1. La posmemoria como traducción semiótica
Una de las lecciones de la semiótica de la cultura precisa que investigar la memoria significa hablar de la cultura misma. En particular, los trabajos de Juri M. Lotman (1985, 1993, 1994), Lotman y Uspenskij (1975), de Umberto Eco (1984, 1997, 2003, 2006, 2007) y de la escuela boloñesa de semiótica de la memoria (Demaria, 2006; Lorusso, 2010; Mazzucchelli, 2010; Salerno, 2018; Violi, 2014), han mostrado cómo las “olas de cultura” (Lotman, 1985, p. 144) se expanden llevadas a la orilla por los movimientos explosivos e incoherentes del recuerdo.
Esta investigación, situada en el ámbito del saber semiótico, se confronta con las textualizaciones (Marrone, 2010) del recuerdo de quien no ha vivido directamente un evento traumático sino que ha recibido en herencia su peso y su valor. Nos ocuparemos, entonces, de la posmemoria.
La genealogía de este término acuñado por la investigadora feminista Marianne Hirsch (2002; 2012) es problemática y sinuosa. Teorizada a partir del trauma del Holocausto, la posmemoria se ha usado en relación a muchos otros traumas culturales, geográfica y culturalmente lejanos de la Shoah, lo que ha creado no pocas fricciones epistemológicas.1
Desde el punto de vista semiótico, sin olvidar los problemas específicos que plantea la transmisión de la memoria,2 los textos artísticos producidos por las segundas generaciones pueden ser concebidos como un efecto de traducción y, por lo tanto, de adaptación. Para apoyar esta tesis, regresamos a lo expresado por Hirsch (2002) acerca de la necesidad de reelaboraciones memoriales de los hijos e hijas del Holocausto: “la necesidad no sólo de sentir y de saber, sino también de re-memorar, de reconstruir, de re-encarnar, de resituar y reparar” [“The need not just to feel and to know, but also to re-member, to re-build, to re-incarnate, to replace, and to repair” (Hirsch, 2002, pp. 242-243)]. Como afirma la misma autora: “[la posmemorial es] una forma muy particular de memoria, precisamente porque su conexión con su objeto o fuente está mediada no sólo por el recuerdo, sino también por un investimento imaginario y por la creación”. [“Postmemory is a (…) very particular form of memory precisely because to its object or source is mediated not through recollection but through an imaginative investment and creation” (Hirsch, 2002, p. 22)]. La imaginación —esto es, la capacidad de mantener presente aquello que está y siempre ha estado ausente (Ricœur, 2004) — y la indagación, cuando toman forma en obras audiovisuales o literarias, movilizan operaciones de traducción intersemiótica en el sentido lotmaniano.
En su producción teórica en torno a una semiótica de las culturas, el semiólogo de la escuela de Tartu va más allá de la idea de comunicación propuesta por Roman Jakobson (1963), que consistía en una simple transferencia de información de un sujeto a otro. Cada interlocutor singular constituye un sistema distinto de valores y memorias que debe ser mediado entre las partes. Es así como se efectúa la traducción. Para Lotman, la “carga del pasado” de cada interlocutor específico está siempre involucrada y no puede pasarse por alto. Esta dimensión traductiva, heterogénea y diacrónica es fundamental para entender la transmisión de informaciones de una generación a otra. No se trata entonces del intercambio matemático entre un destinador y un destinatario, sino de una reconfiguración y de una adaptación a la propia identidad. En las traducciones posmemoriales no hay transcripciones literales, sino textos que traicionan las fuentes, las memorias textualizadas de las generaciones anteriores, tales como fotografías, filmaciones de familia o viejos diarios polvorientos.
¿Cómo adviene esta traducción de la memoria de primera mano a la memoria de segunda generación? ¿Cómo contribuye la imaginación a la traducción y a la representación de recuerdos que contienen sombras y regiones vacías?
El objetivo de estas páginas es responder a tales preguntas, considerando el rol crucial que desempeñan las modalidades de enunciación en los mecanismos de reapropiación de las memorias generacionales. La idea de la cual partimos es que la naturaleza negociadora e interpretativa de la memoria, en el marco del debate sobre las memorias heredadas, se ve potencializada cuando a la estratificación de los eventos se suma el poder imaginativo de quien ha venido después y que, por eso mismo, no posee todas las piezas necesarias para completar el rompecabezas enciclopédico y contextual. Movida por el deseo de reconstrucción, la segunda generación se sirve de las huellas, en un trabajo de investigación que conduce a la rescritura de las memorias originarias y que supone un continuo intercambio entre lo que es recordable porque es claro y está respaldado por las evidencias, y aquello que, al contrario, antes de transformarse en memoria transmitida, debe ser objeto de una redefinición narrativa e interpretativa.
Estas consideraciones teóricas serán puestas en acción a través del análisis de un filme-documental, El silencio es un cuerpo que cae, de la artista argentina Agustina Comedi (2017). Este texto fílmico se sitúa directamente en la categoría de las producciones de las generaciones argentinas y latinoamericanas de la posdictadura que en los últimos años situaron en el centro de la elaboración memorial la construcción privada y pública de subjetividades familiares fracturadas. A decir de Michael J. Lazzara (2009):
[En el discurso latinoamericano de la memoria] el giro memorial parece estar vigente y vigoroso, pero en ciertos casos está adquiriendo un nuevo grado de complejidad y reflexividad. En vez de optar por reconstrucciones utópicas de la identidad, los jóvenes artistas del período posdictatorial han empezado a documentar la dificultad misma de construir la subjetividad (y la verdad) en un mundo lleno de discursos que compiten entre ellos y que circulan con facilidad.
Como los documentales Papá Iván de María Inés Roqué (2000), La televisión y yo de Andrés Di Tella (2002) y Los Rubios de Albertina Carri (2003), que se constituyeron en referencias famosas de la producción posmemorial en Argentina, El silencio es un cuerpo que cae se focaliza en las falacias de la memoria, en el poder destructivo del silencio familiar, en la transmisión fragmentada del recuerdo, poniendo el acento en la imposibilidad de una reconstrucción narrativa completa, lineal y orgánica (Nouzeilles, 2005).
2. Re-presentar la memoria
“Mi papá filmaba todo el tiempo”: la voz en off, mientras en la pantalla el paisaje corre por la ventanilla de un tren, es la de Agustina Comedi, directora del documental El silencio es un cuerpo que cae, del cual nos ocuparemos en esta parte. El padre, Jaime, después del nacimiento de su hija, compra una Panasonic para filmar los momentos de su desarrollo. Esta obsesión de Jaime por la recuperación es tan grande que aun el día de su muerte, cuando se cayó accidentalmente del caballo, “tenía la cámara en la mano”. Más de cien horas de filmaciones amateurs que Agustina, en la doble posición de hija y directora, decide interrogar después de haber descubierto por casualidad la homosexualidad reprimida de su padre. En el espacio de la pérdida y el luto, la directora decide explorar esa parte de Jaime que “murió” cuando ella nació.3 Para hacerlo, se propone “deshacer las interconexiones entre lo privado, lo público y lo personal” (Kuhn, 2010, p. 1), poniendo fílmicamente en escena los silencios que caracterizaron la vida adulta del hombre, pero también su propia infancia y adolescencia de hija que no sabe.
Nace así la idea de este documental en el que Comedi asocia a través del montaje las filmaciones de familia rodadas por el padre con entrevistas a familiares, testimonios queer4 y material escenificado. En un proceso abductivo, el trabajo indaga en la homosexualidad de Jaime, guardada como secreto de familia por muchos años, si bien todos sabían de Néstor, su novio por casi once años; de los viajes a Europa; de los hoteles gay; de las playas nudistas y de las diversiones juveniles.
La re-contextualización de las filmaciones amateurs produce una transformación de la significación, que es filtrada por el punto de vista de la directora/hija, con tres principales objetivos: (i) reconstruir la memoria estratificada de la vida prematrimonial del padre, (ii) insertar esta última en el fondo enciclopédico de las memorias LGTBQI en una Argentina conservadora y bajo la dictadura, con el sida que comienza a ser un mal temible, y, finalmente, (iii) reconstruir la propia memoria, re-apropiándose aquel detalle identitario que no ha cambiado las modalidades de transmisión del amor pero que ha modificado los posicionamientos de las subjetividades en su familia.
A propósito del prefijo “re”, considerando los trabajos de Louis Marin (2005) sobre el lugar de la representación, Isabella Pezzini (2008, p. 126) escribió: “lo que importa en el término es el valor de sustitución: alguna cosa que estaba presente y que ya no está, es ahora representada” [las cursivas son mías]. En un juego semiótico de transparencia y opacidad, la directora crea una nueva trama, presentificando la homosexualidad del padre ausente, que no está en cuanto ha muerto, pero que “no era y no podía ser” en vida en cuanto reprimido. De este modo, se desvela (en el sentido literal de quitar el velo) el ser fenoménico de los sujetos involucrados en este ocultamiento, con sus amores secretos, sus vidas y sus memorias a medias, en una Argentina donde las heridas provocadas por la dictadura siguen abiertas.
En particular, lo que se produce es un acto de modificación memorial proporcional, en el sentido de que al cambiar el texto inevitablemente cambia además el sistema de la memoria, contribuyendo al desfase del recuerdo y confiando a la representación un poder de transposición traductora (Dusi, 2000, p. 3).
A partir de un texto inicial, se procede pues a una modificación que ya en sí misma manifiesta una alta propensión a la infidelidad porque el texto primario, es decir, el de partida, está abiertamente trastocado. Más aún, esta transformación no se realiza sólo para adaptarse lo mejor posible a un cambio de público (si se piensa en las precauciones que el traductor o la traductora debe tomar frente a una obra literaria destinada a pasar de un contexto a otro). Si en este proceso el destinatario ciertamente cambia, en consecuencia se modifica también la intentio autoris del texto de partida, porque al ser alterada la estructura misma del relato, este último se transforma en otro distinto. En la forma documental ligada a la posmemoria, después de un acontecimiento traumático tanto la segunda generación como la tercera imponen su autorialidad a la dinámica de la re-memoración. En este sentido, la diferencia entre original y copia no es sólo el fruto de una relación de derivación, sino de complementariedad. Uno es parte integrante del proceso de significación del otro, “según un modelo colaborativo, transformativo, polivocal y presentado en forma múltiple” (Cati, 2013, p. 87).
Teniendo en mente las enseñanzas de Hjelmslev, podemos considerar que el proceso de reinterpretación cambia las reglas del juego, modificando en primer lugar la forma de la expresión de los distintos textos de partida, la cual, en un proceso de remix (Dusi, 2000, p. 18), modifica también la forma del contenido y por lo tanto —en un efecto dominó— traduce el sistema de la memoria privada y colectiva, revolucionándolo. La traducción como forma de traición se manifiesta en el ámbito de la posmemoria con toda su potencia, incrementando aún más la apuesta, transformándose en instrumento de investigación (y a veces incluso de desenmascaramiento de la falsedad) y confirmando el carácter abierto de la memoria.
Este proceso de reelaboración es inmediatamente explicitado por la directora desde el inicio de su trabajo, cuando aparece el rótulo “Escrito y dirigido por Agustina Comedi”. Focalizar la atención sobre el escrito y dirigido en este caso permite poner en evidencia la naturaleza “escenificada” del producto.
Además, la directora/hija procede a la traducción mediante el montaje, que a su vez se presenta como una forma de reescritura. Comedi se convierte en autora de un nuevo relato, como si de un lienzo apenas esbozado (representado por las filmaciones de familia del padre, por las fotografías de su juventud y por las filmaciones de los espectáculos de drag queen del Kalas Club) emergiese un diseño más complejo, hecho de matices no considerados al principio. Por otro lado, la directora utiliza filmaciones de familia a su antojo, cierra cuando quiere, vuelve atrás como para mirar de nuevo una escena que no está clara, o para mostrar detalles que sólo tienen sentido en el marco de una lectura armónica respecto a las otras instancias de la enunciación. Comedi trabaja ciertamente para sí misma, pero no olvida al espectador, introduciéndolo en este léxico familiar sincrético, como cuando en el minuto 4:58 detiene el video en una de las pocas imágenes del padre —eje de rotación de la narración entera— para presentarlo.
3. El montaje como acto de memoria
El resultado final es un trabajo de found footage,5 cuya traducción “literal” del inglés —material reencontrado— resulta elocuente para el objetivo de nuestro análisis. Este montaje, en tanto estrategia discursiva precisa y regulador de las relaciones de sincronía y diacronía de las imágenes, permite reencontrar una cronología de la memoria privada del padre de la directora. Una memoria a partir de la cual, gracias a un efecto de zoom que la amplifica, se expanden otras enunciaciones, en un relato disfórico hecho de ignorancia, silencio y tortura, donde la directora reencuentra también su subjetividad. Comedi lo hace transformando el rastro familiar, que de posibilidad de memoria pasa a ser capacidad del recuerdo (Demaria, 2011); esto es, producción e interpretación al mismo tiempo. Interpretación de algo que la directora identifica como conocido a través de la nueva presentación de su imagen cuando era pequeña. Es así como reconoce haber visto, haber compartido con el padre ciertos recuerdos, mientras que en la reescritura, en la posproducción memorial, “admite” también no haberlo conocido de verdad. Al no poder reconciliarse ni reencontrarse con el “yo, aquí, ahora” del video privado en la medida en que pertenece al pasado —el cual sólo puede resurgir en el presente como simulacro—, Agustina utiliza la mezcla de materiales diversos para exorcizar estéticamente esa pérdida. El uso del found footage no obedece sólo a finalidades retóricas, sino que funciona como verdadero acto de memoria. Acto que, además, es performativo porque cambia la modalidad del recuerdo de una vida pasada. En El silencio es un cuerpo que cae el montaje no es la suma de dos encuadres, sino su fusión (Lotman, 1979), la cual crea una gramática de la memoria confusa y nebulosa, como nebuloso y aproximativo es también el proceso de indagación de la hija que, al descubrir la homosexualidad del padre demasiado tarde, trata de reapropiarse el relato negado. Como escribió Alice Cati (2013) a propósito del montaje de filmaciones familiares:
El montaje da visibilidad a las formas específicas de experiencia, generadas por la visión de los filmes de familia, alimentando los flujos osmóticos entre el presente y el pasado. Es como si las imágenes perdieran su originaria intensidad eufórica, para gatillar un proceso de re-presentación de los recuerdos asumiendo un sentido no solo nostálgico, sino mortífero.
Debemos considerar que la memoria impresa en la película, si bien consiste en un extracto de la realidad, no puede conservarse intacta, sino que se reorganiza continuamente respecto a las nuevas adquisiciones del presente (p. 202).
La cadena posmemorial (Goldfine, 2015) generada por la reutilización de materiales heterogéneos alimenta una narración intermedial, en la cual “diferentes formas expresivas relatadas asumen al mismo tiempo la función de medio del relato y elemento del entramado” (Zucconi, 2014). En las interrogaciones del pasado a través de los textos, este aspecto resulta ser aún más verídico. En efecto, como afirma Cristina Demaria (2012, p. 19): “el pasado es re-presentado gracias a un nuevo montaje de palabras e imágenes del archivo de la memoria”.
La estratificación de las voces y de las imágenes que la directora propone sigue un desarrollo que se extiende de la memoria privada a la memoria pública. Es a través de esta elección de montaje que se manifiesta el deseo de búsqueda investigativa de Agustina.
De la memoria familiar, que es privada y puede ser circunscrita al contexto de las relaciones de primer grado que le interesan al sujeto del relato (Jaime), el espectador avanza con la directora hacia mayores niveles de proximidad, desde los amigos homosexuales y transexuales, hasta los homosexuales y lesbianas no directamente relacionados con el padre pero que dan testimonio de las persecuciones durante la dictadura argentina, estratificando de manera más compleja la narración. La directora intercala con estos elementos el material escenificado, rodado ad hoc para relatar lo sucedido en la infancia o en la adolescencia del padre. Opacas, poco saturadas y de baja calidad, también estas filmaciones parecen ser domésticas, como para justificar el hecho de que, no habiendo rastros, lo que allí se cuenta se basa sólo en el relato oral de los familiares.
4. Contra el secreto, el silencio, la censura: mecanismos de desvelamiento posmemorial
Un problema central en el estudio de la posmemoria desde la perspectiva semiótica es el de la veridicción de los recuerdos transmitidos de una generación a otra. En un trabajo sobre los secretos de familia, las huellas falsificadas6 y los silencios develados, esta cuestión resulta fundamental porque “introduce una diferencia relacional en la producción y las interpretaciones de los valores de verdad, diferencia entre lo que aparece y lo que se supone que es” (Bertrand, 2002, p. 150). El resultado de la traducción memorial permite, además, poner en evidencia las carencias, inspeccionar el recuerdo, ya sea en el nivel de su inmanencia, eso que es, o en el nivel de su manifestación, el modo en que aparece.
Para abordar nuestro objeto de análisis nos concentraremos en las formas del secreto que son visualmente saboteadas por la directora mediante el montaje. El secreto de la homosexualidad de Jaime se vuelve metáfora en la mirada del padre a través de la cámara. Jaime aprehende el mundo, sin ser aprehendido. La telecámara se transforma en un dispositivo de filtración (Eco, 2007) y de composición de un mundo del cual el observador no forma parte visualmente, y del cual se mantiene distante gracias a la Panasonic. Jaime aparece nítidamente sólo en el material fotográfico previo al nacimiento de Agustina, en las fotografías de juventud, cuando vivía despreocupadamente su homosexualidad. La represión sexual del padre de la directora es pues interrogada a través del paradigma de la visibilidad y de la invisibilidad. Cuando Jaime no es homosexual, no es posible ver su cuerpo porque simplemente no es, o mejor dicho, no puede ser, debido al contexto homofóbico en el que su subjetividad está inscrita. En su trabajo de rearticulación mediante el montaje, la directora ilustra muy bien este pasaje, en particular en el minuto 39, cuando en la pantalla se muestran algunas polaroid que retratan momentos de la juventud del padre. La corporeidad, la fisicidad erótica, la presencia pues del padre, finalmente se explicita, dejando de ser evanescente o provisional como en las filmaciones de familia en las cuales aparece sólo dos veces.
Mientras las fotografías polaroid continúan desfilando en la pantalla, respondiendo a las preguntas de Agustina, la voz en off de un amigo de Jaime cuenta anécdotas de su juventud, evocando las relaciones amorosas y sexuales promiscuas y el descubrimiento del VIH en la comunidad homosexual. Estas memorias visuales previas al nacimiento de Agustina, que son al mismo tiempo “memoria de los extintos y memoria de su extinción” (Bourdieu, 1972), se interrumpen de improviso (Figura 1) para dar lugar a una pantalla blanca, sin imágenes y, por lo tanto, incomunicante. Catalizadora de esta inversión es la pregunta de la directora: “¿Y después de que Jaime se casó, usted volvió a verlo?”
El matrimonio, dentro de la narración, se convierte en la puerta de entrada hacia la vida normativa. En esta elección de la directora se configura la morfogénesis del secreto. De allí en adelante, Jaime será una presencia ausente, un fantasma, según la acepción semiótica propuesta por Verónica Estay: una “entidad suspendida entre el ser y el no-ser”.7 Este fuerte efecto de presencia que se ausenta con el advenimiento de la vida heterosexual asume un significado diverso en la puesta en discurso narrativa y documentalística, porque es re-presentado y resemantizado mediante la elección precisa de la combinación de los materiales originales y puestos en escena, a través de la mirada indagatoria de la hija, en una suerte de contrapeso valorativo.
El carácter inefable de la condición homosexual, que se vuelve central en las enunciaciones silenciosas de los familiares, es “dicho” en toda su indecibilidad, perdiendo el elemento de olvido que caracteriza al silencio, y convirtiéndose así en un detalle revelador que pone en juicio a una sociedad conservadora.
En el documental, otra modalidad de transmisión del secreto es el silencio, que al paso de los minutos se transforma en isotopía y figura retórica central, manifestada, sobre todo, en las entrevistas a los familiares a través de la autocensura o de perífrasis en torno a la homosexualidad de Jaime. Para no mencionar la palabra homosexualidad, los nietos y las tías de Agustina se refieren a la juventud de Jaime y a Jaime mismo recurriendo a metáforas y giros verbales.8
Sólo en el minuto 12:58 una de la mujeres de la familia entrevistada pronuncia la palabra homosexualidad en referencia a Jaime. No obstante, inmediatamente después se rehúsa a profundizar en ello —“porque siento que es nuestra propia historia”—, pidiendo que no se vuelva a tocar el tema porque se trata de un asunto privado (Figura 2).
La frontera entre público y privado, entre aquello que la familia debe custodiar como secreto y lo que debe mostrar al exterior, se transforma en un elemento fundamental en la reconstrucción de la posmemoria de Agustina.
A medida que avanza el documental, éste le permite al espectador constituir un fresco familiar en el cual la experiencia de cada uno de los personajes contribuye a la desmaterialización del silencio en tanto obstáculo para la transmisión.
Siguiendo la lección de Umberto Eco (2007), el trabajo sobre las entrevistas de familia permite una lectura al infrarrojo de las memorias “congeladas” (p. 90) que la directora “pone en el horno de microondas y reactualiza, haciendo posible su comprensión en un nuevo contexto” (p. 90). La familia no olvida el secreto; por el contrario, lo coloca en un espacio al que pocos tienen acceso para poder consultarlo y problematizarlo a voluntad. Al actualizar estéticamente su ausencia de memoria, la directora obra firmemente en este espacio de conocimiento latente, transformando el secreto de familia en un hallazgo arqueológico a través de un minucioso “trabajo de memoria familiar” —family memory work (Kuhn, 2010), entendido como
una práctica activa de rememoración que implica una actitud inquisitiva frente al pasado y una actividad de (re)construcción de este último por medio de la memoria. El trabajo de memoria socava las creencias en torno a la transparencia o la autenticidad de lo que se recuerda, considerándolo no como “verdad” sino como evidencia de una especie muy particular: material para la interpretación que debe ser interrogado, minado, para extraer sus significados y explorar sus posibilidades (p. 6).
Otro elemento que se debe considerar es la censura. Entre los documentos que Comedi usa para la investigación en torno a su propia memoria, hay una fotografía del matrimonio de su madre Monona y su padre Jaime (Figura 3).
La directora explica que un día su maestra de escuela primaria les pidió a sus alumnos que llevaran a clases una fotografía de familia, indicando el nombre y el vínculo de parentesco de las personas que en ella figuraban. La madre, que se enteró de la homosexualidad de Jaime sólo a través de una carta anónima, ayudó a la hija en esta tarea. Todos los fotografiados fueron identificados con letreros, salvo Néstor, testigo de Jaime en el matrimonio y antiguo novio de él. A los ojos de Agustina cuando niña, la censura de la madre no tenía valor ideológico alguno.
La imagen fotográfica (el índice) de Néstor no es nombrada, lo cual produce una censura que sabotea la capacidad descriptiva de la fotografía misma, abriendo vacíos en el discurso memorial.
Como escribió Ugo Volli (2015),
la presencia de un dispositivo de censura actúa sobre la semiósfera en su conjunto dado que la prohibición no se impone al azar, sino que afecta a ciertos géneros, contenidos, autores, que son excluidos del campo de lo decible y, eventualmente, forzados a un grado mayor o menor de clandestinidad o disimulación, conduciendo a la constitución eventual de un “mercado negro” de la comunicación (p. 17).
Una ausencia que la directora —de nuevo— desvela, desambigua, interviniendo la fotografía al escribir entre paréntesis “[NÉSTOR]”. El acto de nombrar al innombrado llena así una laguna, pero al mismo tiempo muestra indirectamente el mecanismo mediante el cual fue producida.
A través de esta búsqueda, que se convierte en posmemoria, la directora se levanta contra el secreto, el silencio y la censura, textualizando y resemantizando el olvido. Este modus operandi se suma a la intención de reescribir y releer las filmaciones para evidenciar detalles reveladores, como si a través de la re-combinación de la traza fílmica se pudiesen desvelar índices escamoteados, útiles para la reconstrucción no sólo de la memoria personal del padre de la cineasta, sino también de sí misma.
5. De la familia a la comunidad: posmemoria queer
La reciprocidad entre memoria privada y pública en la narración de Agustina Comedi permite reflexionar sobre la transmisión generacional de la memoria queer. Comenzando por la partícula nuclear de la vida privada de Jaime, la narración de Comedi se expande hacia lo general, al universo de la comunidad queer, a través de historias de hombres y mujeres que no están allí para hablar de la vida anterior de Jaime sino de la Argentina homofóbica durante la dictadura.
Esta modalidad narrativa borra las fronteras entre memoria individual y memoria colectiva, siguiendo la enseñanza del sociólogo Maurice Halbwachs (1925; 1950) quien, considerando erróneo pensar que la memoria individual está disociada de la memoria colectiva, insistió siempre en su recíproca influencia.
El silencio es un cuerpo que cae se orienta hacia la textualización de la memoria colectiva, cuando, abandonado el ambiente doméstico, se focaliza en otros relatos de vida, en los testimonios de aquellos que fueron encarcelados, internados y sometidos a electroshocks a causa de su orientación sexual.
En el ámbito de los Memory Studies se ha discutido mucho sobre el punto de vista queer acerca del trauma de la dictadura argentina (Sosa, 2011; Salerno, 2017). En particular, especulando en torno a conceptos como wounded family y queer family, los especialistas comenzaron a pensar en un posible ensanchamiento del concepto de posmemoria hacia una esfera de transmisión más allá de la familiar y heterosexual, oponiéndose así a la difusa suposición según la cual sólo quien está directamente vinculado con las víctimas/testigos de un trauma tiene el derecho a elaborarlo.
Según Cecilia Sosa (2011), el vínculo genealógico se vuelve así menos normativo, pasando de un canal de transmisión sanguíneo, es decir familiar, a un canal comunitario, hecho de identidades compartidas; un canal “en el que la proximidad sanguínea con los ausentes no puede ser concebida como una fuente de propiedad”.
En el documental de Agustina, de hecho, las huellas más ricas y útiles provienen de memorias verbales que rebasan los confines de la semiósfera familiar. En las entrevistas, los testimonios queer responden a un preciso registro testimonial en el cual se explicita la experiencia a través del relato en primera persona. “Yo estuve ahí”, “así fue como lo viví” (Figuras 4-5), son frases que construyen una narración con una explícita “autenticidad” factual.
La atestación de verdad de los testimonios queer se opone a la reticencia de los familiares, poniendo en crisis a la familia heteronormativa como canal de la posmemoria, en favor de una comunidad más dispuesta a compartir por haber sido silenciada cotidianamente en un contexto homófobo y misógino.
Sobre el valor colectivo de los testigos, es útil recordar las palabras de Violi (2009):
Los textos considerados por una u otra razón como “testimoniales” […] desplazan el acento de la narración singular al relato de una colectividad o grupo en su conjunto. Mejor dicho, entrelazan de modo inédito los componentes subjetivos del relato autobiográfico con la memoria colectiva e histórica de una comunidad entera. El relato de la propia singularidad adquiere entonces un alcance más general, y la “verdad” del testimonio ya no depende de su carácter explícitamente autobiográfico sino más bien ficcional y novelesco. Lo que el testimonio cuenta, más allá de la experiencia de vida singular y específica, es su inserción en un contexto histórico colectivo, que es el contexto fuertemente traumático de un conflicto (p. 2).
La transmisión de la memoria generacional adquiere así, además de un valor personal y biográfico, un valor político de autodeterminación y autorrepresentación cultural.
En el documental de Agustina Comedi, los relatos queer, con su fuerza enunciativa, se insertan en la narración como conectores en el complejo trabajo de traducción de la memoria. Dichas narraciones reivindican, más que a la familia tradicional, el “derecho a la biografía” (Lotman, 1985) negado durante la dictadura. Ellas permiten además completar el panorama de la investigación propuesta al principio del relato.
De hecho, los setenta y cinco minutos del documental son un experimento de autoetnografía. Este trabajo sobre la propia personalidad se hace más explícito en la escena final. De cuerpo-filmado, Agustina se convierte en cuerpo-que-filma. En los últimos minutos de la narración la directora acerca la cámara a su rostro para “hacer ver al espectador aquello que ella ve”, filmando y hablando con su hijo Luca que dibuja con una pluma roja sobre una hoja en blanco. El registro audiovisual se vuelve una metáfora del paso generacional, explicitando el carácter transitivo de la relación genealógica padre-hija.
Agustina actúa como Jaime, obsesionado por la documentación privada, pero no es Jaime. Al final del documental, habiéndole declarado su bisexualidad al espectador, la hija se convierte en sujeto encarnado de la enunciación. Después de una carrera empecinada tras documentos, entrevistas e imágenes indirectas, enuncia su experiencia de la visión y al mismo tiempo reactualiza la expresión “yo estoy viendo y filmando”, que era del padre. Si bien se identifica con este último, creando así una conexión memorial, no se lo apropia —diría Hirsch (2002)— en tanto su modo de filmar el relato es diferente. Pareciera pues que, en la economía del discurso montado por la directora, la participación de las subjetividades queer libera la narración de una cierta reticencia, que había caracterizado toda la primera parte. Ahora que las palabras pueden pronunciarse libremente, ahora que el padre, Jaime, también es traducido en el relato como homosexual, la directora se reapropia una parte fundamental de la historia para la construcción narrativa de sí misma. Con este objetivo, la propia gramática de la imagen cambia: la pantalla se agranda y la display aspect ratio pasa de un formato cuadrado a uno panorámico, para materializar el comienzo de un nuevo punto de vista respecto a la narración precedente. Enfatizando el cambio tecnológico, la directora abre una brecha entre las dos narraciones. Al mismo tiempo, colocándolas en un único flujo de visión, crea una consecutio temporum memorial que ofrece una relación de causa a efecto entre las memorias silenciosas del pasado y una nueva conciencia de la que ella misma se ha hecho intermediaria.
Conclusiones
Llegados a este punto de nuestra reflexión, podemos decir con certeza que el carácter investigativo y traductivo de la posmemoria puede ser considerado como una forma de acción; es decir, como “un proceso de tensión entre una exigencia de fidelidad al texto de partida y la necesidad de ‘transformación’” (Dusi, 2000, p. 7). Esto significa que los miembros de las sucesivas generaciones que tratan de retextualizar un acontecimiento traumático articulan las tramas de la temporalidad según sus propios intereses, cuestionando fuertemente su posición de herederos.
El heredero se configura pues como una subjetividad que ya no recibe pasivamente la memoria sino que, por el contrario, participa activamente en la reconstrucción de lo que recibió como la “memoria oficial”, rompiendo así con la clásica dinámica de la transmisión del recuerdo. Como el traductor no es sólo un transportador de palabras entre un contexto y otro (Osimo, 2018), el hijo o la hija de quien vivió un trauma transforma el pasado en un proceso en devenir, aportando un movimiento para crear nuevas relaciones significantes. La posmemoria y la posmemoria queer se transforman así en un espacio dinámico de discusión y contaminación que encuentra su sentido sólo a través de la apertura a distintas posibilidades de investigación. Para concluir y resumir, recordaremos las palabras de Franciscu Sedda (2006) en su famosa introducción a una edición italiana de textos de Juri M. Lotman relativos a la traducción:
Traducir, articular las tramas del tiempo, elegir la propia herencia, los propios anclajes, los propios predecesores, no significa negar nuestro ser signado por el tiempo y la cultura sino tener conciencia del propio situarse en ellos. Tener conciencia de la limitación y la apertura, de los condicionantes y de las posibilidades. Significa pagar la deuda afirmando que queremos hacerlo de manera productiva [cursivas mías] (p. II).
Se trata pues de articular y elegir de manera circunscrita, sin negar el propio posicionamiento. La posmemoria es exactamente esto: la toma de conciencia de un sujeto activo que está inserto en un contexto diferente de aquel que se ha propuesto explorar y que encuentra el impulso, la carencia narrativa, en el deseo de conocimiento y en la sed de memoria. Este sujeto situado re-encuentra su camino a través de combinaciones que son traducciones, montajes y estrategias sintácticas que, en sí mismos, pueden ser concebidos como procesos de investigación.