¿Y si decidiéramos tomar como punto de partida a los ratones? Esos pequeños seres utilizados en pruebas de laboratorio constituyen el objeto de muy serias investigaciones en torno al tema que aquí abordaremos: la transmisión del trauma. Tratándose de animales, se les puede infligir ligeros traumas (si bien hoy en día algunas personas no estarán de acuerdo con ello) frente a los cuales la aceleración temporal de las generaciones permite observar fácilmente si existe tal transmisión y cómo se produce.
Uno de los resultados más sorprendentes de estos estudios es que el ADN podría transmitir el recuerdo de un estrés traumático a las generaciones siguientes. Era ya sabido que las consecuencias de los traumas vividos por las madres afectaban el desarrollo temprano de su progenitura, pero las investigaciones recientes van más allá, al mostrar que esas consecuencias están codificadas en el ADN de las generaciones siguientes. Habremos de considerar, sin embargo, la situación exacta de esta codificación (la metilación).2
Estas investigaciones3 pertenecen a la epigenética, disciplina de la biología que estudia la naturaleza de los mecanismos que modifican de manera reversible, transmisible (en el curso de las divisiones celulares) y adaptativa la expresión de los genes sin cambiar su secuencia nucleotídica (ADN). Así pues, mientras la genética se enfoca en el estudio de los genes, la epigenética se interesa en una suerte de “capa” de informaciones complementarias que define la forma en que estos genes serán utilizados —o no— por una célula. “Se trata de un concepto que, en algún sentido, contradice la ‘fatalidad’ de los genes” (fr.wikipedia.org/wiki/Épigénétique).
1. La experimentación sobre una población de ratones
Presentemos brevemente el proceso experimental al que fueron sometidos los ratones. Considerando la especificidad molecular olfativa, el objetivo fue examinar un fenómeno muy observado pero poco comprendido: la herencia de una exposición traumática parental.
La generación F0 de ratones fue sometida, antes de la concepción, a un condicionamiento por el olor: se les hizo respirar acetofenona (olor de la flor del cerezo) mientras se les infligía una ligera descarga eléctrica. Las generaciones F1 y F2, concebidas ulteriormente, mostraron una importante sensibilidad conductual condicionada por F0 a ese olor, y no a otros olores. Y lo que es más relevante: cuando se empleó un olor de acetofenona que activaba el receptor de olor conocido (Olfr151) para condicionar a los ratones F0, la sensibilidad conductual de las generaciones F1 y F2 a la acetofenona se optimizó gracias a una representación neuroanatómica mejorada del Olfr151. Asimismo, la secuenciación de bisulfito del ADN de esperma de los machos reveló una hipometilación de CpG en el gen Plfr511, y gracias a la fecundación in vitro, el grupo F2 mostró que estos efectos transgeneracionales se heredan a través de los gametos parentales. Estos resultados proporcionan un marco para abordar la manera en que la información ambiental puede ser heredada transgeneracionalmente en los niveles conductuales, neuroanatómicos y epigenéticos. Hay que precisar pues que la herencia no afecta directamente al genoma sino a la dimensión epigenética, entendida ésta como la expresión los genes (hiper o hipometilación).
Curiosamente, esta transmisión objetivada de la herencia traumática a través de los gametos parentales y, en particular, del esperma de los machos, remite a una leyenda peruana: el “síndrome de la teta asustada”, puesto en escena en la película de Claudia Llosa (2009) que lleva el mismo nombre (difundida en francés bajo el título de Fausta). Esta expresión, empleada en ciertas comunidades del Perú, designa el conjunto de síntomas —supuestamente transmitidos por la leche materna— que manifestaban las hijas cuyas madres habían sido violadas antes de su nacimiento, durante la época de terrorismo (Estay, 2020, p. 5).
Los ratones madre y padre transmitieron a su progenitura biológica una sensibilidad a la acetofenona. Sin embargo, ésta no se transfirió a las crías alimentadas por su madre, lo que demostró que la interacción social no estaba implicada. En general, las crías sensibilizadas a los olores no presentaron un estrés particular.
A pesar de que para los científicos no quedan claros los mecanismos bioquímicos que provocan las modificaciones epigenéticas en el esperma y los óvulos de los ratones sensibilizados, se ha identificado una alteración del ADN del gen receptor del olor que responde a la acetofenona.
2. Del animal al humano. Las tentativas de transferencia
Es evidente que existe una gran dificultad para pasar de la experimentación animal a la experimentación con seres humanos, ya que nos encontramos ante la imposibilidad ética de someter una muestra humana a un condicionamiento de este tipo —sólo los médicos nazis lo hicieron, ¡ay!, en los campos de concentración.
Además, el ligero trauma infligido a los ratones atañe solamente a su dimensión olfativa, mientras que en el caso del humano el trauma se deriva en general de un acontecimiento multisensorial que impacta gravemente tanto el cuerpo como la psique de la víctima (Ferenczi, 2006). Sin embargo, la experimentación con ratones provocó muchas reacciones en los investigadores que trabajan sobre las consecuencias, en las generaciones posteriores, de los traumas padecidos por las personas adultas.
Si bien quedan aún preguntas por responder, los científicos interesados en la epigenética se han mostrado muy entusiastas frente a los resultados hasta ahora obtenidos. “Ya es hora de que los investigadores en el ámbito de la salud pública tomen en serio las respuestas transgeneracionales humanas”, afirma Marcus Pembrey, de la Universidad de Londres. “Considero —agrega— que no lograremos comprender el aumento de problemas neuropsiquiátricos, de la obesidad, de la diabetes o de las perturbaciones metabólicas en general, si no adoptamos un enfoque multigeneracional” (Ignasse, 2013, párr. 6).
Mientras que algunos investigadores han intentado transferir tal cual estas hipótesis del animal al ser humano,4 otros han seguido ignorando la dimensión de transmisión epigenética, y un tercer grupo ha tratado de integrar estos descubrimientos a un modelo biológico y sociopsicológico. Tal es el caso de MemoTV.
MemoTV5 evidenció los cambios epigenéticos que resultaron del estrés padecido al comienzo de su vida por una madre embarazada y, de manera más específica, incluso por la abuela cuando estaba embarazada. La violencia dentro de la pareja (violencia entre parejas íntimas: VPI) constituye una grave amenaza para la salud mental de las mujeres y una violación de los derechos humanos a escala mundial. La forma más perjudicial de VPI apunta hacia las mujeres embarazadas, pues no sólo afecta a la madre, sino también al hijo por nacer.
A través de una combinación de medidas psiquiátricas y epigenéticas, MemoTV presentó la primera y más sólida prueba de que la VPI prenatal tiene consecuencias importantes en los niños de las comunidades violentas, en comparación con los niños gestados en comunidades no violentas. Además, mostró claramente que la alteración estuvo determinada por una reprogramación del eje HHA.6 El estatus epigenético sugiere que los niños expuestos al VPI prenatal en las comunidades violentas tienen mayor tolerancia al estrés que el grupo de control, lo que se corrobora por datos psiquiátricos y estimaciones de la heterocromatina.7
Las conclusiones son sólidas, claras y bien documentadas, lo que debería suscitar una toma de conciencia y un interés científico general en torno a la salud mental de las mujeres y los niños que habitan en poblaciones desatendidas y caracterizadas por altos índices de pobreza y violencia. Esta combinación entre la psiquiatría social, la biología evolutiva, la genómica y la bioinformática es una innovación en la investigación psiquiátrica que no debe descuidarse.
3. Un caso ejemplar de posmemoria: María
Ahora bien, para asegurar el paso de la investigación hacia el ámbito de lo humano y abrir la problemática de la transmisión del trauma, me gustaría concentrarme en el caso de una adolescente, María,8 dado a conocer a pedido mío por Brigitte Blanquet, psicóloga clínica de orientación analítica.9 Este caso ejemplar deja entrever el proceso complejo mediante el cual el comportamiento sintomático del sujeto pone nuevamente en escena los traumas de generaciones anteriores. A continuación presentamos el caso a la luz de la mirada semiótica.
Con 14 años e inscrita en segundo grado de Secundaria, María había llevado al colegio “una pistola perteneciente a uno de sus hermanos mayores; lo que causó una escena de pánico, anonadamiento […], y tuvo como desenlace su expulsión inmediata” (Blanquet, 2012, p. 138). Habiendo emitido una orden de asistencia educativa, el juez advirtió que sería difícil localizarla. En efecto, desescolarizada por un año desde su expulsión, su madre la mantuvo oculta. El tutor de María logró primero encontrarse con su hermana, y luego, en presencia de esta última, con su madre (que, siendo de origen camboyano, no hablaba francés); y, cuatro meses más tarde, consiguió un encuentro con María. Más adelante volveremos sobre el sentido de esa desaparición prolongada y muy preocupante (al punto que se llegó a considerar la posibilidad de que estuviera muerta).
La hipótesis interpretativa proporcionada por la especialista es la siguiente:
María, a través de la incorporación, y tomando en cuenta el indicador de angustia de muerte que ésta suscita en el presente, alberga en su psique los remanentes que no pudieron ser tratados, simbolizados por la generación anterior. Lo intratable la persigue bajo la forma de un fantasma incomprensible. María, en tanto receptora involuntaria de experiencias de horror indescriptibles, actualiza una escena pasada que lleva dentro de sí y que, como veremos, pertenece a otra época (diferencia generacional), y a otra cultura (diferencia de localización). Lugar diferente, tiempo diferente y suelo diferente se conjugan en el presente bajo la forma de una intromisión refractaria a la elaboración (Blanquet, 2012, pp. 136-137).10
El primer encuentro entre la psicóloga y María no podría considerarse propiamente tal. Sin ninguna mirada (pues la niña se mantuvo cabizbaja) ni palabra audible, María estuvo ausente, “incomunicante”. Trazó una línea imaginaria sobre el escritorio, con un frenesí que hacía pensar en los estereotipos de los niños psicóticos. ¡El comportamiento de María llevó incluso a la psicóloga a dudar sobre su edad, sexo y competencia cognitiva!
La psicóloga la citó tres veces más para hacer la evaluación psicológica a partir de dibujos proyectivos (AT9 y D10).11 Durante la evaluación, advirtió el desvanecimiento de la presencia de María, que no hacía sino dibujar sin emitir el menor ruido,12 al punto que fue necesario cerciorarse de que realmente estuviera dibujando. María representó personajes cuyas extremidades eran una suerte de dagas; enseguida, una misteriosa diligencia con alguien a bordo. María manifestó que se trataba de sí misma. Había también una carpa con un soldado dentro, aunque este último no aparecía sino en las explicaciones de María. Resulta complicado dar un sentido preciso a estas representaciones ya que es su actitud, sin precedentes, la mayor portadora de sentido.
En efecto, resulta evidente que María no se encuentra en el presente ni en el lugar de la evaluación. Es un “yo” evanescente, desprovisto de toda conexión con el aquí y ahora. Blanquet concluye diciendo que se debe “asumir la hipótesis de que otro tiempo y otro suelo se conjugan con el presente bajo la forma de una escena de exclusión del mundo escolar y que manifiesta la intromisión de la que María es garante” (2012, p. 138). Esta ausencia de María está ligada a su incompetencia enunciativa verbal y no verbal, habitada como está (resultado de una intromisión) por una escena desembragada (un él/ella en otro espacio y en un entonces indefinido) que anula su yo/aquí/ahora, totalmente ocupado, parasitado.
Mientras la psicóloga comunica a María los resultados de su evaluación sugiriendo que “sus problemas pueden estar relacionados con su historia familiar y su migración a Francia” (Blanquet, 2012, p. 138), María se transforma repentinamente, cobra vida y habla con una voz distinta. A pesar de sus lecturas sobre la historia camboyana vivida por su familia, dice no entenderla (siendo la menor de los hermanos, sus padres se separaron cuando ella aún era un bebé). Le sugiere a la psicóloga que se comunique con su madre y tías para abordar esos temas que a ella le resultan imposibles de representar. Se produjo, pues, una apertura que le reveló a María la historia desembragada del presente que la habita.
Recordemos que de 1975 a 1979 los Jemeres rojos llevaron a cabo un genocidio en nombre de un proyecto ideológico cuya finalidad era hacer emerger un hombre y una sociedad incorruptos. Se eliminó la burguesía, la administración, la armada y los intelectuales, y se conservó únicamente la población rural tradicional. Tener la piel blanca o usar lentes implicaba una sentencia de muerte inmediata. Phnom Penh, la capital, fue totalmente evacuada. Dos millones de personas partieron al exilio, sin rumbo fijo. El silencio cayó sobre la capital vacía. El resultado de estos cuatro años fue aterrador: más de dos millones de muertos, es decir alrededor del 21 % de la población.
La catedrática comprendió que la escena montada por María en el colegio reproducía los dos tiempos del drama de la historia familiar: por un lado, el arma blandida evocaba el anonadamiento causado por los hombres de negro entrando armados a la capital; y, por otro, la desaparición de María luego de su expulsión de la escuela “podría ilustrar el peso del silencio que cayó sobre Phnom Penh, vinculándose con el principio de supervivencia” (Blanquet, 2012, p. 139). Obsérvese que María despliega sucesivamente una escena activa y una escena pasiva, encarnando tanto al agresor como a la víctima (Duez, 2002, pp. 113-118).
La escena de violencia que reproducía el efecto de anonadamiento adquiere su pleno significado; especialmente para María, quien puede ponerla a una distancia histórica suficiente, liberando así su presente, su propia subjetividad y el arraigo a un espacio por fin presente.
Blanquet (2012) concluye que María, sin saberlo, puso en escena “… el horror silencioso de la intromisión en su intento por abrir un espacio: el espacio de la inter misión” (p. 140). Los pasajes al acto espectaculares (exteriorización de la intromisión) terminaron por encontrar un destinatario competente y por hacer posible una intercomunicación que desembocó en un proceso terapéutico.
La mirada semiótica no puede ignorar el estatus narrativo de los elementos que María posmemorizó; esos dos fragmentos de historia vivida cuya relación sintagmática es mantenida: la llegada de los hombres de negro armados a la capital y el éxodo masivo de la población. Los pasajes al acto de María constituyen efectivamente la puesta en escena meticulosamente intacta de esos fragmentos.
A la espera de un lector competente, capaz de percibir la improbabilidad de que María encarnara, aquí y ahora, un sujeto que asume verdaderamente sus actos, era necesaria una palabra pertinente, la de la psicóloga, que le permitiera desprenderse de esos actos que estaban adheridos a su piel.
Para dar cuenta de la transformación insólita de María, podemos recurrir a la teoría de las instancias de Jean-Claude Coquet (2007). Desde esta mirada, en su estado subjetal inicial María habría sido un no-sujeto despojado de toda reflexividad (sin asunción de identidad) y de toda heteronomía, sometido a las escenas introyectadas por el proceso de la posmemoria, las cuales habrían constituido un Tercer Actante inmanente que manipulaba al sujeto “poseído” contra la voluntad de este último. Por supuesto, el comportamiento preocupante de María llevó a que su entorno se movilizara; por cierto, más su tutor que su propia familia, pues ésta, en la medida en que compartía la historia del genocidio, se replegaba en la preservación inconsciente de la posmemoria de María. Esta posmemoria constituía una barrera, especialmente para la madre de María, contra un peligro todavía mayor, el de la presentificación intacta del horror pasado bajo la forma de recuerdos insoportables.
Gracias a la remembranza de los hechos históricos vividos por la familia —acontecimientos aún incomprensibles para María, desapegados de ella puesto que demasiado cercanos a su fuero psíquico íntimo—, la psicóloga provocó una transformación en el estado subjetal de María, quien, nuevamente en términos de Coquet (2007), pasó a ser un sujeto capaz de reflexionar sobre su identidad, y autónomo respecto al dominio alienante del Tercer Actante inmanente que lo habitaba.
Si bien quedan muchas preguntas por responder, lo esencial es la liberación de María y su acceso a la representación y a la historización, así como la apertura ejemplar de este caso hacia procesos terapéuticos que permitan ayudar a los pacientes confrontados a la posmemoria. Pero ¿por qué el fenómeno de la posmemoria se apoderó de María y no de alguno de sus hermanos? ¿Cómo se engarzó a la psique de María?
Los padres de María son el origen único de la transferencia del trauma a través de mecanismos no verbales, como lo muestra a posteriori la ineficacia total de las lecturas hechas por María de numerosos libros que hablaban del genocidio. La transmisión concierne efectivamente el horror visto, oído y percibido por los sentidos, volcados hacia la supervivencia. Memoria del cuerpo, de sus estados tónicos, de su frenética huida caminando, corriendo, buscando un refugio, un asilo precario. Quizás el cuerpo de la madre de María le transmitió esa memoria en la interacción gestual con la bebé que entonces era, memoria del cuerpo en la que subyace la obsesión de los recuerdos y su actividad inconsciente. Porque, como sabemos, los inconscientes son una suerte de vasos comunicantes, según las célebres palabras de André Breton.
La relación entre el caso de María y los experimentos con las distintas generaciones de ratones puede, con toda razón, parecer problemática al menos por dos motivos: por una parte, porque carecemos de un análisis de los datos epigenéticos de María y su madre, y por otra, porque los ratones, desprovistos de espacio psíquico —en el sentido freudiano— son, en cierta forma, sólo cuerpo.
Por cierto, si aceptamos la hipótesis de que el trauma transmitido afecta las capacidades de expresión génica incluso en los humanos, queda por estudiar el impacto de la metilación en el espacio psíquico. Lo que nos remite al antiguo problema de la relación entre cuerpo y alma, laicizado en la psique. Un descubrimiento de Freud (1917), destacado por Paul-Lauren Assoun (1997), puede arrojar algunas luces al respecto:
Se presenta en personas que tienen predisposición a la neurosis, aunque no la sufran declaradamente; no es raro en ellas que una alteración patológica del cuerpo —por una inflamación o una herida quizá— despierte el trabajo de la formación del síntoma, que convierte con rapidez ese síntoma que la realidad le procura en subrogado de todas aquellas fantasías inconscientes que acechaban la oportunidad de apropiarse de un medio de expresión (Freud, 1978, p. 356).
Podríamos entonces plantear la hipótesis de que las modificaciones epigenéticas transmitidas a María por su madre (¿acaso también por su padre?), en combinación con las emociones que le fueron transmitidas corporalmente, aun siendo bebé, terminaron por despertar escenarios fantasmáticos en busca de una expresión para formar una entidad semiótica completa. Estos escenarios actualizados pueden entonces haber desencadenado los pasajes al acto que ponían en escena la génesis misma del trauma.
Para concluir
Aunque los experimentos en ratones sólo han revelado resultados parciales (experiencias olfativas condicionadas), en lo que respecta a los animales el problema de la transmisión del trauma hacia las generaciones siguientes ha recibido una primera elucidación. Esta transmisión epigenética también ha sido objeto de investigaciones serias que han conducido a resultados objetivos en el ámbito humano (véase el apéndice sobre MemoTV13). Sin embargo, el fenómeno complejo de la posmemoria excede con mucho la dimensión epigenética (cuya existencia, de cualquier modo, es preciso reconocer). Así lo muestra el caso de María, cuyas células pueden sufrir alteraciones de metilación pero, sobre todo, cuya psique está invadida por escenas aterradoras, no metabolizadas por el lenguaje, y generadoras de pasajes al acto que provocan el anonadamiento (sabemos por cierto que la identificación con el agresor es un potente mecanismo de defensa). Así, el problema, esencial, de los medios terapéuticos para tratar a sujetos que padecen problemas relacionados con la posmemoria distará mucho de ser resuelto si nos limitamos a la epigenética (aunque las alteraciones de la metilación sean reversibles).
Si bien es cierto que inicialmente las páginas ilegibles de la historia habían invadido su intimidad psíquica provocando un sufrimiento incomunicable en un entorno inicialmente disléxico, María pudo salir de su desvanecimiento sujetal en la medida en que encontró un destinatario competente que comprendió su comportamiento pseudopsicótico, sacó a la luz la no-asunción de sus pasajes al acto y la devolvió a un estatus de sujeto resituado en una historia familiar, por muy terrible que ésta haya sido.