Introducción
La tortura es quizás una de las prácticas más atroces que el ser humano sea capaz de concebir en torno a la existencia del otro. Su atrocidad se revela en el intento por infligir un trauma en sus congéneres en pro de la obtención de información valiosa, o en el peor de los casos, por el puro placer del torturador, pero ante esta afirmación es necesario plantear la siguiente pregunta: ¿qué define el carácter traumático de la tortura? La primer respuesta que viene a la mente, respecto de tan escabroso tema, sería que el dolor físico, causado a partir de la martirización del cuerpo de la víctima, sería el causante de dicho trauma, pero si, efectivamente, ese fuese el caso, entonces ¿cómo es posible explicar que el ser humano sea capaz de torturar sin infligir ningún daño físico, como el caso de la tortura musical o visual, o incluso aquellas prácticas que no tienen por fin causar un daño de ningún tipo, por ejemplo, el confinamiento solitario? La mera afectividad que el dolor físico libera no puede ser considerada como la característica esencial de lo traumático de la tortura, en tanto que esta cualidad se encuentra ausente en distintos tormentos, como tampoco es posible señalar el componente intencional que causa la aflicción anímica. Mientras más se profundiza en las distintas formas en las que alguien puede ser torturado, se encuentran menos puntos en común entre dichas prácticas.
La hipótesis que pretendo desarrollar tiene como objetivo ofrecer una posible respuesta a la incógnita antes planteada respecto al sentido traumático de la tortura. Afirmo que todas las posibles prácticas que el ser humano es capaz de concebir para torturar tienen un punto nodal que le otorga la carga traumática a la tortura, a saber, la impotencia de saberse a sí mismo torturado por el deseo del otro. Tal afirmación me permitirá mostrar que la naturaleza de esta terrible práctica encuentra su potencia traumatizante en una experiencia irrepresentable para el ser humano, es decir, su propia muerte. Es preciso aclarar que dicha vivencia no puede ser potencialmente aprehendida, pues su acontecer es el fin de cualquier posible vivencia, por lo cual resulta imposible tematizarla. Cada acto de tortura conlleva en su seno una vivencia inaprehensible e inconcebible por el sujeto trascendental, a raíz de que ésta contradice todo aquello posible de experimentar, a saber, su propia muerte. Parecería que esta investigación tendrá un resultado infructífero al postular la imposibilidad por experimentar la muerte en carne propia, no obstante, da paso a la vivencia más cercana de la muerte, a saber, la impotencia de ver nulificado su actuar en el mundo ante la voluntad del otro. El torturado concibe su vida a trasluz de la muerte que no acontece, pero que se asume como inminente.
Dos formas de torturar
El trauma que la tortura produce tanto a nivel físico como anímico varía de forma exponencial a partir de la intensidad y tipo de martirio al que la persona sea sometida, a grandes rasgos, es posible establecer un hito entre dos formas distintas de torturar a partir del modo de llevar a cabo esta actividad. Por un lado, la tortura física, cuya forma de actuar se encuentra en la brutalización inmediata del cuerpo, tiene por finalidad que “el cuerpo del torturado sea cercenado de su relacionabilidad con el mundo a través de la intensificación del afecto sobre la superficie de la piel donde el dolor es producido” (Magearu, 2019: 59) y, por otro lado, la tortura no-física, o también llamada psicológica, se centra en prácticas que buscan infligir una aflicción anímica ya sea mediante falsos fusilamientos, el confinamiento solitario, la privación del sueño, la tortura musical, etcétera. Este tipo de tortura, a pesar de que no actúa de forma corporal, tiene efectos innegables sobre el cuerpo del torturado, pues la “tortura psicológica es la descomposición de la identidad de la persona interrogada” (Wisnewski y Emerick, 2009: 30).
Esta distinción entre los actos de tortura física y psicológica únicamente funciona para señalar los modos en que un acto de tortura puede hacerse presente en la persona, por lo cual no hay una clara exclusión entre ellos. Lo fundante no es el modo en el que son implementados en el cuerpo de la víctima, sino el motivo que persiguen. Christian Grüny comenta que “Mientras que el insoportable dolor en la tortura física está dirigido contra la psique, la [tortura] musical parece que toma un atajo, atacando directamente la salud mental de la víctima. Ser víctimas de este tipo de tortura parece equivaler a ver como la mente de uno mismo se desmorona” (2012: 206). A mi parecer, esta intercomunicación entre los distintos actos de tortura denota el terrible sentido ulterior de esta práctica, de forma clara, la “tortura confronta al sujeto con su propia vulnerabilidad en un gesto que concomitantemente permite al otro convertirlo en un mero cuerpo y lo obliga a experimentarse a sí mismo en los meros límites de la disolución; experimentando el morir mientras aún se vive” (Magearu, 2019: 55).
Considerando la afirmación de Alexandra Magearu, es pertinente contrastarla con la imposibilidad que la propia muerte representa para la fenomenología; mención especial se debe hacer del caso del nacimiento, pues de igual modo, éste se constituye como una imposibilidad de ser estudiada desde esta corriente filosófica. Este tipo de vivencias se posicionan como inasequibles dado que poseen “un carácter paradójico en la medida en que no se pueden constituir para la experiencia en primera persona (y, en este sentido, imposibles de algún modo), a la vez que se revelan en la vida cotidiana como empíricamente ciertos” (Celeste, 2018: 80). Esta cuestión no le impide a Magearu afirmar que mediante los actos de tortura se experimenta la muerte en vida, pero aquí es preciso hacer una distinción de suma importancia.
Como he mencionado, es imposible, desde el trasfondo de la fenomenología, experimentar mi propia muerte, en tanto que ésta se asume como el final absoluto de toda posible forma de experiencia, “Nadie puede, por cierto, vivir la muerte, puesto que allí donde está la muerte no hay nadie” (Richir, 2015: 104). Pero, se revela de forma patente, que en la vida diaria es posible tener una experiencia de la muerte, no de la mía, sino de la del otro, se habla aquí de un conocimiento de mi propia mortalidad que descansa en una base empírica. Se devela, de este modo, la peculiar dirección que se ha de seguir para investigar este asunto. Husserl comenta que “La muerte del otro es la muerte anteriormente constituida. Así como el nacimiento del otro (es el nacimiento anteriormente constituido)” (2014: 3). El quid de la cuestión será, entonces, investigar cuidadosamente qué tipo de experiencia de la muerte se genera a través de los actos de tortura.
Considero necesario comentar en torno a este tipo de actos que no tendrán una referencia a la muerte realmente dada -pues resulta imposible experimentarla- del sujeto, no obstante, éste no es el fin de la investigación. Como comenta Saulius Geniusas respecto a esta índole de problemas: “Yo no puedo experimentar mi propio nacimiento, mi muerte, mi sueño, sin embargo, únicamente yo, un ser humano, puedo ‘experimentar’ el nacimiento, la muerte y el sueño de los otros. Yo veo como otros nacen y mueren en este mundo y sé que, en este tipo de cuestiones, mi naturaleza es la misma que la de ellos” (2010: 73). La experiencia de la tortura, ya sea por medio del dolor físico o anímico, deja una marca en el individuo torturado al obligarlo a dar cuenta de su propia finitud. El sufrimiento producido por la tortura trastorna al sujeto de tal modo que esta experiencia constituye un parteaguas en su vida, existirá un antes y un después de ser torturado. El motivo por el cual la tortura afecta de forma tan honda al sujeto reside en la aparición de dos características esenciales de dicho acto: la consciencia de mortalidad que el sujeto posee a través del dolor producido en la tortura y la experiencia en carne y hueso de lo más cercano a su muerte. Estas dos características se encuentran sobrepuestas entre ellas formando una madeja en la que difícilmente es posible identificarlas. Estudiar de forma detallada cada acto de tortura disolvería la línea argumentativa de este artículo en los peculiares modos en los que ésta se concretiza y en las distintas motivaciones mediante las cuales se hace uso de este tipo de prácticas. Ante dicha dificultad, considero más fructífero analizar este problema por la vía de la representación de la muerte propia.
La tortura se constituye como una experiencia que posibilita una vivencia de la muerte al tomar como punto de partida la sensación de finitud producida por estos actos. Se trata de una experiencia de la muerte posible de acontecer en todo momento durante este cruento acto, pero que nunca lo hará, y posterior a éste, se toma como una muerte que propiamente nunca termina por acontecer, a pesar de que la tortura haya cesado. Se trata de una vivencia que pasma la forma cotidiana en la que el sujeto puede constituir su mundo; la vida del torturado únicamente se ilumina a través de la luz de la muerte. Una vez que la tortura culmina y la víctima sobrevive a esta cruenta experiencia, le resultará imposible resarcir por completo la confianza con la cual se desarrollaba de forma intersubjetiva con el otro. Al torturado le es inherente un miedo proveniente de la tortura a la cual fue sometido. Las causas de este temor se encuentran fundadas, según Jean Améry, de la siguiente manera:
Si de la experiencia de la tortura queda conocimiento alguno que vaya más allá de lo mero dantesco, será el gran asombro y extrañeza en el mundo que no puede ser compensada con ninguna interacción humana posterior. Atónito, el torturado experimenta que en este mundo el otro puede existir como absoluto soberano, y que la soberanía se revela a sí misma en el poder por infligir sufrimiento y destrucción. (1980: 39)
La vida de la víctima queda en un terrible suspenso después de haber sobrevivido al suplicio que conjuraron sobre su persona. El saberse a sí mismo torturado por la voluntad del otro constituye un rompimiento tajante con cualquier noción de comunidad que se pueda tener.
La carga traumática de esta cruenta experiencia no reside en la propia afectividad que el dolor físico o la aflicción anímica pueda generar sobre el sujeto trascendental y su cuerpo vivido (Leib);1 ésta es idéntica, al menos en el caso del dolor físico, a aquella que pueda acontecer en una situación accidental. Existe una diferencia fundamental entre si me lacero la mano fortuitamente y si es lacerada en un acto de tortura:
Una vez que uno ha experimentado la tortura, uno permanece torturado, en el entendimiento de Améry, esto se debe al hecho de que la fundamental confianza en el mundo que permite la integración armoniosa con éste ha sido permanentemente fracturada. La tortura, entonces, en su propia negación, permanece en el cuerpo en la forma de alienación del mundo. (Magearu, 2019: 63)
El dolor físico en estos dos casos trastorna cómo me relaciono con el mundo al romper la anonimidad en la que mi cuerpo se desenvuelve con normalidad. Cuando el dolor ha sido superado y las plaquetas que mi organismo produce han recubierto la incisión que anteriormente se encontraba ahí, me es posible, en el caso del corte accidental, rehacer mi vida de forma normal; mientras que, en el de la tortura, hay un impedimento por una reintegración a la vida que anteriormente tenía. La diferencia entre un dolor ocasional y un acto de tortura se deriva del hecho de que, en este último, el torturado da cuenta de su precaria situación “él es un individuo totalmente sin derecho alguno, un objeto puro de la voluntad del interrogador, con ninguna posibilidad de incidir en su futuro más que dándole al interrogador lo que desea” (Levinson, 2007: 164). La completa impotencia del interrogado contrasta con la absoluta soberanía que el torturador tiene sobre su cuerpo vivido. Toda su esfera de acción se ve reducida a una mera pasividad, a soportar el suplicio que el otro ejerce sobre su cuerpo.
La tortura establece una pauta donde se evidencia la entramada, y a su vez complicada, relación que tienen el cuerpo y el yo. Cualquier sensación que mi cuerpo perciba no se limita a ser un mero tema de experiencia para el sujeto, sino que lo afecta de una u otra forma. Considero prudente recurrir a un ejemplo para explicar esta cuestión: la calidez de una fogata se percibe únicamente gracias a mi cuerpo vivido, pero esa sensación me afecta de forma íntegra, me reconforta: “la conciencia total de un hombre está enlazada en cierta manera con su cuerpo mediante su soporte hylético; pero está claro que las vivencias intencionales ya no están directa y propiamente localizadas ni forman ya un estrato en el cuerpo” (Husserl, 2005: 193). Por ejemplo, el calor de la fogata es una sensación propiamente localizada en mi cuerpo físico (Körper), lo siento con mayor fuerza en las palmas de mis manos extendidas hacia el fuego, pero también lo noto con un ímpetu menguante en mis piernas, mi espalda, mi cara, etcétera. La afectividad de esta vivencia se hace patente con un orden gradual en distintas partes de mi cuerpo físico. A la par, percibo cómo el calor me envuelve por completo y me es reconfortante; hay un estrato de sensibilidad exclusivo del cuerpo vivido y que lo separa del resto de los objetos mundanos: “Los contenidos de sensación entretejidos tienen realmente localización intuitivamente dada, no las intencionalidades, y solamente por transferencia hablamos de ellas como referidas al cuerpo o incluso como existentes en el cuerpo” (Husserl, 2005: 193). Tomando el ejemplo de la fogata, el mismo análisis puede hacerse respecto a la vivencia de la tortura. Por un lado, se hará patente el carácter afectivo del dolor y el modo en el que la persona torturada es afectada por esta vivencia, por otro lado, ya no se hará referencia únicamente al mero carácter afectivo de ésta, sino que se considerará todo aquello que acontece en este acto, a saber, el motivo por el cual se lleva a cabo. Lo traumatizante de la tortura corresponde a la autoconciencia de que estoy sufriendo porque el otro así lo desea.
El punto de partida para analizar la vivencia de la tortura en concreto, ya sea física o psicológica, será la inmediata repulsión producida por el dolor o la aflicción anímica, la cual afecta de forma notoria al sujeto, pues la primera respuesta ante este tipo de situaciones es la experimentación de un intento por alejarse de aquello que causa esta respuesta (Husserl, 2005: 263). En este continuo esfuerzo por evitar este tipo de sensaciones, el acto de la tortura opera con mayor fiereza y se devela el aspecto traumático de dicha vivencia. La completa merced en la que se encuentra el torturado lo revela como un sujeto indefenso, de forma precisa, como alguien que ya no puede ejercer su voluntad en el mundo a través de su cuerpo, pues su intento por detener la tortura no surte ningún efecto. El torturado se asume como un sujeto sin capacidad de acción en el mundo.2 El contraste es mayor cuando se constituye el mundo de forma normal, pues doy cuenta que todo mi actuar en el mundo está unido a mi voluntad y “sólo en virtud de que tengo capacidad sobre mi cuerpo. Si me represento el movimiento de mi mano en la forma ‘yo muevo mi mano’, entones me represento un ‘yo hago’ y no un movimiento meramente mecánico” (Husserl, 2005: 309).
El intento por parar o evitar el dolor y su consecuente fallo en el acto de la tortura merma de forma significativa al sujeto, no únicamente por el dolor al que el cuerpo es sometido, sino también por la impotencia que dicho acto supone para él. Es posible afirmar que inclusive en la más cruenta de las torturas el cuerpo vivido aún guarda ciertos resquicios de la voluntad del sujeto y de su propia movilidad con la que busca evitar el dolor. Por ejemplo, el cuerpo se retuerce a pesar de estar amarrado, desvía la mirada ante las imágenes grotescas de cuerpos desmembrados, tensa sus músculos al sentir el filo del cuchillo con la tenue ilusión de hacer llevadero el dolor, en una palabra, el cuerpo ofrece una resistencia que le resulta consustancial. No obstante, el carácter traumático de la tortura no actúa sobre la capacidad físico/real del cuerpo, sino sobre la del sujeto. No es necesario que se cercene una mano para fracturar el yo puedo de la persona, puesto que “en el ‘yo puedo’ yace no meramente una representación, sino más allá de ello, una tesis, la cual no solamente me concierne a mí mismo, sino al ‘hacer’, no al hacer real, sino precisamente al poder-hacer” (Husserl, 2005: 309).
Impotencia en la tortura
Soportar de forma desvalida el tormento que el otro ejerce sobre mí, aniquila cualquier capacidad que pueda tener sobre mi cuerpo, se debe afirmar que “la capacidad no es un poder vacío, sino una potencialidad positiva que viene en cada actualización, está siempre en disposición de pasar a la acción, a una acción que en tanto que es vivencial remite al poder subjetivo inherente, a la capacidad” (Husserl, 2005: 302). El vilipendio al que el torturado es sometido anula su capacidad de acción, no por el dolor impuesto sobre su carne, sino porque todos los movimientos que puede llevar a cabo a través de su yo puedo dejan de traducirse en un yo hago, su intento por hacer que pare el dolor culmina como pura impotencia de su propia voluntad: “Si la subjetividad encarnada se realiza a sí misma en la actividad, entonces el ‘yo puedo’ constituye su esencia, y el ‘yo no puedo’ resulta ser el límite de uno mismo -o incluso se sitúa fuera del límite de dicha concepción” (Dahl, 2019: 26).
El saberse a sí mismo como un sujeto impotente, a causa del deseo del otro, fractura toda experiencia que se haya tenido con anterioridad, incluso aquella en la que se experimenta una impotencia en notas similares, como la de intentar mover una pared con mis manos, el tratar de agarrar un vaso cuando mi mano está lastimada, etcétera. El hacer de la persona se encuentra siempre limitado y posibilitado por su propio cuerpo:
Hay un hacer sin resistencia, o una conciencia del poder sin resistencia, y un hacer en la superación de una resistencia, un hacer con un “contra” y una conciencia inherente del poder que supera la resistencia. Hay (siempre fenomenológicamente) una gradualidad de la resistencia y de la fuerza de superación: de la fuerza “activa” frente a la “inerte” de la resistencia. La resistencia puede volverse insuperable: entonces topamos con el “no hay manera”, “no puedo”, “no tengo fuerzas”. (Husserl, 2005: 306)
La principal diferencia será que en el actuar normal la resistencia se vuelve insuperable, como el caso de intentar mover una pared: hay un choque entre mi voluntad y el objeto mismo. En la tortura, me sé impotente por mi incapacidad de actuar en el mundo y el absoluto control que el otro tiene sobre mí, y no propiamente por una resistencia a conquistar en un objeto, a pesar de que el cuerpo se encuentre amarrado o en confinamiento solitario. La imposibilidad de convertir el yo puedo en yo hago socava la voluntad del sujeto trascendental.
La tortura obliga al sujeto trascendental a dar cuenta de su propia finitud en tanto se encuentra autoobjetivado como un ser viviente, y ya no únicamente como pura subjetividad trascendental. Husserl afirma que:
El hombre no tiene prexistencia en el mundo espacio-temporal; él no era antes nada y será nada más tarde. Pero la vida trascendental primigenia, la vida en última instancia creadora del mundo y su yo último no pueden venir de la nada y volver a la nada; son inmortales porque el morir no tiene para ellos ningún sentido, etc. (1993: 338)
Y efectivamente, ésta es la situación normal en la que se desarrolla la vida, no obstante, cuando una persona ha sido torturada resulta imposible que pueda vivir del mismo modo. El torturado altera fundamentalmente la forma en la que constituye el mundo, en vista de que ha experimentado posibles muertes que nunca fueron concretizadas: “No hay un morir como tal, únicamente una muerte que es vivida o, alternativamente, hay únicamente un morir interminable sin una muerte propiamente dada. En las reflexiones de Améry, aquel que ‘sobrevive’ a la tortura, no sobrevive propiamente y aún no está propiamente muerto” (De Warren, 2015: 98).
Por otra parte, será necesario ahondar en la concepción del dolor en pos de mostrar que éste permite representar al sujeto algo más que la pura afectividad que lo caracteriza, a saber, la propia experiencia de su mortalidad. La experiencia de la finitud humana mediante el dolor no puede revelar al cuerpo vivido, sino al yo unido a éste. Regresando al ejemplo del corte accidental y el producido en un acto de tortura, es importante mostrar que en ambos la carga afectiva es la misma, la sensación de finitud es idéntica, entonces el carácter traumático de la tortura no pertenece al dolor que ésta produce, sino a algo que es propio de estos actos y no únicamente del dolor, a saber, la impotencia de la persona torturada y el saberse a sí mismo como tal.3 Antes de proseguir en esta cuestión es importante mencionar que el dolor, la enfermedad y el malestar general del cuerpo son vivencias que muestran al sujeto cierta desavenencia con la experiencia que tiene normalmente del mundo. Este tipo de vivencias, por ejemplo, una quemadura, o una herida en un dedo, “tiene como consecuencia psicofísica que el cuerpo palpado aparezca provisto, en su composición cósica-táctil, de una manera enteramente distinta que antes, y esto vale para todos los cuerpos palpados con este dedo” (Husserl, 2005: 100). Estas afectaciones muestran con evidencia suficiente que la relación entre el sujeto y su cuerpo, el primero no siempre manda simplemente sobre el cuerpo. Se trata de una mucho más compleja en la que cuerpo y sujeto interaccionan entre ellos mismos de forma íntima, donde una afección puede incidir en ambos.
Será en el seno de la relación cuerpo vivido-sujeto que la mortalidad de éste se mostrará no como una verdad que se asuma de forma inductiva (esto es, al ver que el otro muere deduzco que he de morir en tanto que soy igual que él), sino como una cuestión consustancial al sujeto trascendental siempre y cuando se encuentre autoobjetivado como persona. La verdad inductiva de la mortalidad no hace mella alguna al sujeto trascendental, a pesar de que éste se autoobjetive como ser humano al considerar que, si no tuviese evidencia alguna de la muerte del otro, no podría dar cuenta de mi propia finitud y sería imposible analizar el problema de la muerte desde una posición fenomenológica. Suponiendo que una persona nunca ha visto morir a alguien, y tampoco tiene noción de lo que significa la muerte, fuese puesta en una isla desierta, no tendría forma alguna de asumirse como un ser mortal; esa verdad no se podría trazar a causa de la ausencia del otro. Pareciera que el conocimiento apodíctico de mi finitud como ser humano se forma únicamente a través de las experiencias del morir en el otro o de las representaciones de este fenómeno. Esto es verdad, siempre y cuando se limite el alcance de esta afirmación; únicamente le es pertinente al sujeto empírico: “El yo, la subjetividad pura monádica, que la reducción fenomenológica nos da en puridad, es ‘eterna’, en cierto sentido, inmortal. Pero sólo lo natural, el hombre en cuanto miembro de la naturaleza, puede nacer y morir en sentido natural” (San Martin, 2008: 181). Respecto al sujeto trascendental es notorio señalar que morir carece de sentido para él, debido a que el flujo de conciencia siempre tendrá un pasado que es posibilitado por las retenciones y un futuro que es dilucidado por las protensiones, es decir, el sujeto trascendental no surge, ni tiene un fin:
El proceso del transcurrir temporal de la vida (se entiende que de la vida de conciencia) no se puede, entonces, detener en el sentido de que precisamente así se vive la vida, como un continuo avanzar de momento a momento, como el hecho de continuar viviendo. De manera que desde dentro de este mismo proceso no puede plantearse un comienzo (o un punto final) del mismo. (Illescas, 2012: 324)
La vivencia de la muerte propia resulta inasequible desde una posición trascendental por el modo en el que la conciencia está formada. Ésta siempre ha sido y será, por lo cual es importante aseverar que “el sentido de la muerte no puede constituirse sino desde la vida y para poder pensar lo que escapa al tiempo tendríamos que dejar de ser temporales, es decir, dejar simplemente de ser” (Illescas, 2012: 324).
Mortalidad, dolor y muerte
El ejemplo de la persona varada en una isla desierta muestra que la constitución de su mortalidad posee un carácter inductivo por lo cual no fundante para el sujeto. Considerando el objetivo del ejemplo, será posible comentar que inclusive, en dichos casos, el sujeto varado puede dar cuenta de la duración de todo aquello que acontece a su alrededor. Las vivencias de su mundo circundante tienen un principio y un fin delimitado. Mediante la aprehensión de la finitud de las vivencias es posible ahondar en la mortalidad, pero el mero concepto de duración no basta para elucidar una representación propia de mi muerte desde un sentido trascendental. Mi muerte, aquella que es definitiva, es impensable considerarla desde la subjetividad trascendental, pero el concepto de mortalidad puede ser una noción adquirida por medio de las vivencias de la muerte del otro. Así como lo comenta Husserl: “todo cogito con todos sus fragmentos integrantes se origina o cesa en el flujo de las vivencias. Pero el sujeto puro no se origina ni cesa, aunque a su modo ‘entra en escena’ y de nuevo ‘sale de escena’” (Husserl, 2005: 139).
A través del cambio y la duración de todo aquello que me rodea hay una constante que permanece inalterada, mediante mi cuerpo soy capaz de sentir todo aquello que aparece en mi mundo circundante. El sujeto trascendental es capaz de formar un canon en el cual se muestra una normalidad de las experiencias que uno puede tener respecto a una cosa en particular, pero cuando el cuerpo es afectado, ya sea por la enfermedad, la vejez, el dolor, etcétera, el modo en el que aprehendo el mundo cambia de forma radical. El sentido en el cual una experiencia debería transcurrir contrasta con el modo en el que es dado en el presente. Esta divergencia en la experiencia del mundo le da al sujeto trascendental las notas que permiten reconocer una conciencia de mortalidad, pero no de muerte. El sujeto trascendental siempre aprehenderá las vivencias que acontecen en el presente viviente, pero mi cuerpo vivido experimentará cambios en la forma de asir el mundo. La mortalidad para él se comprenderá a través de la pérdida de su condición material, a saber, su cuerpo, que le permita experimentar el mundo:
[…] morir puede para mi consistir en que estas condiciones desaparezcan. Esto puede entenderse de tal forma que estas condiciones únicamente permiten las apercepciones mundanas, es decir, éstas pueden ser entendidas bajo el título de “cuerpo vivido”, pero no pueden ser condición para el ser de la subjetividad misma y tampoco para la aparición de los caracteres hyléticos. La muerte para el yo trascendental puede significar: la pérdida de su “corporalidad viviente”, perder su consciencia de mundo, dejar de regular el mundo. (Husserl, 2006: 102)
Cada vivencia aprehendida a trasluz de un cuerpo que está en dolor discrepará de las experiencias pasadas que el sujeto trascendental ha tenido, pues le advendrá una consciencia de su propia finitud en tanto puede dilucidar cómo su corporalidad viviente se encuentra trastornada. Mostrando la posibilidad mediante la cual el sujeto trascendental se da cuenta de que está perdiendo su condición material que le permite actuar en el mundo.
Respecto al caso del dolor será preciso decir que éste “se encuentra localizado o tiene un efecto localizable. El músculo acalambrado está claramente localizado, y al masajearlo lo tomo como su objeto material” (Grüny, 2019: 129). El dolor hace relucir de forma intempestiva al cuerpo mismo, trastorna la relación que el cuerpo vivido tiene con el yo trascendental; se desgarra de forma estrepitosa su faceta de anonimidad en la que actúa en el mundo, es decir, en la vida cotidiana yo no reparo en la serie de intrincados movimientos que están interconectados entre ellos mismos para que pueda realizar una simple acción, tal como tomar un vaso de agua, apagar mi lámpara, cortar un pedazo de fruta, etcétera. Toda esta serie de movimientos se encuentra posibilitada por mi cuerpo físico, el cual es caracterizado por estar supeditado a las leyes físico-causales del mundo. En cierto sentido, y desarrollando esta última noción, se puede afirmar que mi cuerpo es tematizado como si fuese una cosa más en el mundo y “se manifiesta como cosa en el espacio y en el tiempo, comparte las mismas características y determinaciones que la totalidad de los objetos en la naturaleza” (Cadavid, 2006: 50). Esta determinación del cuerpo físico como cosa resalta de forma notoria con el cuerpo vivido, pues éste da las bases para que el hombre pueda tener un estrato anímico que se muestra “como intimidad, diríamos la carne vivida como cuerpo, que en todo caso debería dar la base para la comprensión del cuerpo como expresión” (San Martin, 2010: 175). Ahora bien, el cuerpo vivido se instaura como fundamento de toda posible experiencia que puede tener el sujeto acerca del mundo, se torna patente que éste actúa de forma silenciosa, no clama para sí la atención del sujeto; es un medio, y no un fin en sí mismo, de la voluntad del yo.
El dolor altera esta situación: “En tanto que el cuerpo vivido funcione de una forma normal, no atrae la atención a sí mismo, sino más bien la aleja de sí mismo, como si fuese el fondo silencioso desde el cual la atención recae en un primer plano” (Dahl, 2019: 18). El mero hecho de caminar, por ejemplo, es posibilitado por la cooperación de mi sistema muscular, esquelético, circulatorio, nervioso, etcétera. Sería imposible si se me pidiese dar cuenta de cada uno de los músculos, huesos y nervios que utilizo para dar un paso: simplemente lo hago y ya. Esta llana afirmación porta en sí una verdad de la teoría del cuerpo vivido en la fenomenología husserliana: el cuerpo (Leib) “es órgano de la voluntad, el único objeto que para la voluntad de mi yo puro es movible de manera inmediatamente espontánea y medio para producir un movimiento espontáneo mediato de otras cosas, las que, por ejemplo, mi mano movida de modo inmediatamente espontánea empuja, agarra, levanta y similares” (Husserl, 2005: 191).
Cuando el dolor adviene al sujeto trascendental, le resulta imposible diferenciarse de su propio cuerpo, esta forzada unión trabaja en contraposición, pero curiosamente en el mismo eje de la noción husserliana del descubrimiento de la consciencia. “La conciencia despierta en el tacto, el roce de la piel, el toque, palpar es génesis de la conciencia, de ahí brota la vida consciente. El cuerpo sintiente, autosintiente, es el sustrato básico del devenir de la conciencia” (Venebra, 2018: 113). Todo aquello que experimento mediante mi cuerpo me interpela de forma directa y ya no sólo como un sujeto unido a un mero cuerpo físico. El dolor radicalizará esta relación: “La violencia del dolor primero atrae la atención y le obliga a permanecer absorta en el punto o área de sufrimiento; permanece enfocado, concentrado, absorto en el ‘ahí’ del dolor, como si el foco de la atención y el foco del dolor fuesen uno mismo” (Serrano, 2016: 168). El dolor físico se encuentra hermanado con una intensidad que en buena medida ocupa el horizonte perceptual del sujeto, pero nunca podrá engullirlo por completo. Las vivencias, que son aprehendidas a la par del surgimiento del dolor, permanecen ahí, en un segundo plano, pero no desaparecen. El dolor no logra suspender el carácter sensitivo del cuerpo, “no hay pensamiento sin cuerpo, porque, hasta en su exceso mismo que lo lleva a lo ilimitado de las cuestiones en exceso sobre los problemas, el pensamiento sigue siendo, con mucho, pensamiento encarnado en un cuerpo” (Richir, 2015: 34).
Los efectos del dolor no pueden borrar las vivencias del campo atencional del sujeto, de forma concreta, logra copar el campo, pero no se sigue pueda borrar los otros objetos aprehendidos o que desaparezca el sentido en el que estas vivencias son aprehendidas “inclusive el dolor invasivo no es capaz de aniquilar cualquier otra experiencia presente, en pos de que la conciencia sea reducida enteramente a ‘estar en dolor’ y que el dolor fuese el único contenido en estas fases temporales” (Serrano, 2016: 165). Al torturado, el dolor no le borra las condiciones en las que nace; al contrario, las agravia, pues no solamente hace al sujeto consciente su propia mortalidad, sino que el acto de tortura le hace dar cuenta de la precariedad en la que se encuentra. La persona puede representar su posible muerte en tanto sabe que su vida está en manos del torturador y no puede hacer absolutamente nada para cambiar este hecho.4 Esta representación empírica disloca el modo en el que el sujeto torturado constituye su mundo: “Con la pérdida metafísica de la confianza provocada por la tortura, nosotros estamos expuestos a una vulnerabilidad especial nunca antes conocida o anticipada de antemano; es una herida del mundo y del cuerpo de la víctima para la cual se socava el sentido de una respuesta ética” (De Warren, 2015: 89-90).
El dolor físico se hace presente en el cuerpo vivido, desencadenando un proceso violento de afectividad, en el cual el cuerpo y el yo no tienen decisión alguna sobre éste: simplemente acontece y ya. Se encuentran a merced de los estragos que éste pueda ocasionar. La “ubicación vivida del dolor no revela directamente, con idéntica originariedad, una parte del cuerpo fenoménico; el espacio que el dolor define no se solapa de suyo con una determinación perceptible de mi cuerpo que, por así decir, aloje en su contorno a la sensación dolorosa y le preste su aspecto” (Serrano, 2019: 116). El despilfarro de afectividad que esta vivencia trae consigo “introduce una escisión en la existencia corporal del sujeto, una desavenencia entre el yo y el cuerpo, y esta grieta en lo que está unido no determina la separación de lo consciente y subjetivo respecto de lo físico y corporal, sino que, al contrario, hace que la persona sufra en sus propias carnes” (Serrano, 2019: 106). A trasluz del dolor no es posible diferenciar los límites del cuerpo vivido y el yo trascendental, cuando sobreviene afecta por igual a ambos, pero la unión momentánea que hace de éstos no muestra al cuerpo físico como si fuese un objeto que es determinado ante la mirada del sujeto trascendental. Cuando algo duele sólo es posible representarlo mediante “señalamientos indexicales, deícticos -‘aquí, acá, más arriba o más abajo, hacia dentro, a derecha o izquierda’-, constituyen el lenguaje primordial de la espacialidad del dolor; no son formas deficitarias a la espera de una descripción mejor, sino una estructura primaria de la manifestación del doler” (Serrano, 2019: 118). No hay una delimitación clara, sino una exuberancia de afectividad en el cuerpo.
La momentánea unión que el dolor causa entre el cuerpo vivido y el yo está garantizada mediante el hecho de que éste, el cuerpo vivido, se asume como el fíat de mi yo, es así que
[…] mi cuerpo (Leib) me hace frente en cuanto cuerpo (Körper), pero no en cuanto cuerpo (Leib); el golpe que alcanza mi mano, mi cuerpo (Leib), me alcanza a “mí”- El pinchazo en mi mano: yo soy pinchado, el pinchazo me es desagradable. La calidez de la habitación invade mi cuerpo (Körper), me es agradable. (Husserl, 2005: 367)
El dolor rebosa en el espacio del cuerpo doliente y es capaz de “ser tan intenso que perdamos la conciencia o nos de muerte, pero el sufrimiento pertenece a la capacidad de acción de la persona. Un ser humano es un agente que tiene la capacidad de sufrir” (Sigurdson, 2019: 89). El dolor no se hace patente de la misma forma en el cuerpo vivido que en el sujeto trascendental, pero sí comparte la misma intensidad con la que es sentido, pues “la tendencia inherente del dolor es provocar la peor respuesta posible” (Grüny, 2019: 126), una que logra recordar constantemente la propia mortalidad. El dolor actúa sobre el cuerpo mediante su pura afectividad, pero el yo es el que sufre mediante este tipo de vivencias. En este espacio se articulará la indeleble huella que la tortura imprime sobre el sujeto trascendental, a la cual anteriormente hice referencia, la impotencia de la persona. La representación de su posible muerte se origina a partir de que su finitud está a merced de la voluntad del otro, se trata de una muerte que bien podría acontecer durante la tortura, pero que nunca se concretiza propiamente, pues si sucediese ya no se hablaría del torturado, sino del cadáver.
Conclusión
Si bien la finalidad de la tortura, desde el punto de vista del torturador, es obtener información y al menos en ésta no se tiene por fin ulterior la muerte de la víctima, pero esto al torturado le da igual; la falsa confianza que se podría hallar detrás del fin que el torturador persigue únicamente ejemplifica a mayor escala el absoluto poder que tiene sobre la vida de su víctima. El hecho de que la persona se sepa a sí misma como torturada, durante el acto y después, le permite tener una representación de su posible muerte; el morir para ella se constituirá en los posibles mil y un cortes que pueden acontecer en ese espacio de tiempo, en la suspensión de su cuerpo por medio de sus extremidades, en la gota de agua que cae de forma perseverante sobre aquel desdichado, etcétera. No se trata de concebir heridas fatales para hablar de la muerte; en la tortura, basta la más leve sensación para generar esta vivencia en el sujeto torturado.
Lo cruento de la tortura es saberse torturado por la voluntad del otro: sufrir porque el otro así lo desea. El suplicio del cuerpo equivale a que el sujeto pierde su fíat en el mundo; el sujeto trascendental no puede concebir su propio morir, pero mediante la tortura ve cómo su capacidad de vivir e interceder en el mundo es cercenada y será lo más cercano que podrá concebir a un morir: “Aquel que sucumba a la tortura no puede sentir al mundo como si fuese su hogar. La vergüenza de la destrucción no puede ser borrada. La confianza en el mundo, la que se derrumbó, en parte con el primer golpe, pero al final, a través de la tortura, es imposible de ser recobrada” (Améry, 1980: 40). Los cruentos actos que se realizan en la tortura son capaces de ser representados por cualquier persona, pero únicamente quien los haya vivido en carne propia puede experimentar su terrible huella. No hay una experiencia o representación de la muerte propia en el torturado; ésta nunca acontece, pero lo que sí sobreviene es una vivencia articulada en el límite de la experiencia del ser humano: el sujeto trascendental es testigo de la cruenta forma en la que se anula su capacidad de moldear e interceder en el mundo. Ya sea que se trate de tortura física o psicológica, el sujeto trascendental nota cómo pierde su capacidad de acción en el mundo, ya sea por el descarnado trato que su cuerpo recibe o por la impotencia de presenciar la muerte de alguien y no poder impedirla, la desesperación será la misma, el saberse impotente para actuar en el mundo al ser nulificado por la voluntad del otro.
La tortura resalta de cualquier otro tipo de vivencias que causen una impotencia similar, entre ellas, el permanecer convaleciente en una cama o el haber perdido el movimiento en una mano, debido a que en ésta me sé torturado porque el otro así lo desea. La brutal naturaleza de este acto empequeñece el carácter expresivo del cuerpo humano, pero no lo logra anular:
El cuerpo no es solamente para mí, en cuanto mi cuerpo, algo subjetivo particular en tanto que es mediador de mis percepciones, de los efectos que produzco en el mundo de las cosas; aprehendido por el otro, alcanza un significado, un significado espiritual, en tanto que expresa lo espiritual (no sólo denuncia la sensibilidad). (Husserl, 2005: 313)
Ante los ojos del torturador, el torturado puede parecer un pedazo de carne amorfo, pero sabe que detrás de esa figura retorcida hay una persona, y eso es lo verdaderamente terrorífico de este acto, el saber que la tortura puede ser llevada a cabo por cualquiera. Cuando Jean Améry fue apresado por la Gestapo (Bélgica, 1943) comenta que sus captores, y posteriormente sus torturadores, no poseían “‘caras tipo Gestapo’ con narices retorcidas, barbillas hipertrofiadas, costras ni heridas de cuchillo, como podrían aparecer en un libro, sino caras como las de cualquier otro. Caras simples y ordinarias” (Améry, 1980: 25).
Por último, es necesario acotar que toda posible representación de la mortalidad palidecerá en comparación con la vivencia de la tortura. Ésta será genuinamente distinta en tanto el sujeto trascendental experimenta el desvanecimiento de su capacidad de acción en el mundo porque así lo desea el otro. La tortura representa una de las más crueles afrentas que el otro puede realizar sobre mí, no se le otorga este adjetivo sólo por la forma en la que se planea obtener información, ni por el dolor que se pueda causar en esta práctica, sino también por fracturar la creencia de que el otro “respetará mi ser físico, y con ello también mi ser metafísico. Los límites de mi cuerpo también son los límites de mi ser. La superficie de mi piel me protege contra el mundo exterior” (Améry, 1980: 28).