Introducción
Mediante una dialéctica de avances y retornos, Raúl Dorra ha ejercitado un pensamiento paciente que se muestra en su propio hacer especulativo, un pensamiento que se expande y al mismo tiempo regresa hacia ciertos tópicos que conforman un campo de intereses incesantes siempre abiertos hacia nuevas derivas. Así, las figuras del cuerpo y el discurso, el sujeto y el mundo (Dorra, 2005), la voz y su poética, la memoria y el olvido, lo culto y lo popular, la oralidad y la escritura, entre otros varios asuntos, van dando forma a una malla teórica suficientemente compacta pero a la vez elástica, que en ocasiones se vuelve sobre sí misma para revisarse, ampliarse e incluso discutirse, pues como afirma el propio autor: “el pensamiento para desarrollarse, necesita de una dialéctica que continuamente lo lleva a moverse entre dos polos que siempre pueden revertirse” (Dorra, 2014, p. 185).
Sin embargo, en su discurrir teórico existen ideas pivotes a las que Dorra regresa una y otra vez; una de ellas es la de “los mitos fundantes o mitos de origen”, una suerte de instancia germinal donde sitúa —gracias a un potente trabajo de la imaginación— el momento de desembrague inaugural en que el sujeto, en tanto causa y efecto de una enunciación originaria, es eyectado fuera de sí y fuera del mundo, en un primer e hipotético acto que irrumpe en el continuum de lo vital para dar paso a lo discontinuo, a lo discreto, acto originario que transforma lo sensible en sentido.
La referencia a esta instancia inaugural e inaprensible que nuestro autor atisba en varios lugares de su obra permite ubicar su primera aproximación al concepto de escritura en tanto huella o “inscripción originaria y fundante” (Dorra, 2000, p. 202), y a partir de allí organizar un recorrido por distintas fases que, a manera de elipsis, orbitan alrededor de este tema a lo largo de sus textos. Mi propósito en este trabajo es examinar estas fases o momentos que presentaré en primera instancia de manera sintética para desarrollarlos a posteriori en cada apartado de este artículo.
1. El tema de la escritura en Dorra: breve panorama
Adherido a la corriente post estructuralista de fines de los 70, en una primera etapa de su interés por el tema, Dorra llevará a cabo un desmontaje deconstructivo del concepto de escritura partiendo de la noción derridiana de huella para luego abordar su dimensión social en relación con las instituciones, el poder y la ley. Resulta evidente en este momento su filiación con el pensamiento de tres figuras claves del giro post estructuralista europeo: Jacques Derrida, Roland Barthes y Michel Foucault, quienes desde distintas disciplinas trabajaron inmersos en el campo del lenguaje para poner en cuestión la noción monolítica del signo saussureano. Dorra toma de Derrida la noción de huella y se inspira en sus estrategias para realizar una lectura deconstructiva de los conceptos y de los textos. Barthes le ofrece una teoría del texto como pluralidad irreductible y campo metodológico, fundado sobre la hegemonía del significante y sus diseminaciones y sobre la centralidad del lector en el proceso de lectura, según el consabido axioma —luego tan discutido— de la muerte del autor. Foucault le muestra una manera de leer las articulaciones de los hechos del discurso sobre los dispositivos de poder para reconocer sus genealogías en los diversos dominios de saber, y en particular —para el campo de interés de nuestro autor— en el ámbito vigilado de la lengua escrita.
En un segundo momento, Dorra emprende el estudio de la lengua escrita y la lengua oral como “casos particulares de escritura”, que responden a diferentes sistemas de uso de la palabra y generan formas propias de cognición y acercamiento a la realidad, pero cuyo examen muestra una relación paradojal. En esta etapa se suma al creciente auge de los estudios de la oralidad en las décadas de los 80 y 901 que tuvo a Walter Ong2 como un indiscutido impulsor. Ong, Marshall McLuhan, Paul Zumthor inspiran sus reflexiones, alimentadas asimismo por el pensamiento de algunos referentes de los estudios culturales en América Latina, tales como Antonio Cornejo Polar y Martin Lienhard.
Una tercera deriva se orienta hacia la dimensión material de la escritura y de sus soportes físicos o espaciales. Dorra advierte que la forma del trazo y sus medios de inscripción, más allá de ser una representación del habla, cargan con un peso significante que incide sobre el sentido de los textos, el cual depende en buena medida de la articulación de estos factores. Por ello se dedica a examinar —con exquisita sutileza— el trazo y sus figuras, el lugar que ocupa el trazo entre sujeto y mundo, su relación con el espacio de legibilidad, sus formatos —la página y el libro— como modelos para una lectura del mundo; a todo lo cual suma su especial interés por la especificidad de la escritura alfabética. El despliegue teórico en este campo es rico en referencias y citas, convoca a figuras como las de Roger Chartier3 y Guglielmo Cavallo, David R. Olson, Marcel Cohen, Margit Frenk, Jesper Svenbro, Noé Jitrik, Eric Landowsky, convoca asimismo a Barthes y al A. J. Greimas de De la imperfección, obra que nuestro autor tradujo al español y que en buena medida marcó su comprensión semiótica y pasional de los fenómenos estéticos.
Finalmente, en sus últimos trabajos y con verdadero afán de semiólogo, Dorra se pregunta por los derroteros de la escritura en la era tecnológica de la información. Sus observaciones en este campo, ancladas en la propia experiencia de escritor y lector, abordan las nuevas formas plásticas de la escritura surgidas en un contexto de mensajes proliferantes que se expande sin fin sobre el espacio de la virtualidad mediatizada. Inquietado por las transformaciones de los soportes materiales de la escritura y sobre todo por la escritura y la lectura en pantalla o en tablero electrónico, Dorra se pregunta por los efectos de estas nuevas formas sobre la mente, la intelección, la atención, la memoria y, en suma, sobre la subjetividad humana.
1.1. La escritura, esa huella primordial
En un primer artículo de 1977 que titula “El tema de la escritura”4 y siguiendo las trazas abiertas por J. Derrida y R. Barthes5, Dorra se propone desmontar el mecanismo que fue construyendo culturalmente la idea de propiedad y autoría del texto (y de la escritura), para lo cual lleva a cabo una lectura deconstructiva de dos fragmentos: uno, tradicional, proveniente del relato sobre la quema de la biblioteca de Alejandría; otro, literario, extraído del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. Resultan muy esclarecedoras las conclusiones a las que arriba luego de un minucioso análisis, cuya síntesis ofrezco para dar cuenta del concepto de escritura que despliega en su primera etapa.
Sostiene Raúl Dorra que en su condición de “trazo, eco, exterioridad, ropaje de la voz, la escritura fue concebida como el término final de un proceso de degradación” (2000, p. 195). Siendo ella significante de un significante, y habiendo sido desplazada por sucesivos estadios de representación (y represión), es absorbida por la noción de propiedad del texto. Usurpada, doblegada, convertida en veladura y simulacro, constreñida al dominio de un sentido correcto y de un modelo de libro sagrado —insuflado o inspirado por la divinidad—, la escritura se transforma en herramienta de las ideologías y del poder. Ella, que es producto de una distorsión y una traición, puede a su vez distorsionar y hasta traicionar, y por eso mismo es necesario vigilarla. De allí la advertencia y su reclamo sobre la necesidad de desalienarla:
La escritura, para ser una conciencia, una mirada, necesita constituirse previamente como una existencia, remitirnos al espacio donde se erige como tal. Cualquiera que sea su tema, un texto nos habla antes que nada de sí mismo, se funda a sí mismo bajo nuestros ojos, nos dice que está ahí enteramente y a partir (por virtud) de esa plenitud queda habilitado para hablarnos de lo otro (Dorra, 2000, p. 201).
Devuelta a su condición originaria y una vez reestablecido el lugar de donde la represión la ha desalojado, la escritura recupera toda su potencia significante: “En un texto quien enuncia es el propio lenguaje, la escritura: Es ella el sujeto de la enunciación, pero también es el sujeto de lo enunciado” (Dorra, 2000, p. 201).
Siguiendo un peldaño más en su desmontaje deconstructivo, Dorra (2000) arguye que “el escritor, entonces, no será el-que-se-expresa-a-través-de una escritura sometida, sino, por el contrario, será el medio que haga posible la realización de la escritura” [a la que define como] “un trazo que atraviesa el habla y atraviesa la voz y se revela como una inscripción originaria y fundante” (p. 202). La idea de inscripción originaria reconduce a la noción de huella, que Derrida (1971) señala como el “origen absoluto del sentido en general” (p. 84) y lugar de la “diferencia” (différance); esto es, lugar del diferimiento o desplazamiento perpetuo del significante hacia otro significante en una cadena que da cuenta a su vez del desplazamiento perpetuo del sentido. En tanto inscripción —sigue diciendo Derrida— la huella se instaura en la frontera entre lo inteligible y lo sensible, “y ningún concepto de la metafísica puede describirla” (p. 85).
La huella es, en definitiva, el espacio de la profundidad abierto al (y por el) lenguaje cuya sombra es la escritura. Así entendida, sólo a partir de la operatoria de lectura (que es otra forma de escritura) será posible acceder a ese espacio de profundidad, donde “el lenguaje se hace ver, es decir, se señala a sí mismo y se recorta como una materialidad” (Dorra, 2000, p. 240). Desde esta óptica, el trabajo del crítico literario quedará circunscripto al terreno del lenguaje y así: “estudiar un texto será interrogar al lenguaje, acordarle un espacio originario, abolir la propiedad” (Dorra, 2000, p. 205). Esta vía de abordaje que nuestro autor señala y emprende él mismo como lector crítico en numerosos trabajos se puede ejemplificar con su magnífica lectura deconstructiva de Yo, el supremo de Augusto Roa Bastos, cuyo párrafo final transcribo para cerrar esta primera órbita en torno al tema de la escritura como “inscripción originaria y fundante”:
La escritura se señala a sí misma, señala el mundo con el que se confronta y señala también su ambigüedad, advierte y pone en guardia contra su potencia alucinatoria: “Puede también que nada haya sucedido realmente, salvo en esta escritura-imagen que va tejiendo sus alucinaciones sobre el papel (p. 214)”6 (Dorra, 2000, p. 74).
1.2. Escritura y oralidad, entre el espejo y la paradoja7
Hacia 1982, en un trabajo de crítica pedagógica que titula De la lengua escrita, nuestro semiólogo realiza una distinción que será esencial para el avance de sus reflexiones:
La escritura, que comprende y desborda tanto a la lengua oral como a la lengua escrita, es un espacio originario de inscripción donde por primera vez aparece “la diferencia” o lo que Derrida prefiere llamar “la huella”. Este espacio de inscripción originario —a la vez anterior a todo origen— es el que funda la posibilidad del lenguaje, es así una forma de la escritura y, para nuestro caso, tanto la lengua oral como la lengua escrita serían casos particulares de escritura. (Dorra, 1982, p. 12).
Si la huella es una forma (o tal vez una protoforma) de la escritura que comprende y desborda a la lengua oral y a la lengua escrita, tanto una como la otra resultan casos, es decir, son realizaciones o concreciones de la escritura. A partir de este deslinde, el interés de Dorra se dirigirá hacia el estudio de la lengua escrita y la lengua oral como “casos particulares de escritura”, lo cual significa que se trata de sistemas que ponen en juego diferentes tecnologías de la palabra para generar sus propios medios de cognición y acercamiento a la realidad, sistemas que por otra parte se hallan ligados por una relación de oposición paradojal que los espeja.
En De la lengua escrita, Dorra (1982) hará una primera distinción entre la comunicación escrita y la comunicación oral en términos contrapuestos, equiparables a la dicotomía naturaleza/cultura. La comunicación oral aparece como:
Un movimiento de la naturalidad, una práctica que se identifica con la existencia misma […] adquirida en el proceso de la constitución del sujeto como sujeto humano […] su uso es anterior a toda explicación, ese uso es el que ha creado la memoria, los criterios de legitimidad y las explicaciones (pp. 10-11).
La práctica de la oralidad no necesita explicarse a sí misma; afirmación ésta que tiene grandes implicancias en la definición de sus fenómenos.
La lengua escrita se sitúa en un dominio diferente. Ella funciona como una imposición de la cultura, a la que se llega “cuando el individuo ha totalizado el proceso básico de simbolización que lo sitúa frente al mundo convertido en sujeto” (Dorra, 1982, p. 11). Se trata de un modelo consagrado, regido por una gramática que no sólo organiza las estructuras del sistema de la lengua, sino que interviene por fuera de ella, en otro nivel: en el de la gramática de las relaciones sociales. El dominio de la lengua escrita supone un trabajo sistemático y silencioso de represión que inserta al individuo en una determinada cultura y, al hacerlo, lo somete a las leyes y a los poderes institucionales que la regulan. Lejos de ser una maquinaria neutral o una herramienta práctica, se trata de “un aparato ideológico que cada vez se hace más necesario desmontar” (Dorra, 1982, p. 19).
En sus primeros abordajes, Dorra muestra una aparente adhesión a una larga corriente de pensamiento que desconfía de la escritura, a la que suma sus propios argumentos. La historia es bien conocida. Esta tendencia se inicia con Platón, quien en el Fedro —puesta la advertencia en boca de Sócrates— alerta sobre sus peligros. Recordemos tan citada referencia: la escritura atenta contra la memoria y contra la palabra que promueve el pensamiento verdadero que llega al alma a través del oído, además, se presta a todo tipo de remedos e interpretaciones. La misma tendencia continúa siglos después con Rousseau quien, movido por el desprecio de todo lo que traía consigo la civilización, achacó a la escritura la condición de ser un suplemento prescindible. Siguiendo en la misma línea denostativa, ya cercano a nuestro tiempo, McLuhan mira la proliferación de la escritura —más bien de la escritura alfabética— como un mal que habría desplazado a lo auditivo imponiendo el reinado de lo visual, el cabal triunfo del homo videns (citado por Dorra, 1997, p. 15 y 2014, pp. 192 y ss.). Raúl Dorra añade a estos argumentos un sesgo político al considerar que la lengua escrita es un mecanismo de sujeción funcional a las clases dominantes que establecen los marcos sociales del decir, esto es, prescriben lo aceptable o correcto mediante el uso de las palabras e ideas consagradas y señalan asimismo los lugares de la palabra censurada.
Si pensamos la relación en términos de oralidad vs. escritura, en esta primera aproximación se hace evidente que la oralidad aparece como el término no marcado, mientras que la carga de negatividad se inclina del lado de la lengua escrita. Sin embargo, Dorra (1982) señala una primera paradoja alojada en la base de esta relación opositiva entre oralidad y escritura: aun bajo las sospechas y acusaciones que pesan sobre esta última, es una verdad incuestionable que “la forma de organización social de occidente se vuelve impensable sin la lengua escrita” (p. 13). Idea que será objeto de reflexión en sus estudios posteriores. Ese universo que conocemos como cultura occidental se ha levantado, en un proceso lento, gradual y a lo largo de siglos, sobre los cimientos de la escritura, y más precisamente sobre la eficacia y la máxima economía del alfabeto griego, “escritura a la que sentimos como la escritura” (Dorra, 2008, p. 81), tal como afirma nuestro autor.
Dorra estudia este largo proceso y lo examina desde diferentes ópticas siguiendo el movimiento expansivo que caracteriza su pensamiento. En un precioso y breve artículo titulado “Estética y quehacer de la escritura” (2008) realiza un paneo por los diferentes sistemas de escritura: pictografías, ideogramas, hasta llegar a las escrituras fonográficas y dentro de estas, específicamente a la desarrollada a partir del alfabeto griego. Se remonta a sus orígenes en el siglo VIII a. de C., cuando los griegos adoptaron el alfabeto consonántico fenicio modificando algunas letras para darles valor vocálico. La invención del alfabeto griego que incluía unidades fonológicas mínimas consonantes y vocálicas significó un formidable avance, pues se había creado una tecnología de máxima economía y eficiencia, capaz de dar forma a todas las unidades léxicas, es decir a las palabras de una lengua, mediante la selección y combinación de una serie limitada de unidades fonológicas que no excedía el número de 25 o 30 letras.
El alfabeto griego, como mecanismo o tecnología, fue el resultado de una “rigurosa operación metalingüística cuyo objeto de análisis es el habla observada como un compuesto de sonido y sentido” (Dorra, 2008, p. 102). Esto significó no sólo un gran avance para la transcripción de las palabras de una lengua sobre una superficie legible, sino “el reconocimiento del habla en cuanto tal, es decir, la aparición en la conciencia de los hablantes del habla y sus procesos” (Dorra, 2008, p. 102). En acuerdo con David Olson, Dorra (2008) concluye que, aunque parezca paradójico, el habla necesitó verse en el espejo de la escritura para reconocerse como un sistema formado por palabras o unidades léxicas, lo que equivale a decir que “la palabra es una invención de la escritura”, ya que sólo un hablante entrenado por la escritura reconoce que en la frase “‘Te veré aquí mañana temprano’ hay cinco palabras […] (o que) la palabra ‘pato’ resulta de agregarle una ‘p’ a la palabra ‘ato’” (pp. 102-103).
Sin lugar a dudas, la escritura alfabética se configuró como una tecnología a la par que como un mecanismo de observación y análisis que, por su “capacidad de interpretancia” (Benveniste, 1977, citado en Dorra, 1997, p. 37) puede dar cuenta no sólo del sistema del habla, sino de otros sistemas de significación, de otros lenguajes, de ahí el enorme valor que la sociedad occidental le ha acordado. La escritura posibilita el examen y el autoexamen, la crítica y la autocrítica, lo que la convierte en un valioso instrumento y en un legado del que las sociedades orales prescinden pues, como ya se dijo, no necesitan explicarse a sí mismas. Para ello están las tradiciones, las leyendas y los textos conservados oralmente que tienden a repetir relatos cosmogónicos que revelan narrativamente el origen del mundo, del sujeto humano, de las cosas y lo hacen de manera estable, circular e ininterrumpidamente. Por lo dicho hasta aquí, y en acuerdo con nuestro autor, puede decirse que la invención de la escritura significó en términos muy generales y a lo largo de un lento proceso evolutivo, el pasaje de lo relativamente continuo a lo relativamente discreto, de lo relativamente profundo a lo relativamente superficial (Dorra, 1997, p. 30) de la síntesis al análisis y, asimismo, el tránsito de lo auditivo al dominio de lo visual; en suma, de la voz a la letra.
Ahora bien, como señala Dorra (2008), la cultura occidental que ha explotado de manera exhaustiva los efectos de la escritura alfabética está fundada en sus dos vertientes, tanto griega como judeo-cristiana, sobre “una vertiginosa reunión de escritura y oralidad, donde no sólo la función sino la valoración de una y otra suponen una contradicción original” (p. 81); lo cual nos lleva a reconocer que en los fundamentos simbólicos de Occidente ya está instalada la relación paradojal entre oralidad y escritura. Nuestro semiólogo la explica en estos términos: Si en el paradigma griego Sócrates aparece como el fundador de la filosofía y del pensamiento lógico que establece categorías para analizar la realidad, también es cierto que es el propio Sócrates quien desprecia la invención de la escritura, pues “convierte el saber en una especie de mecánico remedo” (Dorra, 2008, p. 82). Pero resulta que a esta diatriba la leemos en el Fedro, lo cual significa que la escritura ha conquistado las palabras de Sócrates. Platón, como obediente discípulo, exalta el valor de la palabra hablada, pero —aclara Dorra— basa toda su filosofía en la originariedad y superioridad de la Idea, o sea del êidon que no puede oírse, sino contemplarse. La vista se instituye como el órgano más apto para el saber, hecho que nos instala de lleno en los dominios de la escritura.
En la tradición judeo-cristiana ocurre otra relación paradojal de diferente orden, pues esta cultura está fundada en el Libro de las Sagradas Escrituras, lo que equivale a decir que se levanta sobre las páginas de El Libro por excelencia; además funda su principios éticos y morales en la Tablas de la Ley que Dios mismo dictó a Moisés. Para esta tradición, la palabra verdadera es la palabra revelada, dictada por Dios e insuflada por el Espíritu a escribas y profetas bajo la forma del Soplo. Entre esa palabra viva que reclama ser oída y la letra del libro que la contiene existe una tensión. Al respecto, Dorra nos recuerda que en la Epístola a los Corintios, San Pablo afirma que “la letra mata, mas el espíritu vivifica”. Ahora bien, esa letra que mata es asimismo una letra que habla, pues Dios habla a su pueblo a través de la voz de sacerdotes y profetas inscripta en las Sagradas Escrituras. Dorra (2008) remata las paradojas apuntadas con esta breve síntesis:
La tradición griega se inaugura con un acto de rechazo de la escritura, pero sostiene que conocer es ver; mientras la tradición judeo-cristiana, cuyo símbolo fundante son esas tablas de piedra donde vienen escritos los caracteres de la Ley, enseña que la verdad entra por el oído (p. 83).
Alojadas en los orígenes mismos de la cultura occidental, estas paradojas explican la existencia de dos líneas ininterrumpidas de pensamiento que desde el inicio se disputan, por un lado, la exaltación de los valores y virtudes de la voz, y por otro, la exaltación de los valores y virtudes de la letra. Esta afirmación se traduce en la pregunta con la que Dorra titula uno de sus textos más emblemáticos: “¿Grafocentrismo o fonocentrismo?” (2008) donde plantea una nueva paradoja: la noción de oralidad está construida a partir de la escritura; por lo tanto, es posterior y no puede ser pensada fuera del ámbito de la escritura. Así como la escritura fue el espejo donde el habla se reconoció a sí misma como sistema, del mismo modo “la escritura es lo que sirve de referencia para pensar la oralidad, y no al revés” (p. 73). En un artículo incluido en su último libro publicado en 2014, que titula “Qué hay antes y después de la escritura”, nuestro autor vuelve sobre esta problemática para señalar que “la oralidad —entendida como tal— resulta posterior a la escritura, lo cual es fuente de nuevas e incesantes paradojas” (2014, p. 189).
Otra de tales paradojas incesantes recae sobre la controvertida noción de literatura oral, producto de una conciencia letrada conformada por un tipo de racionalidad analítica, visual y crítica, que procede segmentando unidades, describiendo, categorizando, porque entiende que lo real, o sea el mundo, está ligado a la significación, es decir, puede ser semantizado. Para alcanzar esa “significación” este tipo de racionalidad cuenta con la escritura, su más valioso instrumento. Toda aproximación teórica que se realice para delimitar, definir o caracterizar al universo de los discursos artísticos orales estará condicionada por la escritura y el tipo de racionalidad que esta importa. Así las cosas, como señala Dorra (2008): “No puede hablarse de la oralidad sino desde una posición grafocéntrica” (p. 88). La literatura oral es en definitiva una creación de sujetos letrados y, por lo tanto, se debe aceptar una verdad irrefutable: “nunca estaremos ante la oralidad en tanto tal, sino ante el simulacro que construyamos con nuestras armas conceptuales” (Dorra, 2008, p. 89).
Oralidad y escritura no son vehículos de propagación de la palabra, sino procesos de formación de mensajes verbales que tienen relativa independencia, puesto que en la práctica social de la comunicación se intersectan y comparten zonas de intercambio y combinación. Dorra (1997) propone abordar estos conceptos en términos de “universos” con características diferenciales que es necesario conocer, porque “estamos continuamente solicitados por ambos” (p. 29). Se trata de regímenes diferentes que responden a diferentes economías culturales, regidas por formas de comunicación condicionadas —o formateadas— a su vez por procesos mentales, modos de relacionarse con el mundo, pulsiones afectivas de distinto orden (Dorra, 2014, p. 197). Observemos cuáles son, en líneas generales, las características que definen a cada uno de estos universos:
El destino de la oralidad es la comunicación inmediata y en presencia, supone un tratamiento de la materia verbal que va del sonido al sentido, una forma de la percepción dominada por el oído y una perspectiva de la comunicación preeminentemente dialogal. La comunicación oral se realiza mediante una sintaxis desligada que tiende a acomodar rítmicamente las secuencias fónicas de a pares, y que opera por acumulación y redundancia. Esta comunicación está sustentada en un tipo de memoria que Dorra llama memoria profunda o natural para distinguirla de la memoria artificial, educada mediante la escritura. La memoria oral es una forma que se configura acoplada al ritmo primario de la respiración, y que por lo tanto, tiende a constituirse como “un cierto movimiento conceptual y rítmico” (Dorra, 1997, p. 48) de carácter binario. En otras palabras: en la memoria oral “los signos son sonidos, y, antes, ritmos que se ordenan a partir de la respiración y que, como la respiración, retornan regularmente” (Dorra, 1997, p. 48). Por esa razón, el método para sustraer a un enunciado oral del olvido es “dotarlo de una organización fónica que lo haga apto para perdurar en la memoria colectiva” (Dorra, 1997, p. 47).
Compete a la memoria colectiva la función de mantener en estado de latencia los argumentos y los textos comunitarios que brindan unidad y sentido a una determinada comunidad de hablantes. Sobre la permanencia de estos textos y argumentos —reactualizados periódicamente a través de costumbres, símbolos, ritos, festividades, relatos, canciones, etcétera— se edifican las culturas orales, y —si he entendido bien a Dorra— ese factor hace que estas culturas se vivan a sí mismas como completas, como acabadas, y por ello como resistentes a cualquier transformación (Dorra, 2014, p. 190).
Por otra parte, el universo de los discursos orales nace como una manera de situarse ante el mundo en cercanía con lo humano y vital; esto significa que la experiencia sensible se erige por sobre la inteligible. La relación entre hombre y mundo se establece a través de un vínculo no intelectualizado, sino vivencial y empírico, y es allí, en el mundo, donde se hallan diseminados los significantes que serán aprehendidos en una relación mediada por los sentidos. Esta inteligencia de lo real conduce a otra característica de los regímenes donde predomina la economía cultural de oralidad: su adherencia a una conciencia simbólica. Sobre este último punto, Dorra ha desarrollado una teoría del símbolo en uno de sus trabajos más originales: Los extremos del lenguaje en la poesía tradicional española. Allí define la conciencia simbólica como “una conciencia de lo profundo y lo invisible [producto] de una imaginación que ve en lo visible la curvatura que rodea a lo invisible y en lo inmediato, una superficie que recubre la profundidad donde se alojan los significados” (Dorra, 1981, p. 9).
Para esta conciencia simbólica, “el lenguaje […] es un lenguaje abierto hacia la referencia, un lenguaje que se muestra a sí mismo como transparente y representativo” (Dorra, 1981, p. 23).
Ahora bien, la escritura está organizada desde y para el trazo visible, simula el circuito de la comunicación hablada desde el suspenso de la presencia real y desde la distancia. Mediada por la vista, se despliega en una extensión lineal que puede revertirse: leer hacia adelante, pero volver hacia atrás. Ella “procede distinguiendo gráficamente las unidades de sentido, y por lo tanto realzando los límites, acotando los dominios y segmentando las imágenes acústicas” (Dorra, 1997, p. 30). Gracias a este ejercicio de lo discreto, la escritura propicia la aparición de una inteligencia que tiende a demorarse en la observación de los propios signos, una inteligencia analítica que privilegia lo inteligible y da lugar a un tipo de racionalidad que se ofrece como un “continuo examen crítico de lo real pero sobre todo un examen crítico de las formas significantes” (Dorra, 1997, p. 30). Para este tipo de racionalidad analítica y escrituraria, “lo real está siempre ligado a la significación” (Dorra, 1997, p. 30) por lo tanto, el lenguaje ya no se muestra transparente y abierto a la referencia, sino que está ligado a otros significantes. En esa movilidad del signo subyace la idea de que la cultura es también una entidad móvil, fluyente, sujeta a un devenir, y es por esa misma razón que “las culturas provenientes de la escritura, y sobre todo de la escritura alfabética, continuamente se trasforman porque se viven como incompletas […] viven ante el temor o el deseo de lo que vendrá y la nostalgia de lo que se ha ido” (Dorra, 2014, pp. 190-191).
Este deslinde de las características diferenciales de los universos de oralidad y escritura nos permite pensar en la coexistencia de estas dos formas de intelección, organización y semantización del mundo a las que permanentemente nos enfrentamos en nuestra doble condición de sujetos hablantes, y al mismo tiempo, de sujetos letrados. Para finalizar este apartado, cabe recordar las enseñanzas de Dorra, quien nos advierte que en la práctica social de la comunicación, tanto oral como escrita, “la movilidad de los significantes propicia un continuo desplazamiento de la oralidad sobre la escritura, y viceversa, a la vez que determina zonas de intercambio en las que los mensajes orales se elaboran según una combinación de ambos procesos” (Dorra, 1997, p. 29).
1.3. La dimensión plástica de la escritura
Otra interesante deriva dorreana en relación con la escritura está orientada al examen de su dimensión material, y es en este campo donde las reflexiones de nuestro autor se despliegan abiertamente en el ámbito de la semiótica8. La escritura además de ser una tecnología nacida por necesidades mercantiles —señala— es un arte visual, un trabajo ejecutado sobre diversos materiales (arcilla, papel, madera, un tronco, un muro) que requiere destreza y un plus de educación artística cuando no estética. La escritura es “el arte de inscribir mensajes sobre una superficie” y en tal sentido, vendría a ser “no sólo una de las artes visuales sino la más difundida de todas” (Dorra, 2008, p. 95).
Parafraseando el título de uno de sus ensayos, la escritura es un “quehacer estético”, un tipo de “trabajo cuyo resultado expresa una imagen tanto del habla como del mundo” (Dorra, 2008, p. 98). A poco de analizar estas explicaciones, se advierte que la escritura no se define por fuera de su dimensión procesual. Me explico: se trata del resultado o producto de un determinado trabajo en proceso. Es un “quehacer”. En esta palabra compuesta está cifrada la clave: el sustantivo conserva el sentido dinámico del verbo en su forma no personal. La escritura es entonces una tarea, un hacer que, por otra parte, inscribe en su resultado o concreción material “las huellas del proceso de ejecución” (Dorra, 2003, p. 169).
Observada como un hacer, la escritura es el trabajo de inscribir mediante el trazo un signo gráfico en una superficie. Dorra (2003) otorga un lugar central al trazo en su teoría, al que define como “significante sensible” (p. 166) que propicia relaciones plásticas con la materia. Una vez “tocada” por el trazo, la materia deviene sustancia; esto es, se hace visible como un compuesto de materia y forma. Podríamos explicar el proceso en estos términos: una mano ejecuta un trazo para convertirlo en signo y al hacerlo crea simultáneamente el espacio de inscripción como lugar significante; queda así establecida una relación de presuposición recíproca entre el trazo —que deviene signo— y el espacio significante —que deviene página— (2003, p. 165) y, así las cosas, examinada en su dimensión plástica, “la escritura es materia abierta por el trazo” (Dorra, 2003, p. 167). El trazo en su hacerse, en su devenir, convierte a la materia en sustancia, la instituye como espacio significante en el mismo proceso de inscripción del signo.
Llevado al ámbito de la escritura fonográfica, el trazo es el “significante sensible de la letra” (Dorra, 2003, p. 166), es aquello que hace emerger la letra ante nuestros ojos en un lugar de “mediación” o “encuentro” entre la grafía y el grafema. La letra deviene así “trazo audible” que “irrumpe una superficie neutra, o áfona, para convertirla en un espacio de resonancia con el cual entra necesariamente en relación y entabla diálogo, construye un ritmo que […] en lo profundo, significa” (Dorra, 2003, p. 166).
Este primer estadio de la relación de la escritura con el espacio significante ocurre durante el proceso de inscripción del signo que “tiene una forma, una ubicación en el plano, un dibujo circundado, y también atravesado, por el blanco” (Dorra, 2003, p. 171). La inscripción del signo instaura la textualización o “puesta en página”9. Dice Dorra (2008): “un signo inscrito sobre una superficie —un tronco, una piedra, etc.— convierte a ésta en una página” (p. 181). Esta instancia de textualización se organiza al compás de las determinaciones rítmicas del sentido que se producen por efecto de la relación entre la zona alfabética y la “zona visuográfica”10 de la escritura. En esa alternancia de grafías y de blancos se manifiesta un primer estadio de la dimensión material de la escritura, donde el órgano que domina es el ojo. Las relaciones entre las palabras o las líneas y los intervalos entre palabras o líneas determinan —a nivel profundo— un primer estadio significante que es rítmico y de naturaleza visual. El ritmo es sentido y en este primer nivel de la significación determina el pasaje de lo continuo a lo discreto, de lo visible a lo invisible.
Ahora bien, avancemos un peldaño más en la relación de la escritura con el espacio. Nos instalamos frente a la página que muestra las grafías de un mensaje. Leo, por ejemplo, la dedicatoria que Raúl Dorra me escribió al obsequiarme uno de sus libros (Fig. 1):
Leo lo que la letra dice en tanto letra, su mensaje; sin embargo, advierto que detrás de la inscripción del grafema reverbera el trazo de la grafía que se vuelve centro de la mirada. El trazo ostenta su figura, dice algo más, pero su significación requiere un ajuste del foco perceptivo que obliga al ojo a traspasar la grafía, atravesándola para ir “en busca de una imagen del habla y sobre todo de la huella de una voz” (Dorra, 2003, p. 188). La lectura del trazo nos instala en otro nivel de la relación que mantiene la escritura con el espacio, donde intervienen otras formas de la percepción, pues ahora el oído y el tacto concurren para completar el triángulo perceptivo abierto por la mirada. En este nuevo proceso de lectura, el ojo se encamina tras las huellas de una voz; en palabras de Dorra (2003), es “el ojo que oye” (p. 191) que va en busca de la “música visual” del trazo (Dorra, 2011, p. 7) y que, además, es tocado por la textura expresiva de una grafía —en este caso particular, levemente cursiva, dotada de cierto arte caligráfico— entregada como un espectáculo reservado a una forma de intimidad a la que el género de la dedicatoria nos predispone. Visto desde esta perspectiva, el breve texto coloca ante los ojos el gesto con que fue apuntado. Producto de un hacer manuscrito, la escritura aquí se repliega sobre su propia materialidad para mostrar ya no “lo que la letra dice en tanto letra [sino] lo que ella dice en tanto trazo” (Dorra, 2003, p. 169). Hago mías las palabras de Dorra (2003):
El trazo, en este caso, es una suerte de voz pues la voz es la forma que toma la materia fónica para que los fonemas puedan ser pronunciados. Tal forma, que en ningún caso es neutra, trae necesariamente el ahí del sujeto que modula. Como la voz, que en cada caso adquiere su tonalidad, su tempo, su registro, el trazo habla en el sitio en que dice y por lo tanto habla más de lo que dice (p. 169).
Mirada en su condición de trazo, la escritura trae las huellas de un sujeto percibido como voz y presencia; pero si la observamos en su configuración lingüística, alfabética o fonográfica, esta provee “una imagen del habla, a la que ilumina y da forma” (Dorra, 2008, p. 105). La escritura opera por combinación de elementos menores que dan lugar a unidades mayores, así las letras forman palabras y éstas oraciones, las cuales van tejiendo la trama del texto. La escritura es entonces materia modelada, pero —he aquí lo que interesa a nuestro semiólogo— a la vez modelizante. Dorra presta especial atención a este aspecto, y siguiendo las enseñanzas de Jesper Svenbro se remonta a la antigua Grecia para recordar el pensamiento de los atomistas, quienes “se explicaron el mundo físico con el modelo alfabético” (Dorra, 2008, p. 105); así como la escritura se ordena por la combinación de elementos mínimos que conforman unidades mayores, de la misma manera se comportan los objetos del mundo. Esta idea lo lleva a afirmar que “la escritura sirve como modelo para la lectura del mundo: a partir de la escritura el mundo puede ser visto como una página legible, un texto que los ojos recorren para darle su forma y su sentido” (Dorra, 2008, p. 105).
En un sugestivo ensayo de 1997, titulado “El libro y sus metáforas”, Dorra examina las metáforas que la cultura occidental ha venido construyendo en torno a la idea del libro a lo largo de la historia11, y en base a un análisis exhaustivo de cada una de estas metáforas logra demostrar el papel central otorgado al libro y por ende a la lectura como operatoria que le es inherente: “La cultura para nosotros casi no consiste en otra cosa que en aprender a leer. Los libros nos enseñaron a leer la escritura y también […] a leer la naturaleza, a convertir todo en signo. […] Avanzamos sobre el mundo elaborando textos, descubriendo gramáticas (Dorra, 1997, pp. 188-189).
Unos párrafos más adelante, en este mismo ensayo luego de reflexionar sobre el impacto de la tecnología electrónica en el campo de la comunicación, Dorra (1997) confirma su tesis avizorando el futuro del libro “bajo la forma de signos parpadeantes sobre una pantalla, incluso de ondas sonoras que transforman la escritura en una voz portátil […] magias [que] no vendrán a nosotros sino porque el libro nos enseñó a leer de muchas maneras y sobre muchas materias” (p. 190).
Diecisiete años después de publicado el artículo que acabo de referir y habiéndose producido ya las “magias” vaticinadas para la evolución del libro, nuestro semiólogo vuelve sobre sus pasos para repensar estos postulados a la luz de las inusitadas transformaciones que trajo consigo la explosión informática de la primera década del XXI.
1.4. La escritura en la era de la información: entre la orgía del mensaje y el tablero
En un último ensayo publicado en 2014 titulado “¿Leer está de moda?”, Dorra revisa los conceptos de lectura y escritura a la luz de las nuevas formas de comunicación en la era de la información. Enfrentado a los nuevos procedimientos de codificación de mensajes, a la variedad inusitada de sustancias expresivas de inscripción que han ampliado el concepto de “página” —a punto tal que cualquier superficie o materia puede llegar a convertirse en lugar de escritura—, enfrentado asimismo a los modernos aparatos tecnológicos de la comunicación que han transmutado la página en pantalla, nuestro semiólogo se plantea una serie de interrogantes: ¿Qué sucede con la escritura en esta nueva era? ¿Cómo opera la lectura en los diversos espacios de inscripción ocupados por muros, prendas, carteles lumínicos, paisajes urbanos, cuerpos, pantallas, en fin, espacios que sumados a los de la virtualidad llegan a producir una verdadera “orgía del mensaje”? (Dorra, 2014, p. 228). ¿Cuáles son los efectos de las actuales formas de la comunicación sobre los procesos de lectura y de la lectura “en tablero” particularmente? ¿Cómo impactan estas formas de la lectura sobre la percepción e intelección y sobre los usos de la memoria? En el trasfondo de estos cuestionamientos, Dorra (2014) revisa dos de sus afirmaciones más sostenidas, preguntándose si acaso puede considerarse que la escritura sigue sirviendo de modelo para la lectura del mundo y si el libro sigue siendo el horizonte mental de la cultura; a lo cual responde advirtiendo que es necesario ampliar el concepto de lectura, pues “ya no puede limitarse ni siquiera a las formas discursivas que provienen de la escritura alfabética” (p. 233). Aun cuando seguimos siendo esencialmente una cultura del libro —asegura— las nuevas formas de leer —y en particular de leer en pantalla— ya no son sintagmáticas y lógicas, sino asociativas, intuitivas, multifocales y versátiles; por lo tanto, exigen complejas operaciones cognitivas que acontecen en simultáneo y propician nuevas formas de lectura que “nos llevan considerablemente más allá de lo que demanda la lectura del libro” (Dorra, 2014, p. 244).
Dorra reclama por una semiótica de la lectura amplia y actualizada que examine los múltiples soportes y procedimientos de codificación de los mensajes que circulan en nuestra era de la información, mensajes saturados por el uso de índices, íconos, pictogramas, logogramas y otras formas de escritura que desbordan con creces los límites de la escritura alfabética. Insiste, además, en la necesidad de una semiótica que estudie el fenómeno de la lectura en pantalla —o tablero— que parece “encaminada a modificar profundamente el sentido de la atención y las formas de concentración mental y afectiva” (Dorra, 2014, p. 243). Esto lo conduce a sopesar las consecuencias de los cambios radicales de la nueva era informática en el espacio de la subjetividad, y a advertir —con cierta zozobra— que es justamente la unidad del sujeto la que está siendo puesta en juego (p. 246). De esta manera, sobre el final del ensayo que cierra su último libro publicado, nuestro autor regresa a un tópico que lo ha acompañado desde los comienzos de sus investigaciones: el problema del sujeto. No avanza en proposiciones, ni imagina cómo irán sucediendo los cambios que avizora, pero lanza a sus lectores el desafío de seguir reflexionando en este campo porque “en materia de lectura, hay, lectores, muchas cosas que pensar” (p. 246).
Para concluir
Con el panorama trazado a lo largo de estas páginas he pretendido ofrecer una guía a quien tenga interés por conocer sesgadamente el pensamiento teórico de quien fuera nuestro maestro; claro está que el recorrido delineado según un criterio cronológico flexible no agota los matices ni las puntualizaciones con que Raúl Dorra ha abordado el tema de la escritura, pues han quedado fuera de consideración muchas de las numerosas sutilezas con que fue enriqueciendo su pensamiento, un pensar que fiel al impulso por ir más allá de lo visible y evidente nunca se contenta con arribar a la superficie de los fenómenos y siempre va en busca de una cala que permita mirar en lo profundo.