nací, por citar sólo algunos ejemplos, el régimen dominante es el de la ironía, la sátira, la paradoja. Esta última me parece ser una característica fundamental, particularmente significativa de la operación de distancia enunciativa y transformación pasional y semántica del trauma, operada por la generación de la posmemoria. En todos estos casos, el trabajo de la memoria resulta evidente: no se trata de una transmisión pasiva de la memoria trágica de los padres y de las madres, sino de una reinvención colectiva, en las prácticas y en los textos; de una reescritura original y creativa de la experiencia de la primera generación, filtrada por formas discursivas completamente nuevas y originales.
Muy diferente es el caso de la memoria traumática transgeneracional, donde el proceso desarrolla casi sin el conocimiento de los sujetos: una transmisión no explícita y no elaborada, confiada a lo no dicho, vivida pasivamente y sin posibilidad alguna de transformación o reinvención.
Volviendo a la definición del diccionario, la transmisión como propagación —de una enfermedad, de un virus, de un rasgo genético— remite a un modelo muy singular, similar al de la transmisión transgeneracional de los traumas, que literalmente se contagian entre sujetos.
Desde principios de este siglo, la semiótica ha desarrollado el tema del contagio, en particular gracias a la elaboración de Eric Landowski (2004). Situándose dentro de la semiótica generativa greimasiana, Landowski propone sin embargo un modelo original —el modelo de la unión—, especialmente adecuado para explicar la circulación de afectos y estados de ánimo, “pasiones sin nombre”, como las llama él, difícilmente interrogables en el marco de la racionalidad discursiva de la semiótica clásica. La noción de contagio podría resultar muy útil para explicar las formas de la memoria transgeneracional, una memoria que no se transmite a partir de un sistema semiótico estructurado como el lenguaje, sino que más bien está anclado en sistemas preverbales como el tono, el humor o el ambiente emocional de una situación. Nos encontramos aquí frente a una posmemoria muy alejada de la de los ejemplos antes citados, cuya complejidad discursiva opera en el doble nivel de la distancia irónica y de la parodia. En el caso de la memoria transgeneracional, se trata más bien de una semiosis pre-discursiva, una forma de contagio potente pero muda, que se transmite por vía inconsciente y no elaborada, a través de síntomas más que de signos y textos.
¿Qué conclusiones podemos extraer de estas reflexiones? ¿Cuál es la relevancia teórica y el alcance descriptivo de una noción hoy en día tan popular como vaga e incluso genérica? La posmemoria se presenta en realidad como una categoría paraguas, que engloba formas del recuerdo muy diferentes entre sí: a partir de una acepción originaria restringida —la memoria familiar de la generación inmediatamente posterior a la de las víctimas del Holocausto—, el concepto de posmemoria se ha ido extendiendo gradualmente hasta incluir la memoria de todos aquellos que no han participado personalmente en un evento determinado. Pero, en una acepción tan extendida, la posmemoria coincide de hecho con la memoria en cuanto tal, de modo que los dos conceptos se funden. Tampoco queda claro si se debe hablar de posmemoria sólo en relación a acontecimientos traumáticos, a propósito de los cuales la noción fue utilizada originalmente, o si la naturaleza del objeto del recuerdo es menos relevante que su cualidad temporal de posteridad.
Por otra parte, se plantea el problema de la genealogía familiar y del tipo de relaciones que ella implica. ¿Es necesario tener un vínculo de consanguinidad con quien posee la experiencia primera y originaria de los acontecimientos, o bien la posmemoria puede surgir en las generaciones posteriores al recuerdo en cuestión aunque no tengan lazos directos con la generación anterior? Si en el segundo caso corremos el riesgo de perder, una vez más, la especificidad del concepto, en el primero nos vemos confrontados con el problema de la historia individual y de su verdad fáctica, como sucedía en los casos citados de falsas memorias.
Cuestiones embarazosas, pero sobre todo cuestiones de naturaleza extrasemiótica que, como tales, rebasan los límites epistemológicos que caracterizan y delimitan al mismo tiempo la disciplina. Desde la perspectiva metodológica que sugerí, resulta más productivo distinguir las formas semióticas en las que la posmemoria puede manifestarse.
Si limitamos el campo de aplicación del término a los fenómenos que el psicoanálisis define como transmisión transgeneracional de recuerdos traumáticos, nos encontramos frente a fenómenos pre-discursivos sobre los cuales la semiótica puede ciertamente interrogarse a partir del análisis de los síntomas, de los comportamientos, de ciertas manifestaciones somáticas, y también del silencio mismo que, por su parte, remite una multiplicidad de significados diversos. Tal es el terreno privilegiado de una psicosemiótica, que quizás no ha desarrollado aún todo su potencial analítico a pesar de la importancia de algunos trabajos fundamentales de referencia, como el de Darrault-Harris & Klein (1993).
Por otra parte, si nos situamos en el terreno de una textualidad discursivamente estructurada, se abren perspectivas aún inexploradas de comparación entre posmemorias de tiempos y lugares diferentes, cada una de las cuales posee articulaciones figurativas, enunciacionales y patémicas propias. Por dar sólo un ejemplo, las memorias de la generación del postholocausto están muy alejadas, en su dramatismo, de las formas transversales de ironía y de distancia crítica que se encuentran en América Latina. Un trabajo comparativo de este tipo está en espera de ser realizado.
Desde esta perspectiva, precisamente el caso de América Latina, donde toda una generación estuvo implicada en primera persona en los traumas de los padres, representa un extraordinario laboratorio para profundizar en la naturaleza y en las formas de la posmemoria. Con su riquísima producción y sus extraordinarias innovaciones, el ejemplo de América Latina sugiere que no es tanto la temporalidad generacional lo que califica la posmemoria, sino los resultados que produce: resultados textuales pero también, y quizás sobre todo, resultados políticos, éticos y humanos.