La pretendida Historia ha recordado a
reyes y guerreros porque destruyeron;
el arte ha recordado a la gente porque creó.
William Morris, 18791
Era el 5 de mayo de 1927. México conmemoraba 75 años de la Batalla de Puebla, primera que ganara el ejército republicano, constituido por 4 800 mexicanos, contra las tropas intervencionistas, quienes estaban formadas en cantidad de 6 000 franceses. Estas ceremonias alusivas daban paso a un año de festejos por el LX Aniversario del triunfo de la República sobre el Imperio.
En esos momentos, el país se encontraba en circunstancias peculiares, porque recién concluía la Revolución mexicana y se consolidaba en su interior un proceso intenso de institucionalización. El mundo también estaba en reestructuración: a la Primera Guerra Mundial le sucedió una depresión económica y social, ya que una disputa mayor entre los países configuraría un nuevo orden mundial, posterior a la Segunda Guerra Mundial. En el periodo de entreguerras, 1918-1938, el desencanto se manifestaba en todos los ámbitos, y la sociedad lo vivió mediante una apertura artística de vanguardia.2
Si bien es natural que el ser humano camine con atención en el porvenir, en estos años, llenos de señales de catástrofes económicas y sociales, algunos artistas mexicanos recurrieron a elementos claros de confrontación del pasado para construir una identidad del colectivo. El contexto institucional abría oportunidades para que se colaborara en esta magna tarea con obras de todo tipo: conocidos son los casos de los murales pintados por Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros en diversos edificios públicos y privados que, en su conjunto, conforman un hito en la plástica.3 En la esfera musical y dancística, se dieron cita debates en torno a la canción y danza populares, que retomaron elementos folclóricos como la china poblana y la tehuana para generar un estilo muy propio, en plena confrontación con el extranjero jazz.4 En la literatura hubo una transformación más lenta: la tempestad gradual, le ha llamado John Brushwood, porque dio un salto del grupo del Ateneo de la Juventud a los novelistas históricos interesados en el periodo colonial, alejados de cuestiones políticas o sociales.5 También se incluyeron las artesanías y la belleza netamente mexicana como un ejercicio de conformación identitaria.6
El ejemplo que doy en este artículo fue modesto, pero importante para la consolidación de una imagen del chinaco, ya que consistió en la propuesta de una nueva mirada artística, vanguardista y ecléctica, hacia el triunfo de la República sobre la Intervención francesa. Si bien ya se había profundizado en este tipo de experiencias de teatro de masas con tema histórico y folclórico, no se había hecho con el objetivo de conmemorar el 5 de Mayo. El artefacto cultural que detallaré es El canto de la victoria. Escena chinaca en 1867, escrito por el reportero y escritor Fernando Ramírez de Aguilar, alias Jacobo Dalevuelta, y llevada a escena por el artista multifacético Carlos González.
Lo que planteo en este texto es que literato y artista participaron en la Revolución mexicana desde sus particulares trincheras culturales, por lo que la mirada artística que tuvieron sobre la confrontación política y militar de 1862-1867 estuvo influenciada por la propia Revolución, así como por el contexto internacional de guerra.7 Así fue como esas experiencias de destrucción fueron motivo de creación artística.
La mirada integral del artefacto cultural
En 1879, el escritor, artista y protector del patrimonio arquitectónico inglés William Morris, durante una conferencia para estudiantes de arte, dijo: “no es posible separar el arte de la moral, la política y la religión”.8 Esta percepción integral del quehacer humano, que enfatiza Morris, es útil para entender la visión completa que colectivos de autores y artistas tienen, quienes expresan emociones y sentimientos junto a ideas y pensamientos en una única obra.
De esta forma, acontece que texto, imagen y performance se entrelazan para generar, mediante una dirección, una proyección multifacética que, al mismo tiempo, es versión de la realidad, e incide directamente en una colectividad expectante y actuante. Situaciones humanas o no -las cuales pueden ser históricas o no- proponen un tema que explota en una trama sugerente, y que se manifiesta gracias a la aplicación de diversas técnicas artísticas. En ese sentido, las obras de arte no están fragmentadas, porque todas ellas tienen musicalidad, colorido, textura, luminosidad y oscuridad, propuesta implícita y explícita, aunque no cuenten con música, ni pintura, ni escultura, ni texto.
La obra de arte es una versión de la confluencia entre espacio y tiempo que logra sacudirnos por el mensaje que nos trasmite. Esa capacidad es renovadora cuando la integridad propuesta llega directo al público. Y, para lograrlo, los artistas generan estrategias pluridisciplinarias. El objeto artístico se convierte en un artefacto cultural porque el todo está integrado a un orden e impulso creativo.
Ésta fue la táctica de El canto de la victoria. Escena chinaca en 1867. El proyecto reunió a un periodista con amplia experiencia literaria y dramática, Fernando Ramírez de Aguilar, con un artista plástico dedicado a la dirección de escena, Carlos González, y aprovechó el apoyo institucional que la Secretaría de Educación Pública, a través de José Manuel Puig Casauranc, otorgó a ese tipo de manifestaciones. Considero El canto de la victoria un artefacto que se presenta como una triada artística, ya que está compuesto por un texto (el guion del montaje), por imágenes que orientan la escenificación, así como por la realización misma. En el fondo de toda esta urdimbre se encuentra una propuesta educativa y de concienciación política e histórica, que fue posible trasmitir gracias al escenario mismo y al apoyo institucional.
Creo oportuno advertir que, si bien toda la producción artística ubicada entre 1890 y 1940 se incluye en la tendencia del modernismo, con características antiburguesas y de revaloración del individuo entre las multitudes, en un proceso con muchas facetas y con diversos recursos estilísticos, en específico en México, con el vanguardismo y el estridentismo, en la triada de El canto de la victoria se pueden observar las influencias románticas, por su rescate folclórico de lo marginado, que genera en el espectador un gran contraste.9 A ello la historiografía de la historia del arte le ha llamado el Renacimiento mexicano.10 Para comprender sus intenciones y apreciar el conjunto artístico, a continuación describiré sus características y analizaré la obra.
El discurso nacionalista en el guion de El Canto de la Victoria
El programa de mano de El canto de la victoria,11 impreso en 21 páginas, más ilustraciones a color, está compuesto por el “Argumento”, el cual se divide en tres partes y cinco escenas, además de diversos textos cortos: una introducción con agradecimiento y el listado de los personajes, todos éstos, escritos por Fernando Ramírez de Aguilar, alias Jacobo Dalevuelta. Por supuesto, incluye el “Programa del Sexto festival escolar/organizado por el Departamento de Bellas Artes de la Secretaría de Educación Pública, para el 5 de mayo de 1927”, la descripción de los participantes y ejecutantes del llamado “Escenario”. Además, contiene dos versos del poema que Amado Nervo tituló “Mexicanas” (1904-1906),12 pero que popularmente se ha conocido como “Guadalupe, la chinaca”, tal como lo evidencia este folleto de 1927. Asimismo, fueron publicadas cinco estrofas de “Adiós, mamá Carlota”, de Vicente Riva Palacio, en la versión más conocida del himno de la victoria republicana, a decir de José Ortiz Monasterio,13 lo cual contribuyó a hacerla más propia de los mexicanos. De lo anterior se derivan: a) la participación destacada de la esposa del chinaco en argumento y montaje, tal como la descripción de la valiente Guadalupe, la chinaca “más hermosa que la aurora”, que en conjunto sirve como un homenaje a las mujeres en batalla, y b) la referencia del título del texto de Dalevuelta, que retoma la frase de Riva Palacio: “Y en tanto, los chinacos,/ que ya cantan victoria”.
El autor sitúa al espectador en Michoacán, del cual nos comparte que en su primer viaje le “atrajo calurosamente”. A partir de esa emotiva introducción, Dalevuelta hace una mención histórica de la importancia de este espacio en el que estuvieron Cuerápperi, Nuño de Guzmán, don Vasco de Quiroga, José María Morelos, Riva Palacio y el guerrillero Nicolás Romero.
El “Argumento”, por su lado, contextualiza al lector: en Michoacán existen dos bandos, los patriotas, conformados por Nicolás de Régules, Vicente Villada y Vicente Riva Palacio, entre muchos más, y los del Partido Conservador, compuesto por tropas expedicionarias y el traidor general Ramón Méndez. Por lo menos Morelia y Uruapan estaban tomadas por la reacción, pero en el campo se encontraban los hombres con la esperanza de ganar, quienes lúdicamente pasarían las noches acompañados de “sus mujeres, tan abnegadas como dulces”. La guerra fratricida continúa.
El preludio del “Argumento” -titulado “Se va la emperatriz (?)…”- nos confirma la noticia de la salida de la archiduquesa Carlota rumbo a Europa, lo que llega a oídos de Riva Palacio. Entonces, en 1866, compone los entusiastas versos para animar a la tropa con esa “señal inequívoca de su camino al triunfo”. Pero no es aún momento: la guerra, llena de ira, continúa en los campos.
El inicio de la “Escena” resume algunos meses de lucha con sensibles palabras: “Pasó el fandango. La cosecha fue ubérrima. Allá va, en la lejanía, en tropel desordenado, el enemigo. La columna republicana sigue su marcha -siempre de frente- busca un campo para el reposo y para vivir aquella mañana tras el ‘albazo’ artero”. Es comprensible que un autor que recientemente había pasado por una reyerta semejante nos compartiera pinceladas de la guerra, la lejana o la inmediata, ¡todas son semejantes! Dalevuelta fue uno de los más destacados y reconocidos reporteros de guerra, fungía como corresponsal de varios periódicos nacionales e internacionales. Su conocimiento sobre las batallas y enfrentamientos era considerable.14
Las escenas se suceden una a otra. La primera nos presenta un despliegue de los chinacos, en la que destacará el mayor en su caballo, acompañado de su amor. Además de los combatientes, hay una “turba bullanguera de mujeres guerreras, de muchachos que nacieron en los campos de lucha”. Atrás, al fondo, van los prisioneros, los “ricos hacendados de los de siempre”, custodiados por los chinacos de Nicolás Romero.
Este Romero, fusilado en 1865, después de un enfrentamiento y su captura en Papadzindán, Michoacán, se encontraba bajo el mando de Riva Palacio, y fue una de las figuras populares más destacadas del periodo. Por ello, tanto el Gobernador como su secretario, Eduardo Ruiz, le dedicaron novelas y textos históricos. Romero se consagró como el arquetipo de los chinacos,15 y no es de extrañar que Dalevuelta lo mencione aquí y, dos años después, le dedique una obra biográfica.16
La segunda escena es el despliegue de la fuerza chinaca. Descansan los fusiles, mientras camilleros y mujeres se acomodan “en medio del entusiasmo y del mitote”. Llevan flores para la Guadalupana. Al centro llegan jefes, oficiales y el general. Dice el autor: “Comienza entonces un instante de vida emocional…”.
En la tercera escena, la muchedumbre da paso al individuo que anuncia que han tomado presa una diligencia cargada de “señoras encopetadas”. Esto alarma a las demás mujeres, e ilumina a la gran chinaca, que, a pie, hace acto de presencia. Las prisioneras son flores cultivadas con zapatillas rojas, tan artificiales que resultan ser un “insulto cruel a la chinaca”. Sorprendidas, las recién llegadas ven a los patriotas bellos, casi desnudos. Se percibe una vaporosa tensión sexual ocasionada por los chinacos, la cual queda suspensa por el correr de la guerra misma y la personificación de Guadalupe, la chinaca “más hermosa que la aurora”.
La cuarta escena inicia con el interrogatorio de los prisioneros, que finaliza abruptamente cuando llegan las noticias de la victoria en Querétaro: ¡Ha triunfado la República! Con ello inicia la celebración. El esperado regocijo popular comienza con el abandono de lo habitual en estos seis largos años, ¡la guerra concluyó!
Finalmente, la escena quinta deambula con los guerrilleros formados para combate; la liberación de los prisioneros sucede al mismo tiempo que la inauguración del baile y la fiesta. La alegría chinaca contrasta con la desesperación y el miedo de los “aristócratas”, quienes huyen de la escena. Se convoca al contento con las coplas de “Adiós, mamá Carlota”. Todo acaba velozmente ante el clarín que llama a los soldados y da lugar a un desfile “en honor de los vencedores”. Las flores son lanzadas al paso de los valientes.
En el texto, la contraposición entre los dos bandos se prolonga más allá de los aspectos políticos (reaccionarios vs. liberales), porque también se palpan las dualidades ciudad/campo, riqueza/pobreza, miedo/alegría, desesperanza/esperanza, individuo/multitud, vestido/desnudo o delicadeza/rudeza, para concluir con la de traidores/patriotas. De allí surgiría un elemento identitario mexicano caracterizado con lo popular, con lo chinaco.17
A decir de Ricardo Pérez Montfort, El canto de la victoria es “una oda al nacionalismo posrevolucionario pero trasladando la acción a la guerra contra los franceses, con muchas vivas a la patria y a la bandera”, y que debe reconocérsele a Dalevuelta su pericia en retratar curiosidades típicas, historia y folclor, con lo cual contribuyó en la construcción del ideal del charro.18
Para concluir, la narración es intercalada por estrofas de sones y corridos que entremezclan amor y desamor con triunfo y guerra. ¿Ésas le habrán servido de inspiración a Ignacio Fernández Esperón, Tata Nacho, para musicalizar la Escena? Las únicas referencias son respecto a los corridos abajeños, los sones indígenas que “suben al cielo como plegarias” y la indicación de que se cantaría “Flor de canela” y “Uy, tara lala”. Así, “los coros van repitiendo las suaves estrofas románticas”. No tenemos más información al respecto.
La iconografía chinaca: seis óleos
La imagen de los chinacos, esos combatientes decimonónicos, era ya parte de la caracterización de la identidad mexicana. Sin embargo, el perfil de un hombre combatiente con paliacate, chaparreras y sarape se mezcla en la imaginería para ilustrar escenas de la guerra de independencia nacional, tanto de 1810-1821 como de 1862-1867. Ésa es la ilustración de Neve, publicada en El Demócrata el día 15 de septiembre de 1920 (Imagen 1). Aunque se manifiesta un individuo altivo como representante de lo popular, en alusión al triunfo republicano sobre el conservador, quien se retira de la escena mientras se divisa el esbozo de un águila real mexicana sobre el Popocatépetl y el Iztaccihuátl, el texto que lo acompaña refiere a la lucha política que el país ha enfrentado entre tanta guerra e intervenciones.19 El chinaco es México.
Fuente: El Demócrata, tomo 6, núm. 1 293 (1920): primera plana. Ésta y las sucesivas imágenes fueron consultadas en la Hemeroteca Nacional de México de la Universidad Nacional Autónoma de México, se reproducen con autorización de la misma.
El modelo y estereotipo de chinaco trasmutó en un charro folclórico durante el siglo XX, el cual había sido ya desarrollado por varios escritores y pintores,20 entre los que destacan Manuel J. Serrano, F. Alfaro y Ernesto Icaza.21 Este último, quien entre 1910 y 1929 pintó la mayor parte de sus óleos, retrató suertes de charrería, pero también colaboró con una figura idealizada del chinaco.22
Ese fortalecimiento que recibieron los tradicionales jaripeos y artes charras, por su aportación identitaria, hace que confundamos chinaco y charro. Aunque ambas figuras podrían coincidir en un sujeto, el primero refiere a un actor político y el segundo a un artista corporal.
Carlos González pintó tres chinacos, los cuales fueron publicados y presentados en El canto de la victoria. La obra plástica está compuesta de seis óleos en tela que ilustran el folleto (Imágenes 2-7).23 Iniciemos con su análisis iconográfico.24 Cuatro de estos óleos retratan a individuos (Imágenes 2-5), dos mujeres y dos hombres; los últimos dos son composiciones grupales, uno es de féminas y el otro de figuras probablemente masculinas (Imágenes 6-7). De los primeros cuatro óleos, tres representan figuras republicanas (Imágenes 2, 4-5) y el último una conservadora (Imagen 3). Armonía y equilibrio de las figuras contrastan con la dualidad que de este grupo plástico se puede encontrar en sus temas: individuos/multitud, femenino/masculino, artificial/natural, patriota/traidor e histórico/artístico. Estos dos últimos sirven para contextualizar la representación, además de ser ligas con la obra pictórica anterior de González. Sobre ello volveré más adelante.
La Imagen 2, sin título y sin firma, muestra a una mujer republicana sobre un caballo negro azabache, la cual, en actitud de movimiento, perturba por su tensión y firmeza. Ella es una hermosa mestiza con sombrero, trenzas, ataviada con un ajuar de china poblana y rebozo de bolitas, con los colores patrios, joyas de coral y oro, quien esquiva la mirada del espectador. El óleo reafirma este estereotipo femenino, el de una mujer independiente.25 Se encuentra enmarcada entre los actantes fijos de un encino y una lejana población. ¿Será Zitácuaro, ubicada por la montaña que destaca al fondo? Es sugerente que una mujer monte a caballo en esta guerra, el actante vivo, en alusión al texto de Dalevuelta, aunque era poco probable que sucediera en esa realidad histórica del siglo XIX. El único caso conocido e investigado es el de La Barragana. Pesa también que sea la primera ilustración y que se acompañe del poema de Nervo. Es un homenaje pictórico a las mujeres que participaron en el campo de batalla.
La Imagen 3, sin título y con firma, retrata el perfil de cuerpo completo de una mujer ataviada con un vestido negro y adornos azules -quizás un traje de luto-, con collar de perlas y pendientes largos, en un escenario artificial, con un telón rojo de fondo y un mueble o columna de madera, en la que apoya su mano derecha. Su mirada se pierde y aleja del espectador. Todo es pesado y anquilosado, efecto de la sombra que recae en el piso y la pared. La contraposición a la anterior imagen es evidente: lo artificial y monótono en un ambiente asfixiante es liberado con la chinaca en medio de nubarrones y un viento que mueven rebozo y flequillo del caballo.
Por su parte, las Imágenes 4 y 5, sin títulos y con firmas, están dedicadas a los chinacos, armados con sables. Sorprenden por el contraste de su ajuar de fiesta y sombreros de fieltro y paja frente a sus actitudes serenas y pasivas. ¿Sucedió ya el triunfo de la República? El primer chinaco, de pie, se enmarca en un paisaje de laureles y mezquites que le abren un escenario de ¡victoria! El segundo, sentado en una roca entre un roble que nos previene del otoño, viste ajuar rojo y marrón con un sarape negro. Carga un estandarte rojo, que conduce la mirada del espectador hacia el centro del óleo mediante un eje diagonal: el combatiente muestra la tranquilidad del éxito forjado con sus propias manos.
Cuando Dalevuelta refiere que los personajes serían “tropas de línea (que comprenden infantería y artillería)/Chinacos (lanceros montados)”, dispone al público para encontrar armas blancas y de fuego. Las referencias dentro del cuerpo del texto, por su parte, mencionan “las lanzas de acero que han servido a los chinacos, más de una vez, para formar sarta innoble y convulsa de traidores”, así como fusiles y bayonetas. Lo que contrasta con las imágenes de los chinacos, pues sólo llevan sables con empuñadura.26
Estos tipos mexicanos recuerdan elementos artísticos del ambiente: la vestimenta les añade identidad más allá de sus rasgos físicos, y logra distanciarlos tanto del espectador como del autor.27
Finalmente, las Imágenes 6 y 7 difieren por tema y colorido. Las cinco mujeres que hacen acrobacias con telas, ejecutando bailes clásicos remiten a las fotografías que registraron las danzas de las escolapias del 5 de mayo de 1927 (Imagen 8). La composición circular nos sugiere armonía y placer, pues juega con curvas que se abren y cierran. El grupo de féminas se contrapone a los retratos anteriores. Lo mismo ocurre con el último óleo: plateados y azules enmarcan a cinco guerreros del corazón, armados con espadas, tal como si fueran soldados de ajedrez, asunto que consigna, definitivamente, la participación de González en la puesta en escena del Teatro Mexicano del Murciélago, en 1924. Luis Quintanilla escribió en este montaje: “los guerreros pasan montados en fieros caballos de ajedrez: los guerreros rojos de la Revolución. Humo y sangre, y una sed infinita de ideales. El cielo todo queda manchado con la tinta roja de la muerte”.28
La obra plástica fue tratada al publicarse en el folleto, ya que hay indicios de sobreexposición de dorado y plateado en la imprenta, lo cual hace que su composición sea más exquisita a la vista. Lo que no queda claro es si estos óleos fueron exhibidos durante la representación o si sólo sirvieron como guía visual para los participantes y lectores del programa.
Dos paradojas se evidencian en las ilustraciones de González: la primera es la intención de destacar individuos retratados que no miran al espectador, a pesar de tener a la multitud como uno de sus temas, y de que el 5 de mayo de 1927 se personificaría a las masas. La segunda paradoja es que, si bien los chinacos hicieron la guerra, en las imágenes sus actitudes son pasivas, lo cual contrasta completamente con las acciones guerrilleras y militares que habrían ejecutado. Su tema es histórico, empero, la idealización que se hace del héroe lleva a una lectura contraria a su primera intención, por lo que resalta una burda representación artística.29
Carlos González, pintor, escenógrafo y director artístico de teatro y cine, fue un artista integral interesado en asuntos populares y folclóricos, aunque estuvo cercano al movimiento estridentista y de vanguardia, en un contexto de renovación y experimentación, y en 1931 fue responsable de la Escuela de Plástica Dinámica.30 Como muestra de su obra, interesada en proponer una discusión en torno a la identidad nacional, destaca su filme mudo sobre la virgen de Guadalupe, titulado Tepeyac, recientemente rescatado y restaurado.31
El montaje festivo escolar del 5 de mayo en el estadio nacional
En el ejemplar de Excélsior del 6 de mayo, se desplegó en la primera plana de la segunda sección este titular: “Con gran esplendor se conmemoró ayer la jornada del 5 de mayo” (Imagen 8).32 ¿Cómo fue la representación? Según la nota periodística, al Estadio Nacional -inaugurado el 5 de mayo de 1924-33 acudieron casi 100 000 espectadores, para presenciar el festival que organizó la Secretaría de Educación Pública a través del Departamento de Bellas Artes.34 La fiesta -que implicó un costo de 35 000 pesos, suma invertida en vestuario, logística y, quizás, en la publicación del programa de mano- comprendió nueve números culturales: 5 000 voces de niñas y niños de las escuelas primarias cantaron el vals “Un sueño”, de Rafael del Castillo; “La istmeña”, de Samuel Mondragón; y la marcha “Tannhauser”, de Wagner. Por su parte, 200 alumnos de la Casa del Estudiante Indígena ejecutaron un número de pirámides humanas, y 1 200 niñas de varias escuelas primarias y técnicas hicieron números de gimnasia rítmica con guirnaldas, gimnasia calisténica con bastones y gimnasia rítmica plástica con gasas. Plutarco Elías Calles, presidente de la República, entregó banderas a las primarias. El evento finalizó con El canto de la victoria.
Fue considerada como una “verdadera fiesta del espíritu”, que cumplió de forma espléndida la promesa hecha. Además del Presidente, se encontraba parte de su gabinete acompañándolo, así como el rector de la Universidad e invitados diplomáticos, lo cual incrementó la relevancia del festejo. Los asistentes, sentados en las tribunas, aprovecharon los estandartes rojos y blancos, que movieron con entusiasmo para generar “oleajes como si fuera el mar iluminado de asombro”.
La presentación de El canto de la victoria fue responsabilidad artística de Carlos González; la selección musical estuvo a cargo de Ignacio Fernández Esperón, Tata Nacho, y fueron tres los profesores encargados de la dirección musical, coros, evoluciones y bailes. Participaron estudiantes de diversas escuelas, contingentes del Colegio Militar y las Bandas Militares Núm. 1 y 2, así como la Asociación Nacional de Charros, entre otros (Imagen 9). De la presentación, el reportero Próspero Mirador indicó lo siguiente:
Un campamento chinaco en 1867, tal era la reconstrucción. Una vívida página de la historia de México en aquel año azaroso. Más que una simulación, una lección admirablemente contada a los que no la sabían. […]
El argumento de “El canto de la victoria” ya lo conocéis […] Un día es capturada una diligencia en la que van unas señoras imperialistas, y hay un nuevo alborozo en el Ejército. Las señoras no corren peligro, porque el general es una persona decente y, además, es sumiso delante de las damas, al grado de que si no fuera general, habría sido un estupendo jugador de ajedrez. Se baila mientras se vivaquea y, como el general es poeta, las canciones salen hasta debajo de la yerba […] Ha pasado la guerra y los héroes desfilan entre flores…
Las fotografías 3 y 4 (Imagen 8) muestran la diligencia con las prisioneras, correspondiente a la tercera escena, así como a “un chinaco y una chinaca, luciendo soberbias caracterizaciones de la época”, pasaje que podría haber sido tomado bien de las escenas tercera, cuarta o quinta. Respecto a la escenografía y detalles del llamado teatro de masas, Excélsior detalla:
La indumentaria se ciñó estrictamente a los datos de la iconografía. El ambiente en que se movían las figuras, muy bien logradas a fuerza de estudio y comprensión. Y las figuras, especialmente la del general Riva Palacio, situadas, como debe ser, sin apartarse de lo verosímil y, ante todo, encarnadas en la realidad. […] Los lanceros y los charros que tomaron parte en la reconstrucción, lo hicieron como debió haber sido en 1867, pues iban vestidos de chinacos los alumnos de caballería del Colegio Militar, y chinaquería y charrería pusieron en la cinta cinematográfica que se iba desenvolviendo, la grandeza y el equilibrio de lo que, siendo real, aunque se trate de un espectáculo, ya tiene derecho a ser inolvidable.
Tema de controversia para los lectores del siglo XXI se desvanece ante la lectura de la prensa: ¿cómo se resolvería una escenificación de masas sin altoparlantes o micrófonos?, ¿cómo podría leerse la actuación? El reportero tuvo el tino de contárnoslo:
Quizá la reconstrucción flaqueó por cierta falta de unidad, que ha de ser evitada al repetirse el simulacro, pues como los actores permanecen mudos, ya que las canciones alusivas eran dichas desde el tendido por las masas corales, hay instantes en que la atención del auditorio se preocupa porque el desenlace se aproxime. El libreto facilita las soluciones y no importa que la mayor parte de la reconstrucción sea la vida del campamento, a ratos monótona, pero de pronto cambiante.
El reportero indicó: “Las damas chinacas no se desmayaron ayer”, en alusión al festejo del año anterior, cuando hubo 26 niños insolados y dos lesionados. En su narración, también felicitó el quehacer artístico del equipo:
Ayer vimos todo eso en el Estadio, y hoy hay que felicitar a Ramírez de Aguilar -vayan a él nuestras congratulaciones de amistad y de compañerismo- porque ha sabido, en unión de sus colaboradores, evocar un momento de los más gentiles de la guerra contra el Imperio, en una de las comarcas más hospitalarias a la poesía y a la historia.35
El festejo del 5 de mayo de 1927 fue, además de vistoso y llamativo, el mejor que se había realizado en todo el decenio relativo al triunfo mexicano sobre las armas extranjeras.36 Desde 1920 hasta 1926, se llevó a cabo una conmemoración en el Panteón de San Fernando,37 frente a los restos mortuorios del general Ignacio Zaragoza, donde se daba lectura al famoso parte militar y un discurso alusivo de algún estudiante, abogado, reportero o poeta. La atención hacia esta conmemoración se incrementó debido a la asistencia de los veteranos de la Batalla, con ofrendas florales y el canto del Himno Nacional. En 1921, 1922 y 1925, se sumaron la organización de un desfile militar, maniobras aéreas, 21 cañonazos, una caminata hacia Chapultepec, espectáculos deportivos y festivales escolares. En 1923 y 1924, en contraposición, hubo un desaliento generalizado.
Unas más alegres y otras más serias, las conmemoraciones realizadas entre 1920 y 1926, relativas a la Batalla del 5 de mayo de 1862, muestran un cambio del espacio prioritario y de la institución encargada de organizarlas. El elaborado festejo en el Panteón, con un discurso oficial frente a Zaragoza, que requería una asistencia controlada, se transformó en un evento dirigido únicamente por el Jefe del Ayuntamiento del Distrito Federal. En cambio, el festejo presidencial -organizado primero por los órganos militares y después por los culturales y educativos- fue encabezado fuera del Panteón, al principio en la calle, con desfiles y manifestaciones multitudinarias que se consagraron, después de la inauguración del Estadio Nacional, en festivales escolares, atléticos y civiles. Los festejos chinacos dejaron el camposanto para tomar el campo deportivo.
Conclusiones: la enseñanza del artefacto cultural nacionalista
Jacobo Dalevuelta y Carlos González se encontraron en el proyecto del Teatro Mexicano del Murciélago, en 1924.38 Después de esta experiencia estridentista, tan significativa que podría clasificarse como teatro educativo y de orientación política,39 ambos se dedicaron al teatro de masas40 y a otras propuestas experimentales.
El canto de la victoria tenía incorporada su caducidad desde el nacimiento: sólo se celebraría una presentación, con motivo de la conmemoración del LX Aniversario del triunfo de la República sobre el Imperio. El apoyo y subsidio institucional que permitió movilizar a tantos estudiantes, charros, militares y caballos, así como ocupar el Estado Nacional como escenografía, no serían factibles para ocasiones posteriores.
La alusión a la generosa acogida que el secretario de Educación Pública, Puig Casauranc, le dio al ensayo no debe subestimarse.41 Al contrario, debe entenderse como una obra que reunió a creadores y burócratas con un mismo fin: acrecentar el conocimiento del pasado entre los mexicanos, para fincar una nueva identidad plástica que se estaba construyendo desde muchas trincheras. Era una colaboración más con el proyecto trazado años antes.
Estoy convencida de que El canto de la victoria cumpliría con ser un artefacto cultural presentado como una triada artística y, al mismo tiempo, un triple redentor, tal como el proyecto vasconceliano lo propulsó desde 1921. Según palabras de José Joaquín Blanco, la obra de arte se convierte en un instructor porque imparte conocimiento; el artista debe ser un maestro o ejemplo de vida superior; el arte puede purificar, al transformar “en creación la crueldad y maldad pública a que llevan las sociedades tiránicas”.42
Estos temas históricos y sus vivencias propias permitieron que Dalevuelta y González trajeron a escena con éxito a los chinacos, trasmutando la propia destrucción que ellos habían vivido en creación artística.
Agradecimientos
Agradezco los comentarios y la orientación al doctor Arturo Valencia, de la Universidad de Sonora, y por la identificación de actantes a Antonio Iborra y Héctor Perdomo. Además, a los compañeros de la Biblioteca del IISUE, sobre todo a la licenciada Eva Montoya López, por la búsqueda y préstamo de material bibliográfico, y a los de la Hemeroteca Nacional de México, por la reproducción de materiales iconográficos. También reconozco la lectura de los dictaminadores y sus sugerencias bibliográficas.